MANICOMIO 10 AÑOS DESPUÉS
ESCRIBEN: Felipe Ruiz Raúl Zurita José Kozer Luis Fernando Chueca Ernesto Carrión Paul Guillén Daniel Bencomo Jorge Solís Esther García José de María Romero Eduardo Moga Benito Del Pliego
LUGARES FRECUENTES Por Felipe Ruiz Sin duda, nos encontramos latinoamericanos, en una encrucijada terrible como la pobre Ariadna: nos encontramos en un punto nodal de nuestro proceso de autodescubrimiento y auto creación, un momento en el que la poesía alcanza una altura inexplicable, donde cada verso de cualquier poeta en cualquier lugar de nuestro continente resuena con todo el vértigo del tiempo, donde cada palabra posible de ser escrita condensa de una sola vez la inminencia de lo terrible y lo hermoso, lo alto y lo bajo, la paz y la guerra, Occidente y nuestras culturas pre hispánicas. En este momento es que creo ver que la publicación de Manicomio, de Maurizio Medo, entronca con la posibilidad de un nuevo decir. No es, desde luego, un nuevo decir - y esto me encargaré de recalcarlo a lo largo de este texto -, pero entronca ya en los límites de lo decible por un latinoamericano ad portas de una nueva era. No se trata aquí de machacar sobre la manida cuestión de lo decible o lo indecible en términos de lo excelso o lo terrible, sino de insistir en que este libro es uno de los más importantes publicados en Chile durante la última década y quizás uno de los más trascendentales en Latinoamérica en su último período. Y esto es así porque Manicomio viene a ser el primero de la que supongo una res extensa, una larga concatenación de publicaciones que hurgan en los límites de la cultura occidental, que habitan sus residuos, los estertores de toda una civilización. No es posible realizar este gesto sino es desde aquí, desde este territorio. ¿Es posible imaginar un francés reproduciendo versos de un poeta latinoamericano? ¿Cuál sería la validez y hondura de ese gesto? Me parece que es posible sostener que dicha apropiación alcanza la magnitud de arte sólo en el contexto del extremo occidente donde habitamos: pues aquí se vuelve problemática o confusa nuestra relación con el tiempo histórico y la herencia, sólo aquí es posible la reconstitución de lo olvidado, de lo remoto y arcaizante de nuestra literatura.
Ahora bien, lo curioso, lo extraño de esta apuesta escritural es que no es en modo alguno una apuesta novedosa. Tenemos ya el correlato anglo de principios de siglos en Pound de los Cantares y Eliot de la Tierra Baldía. Ellos realizaron, cosa curiosa, también el conteo de su cultura, de su herencia con el simbolismo, por ejemplo, a partir de la senda construcción de un poema colectivo o donde la cita de lugar al intertexto y la lectura paródica de la tradición. No hay que olvidarse nunca de esta curiosidad, pues en Latinoamérica siempre nos estamos topando con este truismo, esta sobredeterminación del gesto: el evento al cual asistimos hoy en la cultura ya ha tenido lugar, y es nuestra relación con ese tener lo que vuelve infinitamente complejo la cuestión de abordar el presente. Lo que no ponemos en duda, sin embargo, es que se trata de un presente. De que por fin, a buenas cuentas, asistimos
al presente de la cultura occidental y esta sucede en nuestros territorios, esta tiene lugar aquí y en ningún otro lugar del mundo occidental. Es por lo mismo que el vértigo, lo vertiginoso, accede a nosotros como aventura cuando no como destino inexorable de nuestra estirpe. Cuando Pound y Eliot se hacen cargo de la herencia simbolista lo hacen ad portas de un clima bélico que haría estallar las supuestas sólidas bases de la cultura francófona viejo europea para transformarlas definitivamente. El arte surge como sondeo posible de esa transformación y a su vez como punto de entronque con la nada, el vacío, y la biblioteca absolutamente patética del antiguo régimen. Ese gesto es el que volvemos a encontrar en Manicomio. Es tal la acumulación del tiempo, es tal la aglomeración de citas, la nomenclatura de autores que se cruzan en nuestra época en los anales de la biblioteca, internet, librerías, y demás textos que sobresaturan el signo, que la impresión pavorosa de una tierra baldía es reemplaza ahora por la imagen del manicomio. Estamos ya al otro extremo del giro borgeano y su apropiación de la tradición inglesa como laberinto, pues este laberinto ahora se ha transformado en una gran sala sin salida, o se ha terminado por desesperar hasta la piedra de la locura a quienes lo habitan. La acción adquiere aquí un límite casi inhumano, y el gesto parece repetirse, referirse o retirarse como único y como vago con relación a la acción posible del presente. El manicomio en el que nos encontramos, así, ya no es un hogar en el cual el sujeto se encuentre: son, en definitiva, los propios sujetos sus cárceles, la propia psi de este sujeto el manicomio al cual hay que remitirse. En la aglomeración epocal lo nuevo se vuelve intransitivo y no tiene gloria. El vacío de apodera de la emoción y el sentido, lo atrapa en un universo donde cualquier signo puede valer, cualquier dato es validable.
El anverso de esta validación hasta el hartazgo es el sin sentido de cualquier validación, pues todo adquiere la hondura y el espesor infranqueable de lo etéreo, de lo efímero, de lo vacío. Hay, pues, una doble patología del sujeto: la de la esquizofrenia que encuentra en todo lugar la señal de un origen, la posibilidad de un fundamento, y la de un lenguaje neurótico que acelera la construcción hasta sus límites, que encabalga el pastiche, la cita culta, la ironía, el gesto, la poesía concreta, en una amalgama que haga posible siquiera por disimulo un pequeño atisbo de sentido en un sin sentido que redunda el gesto como ya póstumo o fracasado de antemano. La pregunta, por lo mismo, ya no debe ser el qué del texto sino el por qué de este texto. El texto mismo ha pasado a segundo plano con relación a su desplazamiento, a su mera exhibición, al decir plano y sin sentido de su pura circulación. No hay siquiera aquí meta poesía o reflexión sobre la poesía. No es el sin sentido propio del non sense, ni el llamado a la pura estructura del neo barroco. Es todo eso y más: es, en el límite de lo decible, la conclusión de que la imposibilidad de encontrar si
quiera un respiro, si quiera un fundamento en la aceleración caótica de nuestros tiempos. La conclusión desoladora de Manicomio es que hemos alcanzado un punto de ebullición cultural en donde ya no es posible un nuevo nombrara que no traiga consigo la sombra de toda la cultura, de todo lo dicho en Occidente, y que eso, en vez de resonar con intensidad en nuestras poéticas, vuelva desolador, baldío, el gesto escritural. Lo terrible no es la nada: lo terrible es observar, como en Borges, que no hay laberinto más terrible que el desierto. Ahora, debemos ser cautos para evaluar estas previsiones. Avizoran lo terrible, claro está, avizoran la proximidad de una nueva era, y una nueva era no nace desde el silencio pacífico de los apretones de manos ni desde los discursos conciliadores, sino desde la sangre que se derrama por el campo, desde la rosa que arde y se incinera. El comprobar la esterilidad de este campo donde yace la rosa es necesario como primer paso, claro está. Es necesario llevar esto negro, esta negrura hasta el límite de su saturación, es necesario, como dice Medo.
repetir el gesto con aire matemático. repetir el sudor. la ansiedad esbirra. repetir los hábitos diarios hasta calcar en un día siete vidas. olvidar con qué zapatos uno descamina para tentar al fracaso por rutina. Sólo en la medida que llevemos esta cuestión hasta su extremo, sólo por esta invocación, este mantra terrible del gesto matemático es posible que emerja algo así como una llama posible, como una posible braza que incinere, que incendie. Y en esto debemos ser cautos pues ya después de eso no es posible llevar más allá nuestra experiencia de Occidente. No se trata de un retorno a la vanguardia: cualquier política escritural que se autodefinida como vanguardia no hace sino servicio a la máquina negra que mueve la técnica hacia su funcionamiento más infernal. Cualquier poeta que diga que Manicomio es poesía de vanguardia o que está a la vanguardia le hace un flaco favor, pues es justamente de lo que se trata aquí de denunciar la esterilidad del gesto vanguardista, de anunciar que siempre y en todo lugar aquello que se auto proclame en el horizonte futuro como lo último posible, como lo novísimo, está condenado a caer en la vacuidad del tiempo. Manicomio no es un poemario vanguardista, en ese sentido, sino un poemario que trabaja sobre el fracaso de la vanguardia: sobre su sospechosa intención de situarse hacia el final de un final que nunca terminará, sobre una eterna novedad de un horizonte histórico ya resuelto por si mismo. Contra ello, o por ello, Manicomio, como The Waste Land, anuncia el ocaso del horizonte de esta historia justamente allí donde la vanguardia cree hallar su sentido. Y por esto debemos ser cautos con este tema. Mucha de la actual poesía que se lee bajo los parámetros de una vanguardia no es sino su largo epílogo, o el resultado de un sentimiento de vacío en todo su esplendor. Ese pensamiento, ese sentimiento que se
pone más allá de toda vanguardia, más allá del futuro, vuelve a resituar la poesía en un eterno retorno de lo mismo, o en punto de no retorno donde se aceleran todas las dimensiones del tiempo hasta su hartazgo. Por intermedio de esta aceleración es que todo tiempo aparece de antemano como clausurado: lo que llama, lo terrible que llama desde la inmanencia de la noche es la muerte, la presencia agobiante de los muertos y del tiempo muerto que nos rodea, de nosotros mismos que ya de antemano clausurados, de nuestra misma cultura que ya es una sombra en el infinito. La invocación de los muertos que hablan de pronto surge como lo único real para nosotros, en el mismo momento que la Biblioteca de Occidente se revela en realidad como un cementerio, acaso el más grande, donde los fantasmas ya no moran la experiencia estética, sino posibles Imperios, territorios, épocas, ciudades, dimensiones. ¿Creyeron todos ellos que su tiempo sería inmortal? ¿Vivieron todos ellos la seguridad en la seguridad plena de sus cuerpos, alguno de ellos, caso, se abrió a las tinieblas de la muerte? Nada es lo bastante real ya para un fantasma que nos ve desde esa enorme Biblioteca. Puesto que la poesía es proléptica, puesto que la poesía escapa de toda previsión del sistema y siempre será ese viento que sopla más allá de los limites del Imperio, es ella y sólo ella la que puede acceder, si quiera asomarse, a las puertas de lo posible como nueva estirpe. Esta poesía tiene hoy un lugar: hoy y Latinoamérica. No hay, en efecto, ningún lugar del mundo - me refiero con mundo a Occidente, este resultado de las culturas helénicas y hebreas - donde la poesía esté sucediendo que no sea este y no sea ahora. Y esto porque desde aquí podemos contemplar con estupor las tres autodestrucciones de la cultura occidental y señalar el posible territorio de un nuevo comienzo. Esto porque estamos situados al fin de Occidente, porque somos el fin de Occidente sin serlo, sin llegar jamás a ser su constitución Imperial, es desde aquí donde es posible señalar un origen, una fuente, un fundamento de nuestro porvenir. Doble tarea, entonces: llevar, como en Manicomio, al límite la experiencia de la máquina de lo decible o hasta el punto de su reversibilidad. Por otra parte comenzar, lentamente, a apropiarnos de nuestra memoria para hacerla dinámica en el presente. Este presente que es siempre la reactualización de la experiencia y que es siempre lo que nos reenvía hacia el fundamento.
LOS NOMBRES DE LA VIDA: MANICOMIO DE MAURIZIO MEDO Por Raúl Zurita
Manicomio de Maurizio Medo es una de las mayores conquistas que la poesía en nuestro idioma puede exhibir de aquellas zonas que, anidados en el fondo de lo humano, no habían encontrado una lengua que los expresara. Para hablar entonces de este poema debemos retroceder a aquellos momentos en el cual la palabra, el más peligroso de los bienes, se escinde entre el mito y la historia, entre la imagen y la razón, y volver a situarnos en la derrota civil de la poesía, es decir, en ese nudo ciego que a partir de Platón, decretó la expulsión de los poetas de la comunidad de los hombres. Lo que Maurizio Medo nos muestra acá es, antes que nada, una gran metáfora de la expulsión de la poesía, una de las más lúcidas y poderosas que hoy podamos leer, y cuyo correlato debemos buscarlo en Rimbaud. El punto central desde el cual se levanta Manicomio es el mismo punto central que toca Una temporada en el infierno: el confinamiento por parte del poder de todas las potencias desarticuladoras y liberadoras del lenguaje. Sabemos por Foucault que en la modernidad el manicomio viene a ocupar el lugar de los leprosarios y que será ese lugar donde todas las reservas de fantasía, de pulsión, de fiesta y de muerte del discurso son recluidas. Lo que esta obra de Medo nos muestra es que el papel del poema es en primer lugar constituirse en el manicomio del lenguaje, recibir allí a todos los expulsados de la razón, a todos sus mendigos y sus ángeles, a sus criminales y sus místicos, otorgarles un sitio, y en segundo lugar liberarlos para que sea entonces ese pequeño representante del poder: el lector, el que contaminándose de esas palabras santas, malditas, alucinadas, pueda reconocer los trazos de una libertad hasta ese momento desconocida. Es la libertad del poema. Asistimos así como lectores a la escenificación de un palimpsesto donde los personajes de este libro: Mandil-mandril, Gilda, Carroll, Francesca, el falso Ginsberg, Alicia, doc., y todos los que allí comparecen, hacen presente residuos de idiomas, de lenguajes, de textualidades, moviéndolos con una potencia tal que, juntos con mostrarnos el subentendido metafísico de todas aquellas narraciones que llamamos historia, dibuja el nuevo escenario de lo que podemos todavía denominar escritura. Así, esta obra se vuelca permanentemente sobre sí misma negando cualquier concepto de límite o de término, y continúa y es continuada por el Inferno de Dante, por la citada Temporada en el Infierno, por los Cantos de Maldoror de Lautreamont, los Cantos Pisanos de Pound, por el Aullido de Ginsberg, por el Teatro de la crueldad de Antonin Artaud, mostrándonos de paso la simultaneidad esencial de todas las escrituras (el instante que escribe Dante es el mismo instante en que escribe Homero y que escribe Virgilio y que escribe el poeta joven que prepara su primer libro) y que escribir es poner en juego todo el universo de los textos en su absoluta contemporaneidad. La escritura es la negación de la historia, pero sólo el
poema puede hacer esa crítica extrema, él niega el tiempo y es a la vez el tiempo, su consistencia es precisamente esa marginación absoluta de la comunidad donde sí existe la narración, el pensamiento, la crítica literaria. Esa alteridad donde se sitúan los personajes de Manicomio es también la alteridad del poema. Quien escribe suspende su vida y por ende suspende también la muerte y esa es la comunidad confinada de la poesía donde todos los poetas comparecen, exactamente en el mismo instante, y donde tanto la idea de las influencias, como lo presenta Harold Bloom en su sobrevalorado Canon, como la noción de intertexto, se ven radicalmente sobrepasadas. Todo gran poema es todos los poemas. Manicomio como toda gran poesía, desmiente la noción de un autor único, de un poema único, para hundirse y multiplicarse en el mar general del habla, en esa primera gran escritura que es la oralidad. Pero acerquémonos un poco más a los personajes de Manicomio. Lo que nos plantea su vertiginoso jerguismo, sus distorsiones sintácticas, sus quiebres de significantes, su hibridación de los lenguajes llamados cultos con los populares (Dante es un alienado en Manicomio y a la vez es Dante Alighieri), es que la distinción entre lengua escrita y lengua hablada no es tal y que ambas son escrituras del primer lenguaje: el gestual. Pero ese lenguaje, aquel que devino en conciencia, sigue siendo el único campo donde locura y razón borran absolutamente sus fronteras. El habla es la escritura del gesto y por ende toda habla es metafórica. Un loco lo sabe, por eso su discurso carece de doblez. Ha prestado su cuerpo para ser otro:
Porque yo soy el Otro cada vez, y me mato Como a eterno enemigo y me huyo por los mares Y las tierras y los cielos, sí, de mi arrebato. Lo que Manicomio no está mostrando es que un ser razonable sólo puede poseer un nombre. Un demente no, él está poseído por el o los nombres. La ilusión metafórica del hombre razonable consiste en la creencia de que él puede ser representado por un nombre. El realismo del loco es que él representa al nombre. En el primer caso un nombre, aquel por el que se conoce a un hombre razonable, es siempre un vacío que él debe llenar con sus expectativas: ser famoso, tener dinero, ser un buen padre, el discurso razonable es el vacío operando sobre el vacío. El hombre razonable no actúa el nombre, por el contrario, pasa la vida actuando para darle un significado a se nombre, para llegar a tener un nombre. El alienado que dice ser Napoleón pondrá su mano entre los botones de su chaqueta y actuará, será el nombre. Los personajes de este libro al preguntarse quiénes son, qué es tener un nombre, qué es llamarse, nos devuelven a esa lengua de señas, de balbuceos, de gruñidos que está en el origen de lo humano y simultáneamente a la desconcertante traducción y traición de las palabras:
¿Soy aún la blonda niña que sin poseer deseo sedujo al preceptor? ¿O sosoy el otro, aquel a quien llamaman pedoófifi lo halando su dulce voz de ruiseñor? Y su pregunta se nos extiende a nosotros sus lectores: en el vértigo de los nombres estos no hacen distinción entre las categorías que nos impone lo razonable. El poema borra sus confines para extenderse por el cuerpo de todas las escrituras, de todos los nombres, entregándonos un infinito de sentidos, de vidas posibles, de relaciones, donde la metáfora es finalmente el lenguaje, esto es, el océano incolmable de todas las posibilidades de enunciación. Pero esa es la razón del por qué del confinamiento de la poesía, del por qué de su expulsión de la república. Su poder radica en ese infinito de sentidos donde el silencio actúa sólo como un sentido más, como un correlato gestual más. Pero para el poder el silencio representa la verdadera carga amenazante. Allí donde opera el revés del habla, su no dicho, su silencio, el poeta ve otro nombrar más, para el poder ese otro nombrar más es aterrador. El fascismo persigue los discursos porque lo que quiere apresar es el silencio. Equivocadamente presume que la poesía es la fortaleza que guarda el tesoro del silencio. Este sentido escatológico que se desprende de Manicomio nos habla entonces de un terreno que de conquistarse en la vida significaría ni más ni menos que la reversión de todos los valores y –siguiendo a Nietzche- el retorno de Dionisios como el dios sin metáforas (la fiesta pura, es la acción pura, la celebración pura) y, más cercanamente, más profundamente si se quiere, significaría la ciudad de la ardiente paciencia de Rimbaud donde la famosa imprecación “el canto de los cielos, la marcha de los pueblos. Esclavos, no maldigamos a la vida” reencuentra el significado que la razón le ha negado. Esta carga utópica que subyace en Manicomio, es el campo de una lucha en la cual la existencia de la poesía es el único sostén de una posible nueva natividad donde librados de la tiranía de los nombres, es decir, liberados de la tiranía de la identidad, eso que persistimos en llamar lo humano reinvente los sentidos plurales de su libertad. Es sólo un vislumbre y es difícil ir mucho más lejos. Sea lo que sea, en medio de la vastedad de la poesía latinoamericana, de su resistencia, de su tumefacta y prodigiosa realidad, lo que Maurizio Medo ha puesto en juego con Manicomio es el significado más acuciante que se pueda tener desde este lado del mundo el je suis un autre de Rimbaud. Es esa la radical crítica de la poesía. Su marginación no es otra cosa que la cara actual de una expulsión ancestral. Hoy esa crítica es una crítica a la economía y su único argumento, el más poderoso, fuerte para los poetas desde Baudelaire, es que no se vende, que la poesía no se vende. Pero hay que entender eso: la poesía no se vende. Sus tirajes exiguos, la ausencia de lectores, es la condición de la poesía misma hoy. Ella no puede sino no venderse porque le tocó cruzar por lo más
despreciado, por lo más desesperado, por la zona más excluida del mundo. Su parentesco es más que nunca con los olvidados y recluidos de la tierra, y es posible que sea esa reclusión sea la estación más desoladora que los poetas han debido cruzar desde que fueron expulsados del reino de este mundo. Si a los poetas les tocó en un momento inventar el futuro, darle su comienzo: Isaías, Homero, Virgilio, ahora les tocó ser los sostenedores de la agonía del lenguaje. Pocas obras han indagado tan poderosamente en esa tarea de la poesía hoy como este libro, como este poema. Los proverbial es que Manicomio no se refugió en una interrogación sobre la poesía en el sentido usual, sino que su pregunta fue infinitamente más despiadada, más extrema, más visceral, su pregunta fue por la vida o, lo que es lo mismo, por los nombres de esa vida, por el afuera del poema. Pero el afuera del poema es el inmenso territorio por liberar. Muy pocos poemas de nuestro tiempo han apostado tanto a la esperanza como este poema crucial y desesperado.
NO SÉ CÓMO ATISBAR EL PARADISO. Por José Kozer Maurizio. Maurizio Medo.Manicomio: pocas cosas en este libro de poemas son tenues. Cada texto una serie sucesiva de explosiones (implosiones) tales que el cuerpo tartamudea, la lengua se trastabilla, hace del gaje y oficio del tartamudear recurrencia que es fulcro, fulcro que permite un respiro (a la locura) para poder seguir adelante. En algo se tiene que apoyar el demente, al menos si quiere transcribir, con el roto lenguaje de la extrañeza, su experiencia. Entiéndase que lo que explota deja ruinas. El explosivo tiene la función de arrasar (con el enemigo). ¿Enemigo? En efecto, enemigo: el esquizoide y el paranoico tienen entrada plena en el manicomio. Ahí, el paciente (que por explosivo muestra no ser nada paciente) se encuentra con el enemigo adentro (esquizofrenia) o afuera (paranoia). Ante esa circunstancia, lo primero es hacer polvo al enemigo, aniquilarlo. Hacerlo es intentar la cordura, recuperar el fiel y la estabilidad de la normalidad. Salir del caos, entrar, tras la experiencia de la luz primordial, de nuevo en la habitación cotidiana, prender la luz, luz eléctrica, vaga estela de aquella luz primordial vista, experimentada, por el orate, que ahora queda atrás (mejor así) y que le permite volver a la vida, a la sociedad (risas) de naciones, a la integración (sí, cómo no, naranjas de la China y un jamón). Medo, inter alia, ríe: mas a diferencia de muchos otros desgarrados, Medo suelta su estruendosa carcajada, ejecuta a ojos vistas su danza macabra, para reír no de alguien sino de algo: ese algo es la inasibilidad del paraíso (Paradiso). Ríe del cuento chino, del cuento de camino que nos han embutido: que si Dante, que si Beatriz, que si los círculos del infierno, que si Virgilio y la orientación por tierras ignotas, o que si la luz más cercana a la beatitud, allá arriba, muy arriba, ahora sí que del todo inalcanzable: luz perfecta, para pocos, luz que segrega, y en la que Medo cree como puede creer el que padece delirio de persecución al imaginar que al volver la cabeza, ahí, no había nadie. El paraíso en Manicomio se pone de manifiesto para de inmediato esfumarse, volverse inasible. Los rostros se modifican, aparece Beatriz para que surja Francesca y venga desde la casa de al lado betti. Las tres caras de Eva. Y cada cara un prisma, un rombo de la realidad: ésta, manifiesta como multiplicidad de las cosas que todo lo relativiza y dificulta aún más el asir, asirse de algún asidero, a veces necesitado con urgencia; asimismo manifiesta mediante la actividad febril del lenguaje de Medo, lenguaje que se exterioriza como brusquedad de desplazamientos, anacolutos, rapidez y ralentización (vía el gagueo o tartamudeo del demente tartaja) simultáneas;
y manifiesta, por último, en cuanto incapacidad de aferrarse, de agarrase a un clavo ardiente, de flotar gracias a una tabla de salvación. Claudio Magris, en su Microcosmos, hablando de Joyce nos dice: “Joyce se convierte en el poeta de la vida cálida, un poeta clásico y conservador – a pesar de la subversión verbal – el heredero de una tradición plurisecular que confirma sus valores, la sacralidad de la carne y de su marchitarse, del tálamo y la procreación, de la casa y la familia.” Medo participa, mutatis mutandis, de una parecida situación. Desbarata, mediante un lenguaje desencajado, nada redondo sino del todo astillado, para rescatar, del polvo de la modernidad, que no es polvo de estrellas, lo rescatable (dentro y fuera del manicomio) de la tradición. ¿O si no cómo se explica que poema a poema aparezcan los paradisíacos, esos escritores que han dado vida, vida espiritual, a la humanidad? A este nivel, hemos de ser conscientes que un lenguaje convencional es legítimo, lenguaje que nos permite emplear términos caducos aunque renovables, del tenor de humanidad y vida espiritual. Y desde un lenguaje estabilizado, no uniforme sino estable, y desde un lenguaje que simultáneamente estalla, Medo hace reventar las cosas, la realidad visible y palpable, la historia con todas sus historias y, por supuesto, al propio lenguaje: así, se van inscribiendo los nombres de los autores amados, los autores que han de dar cordura al demente, como ellos mismos fueron capaces de extraer cordura de su propia demencia, haciendo de tripas corazón, y de flaqueza sacando fuerzas: y así vamos leyendo y viendo aparecer, casi saltar (salto mortal) a Lewis Carroll, a Dante, a Pound, a T. S., a Lao Tzu, a Schwitters, o mediante una luz indirecta, lateral, a Baudelaire con su Spleen o a Poe con su Crow. “Le Paradis n’est pas artificiel But is jagged,”
(Pound, Canto XCII)
“A man’s paradise is his good nature” (Pound, Canto XCIII) “That I lost my center Fighting the world.” “I have tried to write Paradise” “To be men not destroyers.” “Do not move Let the wind speak That is paradise.” (Balbuceos finales del viejo Pound, Old EZ, en sus cantos últimos, incompletos, cantos tartamudos, de inmemorable tartamudez). Toca fondo la desesperación, alcanza su punto más extremo, está en el límite de un horizonte doble, a levante y a poniente: se está mal en esa extremosidad, la tan bella Gilda (Tempus) anda en cuatro patas, la alzan sólo para
verla volver a caer, cerdas y mandriles de los manicomios ríen al verla con “la cara en el comedero…” ¿Cómo salir, cómo atisbar? ¿Cómo dejar que se nos pudran las rosas? ¿Es permisible? ¿Permisible cuando ahí tenemos a Alicia del otro lado del espejo contándonos sus hazañas, o tenemos al amigo Maquieira confiando en última instancia, y casi ya a punto de defenestración, en la escritura? Ved al amigo Gamoneda “por las alcobas blancas”(quirófanos son pureza) (celdas de manicomio son sostén de blancura) y ved al amigo Juan Luis (Martínez) para que se vea una nueva novela que tiene de novela lo que la abuela de Medo tiene de china. Y ved, por favor, a la linda Ludovina dejándose soñar: quiérase que no, estamos acompañados, y por la mejor compañía posible. La de, por ejemplo, y con todos sus errores coyunturales, Ezra Pound, que en Pisa tocó fondo: Cantos pisanos, la jaula, 1945. Sin embargo, nuestro extraviado Old EZ tiene a mano un texto chino de Confucio, un diccionario inglés chino, un ejemplar de la Biblia (que sospechamos le servirá de poco, a la hora de religar). Ya es algo leer a Confucio (y en el original, aunque sea a duras penas) en esas condiciones. Ya es algo transmutar lo leído, en unos Cantos de tal hermosura, que la jaula se desbarata, el enjaulado escapa a toda vigilancia, el esquizoide muestra más cordura que el ciudadano vigilante y triunfador de afuera. Y si estamos, según dicen locos, hagámonos con Medo los locos (nada más cuerdo, en las actuales condiciones del mundo) pues va y por ahí, chi lo sà, atisbamos paraíso. Del paraíso artificial, del reventón de esos paraísos, se extrae lección de vida: todo sedante es efímero, un sucedáneo que deja mal sabor de boca, una solución rápida que no se incrusta como clásica lección, dentro del sistema circulatorio del consumidor. Para atisbar el paraíso hay que mirar las nóminas proscritas , que es mirar el mundo, al menos, digámoslo sin tapujos, lo mejor del mundo: Pound, Poe, Borges, Hemigway, Dante, Schwitters. Y ello con un lenguaje certeramente inseguro, un tartamudeo a sabiendas de que así se explora un lenguaje inédito, aún por explotar. El titubear del gago alcanza su equilibrio con la certidumbre de haber descubierto un nuevo filón expresivo para la modernidad. Medo pone al fiel la balanza, desde el desequilibrio del loco de atar, balbuciendo aullidos, desgañitándose en excoriadas intentonas de expresión, de búsqueda de sentido: el demente equilibra desde su celda el mundo actual, caótico, inestable, y cada vez más intransigente; lo equilibra dando rienda suelta, toda la rienda suelta de que es capaz el organismo, un organismo que se sabe al borde, baja la vista, mira el abismo, y recula, con naturalidad, para atisbar lo que interesa, a él, a todos, y de mala manera. De la multiplicidad manicómica, del estado de inasibilidad continua, sea en París o en un patio de colegio peruano, sea cuando Rimbaud y Verlaine se encuentran, siempre sucede lo mismo (diverso): estupro, violencia, desconsuelo; inclemencia, errores, contrición. Mucho variar para morir: mucho variar para acabar
en tan poco. El peso de la desazón y de “el infinito de las matemáticas [que] me persiguen” son inalterables en tiempo, espacio y persona. Siendo así, a la verdad que se puede acabar de patitas en la calle o de bruces en un manicomio. Y no ver nunca la salida, la verja herrumbrosa con los querubines de las flamígeras espadas, y mucho menos Edén, la vuelta al claustro materno (si se quiere) la recuperación de la tierra original, prometida, sin dualidad. Al atisbar el paraíso se ve una y otra vez, figura a figura, el cuerpo muerto del autor. Se derrama tinta para ver una y otra vez, página a página, el cuerpo muerto del autor. La figura cambia, la figuración se altera, el color varía, pero el cuerpo muerto del autor permanece incólume. Se muere y se muere. ¿Dónde por lo tanto el atisbo? Está justo en ese justo medio desquiciado, de nigérrima hermosura, que es el propio libro de Maurizio Medo: su rastro, su desangrarse, su lava ígnea estallando, su huella a rastras de babosa, constituyen un paraíso: y éste, visible visión del poeta que nos deja una estela, no para dictar lección de nada, sino para cantar lo único posible: estamos siempre acompañados, y si se mira con ecuanimidad generosa, desde una bondad que contiene la pupila borgeana, o la mansión de un escritor (de una escritura) estamos bien acompañados (sostenidos).
MANICOMIO Y LA ESTRUCTURA DEL LABERINTO
por Ernesto Carrión No ha existido nunca una cultura que permita a sus individuos la libre extensión o ampliación de su imaginación; que representaría, en sí misma, la crisis de toda civilización. El desborde de la imaginación tanto como del juego (reconociendo la descarga lúdica que obliga toda aventura poética) son crímenes en que el otro, asumido desde el compromiso de la conciencia, “desaparece”. Pensemos entonces que todo libro de poesía es un enfrentamiento: reconstrucción o destrucción del mundo. Más que una caja de sorpresas es un posicionamiento total del autor, así éste utilice diversas herramientas (como las apropiaciones, los disfraces, palimpsestos) para ordenar lo que sospecha es la realidad. Todo poema debe empezar con la decisión de transformar el mundo y el lenguaje mismo; y esto únicamente es posible desde la sombra. Así Manicomio de Maurizio Medo, es otro de esos libros que arroja al lector a la oscuridad, y al precipicio, a través de las máscaras de autores vivos y muertos, convertidos aquí en personajes literarios que se encuentran encerrados en el laberinto personal del autor. Maurizio Medo, vale decirlo, también es personaje en su laberinto. La voz de Medo, caracterizada por ser la de un provinciano de la Urbanización Latinoamericana, o la de un italiano perdido entre las cordilleras de los Andes, se convierte aquí en un festín de obsesiones, memorias y frases insertadas en una vieja/nueva intención poética que nos remite a otros trabajos poderosos como los de Ezra Pound y T.S. Eliot en el mundo anglosajón y de un Leopoldo María Panero en la parte de España. El asunto de la identidad va de la mano de la propia aventura poética (Paul Valéry dixit), y así lo asume Maurizio Medo en este libro; pero como explicara anteriormente en un ensayo sobre la obra del autor español*, las identidades como bloque o como un asunto nítido, han acabado en nuestra época. Nos hemos convertido en una extensión de seres, cosas y conocimientos, en los cuales deambulamos fragmentariamente. Y la reorganización de la identidad solo puede venir desde esa misma desintegración/desinformación que nos rodea. La polifonía es entonces primordial en este libro; las historias inmersas de Gilda y de MM que logran enlazarse perfectamente con las voces un falso Ginsberg, o la voz de Tristán Tzara, Rimbaud y Verlaine, etc.; van llevándonos por este Manicomio laberíntico donde como dice el autor: Y LOS DÍAS HUYEN Y LOS DÍAS HUYEN
Y Y Y Y Y
LOS DÍAS HUYEN LOS DÍAS HUYEN LOS DÍAS HUYEN LOS DÍAS HUYEN LOS DÍAS HUYEN
aunque parezcan ser todos el mismo Entonces debemos reconocer que el Manicomio de Medo es el libro mismo, que es a su vez el mundo del autor que es a la vez reflexión sobre el nuestro. Aquí también los días huyen y parecen ser el mismo… Michel Foucault, hace mucho apuntaba que el aparato de pensamiento/tratamiento de la literatura giraba alrededor del problema de la Locura (representado por Hölderlin y Artaud), de la Sexualidad (representado por Sade y Bataille), y del Lenguaje (representado por Mallarmé y Blanchot)*. Maurizio Medo intenta abarcar o traspasar estos tres asuntos, de los que sale bien librado probando una vez más que su trabajo poético posee mecanismos internos que únicamente él acciona, y que no estamos ante un trabajo ordinario. El mismo poemario toma sitio en el lugar (Manicomio) creado por la sociedad para ocultar su peste: la Locura. La locura siempre interrumpida aquí por los llamados Mandriles, personajes de coerción y sufrimiento (ubicados por el autor), para frenar la imaginería. Entonces los Mandriles, no pueden ser sino instrumentos sociales, como la moral, la religión y/o el porvenir, que trizan constantemente la conciencia del hombre hasta dejarlo en los pasillos de la esquizofrenia. La esquizofrenia, tan hablada aquí, debe ser reconocida como una provocación de una conciencia antivital o que demuestra que estamos destinados al sufrimiento, contra una materia corpórea que exige a diario su fe y su prolongación. Entre las diferentes voces que el autor desborda sobre el lienzo, lo más seguro es proponernos que no existe ninguna. Ya que si bien estamos ante una androginia inducida; podemos decir también que Maurizio Medo es incluso esa posible inscripción sobre la pared de su Manicomio que reza tristemente: SE ALQUILA… RAZÓN Para mí será ese autor que ya no existe, como afirma Maurizio en las páginas 38, 39, 40, 41, 42, 43; y que termina encerrado como un lector más, en los cuadrados en blancos de su laberinto personal donde rinde homenajes a poetas como Raúl Zurita y Juan Luis Martínez, entre otros. Cuerpo cercenado entre otros cuerpos. La incorporación de otras lenguas, en este libro (completando los tres parámetros propuestos por Foucault) cumplen más la misión de homenaje ancestral, y revelación de su yo, a la vez que desintegración/integración de su idioma. No del español.
Maurizio Medo tiene un idioma particular (lo sabrá quien haya prestado atención a su obra) forjado por sus raíces personales, literarias y geográficas. Pienso que cuando el lenguaje implosiona de esta forma, puede únicamente representar un espacio nuevo y diferente para que el poema exista. Y en este libro, lleno de poesía en prosa, verso, epígrafes, gráficos, apropiaciones, elementos neobarrosos, salmos, etc. alcanza una singularidad que reconozco como positivamente áspera. Por eso no me equivoco al decir que Manicomio es un libro que se inserta en esta vieja/nueva intención poética, donde el escriba se enfrenta a un mundo convertido en un manojo de hilachas, posiblemente a ese laberinto que solamente podemos enfrentar creando el nuestro; y donde la voz redondea la periferia para buscar ese centro tan ansiado, o esa claridad que, como ya es sabido, solo puede regresarnos a la sombra. Donde todo seguirá siendo igual -como promete Medo- pero algo al menos esta vez habrá cambiado.
PABELLÓN CHANDOS Por Daniel Bencomo El término “sparagmos” refiere una serie de procedimientos que conciernen al ritual orgiástico dionisíaco, en el cual las bacantes o ménades desmembran un animal o un individuo. Vinculado alsparagmos aparece el acto de la “omofagia”, que es el consumo de la carne cruda de los recién sacrificados. Ambos rituales abrevan de reminiscencias simétricas: por un lado, el mito en el cual Dionisos es desmembrado por los titanes para resucitar como Yaco, portavoz de los misterios eleusinos; por el otro, el pasaje mítico evocado por Eurípides en Las bacantes, donde Orfeo es devorado por las ménades, tras rehusarse a seguir a Dionisos debido al culto que le profiera al dios Apolo.[1] Con ello se vislumbra la oposición dialéctica entre Dionisos —el dios de la no individuación y la inmanencia, de la contradicción impronunciable y el enigma— y Apolo —divinidad del canto, la figura y la sabiduría entregada al individuo, bajo la forma del oráculo y la expresión—. La coincidencia de ambas divinidades, sin embargo, va más allá de un complemento entre opuestos; funda más bien una unidad que propició el nacimiento de la sabiduría —y con ello, de la expresión— en Occidente. Los cultos dionisíacos y los misterios eleusinos remiten a las visiones epópticas, la pura sensorialidad de una revelación silente, conservada en secreto, no registrada con palabras y, por supuesto, no adscrita —por ser no escrita— a un individuo. Orfeo encarna la administración del enigma ya tocado por Apolo en la expresión. De acuerdo con el pensamiento mítico griego, la poesía es en su origen una sentencia oracular, oscura, heredera del enigma y no apropiada por el individuo. Está más cerca de la inmanencia que de la presencia. Por otro lado el oráculo de Delfos, dedicado a Apolo, era consagrado en épocas no estivales a Dionisos. En Delfos, la expresión primigenia, extática y ambigua, pronunciada por la pitonisa, era retomada por los rapsodas, que la “traducían” a los interesados en desentrañar el enigma. ¿Dónde acaece la poesía? ¿En la voz enajenada de la pitonisa o en la apropiación del rapsoda? Apunto lo anterior a propósito de Manicomio, libro en el cual Maurizio Medo actualiza una serie de cuestionamientos e indagaciones que competen a la poesía latinoamericana más arriesgada: aquella que permite cuestionarse la fragilidad de los conceptos modernos, tales como “individuo”, “autor” o “poema”, a través de procedimientos singulares y una implacable solución estética. Manicomio, publicado originalmente en 2005, ha sido ahora reeditado en México por Mantis, lo cual demuestra la potencia del volumen y la discusión que ha suscitado entre autores y lectores de la realidad latinoamericana. La “manía”,[2] es decir la locura o posesión extática a la cual se accedía en los rituales iniciáticos de la Grecia arcaica, fue recubierta por capas y capas de discursos, doctrinas, fijaciones de la palabra sobre la palabra. La revelación —sensorial-silente
o expresada— que se menciona líneas atrás, se ocultó y petrificó en la sedimentación de más de veintiséis siglos de conocimiento —filosofía socrática: cristianismo: ciencia— para luego ser pulverizada por el pensamiento radical de finales del xix y el xx. Por otra parte, los siglos ilustrados terminaron por confinar la “manía” a sitios fuera de la comunidad, lejos del centro del motor social: los manicomios congregaron —y aislaron en el plano social— a aquellos individuos cuya percepción y discurso evidenciaba la fragilidad del constructo subjetivo de la modernidad en Occidente. Maurizio Medo apela a las nociones de manicomio y manía —no más divina— para desarrollar la disociación del sentido en el plano del texto poético. La locura, antes que un dictamen médico, implica una diferencia radical en la forma de percepción y enunciación del mundo que, contemplada desde la perspectiva de la “normalidad”, aparece como no útil, no disponible, sin objetivo. Esa no disponibilidad engendra un lenguaje abierto, no obturado por convenciones ni fijado a las anclas de una conciencia. Quizás el temor de la racionalidad ante la locura sea, en última instancia, el temor a comprender el conocimiento como experiencia instantánea, fugaz, irrepetible: “He visto las brillantes mentes de mis predecesores perdidas en lo que pareció ser episteme”, aúlla aquí un falso Ginsberg. Los textos que conforman Manicomio están atravesados por esa energía, la cual permite la irrupción de voces dentro del objeto verbal, en una hybris donde la univocidad es derrocada: aparecen miles de aristas, gradientes hacia donde puede apuntar el objeto verbal. Esta pluralidad polifónica entreteje dos tipos de motivos: algunas líneas desprenden registros vivenciales, relativos a la clausura en un sanatorio mental, a la administración de sustancias que inhiben la dislocación del pensamiento, el acoso y abuso de los guardias — aquí apodados “Mandriles”, lo que consituye un correlato irónico sobre poesía y poder en nuestros países—, las pruebas diagnósticas. Estos registros se activan en una matriz de motivos literarios: Alicia y el Sombrerero, los dantescos Paolo, Francesca, Virgilio, Nestor Perlongher y ciertas atmósferas de Héctor Viel Temperley; Jean-Arthur Rimbaud y Paul Verlaine, Paul Celan o Hugo von Hofmannsthal asumen por instantes la dicción del poema. Las alusiones y las citas brotan en los textos y emulan las prácticas de los sparagmos y la omofagia, pues las voces desmembran la “normalidad” de la voz lírica, para después devorarse entre sí, unas a otras, en un vértigo que dota de brillo a cada uno de los artefactos verbales. Desde la primera sección, “Etumina”, el mejor ejemplo es el poema “Sparagmos sparagmos”, donde la voz enunciante es devorada por un fármaco que termina asumiendo el papel evocativo: “Y poco a poco fui travistiendo en el placebo de un informe ser (…) El sepukku mortal de todas las ansiedades (…) soy la droga que te colma de imbecilidad: soy Etumina.” Además del devoramiento, ocurre el travestismo: JeanArthur Rimbaud es un cholo (Vallejo) púber de apellidos Torres Canccha, Verlaine es su chica de bachillerato; un falso Ginsberg tropicalizado ocupa un poema y fagocita el discurso. Hay algo de razón antropofágica en todo esto. La figura femenina de Gilda aparece y es absorbida luego por Francesca, por Verlaine, por
Medo. La sensación de hallarse en un manicomio aparece; una sana ambigüedad impide localizar, en un cuerpo o en varios, las palabras que se pronuncian. La multiplicación y la fractura de las voces, la devoración y el travestismo configuran un plano de signos que no refleja —ni pretende hacerlo— una realidad evocada ni evocable; por el contrario, demarca una zona donde toda experiencia es fugaz y los símbolos son frágiles, reinterpretables: en las imágenes de un test de Rorschach sólo puede verse “el cuerpo muerto del autor”, como ocurre en la sección “Pentotal Saloon”. Si el cadáver del poeta ha salido ha flote, la idea del poema como entidad caduca aparece. Lord Chandos, el autor que recupera Hugo von Hofmannsthal, se pronuncia y reafirma esta sensación de indisponibilidad —por su total apertura— de experiencia alguna, al menos en la dirección unívoca de enunciación de un sujeto: “Ya no hay principio ni fin, sólo adición. No hay más poema, sólo híbridos fragmentos, rizomas agonales que rompen las fronteras, tanto así que he podido cazarte como a un estúpido conejo.” Recursos como la variación tipográfica, la aparición de las figuras de Rorschach o los espacios en blanco —donde debe verse un cuadro y ser nombrado—, ayudan a consolidar la sensación de rareza y delirio, zona abierta. Pero ante todo lo hacen la variación formal, la oscilación entre unidades de prosa y verso fragmentario, la intensa sonoridad que se procura entre los signos, la repetición enajenante y apócrifa de los motivos: “No más cuarto Relámpago / No azotes / No fármacos / Grilletes / Inyecciones / Ella duerme ¿è Turandot? Nessun dorma nessun dorma / No más rayos calcinantes de neuronas / No hipnóticos mantras / Ben peridol brom peridol.” La última sección, “Francesca”, monta un escenario de abuso por parte de los Mandriles y la total esquizofrenia de las voces enunciantes, que alcanzan un final ambiguo a través de un ritual apócrifo —en una cámara de Aedas, ofrendas en pastilla — que puede interpretarse como cura temporal o cura definitiva —la muerte—. De una u otra forma, el poeta como entidad apolínea —manager de la expresión de la conciencia— y como ínclito portavoz de una realidadepifanizable es aniquilado. Se alcanza con ello una expresión que tiende a lo enigmático y afirma la fugacidad de todo conocimiento; esta consideración posromántica del artefacto poético puede asociarse con la discusión de las vanguardias y de la escritura conceptual, pero también tiene resonancia el origen oscuro de la expresión lírica en Occidente. La naturaleza ama esconderse, afirmaba Heráclito, y el lenguaje no tendría por qué apuntar a lo contrario: el pensamiento es enigma. Procesos escriturales como el de Manicomio aún suscitan resquemor en espacios literarios como el mexicano, donde algún sector reaccionario quisiera apostar —en medio de la crisis de todo humanismo, de la crisis del lenguaje como correlato certero— por una creación obnubilada, estable y de romanticismos trasnochados. Manicomio es uno de los libros significativos para entender la actualidad de la lírica hecha en Latinoamérica.
[1] El estudio de las coincidencias y las peculiaridades entre Dionisos y Apolo, en el pensamiento mítico griego, está muy bien documentado. Fuentes más que accesibles son las obras de Giorgio Colli, La sabiduría griega, y El nacimiento de la filosofía. [2] Según Platón, de esta “manía”, derivó el término “mántico” que se atribuye a Orfeo: se trata de lo adivinatorio. Ello confirió a la figura del poeta una serie de atributos que han sido mal interpretados de manera crónica hasta nuestros días.
MANICOMIO DEL ALMA Por Paul Guillén Empezaré estas breves líneas diciendo que el poemario Manicomio de Maurizio Medo es un libro enteramente polifónico, en el sentido, de la confluencia y superposición de voces o siguiendo a Bajtin la polifonía es "la pluralidad de voces y conciencias independientes e inconfundibles"[1]. No puedo dejar de mencionar que, en un nivel intertextual, hay algunos lazos con Hospital Británico de Héctor Viel Temperley, con "Carta al Señor Legislador de la Ley sobre Estupefacientes" y El ombligo de los limbos de Antonin Artaud o con algunos poemas sueltos de Martín Adán como "Esquizofrenia" o "Litoral", es decir, textos que reclaman una atención especial, en tanto, interacción de voces que se interponen y fragmentan entre sí. Hago un acápite al respecto de la figura de Martín Adán para decir que si uno lee, por ejemplo, al Adán deTravesía de extramares, junto con Sobre vivir de Mirko Lauer o con Book de Laetitia Casta de Rafael Espinosa encontrará una serie de similitudes increíbles, es por eso, que prefiero leer Manicomio no en relación a su "generación", sino a través de un devenir estético que estaría marcado por el Martín Adán de Diario de poeta, por Lewis Carroll y su Alicia en el país de las maravillas y también por A través del espejo y lo que Alicia encontró allí, por la absorción de Carrol hecha por Juan Luis Martínez en La nueva novela e incluso por la poesía fonética de Paul Scheerbart o Kurt Schwitters. He titulado "Manicomio del alma" a este texto que les estoy leyendo, porque recuerdo que en alguna entrevista que le hicieron a Maurizio Medo el libro Manicomio había sido mencionado como "Manicomio del alma" que es el primer verso del poema "Esquizofrenia" de Martín Adán: "Manicomio del alba asilante un lucero / friolero, adormilado, tan ave todavía…" y creo que esta relación se hace más explícita con el juego de espejos en la relación Lewis Carroll-Juan Luis Martínez, pero sobre esto volveremos más adelante. Retomando el tema de la polifonía, lo que me interesa es hablar acerca de la fragmentación de estas voces y el porqué de ese procedimiento escritural. El semiólogo francés Jacques Fontanille nos explica que la polifonía por definición es "una modalidad enunciativa del conflicto (conflicto ideológico y conflicto de representaciones sociales)"[2]. Esta reflexión la podemos ligar con la idea de T. S. Eliot acerca de la "fragmentación cultural", esto se ve con claridad en el primer poema "El entierro de los muertos" de La Tierra baldía, donde la enunciación poética produce un texto híbrido, polifónico, dialógico y culturalista apoyándose en las voces de Ezequiel, el Eclesiastés, Tristán e Isolda, Baudelaire, Dante, etc. por su parte, Medo en algunos de sus textos utiliza este procedimiento, por ejemplo, en el poema "Entonces dijo el clon" se vale de un fragmento de "Epístola a los transeúntes" de Vallejo, pero lo hace en un sentido paródico, porque el poeta dice después de Vallejo dirigiéndose a un interno del Manicomio: "-calla cesitar".
Por otra parte, vemos en el texto "Centón del comedero" la presencia de versos tomados de otros poetas como Antonin Artaud, René Char, Héctor Viel Temperley, James Matthew Barrie, Martín Adán, Kurt Schwitters, Lautreamont, Nietszche, Dante, Antonio Gamoneda, Robert Frost, Lewis Carroll, Juan Luis Martínez. Este texto "Cestón del comedero" estaría afirmando una visión de la tradición poética que se ajusta a las ideas de Eliot, quien afirma que: "Ningún poeta, ningún artista de cualquier arte, adquiere sentido completo por sí solo. Su significación, su apreciación, es la apreciación de su relación con los poetas y los artistas muertos. No se le puede valorar individualmente se le debe comparar y contrastar con los muertos"[3]. Yo quisiera remarcar la presencia de Lewis Carroll y de Juan Luis Martínez en tanto el juego de espejos y el desplazamiento constante del sujeto poético y cómo se fragmentan estos múltiples "yo". Si recordamos en La nueva novela de Juan Luis Martínez en la página 81 "Fox Terrier desparece en la intersección de las avenidas Gauss y Lobatchewsky", ese perrito desaparecido de nombre Sogol (anagrama de logos) sería una forma explícita de problematizar el logos cartesiano, algo similar ocurre en Manicomio con uno de los versos iniciales "SE ALQUILA... RAZÓN". Toda esta organización contra el logrocentrismo se apoya en un discurso psicótico y esquizofrénico: "soy gilda, brivio, cuarto17. / maníaco depresiva, esquizoide y psicótica" o "regístrese: rasgos esquizoides, amada por la madre / denomínala la cerda". Es interesante tomar en cuenta este factor, en tanto el sujeto psicótico no ha pasado por la metáfora paterna, es decir, no pasa por el complejo de Edipo, no tiene figura paterna, por su parte, el sujeto esquizofrénico, toma a las palabras como cosas y no como signos, es decir, trata a lo simbólico como real. Estas dos realidades están explícitas en el recorrido de Manicomio mediante una jerga médica que utiliza antipsicóticos como pimpamperona, clotiapina, levopromenazina, sulpiride, clopentixol, fluanisona, oxipertina, etc. Todo ello se encuentra relacionado con las figuras de los mandriles que serían los celadores y la figura de la madre, caracterizada como una cerda. Esta relación es interesante, por ejemplo, en "El adiós de M.M." se utiliza una oración a la virgen maría en latín, pero se desplaza la función de la madre que vendría a ser la clotiapina, es decir, la madre como un antipsicótico. Aquí lo fundamental es el quiebre con el "yo" como sujeto poético unidimensional y organizador de la enunciación poética, por ejemplo, en el poema "El falso Ginsberg" se nos describe una serie de cualidades y defectos que tendrían los "otros" poetas / escritores para al final del poema relativizar lo que se dijo antes: "¿quiénes? / ¿yo? / ¿decías mamá?". Por momentos la voz que habla es una mujer que se dirige a la madre, en otros textos, es una voz, en apariencia, masculina. En ese sentido, nos interesa remarcar el fonestismo aunado con la mezcla de idiomas italiano, inglés y latín e incluso la presencia del lunfardo. En "Centón del comedero" se repite la frase
"Nupsa pusch?" de Paul Scheerbart, se trata del poema fonético KIKAKOKU: Ekoralaps! De lo que se trata es de mostrar el significante y destruir el significado. Quisiera recordar algo que he escrito en un ensayo que se publicará en México: "Maurizio Medo en El hábito elemental despliega un diálogo entre culturas y lenguajes. Siguiendo a Pound, encontramos yuxtaposiciones y exploraciones con los idiomas: la presencia del italiano, del inglés, etc: "lenguas maltrechas que intentan decir algo", es así, como su fraseo en muchos de los poemas sería una asimilación del intervalo Symbol-Cor cordium-Eucaristía de Roger Santiváñez: "Líricas epístolas de novel novalis". Pero esta no es la única modulación que ensaya, lo cual quiere decir, que percibimos varias formas de encarar el acto poético en sus libros: "Soy mi diáspora / Mi yo, plural y límbico, que atomiza en abstracta conjugación". De esa misma manera, pero en nivel más fractal, más disperso, más desconfiado del "buen decir" en Manicomio coexisten el quiebre de la linealidad y lo denotativo, un simultaneísmo de voces, imaginarios e historias, la desconfianza en un "yo" como eje duro y organizador de la enunciación poética y como representante de la racionalidad utilitarista e instrumental, la desconfianza en el lenguaje como medio efectivo de comunicación. Por eso, el ya citado texto "Centón del comedero" se inicia con las mismas frases con que Creso se dirige a Plutón en un fragmento del diálogo de los muertos de Luciano de Samósata. Y Manicomioal parecer también podría ser un diálogo con las almas de los muertos de este manicomio espectral que es la vida.
NOTAS [1] BAJTIN. Problemas de la poética de Dostoievski. México: FCE, 1993. p. 16 [2] ZILBERBERG, Claude (editor). Semiótica del valor. México: Seminario de Estudios de la Significación. Tópicos del Seminario, número 8, diciembre 2002. p. 80. [3] ELIOT, T. S. "La tradición y el talento individual" en: Los poetas metafísicos (Tomo I). Buenos Aires: Emecé editores. p. 13.
SOBRE MANICOMIO DE MAURIZIO MEDO Por Luis Fernando Chueca
En una de sus posibilidades de comprensión, la locura no es sino la evidencia de los márgenes y parámetros que una sociedad establece como normalidad. Una sociedad, por supuesto, caracterizada por el control y la vigilancia, como explicó Michel Foucault. Una sociedad que procura dejar fuera (o dejar dentro, encerrados) aquellos impulsos, fuerzas, chispazos que la subvierten o amenazan sus marcos de funcionamiento habitual. Para eso existen los manicomios que, muchas veces –como escribió Antonin Artaud en su "Carta a los directores de asilos de locos"– "lejos de ser 'asilos', son cárceles horrendas [...] donde la brutalidad es la norma". "El hospicio de alienados –continúa– bajo el amparo de la ciencia y de la justicia, es comparable a los cuarteles, a las cárceles, a los penales". Que la brutalidad es la norma del encierro en este hospitalario recinto (hospitalario de hospital, por supuesto, pero valga el violento contraste con el otro significado) lo vemos también en esta tercera entrega (que modifica parcialmente y amplía las ediciones chilena y peruana del poemario) de Manicomio de Maurizio Medo, donde personajes como Gilda, Alicia, Carrol, el falso Ginsberg, Rimbaud, Vallejo, Dante, el mandril, Virgilio, Méndez, Francesca, Pound, Medo, entre muchos otros, van y vuelven, hablan y callan, gritan y son golpeados, vigilados y castigados, o gritan, golpean, vigilan y castigan. Manicomio, así, nos entrega un sin fin de personajes quebrados; retazos de individuos, más bien, envueltos entre los efectos del maltrato y de los múltiples antipsicóticos, hipnóticos y antidepresivos que se vuelven sucedáneos del paraíso perdido y perseguido. ("desfallezco sin verte danzante / en la luz sagrada de los cirios, / no sé cómo atisbar el paradiso", dicen unos versos de "Lamento de Dante", por ejemplo). La mayoría de los personajes –en este tramado desesperadamente intertextual– son héroes literarios que oscilan entre la lucidez y la alucinada nostalgia del absoluto. Anormales, quizás, otra vez según Foucault, que se pasean –buscando y fracasando, tanteando y recayendo– por las habitaciones y pasadizos de este rizomático manicomio. Tentando el infinito borde del paraíso y sumergiéndose en las siempre desgarradoras temporadas en infierno. Medo ha puesto en el escenario, de este modo, un sinnúmero de voces habitualmente desoídas o silenciadas y nos enfrenta con los desmoronamientos de nuestra averiada posmodernidad –la general y la de nuestros países periféricos–, que nos ha escomoteado, casi hasta lo irreversible, toda posibilidad de creer, toda esperanza utópica, toda plenitud. Un espejo (una de las figuras emblemáticas en este libro) trizado, reflejo de la insalvable caída. Y, a lado, el deseo inacabable de "desencerrar".
Pero este Manicomio de Medo no es solo un reflejo de nuestra rota existencia colectiva replicada por el recinto en que cohabitan estos extraordinarios monstruos. Es, o puede ser, también, el laberinto interno de cada hombre o mujer –en "Teseo's ampay" el héroe logra por fin encontrar al minotauro "frente al espejo"–: la propia individualidad quebrada y repartida entre los cientos de fragmentos diversos que la componen. La imposibilidad de usar cabalmente el pronombre de primera persona, que resulta violentamente jaloneado por los innúmeros pobladores de ese antro interior. En este sentido, Manicomio representa una profundización in extremis de la hipótesis de El hábito elemental, libro anterior del poeta, en que el yo (porque había un yo que ejercía la palabra a pesar de todo) reconocía su diversidad diciendo "Soy mi diáspora, mi yo plural y límpido". Ahora ya no hay un sujeto que sujete al texto, sino un cúmulo de flujos de energía verbal, babélicamente amenazados por la disolución y la discontinuidad. No hay un yo, sino múltiples fragmentos de identidad; no hay una lengua única y uniforme, sino una invadida y dislocada por multiplicados fragmentos de varias otras, neologismos y averías. Y cuando aparecen las referencias al "autor", posiblemente identificable con el personaje "Medo" o "M.M." de algunos poemas, en realidad a lo que asistimos es a la conciencia o la sospecha de su propia muerte, como reconoce posiblemente Medo, el personaje, al observar una secuencia de imágenes sobre las que, a la pregunta "¿Qué ves?", a modo de test de Roschard, responde invariablemente "veo el cuerpo muerto del autor". La muerte del autor, pues, se actualiza, en este Manicomio. La imposibilidad de que un Yo monolítico y seguro de sí exista, que tiene que ver, evidentemente, con la hondura intertextual de este libro y con el hecho de que modifique parcialmente sus formas en cada edición, nos presenta una tercera trama a qué atender: ¿cómo hacerle frente al oficio de la escritura en tiempos como estos?, ¿cómo la dispersión del hombre, su naturaleza escindida, puede ser representada o al menos aludida?, ¿son posibles todavía la armonía y la, para muchos, habitual belleza en la palabra, o quizá la única posibilidad es esta hirviente mezcolanza? De hecho no son preguntas nuevas, pero siguen siendo igualmente imprescindibles. A propósito, un poema, "El síndrome de Rimbaud", comienza diciendo "quise sentar a la belleza en mis rodillas" y luego ofrece la respuesta burlona de esta: "y con ese gramaje tan liviano / es que pretendes, de pronto, así, domesticarme?". Al final leemos la vallejiana respuesta, también intervenida: "ahora quiero escribir pero… / me sale espuma me sale espuma / por todos los orificios / deste cuerpo". Se trata la lucha desesperada por la palabra en un tiempo es que no es posible negar que todo texto es juego de intertextos y toda voz encierra otras mil voces. El Manicomio de Medo es su versión o su respuesta a este tiempo en que se repite que no es posible nada nuevo. Pero sí lo es un riesgo como el que permite decir, en "Di end", el poema final del libro, "todo seguía igual, / pero algo había cambiado”.
EL POEMA COMO DESBORDE DE LA VOZ
Por Jorge Solís Arenazas En uno de sus más telúricos y memorables atisbos, Eugenio Montale apunta que si la luz miente es dable confiar en la oscuridad (Puoi credere nel buio quando la luce mente.) Urdida entre la confusión y la imposibilidad, esta apuesta (este credere) se acusa como necesaria, al tiempo que se pregunta qué sentido puede revestir la creencia o la confianza en una zona donde las certezas han caído. En la fuerza de su desolación, en su aliento inasequible, esta interrogante permite otear el territorio del que nace la escritura de Maurizio Medo (Lima, 1965). Valdría decir, de hecho, que la experiencia en la cual se funda su libro Manicomio es el encuentro -a la vez individual e histórico- con ese instante en que la luz miente. Merced a esta intuición originaria, el libro de Maurizio Medo emprende un recorrido por los palmos de la oscuridad: de la vacuidad de la repetición al delirio y sus atmósferas psicotrópicas; de los cuerpos hollados, violados y humillados a la ritualidad aniquilada de la máscara y los personajes poéticos; del sesgo que toda estructura verbal experimenta y sufre respecto del mundo, a la hostilidad y la pobreza de éste último; de la constante presencia de los enemigos -celos, destierro, reclusión, aislamiento, castigo, infamia- a la anestesia general, el desencanto y la imposibilidad de que el decir pueda mutar en una luz exenta de sus perfiles espinosos. Mas estos rasgos que ahora enuncio, al amparo de la dispersión, no agotan el mentado recorrido. En Manicomio, Maurizio Medo se distancia de una trampa habitual en cierta poesía lírica actual, a saber: pretender que la "voz poética" es antitética de la oscuridad y de las mentiras de la luz (para seguir haciendo eco de la vislumbre de Montale). De suyo se colige que, lejos de exentar de su perfil oscuro al hablante de los poemas, Medo se asoma de modo recurrente a los momentos donde aquel manifiesta su oscuridad. En virtud de este proceso, el hablante es inestable; ensaya su relatividad y se abre a sus alteraciones. Las afirmaciones anteriores equivalen a decir que, en la poesía de Maurizio Medo, el juego de las voces textuales (hablantes poéticos o instancias enunciativas) reclama ser leído como uno de sus puntos nerviosos, uno de sus problemas fundacionales. Que esto sea posible se debe a que el cuestionamiento de la identidad -deseo y sospecha a un solo tiempo- representa una de las obsesiones cardinales de Manicomio. A nivel formal, esto se traduce en una revisión constante del hablante de los poemas. Si la apariencia inicial arroja un hablante bien delimitado, la imagen pronto se transforma; paulatinamente, éste se eclosiona hasta desembocar en
el mestizaje y la fragmentariedad. Esto resulta tanto más decisivo por el hecho de que Medo asume que no es eludiendo una escritura en primera persona como el yo del poema se pone a sí mismo en crisis. Todo lo contrario: el hablante en primera persona aparece a lo largo del libro, pero lo que importa es que al desplegar su veta expresiva y escucharse a sí mismo, se va desbordando. Uno de los riesgos inmediatos que asume Manicomio, es que cada expresión de sus diversos hablantes se halla siempre al borde, en un área fronteriza y ondulante, sin un sentido preciso. Y, ante esta situación, la voz textual sólo puede sostenerse en la medida en que refleja una tensión por la cual el yo poético se significa; esto es: la tensión entre el nivel de experiencia que se desea asir, por un lado, y un mundo de referentes que se disparan, se salen de control y rebosan a la voz que los esgrime, por otro. De tal suerte que el yo sucumbe aunque el hablante en primera persona se sostenga en su inestabilidad, apostando por su improcedencia. Perdido el rostro, no lucha por recuperarlo o esbozar uno nuevo; admite lo indefinido a la par que se multiplica y dispersa mediante una sobreescritura de diversos personajes: ginsberg, carroll, méndez, kant, ionás, dante, el clon, el anciano, virgilio, m.m., clotiapina, rohypnol, levopromenazina, peridol, benzodiazepaína(1) 0.25 , etc. Mas el referido desborde del yo no es reductible a este denso tejido de referentes que acusan toda identidad qua ilusión. También cristaliza en la parquedad expresiva ("Soy nada") que sirve de contrapunto frente a la desmesura de otros fragmentos, así como a los instantes dubitativos ("Ya no sé si soy ella o una sombra atascada a medio espejo") y la visión de la otredad como un arrebato e incluso una ruptura (Porque yo soy el Otro cada vez, y me mato…). De forma complementaria, Manicomio se define por un haz de interpelaciones. A la fractura de la identidad se alía la búsqueda de un interlocutor para el que la vaguedad, la multiplicidad y la estancia en una zona de mutación no son desconocidas. Las apariciones de la madre, raquel, gilda, nínive, francesca, alicia, la sra. brivio, la belleza, la muerte y demás polaridades de lo femenino dan muestra fehaciente de ello. No obstante, el peldaño final de esta travesía se debe menos al lazo de la comunicación que a un modo de convocar a la memoria. Si el sentido final de cierta poesía es la apertura del significado del poema mediante la aparición del "otro", en este libro el sentido más fuerte reside en la relación orgánica entre la memoria y la significación. De ahí se colige la función real de todas sus referencias canónicas (nínive, virgilio, dante, narciso, pascal, etc). Que Medo acuda a la intertextualidad no es reductible a una simple apelación al canon; tampoco se trata de un desmontaje irónico. Una vez más, el sentido de la intertextualidad en Manicomio debe leerse a la luz de su mirada problemática frente a la identidad del poema y del yo textual. Las "voces" y las referencias que aparecen en los poemas tienen una primera misión: la de "alternar", si se me permite decirlo de este modo, con el sustrato de experiencias
que los textos abordan. Con ello se establece una primera tensión, pero lo que realmente cabe destacar es que esto es posible puesto que no hay una relación consistente entre dicho sustrato y la voz del poema; ésta ha quedado, si no quebrada o anulada, por lo menos rezagada, y que en su lugar pueda aparecer todo un coro, igualmente discontinuo, debe tomarse como la prueba de que esa dilución de la identidad, de la cual se habló más atrás, no es asumida como una experiencia del todo negativa. Acaso resulta desgarradora, pero también participa de una libertad que el poder de escribir trataría de poner en juego(2). A veces esta tensión a la que se alude cobra la forma del sujeto que no sólo se pierde ante el mundo sino que también convierte al mundo en una borradura, por lo que le queda nada más la vida al otro lado del espejo (y aquí habría que leer con cuidado los intertextos de Carroll y su apego a un dante para quien la visión ya no es factible) Pero Medo procede con cautela, toda vez que este mundo al que apunta no es confundido con una nueva oportunidad para que el lenguaje movilice sus capas auráticas, como si tuviera todo el poder en sus manos; más que un pacto de taumaturgia lo que yace en esta atmósfera de delirio es una devastación que revela una irrealidad última de la vida, en consecuencia con el descentramiento de la identidad textual. Al desgaste del decir y a la ilegibilidad de lo dicho les sucede una apertura del mundo hacia lo terrible.
Una última palabra. Esta apertura a lo terrible cristaliza en un lenguaje atento a su propia capacidad de violencia. Se trata menos de una intención por violentar al lenguaje que en la inclinación por escucharlo no únicamente en su amplitud, sino también en medio de sus balbuceos, de sus equívocos chirriantes. En este punto, Maurizio Medo parece querer indagar si a esta violencia o, mejor dicho, si a las fuerzas que aquí se agitan les es dable emprender una resistencia y ver de frente al poder, a los poderes. La respuesta es confusa todo el tiempo, siempre y cuando por "confusa" se entienda "expectante". Lo que es más seguro es que en este proceso también se puede escuchar no sólo una diversidad de voces, sino también distintos niveles del habla. No obstante, Manicomio no es totalmente poroso ante esto. Es decir, Maurizio Medo no parece estar tan interesado en que el poema sea el registro de las multiplicidades vocales. Más decisiva aún es la transfiguración que esta multiplicidad sufre en esta escritura. En este tenor es válido decir que Manicomio se demora en una literatura de invención. No se trata, es evidente, de la inventio únicamente en tanto que figura retórica, aunque ésta es importante en todo el libro. O si se prefiere decirlo de otro modo: no se trata de que este comportamiento verbal provenga de una simple elección estética. Lo cardinal es que el lenguaje de invención puede emprender su recorrido puesto que roza, también, los terrenos de la pérdida del habla.
Acaso esto explique, en un grado mínimo, que en Manicomio puedan alternar distintas fuentes idiomáticas. Lo que se muestra, en el fondo, es que la alteridad de un idioma no es otro idioma, sino un silencio más vivo frente al que nunca podrá aproximarse. Una alteridad que la poesía nunca podrá trasladar, ya que se trata de una zona donde ya no hay lenguaje, sino delirio, cuerpos rotos, expedientes farmacéuticos, amor, alucinaciones y pesadillas… El Manicomio. Un silencio con apetito formal. O acudiendo una vez más a Montale: la zona donde se homologan, en un éxtasis tan desgarrador como dulce, la fe en la oscuridad y las mentiras de la luz…
NOTAS (1) Las menciones sobre distintas sustancias de uso clínico, a lo largo de Manicomio, no son tanto una huella discursiva de una operación de poder cuanto pequeños núcleos de un código que resulta imposible en la medida en que su tarea es dar cuenta de algo que está quebrado, y frente a lo cual sólo se puede desarrollar una lectura totalmente impotente. (2) No considero exagerado recordar, en este punto, algunas palabras que Maurice Banchot planteó en torno a Kafka. Me refiero, fundamentalmente, a su reflexión según la cual Kafka pudo penetrar en la literatura -sería más exacto decir: "en la exigencia de la obra"- cuando pudo sustituir al "yo". "[El arte] describe la situación de quien se perdió a sí mismo, de quien ya no puede decir "yo", de quien en el mismo movimiento perdió el mundo, a la verdad del mundo (…)".
MANICOMIO O LA POESÍA COMO MANCHA OSCURA
Por: Esther M. García En 1857 Andreas Justinus Kerner, médico y poeta alemán, publica un raro y transgresor libro tituladoKleksographien (“Klecksografías” en español), en donde incluyó por primera vez imágenes en un libro de poesía. El título del libro debe su nombre a un neologismo inventado por él y un amigo, del cual se desconocen sus generales. Tomando el vocablo alemán Klecks -Borrón, mancha de tinta- había producido una nueva visión poética y linguística e hizo de los poemas emisarios del inframundo. Este libro fue dividido en tres partes: “Heraldos de la muerte”, “Imágenes del hades” e “Imágenes del infierno” en donde las “Klecksografías” van emanando de la página en blanco como manchas deformes al principio, para luego tomar forma y cuerpo con la poesía. A manera de prólogo, Kerner escribe un Memento mori que consta de dos klecksografías con sus correspondientes poemas, dando una composición de 40 poemas y 51 figuras que se despliegan por todo el libro. En su mayoría las figuras corresponden a formas de “mariposa” y desde el punto de vista técnico, Kernel utilizó diversas sustancias para crear las figuras: tinta común para escribir, café y tinta de imprenta que vertía sobre el papel para después plegarlo y crear la figura, el cuerpo al que luego insuflaba vida a través de la escritura, el lenguaje. En cada poema se apreciar la visión que el poeta alemán tenía sobre el infierno, la maldad, la locura y esa noche negra del alma que muchos temen: la soledad como equivalente de la nada, el vacío:
Estas figuras del Hades, negras, que me traen temores, son espíritus menores; por sus solas fuerzas nacen. Para espantarme, sucintas, brotan de manchas de tinta. Así, siempre pienso en ellas en la noche, en las tinieblas
Kerner nos mostraba así la decadencia y el dolor; la batalla de la lucidez contra la locura, en donde el escenario principal es el infierno, un lugar en donde la poesía es fuego y ceniza. Casi 30 años después de la publicación de este libro, nace en Suiza uno de los mayores exponentes de la psiquiatría moderna, padre de uno de los test más famosos del mundo: Hermann Rorschach, quien basó el trabajo artístico de Kerner y las asociaciones verbales en herramientas para el estudio del comportamiento y personalidad del ser humano. Pero regresemos algunos años antes de la invención del test, de cuando Rorschach era ya un eminente médico psiquiátrico, regresemos al tiempo de su niñez cuando el pequeño Hermann era apodado der klecks, la mancha. En Suiza se volvió popular el juego de la Klecksografía y Rorschach era un ávido seguidor que disfrutaba de entintar hojas en blanco para después plegarlas y crear así, curiosas formas de aves o mariposas. ¿Fue el juego lúdico, la poesía infernal de Kerner, o la combinación de ambos, los que hicieron a Hermann formular, años más tarde, una de las teorías psiquiátricas más importantes del mundo? No se sabe, pero su influencia perduró a pesar de su temprana muerte a los 37 años por una peritonitis, a pesar de las duras críticas que recibió al publicar su teoría, porque el arte y la locura no deberían de existir, deberían ser erradicados. Hace unos años, publiqué mi primer libro de poemas en una editorial independiente de Monterrey llamada “La Regia Cartonera”. En esa editorial conocí un libro bastante singular, su portada era una mancha, que me invitaba a adentrarme en ella y descubrir/me a través de su interior. Se trataba de Manicomio y en sus vísceras Rorschach y Kernan fluían danzantes. El libro era una reedición del original publicado en 2005 por el poeta Maurizio Medo (Lima, 1965) con la cual se abrió un fuente de conocimiento desconocida para muchos de los jóvenes poetas que vivimos en el norte de México. Inmediatamente mi pregunta al hojear el libro fue ¿qué podría ser esto? Las imágenes relacionadas al test, la intertextualidad con diversos artistas, las menciones de la juventud, la locura, el dolor, la relación amor-odio hacia padremadre me hicieron perderme en este laberinto donde cada poema es una habitación donde reina la locura.
Desde “Etumina”, “Sparagmos, sparagmos,” “El falso Ginsberg” o “La mala hierba”, Medo nos transporta por zonas insospechadas de nosotros mismos en donde el autor de este libro se nulifica para que el lector se apropie del texto. Pero, ¿qué es lo que ve el lector/paciente dentro de estos poemas? Una proyección. Así como Kerner proyectaba sus sombras internas por medio de aquellas manchas de tinta, o al igual que Rorschach analizando al paciente, los poemas en Manicomio cumplen la función visual de espejo. La mancha constituye un estímulo óptico activando imágenes que son proyectadas de vuelta a las manchas y ésta es la médula de un poema: la función de espejo, de estímulo que nos hace traer a la superficie a ese otro que se esconde debajo de nuestra piel, condenado a la locura, al dolor, a la desesperación. Porque ¿qué es la escritura sino una mancha de tinta sobre papel?, ¿qué es el cuadro en blanco, si no el terror a la nada, la soledad, el vacío? En Manicomio ocurre lo mismo que en Kleksographien: el infierno de la locura y la alteridad se hacen presentes para convertirse en lugares donde la poesía está destinada a ser de quien se identifique o se proyecte en sus imágenes, sus palabras, los juegos lúdicos y perversos en donde queda la huella honda de un sólo suceso: la escritura. En todo el libro discurre la sensación de la supresión de un yo poético para dar cabida al otro, al lector. Como sucede en la parte de las láminas del test en donde queda descubierto “El cuerpo muerto del autor”. Las cinco láminas utilizadas en este libro permiten la intervención del lector y lo que están viendo/leyendo, la transgresión de adentrar al profundo hoyo del conejo a ese otro que está fuera, de mostrar el abismo de la locura y la muerte. La sociedad en sí ha tratado de evadir la zona negra que integra el yo interno de un ser humano. La locura, la violencia, el odio, la muerte, la soledad o la nada son temas espinosos que han tratado de borrar de diferentes maneras: llenando su vacío con nuestras inconformidades (compra esto, come aquello, debes de sentirte así, no asá ya que los ganadores y triunfadores siempre son seres felices). Dentro de este reino es imposible pensar, sentir, hacer. En la época actual ¿qué es la poesía?, ¿cómo reacciona el paciente/lector/espectador ante una obra de arte? o quizás, debería decir: ¿cómo reacciona un lector ante la poesía que transgrede y va más allá de la experimentación del lenguaje? Manicomio es un libro que nos cuestiona, que nos pica en zonas dolorosas en donde el poema es una mancha que se adhiere dentro de nosotros y nos toca precisamente a nosotros, como lectores, descubrir su significado en la lectura.
MANICOMIO Por Eduardo Moga Con el título de la entrada no me refiero al mundo, sino a un poemario del peruano Maurizio Medo, cuya primera edición data de 2005 y que ahora reedita en España Varasek Ediciones, con prólogo de Benito del Pliego, uno de nuestros principales especialistas en literatura hispanoamericana. La andadura de Varasek es todavía corta, pero en su catálogo figuran ya algunos títulos excelentes, y muy representativos de una cierta forma de entender la poesía, como Índice, del propio Benito del Pliego, Hebras de Malasaña -que cuenta con un prólogo mío-, de Yulino Dávila, Trazas del calígrafo zurdo, de Víctor Gómez, y Entrevista con el pájaro, de José Viñals. Las primeras noticias que tuve de Maurizio Medo fueron hace tres o cuatro años, a resultas de una desdichada antología, Poesía ante la incertidumbre, con la que se quiso reeditar la operación que había encumbrado, dos décadas antes, a los poetas de la experiencia, esta vez con autores jóvenes (es decir, moderadamente jóvenes: alguno era ya padre de familia), y extenderla a Hispanoamérica, un mercado virgen aún de semejantes manipulaciones. (La manipulación, claro está, no consiste en agavillar a un puñado de autores, sino en que esos autores sean casi analfabetos y, en cambio, se presenten como si fueran Cavafis). La editorial me mandó, jovial o despreocupadamente, la antología, y yo correspondí a su amabilidad reseñándola. Maurizio leyó la reseña -que se publicó en varios medios, tanto de papel como digitales- y suscribió públicamente las ideas que se contenían en ella, lo que, por cierto, le valió no pocos insultos -y, de rebote, también a mí- por parte de aquellos postadolescentes anteincertidúmbricos que parecían tan formales, con poemitas muy repeinados y una poética digna de Paulo Coelho, pero que se revelaron feroces defensores de la cuota de poder recientemente conquistada (y que, en el caso de alguna de las antologadas, ha sido muy fructuosa: la beneficiada figura ahora en todos los premios de poesía imaginables, indistintamente como jurado y como premiada; y también sus amigos y todos aquellos a los que le conviene recompensar o halagar).
Manicomio se
sitúa en una tradición reconocible: la del irracionalismo contemporáneo, un linaje que ha conocido extraordinarios cultivadores en el Perú, desde César Vallejo hasta los integrantes del grupo Hora Zero -entre los que se encuentra Yulino Dávila-, pasando por Martín Adán o Emilio Adolfo Westphalen. Pero el irracionalismo no se limita, en el poemario de Medo, a ser una opción lingüística, sino que se corresponde con una realidad objetiva: la locura. Dicho de otro modo: la irracionalidad no es aquí -o, por lo menos, no es solo- una cuestión de estilo, algo que podría utilizarse igualmente para pintar paisajes o exaltar los
transportes del amor, sino una forma obligada: algo coherente, exigido por la realidad a la que se aplica, y de la que deriva. Esta íntima relación entre aquello de lo que se habla y el modo de hablar caracteriza a los mejores poetas, y es uno de los rasgos más significativos de Manicomio. También es interesante observar la pertenencia del libro a otro linaje: el de los poetas que han hablado de, o desde, la reclusión clínica, la observación del nosocomio, el decir alienado. En España ha muerto hace poco uno de los más altos, Leopoldo María Panero, cuyo lenguaje también reproducía los pantanos inaprehensibles, pero muy dolorosos, del caos de la conciencia, de la inadecuación a la realidad. Pero hay otros: Friedrich Hölderlin, Dino Campana, Antonin Artaud o Héctor Viel Temperley, cuyo Hospital Británico constituye una de las mejores representaciones, en la literatura moderna, de la explosión, y, al mismo tiempo, del adentramiento, del adensamiento, de la locura. En Manicomio, como bien señala Del Pliego en el prólogo, "las paredes del manicomio coinciden con las fronteras de la realidad", y Maurizio Medo las araña en cada poema, en cada verso. Su lenguaje transita de lo paródico a lo desesperado con palabras abarrotadas de sombras. Decir se convierte en una operación de destrucción, cuyas ruinas, inverosímilmente, conforman un paisaje intacto. La ferocidad de los versos convive con una íntima ternura, que no encuentra otro modo de manifestarse que el grito, que es hijo del deseo y de la incomprensión. La realidad psiquiátrica se incorpora al libro mediante varias reproducciones del test de Rorschach, a las que Medo da siempre la misma respuesta: "-¿Qué ves? -Veo el cuerpo muerto del autor". En otras páginas, se suceden los recuadros en los que el protagonista del poema, u otros personajes, representan situaciones o cosas. Pero están vacíos. "Aquí, Ludovina duerme", dice Medo en uno de ellos, "mientras sueña que la escribo". Pero en el recuadro no hay nada, quizá porque Ludovina no existe, o porque no duerme, o porque es el autor el que no existe. Los juegos tipográficos y las tachaduras, las repeticiones y los tartamudeos, la glosolalia y la cacolalia, acompañan a un discurso fragmentado, ramificante, espasmódico, ferviente, científico, atroz, inaudito y, a veces, pese a la violencia con que resuena, inaudible: un lenguaje horrible y hermoso. Señalo también otro juicio consignado por Del Pliego, y que me parece muy interesante: Manicomio revela que "el único refugio es no tener ninguno". Ciertamente, la razón no es un refugio, sino, a menudo, como en las páginas de este libro, un enemigo; tampoco lo es la lógica discursiva, que queda hecha añicos en esta reivindicación de lo indecible, de lo inaccesible; ni las tradiciones estéticas o culturales, cuyo único sentido consiste en ser superadas, más aún, en ser aniquiladas. Emily Dickinson decía que algunos solo encuentran -solo encontramosconsuelo en lo inestable. Maurizio Medo, en este Manicomio, es uno de ellos. Frente a tantos poetas -a tantas personas- que solo ansían encontrar certezas, y aferrarse a ellas como un náufrago a un tablón, Medo prefiere derrotar en un mar de
imposibilidades, donde los Ăşnicos pecios que avista son los restos carbonizados del pensamiento, las trazas, aĂşn humeantes, de una inteligencia estallada.
MANICOMIO: UNA EXPERIENCIA (AUTO) DEMOLEDORA Por José de María Romero
Los poemas de Manicomio (Varasek ediciones, Buccaneers, 2014) logran lo imposible: reconstruir el espejo de la identidad personal y colectiva para reflejar el dolor, pero también la belleza. Su autor, Maurizio Medo (Lima, Perú, 1965), logra transmutar el sufrimiento en arte. Su poesía es antídoto para la catástrofe: “Baila ménade en el verde umbroso hospital/ Baila sobre las llagas/ Sobre la hiel/ Sobre el dolor” (p. 24). Dante, El falso Ginsberg, Carrol, Arthur Rimbaud Pérez Canccha y Verlaine Huayta son algunos de los ilustres residentes del pabellón de reposo donde encontramos al autor del poemario; a veces, es imposible diferenciar entre la psique de este y la de los demás personajes: “Gilda, Gilda – reprende – y me brotan/ dos sangrientas Vangoghs, en vez de orejas.// Ya no sé si soy ella o una sombra/ atascada en el espejo” (p. 27). Al inicio del poema homónimo, Dante nos muestra un rostro anegado en lágrimas, incapaz de atisbar “entre las constelaciones aquel paradiso donde moras”; o tal vez sea Medo el que habla (“¿Cómo explicarles mi honda alegoría?”). La composición termina con la declaración de un interlocutor que jura ser Dante: “me cercan/ me destierran/ y no sé cómo atisbar el paradiso.// Quizá pueda salvarme tu esperanza” (p. 33).
Manicomio puede leerse como una serie de cantos, sin numerar, aunque dispuestos de forma consecutiva, lo que sugiere una narrativa oblicua de búsqueda espiritual y violencia, al estilo de la Divina comedia de Dante (Florencia, 1265 – Rávena, 1321). La sección Francesca, por ejemplo, parece aludir a Francesca de Rimini, la noble italiana de la Edad Media cuyo trágico destino fue inmortalizado por el poeta florentino, símbolo del adulterio y la lujuria: “Francesca lloraba, herida en el amanecer/ ¿Quién dejó aquí este frasco de pastillas?” (p. 81). En el poema “Virgilio” (p. 83), el autor habla en primera persona y a la vez se divide enpersonae: “¿Thais? ¿Yo? / Soy Gilda, Brivio, cuarto17/ ¿Qué clase de guía confunde a un condenado?”. Dante pregunta: “¿No era ese Virgilio?/ ¿Quién es el chato?/ ¿No es quien viene a guiarnos/ entre lampos de hermosura? // – Lo siento. El Dr. Méndez se han marchado”. En ocasiones, el narrador recurre a la tercera persona, como en “¿Dijo Ud.?” (p. 56): “- Medo/ Retuve el sonido aquel como el crujir de un ramal, / áspero y seco.” El interlocutor se desorienta, pierde el camino, al igual que el propio Dante: “Lloré.
Padre desvaneció dejándome sin él (…) Asomé al jardín. Virgilio me saludaba tentativo, procurando guiarme.// Lo injurié” (p. 64). En el poema “Trance” (págs. 88-89) el bosque umbrío de la Comedia desemboca en la terapia de choque: “No más cuarto Relámpago/ No azotes/ No fármacos/ Grilletes/ Inyecciones”. La intervención psiquiátrica tiene lugar: “No más rayos calcinantes de neuronas/ No hipnóticos mantras Ben/ peridol brom peridol Zumben”. El electroshock es el emblema del Ser puro; el narrador se encuentra más allá tanto de la separación como de la conexión; ha salido del infierno y puede empezar a ver el camino, si no al paraíso, al menos a la reintegración: “Soy la sombra de mil sombras/ en telúrico voltaje”. Sin embargo, en el poema “Ambulatorio” (págs. 90-91), Medo (¿o es Dante?) clama en un desierto real y metafórico, con un lenguaje que oscila entre lo profético y lo profano: “Barca o animal, no me detengo. / La vida, acaso, ¿no es más que un sueño? / ¿Y si en vez de un pasillo fuese el Sahara?”. Como Rimbaud, Medo se percibe a sí mismo como un ser vasto y vacío, en mitad de un desierto; se pierde literalmente a sí mismo en el paisaje: “Soy nada/ Porque yo soy el otro cada vez, y me mato/ como a eterno enemigo…”. Esta pérdida de sí mismo, esta locura, no genera ansiedad, sino afán de poder y resistencia, una oportunidad para la compasión y la empatía: “… y me huyo por los mares/ y las tierras y los cielos, sí, de mi arrebato”. El poeta, al fin, alberga multitudes. Traumático renacimiento, en Manicomio se entrecruzan todos los símbolos de la tradición occidental. El poeta peruano crea un reino gnómico, en los arrabales del lenguaje, una zona protegida de la violencia del discurso heredado (“Fe ner gan ner gan ner gan”, p. 27); omite pronombres y terminaciones verbales a fin de difuminar las fronteras entre el yo y el otro (“Gingsberg howl gay soul baladí, con las piernas en la nuca, el ano al aire” p. 37). Un bloque impreso en mayúsculas, de mayor a menor tamaño de fuente, reproduce lo que pudiera ser una frase bíblica “Y LOS DÍAS HUYEN/ aunque parezcan ser todos el mismo” (p. 43). En el poema “Centón del comedero” (págs. 52-53) el nombre del paciente está tachado, se suprimen versos, se sobre-escriben, se abusa de la tipografía: “Nada
pasa después de los 12 años que importe mucho” (…) Puede ser que al decir esto me equivoque, pero puede ser también que diga la verdad. En “¿Dijo Ud.?” (p. 56) se reproducen las figuras del test de Rorschach. En la sección “Las alcobas blancas” (p. 68) se dibujan cuadros geométricos vacíos en lugar de contenidos lingüísticos. Maurizio Medo, ha publicado, entre otros, Travesía en la Calle del Silencio (1988), Cábalas (1989), En la Edad de la Memoria (1990), Contemplación a través de los espejos (1992), Caos de Corazones (1996), Trance (1998) y Limbo para Sofía (2004). El poeta, traductor y crítico Benito del Pliego (Madrid, 1970) analiza en el prólogo la dicción idiosincrásica deManicomio, su sintaxis rota y su tono
clínico. Por otra parte, las notas del poeta madrileño resuelven muchos de los problemas que presenta este texto inusual.
Manicomio es el resultado de una experiencia (auto) demoledora. No sirve recoger las piezas y encajarlas de nuevo: es necesario empezar de nuevo, forjar un nuevo ser con una nueva identidad. Medo responde al horror con arte; inventa un lenguaje, hecho de trozos, jirones, añicos: “Ora, ora pro nobis. / Ben peridol ben peridol. / Hay muertos de vida/ y no de muerte.” (“El adiós de Medo”, p. 108). Manicomio es un poemario lleno de desesperación y rabia que demuestra que el arte es más fuerte y más vasto que el dolor, y la poesía lo único que puede hacerle frente.
“AHÍ, A SU ESPÍRITU”: NOTAS A LA EDICIÓN ESPAÑOLA DE MANICOMIO.
Por Benito Del Pliego
Se ha dicho de otros libros y es cierto también para este: la reedición de Manicomio es quizás más significativa que su primera aparición. La publicación de un libro de poemas es asunto cotidiano y relativamente efímero; que suscite interés una década más tarde es infrecuente, extraordinario. Manicomio, posiblemente el libro más emblemático de Maurizio Medo, viene rodando por Latinoamérica (Chile, Perú, dos ediciones mexicanas) desde el 2005. Como todos los viajes, este ha dejado huella, no solo en forma de las significativas variantes que ofrece el texto de cada una de las ediciones, sino también por las adhesiones y comentarios que ha generado; autores de obras difíciles de minimizar —como Raúl Zurita, Eduardo Milán o José Kozer— y compañeros de ruta atentos a lo inconforme y transformador —Felipe Ruiz, Luis Fernando Chueca, Daniel Bencomo, Mario Arteca, Héctor Hernández Montecinos, Paul Guillén…— lo han ido convirtiendo en una referencia para nuestros coetáneos latinoamericanos. Ahora salta el charco para desembarcar en terreno abonado: ni el nombre ni la obra de Maurizio Medo son (al menos no del todo) desconocidas en España: sus poemas cierran la antología que Eduardo Milán publicó en el 2007 (Pulir huesos. Veintitrés poetas latinoamericanos. 1950-1965); su opiniones se asoman con frecuencia a las ventanas literarias por las que nos enteramos de lo que pasa por allá(incluyendo la revista on-line Transtierros, que él mismo dirige); es también el editor de una muestra de poesía en América Latina (País imaginario. Escrituras y Transtextos. 1960-1979) recién aparecida en Madrid, que pone en evidencia su capacidad para establecer nudos en la redes de escritura contemporánea y facilita, además, su propio desembarco en la Península. Porque, como se verá no llega a España a hacer turismo, ni considera ajenas las partidas que se plantean de este lado de la poesía escrita en español. A los que ya conozcan la suya les podría sorprender que un poema como “Manifiesto contra el Cártel de Sinaloa (en defensa de la poesía)”— incluido en Homeless’ Hotel del 2012— dispare en realidad hacia lo que él identifica como el “Cártel de Madrid” y que se posicione frente a cierta España poética y en apoyo de los que desde aquí volvíamos a denunciar (en una “Carta abierta en defensa de la pluralidad y convivencia en poesía” de 2011) la epidemia que en forma de antología se quiso extender por varios países de habla hispana y que pretendió volver a obviar, como se denunciaba en esa carta, la “pluralidad conquistada” por “poetas precedentes y que recogen de manera natural el legado incuestionable de los padres de la modernidad poética”. Ante eso Medo se posiciona así:
Eslavo ante los chopos de Castilla y río quechua del ladino Aragón […] Mi patria es una lengua soñada en el asombro y jamás entre rimas de estética octosílaba Apártalo España y mételes por el rijo esos zureos sublimes de fingida transparencia.
También Manicomio es un poemario agraz, bronco, con algún pasaje tan rijoso como este saludo. Pero lo más curioso en este sentido es que aunque sus textos, no tienen pretensión referencial son capaces de transmitir de forma gráfica una notable densidad orgánica, corporal; como ocurre en El libro de los venenos de Antonio Gamoneda, Manicomio se convierte en una narración en la que sustancias, humores y fármacos se convierten en personajes junto a otros salidos del delirio, la historia y las lecturas. Este rasgo, aliado con el ambiente opresivo del encierro y la enajenación que exuda, favorece que su lenguaje sea, como señala Jorge Solís Arenazas, “un lenguaje abierto a su propia capacidad de violencia”. Un decir que el lector español tal vez pueda asociar al lenguaje plástico de un Buñuel o un Goya. Lo que no encontrará aquí es ese brillo que tradicionalmente sirve como anuncio que indica que estamos ante un texto poético (y que es algo así como la voz que pide a los congregados que se pongan en pie cuando entra la autoridad en el aula o en la iglesia). No es un poema bruñido. Lo poético no lo es de forma convencional. Lo que lo hace tan atractivo es, por el contrario, su extrañeza, su monstruosidad, la delirante mixtura de un decir cholo. El texto se ensambla a base de una rara mezcla de géneros, referencias y hablas (estas mismas chirriantes, chocantes, contrapuestas) que recuerda en cierto modo esa bolsa de tela en la que –lo recordaba Javier Rodríguez Marcos en un reciente obituario— Leopoldo María Panero paseaba, entre cintas de Los Chicos y antologías de Emily Dickison, el original mecanoescrito de sus libros. “No hay más poema, —escribe Medo— solo híbridos fragmentos, rizomas agonales que rompen las fronteras”. Esta escritura (fronteriza, híbrida), da cabida a lo reprimido por el meditado lenguaje mediático y la inefable poesía de lo sublime:
…púseme en Big Brother a mirar las nóminas proscritas. Bukowski soñaba con Mick Rourke, mientras Rourke soñaba con Chinaski. Ginsberg howl gay soul baladí, con las piernas en la nuca, el ano al aire. Jack the ripper jammin splash, constelada coloratura residual.
Por la pérgola cubierta de glicinas los termómetros, Viel Pantocrátor, estallaron ametrallados por la fiebre. Más acá, la Shelley paría en hybris vaginal la metáfora más precisa del lenguaje… Para lo que no hay lugar —acudiendo a la expresión de Deleuze y Guatari— es para una literatura “mayor”, que canta las glorias de un panteón nacional, una gran tradición... En Manicomio nos espera (parafraseando una línea memorable de su Homeless’ Hotel) la variable oculta que define el resultado de la ecuación que la ignora. Es decir, ese espacio negado en la escritura, desatendido pero quizás por eso mismo definitorio. Este espacio es al que apunta Raúl Zurita, para quién Manicomio es capaz de exhibir “zonas que anudadas en el fondo de lo humano no habían encontrado una lengua que las expresara”. No es pequeño el logro si tenemos en cuenta que algunos se empeñan en creer que ya está todo dicho. Fruto de la indagación surgen de su lengua-manicomio unas voces de alienados que se oponen (quijotescamente) a ser recluidas a perpetuidad entre las murallas de la lógica única de la razón analítica, pedagógica, comercial... Su mescolanza descuartiza el poema y desintegra cualquier vestigio de las categorías que sirven para levantar instituciones. Así, lo que había sido maniatado en el manicomio del lenguaje sale también, ahora liberado, al encuentro con el lector. El escenario (lingüístico) en el que se construye el retablo de Manicomio es, como decimos, el de la locura encerrada en el psiquiátrico. Esto no es una novedad en poesía. Desde que fuese expulsada de la república platónica la razón de los poetas estuvo avocada a la búsqueda de un lugar de pertenencia y el manicomio, convertido en el espacio de contención de lo sobrante de una sociedad cada vez menos tolerante con lo que se oponía a la razón analítica, se convierte ya en el siglo XIX en un no-lugar privilegiado para el mantenimiento de su denuncia y el despliegue de su plan que, como en este libro (“No sé nada del can Kant ni del probo inútil Pascal”) veta o expulsa a la razón que vetó o expulsó a la poesía. Poesía y manicomio se han convertido en palabras intercambiables en las poéticas más radicales de la modernidad, más allá de factores biográficos o clínicos, precisamente porque han sido internadas en el mismo espacio. Como nos recordó Luis Fernando Chueca en la presentación en Lima de este libro, la nuestra es “Una sociedad que procura dejar fuera (o dejar dentro, encerrados) aquellos impulsos, fuerzas, chispazos que la subvierten o amenazan su marcos de funcionamiento habitual.” La poesía se mira en la locura para comprender los motivos de su exclusión (lógica y material); allí encuentra un lugar (real y metafórico) para la articulación de su resistencia, hasta tal punto que ambas se equiparan en el establecimiento de otras formas de dar sentido a una realidad cuya posibilidad de afirmación pulverizan.
Al menos en este sentido Manicomio hace suyo un lenguaje que revienta la costuras de la razón o que la empuja con violencia en otras direcciones. De alguna manera aquí se encuentran Holderlin y Artaud, Pizarnik y Panero, Martín Adán, el Viel Temperley de Hospital Británico e incluso el Jorge Teillier de “Paisaje de clínica”, poema en el que, como en Manicomio, desesvalimiento y farmacopea se convierten en oración:
Que junto al inevitable crucifijo de la cabecera Velen por nosotros Nuestra Señora la Apomorfina Nuestro Señor el Antabus El Mogadón, el Pentotal, el Electroshock. Pero más allá de coincidencias expresivas puntuales, la locura también ha tocado alguna de las poéticas en las que Medo se reconoce y sobre las que parece fundar su particular internamiento en la poesía contemporánea. En Manicomio encontramos el eco, más neurótico que nunca, del sujeto que opera en poemas de Nicanor Parra (pienso en Obra Gruesa) y la lengua esquizofrénica de Raúl Zurita. De esta última “locura” podríamos sospechar que se contagia por contacto la voz que preside el Manicomio de Medo. Tanto es así que cabría preguntarse si el WC que limpia el danzante del primer poema de este libro (“danzo el danzón/ con balde y la esqueletura presta/ mientras limpio el WC de la inmundicia/ que une al hombre con la vida”) es el mismo escenario que con que Zurita abre su mítico Anteparadiso:
Encerrado entre las cuatro paredes de un baño: miré hacia el techo/ entonces empecé a lavar las paredes y/ el piso el lavatorio el mismo baño./ Es que vean: Afuera el cielo era Dios y me chupaba el alma –sí hombre! Me limpiaba los empañados ojos”. Creo que la coincidencia no sería un mal punto de partida para comenzar la exploración de este diálogo; sin embargo, dudo que esto, por sí mismo, baste para justificar el interés del libro. Lo que lo hace verdaderamente extraordinario no es solo la profunda relación que establece con los aspectos de la tradición poética a través de un decir alienado (la obsesiva intertextualidad ha sido señalada como uno de los síntomas de su particular locura), sino el hecho de que se vincula con esa “tradición de la ruptura” sin traicionar el más ambicioso de los intentos: el de reclamarla y ponerla en cuestión, el de contener al mismo tiempo un homenaje y una demoledora crítica. También aquí el texto se despedaza, se devora a sí mismo, se niega, y después se levanta apoyado en esta negación.
Quizás la atención que Medo presta a la propia situación de la poesía sea uno de los aspectos que menos ha llamado la atención a quienes han dejado testimonio de su lectura, aunque no haya pasado del todo inadvertido. Así, en un texto de presentación, Felipe Ruiz señalaba que el carácter crítico que posee al libro le lleva a enfrentarse a uno de los espacios constitutivos de su voz, el de la vanguardia: “Manicomio [es] un poemario que trabaja sobre el fracaso de la vanguardia: sobre su sospechosa intención de situarse […] sobre una eterna novedad de un horizonte histórico ya resuelto por sí mismo.” Esta práctica la condición vanguardista contra las propias pretensiones de la vanguardia nos descubre un radical disgusto con cualquier tipo de complacencia pasadista y una decisiva apuesta por la renovación. Quizás nada revele mejor esta actitud que las parodias y pastiches que afloran en su recorrido, la manera en que se rebajan, se dan la vuelta o se desestiman las lecciones que son, finalmente, el sustrato de su propio decir. Basta con leer “Y entonces dijo el clon” para entender su postura: César Vallejo habla y es mandado callar por la misma voz, es reconocido y rechazado en un ejercicio esquizoide que no puede evitar que continúe la escritura, pero que la pone contra las cuerdas y la fuerza a buscar otras salidas. Lo paródico también se ceba en las bases que hemos identificado como fundamentales para la estructura argumental del libro; o sea, para la asociación poesía-locura. Es interesante notar la (sub)versión de dos pasajes claves para esta analogía: el famoso aserto con que Rimbaud nos conmina a buscar la videncia (“El poeta se hace vidente mediante un largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos. Todas las formas de amor, de sufrimiento, de locura.”) queda ridiculizado enManicomio, donde al desarreglo del poeta ha perdido todo vestigio de glamour y de videncia: “Contempla a quienes se jodieron […] paranoicos, con pesadillas tal una ceguera incomparable; calles en la mente saltando con la ebriedad del vino bajo el neón bisoño que abrió tarros con basura en búsqueda de la iluminación de la mente”. El célebre primer verso del Aullido de la estrella beat (“He visto las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura”) también aparece “falsificado” en un remedo que invierte su sentido con el mismo tipo de traductor clónico que se aplicó a Vallejo y a Rimbaud. La versión de Medo (“He visto las brillantes mentes de mis predecesores perdidas en lo que pareció ser episteme”) hace añicos la fe en la hipotética articulación alternativa de una saber poético abrazado a la locura que pareció ser (pero ya no es) episteme. Manicomio se mete hasta el último reducto, armado con la lógica de los que se refugiaron allí mismo antes que su autor, pero en lugar de atrincherarse con ellos, desmantela las esperanzas que se habían depositado y en este desalojo, desgarrador, antiautoritario, nos hace ver que el único refugio es no tener ninguno. Este proceso lleva inserto esa lógica caníbal o mutante, decididamente híbrida, que exige la apropiación de la lengua de otros y tiene mucho de forcejeo con el concepto de tradición. La poesía (“ese montón de cosas muertas
que se niegan a morir”) pasa por su lengua y su lengua nos la entrega de nuevo, informe e indefinida, con el halo fundido, carente de un sujeto que proyecte en ella la ficción consoladora de un cuerpo, pero vuelve a darle la oportunidad de seguir hablando. Ni la transforma ni la deja intacta: la resucita (“ahí, su espíritu”), la devuelve a la vida. Esta contradictoria obstinación por presentar la herida por la que se desangra nuestra poesía y pese a todo negarse a morir de la hemorragia es lo que hace creíble la esperanza que, casi a su pesar, lleva inscrito este poemario. También aquí podemos encontrar, esquelética ya, esa utopía de sanación y limpieza que le une (no ya en la letra sino en lo que queda después de que esta ha sido reducida a polvo) con las escrituras que parodia, incluida la de Vallejo. El poemario se apega a la voz de las víctimas (al sufrimiento y la pérdida, a la derrota y la desposesión) y esto hace de Manicomio un ejercicio de redención a través de la palabra. Es una redención paradójica, ya lo hemos dicho: no nos cambia de lugar, no niega el manicomio, pero lo desenmascara; hasta cierto punto se podría decir que, mediante un truco mágico, un juego de espejos (tan barroco como Las meninas, Calderón y El Quijote) nos hace entender que las paredes del manicomio coinciden con las fronteras de la realidad y que esta finalmente, también es imposible de acotar. A punto del silencio, de la insignificancia, en su ridícula paranoia, la lengua encuentra maneras de seguir diciendo, ahora sin posibilidad de aspirar a ningún cierre. Si el autor se encuentra con su cadáver en cualquier referencia que se vea forzado a leer, recordar o interpretar, el silencio a que esta constatación avoca abre ventanas en blanco que su imaginación tiene que seguir poblando. Esta es al mismo tiempo su condena y su salvación: nuestra única vía de salida es el sendero hacia lo inédito. Esa es quizás la promesa que ninguna poesía —si es que se atreve a mirar a los ojos al desasosiego— puede dejar de hacerse. Que no transformemos la situación no quiere decir que la dejemos como está. Manicomio no es un libro para indiferentes.