Rafael Maria Baralt. Antología

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Rafael María Baralt Antología Colección Rafael María Baralt - Programa Educación Centro de Estudios Socio Históricos y Culturales.

Vol. 2

Jorge Vidovic López Compilador


Jorge Vidovic López Jorge Vidovic López es Licenciado en Educación, mención Ciencias Sociales (Historia), egresado de LUZ (2000); con una Maestría en Gerencia Educativa en la URU (2009). Desde el año 2000 se desempeñó como profesor de la UPEL hasta el año 2007. A partir del año 2008, se incorpora como profesor de la Universidad Nacional Experimental Rafael María Baralt hasta la actualidad. Desde Marzo de 2012 se desempeña como Coordinador del Centro de Estudios Socio Históricos y Culturales de la Unermb. A publicado la Compilación “Rafael María Baralt Vida y Pensamiento” y posee varias publicaciones en periódicos de circulación regional y revistas arbitradas. Actualmente dicta las catedras Pensamiento Latinoamericano y Conocimientos y Saberes Históricos en el Proyecto de Ciencias Sociales del Programa de Educación. Correo: jorgevidovicl@hotmail.com


RAFAEL MARÍA BARALT Antología



Jorge Vidovic López Compilador

RAFAEL MARÍA BARALT Antología

Colección Rafael María Baralt Volumen 2 Fondo Editorial de la UNERMB


Rafael María Baralt. Antología Jorge Vidovic López (Compilador) jorgevidovicl@hotmail.com Colección Rafael María Baralt. Volumen 2 Fondo Editorial de la UNERMB

© 2013, Universidad Nacional Experimental Rafael María Baralt (UNERMB)

ISBN: 978-980-12-6372-2 Depósito legal: lf 0612013305438 Diseño de portada: Lic. Amanda Landino Diagramación: Lilia Aguirre R.

Impreso en: Imprenta Internacional, c.a. Maracaibo, Estado Zulia, Venezuela


COLECCIÓN

Rafael María Baralt

La colección Rafael María Baralt tiene como propósito conmemorar la vida, obra y pensamiento de este insigne venezolano, pues al igual que nuestra nación su vida vio la luz entre la declaración y la firma del Acta de Independencia. De igual modo, se hace necesario resaltar que la figura de Rafael María Baralt pasa a formar parte de nuestra institución universitaria a partir de 1982, pues se convierte en nuestro epónimo y carta de presentación. La colección nace como un proyecto destinado a rescatar, editar y difundir los trabajos de investigación en el área de las Ciencias Sociales, especialmente los dirigidos a analizar los aportes de Baralt. La publicación de esta antología en particular, es emblemática, pues representa el primer esfuerzo de nuestra casa de estudios por publicar algunos escritos de Baralt que muestran los aportes del polígrafo zuliano en el campo de la literatura, poesía, historia, ideas políticas, y cultura hispanoamericana. Jorge Vidovic


Dr. William Vanegas Espinoza Rector Dr. Edison Perozo Vicerrector Académico Dra. María del Rosario Romero Vicerrectora Administrativa Ing. Engert Sandrea Secretario

Programa Educación Victoria Martínez Directora del Programa de Educación José Lárez Coordinador del Proyecto de Ciencias Sociales Jorge Vidovic Coordinador del CESHC Ivonne Vargas Jefe del Departamento de Ciencias Sociales

Centro de Estudios Socio Históricos y Culturales Proyecto Licenciatura en Ciencias Sociales Departamento de Ciencias Sociales


Para la Universidad Nacional Experimental Rafael María Baralt es motivo de alegría el poder publicar nuestra primera compilación sobre los escritos literarios de Rafael María Baralt, polígrafo venezolano y zuliano universal. Cabe destacar que desde el 15 de marzo de 1982 tenemos la suerte de poder utilizar su nombre como epónimo. Estamos orgullosos de llevarlo. Es importante destacar que la producción literaria de Baralt, además de ser abundante, es ampliamente reconocida y sus escritos han sido publicados por muchas editoriales; sin embargo, hoy desde la UNERMB a través del rectorado queremos contribuir para que sus pensamientos y sus escritos se sigan difundiendo y para que nuestros estudiantes tengan la oportunidad de acceder de manera directa a los escritos del polígrafo venezolano. En esta oportunidad agradecemos la iniciativa del Centro de Estudios Socio Históricos y Culturales y al Proyecto de Ciencias Sociales de nuestra universidad por promover esta antología donde se reúnen los mejores escritos en prosa y versos; así como otros textos de corte literario y ensayos que el profesor Jorge Vidovic ha seleccionado de manera diligente. En mi condición de Rector de la UNERMB siempre he procurado colaborar con cualquier iniciativa que pretenda impulsar y promover el conocimiento y la academia; hoy lo hacemos con esta antología sobre Baralt, esperando que en un futuro no muy lejano podamos seguir contribuyendo en el rescate de sus obras completas. Estoy seguro que esta compilación, aparte de enriquecer nuestras bibliotecas, contribuirá para que los estudiantes de nuestra universidad y el colectivo lector se interesen más por el pensamiento, la vida y la obra del consagrado escritor. Dr. William Vanegas Espinoza Rector de la UNERMB



ÍNDICE Prólogo ............................................................................................ 13 Presentación ................................................................................... 23 Prosa Literaria Adolfo y María ............................................................... Idilios ............................................................................... — La declaración ........................................................... — La tempestad ............................................................. — El árbol del buen pastor .......................................... Un recuerdo de la Patria .............................................. Sevilla .............................................................................. Historia de un suicidio .................................................

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Artículos de costumbres Lo que es un periódico ................................................. 61 Los escritores y el vulgo ............................................... 70 La fiesta de Belem en San Mateo ................................ 74 Las indirectas ................................................................. 88 Costumbres caraqueñas ............................................... 93 Prosa de Historia Año 1814 ......................................................................... 105 Año 1819 ......................................................................... 106 Batalla de Carabobo ...................................................... 107 Batalla Naval del Lago .................................................. 109 Año 1824 ......................................................................... 110 Crítica Literaria Carácter nacional ........................................................... 113 Chateaubriand y sus obras .......................................... 122 El temor de la muerte ................................................... 140 Certamen poético del liceo ........................................... 146


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Sobre la literatura criolla. Carta-prólogo a Caramurú ..................................................................... 172 Discurso de recepción pronunciado en la Real Academia Española ...................................................... 174

Versos Sonetos A Simón Bolívar ............................................................. 219 A la Santa Cruz .............................................................. 219 Al mismo asunto ............................................................ 220 A la batalla de Ayacucho .............................................. 220 El viajero .......................................................................... 221 Luzbel en la Redención ................................................. 221 Al mismo asunto ............................................................ 222 Al mar .............................................................................. 223 A Cristóbal Colón .......................................................... 223 Imprecación al sol .......................................................... 224 A Dios .............................................................................. 224 Madrigales Sus ojos ............................................................................ 227 Lo que es ella para mí ................................................... 227 Sus labios ......................................................................... 228 Odas

Adiós a la Patria ............................................................. 231 Patria adoptiva ............................................................... 233 La Inspiración ................................................................. 235 La Anunciación .............................................................. 237 A Colón ............................................................................ 242 A una flor marchita ....................................................... 249

Epigramas Introducción a los Epigramas ...................................... 257 El último día del mundo El último día del mundo ............................................... 275


Prólogo Rafael María Baralt: Vate Zuliano (1810-1860) Rafael María Baralt es sin duda uno de los escritores del siglo XIX más reconocido en Venezuela e Hispanoamérica. La producción intelectual y los aportes del escritor los encontramos en la historia, literatura, poesía, en sus escritos políticos, en sus artículos de prensa, en sus trabajos filológicos a través de los diccionarios que escribió y finalmente; en su contribución como diplomático en Venezuela, España y Republica Dominicana. Destacó como uno de los grandes prosistas de la lengua castellana, hasta el punto de figurar como el primer hispanoamericano en ocupar un sillón en la Real Academia de la Lengua Española en el año de 1853. También fue el primer ingeniero militar egresado de la Academia de Matemáticas de Caracas, génesis de los estudios de ingeniería en Venezuela. Baralt nace en Maracaibo un 03 de julio de 1810 en pleno proceso independentista. Los sucesos revolucionarios del 19 de abril de 1810 hacen que su familia, proclive a la emancipación, parta de Maracaibo y se traslade a Santo Domingo, de donde era oriunda su madre, Ana Francisca Pérez; allí permanecerá Baralt los primeros años de su vida.1 Se estima que la familia Baralt regresa a Maracaibo aproximadamente el año 1821, pues antes de esa fecha, su padre don Miguel Antonio Baralt figura como Capitán y con el cargo de Comandante Volante de Maracaibo. Desde muy temprano, Rafael María Baralt ingresa a la milicia cuando se incorpora al Cuerpo de Cazadores Volantes del departamento de San Carlos en 1821 obedeciendo órdenes de su padre; para este entonces, contaba con 11 años de edad. Posteriormente, quizás a mediados de 1826, parte a Bogotá con su tío Luis Andrés Baralt, quien era senador en el Con1

Recordemos que la Provincia de Maracaibo se suma al movimiento emancipatorio a partir de 1821 de manera que en 1810, fecha en que nace Rafael María Baralt, cualquiera que plantease levantarse en armas contra el Rey de España estaba propenso a la muerte.


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greso de Colombia. En la ciudad bogotana estudia latinidad en el convento de Santo Domingo, derecho público y filosofía en el colegio de los Claustros de San Bartolomé y Nuestra Señora del Rosario, hasta alcanzar el título de bachiller. Sobre su permanencia en la escuela contamos con una descripción que hiciese uno de sus compañeros de clase, llamado Juan Francisco Ortiz; éste nos describe los días estudiantiles de Rafael María Baralt de la siguiente manera: “Entre los asistentes a las clases del Dr. Sotomayor hubo uno muy notable, y que no debí poner entre los asistentes, pues era un mozalbete despilfarrado que concurría cuando se le antojaba, es decir, uno o dos días por semana, que los otros los gastaba en picos pardos, en comer frutas en el mercado o en vagar por las calles de la ciudad. Tendría entonces veintiuno o veintidós años cuando más. Hablaba el francés con alguna soltura y me forzaba a patullarlo con él. Me quería mucho, le gustaban mis versos, y a mí me gustaba su trato franco y su animada conversación. Estaba encantado con la Ilíada de Homero, que leía constantemente, hablaba a cada paso de sus héroes y de sus combates, y recuerdo que me prestó un ejemplar de la traducción de Bitauvé para que la leyera. Andaba siempre roto y desgarrado, y no por falta de buena ropa, sino porque cuidaba muy poco de sus vestidos; sabia la crónica de la ciudad; era infalible en la barra del Congreso; describía con exaltación el mar y el lago de Maracaibo, suspirando tristemente por el día de regresar a su país nativo. No me acuerdo de su cara, pero sí de sus travesuras y picaras ocurrencias, que llegaron a tal punto que, de la noche a la mañana, supimos que su tío, respetable sujeto, presidente del Senado de Colombia, lo hizo montar en una mula, y escoltado por un asistente lo mandó para su tierra. Ese joven era el célebre Rafael María Baralt”. Sea cual haya sido el nivel de los estudios en Bogotá, lo cierto es que debieron ser positivos, pues encontraremos más adelante que con perfecto dominio del estilo, ha de llevar a cabo una amplia obra literaria, en prosa y en verso, de excelsa calidad. Durante su estancia en Colombia, Baralt engendra con María Antonia Guijarro a su primogénita Ana Francisca Baralt Guijarro en


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el año de 1827; aparentemente esta fue una de las causas por las cuales su tío Luis Andrés Baralt lo devolvió para Maracaibo. Efectivamente regresó a mediados de 1828 pues antes de esa fecha lo encontramos como uno de los firmantes del Acta de Separación de la Provincia de Maracaibo de la Gran Colombia y como oficial del Estado Mayor del General Santiago Mariño en la Campaña de Occidente, donde como secretario escribió “Documentos Militares y Políticos Relativos a la Campaña de Vanguardia dirigida por el Excmo. Sr. General en Jefe Santiago Mariño, publicados por un Oficial del Estado Mayor del Ejército en 1830”. Para el mismo período actúa como editor principal del periódico quincenal “Patriota del Sulia”2; ambas actividades brindan al futuro escritor sus primeras experiencias en el campo de la escritura y la milicia, pues actúa paralelamente entre estas dos actividades por lo menos hasta 1841. Posteriormente; Baralt decide trasladarse a Caracas; en la capital, ingresa como funcionario al Ministerio de Guerra y Marina, al mismo tiempo estudia en la Academia Militar de Matemáticas de Juan Manuel Cajigal, donde se gradúa de agrimensor público en 1832 y desempeña la “Cátedra de Filosofía”. Tambien en Caracas se incorpora como numerario de la Sociedad Económica de Amigos del País a mediados de 1833; en esta última, colaboró a través de escritos al lado de intelectuales de la talla de Blas Bruzual, Tomás Lander, Fermín Toro, Juan Manuel Cajigal, Agustín Codazzi, Juan Vicente González, Domingo Navas Spínola, Carlos Soublette, Manuel Felipe Tovar, José Ángel Álamo, Felipe Fermín Paul, Juan Nepomuceno Chávez, José María Vargas entre otros. Su contribución en esta etapa de su vida la encontramos en textos costumbristas y de prosa poéticas; las fiestas de Belem, los Escritores y el Vulgo, Adolfo y María, Idilios; son una pequeña muestras de su talento de juventud. Sobre éstos escritos nos comenta don Pedro Grases: “en su primer artículo de costumbres con una expresiva cita de Mariano José Larra, cuya influencia es general en el costumbrismo hispánico y que habría sido lectura frecuente en Rafael María Baralt, como en todos sus 2

Según la portada del referido diario, la palabra Zulia aparece con s.


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compañeros de generación. Baralt describe con humor los temas más candentes para los periódicos, con alusiones agudas y claras – el conocimiento político, la inmigración, el ejército, las milicias, la literatura, la educación,.. procura “hacer las criticas generales, emboscadas en la chanza y la ironía” como lo aconsejaba Larra, principio que se repetía en los artículos costumbristas que escribe en Caracas”3. Cabe destacar que la mayoría de sus escritos en Caracas son publicados en La Guirnalda, la revista de José Luis Ramos, El Correo de Caracas, el periódico de Cagigal y en el Liberal de José María Rojas. Los artículos de costumbres que hoy publicamos, a través de ésta antología, indican la pluma de un escritor consumado, aunque escribiera con seudónimo A.A.A, muy al gusto de la época. El estilo de la prosa y los temas seleccionados vinculan a Baralt con el clima romántico de su tiempo de manera que los caracteres de su obra reflejan ,sin duda, el nivel de formación que tenía: el mismo lo reseña cuando se cataloga como un lector insaciable, que gracias a un gran instinto del lenguaje llega a ser un profundo conocedor del idioma y de sus recursos expresivos. Al sucederse la Revolución de las Reformas en 1835, peleó contra Santiago Mariño, su antiguo jefe, y fue ascendido a Capitán de Artillería, pero decidió dejar las armas y dedicarse a escribir. Tambien en Caracas se casa con la dama caraqueña Teresa Manrique; de esta unión nace su segunda hija Manuela Luisa Baralt Manrique, en 1833. En 1839 el General José Antonio Páez encarga al Coronel Agustín Codazzi elaborar la cartografía nacional; Codazzi conociendo las cualidades de Baralt lo invita a colaborar con él y le propone que escriba un resumen de la historia de Venezuela. Baralt acepta y para la redacción de dicho trabajo solicitó la cooperación de Ramón Díaz Flores; el trabajo inicia y se publica en París alrededor de 1841. En agosto del mismo año se encontraba de regreso y para el mes de septiembre comienzan a circular en el país mapas, atlas y un resumen de Historia de Venezuela escrito en prosa magistral por el consagrado escritor. 3

Pedro Grases. Estudio Preliminar que antecede al tomo V de las obras completas de Rafael María Baralt publicadas por LUZ en 1965. Pág. 18-19


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Indudablemente la prosa del resumen de Historia de Venezuela, escrita a los treinta años de edad, es testimonio irrefutable de que en la persona de Baralt el escritor y el estilista están ya formados. De todas sus producciones posteriores se le puede comparar únicamente la prosa del Discurso de incorporación a la Academia Española de 1853, redactado en el momento de plenitud del escritor4. Con relación a lo descrito Pedro Grases afirma: “el giro sintáctico, la riqueza de vocabulario, la ordenación del pensamiento y del lenguaje, la corrección del período, la brillantez de la imagen, todos los rasgos personales de la prosa maestra de Rafael María Baralt están en el Resumen de Historia. No será superado su estilo después de 1840.”5 Por otro lado, el poeta Rafael Yepes Trujillo complementa esta apreciación de Grases comentando que el autor logra, en el texto histórico, sincronizar altos niveles de pedagogía, de narrativa y de dialéctica, que dan a la obra tonalidades de excepción de manera que “vierte la riqueza de su prosa, y viste de armonía, de heroicidad o de grandeza, la ferocidad de las hazañas, la tristeza de las derrotas o la alegría de las victorias”; en otras palabras, Baralt logra una amalgama de arte, filosofía y realidad, que eleva la obra de los planos comunes, y la coloca en la categoría de doctrina educativa y reveladora de todo el fulgor de una epopeya. Sin embargo, las pasiones políticas imperantes en la época rebotan contra aquel monumento de sobriedad, de sabiduría y de justeza con que ha escrito su historia. Los ánimos se vuelven contra Baralt. Él habla del “crimen” que ha cometido al escribir con pluma recia y veraz, la Historia de su Patria, y luego de hondas reflexiones decide irse a vivir a España, en donde vislumbra un amplio escenario para sus actividades de escritor.6 Casualmente y durante ese mismo mes un nuevo encargo del General Páez lo obliga a alejarse nuevamente de Venezuela; esta vez se dirige a Inglaterra con la responsabilidad de buscar información que permita esclarecer los límites fronterizos entre El discurso se encuentra presente en la Antología. Pedro Grases. Estudio Preliminar que antecede al tomo V de las obras completas de Rafael María Baralt publicadas por LUZ en 1965. Pág. 23 6 Para puntualizar sobre lo sucedido a raíz de su publicación del Resumen de Historia de Venezuela y sus consecuencias se recomienda el ensayo de Jorge Vidovic denominado “Rafael María Baralt y su aporte a la historiografía venezolana” Publicado en “Rafael María Baralt Vida y Pensamiento” Ediciones de la Unermb 2011. 4 5


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su país y la Guyana Inglesa. El encargo diplomático lo termina con satisfacción y diligentemente, pero paradójicamente decide quedarse en Europa; de Inglaterra se traslada a España, estableciéndose en Sevilla hasta 1845. En Sevilla comienza a escribir sonetos e incursiona con poemas en versos; sin duda, Baralt fue uno de los escritores americanos que ha exteriorizado más, y en mejor forma, la angustia de la patria lejana y el presentimiento de no volver a ella. “El Viajero” y “Adiós a la Patria” son exponentes del estado anímico del poeta. Y del prosista, basta este fragmento: “¡Salve, tierra de mis padres, tierra mía, tierra de mis hijos!”. En esta forma de su poesía entra con más vigor su erudición y el conocimiento del idioma en el dominio del verso. Es más que evidente que el mundo poético de Baralt lo constituye de manera especial dos tópicos de innegable trascendencia como son los temas religiosos y los temas patrióticos, a cada uno de estos tópicos están consagrados buena parte de sus mejores sonetos y odas que lejos de estrechar su horizonte poético ni de caer en una monotonía le permiten crear un conjunto de composiciones de sorprendente variedad y calidad. Por otro lado, sus epigramas son como documentos íntimos y casi autobiográficos pues expresan realidades amargas que el poeta experimentó; de ahí, que en la mayor parte de los casos los escriba de manera ingeniosa y punzante. Paralelamente con los epigramas se hallan los madrigales; en unos y en otros Baralt desarrollar una metáfora, y luego en los versos finales prefiere pasar del símil a la realidad buscada. En este sentido señala uno de sus estudiosos que “esta especie de lirica casi en desuso, tal vez parezca a los lectores de hoy un poco convencional y rebuscada. Pero adviértase que siendo todavía en tiempo de Baralt moneda corriente en buena poesía, sus madrigales son, por la finura de expresión, agilidad del verso y modo lirico de concluirlos, equiparables a los de los buenos poetas de entonces”7

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Tomado del estudio preliminar hecho por Pedro Pablo Barnola al tomo IV de sus obras completas publicadas por La Universidad del Zulia en el año 1964. Pag.52


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Las actividades políticas y periodísticas que asumiera en Madrid a partir de 1845 no le impidieron seguir dedicándose a sus temas literarios: poesía y crítica. A esta época pertenecen la mayor parte de sus poemas extensos, las odas, de las cuales la que logró más resonancia fue la oda a Cristóbal colon, premiada en 1849 en el concurso abierto por el Liceo de Madrid. En Madrid; sería periodista, escritor, poeta y crítico literario. Escribió en El Tiempo, El Siglo, El Espectador, El Clamor Público, El Siglo Pintoresco y el Semanario Pintoresco Español. Publicó la Antología Española, Programas Políticos con Nemesio Fernández Cuesta, la Historia de las Cortes, Libertad de Imprenta, Lo pasado y lo presente, La Europa de 1849 y la Biografía del Pbro. D. Joaquín Lorenzo Villanueva. A pesar de esto, según opinión de algunos escritores, los artículos periodísticos sobre temas políticos que publica en España no alcanzan la rotundidad ni la belleza de la prosa del Resumen de historia pues son naturalmente, escritos de periódico, redactados con la premura implícita del oficio. A pesar de esta afirmación; el año de 1849 representa uno de los períodos de mayor producción ensayística y literaria, pues se dedica a escribir sobre ideología y política en periódicos de Madrid y cuya síntesis está representada por la publicación en 1849 de dos libros titulados “Escritos Políticos” y “Libertad de Imprenta”. Sobre su pensamiento político, habría que añadir que no dejó de ser liberal; desde ahí, buscó dar respuestas a los problemas que caracterizaban a las sociedades americanas y europeas, especialmente reflexionó sobre los problemas políticos y sociales de su época, lo que representa una importante contribución al pensamiento filosófico latinoamericano. En torno a su pensamiento político, hay que aclarar que si bien Baralt estaba identificado con el pensamiento liberal, en sus escritos se observa cierta tendencia a reconocer y aprobar un modelo socialista. Cabe mencionar, en este sentido, el planteamiento de uno de sus estudiosos en ésta área: el Dr. Johan Méndez Reyes quien; al plantearse dicha interrogante, afirma: “A pesar de estar influenciado por los socialistas utópicos y los anarquistas, el socialismo con el que Baralt se identificó fue el de los cam-


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bios graduales o un socialismo reformista (…) Apostando a la construcción de una sociedad más justa sin la mediación de la fuerza o estallido social, no se mostró partidario de la lucha de clases, aunque consideraba de vital importancia la igualdad de derechos entre éstas, esto lo aleja del marxismo y del socialismo científico, y lo acerca más a los liberales progresistas”8 Entre otros logros literarios para 1849 se encuentra el haber obtenido un resonante triunfo en el Liceo de Madrid con su Oda a Cristóbal Colón (1849), mientras emprendió una obra de gran aliento, el diccionario matriz de la lengua castellana. Éste esfuerzo le permitió ser elegido unánimemente, como el primer americano, para ocupar un sillón en la Real Academia de la Lengua (1853), donde sustituyó a Juan Donoso Cortés, Marqués de Valdegamas. La recepción de Baralt fue el 27 de noviembre del mismo año, con un magnífico discurso, el cual fue considerado por Marcelino Menéndez y Pelayo, como la obra maestra de Baralt; razón por la cual, lo incorporamos en la antología. De sus trabajos de crítica literaria es notable el discurso pronunciado en el Ateneo de Madrid, en enero de 1847, sobre Chateaubriand y sus obras, publicado luego con todos los honores; tambien se incorporan otros escritos como: El Carácter Nacional ,el temor de la muerte, Certamen Poético del Liceo, Sobre la literatura criolla y por supuesto su escrito más emblemático el Discurso de recepción pronunciado en la Real Academia Española en 1853. Definitivamente el prestigio de Baralt se afianzará en los difíciles círculos literarios y políticos de Madrid como periodista doctrinal y como escritor en prosa y verso, alcanzara entre los años de 1849 y 1850 su mayor renombre. Son, sin duda; los años más fecundos de su empresa literaria. Su fama de escritor talentoso y su reconocimiento como integrante de la Real Academia Española, le granjearon el afecto de la Reina Isabel II hasta el punto de permitirle acceder al 8

Tomado de parte de las conclusiones hechas por el Dr. Johan Méndez Reyes en su ensayo “Liberalismo y socialismo en Rafael María Baralt”. En Rafael María Baralt “Vida y Pensamiento”. Compilación hecha por Jorge Vidovic. Fondo Editorial de la UNERMB. Maracaibo 2011. Pág 17


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cargo de Administrador de la Imprenta Nacional, Director de la Gaceta de Madrid y Comendador de la Real Orden de Carlos III, con dispensa del pago de derechos; cargos que asumió de manera diligente hasta el año de 1857. En el año 1854, la República Dominicana, patria de la madre de Baralt, lo designa como Ministro Plenipotenciario en España para que actúe como mediador entre esa República y la Madre Patria. Tres años después se presentaron ciertas contrariedades a raíz de un encargo diplomático hecho a Baralt quien actuaba como mediador entre ambas naciones; por circunstancias políticas es violada su correspondencia oficial, cuando se discute la interpretación de un tratado; sus opiniones sobre personalidades españolas, ventiladas a la luz pública, hacen que España lo desconozca como embajador y lo priva de sus cargos políticos en 1857. Este aciago acontecimiento en su vida le dejan cesante, humillado y con un juicio por traición. Aunque la sentencia fue absolutoria, su moral queda deshecha y todo ello apresuró su fallecimiento, el 4 de enero de 1860, a los 49 años y medio de edad. Hubo duelo en Madrid y en Venezuela, y también en Santo Domingo, nación a la que donó su biblioteca. Para colmo, sus restos se extraviaron y tuvieron que transcurrir 122 años para su regreso a la Patria, aunque el Senado de la República le había concedido los honores del Panteón Nacional desde el 10 de julio de 1943 y sólo, el 24 de noviembre de 1982 logra hacerlo cuando son encontrados sus restos. A pesar del poco tiempo de su existencia física, creó un estilo propio y nos dejó obras que le acreditan como maestro de la lengua castellana. En los últimos años de su vida —desde España—, Baralt tiene voz de continente. Es el alma de América, hablando desde Europa en cátedras de sociología y de humanidad; es el maestro, en toda la plenitud de su mensaje. Habla, escribe, piensa, y sus ideas, grandes y signadas de eternidad, ruedan, por sobre el filo de su época hasta alcanzar el germen de los siglos. Sus obras aún son consultadas por lectores que quieren profundizar en el mundo de la historia, la filología, la poesía o simplemente por aquellos que estudian la historia de las ideas políticas en Venezuela y Europa.


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Finalmente, comulgamos con otro de sus estudiosos, el Dr. Reyber Parra, quien al referirlo señala que Baralt “dio todo lo que pudo, y al hacerlo no desperdició tiempo. Su obra escrita es testigo de ello, a lo que habría que añadir el cúmulo de responsabilidades administrativas, políticas y diplomáticas que asumiera en forma diligente y responsable. Baralt no cejó en su empeño de llevar a término una meta de gran importancia en su proyecto de vida: insertarse en el principal foco cultural del mundo hispanoamericano, en España, con la intención de crecer como intelectual y poner a disposición de la patria grande, Hispanoamérica, lo mejor de sí mismo: su pensamiento progresista y al mismo tiempo moderado; su anhelo de igualdad, de libertad y de civilización; sus ganas de conservar y enriquecer la herencia hispana, es decir, de prolongar en el tiempo todo aquello que debía unir indefectiblemente a España con las nacientes repúblicas de América: un idioma, una fe, una historia, en una palabra: la cultura”9.

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Jorge Vidovic Coordinador del CESHC-UNERMB

Parte del prólogo de Reyber Parra. En: Rafael María Baralt. Discurso de incorporación en la Real Academia Española. Maracaibo: Universidad del Zulia, 2010.


Presentación La antología que hoy colocamos a su disposición recoge parte de los escritos literarios de Rafael María Baralt: historiador y polígrafo venezolano cuya obra literaria se hace prolija entre 1830 y 1860. Cabe destacar que desde muy joven comienza a escribir de manera que ya a los diecinueve años de edad lo encontramos como editor principal del Patriota del Sulia10 y con una publicación sobre los Documentos Militares y Políticos de la Campaña de Occidente dirigida por Santiago Mariño (1830). Con estas publicaciones demuestra su capacidad literaria y da a conocer sus dotes de escritor en la Maracaibo del Siglo XIX. Sin embargo, y así lo consideran la mayoría de los estudiosos de la obra baraltiana, es más que notable que los escritos de mayor riqueza literaria se publican en la capital caraqueña a partir de 1830 y a raíz de su incorporación a la Sociedad Económica de Amigos del País, como se sabe, la cuna de la intelectualidad de aquella época. De su estancia en la ciudad capital se reproduce parte de sus escritos en prosa literaria, algunos artículos de costumbres y algunos fragmentos de su prosa histórica extraídos de su Resumen de Historia Antigua y Moderna de Venezuela publicados por Baralt en 1841. Igualmente se presenta un ensayo que aparece inmerso en su Resumen de Historia denominado Carácter Nacional. Como ya se dijo estos primeros escritos hacen referencia a la estadía de Baralt en la capital caraqueña. Cuando el escritor se traslada a España comienza a publicar buena parte de su poesía y a hacer críticas literarias; entre las más reconocidas se encuentran las de Chateaubriand y sus obras, El temor de la muerte, García Quevedo y otros, Sobre la literatura criolla, Carta-prólogo a Caramurú. Sin embargo, su escrito de mayor envergadura y crítica literaria fue el discurso de recepción que pronunciara en la Real Academia de la Lengua Española en 1853. Estos escritos forman parte de lo que en nuestra compilación hemos denominado Críticas literarias.

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En el referido periódico, la palabra Zulia aparece con S.


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En España, su escritura se hace más abundante y de reconocida calidad; para ese momento, escribe versos con predominio en los Sonetos, Madrigales, Odas y Epigramas. Sobre sus versos se reproducen los más conocidos y de mayor calidad literaria. Desde el punto de vista filológico Baralt publica un sinnúmero de trabajos gramaticales que le brindan grandes reconocimientos, entre éstos cabe mencionar el Prospecto de Diccionario Matriz de la Lengua Castellana, obra iniciada a partir de 1850 pero inconclusa, y su famoso Diccionario de Galicismos publicado en 1855; paralelamente y de igual calidad son sus escritos políticos distribuidos en varios periódicos españoles y que el mismo autor quiso reunir bajo los títulos Libertad de Imprenta y Escritos Políticos, en 1849. En este sentido, se hace necesario aclarar que para los efectos de la presente compilación estos trabajos no han sido incorporados porque ameritan de una publicación por separado; razón por la cual sólo se seleccionaron los escritos literarios por considerarlos de mayor calidad y riqueza tanto en prosa como en verso. Finalmente, confesamos que la mayoría de las transcripciones del presente volumen fueron tomadas de las Obras completas de Rafael María Baralt publicadas por la Universidad del Zulia entre los años 1960 y 1972; en este sentido, y en nombre de la UNERMB agradecemos el esfuerzo y dedicación que un grupo de intelectuales, nacionales y extranjeros, prestaron en un determinado momento, para consolidar las referidas obras completas; nos referimos a los escritores: Pedro Grases, Pedro Pablo Barnola, María Rosa Alonso, José Ramón Ayala, Agustín Millares Carlo, Augusto Mijares, Ramón Díaz Sánchez, entre otros.11 Sin sus esfuerzos y dedicación al estudio de la obra baraltiana esta compilación no hubiese sido posible, de modo que este trabajo no es más que la extensión de su esfuerzo para darlo a conocer a las nuevas generaciones. A todos ellos, gracias.

Para puntualizar sobre los autores y sus escritos se recomienda la compilación: Rafael María Baralt “Vida y Pensamiento” Compilación hecha por Jorge Vidovic y publicada por el Fondo Editorial de la UNERMB. Maracaibo 2011.

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PROSA



PROSA LITERARIA



ADOLFO Y MARÍA* Y hasta es bella, marchitada hasta es noble, delincuente. RIBOT

La Parada En un hermoso día de abril se reunieron en un campo abierto fuera de V***, ciudad de España, los cinco mil hombres que componían la división de vanguardia. Estaba destinado este día por el general para distribuir las recompensas debidas a los valientes que se habían distinguido en la última campaña; y en tan crecido número de veteranos, quizá no existía uno cuyo corazón no palpitara con bien fundada esperanza de obtenerlas; que entre nosotros es vulgar la gloria y el heroísmo habitual. Entre tantos hechos gloriosos, entre tantos prodigios del valor francés ¿cuál hecho, cuál prodigio se proclamaría el primero delante de aquellos hombres, jueces hábiles de las acciones marciales; de esos hombres que veían hermosa la muerte más terrible, con tal que les abriese el camino de la gloria, y que amaban la fama de los altos hechos como se ama en la juventud la beldad y en la vejez la vida? Las espesas y numerosas columnas del ejército se desplegaron con orden y presteza admirables, formando en seguida un espacioso cuadro. De repente, dejó de oírse el choque de los fusiles y el crujido de las cureñas; las pisadas compasadas de los caballos, los clarines, los timbales. Todo movimiento cesó; y el silencio profundo que sucede a aquellas armonías guerreras hubiera hecho creer que un arte sobrenatural había dado a hombres y brutos la inmovilidad de las estatuas. Bello era y pavoroso aquel silencio. Así callan los vientos un momento antes * Se publicó por primera vez en Correo de Caracas, Nº 14, Caracas, 9 de abril de 1839. (Nota de P. G.). Tomado de Rafael María Baralt. Estudios Literarios y Correspondencia. Ediciones de la Universidad del Zulia tomo V edición de 1965: Pág. 79-84.


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de hacer oír su horrísono bramido en los abismos del Océano; así callan los hombres en aquel instante de tremenda congoja, que precede a la voz del combate o a la señal del suplicio. —“Jefes, oficiales y soldados”, —así dijo el general—, “satisfecho y complacido el Emperador de vuestra conducta en esta guerra, os apellida, como siempre, los primeros en el mérito y en los peligros”. Aquí la voz fuerte, clara y sonora del general, tan entera en las batallas, se turba de improviso; sus labios tiemblan al pronunciar las últimas palabras, y el noble orgullo que le inspira el merecido elogio, hace empalidecer su rostro varonil. Y hubierais visto entonces aquella multitud, al parecer tan insensible, agitarse en su puesto, semejante a una inmensa muralla mecida sobre sus cimientos y poseída de general e irresistible inspiración lanzar al aire, al sonido de las encontradas bayonetas, el grito tremendo “¡Viva el Emperador!” “¡Viva la Francia!”, grito que fue siempre el de nuestras alegrías y conflictos marciales; grito que jamás oyeron nuestros enemigos sin pensar en la última hora; pero que hoy no se oye, porque no siempre los hombres de la gloria son los de la fortuna. Vuelto a las filas el interrumpido silencio: –“Amigos” –continuó nuestro jefe, “en vuestra promoción a los ascensos a que tenéis derecho por escala rigurosa, lo cual se os dará a conocer por los jefes de los cuerpos, veréis que el gobierno del Emperador no ha olvidado la justicia a que sois acreedores; y bien que muchos hechos de armas gloriosos hayan llamado su atención, se reserva, dice, recompensarlos dignamente en la revista general de Madrid, cuando pacificado el territorio del imperio, hayáis castigado la soberbia española. Sólo un hecho entre tantos como habéis ofrecido a la admiración de la Francia y del mundo, ha juzgado necesario premiar antes. Este hecho, que vosotros conocéis y apreciáis, es una hoja de vuestro laurel marcial, un nuevo trofeo con que la vanguardia del ejército francés adorna su carrera triunfal; y su recompensa honor vuestro es y de la patria. Yo declaro en nombre del Emperador que nueve heridas recibidas consecutivamente en una batalla, por armas blancas cinco de ellas en desigual recio conflicto, han hecho obtener al capitán Adolfo Alejo de Carignan el gra-


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do de comandante de escuadrón y la gran cruz de la Legión de Honor”. No es la envidia el vicio del guerrero, y si lo fuera, Adolfo de Carignan no la hubiera inspirado a ninguno de sus compañeros de armas; su mérito era de aquellos méritos raros en dicha y perfección, que si bien privan a quien le conoce de toda esperanza de oscurecerlos superándolo, inspiran sin embargo una necesidad de admiración y de amor. Entre mil hombres le hubierais podido distinguir, menos por su talla elevada, erguida y fuerte; menos por la sorprendente belleza de sus facciones, que por la franca y noble gracia de sus modales y la expresión indefinible de hechizo y embeleso que reinaba en su fisonomía. Al ver la superioridad que ejercía, sin pretenderlo, sobre cuantos le rodeaban y a que sin resistencia cedía el jefe, el igual, el inferior, un extranjero hubiera podido preguntar ¿es posible que tan joven mande este hombre a estos hombres? Y en medio del fuego de las batallas, cuando más rápido que el viento, más terrible que el rayo, desbarataba los cuadros enemigos y destruía sus baterías, habría parecido a quien siguiera sus movimientos un genio de exterminio y de muerte, si más tarde, en la calma del triunfo, no le viera en medio de heridos y prisioneros, semejante al ángel de la consolación y la beneficencia. Hablara en el consejo, o en la sociedad, o en el desahogo de la íntima confianza; alentara en el conflicto el ánimo vacilante del soldado o sin distinción de amigos y contrarios, prodigara a unos y otros el tesoro de su sensibilidad, el inagotable raudal de sus consuelos; el poder de aquel hombre era el mismo: imponderable, irresistible. Ni la beldad sobre el fuego volcánico de la juventud; ni un padre sobre el corazón de hijo sumiso; ni el mandatario sobre la prosternada y envilecida ambición del palaciego, tuvieron nunca el influjo que el valor, la inteligencia y la bondad de este hombre prodigioso, alcanzaran sobre el joven y el anciano, en la sociedad, en las tiendas y en el seno de su familia; sin otros medios que el prestigio de su sonrisa y la magia celestial de sus acentos. ¡Ay! Adolfo era el más hermoso, el más valiente, el mejor hijo de la Francia. Cuando proclamado su nombre delante de tantos héroes, presentaron estos sus armas en acatamiento al


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nuevo dignatario de la Legión de Honor: cuando los oficiales, salidos de las filas, saludaban al glorioso mancebo, que arrodillado recibía del general la insignia de la brillante y reverenciada orden; no hubo quizá entre aquella multitud un corazón a quien su gloria y su fortuna amargaran y que de sentimiento gimiera.

La Entrevista —Adolfo, ¡tiemblo de verte aquí! Mi padre estará muy pronto de vuelta del ejército. Sepárase un instante de las filas para abrazar a su cara hija, su único amor después del de la patria, por cuya libertad dieron su sangre mis hermanos; así me dice el secreto mensaje. Y, ¡ay de mí!, su hija impura, envilecida, más esclava que España, arrastra sin resistencia una cadena de ignominia; y perdido el pudor, viciada el alma, ni tiene valor para gemir, ni sabe indignarse, ni le sería posible arrepentirse ¡Oh, padre! más cruel he sido contigo que tus enemigos. Contra todo su poder no rindieron mis hermanos más que la preciosa vida, y yo… desarmados los dejé penetrar en tu hogar y les entregué sin combate lo que quedaba de vida y honor en el último de tus hijos. ¡Y luego me llamarás, en la efusión de tu cariño, ignorante de mi traición, apoyo y gloria de tus días ancianos! ¡Y me dirás, como acostumbras, última y preciosa vena de tu ilustre sangre, cuando esa sangre, gangrenada en mi corazón, no circula sino para dar testimonio de tu vilipendio! — ¡María! ¡María! –dijo el amante tristemente, tomándola una mano y llevándola a su pecho–; no maldigas nuestro amor; justificado por nuestra fe delante del cielo, muy pronto quizá podremos legitimarlo ante los hombres. ¡Espera!, y un día vendrá en que, a la sombra de tu padre, de él me llame hijo, de ti esposo. ¡Ama!, que el amor no es un delito sino para quien no lo siente en el corazón; ¿qué existencia será enteramente desgraciada si el amor la anima y la embellece la esperanza? Más pronto de lo que te es dado conocerlo, los destinos de la Francia, unidos a los de la noble España, nos permitirán llamarnos hermanos. ¡Día feliz será por cierto aquel en que pacificado este


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bello territorio, reciba de tu heroico padre el ósculo de paz, que debe preceder a nuestra unión! —¡Unión cifrada en la esclavitud de España! ¡No, no sea! ¡Perezca mil veces el amor que me consume, y el tuyo que me alienta, y la vida que sólo a él he consagrado, antes que mi patria, uncida al carro de inicuos triunfos, de reina pase a ser esclava; antes que un aventurero profane el solio de nuestros reyes y cubra el trono de Fernando el Católico con el manto que huella la sangre del Rey mártir! ¿Día feliz llamas ese? ¡No, día aciago seria, pálida y tenebrosa claridad del infierno, cuyos reflejos harían visible la virtud aniquilada de un pueblo y la perfidia victoriosa de un hombre! ¿Y para qué sino para impedir que se contara entre los días tristes de España, osaron tanto sus heroicos hijos y tantos murieron? Y mi familia, rica en hombres, en valor y lustre, quedará reducida a esta triste mujer y al pobre anciano que a tanta pena reservó la fortuna? ¿Y crees tú que ese padre, orgulloso con el sacrificio que a su patria hicieron sus hijos; que ese hombre fuerte, entusiasta y patriota, que redobla su amor a la tierra que le vio nacer a medida que se empapa en su propia sangre, consintiera en verme esposa de un francés, el mismo día en que a la faz del mundo se proclamase el vasallaje de España? ¡No, amigo! ¡No hay esperanza para la pobre seducida! Morirá con ella su amor y su vergüenza y no podrá decir: me han engañado. Ni vivirá para justificarse ante los hombres, y llevará al sepulcro la maldición de un padre y la execración de sus conciudadanos. Nadie perdonará a la desgraciada que sin respeto a su sangre, a su nacimiento, a su familia, sacrificó a un francés su honor y vida. Y cuando te vi y te amé; y cuando de mi te hice dueño, lo sabía; víctima voluntaria, quizá gozosa, me sometí al destino que a ti me ligaba. Ni huí, ni combatí: un impulso irresistible, un impulso de muerte, me arrastraba hacia ti: ¿qué hubiera valido resistir? Mi sangre española segundó el fallo de la suerte: tu mérito justificó a mis ojos los sofismas del sentimiento y resolví amarte aunque muriera. Todo está ya cumplido ¡oh amigo mío! La presencia aterradora del justo viene a hacer sentir a mi alma los furores del remordimiento sin resignación; y a tu próxima partida sucederá el hielo del sepulcro.


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Vivamente agitado el guerrero, estrechó a María entre sus brazos, y ella conmovida le llamó dulcemente: ¡Adolfo! ¡Adolfo! Y este apagado y tierno grito del amor era el tremendo llamamiento de la eternidad, cuya luz sucedió en breve a las tinieblas que ocultaran aquella noche los últimos delirios de sus amores. A la mañana siguiente apareció en la puerta de la casa del Marqués A.*** un cartelón fijado en ella con un puñal ensangrentado. He aquí su contenido: “¿Veis esa sangre, franceses? Esa es la sangre de mi hija y la del ídolo que ayer ensalzabais por sus triunfos contra España. Ahora triunfa de él la muerte; y el que hace poco se levantaba entre las fieras, orgulloso de excederlas en saña y crueldad, yace por tierra al lado de una débil mujer ¡Distinguid su sangre, si podéis, de la de su víctima infeliz! ¿Cuál será la del fuerte, cuál la del débil? ¡En vano! Sangre de seductor y de seducida; toda es una. »No es a vosotros, perpetradores de todos los crímenes, a quienes hablo en este momento. Yo quiero hablar a los hombres justos y sensibles de todas las naciones. »Buscando un instante de desahogo a las fatigas de la guerra, venía como enemigo al lugar de mi nacimiento, oculto, rodeado de precauciones; y cuando con misterio penetré en mi hogar, guiado, sin duda, por un espíritu del Averno, vi… el último extremo de mi desdicha y mi ignominia. ¡Ira de honor ultrajado, fuego de justiciera venganza, vosotros impedisteis que mi triste vida, a impulsos de tan acerba pena acabara!... Yo recuerdo que en aquel instante se oscurecieron mis ojos y un brazo de hierro detuvo en alto el mío, ya levantado para herir. –¡Bárbaro!, detente–, me gritó una voz fuerte; y la voz dulce y suplicante de mi hija oí también que me decía: –¡Piedad! ¡Piedad!– Mi corazón estaba despedazado; era una llaga viva: tormento inexplicable trastornaba mi razón, y actividad nunca sentida comunicaba a mis cansados miembros fuerzas de gigante. La lámpara moribunda que alumbraba esta escena, lanzó entonces un resplandor que me hizo ver a mi enemigo: y


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el infierno se hubiera opuesto en vano a mi venganza. El brazo que me detenía cedió al impulso del mío; el puñal descendió y quedó sepultado en un corazón que al morir suspiró. Entonces la voz del hombre que yo creía haber inmolado a mi justo furor, hirió en mis oídos como un trueno horrible: –¡Víctima generosa que a mi salud te sacrificas, juntos moriremos! ¡Espera!– Así dijo, y abrazando el cuerpo inanimado de su amante, sacó el acero de su seno, e hirió el suyo y cayó…, sin lanzar un gemido que me revelara su agonía. La luz se apagó cuando yo extraía de su pecho el instrumento que guió el destino a involuntario parricidio. »Yo le lego a vosotros que habéis dejado huérfana mi existencia, solitario y deshonrado el techo de mis padres. ¡Él atestigüe vuestras iniquidades y busque en cada uno de vuestros corazones, el camino que le enseñó la mano del que me condena a perpetuo dolor!” Adolfo no existía. Un día había pasado apenas después de su triunfo, cuando el cañón, tronando a intervalos, anunciaba que el bello, el valeroso Adolfo estaba en posesión de los arreos del sepulcro y en él gozaba del único reposo que los hombres no envidian a sus semejantes. Así jugó con él y con su gloria la fortuna; así presagió, la inconstante, el abatimiento de nuestras águilas, en la tierra que vio triunfante al Moro vagabundo, en tanto que aparejaba a los siglos en ti, ¡oh!, Santa Elena, el ejemplo más colosal de sus vicisitudes. A. A. A.


IDILIOS* I

La Declaración Era una hermosa tarde; era aquella hora en que el sol al ocultarse tiñe de mil colores el cielo; hora de religioso encanto en que vaga melancólico el pensamiento y siente el corazón indefinible ternura. Dejábanse ver azules, casi sin perfiles, las lejanas montañas por entre un vapor blanquecino que como velo transparente las cubría. El soplo errante de la brisa mecía las copas de los árboles y silbaba blandamente entre el ramaje, donde brillaba y desaparecía y tornaba a brillar por instantes la luz fosfórica del cocuyo. El canto triste de algunas aves se mezclaba al estridor prolongado del grillo: la grey, mugiendo, con paso perezoso se acercaba al redil, y los pastores la abandonaban de vez en cuando por detenerse a escuchar las apagadas vibraciones de una lejana armonía. Damis y Emira bajaban en aquel instante al valle entretenidos en dulcísimo coloquio. —Hoy puedo hablarte, pastora: tal vez porque en la estrechura en que a ti me reuní, no podías evitar mi encuentro con la facilidad con que sueles hacerlo en la llanura. Huyes de mí, Emira, y yo te busco como busca trébol el ganado, y el extraviado corderillo a su afligida madre. Huyes de mí, Emira, que te amo como ama el colibrí el cáliz de las flores y como aman las flores la luz y la frescura de la mañana. ¡Feliz el que posea tu cariño, zagala amable, porque el contento morará en su pecho! ¡Desgraciado de mí que lloro tu desprecio! —¿A cuántas zagalas has hecho, Damis, la relación que a mí me estás haciendo? La habrá oído sin duda Ida la hermosa para quien tienen tanto atractivo tus canciones; y la altanera Nise a quien ablandan los sonidos de tu flauta, y Meri, la remilgada y lánguida Meri, que ostentaba ayer una guirnalda de rosas cogi* Se publicaron inicialmente en La Guirnalda, Caracas, julio y agosto de 1839, Nos. 1, 2 y 3. Han tenido numerosas reimpresiones. (Nota de P. G.) Tomado de Rafael María Baralt. Estudios Literarios y Correspondencia. Ediciones de la Universidad del Zulia 1965: Pág. 85-93.


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das por tu mano en la cañada. Habla a ellas de tu amor, sensible Damis, que yo no cambio mi libertad ni mi alegría por mentirosas palabras. —¡Testigo me es el cielo de que no merezco lo que has dicho, zagala! El otro día disputaban dos pastores el premio del canto en presencia de mucha gente de la aldea, reunida debajo de la encina grande. Casualmente pasé yo por allí, y al verme se paró el que cantaba, y con él su contrario, y algunos zagales jóvenes me invitaron a cantar para disputar el premio. Ida dijo entonces: –“Canta, Damis, que tu voz es dulce al oído, y conmueve el corazón”. “Y si no, que acompañe a los cantores con su flauta, cuyos sonidos son más suaves que los gorjeos del ruiseñor”, esto dijo Clori. Y yo respondí: “Amigo, ¿cómo puede cantar el que está triste? ¿Cómo puede tocar el que llora? Mucho tiempo hace que mi voz no se ejercita, y bien habéis podido ver mi flauta colgada en una rama del chopo que hace sombra a mi cabaña. No me habléis de canciones ni de juegos, ni de alegres danzas, mientras la que ha robado mi sosiego no lo devuelva a mi afligido pecho”. –“Roguemos a Emira que le ame”, exclamaron, como burlándose de mí, las dos zagales que he nombrado. Y yo, al oír tu nombre, sentí que toda mi sangre se agolpaba al corazón y que mi rostro ardía como un hierro encendido: a todos descubrí de este modo mi secreto. —¿Y la guirnalda de Meri? —Buscaba yo ayer un cabritillo extraviado, cuando vi a Meri cogiendo flores en el rosal silvestre que crece en el borde más escarpado de la cañada. Al divisarla (y no lo hice por huir de ella, sino por no interrumpir mi trabajo) torcí mi camino por una vereda, fingiendo no haberla visto; pero no había andado mucho cuando oí un grito penetrante. Era un grito de Meri a quien había herido una espina al acto de coger una rosa… —¿Y entonces se te olvidó el cabritillo, corriste desolado a ella, y restañaste con solícito cuidado la sangre que corría por su hermosa mano, y la guirnalda, que después ostentaba con tanto orgullo en la pradera, fue puesta por ti sobre sus rubios cabellos?


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—¡No olvide, Emira!, ni corrí, ni besé, si bien es cierto lo demás; pero no sé qué vio ella en mí cuando puse las flores en su frente porque al despedirse exclamó: “Tu cortesía agradezco, gentil Damis, aunque conozco que te duele no haber hecho este obsequio a otra zagala”. Era por ti por quien hablaba de aquel modo, Emira. —¿Por mí? —Por ti, pastora, porque todos saben en la aldea que te amo; lo sabe el bosque a cuya espesura he confiado tantas veces mis pesares; la fuente cuyas ondas puras han refrescado mis ojos, cansado de llorar tu desvío; mi descuidado rebaño; mis flores, que privadas de riego se marchitan; los árboles en que he grabado tu nombre; el día en que te veo tan cruel, y mis sueños, en que a veces te contemplo blanda a mis ruegos. Todos, todos saben de mi amor y mis tormentos. —Y si yo te amo, Emira, ¿por qué tú no has de amarme? ¡Cuán felices seríamos si el amor en suave yugo nos uniera! Para ti reservaría mi voz su melodía; para ti repetirían los ecos los dulces sones de mi campestre flauta; mi mano adornaría tu seno con la primera flor de la primavera, y tuyo sería el primer racimo que en la vid madurara el otoño. Cogeré para ti los pajarillos en las breñas escarpadas o en la elevada cima de las hayas; te haré en los bosques compañía y, cuando el sol nos abrase con sus rayos en la mitad del día, retirado contigo en una fresca sombra, te hablaré de mi amor y leeré el tuyo en tus lindos ojos negros y en tu amable sonrisa. —¡Ámame, Emira! Huérfano al nacer, nunca oí la voz de mi madre, ni me dormí en sus brazos, ni conocí su pecho; mi padre no me sentó jamás sobre sus rodillas, ni tuve hermanos que también me amasen y que jugasen conmigo. Mi primero, mi único amor eres tú, y por eso quizá no hay amor más profundo que el que tengo por ti. ¡Ah! Me parece que en el afecto que hacia ti me arrastra, amo a los hermanos que me negó la Providencia, y a la dulce madre que me dio la vida a costa de la suya, y a mi padre, a cuya frente jamás llegaron mis labios… —Damis, amigo mío, yo también te amo. Cuando tu llorabas mi aparente esquivez, yo, creyéndote inconstante, rogaba al


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cielo que llenase con mi sola imagen tu corazón, bien así como el mío por ti solo y solo para ti respiraba. II

La Tempestad —¿Oyes, Emira, el bramido de la tempestad que todo lo asuela en derredor? ¿Ves los fuegos que surcan la nube y oyes el trueno y a par del trueno el ruido de los estragos que hace el rayo despedido del cielo? En la profunda oscuridad que nos rodea, no puedo verte sino a la luz de los relámpagos, ni me deja oír el grito de tu congoja el grito inmenso de la tempestad; y me parece que solo a nosotros amenaza de muerte, porque estamos solos en medio de las selvas. Pero yo siento que en tu terror has ceñido mi cuerpo con tus brazos y que tu corazón sobresaltado palpita junto al mío. Estréchame más, tu corazón sobresaltado palpita junto al mío. Estréchame más fuerte contra tu seno, Emira, y bendeciré los terrores y los peligros de la tempestad. En breve aparecerá de nuevo el sol, plácido, sereno como un pensamiento de amor divino. Su carro refulgente le llevará triunfador, por la extensión del cielo, y tornará manso y apacible el viento. Y las nubes y los montes y los prados se vestirán de luz pura; y volverá el murmullo del arroyo a acompañar el canto de las aves y la voz misteriosa de los bosques. Oiga yo entonces, ¡oh Emira! Tu armonía en el concierto que las selvas dedican a la gloria del Señor; base tu frente radiosa de alegría; lea en tus ojos que confirman en la bonanza los derechos que me diste en la tormenta; y recordando de donde me viene tanta dicha, bendeciré los terrores y los peligros de la tempestad. ¡Ay! ¿Qué otra cosa es la vida del hombre más que una deshecha borrasca? ¿Y qué serían sin ella su corazón y su inteligencia? Después de una tormenta es más brillante el cielo, más puro el aire, más alegre la campiña: después del obstáculo que retarda la dicha o de la desgracia que de ella nos aleja, más viva y grata la siente el corazón. ¡Cuán sublime es el poder de Dios cuando arma su brazo con la tempestad! Así como él, sublime, aparece la virtud en medio de los combates del vicio. ¡Oh! ¡No


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muera yo con el alma enmohecida a fuerza de gozar dicha perenne! Vea yo azares, lides y privaciones en la vida y con tu amor, Emira, tus enojos; que la quietud me entristece y en el corazón y en la naturaleza me placen, dulce amiga, los terrores y los peligros de la tempestad. —Cesó la tormenta, amado mío: ahora verás como canto el dulce bienestar de los pastores y su inocente vida, y aprenderás conmigo a aborrecer las ciudades. Aquí tienes mi frente: imprime en ella el beso de tu amor… Uno, no más que uno, que mi corazón se ha estremecido al contacto de tus labios. Después que cante, reclinaré mi cabeza sobre tu pecho y te abrazaré como lo hacía no ha mucho, cuando cerrados los ojos y oprimido el pecho buscaba en ti, que eres hombre, un apoyo contra la tormenta. En seguida, amado mío, me enojaré para que te alegres, y si quieres contentarme, me pedirás a mi madre por esposa, cuando duerma sobre sus rodillas. ¡Ah! Si ella te llama su hijo y a ambas nos prometes un amor eterno, bendeciremos como tú, mi dulce amigo, los terrores y los peligros de la tempestad. III

El árbol del buen pastor En la margen de un riachuelo pedregoso cuyo humilde lecho ceñían altas y escarpadas riberas, se levantaba una robusta encina. Lástima daba ver el árbol gigantesco que en la planicie hubiera puesto en las nubes su copada cima, crecer sin gloria en áspero y profundo barranco. ¿De qué servía que sus ramas se extendieran a gran distancia en derredor del tronco? ¿De qué servía que sus flores, desprendidas por el viento, formaran en su pie grata y mullida alfombra? Ningún pastor buscó en su sombra abrigo contra el fuego abrasador del mediodía, ni jamás oyera el tierno departir de dos amantes, ni los alegres sones de las danzas campestres, ni la voz grave y solemne de los ancianos, ora en pastoril concurso el premio adjudicasen del canto, ora en dulce coloquio, ricos de experiencia, corta vida y llena de tormentos predijesen al vicio, larga carrera de paz y de consuelos prometiesen a la virtud. Desde la vereda marcada en el


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borde en la hondonada deshojaban las cabras las ramas extremas de su copa, y hacían fuegos con sus despojos los niños de la aldea; y por eso, si algún extranjero la admiraba a pesar de su humilde posición, los hijos de aquella tierra decían: ¿Cómo puede ser grande el árbol cuyas flores y frutos cogen nuestros hijos pequeñuelos y nuestros rebaños en lo más elevado de su cima? Ostente en mala tierra un bello corazón sus flores, sus frutos de oro un alto ingenio: ¡tronco sin savia perecerán marchitos, avecillas sin nido morirán si canto y sin plumaje, o como tú, bella encina, desconocidos por la ignorancia, vivirán sin lustre entre breñas, sin honor entre abrojos! —Cortemos este árbol inútil, díjose un día Damis, su dueño. Daráme su producto cuando menos dos cabras y una oveja. Aumentaré con las primeras mi rebaño y daré la otra, de flores y cintas, adornada, a Emira bella. Y alegre, ufano con tan feliz idea, pensando en su pastora y cantando, empezó a bajar la pendiente. —“¡Caigan, decía, tus ramas y tu tronco a los repetidos golpes de mi hacha, encina antigua, y envidien tu destino los árboles que en los bosques y praderas descuajan el huracán, o los que viven para resistir sus embates y mueren viejos entre injurias y afrentas! No morirás, no, sin recuerdos, sin gloria. Cuando Emira enlace con sus brazos el albo cuello de mi ovejilla, cuando amorosa acaricie su pulido vellón pensando en mí, entonces bendeciré tu memoria y junto con mi amor la guardaré para siempre en mi pecho”. —“¡Trinad dulcemente, pajarillos que anidáis en su ramaje; soplad vuestro dulce aliento en derredor, auras embalsamadas que dais fresco a su sombra, voz a sus hojas; muera vuestro amigo entre caricias como el niño que del regazo maternal baja al sepulcro!” Así cantó Damis; y acababa apenas, cuando una voz grave y sonora hirió sus oídos. Acercase para ver al que cantaba y reconoció al pastor Cecilio, oráculo de la aldea, honor y gloria de la comarca. Sentado al pie de la encina, reclinada sobre el tronco la venerable cabeza, elevaba al cielo sus ojos ya apagados por la


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edad, puros como su alma bella, dulces y tiernos como su santo corazón, y así decía: —“Yo he visto el fuego consumir las ciudades y abrasar las campiñas; yo he visto la tierra conmovida estremecerse con el fragor y derribar los templos y palacios soberbios y las cabañas humildes; yo he visto las guerras extranjeras y las disensiones intestinas agitar sobre los pueblos sus teas homicidas y apagarlas en sangre; y cuando los niños inocentes jugaban con las piedras de los techos dorados y de las bóvedas santas, cuando los reyes perecían en los suplicios, cuando las naciones se retaban a muerte, vi también, árbol amigo, que el huésped de tu ramaje cantaba alegre y seguro en su guarida, mientras tú crecías, grande y hermoso como los hijos de las selvas, modesto como todo lo que es hermoso y grande”. —“Yo vi tu tronco en su infancia, pequeño aun flexible, crecer con trabajo en pobre tierra; yo te vi solitario y sin apoyo alzar al cielo la frente marchita y sin adorno del huerfanillo abandonado. ¡Bendita sea la mano que protegió tu vida! Yo te vi después fuerte, erguido, feliz, cual si te hubiera conservado una madre, cual si te amara una hermosa; y a proporción que los años han ido deshojando una a una las flores de mi vida, las tuyas nacen más bellas y fragantes cada primavera. ¡Bendita sea la voluntad que te hizo hermoso y el poder que te hizo fuerte, árbol amigo! —“Gústame verte elevar y crecer, joven aún, cuando yo cano y débil desciendo y muero, ¡y ayer no más nací! Cavaré en tu piel mi sepultura y grata sombra a mi lápida humilde darán tus ramas y aceptarás agradecido los últimos amores del que no tuvo en la vida hijos, ni esposa. ¡Vivas mil años y otros mil, encina bella, y conceda el cielo verdor eterno a tus hojas, dichosa libertad al pajarillo que forme su nido en tu ramaje, céfiros blandos a tu copa hermosa, fresca lluvia y tierra amiga a tus raíces! ¡Jamás el cierzo o el ábrego sañudos te marchiten, ni traidor gusano te deseque, royéndote el corazón!”. Así cantó el anciano. Acercándose luego a Damis; —Huérfano, le dijo, conserva el árbol solitario del barranco; él es tu hermano. Ven a mi cabaña. Tuyo será cuanto poseo. Yo os


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adopto, a ti para la corta vida que me resta; a él, para después de la vida. La voluntad de Cecilio fue cumplida. Sus despojos mortales fueron depositados al pie de la encina, que los habitantes de la aldea llamaron después “El árbol del buen pastor”. Es fama que desde entonces gozó la encina de una constante primavera y que una multitud de flores de exquisita fragancia, nacidas espontáneamente, alrededor de la tumba, embalsamaban el aire, sin jamás marchitarse. Decían los pastores que el alma del buen anciano al subir a lo alto había pasado por aquellas flores, comunicándoles una pequeña parte de su perfume divino, y que en el silencio de la noche se oían debajo del árbol suavísimas e inefables armonías, que no eran sino los ecos de su voz celestial.


UN RECUERDO DE LA PATRIA* A la señorita doña Josefa M. Jurado

¿Por qué cuando tu dulce imagen se pinta con colores de rosa en mi memoria, el pecho se me oprime, ¡oh patria! y se arrasan en tiernas lágrimas mis ojos? Entonces me parece que veo tu limpio cielo azul, tus altos montes, tus vastas soledades; o que me abrasan los rayos de tu sol de fuego al mediodía; o que siento y respiro en la alborada el suave aliento de tus auras. Yo he visto, muy distante de ti, otro mundo donde el hombre, rey de la naturaleza y de las artes, ha sometido la una y las otras al imperio de su colosal inteligencia. ¡Mundo de gigantes! Allí se elevan con orgullo al cielo miradas de cúpulas doradas, de obeliscos famosos, de nobles columnas, de templos y palacios: allí las ciudades hierven en lujo y en placeres, realizando las maravillas fabulosas de Tiro y Babilonia; allí los campos, cubiertos de rica mies y de afanado gentío, no contristan al viajero con el desolador aspecto del páramo y del yermo; allí los tronos brillan con deslumbrante resplandor, y los congresos de los sabios dictan al mundo las leyes y consejos del saber humano. Pero tú no tienes sino templos arruinados cubiertos de adusto jaramago, o modestas iglesias de techumbre humilde y triste aspecto. Sobre tu tierra no eleva aun su altiva frente ningún noble monumento: desierto está tu campo, y sin cultivo: paséanse en un día tus más grandes ciudades; y tus seguros puertos de agua transparente, en cuyo fondo se distingue la perla y el coral, no ven sino de tarde en tarde las gentes y bajeles de otros mundos. ¿Qué parecen tus poblados al viajero? Vastos cementerios, encajonados entre montes, o aduares de beduinos en las llanuras. Tú no tienes tronos, ni jamás has visto el boato esplendoroso de los grandes.

* Texto fechado en 1842. Se publicó en El Tiempo, Nº 540, Madrid, 18 de diciembre de 1845. (Nota de P. G.) Tomado de Rafael María Baralt. Estudios Literarios y Correspondencia. Ediciones de la Universidad del Zulia 1965: Pág. 99-101.


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¿Por qué, pues, ¡oh patria! se pinta tu imagen con colores de rosa en mi memoria, y al pensar en ti el pecho se congoja se me oprime, y arrásanse en dulces lágrimas mis ojos? ¿Por qué? Porque en tu suelo conocieron mis padres el amor, y fui yo primero y dulce fruto de su unión: porque mis ojos a la luz de tu cielo y de tu sol se abrieron: porque tú oíste mis tempranos suspiros; y mis lágrimas precursoras ¡ay!, de tantas otras, mejoraron tu regazo; porque hijos tuyos eran también los dulces niños con quienes altivo, alegre, ufano, canté en la aurora de la vida; porque hijas tuyas eran también las tiernas niñas a quienes mi corazón, dormido todavía, pagó el primer tributo de su afecto; flor de amor lozana, pura y olorosa, que libaron después y marchitaron las pasiones. Y cuando el seráfico ensueño de la infancia hubo pasado; cuando las puertas del mundo se abrieron para recibirme; cuando la sociedad me llamó a sus luchas, y las pasiones a su afán, ¿en qué tierra caí? Tú presenciaste, y acaso compadeciste mis derrotas, como, a ser yo más dichoso, hubieras presenciado y aplaudido mis victorias: yo te amo como, pasada la tempestad, ama el viajero con mezcla indefinible de placer y susto, la tabla bienhechora de que Dios se valió para salvarle; te amo por tu piedad y mi arrepentimiento: te amo ahora en la mística tristeza de la expiación, como un día te amé en la alegría mundana y delirante del pecado. Y hoy, que por entre las nubes que el tiempo ha aglomerado en derredor, distingo apenas la cuna de mi vida; hoy que acongojado y azaroso contemplo y palpo las ruinas que esparció la edad liviana; hoy que el tiempo con su poder transformador vicia el cuerpo, despierta la conciencia, y de cada error hace un fanal que alumbra lo pasado sin disipar por eso la oscuridad del porvenir, ¿quién sino tú, después de Dios, es mi esperanza? ¿Qué importa que tu nombre no se registre en la lista de los que el mundo llama grandes? Detrás del poder de esas naciones renombradas, marcha un inmenso cortejo de afligidos ciudadanos cuyos harapos ensucian los armiños y diademas reales: cuya hambre maldice la saciedad del poderoso. Para un


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corto número de elegidos se ha hecho allí el pasto del cuerpo y del alma, la tierra y el cielo; los demás, en número de muchos millones, sirven a esotros como la tierra sirve al arado, el arado al buey, el buey al hombre. Mira sus glorias, ¿qué son sino cruentas vanidades? Mira sus vanidades, ¿de qué sirvieron sino para atraer la humillación que les impuso el extranjero? Y esa prepotencia con tanto afán comprada, de tantas usurpaciones compuesta y tan costoso pueblo ¿qué ha dado a éste por su sangre? Mórbidas formas y artificiosos afeites, aliento corrompido, alma venal… belleza de mujer perdida. Ha tiempo que tú llamas a tus hijos, sin distinción de grandes ni pequeños, a tu banquete maternal, donde el más virtuoso, no el más feliz, es preferido; donde todo para todos es igual; donde nadie insulta a Dios creyéndose mejor que sus hermanos. Tus glorias no consisten en sangrientas conquistas de ajeno territorio, ni en la esclavitud y deshonor de inerme o débil enemigo. Tus conquistas dieron la independencia a medio mundo; crearon cinco naciones, abrieron la más rica tierra que haya formado el cielo a la comunicación e industria de los otros pueblos; y acaso, sirviendo de instrumento a los profundos y misteriosos designios de la Providencia, preparan a la humanidad nuevos destinos. Por precio de su noble sangre, diste a tus hijos libertad; con ella una alma grande y varonil… belleza y virtud del hombre honesto. Tú no tienes, es verdad, suntuosos templos; pero el templo más digno de Dios es el alma pura, y el incienso que en su honor ofrece el justo no ha menester para elevarse que se consuma en incensarios de oro. Ni tampoco cuentas dorados alcázares reales, ni arcos triunfales que remeden los de Roma, ni maravillosos obeliscos de pueblos olvidados. Mas ¿qué a ti, ¡oh, patria!, con esas moles gigantescas de piedra que ni el tiempo ni los hombres respetan, cuando los monumentos que tú ostentas son muy más duraderos y gloriosos? Tus monumentos, allí están en tu historia; allí se eleva hasta el cielo tu columna de triunfo, tu trofeo es la li-


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bertad; y joyas de tu inmortal diadema, entre otras mil, Bolívar, Sucre, Páez, Miranda; varones esforzados con quienes, para protegerla, rodeó tu cuna el cielo amigo. ¡Salve, tierra de mis padres, tierra mía, tierra de mis hijos! Tres generaciones de afectos a ti me unen; y te amo por lo pasado, lo presente y lo futuro, como si a un tiempo fuera niño, joven y anciano: mi amor hacia ti se compone de todos mis amores, y es a un tiempo recuerdo, gratitud, deber y esperanza. ¡Salve, oh, patria! Si más pobre fueras, lo mismo te amaría: si no tuvieras glorias, con orgullo también me llamaría hijo tuyo. ¿Qué es el hombre sin patria? Árbol sin raíz, expósito del mundo, bajel que ve a otro bajel en la inmensidad del Océano; o una ave se encuentra, y con el corazón la saluda, y aquel adiós es el primero y el postrero. ¡Pueda yo volver a verte! Pueda yo derramar aun algunas lágrimas sobre el sepulcro de los que me amaron y no son! Me asusta y desconsuela la idea de morir lejos de ti, sin que la acariciadora mano de los míos cierre mis ojos. ¡Oh! Embriágame una vez todavía la atmósfera embalsamada de tus campos; estreche contra mi seno las prendas queridas de mi amor; véate dichosa, y si necesario fuere para tu bien y el suyo, luego muera. R.M.B.


SEVILLA* Sevilla no es una ciudad de panorama; una de aquellas poblaciones que situadas a manera de anfiteatro sobre la falda de un monte o a la lumbre del agua, descubren al viajero sus desnudas formas, de repente y sin velo. Más modesta la reina de Andalucía, muestra con pudor su belleza en la plana margen de un río, y semejante al gabinete de un anticuario esconde en reducido y poco ordenado recinto los tesoros del arte antiguo y las venerandas ruinas de otros tiempos. Matrona romana, noble y grave; odalisca graciosa y ligera de morisco harem; dama altanera de los feudales tiempos, y equívoca virtud de los presentes, tiene en la forma y en el fondo algo de gentil y musulmán, de gótico y cristiano, de caballeresco y devoto, de marcial y afeminado. Heredera de pueblos y de reyes famosos, ostenta ufana sus reliquias, como prenda de pasados amores. César la ciñó con un muro, temiendo acaso su infidelidad; el árabe galante, esplendoroso y lascivo, colocó en su seno el alcázar, como un beso oriental, perfumado y ardiente. San Fernando partiendo, entre Dios y ella su herencia, dejó, como cristiano, a Dios el alma; a ella, como fiel y valeroso caballero, el cuerpo y la espada. Suyos son los huesos de aquel don Pedro, cuyos abrazos criminales dejaron con frecuencia en su regazo una huella de sangre; suyos también los del más sabio de sus reyes, y la religión misma, anhelando su conquista, le hizo don del templo famoso, que como un heraldo del cielo amonesta sin cesar a la voluble y muelle cortesana. Si por lo que toca a la arqueología es Sevilla un libro abierto, de gran provecho para el historiador y el anticuario, en punto a tradiciones puede con razón ser llamada un copioso romanceros. Aquí cada puerta, calle o sitio tiene su leyenda; los árboles, las fuentes, los arroyos tienen sus historias; de cada piedra surge uno conseja, y la imaginación fecunda, atrevida y * Se publicó por primera vez en La Floresta Andaluza, Sevilla, 4 de abril de 1843. (Nota de P. G.) Tomado de Rafael María Baralt. Estudios Literarios y Correspondencia. Ediciones de la Universidad del Zulia 1965: Pág.103-104.


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poética del pueblo, nutrida con ellas, las evoca como fantasmas de otros tiempos y otros mundos. El amigo de la antigüedad; el hombre a quien Dios hizo el funesto presente de una alma sensible; el que disgustado de la pequeñez y miseria de lo presente busca inspiración, fe y poesía en la grandeza y majestad de lo pasado; o el que, dedicado concienzudamente a los graves estudios, gusta escribir la vida de los pueblos sobre el sepulcro de sus generaciones; esos decimos, hallan en los recuerdos populares de Sevilla pasto para la imaginación, sentimientos para el alma, consejos para el juicio y para el saber lecciones. A la voz poderosa de la imaginación, de la melancolía o de la ciencia, que puede, como la de Cristo, resucitar los muertos, puéblense sus ruinas, hablan como los de Armida sus árboles, conviértanse en hombres como los de Deucalión sus piedras, y en confuso tropel iberos y romanos, árabes y godos, siervos y hombres libres se presentan a contar su vana historia. ¿Qué fue del vencedor? ¿Qué del vencido? ¿Qué del águila altanera, que colocada entre el cielo y la tierra, cubría a un tiempo con sus alas la ciudad de Julio César y la que sirvió de cuna al gran Trajano? Y el moro enamorado y valeroso, ¿qué se hizo? Tanto caballero de noble alcurnia, tantos donceles y hermosas damas, ¿qué se hicieron? Y el pensamiento embebecido pasa encantado de la fábula a la historia, de la tradición oral a la escrita; del campo romano al aduar patriarcal; de la cimitarra del árabe a la espada y de Mahoma a Cristo. Sevilla vive en lo pasado y en lo presente: un pueblo de sombras se mezcla por do quiera y sin cesar al pueblo que aún no ha muerto, y para conocerla dignamente es preciso leer sus anales, oír y aprender sus canciones, escuchar sus consejos, sentir por decirlo así, la respiración de su tierra y de sus tumbas. Este dualismo se manifiesta igualmente que en el espíritu y forma de la población, en el espíritu y expresión de las costumbres. Sevilla es un pueblo doble, compuesto de personas y de costumbres orientales y de personas y costumbres europeas; pueblo bifrente, con un rostro parece que mira la cuna de sus padres allá en la tierra poética de las palmeras y las fuentes, y con otro ese tálamo, adulterino y sangriento, en que se confun-


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dieron el romano, el vándalo y el godo. El arado mahometano hizo un surco profundo en esa tierra blanda a la par que fecunda, y la semilla, nutrida con amor por ella, ofreció al cultivador óptimos frutos. En vano azotaron después recios vendavales esos campos queridos del sensual islamita; en vano la segur envidiosa y despiadada de otras razas quiso a un tiempo cortar los tallos y el renuevo; en vano la sociedad moderna, con sus oleadas de oro y plata, sumerge cada día en nombre de la unidad y de los intereses materiales esos recuerdos, tradiciones y costumbres, que aun se conservan, como deleitosos oasis en medio de la árida resequedad de nuestra vida monótona y prosaica. Su temible nivel no ha igualado y confundido aun junto con la forma la esencia, junto con los meros accidentes los principios radicales, junto con los vestidos la sangre y la raza mora; rehusando el hecho extranjero, vive y medra sola, como la hebrea, en medio de razas enemigas. Diríase al verla tan pura todavía, cuando a tal distancia de su origen, que semejante al dátil de su antigua patria recibe la fecundación de otro dátil, que en ella crece para perpetuar su vida.


HISTORIA DE UN SUICIDIO* Dichosa tú que hallaste en la muerte, sombra a que descansar en tu camino, cuando corrías mísera a perderte, y era llorar tu único destino. Espronceda

Había en esta tierra una mujer joven y hermosa, de alma buena y de corazón nobilísimo. Amaba mucho, creía más y procedía mejor, siendo a un tiempo dechado de pasiones generosas, de fe profunda y de caridad ferviente. Como todas las criaturas racionales dotadas de una exquisita sensibilidad, tenía mucha tristeza en la imaginación, y bañaba siempre sus pensamientos en la fuente de melancolía que Dios ha colocado en los corazones predestinados al martirio del desengaño. De cuerpo era elegante; de genio dulce; de ánimo altivo. En ocasiones se coloreaban de repente sus pálidas mejillas y centelleaban sus grandes ojos negros, a tiempo que sus labios sonreían. Cualquiera hubiera dicho entonces que, trocados sus oficios, sonreían los ojos y lloraban los labios; y era que los ojos daban y buscaban amor, cuando los labios expresaban el desengaño con la contracción del desprecio. En la primavera de su juventud perdió a sus padres, y convertida por esta terrible desgracia en cabeza de familia, sirvió de madre a sus hermanos menores… Así, condenada a no gozar nunca los santos placeres de la maternidad, conoció y sufrió desde muy temprano sus graves deberes y sus tremendos sinsabores. Fue madre para amar y sufrir, no para gozar y ser querida.

* Se publicó en Semanario Pintoresco Español, Madrid, 1847, páginas 28-30. (Nota de P. G.) Tomado de Rafael María Baralt. Estudios Literarios y Correspondencia. Ediciones de la Universidad del Zulia 1965: Pág.107-112.


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La mujer que tiene ardor en la sangre, fuego en la imaginación y orgullo en el carácter, renuncie a la felicidad y créame: más le valiera no haber nacido… Pocos hombres son capaces de conocer y de pagar el amor de una mujer semejante; y no conocido, no pagado, ese amor se convierte en asesino de la criatura que lo ha concebido. Para las mujeres de esta clase hay también otro caso de muerte: aquel en que, conocido y pagado, su amor es imposible en la tierra, por ser a los ojos del mundo, ilegítimo… Ilegítimos llama el mundo, a las veces, los testimonios que da contra sus juicios y sus leyes la naturaleza. Pues cuando una de estas dos cosas sucede, suena para la mujer la hora de su verdadero combate en la tierra. Entonces la sangre, la imaginación y el orgullo se levantan y combaten contra el cuerpo dentro del cuerpo. Y la sangre dice: “Una fuerza irresistible y desconocida me hacer hervir sin cesar en tus venas y llevar los huracanes y las tempestades a tu corazón: aplácame o pereces”. Y dice la imaginación: “Esa fuerza irresistible y desconocida, también me lleva a mí por la tierra y por el cielo como un coche de vapor sobre carriles de hierro hecho ascua, en busca de un bien que sólo yo puedo concebir y que no alcanzo: cede a mi voz, o el fuego en que me abraso hará evaporar tu sangre, y reducirá tus huesos a cenizas”. Pero el orgullo responde: “Perezca el cuerpo y sufra y desespere el alma, antes que el mundo pueda decir: «yo te desprecio…» ¿Qué importa la voz de la naturaleza clamando dentro de ti? ¿Qué importa el fallo de la razón a favor de la naturaleza? En vano la naturaleza y la razón te justifican ante la conciencia, que es el reflejo de Dios, porque los hombres han querido que tu razón sea muda, tu naturaleza insensible y tu conciencia esclava”. Ahora bien; el peor estado de la criatura racional no es el de ser despreciada por la culpa cuando la acompaña el remordimiento; porque Dios ha querido que éste nos consuele al


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mismo tiempo que nos castigue. Y nos consuela, porque conserva en nosotros las ideas de la justicia divina, y nos reconcilia con nosotros mismos, haciéndonos reconocer, con cierto noble orgullo, que aun tenemos fuerzas para elevarnos hasta el arrepentimiento. El remordimiento es la lanza de Aquiles con su virtud fabulosa de curar las heridas que hacía. No; el peor estado de la criatura, su estado de muerte, es el de no poder ser dichosa por la acción que considera permitida según su razón, a tiempo que la ve criminal según el mundo. En esta lucha del orgullo que huye de la vergüenza pública contra el instinto y el pensamiento que tienden a emanciparse de la sociedad, padece el corazón el tormento de Tántalo: más duro, más cruel aun, por cuanto no es la fuerza ajena, sino la propia, mal dirigida, la que nos impide gozar del bien a que nos es imposible renunciar. Esa es la lucha de los Titanes contra el cielo: lucha desesperada en que las armas lanzadas contra los enemigos, se vuelven por sí mismas a herirnos, sin ofenderlos, en lo más vivo de nuestra llaga. Es el combate imposible y monstruoso de uno contra todos; de la criatura contra el mundo; de la unidad contra el infinito; combate triste, en que el vencimiento es la muerte, porque es el sacrificio; y en que la victoria es la vergüenza, porque es la felicidad adquirida por medio de la fuerza… El mundo perdona la felicidad que obtenemos engañándole; no la que conquistamos venciéndole… Mata el valor, corona la perfidia… La hipocresía obtiene el laurel: a la franqueza da el cadalso… Triunfa en él la adúltera solapada que lleva los ladrones al hogar paterno; y perece entre el fango la ramera que sólo se daña a sí misma, y que tiene al menos el valor de cargar con la responsabilidad de sus propios actos. Al fin el noble corazón incapaz de fingimiento, y demasiado débil o demasiado fuerte para sobrellevar un tormento perpetuo, entra en cuentas consigo mismo y suma los sufrimientos, añadiendo a cada día del año todas las horas del día y todos los minutos de cada hora… El total es el suicidio. ¿Hace bien? ¿Hace mal?... Compadezcamos, no condenemos. De la aritmética del corazón sólo Dios conozca, sólo Dios juzgue… Ningún corazón puede medir la fuerza ni la debilidad


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de otro corazón… Nadie tiene la medida de su propio corazón, mucho menos del ajeno. Pues sucedió que esta mujer tuvo del amor las espinas, no las flores. Cuando las leyes de la sociedad le permitieron amar, amó y no fue amada. Cuando las leyes de la sociedad quisieron imponer silencio al corazón, el corazón habló; pero habló consigo mismo: habló para el sacrificio, no para la fruición… Cuando el corazón habla así, es como la madre que concibe y nutre a su hijo para entregarlo después crecido y bello, al cuchillo de un verdugo. Y llegó un día en que al mirar en derredor de sí se halló sola: …con su pasión sin esperanza. Así se halla algunas veces el que viaja en un desierto: con sed y sin agua… Y dijo “bebamos la lluvia del cielo, si cae” y la lluvia del cielo no cayó. La lluvia del cielo es la esperanza. Entonces la sangre, con el ardor de la sed, se enardeció y corrió como fuego por las venas: quemó el corazón, y trastornó la inteligencia. Y cuando la inteligencia se trastorna, el pensamiento de la muerte es el pensamiento de la felicidad. Murió. Yo vi su cadáver arrojado por las aguas del Guadalquivir a una playa inculta… ¡Qué cadáver!... No se reconocían sus facciones. Los ojos comidos por los peces del río, ya no existían: en su lugar habían quedado dos cavidades profundas llenas de arena salpicada de sangre. La nariz había desaparecido casi enteramente; y las mejillas no eran más que dos masas informes de carne lívida, jaspeada de vetas azules, moradas, rojas, amarillas; de todos los colores de la muerte. La boca se había contraído en una manera horrorosa, formando con los labios un hoyo del cual manaba, como de una sentina asquerosa y fétida, una agua negra, a veces verdosa, las más veces sanguinolenta. Los pies y las piernas estaban desnudos, y es imposible describir los infinitos colores que tenían: eran los colores de una carne


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primitivamente blanca, y ya en putrefacción… Lo único que se conservaba intacto era el pecho: turgente, albo todavía; el pecho de una virgen, en el cual se veía acaso por disposición de la providencia, un testimonio de la inmaculada virtud de la víctima… Los vestidos se hallaban pegados a trozos en el cuerpo: tal girón cubriendo parte de la disforme cabeza: cual otro la espalda: un refajo encarnado, la cintura hasta las rodillas. Los cabellos yacían esparcidos sin orden, húmedos, pegajosos y salpicados de arena, por el rostro monstruoso; y sobre el cuello horriblemente hinchado y partido con una soga del esparto… Esta soga fue empleada para sacar el cadáver del río, y nadie había querido o se había atrevido a quitársela. Hubo muchas dificultades para conducir este cadáver desde la playa al cementerio del pueblo cercano. Los más querían que se enterrase allí entre la arena, como una piedra despreciable: y en realidad, menos que una piedra despreciable era aquel cuerpo, porque era la tabla rota de un naufragio. Un hombre ebrio, cubierto de andrajos, y un mendigo inválido se decidieron por fin a trasportarlo, con la esperanza de ganar algunos cuartos abriendo el hoyo: el vicio y la mendicidad especulaban con la muerte del suicida… No vi la compasión en ningún rostro; la caridad, en ningún pecho… Los espectadores comentaban, cada cual a su manera, aquella muerte; y reparé que todos, unánimemente, la explicaban con motivos torpes o siniestros… La mayor parte de los hombres no conciben que se pueda morir por virtud, por necesidad o por gusto. ¿Depende esto de que son dichosos? ¿O de que son malos?... Depende de que sean egoístas y cobardes. Fingen ignorar que a la muerte voluntaria conducen, por lo común, las más nobles pasiones (extraviadas si se quiere, pero dignas de conmiseración) y atribuyen a cobardía o maldad el suicidio, para poder vivir con honores de valientes y virtuosos. Por fin se decidió que podían hacerse las preces de la iglesia a favor del alma que había animado aquel cuerpo y que no había inconveniente en echar a esta encima la misma tierra que a todos en el lugar que a todos nos pertenece. ¡Habíanse ofrecido dudas sobre esto!


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Mientras el sacerdote rezaba por lo bajo y de prisa (hedía mucho el cadáver) las sublimes oraciones que la religión católica ha consagrado a los muertos, unos pocos amigos de la difunta, que como únicos concurrentes asistían a su entierro, examinaban atentamente su cuerpo desfigurado, tapándose las narices… A algunos se les ocurrió arrepentirse de hallarse allí; alguno hubo que al ver tal o cual parte destrozada del cuerpo muerto, observó que cuando vivo debía haber sido bellísima: sólo tres lloraban…, y uno de estos, para impedir la profanación del cadáver, cubrió con sus propias ropas el rostro deforme y el pecho desnudo de la infeliz. Abierto el hoyo, se trató de bajarla a él: pero era poco menos que imposible esta operación, por cuanto el cadáver se deshacía más y más a cada instante. El hombre ebrio propuso volcar las andas desde lo alto de la sepultura; pero quiso ajustar antes su trabajo… —”¿Quién me paga y cuánto se me paga?”, gritó; … y el mendigo inválido indicó el precio… Concertados o no de antemano entre sí para obtener por medio de una farsa más dinero, ello es que aquellos dos miserables discordaron en este punto, vomitando el uno contra el otro denuestos e imprecaciones horribles que hacían erizar los cabellos… Fue preciso calmarlos, conviniendo en pagar el precio señalado por el hombre ebrio, que era el mayor. Seguido el consejo, fue arrojado el cadáver a la sepultura desde lo alto del montón de tierra extraída de ella, y cayó dando un gran golpe que lo deshizo… Por lo común, vemos descender los muertos a la huesa decentemente vestidos y con cierta compostura y solemnidad. Colócanse sus manos cruzadas sobre el pecho en la actitud del ruego y de la oración, cual si implorasen la misericordia divina: sus ojos abiertos aun, si bien fijos y vidriosos, miran al cielo… El cadáver de la pobre mujer, con la caída quedó desnudo, expuesto a las miradas desvergonzadas de aquellos hombres sin alma... Y cayó con el rostro hacia la tierra; y sus brazos abiertos en opuestas direcciones la abrazaron cual si luchara con ella… Tal estaba, que me imaginé verla en el fon-


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do del río mordiendo furiosa la arena y pugnando en su agonía por desprenderse del peso de las aguas para hallar aire y luz… Sus ojos ya no miraban al cielo ni a la tierra… ¡No tenía ojos! —¡Justicia de Dios, justicia de Dios! ¿Por qué tal vida, por qué tal muerte al inocente? Así dije en un rapto de dolor; pero después he pensado que la providencia ha dado en aquella muerte grandes y espléndidos testimonios de su justicia. No basta vivir como buenos: es preciso morir inocentes. Muévanse las manos del hombre para conservar la vida del hombre, no para quitársela. El dolor es sagrado… Purifíquese el hombre por él, y no perezca a sus manos. Respete el hombre la obra de Dios y la semejanza de Dios en su propio cuerpo y en su propia alma. Piense que vivir es padecer, y padezca… El dolor tiene sus deleites y su felicidad. La felicidad del dolor es la resignación; el deleite del dolor son los sacrificios. La muerte siempre llega pronto; está fuera y dentro de nosotros… Espere el hombre a que llegue, porque esperar es ser valiente… Salir al encuentro del peligro es quererle pasar pronto, es temerlo. —¡Justicia de Dios! ¡Justicia de Dios!... Te vi en aquella sepultura…, en aquel cuerpo deforme…, en aquel olvido de todos…, en aquellas vilezas…, en aquella profunda miseria…, en aquella desolación espantosa… —¡Justicia de Dios! ¡Justicia de Dios!… Yo creo en ti… ¡Ten piedad de nosotros!... Y tú, pobre alma atormentada, que escogiste para salir de la vida terrenal la puerta vedada, adonde, como el infierno, no se llega sino después de haber perdido la esperanza; si desde el lugar en que Dios te ha colocado puedes volver la vista atrás y pensar en los que te amaron, piensa en mí y compadéceme, como yo pienso en ti y te envidio, sin tener valor para imitarte.



ARTÍCULOS DE COSTUMBRES



LO QUE ES UN PERIÓDICO* Cuando la autoridad protege abiertamente la virtud y el orden, nunca se la podrá desagradar levantando la voz contra el vicio y el desorden, y mucho menos si se hacen las críticas generales embozadas en la chanza y la ironía, sin aplicaciones de ninguna especie y en un folleto que más tiende a excitar en su lectura alguna ligera sonrisa que a gobernar el mundo. Larra

Sr. X. Y. Z. Capaz es la tenacidad de V. de hacer un camino carretero de aquí a la Guaira, o de aquí a cualquiera parte, ayudado por capitalistas nacionales que es la ayuda mayor de todas las ayudas, cuando ha podido conseguir de mí que escriba palabra sobre periódicos y para periódicos, venciendo así mi natural repugnancia a embadurnar papel para el uso del público en materia nueva y poco conocida. Ignorándose aun qué cosa sea un periódico y comprometido a explicarlo corro el riesgo de que pocos me entiendan y aun el de que esos pocos, suponiendo que entiendan mis ideas y no las suyas, me critiquen; riesgo que no bastan a hacerme despreciar las ingeniosas reflexiones que V. me ha hecho para infundirme valor. Poco me importa que en nuestra tierra sea cosa común y de que nadie se escandaliza ver leyes incomprensibles, hombres que nadie ha entendido, ni entiende, ni entenderá, y que con todo, o tal vez por lo mismo, son hombres de importancia; poco me importa que se pronuncien y publiquen discursos, alocuciones, artículos de periódicos verdaderamente apocalípticos; y todavía me importa menos que la crítica sea entre nosotros moneda tan de recibo como la alabanza, de tal modo inocente una y otra, que ni prueba mali* Se publicó por primera vez en Correo de Caracas, Nº 4, Caracas 30 de enero de 1839. (Nota de P. G.) Tomado de Rafael María Baralt. Estudios Literarios y Correspondencia. Ediciones de la Universidad del Zulia tomo V edición de 1965: Pág.53-60.


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cia la primera, ni justicia la segunda, pues nunca ha sido razón bastante para mí que el mayor número haga una cosa para que como un zote la haga yo también. Empero, si está de Dios que yo haga un disparate me place que al exigirlo, y solo con exigirlo me haya V. probado su amistad. ¿Cómo le reconociera yo por íntimo amigo, amigo del alma, si una vez más que otra no me hubiera determinado V. a hacer un rematado desatino? Por eso dicen que no hay mal que por bien no venga. Mejor puede decirse lo que no es un periódico que lo que es en realidad. Si supiéramos cuáles son sus cualidades positivas, este mi trabajo sería inútil, y V. sabría a punto fijo lo que ha de hacer para dar al suyo técnica forma, cuando ahora está haciendo V. periódico, como el Labriego cortesano de Molière hacía prosa, ni más ni menos. Debe V., pues, de saber, amigo X. I. Z., que un periódico no es pasta que se sienta bien en el estómago, a juzgar por la indigestión que a alguno y a algunos ha causado la “Política”, “Grados académicos” y otros accesorios de que se compone la repostería de su periódico; sin que valga que V. sude y se afane por demostrar en un prospecto los saludable de aquellos alimentos; porque, ¿de qué sirve que ellos sean así o del otro modo, si V. no puede evitar que a unos indigeste lo que a otros engorda? Y eso que V. ha omitido los avisos de quiebras, sentencias y otras cosas que sin remedio producen constantemente indigestión general. Cosa de ciencia no es un periódico. A buen seguro que si lo fuera, estuvieran sus autores (como hoy lo están y lo estarán toda la vida) pobres y oscurecidos, y no ricos como Cresos y más resplandecientes que piropos, llevados por las gentes en la palma de la mano, empleados por el gobierno, honrados por el pueblo y pasándose una vida de flores, sin más trabajo que el de ser sabios, ni otra ocupación que la de abrir la boca para pedir lo que a su capricho se les antojara. Bonitos somos nosotros para dejar que un hombre de mérito viva y muera como un cualquiera y que no lo cojamos (aunque sea por fuerza) y lo llevemos, como si dijéramos, en volandas, hasta el pináculo de la gloria suma y de la suma consideración.


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También digo que no es empresa mercantil, si por estas se entienden las que tienen por objeto hacer bien a nuestros semejantes, con una pequeña y equitativa utilidad. Hace notado que los que se dan a negociar con el respetable público en mercaduría tipográfica, quiebran a poco y al fin mueren de asfixia, quizás porque así muere todo el que, como el camaleón, viene a carecer del aura común que necesita para alimentarse; sin que esto quiera decir que los periódicos son camaleones, bien que los haya que el mismo diablo los confundiría. Y obsérvese que el público no es censurable en esto, si se considera que las más de las veces está inocente de que alguno se ocupe de él en bien o en mal, y otras ignora el nombre de los que en sus cosas se ocupan, como si necesitaran de ocultase al emplearse de un modo tan desinteresado en su servicio. Pues a fe que es culpa de ellos, que si bien comprendieran su interés, deberían de poner sus nombres en las nubes, si hasta las nubes llegaran los periódicos, y gritar hasta que los sordos los oyeran. Sobre que sea modo de adquirir gloria, voy a permitirme la llaneza de contar a V. un cuento. Fue el caso que hablaban en un corrillo de la perfección a que habían llegado los globos aerostáticos, del valor de los que en ellos, por decirlo así, se embarcaban y de los pasmosos resultados que para el género humano tendría el descubrimiento de un medio a propósito para darles dirección. —Señores, dijo uno, he oído decir a ustedes que se navega en globos por los aires y aunque parezca feo que yo lo diga y por más extraño que parezca, digo que me ha ocurrido un soberbio pensamiento. —Hombre, di, di pronto ese gran pensamiento, contestó un chulo de la concurrencia que sin duda debía de conocer al pensador. —Pues, señores, volvió a decir este, supuesto que esos globos navegan, creo que poniéndoles una buena docena de remos de banda y banda, además del timón, podrán ir adonde les dé la gana. El medio propuesto fue acogido, como muy a propósito, entre grandes aplausos. Si V., no contento con esta negativa descripción, quisiere saber lo que positivamente es un periódico, sépase que es un taller de sastre remendón; un soplón que vive de lo que otros hablan; un vientre glotón que digiere o se indigesta de cuanto


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encuentra; un tántalo siempre sediento y nunca saciado; una mala cerradura que ni abre, ni cierra, ni asegura, o la que chilla cuando nueva, y cuando vieja, por untada o enmohecida, se presta suave y silenciosa a la llave; una campana en desierto; un buen día de enero; es, en fin, para decirlo todo de una vez, el término de comparación popular del mentir descarado, de donde para hablar de alguno de tantos, suele decirse que miente por los codos, que no las piensa o que parece una gaceta (como no sea la de Gobierno). Así como un árbol necesita para su vida vegetal, tierra, humedad y calor, ni más ni menos es esencial para la vida de un periódico que tenga público que lea y juzgue, público que pague y opinión que le sostenga. Relativamente al primer público de éstos, nunca nos ha ocurrido la impía idea de que no exista entre nosotros, por más que algunos sostengan que, cuando más, puede decirse de él lo que se dice y cree del poder divino: que en todas partes está y en ninguna le encuentra. Creo, al contrario, que el público existe entre nosotros; que es de carne y hueso, como cualquiera animal; que nada tiene de espiritual, y que si se le encuentra rara vez, es porque no se le sabe buscar con esmero y cuidado; que el público, como todo lo que goza de libre albedrío y tiene expedito el uso de sus miembros, tiene locomoción y voluntad. De otro modo, vendríamos a parar en que no se mueve por sí, sino a virtud de impulso ajeno, ni obra sino a virtud de ajena determinación: lo cual es absurdo a todas luces. Nosotros, que lo conocemos, estamos seguros de encontrarle, no siempre en verdad; pero sí en épocas en que, renunciando a sus costumbres sedentarias, sale a tomar el aire por esas calles, con gusto de cuantos le ven. Y para que V. pueda ocurrir a él en la necesidad, voy a indicarle las circunstancias en que le será fácil gozar de su vista y trato amable. Apenas suene el clarín de alarma en la ciudad, y el gobierno se venga abajo, como si fuera de cartón, y todo se destruya y trastorne por un puñado de mal contentos, esté V. seguro de encontrar al respetable público en el puesto más riesgoso, ordenándolo y componiéndolo todo, con el pulso, cordura y valor


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que le son propios; colocando al gobierno en su butaca; prestando su bolsa, “gratis et amore”, para el sostén de las instituciones; rodeando de brazos denodados a los altos magistrados depuestos y deseándoles buena navegación en su paseo a las Antillas. También sale a la calle el día en que un caudillo denodado, acompañado del público de otras partes, ahuyenta de la capital a los enemigos. Entonces el nuestro ¡admirable espíritu!, hecha mano a las armas y perfecciona la obra del libertador del pueblo, acompañando a éste por las pacíficas calles, al estruendo de vivas alegres y lucidísimos cohetes. Con mucha frecuencia y sin trabajo se le encuentra uno manos a boca en los ejercicios doctrinales de la milicia que está por organizarse, en donde se adiestra con magnánima docilidad en el uso de las armas que son después el terror de reformistas, garantistas, farfanistas y toda laya de trastornadores. Después de encontrado (en estos y otros casos peregrinos) ya no hay nada que hacer sino presentarle el periódico y que lea y juzgue; cosas ambas que ningún público existente o por existir hará jamás mejor que el nuestro, y de tal modo, que es gusto ver que lee y juzga sin necesidad de echar los ojos sobre el papel, por una especie de instinto más seguro que la razón, adquirido en su larga y lucida práctica literaria. Por este lado nada tiene V. que temer: su papel será debidamente juzgado; sólo sí, que en virtud del instinto de que acabamos de hablar, es inútil imprimirlo, porque el original es suficiente. Bueno es saber, porque conviene, que el público que lee y juzga, no es precisamente el respetable personaje del mismo nombre, cuyo oficio es pagar el bien que V. le hace por medio de un periódico. Estos señores, aunque de la misma familia, viven separados y muy desunidos entre sí, por manera que es raro verlos juntos y se tiene como regla buscar al uno en dirección contraria del otro. Cuando el primero se reunió, por ejemplo, en cierta circunstancia crítica, para expulsar los reformistas de la capital, el segundo se escurría “pian pianino” por las alcabalas, para formar, sin duda, en los cantones otro sistema de defensa, que a bien que lo que abunda no daña. Y después, cuando el uno completaba la obra del Esclarecido, corriendo por las calles, el otro se encerraba a organizar planes y preparar decretos, pro-


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clamas, alocuciones y otras armas, que son siempre los del caso en tan apurados momentos. Este público, menos grande que su pariente, es más fácil de encontrar. Suele hallársele los miércoles y sábados en las oficinas de gobierno, si acontece que haya correo que despachar o recibir; en la barra del Congreso, si hay que nombrar Presidente o Vicepresidente de la República; en los refrescos que se estilan en el duelo de niños y en las comilonas con que nos dolemos de la muerte de un hombre: porque de todos modos puede uno dolerse de las cosas. Esto se entiende si V. quiere hallarlo bueno y sano, pues si V. deseara visitarlo de enfermo, habría de buscarlo en las sociedades de amigos del país, beneficencia, agricultura y otras; porque estas sociedades tienen el diablo en el cuerpo para desequilibrar los humores y enfermarlo. Una vez hallado ya tiene V. cuanto necesita: puede V. considerar que su periódico empieza a vivir. Al instante, nuestro amigo, el público que paga se obliga a criar a su costa al recién nacido, firmando para ello una especie de contrata llamada suscripción. Cierto es que por este pequeño servicio sucede que nuestro amigo se abroga el derecho de fajar la criatura a su manera; pero no lo lleve V. a mal y déjelo que diga, que luego luego la deja en paz: golpea a V. suavemente en el hombro, le anima a consagrarse todo entero a sus deberes paternales, y acompañando su despedida con algunos consejos amigables, se aleja, dejando a V. sumamente satisfecho. Es señor de buen trato, sin más defecto que la falta de memoria. Tan distraído es y de tal modo se olvidará de que V. tiene un chiquillo, que no será extraño le aconseje a V., algún tiempo después, que se case: porque no hay cosa como ésta, le dirá, para tener familia. En cuanto a la opinión, es otra cosa: maldita la dificultad que hay para encontrarla. Nada abunda tanto en nuestro país como la opinión. Se la halla bajo todas las formas y en todos los trajes y con todos los tonos posibles, en cuantas situaciones pueda uno gozar libremente de la facultad de ver y de la de oír. Aquí, pues, el trabajo no consiste en encontrarla, pues se halla en todas partes, sino en reconocerla, puesto que en ninguna parte se halla del mismo modo. Suele disfrazarse (adolece de extraños caprichos), digo que suele disfrazarse todos los años


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en una reunión en donde a cada individuo le pagan la miseria de seis pesos porque hable o no hable (que es apreciar en bien poco la palabra y el silencio), y entonces anda tan abigarrada y es tan móvil y tan charlatana que se porta cual otra y no la conociera la madre que la parió. Tiene con frecuencia la humorada de asociarse con los periódicos, siendo ésta la peor de todas las formas que puede tomar; porque apoyadas las gentes en aquello de “dime con quien andas…”, la tienen por persona común y baja, y para en que la encierren y digan mil iniquidades. No hay que pensar en columbrarla, ni disfrazada en ninguna sociedad numerosa, porque desde que vino al mundo en cuna noble la opinión, a fuer de aristócrata es de los menos y no de los más: de donde viene que si en alguna puede reconocérsela es en la forma de mercader prestamista o militar elevado en dignidad y su clientela. De aquí viene que yo aconsejé a V. se dé un tanto en cuanto a la carrera del tráfico y a la de las armas, si quiere gozar una vez más que otra del gusto de disponer a su antojo (que es el buen modo de disponer) de la hermosa e inconstante dama árbitra de nuestros destinos periódicos y extraordinarios. Por lo que respecta a reglas de redacción, soy de parecer que V. observe las siguientes: No hablará V. de política, porque es inútil hablar de lo que todos saben. El Gobierno sabe sobre ella cuanto hay que saber y el pueblo ignora cuanto debe ignorar: con que así no hay para qué turbar, por pelillos que a la mar deben de echarse, la dulce inteligencia que entre ambos reina. Creo conveniente no decir cosa alguna acerca de la religión. El espíritu del siglo, si alguno tiene, es enteramente ortodoxo. La herejía no nació ayer y la moda de ser hereje pasó, desde que dejaron de asarlos en parrillas. De tolerancia podría V. hablar, si supiéramos a punto fijo si aquí la tenemos, según la constitución; pero puede V. decir cuanto quiera del Concordato que se celebrará por el Papa, luego que concluida la misión fiscal de Inglaterra por nuestro ministro de Roma, obtengamos que su Santidad lo reconozca como a tal ministro; que bien merecido se lo tiene después de años de súplicas humildes que se han hecho para conseguirlo.


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El capítulo de legislación está completo, y tanto, que el tal capítulo forma ya 4 volúmenes; eso sí, enteramente venezolanos, que se seguirá aumentando, Dios y las dietas mediante, cada año del Señor. Hay verdadero abarrote de leyes; pero a bien que como todos los días se derogan las tales, podemos decir que los introductores son también consumidores o mejor dicho otros tantos Saturnos. En cuanto a inmigración, aconsejo a V. la prudente reserva con que el legislador y el Ejecutivo tratan este asunto, que a lo que se cuenta, debe ser muy malo o muy bueno, cuando sobre él ni dicen ni hacen nada. V. se acordará que a poco de haberse descubierto aquí la única máquina que ha ocurrido jamás al entendimiento de un nuestro conciudadano, se presentaron otros, también conciudadanos nuestros, declarando que sus entendimientos eran parte en la máquina. Así, pues, si en lo que a V. queda de vida (que Dios quiera sea larga), ocurriere, por casualidad, que alguno invente máquina, absténgase de hablar de ella en la duda de si la producción es de esfuerzo singular o plural. En cuanto a máquinas extranjeras, diga V. que todas llegan a la Guaira sin novedad y allí siguen en cabal salud, cual a V. la deseó. De nuestro ejército puede V. decir cuanto la parezca en bien o en mal, que es como si dijéramos que no habla de nadie, ni con nadie. Aconsejo a V. reimprima el Reglamento de Milicias en sus columnas. Hasta hoy sólo lo tienen el gobernador, jefe político, alcaides, jueces de paz, jefes y oficiales; pero es preciso que cada ciudadano tenga uno para que aprenda sus obligaciones. He aquí el verdadero obstáculo que se ha opuesto, opone y opondrá a su organización, porque de resto, son bien conocidos los esfuerzos que han hecho y hacen el Ejecutivo general y los Ejecutivos provinciales, para lograrlo, y tan es así, que entre todos ellos han conseguido formar una lista de 66.903 hombres. A propósito de literatura tengo que decir a V. lo que sucede aquí con los enfermos que se mueren, que son los más. Es el caso que cuando los tales pagan su deuda a la naturaleza y


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a la medicina, es fórmula que el facultativo diga a los dolientes: “no era la cosa para menos: todos los recursos del arte eran inútiles; no había sujeto”; fórmula que por ser tan ingeniosa, debe de haber nacido el mismo día que la ciencia de curar a los hombres. Esto no lo digo por la medicina, sino por la medicina y la literatura. En cuanto a rentas, instrucción pública, ciencias y artes, opino que a nada conduciría hablar de ellas por separado. La instrucción, las ciencias y las artes no tienen rentas, y las rentas no tienen instrucción, ciencia, ni arte; de donde deduzco que tampoco vendría a cuento hablar de ellas reunidas. Relativamente a las utilidades y gastos de la empresa (materia que de propósito he dejado para lo último), no parará mi manía de contar cuentos hasta que no le refiera uno, para acabar esta larga disertación. Digo, pues, que sucedió que un hombre cansado de vivir soltero, resolvió unirse a una mujer en santo matrimonio; y como fuera hombre sesudo y amigo de consejo, quiso recibirlo de un casado viejo. Expuesto que hubo su cuita, al encanecido veterano: “hombre”, le dijo éste, “no puede negar que en los primeros meses del matrimonio suelen pasarse algunos trabajos. Desde luego la compra del ajuar de casa y muebles y vestidos: después visitas que pagar y recibir, todas de enhorabuena por el estado que se ha adoptado: arreglos económicos etc., etc.; pero enseguida (créanmelo V. como somos cristianos) enseguida… más valiera para V. no haber nacido”. Ahora, si V. no hace un buen periódico, no será culpa mía. A. A. A.


LOS ESCRITORES Y EL VULGO*

Donde quiera que voy, vanme siguiendo; agárranse de mí, como la yedra del árbol que la vive sosteniendo. Entre los pies me nacen, como medra entre cepas la grama; que parece que aquí produce un necio cada piedra. Larra

Sr. X. Y. Z. Dos grandes obstáculos se opondrán siempre a la carrera de los escritores públicos en el difícil y peligroso género de costumbres. Es el primero la propensión de ellos mismos a salpicar sus cuadros, que sólo generales debieran ser, de caracteres particulares; y el segundo, la propensión irresistible del pueblo a encontrar éstos en cada frase del escrito. Y quédese esto dicho y entiéndase, del mismo modo lo que sigue, como reflexión abstracta, que ni a V. ni a ningún otro colaborador del El Correo atañe; pues tengo para mí que sus artículos de costumbres, son decorosos y generales, no embargante algún necio de los que tropiezan siempre con alusiones a otros necios. Cuando un hombre nace condenado por el cielo a padecer la sensibilidad del corazón y de la inteligencia, en medio de los tormentos y desengaños del mundo que la irritan, lejos de calmarla; es difícil que no dicte sus escritos con el hondo sarcasmo y la ironía que quisiera hacer sentir, como él siente disgustos, a los que tantos le ofrecen; y acaso sus pasiones, mezclándose insensiblemente a sus tristezas, hacen que cuando debiera representar un vicio, retrate en toda su perfecta y repugnante semejanza al vicioso que lo ostenta, con todos sus pormenores y aun la infernal espiritualidad de la fisonomía. * Se publicó por primera vez en Correo de Caracas, Nº 6, Caracas, 13 de febrero de 1839. (Nota de P. G.) Tomado de Rafael María Baralt. Estudios Literarios y Correspondencia. Ediciones de la Universidad del Zulia tomo V edición de 1965: Pág. 63-66.


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Pero no. Viva y muera saboreando las amarguras de la sociedad; vea como adornos caprichosos de lunático y como velos mortuorios, esas pompas y galas con que la sociedad se burla de los dolores y vive alegre rodeada de muertes y se agita indiferente por el bien y por el mal, por nada y para nada; vea monstruos en lugar de bellezas, en lugar de virtud, hipocresía; llore sobre el necio que ama, porque cree ser amado; compadezca al iluso que busca la gloria en la virtud, la recompensa en los servicios, el amor verdadero, la amistad fiel; tal es su destino y debe cumplirlo. Empero, si la venganza de la humanidad exige que truene contra el vicio, el honor le manda respetar al hombre y la virtud protegerlo; que la ruina del mundo sería tan cierta como su maldad, si lo poco que aun respeta destruyéramos. El hombre tiene derecho a que el santuario de su hogar se venere entre lo más sagrado que venera el mundo; y en su recinto las debilidades y las ridiculeces son propiedades. Desde el atrio de ese templo en que solo cuenta con sus propias fuerzas, la sociedad pierde su dominio. Allí vive el hombre consigo mismo o vive con familia; y bien goce en su seno de la precaria felicidad de la tierra, bien llore haber nacido entre la destemplanza de la pobreza, la desesperación de un desengaño o el mal de una perfidia, desgraciado o dichoso, se ha reservado llorar o reír solo, lejos de la envidia y la irrisoria compasión de sus semejantes. ¡Desgraciado del que allí vaya a buscarle para atacarle! ¡Desgraciado del que le hace objeto de burla y escarnio, profanando así sus cortas alegrías, o su llanto, o su muerte! Y a ti, ¿qué te diré que al alma llegue, vulgo, que juzgas, acaso con razón, que nadie puede hablar de ti sin zaherirte?, ¿a ti, que en la humillación de los otros te complaces y tu propia humillación te alegra?, ¿a ti, que donde quiera ves un retrato porque donde quiera te ves retratando?, ¿a ti, vulgo de todas partes y de todos tiempos? De ti digo que, inconsecuente, aun en tus momentos lucidos, te ríes de lo que escandaliza; de ti diré que la novedad te deleita, la verdad te irrita, el deshonor del prójimo te place; de ti diré que buscas alusiones porque ellas son el alimento de tu malicia y crees encontrarlas, porque como necio te juzgas sabio, travieso y entendido; diréte, en fin, que


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tus juicios, que risa y burla excitan, son como aquí leerás, si leer sabes y quieres. Un necio me encontró hace días. Y no es extraño que de poco acá, como ríos salidos de madre todo lo inunden. —Agur, amigo, ¿cómo va? ¿Qué hay? ¿Qué se miente?, me dijo con pasmosa volubilidad. —Hombre, en cuanto a salud, si eso me pregunta, estoy bueno respondí; en cuanto a lo demás, no sé lo que se miente. —Espero que V. dará pronto un articulejo de costumbres en El Correo. Me intereso mucho por ese papel y le prestaré mis esfuerzos para mantenerlo en voga. Aunque los redactores no hayan contado conmigo, no dejaré de enviarles una vez más que otra alguna cosa de mi caudal; pero, amigo, volviendo a los artículos de costumbres, es preciso que V. contribuya con alguno y nos ayude. Contra ellos, amigo, contra los tontos; no hay que dejarles respirar. Eso sí, no se nos venga V. con emplastos ni pasteles; claro, clarito: que la cosa se conozca; que se la pueda señalar con el dedo. Al diablo con los embozos; y luego, ¿para qué? ¿Acaso se dice otra cosa que lo que uno sabe? No, nada; la diferencia está en que se imprime. Con que así, amigo, al grano. Las costumbres todos las tenemos; lo curioso y lo salado son las particularidades, y además sólo así puede V. tener el gusto de verse reimpreso en París, Madrid y Londres. Hombres hay que me tienen por un necio, y ya V. ve si le he desenvuelto bien la idea y si conozco bien el género. ¿Qué dice V.? ¿Qué le parece? —Digo que ha dicho V. cosas de imprimirse y me parece que tiene V. un buen talento… para desyerbar la calle, murmuré yo al volver la espalda, sin ceremonia, al rematado mentecato que de propia autoridad acababa de hacerse colaborador del Correo. A poco encontré otro; (que bien decía quien dijo que llueven necios). —¡Ay amigo de mi alma!, me dijo desde lejos. Vengan acá esos brazos. ¡Qué gusto me ha dado V. con ese artículo sobre periódicos…! Y aquello de los camaleones, sobre todo, añadió acercándoseme a la oreja, precedido de un enorme bostezo, ¡qué bien pintado está allí ese pícaro que tanto me ha ofendido! —¡Es posible!, exclamé yo, estuperfacto, que los camaleones del artículo tuvieran algo que hacer con persona viviente. —¡Qué bien retratado! ¡Perfectísimamente!, continuó


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mi hombre sin hacer caso. Cuando yo considero como deben tener los ojos y las piernas esos camaleones y sobre todo, la barriga grandísima de esos animales, me muero de risa pensando que V. le dio su nombre verdadero a ese picaronazo. —Pero hombre, dije yo entonces, considere V… —¡Qué considerar, ni que nada! Así mismo deben ser los camaleones: ojos saltones, brotados, gran vientre y las piernas… —Pero hombre de Dios, si los camaleones apenas tienen piernas, a lo que yo creo. —¿No tienen piernas? Pues es lo mismo; sin piernas debemos considerar a ese hombre; las piernas no importan nada; pero los ojos, la barriga; debe ser cosa terrible ver un camaleón. Así pues, le estoy a V. muy agradecido. Yo estaba buscando un nombre que ponerle y desde ahora le voy a llamar “Camaleón”. Daría yo lo que no tengo, porque V. le llamara en otro artículo Rinoceronte o cosa semejante; y diga V. cuando lo haga (que si lo hará) que esos animales tienen también una barriga grandísima y unos ojos endemoniados. Con que adiós amigo. Y luego me gritó desde lejos: no importa que tenga o no piernas el Rinoceronte; que para el caso es lo mismo. ¡Oh, necios terribles, necios respetables, que uno siente, ve, oye, sufre y respira! Necios que en todas partes estáis y en todas atormentáis; y de día y de noche, en el trabajo y en el descanso sois unos mismos; siempre pesados, siempre insufribles; necios, que de todo habláis que todo lo veis y lo sabéis y os entrometéis en todo y todo lo decidís! Decidme: ¿qué sois? ¿Cómo y para qué existís? ¿Cómo es que tenéis ojos y no veis, lengua y no habláis, oídos y no oís, y sin embargo, oís, veis y habláis más que todos los muertos juntos y los vivos? ¡Oh, necios!, que siempre estáis de más y os juzgáis de menos; mensajeros de malas nuevas; aumentadores de alborotos; apóstoles de corrillo; abultadotes de noticias; necios que sois la peste de la vida, yo os respeto, os admiro y… detesto. ¡Permita Dios que feas os amen, que no encontréis cristiano racional que os oiga, ni libro que entender al revés, ni noticia que dar, ni sastre que os corte bien una casaca!


LA FIESTA DE BELEM EN SAN MATEO* Primer artículo Quien dice Santiago de León de Caracas lo dice todo, lector amigo: garbo, gentileza, amabilidad. Y no hay precisión de añadir al nombre indígena Caracas, el añadido español León, para que se entienda naturalmente y como por antonomasia que son suyas la intrepidez, el coraje, la generosidad y todas las demás prendas que se atribuyen a aquel noble cuadrúpedo. Todas estas virtudes y cuantas imaginarse pueda están comprendidas en aquel solo ilustre nombre como en su verdadero centro y receptáculo, sin que haya cabida para otra cosa que no sea ellas. Ni aunque hubiera vacío que llenar, se llenaría con otra cosa que con virtudes; porque los vicios medran tan poco en nuestra ciudad, que no hay para qué mentarlos y huyen de su recinto como de ambiente mal sano, que los mata y extermina. Queda, pues, dicho de nuestra ínclita ciudad lo más, que son sus moralidades y perfecciones. En cuanto a lo menos, que son sus regocijos y fiestas, ya se puede imaginar cualquiera lo que serán, cuando sus virtudes son lo que son. Sean lo que fueren (que eso Dios lo sabe, lector amigo) yo digo que los pasatiempos nacen aquí como planta silvestre en terreno feraz y que nuestro clima es el que conviene a su naturaleza. De aquí la razón de no encontrarse entre nosotros pasatiempos endebles y raquíticos (que otros llamarían delicados) sino fuertes, robustos, llenos de movimiento y vida, que como las corridas y coleadas de toros en las calles, dan idea de lo que somos y aun de lo que podemos ser. Pero, ¿qué mucho si de todo se cansa uno en esta vida, temiendo y esperando la otra? Cansa el buen vino, la buena mesa, el placer, la alegría; nuestros órganos, débiles e insuficientes para el deleite, no sufren prolongadamente sino el dolor, y para * La serie de tres artículos se publicó inicialmente en Correo de Caracas, Nos. 8, 10 y 12, de 26 de febrero, y 12 y 26 de marzo de 1839. (Nota de P. G.) Tomado de Rafael María Baralt. Estudios Literarios y Correspondencia. Ediciones de la Universidad del Zulia tomo V año 1965: Pág. 67-77.


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existir necesita el goce de la privación, como la virtud de combates y el amor de sacrificios. Y a no ser tan fuerte esta razón, no quedaría yo disculpado de ir a buscar diversiones lejos de nuestra gran ciudad, cuando tiene ella tantas y tan exquisitas dentro de sus puertas; pero respaldado con el principio sentado, confieso de plano que cansado de toros y caballitos y de caballitos y toros, me salí un día de noviembre a buscar en la fiesta de la Virgen de Belem, un remedio contra el círculo vicioso que describen perpetuamente en nuestra capital los pasatiempos, y con ellos el sufrimiento y la paciencia. —Era ya noche y las siete, por más señas, cuando columbré las casas de Cantarrana, que contadas diez veces y en todas direcciones son veinte, y también son un barrio de San Mateo, con todo eso. Y en verdad que al acercarme, aunque de pocas cosas suelo acordarme, me vinieron a la memoria otros tiempos y otros hombres que los de ahora. Por cierto fue aquí, me dije, donde unos pocos valientes hicieron muros de sus cuerpos, en prolongado sitio contra las numerosas hordas de Boves y muchos de ellos cayeron; y aquí también cayó Ricaurte. ¿Cómo se llamaban los primeros? ¿Qué monumento atestigua la gloria del segundo y la gratitud de sus conciudadanos? ¡Necia pregunta! Cuando muchos mueren juntos no hay gloria individual: es gloria de montón, gloria sin nombres; cuando uno solo muere, no hay gratitud; hay envidia. La generación contemporánea de aquellos grandes hechos ha desaparecido, y la que ahora huella los despojos de las gloriosas víctimas apenas sabe que sus padres eran hombres fuertes que sabían lidiar, padecer y morir; único acaso entre tantos reunidos en aquel lugar para ver una fiesta, ningún otro sabía o recordaba que aquel suelo tenía tradiciones y glorias. —Al fin de estas reflexiones, me ocurrió la de que entonces era yo niño y ahora voy para viejo; reflexión inhumana, humillante, con la cual suele mi mala memoria rematar sus importunos recuerdos. Pensando, pues, en la degradación de la naturaleza humana, seguía mi camino a voluntad del caballo de alquiler que me llevaba, y a poco llegué a la puerta de una de las casas; y como si fuera en su caballeriza, en ella se entró pausadamente conmigo mi compañero. —Apéese V. Esta es la


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posada. Apéese V., que estará aquí muy bien; mejor que en otra parte. ¿Viene V. acompañado? ¡Ah!, sí, él y su caballo. Tenemos muchos huéspedes. ¿Y cómo no? Esta es la mejor posada del pueblo, como lo dice mi primo Francisco el sacristán. No tenga V. cuidado, que no le irá mal y comerá y dormirá como un bendito. Verá V. una fiesta como nunca la ha habido. ¡Qué bailes, qué fuegos, qué máscaras va V. a ver! ¡Vamos, apéese V. y sea el bien venido! —Así habló, sin ser por nadie interrumpida, con femenina locuacidad, una mujer moza, rolliza y de rostro amable, dueña de la “pulpería” que el primo Francisco llamaba posada, por sus buenas razones; a las cuales y a la coacción de la prima conformándome, me desmonté, lo alabé todo, y más que todo, la amabilidad de la posadera, y poniéndole las riendas del caballo en la mano y la maleta en el mostrador, salí a dar una vuelta mientras se preparaba mi cena en cuarto separado. —Aunque distraído al llegar con la desagradable reflexión que al lector he comunicado, noté sin embargo ocho o diez mesitas, que arrimadas, unas a los corredores de la casa y colocadas otras en la calle, tomé al principio por mesas de confitura. Cuando volví, lloviznaba; los fuegos de artificio, que se acostumbra quemar la víspera de esta fiesta, se habían diferido para la noche siguiente; la posadera se ocupaba en preparar mi cena, dándose mucho movimiento y entonando de cuando en cuando una canción en estilo y son de “introito”, que le había enseñado su primo el sacristán; varias tentativas hechas por mí para trabar conversación con ella habían parado en hacerme oír algunas alabanzas del primo; tema favorito, que difícilmente dejaba la buena mujer, una vez empezado. Y he aquí por qué me vi forzado a tocar prontamente una retirada, que no paró hasta las mesitas, rodeadas a la sazón por gran número de personas; entonces conocí que eran de juego. La más rica de estas “bancas” no tendría diez pesos de capital, y tal bulla hacían los concurrentes, tantos había, tal confusión y desorden reinaba, que sin detenerme el riesgo que corría al arrostrar de nuevo la infatigable panegirista de Francisco, más que de prisa volví sobre mis pasos, y víctima resignada, me entregué en sus manos: cené, oí, me acosté y quedéme dormido cuando por la quinta


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vez volvía la posadera a ponderarme las complacencias de su primo, su actividad y constante aplicación al trabajo. No sé cuanto tiempo habría transcurrido, cuando empecé a oír, entre dormido y despierto, un gran rumor, causado por muchas personas que hablaban junto a mi: “Tire V. la misma”. “Voy al traido”. “A que la pierde”. “Cola de ambas” “Pinto y treces”. “Ganó V. la cabeza”. “Para y pinto”. Mezcladas con esta algarabía de voces bárbaras, oía también muchas imprecaciones. Uno lamentaba su suerte: otro decía que los “huesos” no eran “francos”; cual los llamaba “cabros”, cual “carretos”; y de cuando en cuando, haciéndose paso por entre aquel turbión de denuestos, juramentos y maldiciones, se distinguía un sonoro “topo a todos”, a que sucedía un pequeño instante de inquieto silencio. Comprendí al fin que se jugaba a los dados, y despierto y levantado para entonces, creció mi admiración al ver un grupo de personas mal encaradas y peor vestidas, que se daban entre sí los títulos más honoríficos. Al uno lo llamaban padre, al otro general; tal tenía el título de marqués, cual el de príncipe, y al que menos, se le daban los de comandante y doctor. Excitada vivamente mi curiosidad por cuanto oía y veía, me acerqué a aquellos personajes, y uno de ellos me informó que aquellos sobrenombres que tanto me habían admirado se daban, según su importancia, a los más hábiles en el juego. Todos ellos eran hombres que sabían de memoria el almanaque y andaban de fiesta en fiesta estafando a los necios de los pueblos, a donde con anticipación mandaban vender dados falsos y cartas marcadas, conocidas sólo por ellos. Claro es, pues, que me hallaba entre lo más florido, entre la crema de los tahúres del país, y es de creer y de advertir que sabían bien su oficio, porque la suerte protegía casi siempre a los de títulos más nobles. El príncipe de esta turba, creyéndome sin duda aficionado, me ofreció una silla “en buen lugar” tan pronto como me vio; y bien me vi en la necesidad de aceptarla, pues aunque no juego, ni a gustarme jugar me dejara desplumar en aquella corte ambulante, reparé que uno de aquellos señores cortesanos roncaba ya tranquilamente en mi hamaca. Era uno, que después de haber perdido las reliquias de su zapatería, y buscado en vano,


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quien le hiciera algunos adelantos a cuenta de las hormas que le quedaban, se había apoderado de mi hamaca y manta sin ceremonia, como de bienes mostrencos. Allí amanecí dando a todos los diablos al juego que me había despertado, al arruinado remendón, que me impedía acostarme de nuevo, y al sacristán, que era parte a que yo no buscase otra cama en la misma casa.

Segundo artículo Como no hay tinieblas eternas sino en el corazón del egoísta, del hombre piedra, del hombre estorbo que para sí solo respira, las de aquella noche cesaron a beneficio del sol que asomó por el oriente precedido por su correspondiente aurora; tan parecida a las muchas de paz y bienandanza que ha visto la patria por los ojos de sus politicastros, que yo luego que la columbré (bien que jamás la viera sino por entre las cortinas de mi cama) la conocí y dije alborozado: ¡bienaventurada! Así me anuncies día nublado, como presagiaste a la patria días serenos. Y con esto me levanté, me lavé y vestí, mientras la corte ambulante se disolvía para entregarse al sueño, dándose cita para el alba, como llaman entre sí la prima noche. El zapatero entre tanto había desocupado mi hamaca y se trababa de razones con el Marqués. —Preciso es, dijo, que esos malditos “huesos” estén “emplomados”, y el “librito de cuarenta fojas” marcado; ni unas “senas” me salieron, ni atrapé una “judía”, ni una “contra judía”: casi todos los “albures” los perdía a la puerta. Nunca he tenido la suerte más contraria o ha habido picardía. —¡Qué disparate! ¿Picardía entre caballeros? contestó el marqués, muy serio. No hay más sino que V. se empeñó en confiarse de aquella “zota”, viendo que los “siete y caballos salían a todas manos”. Hay días malos, amigo, no hay que dudarlo; pero mientras uno pueda desquitarse, no ha perdido enteramente. Búsquese V. “la aurora” (dinero) para el “alba” y observe bien las “cábulas”; puede ser que al “padre le den menos los cinco del hueso y los siete del librito”, o si V. quiere, busque otro “traido”, que será lo mejor, y envídele al comandante.


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El arruinado zapatero que, a lo se es cuenta, creyó distinguir en aquellas palabras, dichas pausadamente con imperturbable sangre fría, una profunda ironía o una maldad no menos profunda, montó en cólera, y con la cara encendida y los puños cerrados, se adelantó hacia su interlocutor. —Mire V., le gritó, marqués o diablo, yo no soy ningún “palo de maraca” para que V. me “rasque” como le dé la gana: V. y sus compañeros me han ganado malamente “mis reales” y todos son unos “maulas”. Bien sabe V. que he vendido cuantos “corotos” había en mi zapatería y ya no me quedan más que unas hormas viejas que nadie quiere comprarme; y cuando por caridad debía V. hacer que el “padre” me devolviera una parte de lo que me ha robado, para darle de comer hoy a mis hijos, me aconseja V. que busque “aurora” y vaya a entregársela al comandante. VV. son unos perversos, y ya me lo habían dicho muchos a quienes no quise creer, por mi desgracia. En mala hora y peor sazón alzó la voz el malhadado zapatero entre aquella turba diabólica. —¿”Maulas” y “perversos” nosotros, que somos unos caballeros?, exclamaron todos a una, yéndosele encima. V. es un “insultante” que no sabe lo que dice, ni a quien lo dice. Y al mismo tiempo empezaron a llover sobre él tantos y tan despiadados porrazos, que movido a compasión hube de intervenir, temiendo lo matasen, y con trabajo lo arranqué de sus manos todo magullado, echando sangre por boca, ojos y narices. En aquel estado lo conduje a la calle y acompañé hasta su casa, en donde puso de nuevo los gritos en el cielo al reparar que su pañuelo había quedado en las garras de sus aporreadores como último trofeo de la victoria. Imagínese ahora el lector que contempla el “progreso de la República”, y tendrá una idea exacta de lo que a mí sucedió en las calles de San Mateo. Diez veces las había recorrido ya, y paréciame no haberme movido del mismo sitio; hasta que cansado de revolverme a uno y otro lado sin hacer camino chico ni grande, resolví estarme quedo para verlo todo mejor; y sucedió que al dar el frente adonde tenía la espalda, reparé cerca de mí una cosa que antes no había visto: era un gran número de personas que, casi de repente se agruparon alrededor de una puertecita.


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La pieza a que esta puerta conducía era tan pequeña, que un solo hombre la tenía ocupada, y éste, asomándose de tiempo en tiempo, repartía entre los más inmediatos algunos puñados de tierra. ¡Bendito sea Dios, y lo que puede una trasnochada sobre la imaginación! He tomado por hombres las hormigas, y aun ahora mismo me parece estarlos viendo hablar, reír y moverse. Y así lo hubiera creído hasta el juicio final, que es el único juicio verdadero, si mi buena suerte no hubiera querido que en aquel momento viniera hacia mí, desprendida de lo que creía era “bachaquero”, una señora conocida mía. —¡Ah! señora M., le dije vivamente; ¡qué placer me causa en este instante su siempre amable vista! ¿Son racionales los entes que allí veo reunidos? ¿Es tierra lo que allí van a buscar? ¿Es tierra lo que V. trae en ese pañuelo? —Sí, señor, gentes honradas del pueblo son aquellas, y es tierra y tierra santa la que allí se reparte y la que aquí con tanto cuidado traigo. ¿Y por qué tan extrañas preguntas? —Nada, señora, nada, cosa ninguna, la dije un poco avergonzado; he pasado una mala noche en mala compañía y deseaba con ansia conversar con personas sensatas. —Pues si es así, amigo, ya tiene V. lo que busca. Véngase conmigo, almorzaremos juntos y de camino daréle razón de lo que ha visto y aun le cederé una pequeña porción de esta santa tierra, aunque no sea mucha que me sobre, pues tengo nueve nietas, mi yerno y dos hijas y a todos debo proveer. —Sabrá V. pues, continuó, que la Virgen de Belem, objeto de esta fiesta fue encontrada, según la tradición, por un indio, en el mismo lugar que hoy ocupa esta pequeña capilla. El indio, luego que la reconoció la llevó al cura, pero la imagen desapareció de su poder y fue otra vez hallada en el mismo lugar. Repitióse por segunda y tercera vez el prodigio, hasta que entendiendo el cura por tan evidentes señales que quería ser venerada en el sitio de su aparición, hizo construir aquel cuartito que tiene apenas tres varas en cuadro. No se abre éste sino el día de la fiesta y la llave es guardada cuidadosamente por el cura. Y bien que viniendo los tiempos la Virgen ha perdido su repugnancia a la iglesia y se ha dejado trasportar a ella, la capilla ha conservado muchas propiedades milagrosas. Su piso


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no está enlozado y un puñado de tierra tomado de él basta para fertilizar el terreno más estéril: disuelta en agua y bebida, cura varias enfermedades, y puesta al cuello en forma de reliquia, preserva de todo accidente funesto; pero para todo esto, amigo, se necesita tener una fe viva, y como gracias al cielo aún no se ha perdido enteramente, son muchos los devotos que asisten a esta fiesta y ninguno deja de proveerse de una buena porción de esta santa tierra. Y ésta es la razón de haberse hecho algunas veces grandes excavaciones en el pavimento hasta dejar los cimientos a descubierto; pero la tierra se repone después por sí misma, según me lo ha informado el señor cura. Aún hablaba la señora M., cuando llegamos a su casa. Los manteles estaban puestos y sólo se esperaba por ella para servir el almuerzo; y aunque sus amables nietas manifestaban el más vivo deseo de despacharlo, la señora M. declaró que había obtenido del señor cura la gracia de besar la imagen y que no podía hacerle esperar. Quedó, pues, resuelto que todos participaríamos de la gracia, y nos pusimos en camino para la iglesia. Hombre como de 50 años, rostro alegre, lleno y colorado; modales francos, aunque broncos a veces: tono decisivo, frases concisas, sentenciosas, suavemente dichas y con todo eso imperiosas; persuasión completa de hablar con inferiores ignorantes, persuasión que arraigó la costumbre y que el trato de la buena sociedad no ha corregido; tal era el cura. Hízonos entrar por la sacristía, para evitar el tumulto de los curiosos; mandónos hincar, y mientras murmurábamos una salve, tomó la imagen con una banda que tenía en el cuello, se sentó gravemente, después de haber puesto a su lado un platillo de peltre, y nos mandó acercar uno a uno. Cuando mi turno llegó, hice lo que había visto hacer a los otros: besé y deposité mi moneda en el platillo (cuyo uso conocí de este modo a mis expensas); empero, observando el cura la curiosidad con que yo veía la milagrosa imagen, tuvo la complacencia de dejármela examinar, volviéndola de un lado a otro. En una plancha de metal amarillo, como de nueve pulgadas de largo y seis de ancho, está imperfectamente estampada una Virgen, distinguiéndose con dificultad el relieve que figura


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un niño en sus brazos. —Tiene V. a la vista, me dijo el cura, uno de los mayores portentos que jamás han admirado los hombres. La materia (si acaso es materia) de que está hecha esta imagen, no es oro, no es plata, no es cobre, ni es estaño, ni plomo, ni hierro; luego no es metal; luego no es obra de este mundo. No tuve que contestar a este raciocinio, aunque sin la aserción del señor cura yo hubiera creído que era cobre. Y con esto, después de rezada otra salve, despedímonos del cura y nos fuimos a almorzar. Aún estábamos en la mesa, cuando se dejó oír un rumor de voces e instrumentos. Llena estaba la calle de gente de todas clases, que al pasar se precipitaron por el zaguán adentro, como sucede con el agua de una acequia cuando se le abre un rumbo. Delante de todos se dejaban ver dos extraños figurones, que a guisa de mal gobierno, a la vez que guiaban movían a curiosidad y risa aquella tumultuosa concurrencia. El uno estaba vestido con unos trapajos que imitaban fustanes; el cuello y los dos velludos y descarnados brazos traía descubiertos y en la cabeza una especie de gorra formada con un sombrero viejo de “palma”. El otro vestía “uña de pavo”, sombrero apuntado, chaqueta de paño raída con presillas y charreteras de papel, grandes antiparras de suela y por reloj la tapa de un perol; ambos tenían pintadas de negro sus caras, manos y pies. Luego que estuvieron en la sala, comenzaron a cantar alternando coplas de galerón, acompañándose con el “cinco” y las “maracas”. Habían aprendido los nombres de todos los de la casa y dirigían a cada uno una copla lisonjera, que tenía por objeto arrancarles una propina, que todos dimos porque a todos nos repasaron; y ya iban a retirarse, cuando repararon en el general Q, que estaba como oculto en un rincón de la sala. Al punto, acercándose a él, entonó uno de los mascarones la siguiente copla. Aunque más te has escondido, no te has podido ocultar; que no debo desairar a un general aguerrido.


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Al principio me pareció que el general se turbaba; pero luego se sonrió, movió los labios como un hombre que habla para sí, llevó la mano a todos sus bolsillos con inquieta distracción, y sacando el pañuelo, se comenzó a sacudir con él al mismo tiempo que el trovador, creyendo recibir algo, colocaba a sus pies el sombrero de tres picos. Entonces, el que hacía de mujer, rascando fuertemente el guitarrón, dijo:

Si te canto una cuarteta, me quedas debiendo un real; si dos es cuenta cabal, que ha de ser una peseta.

El general, tomando un tono serio, les dijo: —Bastante han recibido VV. ya por sus malas coplas; es tiempo de que se vayan y dejen de incomodar a la familia. El hombre levantó gravemente su sombrero, se lo puso y cantó:

Aunque tengas buena ropa, tú no eres buen caballero; que es un hombre sin dinero como un general sin tropa.

La víctima de esta escena mortificante parecía no atender a lo que se cantaba. Una risa mal reprimida de los circunstantes acabó de turbarlo: llevó por la cuarta vez su mano al bolsillo con la angustia de un hombre que busca lo que está cierto de no encontrar y dirigió la vista a su alrededor como pidiendo socorro. Sospechaba yo el motivo de su embarazo, como lo habrá sospechado el lector, y aunque no tenía amistad con él, me decidí a sacarle del aprieto. Comenzaba el mascarón mujer a entonar una nueva copla, de tan mal gusto como las otras y tal vez más picante que la última, cuando acercándome al general y aparentando decirle algo al oído, le eché el brazo por la espalda y dejé caer, en su bolsillo un par de pesetas. Luego que me hube separado algunos pasos, las arrojó él a sus verdugos, quienes


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se lanzaron a cogerlas con la avidez con que solemos ver una bandada de pretendientes dispararse a un destino cuyo propietario (quizá por devoción y no por peligro de la vida), acaba de recibir la extremaunción.

Artículo tercero y último Un instante después de haber desaparecido aquellos figurones poetas, que de algunos que por acá conocemos sólo se distinguen en que más modestos, o más temerosos de la vergüenza, se disfrazaban para versar, me despedí de la amable familia, prometiendo acompañarla aquella noche al baile que en la casa del señor cura, por ser más que las otras capaz, debía hacerse. Y casi sin moverme, por la ya apuntada razón, recorrí de nuevo el pueblo, y llegada la tarde, vi… cuanto hay que ver en nuestra tierra de oriente a poniente y de septentrión a mediodía: vi una corrida de toros, es decir, unos toros que corrían por la plaza huyendo de unos hombres que los perseguían montados a caballo, para recrearse limpiándoles la cola, que tomaban por el tronco, dejándola deslizar por entre la mano hasta la punta de la “cerda” y enjugándose después los dedos en las crines del caballo. A estos tales los oí llamar “sacadores de cocuiza”. En una palabra, se hacía lo mismo que con tanto aplauso hemos visto practicar en la plaza de Capuchinos. Y llegada la noche, vinieron los fuegos de artificio; y aquí fue Troya. Debían concluir estos fuegos con la quema de un grande árbol situado en medio de la plaza, el cual presentaría rodeada de luces la imagen de la Virgen de Belem; y he aquí que cuando los espectadores saboreaban de antemano el gusto de ver aquel esfuerzo del arte y que, los ojos fijos y la boca abierta, ni respiraban, ni pestañaban, ni hablaban, ni se movían, esperando la prometida representación, llega el momento, y el lienzo que contenía la imagen se niega a desarrollarse, sin que para conseguirlo valgan sacudidas al árbol, juramentos y bregas del malhadado pirotécnico que no era otro, lector, que nuestro amigo el sacristán; el cual, mohino y conturbado, vien-


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do salir vanos sus esfuerzos, procuró escabullirse boniticamente, buscando en la iglesia abrigo y protección contra la zumba del concurso. Allí le alcanzaron, sin embargo, los silbidos del pueblo y la rechifla de los muchachos, que a grito herido le denostaban, por más que el infeliz levantaba la voz, protestando que aquel suceso, disposición divina era, que males y trastornos anunciaba, y no falta de su ciencia, nunca mejor que en aquella ocasión dispuesta y ensayada. Por entonces no valió al amigo Francisco “un tour du métier”. Terminada esta diversión fui a buscar a mis introductoras para acompañarlas al baile, y aún no había comenzado éste cuando llegamos a la puerta de la casa del párroco, donde nos vimos detenidos por un concurso extraordinario. El señor cura se dejaba ver en medio de todos, recibiendo a dos manos las limosnas que le daban los devotos, para misas y fiestas a que estaban comprometidos por alguna promesa; y tan ardiente era la devoción y tal el crédito de la Patrona, que el señor cura se vio forzado más de una vez a entrar en la casa y descargar las faltriqueras. Más al fin, esta “áurea lluvia”, como todas las cosas de este pícaro mundo, tuvo su término: la nube que la causaba se disipó y despejada la puerta proseguimos nuestro viaje hasta dar fondo en la sala del proyectado baile. Y no es por querer cometer una figura de retórica, sino para ser verídicos, que representamos aquella sala como un mar y un mar proceloso; ¡tan grande, tan tremenda era la tempestad que en ella nos aguardaba! A nuestra llegada estaban reunidas la mayor parte de las parejas y a poco empezaron los músicos a tocar una contradanza. Sólo el que ha visto una turba de muchachos precipitarse sobre un puñado de reales regados en la calle por un padrino y allí darse de puñetazos y patadas, romperse la ropa y cabezas disputándoselos entre sí, puede juzgar de la impetuosidad, el tropel y algazara con que los bailarines se lanzaron al puesto, y de los empellones y coces que se dieron; hasta que al fin empujando aquí una pareja, pisando más allí otra y manoseándolas todas, quedaron colocados por orden de robusteces; para que se vea que en los bailes parciales, como en el general del mundo, la


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ley de la fuerza si no es siempre la del orden, es constantemente la de las colocaciones. Pero he aquí que apenas hubo cesado el rumor ocasionado por este movimiento, cuando se dejaron oír voces descompasadas en el extremo superior de la sala; causábanlas dos fuertes antagonistas, que se disputaban el derecho de poner la contradanza. Era el uno un joven de color rubio, grande estatura, facciones prominentes y miembros agitados. —He “sacado” para “poner”, decía, y no haré a mi “pareja” el desaire “de ceder el puesto”. Su antagonista, hombre que por su obesidad más parecía destinado a presidir un banquete que un sarao, defendía su derecho con no menos poderosa razón. Había recogido la suscripción y hablado a los músicos; el día entero lo había pasado solicitando sillas, mesas, espejos y otros mil cachivaches, y, en fin, el baile podía verse como obra suya. Cada vez levantaban más la voz, de manera que la música calló, las mujeres tomaron el partido de sentarse y los hombres, en lugar de proponer algún medio de conciliación, prefirieron rodear a los contendores, como se hace con los gallos de riña, alegres quizá de añadir esta diversión a la que se prometían gozar en toda la noche. —¡Músicos! toquen ustedes, dijo entonces con voz estentórea, el joven Patagón. —No toquen ustedes, gritó su adversario; no les pagaré. —Yo respondo por todo, decía el primero. —Yo les prohíbo tocar, decía el segundo. —El violinista era un hombre que por el color exaltado de su rostro y por los ribetes encarnados de sus ojos, mas parecía un devoto de Baco que un discípulo de Apolo. Era de aquellos que teniendo por humillante la profesión y viéndose forzados a vivir de ella, se dan el nombre de aficionados, sin desdeñarse de tocar (cuando les pagan) en bailes, entierros y “rosarios”. Al principio pareció no tomar un interés en la cuestión; pero al oírse interpelar con la palabra músico, mal sonante a su oído, montó en cólera y declaró que no tocaría. —V. tocará, le dijo furioso el joven, o yo le haré tocar el violín con la cabeza. Aún no había acabado de pronunciar estas palabras cuando el violinista, alzando el instrumento por el mango, le descargó con tal violencia que hubiera efectuado en el presuntuoso mancebo su


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propia amenaza, a no haberse interpuesto la hoja de la puerta entre violín y cabeza. Saltó este hecho mil astillas y armóse a este golpe (como a una convenida señal) espantosa y nunca vista batahola. Voces de hombres de distinta fuerza, en distinto tono se alzaron entonces a un mismo tiempo: llantos y gritos de mujeres, agudos y penetrantes como de chicharras, se dispararon en acompañamiento de la masculina vocería, y para que nada faltase, los que presenciaban por fuera de las ventanas esta escena unieron sus chiflas y palmadas al abominable concierto, sin que fuera parte a acallarlo que el cura, afligido y justamente alarmado con la discordia, elevase su voz entre aquel conjunto de desapacibles sonidos, y con todas sus fuerzas gritase: “Pacem sequimini cum omnibu,et sanctimoniam sine qua nemo videbit Deum”. Con todas las penas imaginables conseguí sacar de la casa a mis compañeras y conducirlas a la suya; y mientras las amables señoritas protestaban no volver a bailes de “escote”, yo juraba no llamar nunca a los hombres por el nombre de su profesión, antes de saber si la creen o no deshonrosa. A. A. A. y N. D.


LAS INDIRECTAS*

A todos y a ninguno mis advertencias tocan: el que haga aplicaciones con su pan se lo coma.

Artículo es este que no tendrá pie ni cabeza; pero tendrá verdades, que es mejor, y dichas con rebozo, que es mejor aún. Pensando hemos estado mucho tiempo como podríamos, sin escribir mucho, sin método y sin plan hacer un artículo indefinido, interminable y general, que a un tiempo de modas, de costumbres, de religión, de moral y de literatura tratase, y de política, y administración. A fuerza de pensar en ello, hemos venido a concluir que el mejor modo de hablar de todo y de todos y de un modo inteligible, era hablar de un modo indirecto, que no hay cosas como las indirectas y amañadas para ir directamente a su objeto; y por esto, por ser torpes y soeces las claridades, y porque

necesidad, favor, celo, codicia, forman tumulto, confusión y prisa tal, que dirás que el orbe se desquicia,

vamos a tomar del mundo y con modo los materiales de nuestras observaciones, sin seguir otro orden al escribirlas que el mismo que hemos tenido al formarlas. Primera. Se advierte a los señores periodistas que sus muchos o pocos suscriptores no les pagan para que se injurien por la prensa del modo indigno con que lo hacen. La imprenta debe ser en sus manos un vehículo de ilustración, no un instrumento de afrenta, y ellos deben ser escritores, no verdugos. A veces la mancha con que ensucian el carácter de un hombre y sus cos* Se publicó por primera vez en El Liberal, Nº 173, Caracas 20 de agosto de 1839. (Nota de P. G.) Tomado del tomo V Estudios Literarios y Correspondencia, publicado por LUZ en 1965. Pág. 95-98.


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tumbres, por medio de sus sandios papeles, equivale a la marca de un galeote; y a veces también “una palabra, una reticencia llegó al corazón como un puñal y aniquiló una vida”. El ingenio no se luce en el camino fácil y trillado de la injuria, ni la ciencia se prueba con la detracción, ni en insultos es un chiste; gala y gloria del saber es una verdad útil, un principio luminoso y fecundo, un juego inocente y festivo de la inteligencia, una producción cualquiera en que al par de la gracia, la elegancia y la propiedad de estilo, campea la riqueza del espíritu y la bondad del corazón. Si no sabes hacer esto, no hagáis nada, señores, que mejor os estará parecer ignorantes que desmañados y perversos. Segunda. Dinos, Andrés, por tu vida ¿cómo podremos distinguir tus amigos de tus enemigos? Tu lengua de dos filos, cual espada toledana, hiere, hiende, corta, punza, rompe y raja a los unos, y a los otros golpea y machuca cual si fuese “la viperina” una hacha de armas… ¡Ah! perdona, Andrés, que ya lo entiendo… La diferencia consiste en que magullas y aporreas a tus amigos a tiempo que sacas sangre a tus enemigos. Dicen las gentes, sin embargo, que es mejor lo segundo que lo primero, y que por eso vale menos ser tu amigo que tu enemigo. —Tercera. Almibarado y empalagoso Miguelito, pláceme dirigirte la palabra en buena paz y armonía. Pregúntote; ¿no sería muy conveniente que cuando vas a visitar a tu adorada lo hicieses a pie, o ya que te gustase cabalgar entrases a la casa tu persona y tu caballería? ¡Cuánto mejor es esto que plantarte como un poste en la ventana, y ora estirado sobre los estribos, ora elegantemente “regado en la silla”, decir ternezas a tu querida a buena cuenta de la paciencia de su familia y a riesgo de que los cascos de tu caballo santigüen a los transeúntes! Mira, Miguelito, el galanteo por las ventanas es ya de suyo embarazoso; no aumentes, pues, la dificultad de tu posición exhibiendo a caballo tu amartelada efigie, que si bien lo consideras, sustrayendo de ti el cuadrúpedo, te evitarás comparaciones odiosas. Cuarta. Adelina va de propósito muy tarde al teatro, precisamente cuando los actores se hallan en las tablas. Llega,


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arrastra con estrépito las sillas y después que ha llamado la atención de los espectadores y hécholes perder cuando menos una escena, se sienta dando al patio la espalda. Tus numerosos apasionados se quejan, Adelina, de la inconsecuencia de tu conducta. ¿Por qué, se preguntan, viene a deshora al teatro si no quiere que contemplen su hermosura? Y si como es fama lo desea ¿por qué se oculta a nuestras miradas después de haberlas excitado? Hombre hay que en su despecho “Esfinge” te llama, y no faltan atrevidos que te apelliden “la remilgada archicoqueta”. Escucha un consejo, Adelina, un consejo de amigo. Tu cuerpo es elegante, esbelto, de formas admirables; tu brevísima cintura es deliciosa y tus espaldas desnudas las más tentadoras que conozco; pero tu rostro, niña hermosa, es más bello aún que todas esas cosas. Llega, pues, al teatro a hora o a deshora, no importa; haz o no a tu gusto un ruido infernal al tomar posesión del palco; muy bien; coge ahora la silla y en ella blandamente colócate; corriente… Empero, ya sentada, vuelve hacia el público el hechicero gesto. Yo te faculto, si lo que te aconsejo practicas, para que hagas del ojo a tu chichisbeo a ciencia y paciencia del concurso. No puede negártelo, Adelina, tus juegos me divierten y a ocasiones cuando es mala la comedia, veo con gusto la que tú nos representas. Quinta. Amigo Frasquito, no te devanes los sesos y los pongas más huecos buscando anécdotas, cuentos, logogrifos y charadas con que lucir tu ingenio en las tertulias. Acaba de llegar un copioso diccionario de este ramo importante de amena literatura, y ya ves, con un diccionario de chistes y agudezas vas a hacerte un hombre graciosísimo, y lo que es más, un hombre afortunado. De aquí en adelante, armado con ese precioso libro como un talismán, vas a ser el terror de padres, amantes y maridos; nada se opondrá a tus deseos; serás irresistible, inaguantable, insufrible. ¿Qué parecerán a tu lado los famosos seductores de que hablan las novelas? Pigmeos, insectos, nada. ¡Ánimo, amigo, ánimo! Gracias a vuestro admirable diccionario en cualquiera situación y sobre cualquier asunto, con solo tener memoria y entender lo que leas, puedes cómodamente y mejor que nadie hacer rabiar a tus oyentes.


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Sexta. Tu lima literaria es excelente, Basilio; tan bien muerde lo malo como lo bueno y todo lo deshace. Tu juicio crítico es maravillosamente exacto, Basilio; siempre está en contradicción con el del público ilustrado; grande es también y laudable tu buena fe, Basilio; si la producción tiene por base un argumento nacional, es mala porque en el país no hay argumentos que valgan la pena de tratarse; y es mala también si el plan es extranjero, por la sencilla razón de que no es nacional. En todo lo demás eres un censor amable, indulgente, lleno siempre de gracia y de consejo; la flor y nata de los censores. —Séptima. No arrojes, Pablito, a la crecida acequia de la calle cuando llueve sino las basuras que puedan flotar, y reserva cuidadosamente las más pesadas y que sólo sirven para el abono de las tierras, hasta que con ellas puedas engrasar tus campos. Si a seguir este mi consejo no te moviere tu propio interés, muévate siquiera el lastimado y suplicante olfato de tus vecinos. Octava. Ocho días a razón de tres visitas diarias…, veinte y cuatro pesos… ocho id. a id. de dos id… diez y seis pesos, son cuarenta; esta es la cuenta. Veamos… cinco… diez… veinte… veinticinco… treinta… treinta y cinco… cuarenta; muy bien; están completos. Y V., cómo va don Serapio?… ¿malito todavía?… —No, doctor, me hallo bueno enteramente. —¿Enteramente?… Déme el pulso, don Serapio… —Duermo como un canónigo, como y bebo del mismo modo, no siento ningún dolor y estoy ágil, y… —¡Disparate! ¡Crasa equivocación, don Serapio! A V. le parece que duerme y no duerme; su apetito está muy lejos de parecerse al apetito sano de los señores canónigos, y es por el contrario un apetito desordenado, una gulimia. Dice V. que no siente nada y sí siente, aunque no lo halla reparado, y por más que se crea ágil, no hay tal, pues se haya más pesado que un plomo. Son necesarias aún algunas recetas. Aquí tiene V. una,


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y mañana volveré a reconocer el efecto que produce. No está V. bueno todavía, aunque le parezca, señor don Serapio; mejorcito, mejorcito y nada más*. Con efecto, el doctor tenía razón. Apenas tomé la receta, cuando me sentí enfermo de nuevo y reconocí que la naturaleza se había engañado groseramente en ponerme bueno sin la anuencia de su venerable antagonista.

* Se hace alusión a ciertos individuos mengua de la profesión, no a los que honran la humanidad y la ciencia.


COSTUMBRES CARAQUEÑAS* Las tertulias Tengo un amigo de los pocos que pueden tenerse: siempre igual, siempre risueño; rara vez me visita, y cuando lo hace sabe distinguir desde el saludo el humor en que me hallo: si con murria, dice un par de nonadas, tatarea, me da una palmadita en la espalda y se escurre; si de fiesta, charla, rebosa en joviales chistes, y consigue lo que nadie: que yo parezca amable. ¡Feliz, Manuel! Tú eres un digno huésped de esta incómoda y vasta posada del mundo: si te sirven, bueno, y bueno si no te sirven. Para ti dijo Pope “todo está bien”, aunque para los demás dijo un rematado dislate. Tu pasta es admirable; Guiteras haría con ella, y por la primera vez deliciosas confituras. Si yo deseara la sempiterna posesión de una cosa, sería tu amistad… Manuel…, ¿Eres ideal? ¿No te pareces tú a esos demás cilicios que en la romería de la vida se llaman amigos?… ¿Qué sé yo? Encontróme de rosita el domingo, y empezó mañosamente, a suavizar mi genial aspereza con la precaución que se manosea un loro arisco por temor a las picadas. —“Mosaico”, me dijo, ¿por qué no frecuentas la sociedad? Ella es el único remedio al fastidio; tus pretendidos compañeros, los libros, no la suplen, que solo ensimisman y aíslan al hombre, y le predisponen a las dolencias, estragándole el estómago, o irritándole la bilis. Con el roce, serías otro. ¡Otro más aburrido, más escarmentado! ¡Bah, bah, bah, bah! Mira que esas son exageraciones de una chaveta recalentada; mira que ciertas lecturas te perjudican; tú no puedes pensar así. Ya; ¿te refieres a Larra? Pues en muchas producciones de aquel malogrado escritor, noto lo que gusto llamar plagio de mis ideas o sea una coincidencia sorprendente con mi modo de ver. Yo no pretendo ser su payaso, ni menos imitar la * Se publicó en Correo de Caracas, Nº 2, Caracas, 16 de enero de 1839. Por el hecho de haber sido atribuidos a Rafael María Baralt, insertamos estos dos artículos (Las Tertulias y Las Cabañuelas), pero debemos manifestar nuestra más vehemente sospecha de que tal atribución es infundada. Es difícil aceptar el seudónimo Mosaico, como de Baralt y el estilo no es el de sus primeros artículos de costumbres. (Nota de P. G.) Tomado de Rafael María Baralt. Estudios Literarios y Correspondencia. Ediciones de la Universidad del Zulia tomo V año 1965: Pág. 319-323


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última de sus extravagancias; pero la sociedad que él pinta es, muy aproximadamente la sociedad que conozco y la sociedad que no apetezco. Déjate de eso. Para mí sería de mucha satisfacción que mudases de parecer en el particular. ¿Quieres complacerme? Esta noche tertuliamos en casa de la Gutiérrez, ¿no me acompañarás? La reunión será escogida, del mejor tono, como que allí no puede haberla de otra especie. —¡Válgame Dios!, dije yo entre mí; todo es bueno, todo es óptimo para este bendito. Y recio: te acompañaré… y nos fuimos a comer, no sin meditar yo, según mi costumbre, sobre el móvil de mi resolución que hallé sin mucho esfuerzo en el interés de no desagradar a un amigo tan precioso, tan único como Manuel. —Llegó la hora, interrumpí una conversación harto animada para mí sobre “el placer de no hacer nada”, tomé el sombrero y partimos. Era una noche calorosa. Entrando, reparé al extremo del corredor una mesa en que estaban colocadas, no sin estudio, algunas bandejas con huecas o voladas, botellas como de vino, limoncillos agrios y alcarrazas que contendrían agua. “Este buen tono”, me dije, “es colonial, es adquirido en la emigración: lo refrigerante y económico lo prueban”. Pasemos a la sala. Era ya numerosa la concurrencia y estaba constituida en su mayor parte de jóvenes de ambos sexos. Nuestros saludos generales llamaron en cierto modo la atención; algunos se rebulleron en sus asientos, pero nadie se levantó a recibirnos; y tomamos cuanto antes y al acaso las primeras sillas vacías que a la vista se presentaban, por no figurar el solo de un rigodón. Arrellenéme en la mía, y ya más tranquilo y sosegado eché, una mirada excrutadora sobre la concurrencia. A todos conocía, a todos podía calificar; por todas partes una Venus, un Adonis, cuyas cabezas llevaban rizos, cintas o flores en vez de ideas. ¿Es ésta la tertulia…? Iba a filosofar cuando se sentaron al piano dos señoritas. Empezaron; y la celestial armonía de la música embargó como siempre mis potencias. ¡Infeliz de aquel que oyéndola puede emplearlas! Tocaron y cantaron a dúo y separadamente. La ejecución fue apenas sufrible; pero la voz


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cualquiera de una bella joven tiene cierta electricidad que nos conmueve deliciosamente, que nos penetrará siempre a fuer de espada, aunque estuviésemos armados de la égida de Minerva. Todas las composiciones eran recientes, todas de una serie que hoy día se publica. El aire no pareció mal y la otra revelaba que Apolo había dado al autor su lira, mas no el númen del canto. Cesaron; y algunas señoras de aquella edad que jubila, que da autoridad a precio de gracias, que exenta del cumplimiento de más de un enfadoso deber, excitaron a las demás jóvenes a mostrar sus habilidades filarmónicas. Esforzada fue la insinuación, blando el ruego y todo inútil, porque la una (según ella), tenía un resfriado terrible, en la otra asomaba un espantoso dolor de cabeza, y no faltaron quienes tuviesen abatimiento de espíritu, y melancólica afección: cualquiera hubiera dicho que las que sabían hacerlo, ya lo habían hecho, y no sin ensayos. Al oír sus remilgadas excusas, y después y por sobrado tiempo, al verlas secretear en ofensa, tal vez inocente, del decoro, ganas daban preguntarles quiénes y por qué causa las habían impulsado a concurrir en tan lastimoso estado de salud. ¿Sería la mamá por precaución higiénica? De esta duda pudiera haberme sacado la joven Narcisa, que estaba sentada a mi derecha; pero al volverme con ánimo de hacer la consulta, noté que me había estado viendo atentamente, que lo hacía entonces de hito en hito y diciendo a su compañera: “¡Qué abandono! ¡Qué lástima!; ni usa trabillas, ni tiene carreras en el peinado”. Yo me sonreí, quizás maquinalmente, y dirigí la palabra a su abuela que me quedaba al lado opuesto. —Ésta era nada menos que la patrona, dama nada fácil de ocultarse: de grueso bulto, fresca de cara, fresca de ideas, fresca de charla y sabrosa; pelota elástica, que da bote en los pesares y rechaza a veinte varas: hija de la alegría, que todo lo ve de color de rosa; vive, según ella, idolatrada de los suyos, muy estimada de los extraños y en la abundancia del paraíso. —Mi señora, le dije, (y Dios me perdone la intención), selecto es el concurso de damas; y parece que esto no es común a las demás tertulias de la ciudad. —Así lo creo, me repuso; pero como mis yernos y yo estamos tan bien relacionados, bástanos para celebrar con luci-


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miento un cumpleaños en la familia o para reunir estas tertulias de que rabiarán las que no pueden lograrlas, pasar la voz entre nuestros numerosos amigos. He sido, Señor, muy afortunada en la colocación de mis hijas, todas han obtenido los mejores partidos, y ciertamente que lo merecen: bien parecidas, amables y formales, hacen la felicidad de sus maridos y son idolatradas por ellos. A todos los dominan (porque la buena esposa debe dominar a su marido; sí, Señor, debe dominarlo), y todas tienen por mí la mayor deferencia; yo me veo, pues, convertida en el ídolo, en la reguladora de la familia. Nada apetezco, todo me sobra… Acordándome estaba de un hecho muy reciente que lo prueba. Vino a verme mi hija Juanita, y curioseando allá adentro abrió el escaparate y empezó a examinar mis trajes y joyas; tanto tiempo gastó que el yerno y yo que estábamos en esta sala hablando como siempre sobre nuestra felicidad, nos habíamos olvidado de la tal Juanita; pero quiso él acaso que ella contase los túnicos o camisetas, y no hallando más que 23, porque confieso me había descuidado algo con esta parte del vestido, corre despavorida hacia nosotros, gritando al marido: ¡”Anacleto, Anacleto, qué vergüenza! ¡Mamá sin túnicos!” Debo decir que al principio sus palabras me causaron gran sorpresa, y aun mayor a mi yerno, que me veía estupefacto de arriba abajo; pero la niña se explicó, y nos reímos por mucho tiempo y con muchas ganas, y tan recio que los vecinos vinieron a aguaitar por las ventajas; pues ha de saber V. que cuanto hacemos nosotras llama la atención, da la norma o cae en gracia. A breve rato después se ausentó el yerno, y volvió inmediatamente con dos piezas de guarandol. En el siguiente día los maridos de Carmela y de Rufina, las otras dos hijas mías, se aparecieron cada uno con tres piezas de la misma tela; y aquí me tiene V. con ocho piezas. Larga la llevara esta mujer dichosa si uno de sus trescientos yernos no se hubiese acercado a pagarle sus respetos; interposición que yo aproveché deslizándome boníticamente y sin ver atrás. Incorpóreme a varios grupos, imitando sin quererlo a seis u ocho mozuelos que con la agilidad de una tara brincaban pro todas partes, y daban a la concurrencia la semejanza de títeres. Aquí se hablaba de modas, del peinado y cuerpo de


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fulanita, y también de su conducta; allí del vómito prieto, describiendo entre risas y chistosos comentarios el doloroso fin de una hermosa joven que esa terrible enfermedad arrebató a la ternura de sus parientes; más allá, y entre dos marisabidillas, la política hacia el gasto, México iba a ser presa de los franceses, las débiles naciones de América eran el juguete de las fuertes y poderosas de Europa, el gobierno de Venezuela ha sabido conservar la paz exterior, etc. etc. etc., y todo según El Liberal. Pero como ver y oír no se excluyen, al mismo tiempo que regalaba mis orejas reparaba en Manuel, que con su cara de bienaventurado, sostenía hacia un rincón la animadísima conversación de una soltera señorita de treinta y cinco corridos. Picóme la curiosidad de oírlos, y al disimulo me fui aproximando y entré en parleta a cierta distancia con uno de esos hombres que todo se lo dicen, que todo se lo celebran y nos dejan a nuestras anchas: hombres preciosos en algunos casos, como el presente, y en los demás, dignos de una cartuja. La solterona estaba haciendo su agosto: echaba pestes contra las tontuelas, que confiadas en sus quince abriles, pretenden disfrutar exclusivamente de todos los obsequios, que se sufocan cuando aspiran el incienso que algún hombre juicioso quema en las aras de otra divinidad; echaba rayos contra la maldad de os que con sus venenosas lisonjas vuelcan el juicio de aquellas simplecillas y las ponen en disposición de tragar hasta ruedas de molinos; echaba fuego contra el matrimonio, la tiranía del marido… y al mismo tiempo asestaba contra mi cuitado amigo la mortífera batería de sus dos negros, rasgados y chispeantes ojos. Ignoro aún si la fortaleza resistió el bombardeo. Yo dejé de oírlos, ya embebecido en profundas meditaciones. “Doncellas viejas (dije entre mí, y no antes que otro), ¡qué interesantes sois! ¡Qué fatal suerte os persigue en este mal sistemado mundo! Con toda la conciencia del amor y de su necesidad, con una tormentosa exhuberancia de vida, os veis condenadas como el hidrófobo a rechinar con la vista del agua apetecida, como flor en sequero a sufrir perpetuamente la influencia abrasadora del sol, a sentir la eterna ausencia del rocío del cielo, y lánguidas y mustias… ¡Doncellas viejas! Os amo de todas veras. Una con-


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dición, una sola condición; ¿queréis casaros todas conmigo?”… Pero el rumor y movimiento de varias familias que se despedían, deshizo el ensueño y mi ardiente caridad, y me despedí también dando al cuadro una mirada de aficionado. El ojo de la soltera relumbraba aun en el rincón; la “espiritual” Narcisa, emblema de la flor de nícua, no había cambiado de postura, la cara presentada, entreabiertos los labios, como que seguía diciendo “aquí estoy yo”; su verde abuela dejaba oír su voz sobre la voz de los demás a guisa de jefe de parada, y mi oreja fue recogiendo hasta el portón las palabras “festín”, “música”, “baile”, “guarandol”, que continuaron zumbándome mientras descendía paso a paso por la calle de Leyes Patrias. Poco después y medio dormido estampaba estas notas, que comentará el leyente según su genio y humor. Al despertarme esta mañana, las reclamó el editor del Correo, y ya no puede reverlas el disgustoso, Mosaico.

Las cabañuelas* Joven, independiente y soltero (todo el tiempo que al cielo le plazca) atropello a veces por ciertos convencionales miramientos de la sociedad; llórolo después como la arrepentida Magdalena, y torno de nuevo a ser dominado por mi temperamento de fuego. Pero yo no me conformé; ni culpa es ésta fuera de absolución, que puede dármela un ministro cualquiera del Dios de la misericordia, de ancha o estrecha manga; y así me consta por mis antiguas confesiones. Vaya ésta por incidencia. El reloj de la Catedral había sonado las doce en una hermosa noche del pasado diciembre: todo convidaba al amor y al desvelo; el firmamento semejaba un inmenso y rotundo palio de purísimo azul; era transparente y balsámica la atmósfera; la luna brillaba llena de gloria y majestad, y dibujaban sus rayos graciosamente el ramaje de un bosquecillo de tártagos situado * Se publicó en Correo de Caracas, Nº 3, Caracas, 23 de enero de 1839. (Nota de P. G.) Tomado de Rafael María Baralt. Estudios Literarios y Correspondencia. Ediciones de la Universidad del Zulia tomo V año1965: Pág. 325-328


en medio de un espacioso corral; un hombre se distinguía en la espesura, y sus movimientos denotaban ansiedad o impaciencia: este hombre era yo. Virgen modesta, cuyos bellos ojos recorran estas frívolas líneas, no al llegar aquí te sobresaltes; no abatas los párpados con instintivo recelo; prosigue sin temor la comenzada lectura, que jamás mi pluma ofenderá al pudor. Y tú, lector desocupado, ¿te quedarás sin tu apóstrofe? ¿Gustas de la cacería de venados? Has estado en un “puesto” listo el oído, atenta la vista, el cuello prolongado y al más leve movimiento el corazón dando vuelcos. Pues si has estado, tendrás una ligera idea de aquella mi emboscada situación. Probé a cambiarla al fin, en busca de mejor suerte, y esto me hizo ver lo que al principio me sorprendió; recobré después la llamada filosofía, y luego hasta el espíritu de cálculo; pues conjeturé con maravillosa rapidez un enristre para mí nada agradable, y los medios de evitarlo por una prudente y oportuna retirada. Vi que la pared divisoria de una casa contigua estaba caída: vi en su despejado corral una figura; pero, ¡Dios mío, qué figura! Contra el miedo la mejor receta es estarse quieto y cerrar los ojos: hícelo así por algunos minutos; volví luego a despegarlos; me envalentono y avanzo, aunque no con planta de héroe. La figura no se movía sino en reducido espacio: era seca, prolongadísima; vestía de blanco, y por sobre todo, un descomunal chaleco; en la cabeza, y bien metido, un gorro negro; y en una mano cierto trasto como jeringa. A veces apuntaba hacia arriba la jeringa, aplicando el ojo a un extremo; a veces daba medio encorvado unas volteretas, y husmeaba como podenco que olfatea la presa; ora azotaba el aire con ademán de nigromántico, y sirviéndose de su descarnado brazo como de mágica varita; ora quedábase de repente inmoble y en perfecta posición vertical. Yo hubiera jurado que era una estatua, que era una copia en yeso de la obra maestra del inmortal Benengeli. Me le acerqué más, estando en esta inofensiva postura; creo reconocerle… No tengo duda… “Sit, sit:” nada: “sit, sit…” ¡Don Hilario! ¡Don Hilario! El nuevo prodigio de Pigmalion se conmueve, mira a todos lados; yo me lo arrimo, y me embejuca entre sus brazos.


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—”¿Qué haces aquí hombre?”, me dice. —Eso es largo de contar, repúsele. Y dígame, ¿qué hace V.? ¿Qué asunto es ese que tiene V. en las manos? —Mi telescopio, replicó no sin ternura de acento. Es el mismo con que mi tío don Bruno hacía allá en el Tuy sus observaciones, el que le adquirió tanta y tan bien merecida fama: es un instrumento peregrino: de él se ayudaba mi sabio pariente para coger las cabañuelas; yo lo heredé y las estoy cogiendo. —¡Cabañuelas!, me dije, y ya en la más honda distracción… Cabañuelas… yo oigo hablar de ellas a todos los hombres de edad y experiencia, a todos los agricultores; esto debe ser positivo y muy útil a los intereses de la patria. Don Hilario las coge. ¡Qué grande y patriótico debe ser don Hilario! Y efectivamente, creía estar viendo en mi amigucho el gorro de la libertad sobre una pica de cuatro varas. Tal vez el público va a encalabrinarse en que yo escribo para hacer reír o que soy visionario; y en ambos casos está equivocado de medio a medio. No gusto de chuladas, y si veo visiones es como los demás, porque las hay. Haréle saber, sin embargo, que lo maravilloso tiene sobre mí un poder irresistible; que nada descreo porque otro lo dudé o ridiculice; que los duendes, brujas y demás entes de esa calaña pueden existir en mi opinión, y aun en la de respetables escritores de la moderna escuela literaria. Con semejante modo de pensar, fácil es suponer que las palabras de don Hilario hicieron en mí profunda impresión. Roguéle desvivido de curiosidad, que continuase la tarea, si no era obstáculo la presencia de un profano; y esto fue echarle aceite al fuego, hablar de campañas a un viejo militar retirado, o del objeto de su cariño a un novel amador. —Amigo, me dijo, la agricultura es el arte primera y la más importante al hombre; es respecto a las demás lo que la base al resto de un edificio; y respecto a la agricultura, es la ciencia del cabañuelista lo que la cabeza discursiva al brazo ejecutor, lo que el alma al cuerpo. Luego, la ciencia profunda, misteriosa, cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos, y a la que yo he dedicado mis vigilias, mis estudios, mi vida, es la ciencia que sin


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disputa debe figurar al frente de los conocimientos humanos. Modernamente se hace el augurio en los primeros doce días del mes de enero; los antiguos lo hacían en la primera mitad de diciembre. Yo sigo a éstos y el formulario de los moros de Toledo, práctica que me da resultados infalibles, bien coja para atrás o para adelante las cabañuelas; esto último pide una explicación especial, que daré a V. quizás algún día. Pero no relucirá un relámpago, reventará un trueno, ni caerá una gota de agua que me sea imposible predecir. Ni a esto solo se limitó la ciencia en sus épocas de esplendor, cuando el gran Sanchoniaton (a quien el vulgo de los doctos conoce únicamente bajo el menguado título de historiador) rasgando el velo de lo futuro, revelaba a los débiles mortales los más recónditos arcanos; ni a ello solo está reducida la capacidad de este humilde adepto, que pueda señalar los acontecimientos por venir de la vida común y de la política… Aquí subió de punto mi admiración por don Hilario; aquí sí perdí todo tino, toda templanza, y me arrojé a sus pies rogándole me predijese en secreto los públicos sucesos de Venezuela en el año 39. —Levanta, exclamó; nada puede negarte mi amistad. Y volvió a quedarse en suspenso como la pasada vez. Pero en ésta, concluyó gesticulando y profiriendo con hueca entonación algunas palabras estrambóticas: temí fuera un conjuro, y que apareciese el familiar espíritu: al fin, con aire profético y mostrando con el índice un lucerito del cielo, se expresó de esta manera, o al menos parecióme oírlo: —¿Ves la estrella de Venus? ¡Ay del mortal a cuyo nacer preside! (Y me agarró del brazo). Este fatal planeta ejercerá en el año un influjo maléfico sobre la política; pero a su modo, lento, silencioso tenaz: una vena rota para dar la muerte, antes produce gradual debilidad, desconcierto de las facultades. Provecho sacará el atento observador de las conjunciones de este planeta; ruina, lastimosa rutina de reputación tocará a otros. El inspirado hace una pausa, baja la vista, prosigue: —“Robusta mano dirigirá las riendas del Estado. Vigor y aun destreza no le falta… El hombre de la opinión monta un carro aderezado como para el triunfo: llano, preparado en el


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espacio que va a recorrer. ¿Ves que lo para? Dí, malicia, ¿ves que se vuelca? Dí, dañada intención. “Haré una tremenda profecía. Observad como la naturaleza toda enmudece la atención…” En estos disparan unos aguinaldos, allí mismo en la calle, pared por medio, cantados por cincuenta voces y al son de infinita zambombas, maracas y panderos, que con su infernal zambra impidieron de todo punto proseguir al mal aventurado augur. Busquélo con la vista y se había largado, sin duda poco satisfecho de su dominio sobre la creación. Entonces caí de mi asno: di a todos los diablos la ciencia de los moros de Toledo pensó e la cita, pero ya todo era tarde. ¡Qué de males! Tal vez mi ninfa vendría a jurarme su casto amor, su constancia, y no me halló; y si me halló, echaría a correr viendo el pelaje del cabañuelista. Tal vez este mal digerido y trasnochado artículo priva de un amigo a Mosaico


PROSA DE HISTORIA

NOTA. —Seleccionamos cinco fragmentos que forman parte del “Resumen de la Historia Antigua y Moderna de Venezuela” escrito consagratorio de la calidad literaria de Baralt. Cabe destacar que Baralt en los tomos que hacen referencia a la Historia Moderna de Venezuela describe los hechos históricos por año; de manera que cada párrafo comienza con una fecha determinada. (Nota del compilador)



AÑO 1814* Al referirse a Bolívar y sobre su participación en los sucesos de 1814 Baralt comenta: “Los heroicos esfuerzos hechos por Bolívar en Venezuela para defender la libertad de la república, en su conducta administrativa y económica, y mayormente la modestia, o llámese sagacidad, con que voluntariamente se sometía él, siendo venezolano y dictador en su patria, a juicio de un gobierno extraño, le granjearon afecto y grande admiración de parte de los granadinos. Justo era, porque ningún hombre con tan escasos medios de acción e igual número de dificultades, dio jamás mayores pruebas de valor, ingenio y fortaleza”.

* Fragmento tomado del “Resumen de Historia Antigua y Moderna de Venezuela” De Baralt y Díaz publicado por La Universidad del Zulia en el año de 1960 tomo 2.


AÑO 1819* Llevaba el proyecto de oponerse a Morillo en el teatro probable de sus operaciones y el de consolidar el poder del gobierno entre las tropas republicanas del Apure. Para lo primero envió por delante mil hombres de infantería al mando del general Anzoátegui, y además se hizo seguir por la división de Sedeño; con lo cual al siguiente día de su reunión con Páez y sus tropas en San Juan de Payara, que fue el 16 de enero, contaba el ejército 2.000 jinetes y otros tantos infantes excelentes. Para lo segundo no tuvo más que hablar, porque Páez, harto buen patriota para no estimar a aquel grande hombre, cedió, como todos cedían, al ascendiente irresistible de su fuerza moral. Los envidiosos, los enemigos encubiertos de la república, los chismosos y revolvedores, que habían sido causa de la desavenencia, quedaron burlados al ver la reconciliación de los dos jefes; y Bolívar que no sabía hacer nada a medias, dio a Páez grandes testimonios de particular afecto, sin dejar por eso de hablarle en privada conferencia cual convenía al jefe de la república. Como sello de esta alianza y en recompensa de los muchos servicios que había hecho al país el célebre caudillo del Apure, le elevó entonces al grado de general de división. Allí mismo le dio en seguida una gran prueba de confianza; pues como debiese reunirse el congreso en el mes de febrero, se puso en marcha para Angostura, delegándole el mando de todas las tropas.

* Fragmento tomado del “Resumen de Historia Antigua y Moderna de Venezuela” De Baralt y Díaz publicado por La Universidad del Zulia en el año de 1960 tomo 2.


BATALLA DE CARABOBO* Cuando se celebró el armisticio, los patriotas eran dueños de todo el curso del Unare, de Barcelona y su provincia; además tenían franco el camino del Río Chico por la costa para invadir cuando quisiesen la provincia de Carabobo. Durante los pocos meses que estuvo en observancia aquel tratado conservaron los valles de Guanare y el pueblo de Uchire con infracción del convenio, porque éste les prescribió por límite el Unare. Era Bermúdez quien aquí mandaba y su división debía llamar poderosamente la atención del ejército español sobre Caracas a fin de auxiliar el movimiento principal que ejecutaba el Libertador en combinación con el ejército de Apure. Así, Soublette, encargado de dirigir las operaciones en el oriente y en la provincia de Caracas, ordenó a Bermúdez marchar sobre ésta, a Monagas auxiliar con la brigada de caballería al general Zaraza, y a éste dar principio a la guerra en las comarcas de Calabozo y de Orituco. No embargante una peste de viruelas que redujo su división a menos de 900 hombres, el intrépido Bermúdez se puso en marcha para la capital, ocupó si oposición los atrincheramientos de Tacarigua, se aposesionó del Guapo y de Caucagua, batió a los enemigos en Chuspita y más luego en el Rodeo de Guatire, en donde ya reforzados con auxilios de Caracas habían tomado posiciones. El primer bien que produjo esta rápida marcha, fue la desmembranación de las tropas de La Torre, pues como supiese en San Carlos el movimiento de Bermúdez sobre Tacarigua y le ponderase el brigadier Correa el número de los invasores, le envió el 2º batallón de Valencey, y él continuó con las demás tropas hacia Araure, juzgándose acaso con tiempo y fuerzas suficientes para batir al Libertador o hacerle retirar a la margen derecha del Apure. Mas no habiendo recibido Correa oportunamente el refuerzo, evacuó la capital después de la rota del Rodeo, y Bermúdez sin disparar un tiro la ocupó el 14 de

* Fragmento tomado del “Resumen de Historia Antigua y Moderna de Venezuela” De Baralt y Díaz publicado por La Universidad del Zulia en el año de 1960 tomo 2.


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mayo. Y he aquí que La Torre justamente alarmado de ver a los patriotas dueños de aquella ciudad y luego de La Guaira, convoca a junta de guerra, y oído su dictamen deja en Araure la 3ª y 5ª división para observar a Bolívar, retrocede con el resto de sus fuerzas a San Carlos, da orden para que la caballería situada en Calabozo se traslade al Pao y continúa su marcha hacia Valencia. Morales entre tanto marchaba rápidamente con 800 hombres a los valles de Aragua, en donde debían reunírsele el 2º de Valencey y los dispersos. Segundo bien que produjo esta oportuna diversión de Bermúdez, porque Bolívar podía ahora seguir sin inconveniente poderoso su camino de Barinas a San Carlos, reunirse a Páez donde quisiera y caer sobre Valencia en ocasión de hallarse desparramados sus contrarios.


Batalla Naval del Lago de Maracaibo*. 24 de julio de 1821 El historiador Rafael María Baralt nos describe en prosa magistral los acontecimientos relativos a la Batalla Naval del lago de Maracaibo leamos un extracto. “ambas escuadras se preparaban para atascarse el 24 y solo esperaban por el viento, cuando los patriotas que lo tuvieron favorable a las dos de la tarde dieron la vela sobre sus contrarios. Arrejerados éstos esperaron el ataque con la desventaja de no poder maniobrar ni hacer uso de ‘todos sus fuegos, al tiempo que los patriotas, dueños de moverse en todas direcciones, podían elegir el punto del ataque y presentarles alternativamente sus costados. Con esta superioridad dio Padilla a las tres y media de la tarde la señal de abordaje. Recibiéronle los realistas impávidos con un fuego bien sostenido de cañón y de fusilería que no fue contestado por los patriotas hasta que, hallándose a toca penoles, comenzaron a hacer uso de ambas armas. Como los jefes de los dos ejércitos habían puesto sus mejores tropas a bordo de los buques, el choque fue sangriento. Arrojáronse unos sobre otros con la saña del odio y el furor de la desesperación. Los colombianos tenían que vengar sobre laborde la reciente victoria naval de Borburata; los españoles tenían que sostener su antigua reputación marítima y justificar con un triunfo otro triunfo. Nunca más ciego valor, más ira, más esfuerzos fueron desplegados por realistas y patriotas que en aquella batalla memorable que colocó la gloria de la marina de Colombia al par de la de su brillante ejército. Algún tiempo estuvo la fortuna indecisa; declaróse en fin por los oprimidos contra los opresores, y Padilla venció, y las postreras esperanzas de los españoles desaparecieron….” Rafael María Baralt – 1841. * Fragmento tomado del “Resumen de Historia Antigua y Moderna de Venezuela” De Baralt y Díaz publicado por La Universidad del Zulia en el año de 1960 tomo 2.


AÑO 1824* La Santa Alianza, después de haber pedido inútilmente a las cortes y al ministerio español una modificación en los principios de la Constitución, mala, según ella, por su tendencia a la democracia pura, se dejó de embozos e intervino con las armas en la Península, a fin de restaurar el poder absoluto. La Francia, encargada de cumplir el decreto liberticida, envió a ella un ejército el año 1823 al mando del duque de Angulema, y éste llegó hasta la capital sin encontrar resistencia alguna seria, favorecido por los facciosos, y aplaudido por el vulgo. Algunos jefes españoles, Mina sobre todos, se defendieron valerosa pero desgraciadamente; otros como Morillo, transigieron sin combate con los extranjeros y volvieron la espalda al gobierno constitucional. Así, mayores fuerzas por parte de sus enemigos, las disensiones interiores, la inconsecuencia del pueblo y la traición, se reunieron para derribar el no bien cimentado edificio de la libertad peninsular, y España, una vez más, volvió a verse bajo el yugo de hierro de Fernando. Siguiese al triunfo de la mala causa el hambre y sed de las venganzas, y hubo destierros, prisiones, comisiones militares, juntas de purificaciones y cadalsos. Mas el rey, aunque dominado por una facción ávida de sangre, pareció a ésta un instrumento poco dócil para una reacción indefinida; y he aquí que los vencedores conspiraron para colocar en el trono al infante Don Carlos, más propio según ellos para aquel intento. No lograron su designio; pero allí vino que Fernando, rodeado por doquiera de enemigos, hubo de descuidar los negocios coloniales, con gran provecho, por cierto, de americanos y españoles; pues en efecto si aquellos afirmaban su independencia y libertad, éstos se ahorraban estériles y costosos sacrificios.

* Tomado del “Resumen de Historia Antigua y Moderna de Venezuela” De Baralt y Díaz publicado por La Universidad del Zulia en el año de 1960 tomo 2.


CRÍTICA LITERARIA



CARÁCTER NACIONAL1 Las costumbres públicas o el conjunto de inclinaciones y usos que forman el carácter distintivo de un pueblo, no son hijas de la casualidad ni del capricho. Proceden del clima, de la situación geográfica, de la naturaleza de las producciones, de las leyes y de los gobiernos; ligándose de tal manera con estas diversas circunstancias que es el nudo que las une indisoluble. Más o menos arraigadas en la sociedad están ellas, según provienen de las cualidades invariables que sólo la naturaleza puede dar al suelo, o de accidentes transitorios que son efecto de la voluntad o del ingenio humano. Todo hecho físico de aplicación general, determina pues una costumbre; todo hecho moral constante o que por intervalos fijos se repite en el seno de la sociedad, produce el mismo efecto, y éste será general o particular si se aplica al pueblo o a algunas de sus clases; profundo o somero si es pequeña o grande su influencia en la dicha de los pueblos. Así que, lejos de ser inexacto dividir las costumbres según las diversas circunstancias físicas y morales de un pueblo, es de ese modo como únicamente deben considerarse cuando se quiere estudiar su origen, fuerza y desarrollo. Tal ha sido hasta aquí nuestro método. Cuánto importe semejante estudio al político y al legislador, puede colegirse de que si bien las costumbres se crean y modifican por las leyes primitivas, también, por una reacción necesaria, se oponen ellas al establecimiento de las nuevas, según que éstas las contrarían más o menos; esta lucha, larga siempre y en ocasiones sangrienta, no cesa hasta que, vencida o vencedora, la costumbre se pliega a la ley, o ésta a la costumbre. “Con leyes sabias han tenido siempre los hombres costumbres “insensatas”, ha dicho Voltaire. Pero por más que la India oriental, que él cita como ejemplo, fuese desde los tiempos remotos un pueblo comerciante, industrioso y culto; por 1

Tomado de Rafael María Baralt. “Resumen de la Historia Antigua de Venezuela” Tomo 2 Capítulo XXII. Ediciones de la Universidad del Zulia 1960: (Nota del compilador.)


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más que Pitágoras viajase a él para instruirse, los usos bárbaros que ha conservado claramente demuestran una perturbación en las leyes de la humanidad, inconciliable con un cierto grado de perfección en las instituciones morales. Dos hechos al parecer contradictorios llaman desde luego la atención en las antiguas costumbres venezolanas; es a saber, la perfecta identidad de ellas con las de España en las clases principales de la sociedad, y la falta total de recuerdos comunes. Entre los antiguos pueblos que tuvieron colonias, pasaban a éstas del país materno las tradiciones, que perpetuadas de edad en edad mantenían constantemente un influjo favorable sobre las opiniones y sentimientos de los habitantes. Así sucedió, por ejemplo, a los fenicios y a los griegos en las colonias que fundaron, siendo de advertir que estos últimos jamás impusieron por la fuerza su culto ni sus leyes a las naciones vencidas; antes mezclados con ellas, en muchas ocasiones adoptaron, a imitación de los romanos, sus dioses, armas, usos y costumbres, dejando al tiempo y al enlace de los intereses el cuidado de perfeccionar la unión de uno y otro pueblo. Los españoles, por el contrario, trasplantaron de la madre patria a la colonia los hombres y las cosas, y a la vuelta de pocos años el aspecto exterior de las poblaciones, la sociedad doméstica, la política, las creencias, las supersticiones del Nuevo Mundo fueron con pocas excepciones las mismas que tenía en la época de la conquista una parte del antiguo. A pesar de esto, los criollos apenas se acordaban de su origen. Los nombres europeos impuestos a las ciudades no despertaban en ellos ninguna memoria de la madre patria; la gloria de los antiguos héroes españoles, si por ventura resonaba una vez que otra en las montañas y selvas de América, se confundía en la imaginación de las gentes con la de los períodos fabulosos de la historia; las proezas de la conquista estaban olvidadas, y también los hombres que desplegaron en ella tanto valor y tan pocas virtudes; por fin, en medio de las más perfecta igualdad en el idioma, en la legislación y en los usos, se veía con asombro convertida la América en un gran pueblo sin tradiciones, sin vínculos filiales,


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sin apego a sus mayores, obediente sólo por hábito e impotencia. ¿De qué provenía en Venezuela tan extraña novedad? De la incomunicación casi absoluta en que por mucho tiempo estuvo como hemos visto, la colonia con todo el mundo y aún con la metrópoli; incomunicación que produjo a un tiempo el efecto de conservar sin mezclas extranjeras las costumbres y el de borrar los recuerdos españoles en el suelo de sus conquistas. Porque la igualdad del idioma y de las instituciones en países separados por inmensas distancias, puede dar a unos y otros hasta cierto punto una gran semejanza en los hábitos y usos; pero la perfecta analogía en los sentimientos y las opiniones, no pueden crearse y conservarse sino por medio de un comercio constante de ideas e intereses. Otra causa de ello fue la falta de instrucción general y muy particularmente la del cultivo de las bellas letras. En Venezuela no existió nunca una clase en donde se enseñaran la historia de España y su literatura, y aún a fines del siglo XVIII, cuando el comercio y la educación pública habían recibido mayor ensanche, las primeras ideas de los naturales acerca de las humanidades las aprendieron en libros extranjeros. Los nombres de Racine, Corneille, Voltaire y otros insignes autores franceses fueron conocidos y ensalzados primero que los de Lope de Vega, Calderón, Gracilazo, Granada, León, Mariana y tantos otros príncipes de la literatura castellana. Ningún lazo de unión y afecto entre dos pueblos será jamás tan fuerte como el del cultivo de las mismas artes y del mismo idioma. Hace comunes el historiador los grandes hechos patrios y los fija con el encanto del estilo en la memoria; en sus libros se aprenden los ejemplos de virtud y de heroísmo; ellos nos enseñan a amar la nación que los produjo, y a poco de haberlos meditado nos embebemos en sus principios, en sus sentimientos y pasiones. ¡Cuánto no nos hace gozar el poeta! Con él reímos o lloramos, con él perfeccionamos el entendimiento, con él hallamos consuelo en las desgracias de la vida. Mucho debe faltar en el alma y en la inteligencia del hombre desgraciado que al leer el rico tesoro de la poesía española en todos sus ramos, no ame, aún sin conocerlos, los sitios que inspiraron sus dulces armonías, los usos y


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costumbres que fueron, por decirlo así, nacimiento del raudal copiosísimo de su gracejo, y el cielo que inspiró, y el pueblo que produjo tantos y tan fecundos y sublimes vates. Así el gobierno español, cuando privó a sus colonias de estos estudios, renunció neciamente a una de las más grandes simpatías que debían unir a los pueblos de sus dominios, en beneficio general y de sí mismo. Si estos motivos hicieron olvidar en América los recuerdos de la madre patria, otros igualmente desgraciados la privaron de tradiciones propias. Las generaciones indígenas extinguidas en su suelo, pasaron sin dejar huella de su existencia. Las pinturas jeroglíficas, las esculturas y ruinas antiguas de México, Guatemala y el Perú, claramente manifiestan que en aquellos países vivió una raza de hombres muy adelantada en la carrera de la civilización. Pero ¿qué pueblo construyó aquellos monumentos?, ¿de dónde vino?, ¿qué vicisitudes lo hicieron desaparecer completamente de la tierra, siendo así que en América no se halló una nación que pudiera haberlo subyugado y destruido? Los europeos no han encontrado jamás una sola tribu indígena con tradiciones acerca de tan grandes sucesos, de ellas carecían también las naciones indianas más civilizadas, y aún en el suelo de estas mismas se perdió pronto la memoria de su propia existencia y la de su conquista. Ninguna tradición americana remonta a más de un siglo, y los indígenas, aunque conservaron su idioma y su carácter nacional, perdieron con la introducción del cristianismo, el régimen de las misiones y otras circunstancias, sus recuerdos históricos y religiosos. Por otra parte, los colonos de raza europea no tuvieron relaciones con el pueblo conquistado, éste, mantenido en tutela y despreciado, continuó siendo extranjero para la nueva sociedad. Por lo que hace a sí mismos, miraron con igual indiferencia las membranzas del país de su origen y las de aquel en que nacieron: su historia monótona, tan diversas de los cuadros amenos y variados de las colonias antiguas, no era conocida, y en sus dulces y enervadores climas, donde la igualdad de las estaciones hace imperceptible el camino de la vida, gozaron y olvidaron sin dedicar un pensamiento al porvenir, ni una mirada a los pasados


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tiempos. Por esto y por no haber tenido un vecino poderoso y sabio que le sirviese de maestro, ni existencia política, ni parte alguna en las agitaciones del mundo, vino a componerse Venezuela de criollos indolentes, de indios embrutecidos y de otras clases, cuyos únicos recuerdos se ligaban con una cadena de sufrimientos a la servidumbre. Las producciones del suelo y principalmente la naturaleza de las plantas alimenticias, tienen un influjo notable en el estado de la sociedad, en los progresos de la cultura y en el carácter de los hombres. En el antiguo mundo, lucha el hombre sin cesar con una tierra extenuada; todos los descubrimientos de las ciencias, los más delicados procederes de las artes, la observación constante, el ingenio, el trabajo se aplican sin descanso al grande objeto de hacerla productiva, sustituyendo a sus gastados elementos, otros que la renueven y conserven. Allí es pequeña su extensión para el número de hombres que la habitan, y la industria, utilizándose de sus partes más ingratas, no ha dejado sin aplicación el más pequeño espacio de ella. El trigo, la cebada, el centeno y otros cereales cubren alternativamente los campos en perpetua rotación, y si dan al paisaje un aspecto monótono y uniforme, promueven entre los habitadores mayor actividad y puntos de contacto. Al contrario, en la zona tórrida, donde destituido el hombre de necesidades y cuidados, vive feliz en suaves climas al abrigo de una tierra feraz que le ofrece cosechas tempranas y abundantes. Bastan cortos terrenos para la subsistencia de un gran número de familias, y escasa industria al cultivo de plantas generosas, que crecen y prosperan sin el trabajo del hombre: virgen allí la naturaleza, no necesita de los auxilios de la ciencia para dar al cultivador frutos óptimos, y a la sombra del plátano pasa el hombre la vida dormitando, como el salvaje del Orinoco al dulce murmurio de sus palmas. Esta es la causa de que en América, provincias muy pobladas parecían casi desiertas; las habitaciones yacían desparramadas por los bosques; cerca de las ciudades estaba la tierra cubierta de selvas, y las plantas


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espontáneas predominaban por doquiera sobre las cultivadas. Tales circunstancias, así modificaban la apariencia física del país como el carácter de las gentes, dando a uno y otro particular fisonomía. El suelo agreste e inculto se ostentaba en toda la pompa y majestad del tiempo primitivo; aquí se veía el bosque no talado, allí la selva umbría, las llanuras inmensas, la sierra, el valle, con todos sus primores: naturaleza colosal en sus formas, sublime en su abandono, digna de razas más felices. Éstas cultivaban una porción pequeñísima del campo, a la falda de las cordilleras; cada familia proletaria o un grupo reducido de ellas, separada de las otras por distancias considerables que hacían mayores los pésimos caminos y la falta de puentes. Así una población, de suyo limitada, vivía sin comunicación, y como si dijéramos perdida, en un país vastísimo; y la civilización era nula, porque ésta no adelanta sino a proporción que el suelo y los hombres se equilibran, y que las relaciones entre ellos se multiplican y estrechan. Rudos e ignorantes debían ser y lo eran; también agrestes, como el país en que vivían. La soledad, la benignidad del clima, y la carencia de necesidades, desarrollaron en ellos varios sentimientos principales que pueden considerarse como base de su carácter: desapego a toda especie de sujeción y de trabajo. Indiferencia por la cosa pública, el amor genial del hombre salvaje por la independencia, y una dulzura de carácter que provenía a un tiempo de indolencia, falta de energía y bondad del corazón. Estas cualidades eran comunes a los habitantes de la región de los bosques y del litoral. Mucho diferían de ellos los de las llanuras, que en el país decían por esto llaneros, hombres cuyas costumbres y carácter por una singularidad curiosa, eran y son aún tártaras y árabes más que americanas o europeas. El clima abrasador de sus desiertos y las inundaciones de su territorio los obligan a adoptar un vestido muy sencillo y moran ordinariamente en cabañas a las riberas de los ríos y los caños, en incesante lucha con los elementos y las fieras. Sus ocupaciones principales son la crianza y pastoreo de los ganados, la pesca y la caza; si bien algunos cultivan pequeñas porciones de terreno para obtener raíces comestibles. Esta vida activa y dura,


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sus marchas continuas y su necesaria frugalidad, desarrollan en ellos gran fuerza muscular y una agilidad extraordinaria. Pobres en extremo y privados de toda clase de instrucción, carecen de aquellos medios que en las naciones civilizadas aumentan el poder y disminuyen los riesgos del hombre en la faena de la vida. A pie o sobre el caballo que ha domado él mismo, el llanero, a veces en pelo, casi siempre con malísimos aparejos enlaza a escape y diestramente el toro más bravío, o lo derriba por la cola, o, a usanza española, lo capea con singular donaire y brío; un conocimiento perfecto de las costumbres y organización de los animales del agua y de la tierra les ha enseñado, no sólo a precaverse de ellos, sino a arrostrar con sus furores. Acostumbrado al uso constante de la fuerza y de los artificios para defender su existencia contra todo linaje de peligros, es por necesidad astuto y cauteloso; pero injustamente se le ha comparado en todo a los beduinos. El llanero jamás hace traición al que en él se confía ni carece de fe y honor como aquellos bandidos del desierto; debajo de su techo recibe hospitalidad el viajero, y ordinariamente se le ve rechazar con noble orgullo el precio de un servicio. No puede decirse de él que sea generoso, más nunca por amor al dinero se le ha visto prostituirse, como raza proscrita, a villanos oficios. Igualmente diestros, valerosos y sobrios que las razas nómadas del África, aman como ellas el botín y la guerra, pero no asesinan cobardemente al rendido, a menos que la necesidad de las represalias o la ferocidad de algún caudillo, no les haga un deber de la crueldad. Tres sentimientos principales dominan en su carácter: desprecio por los hombres que no pueden entregarse a los mismos ejercicios y método de vida, superstición y desconfianza. En medio de esto tiene el llanero prontitud y agudeza en el ingenio: sus dichos, festivos siempre, y en ocasiones profundamente epigramáticos, participan del donaire y gracejo natural de los hijos de la risueña Andalucía. Como todos los pueblos pastores, son aficionadísimos a la música y al canto, e improvisan con mucha gracia y facilidad sus jácaras y romances. Lo más común es que dos de ellos canten alternativamente acompañándose con la guitarra, y así, con frecuencia, se oyen resonar sus trovas en las caserías, en


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los hatos, en las riberas de los ríos, ora en los días festivos, ora cuando en las noches de vela, al suave resplandor de la luna, rumia el ganado tranquilamente en la pradera. El llanero, en fin, ama como su verdadera y única patria las llanuras. A ellas se acostumbraba fácilmente el habitador de las montañas; pero fuera de ellas sus hijos hallan estrecha la tierra, el agua desabrida, triste el cielo. A semejanza de los árabes beduinos, un amor ardiente por la libertad y por la vida errante les hace mirar las ciudades como prisiones en que los señores encierran a sus siervos2. El influjo de la autoridad y de las leyes, era casi nulo en las llanuras, donde el hombre se sustraía fácilmente al freno de la sociedad; por eso en el llanero descubrimos los vicios y virtudes del estado natural. En las montañas y en las costas, la generalidad del pueblo, fuertemente modificada, como hemos visto, por la legislación, el clima y las producciones de la tierra, presentaba en su indolencia y apatía los caracteres de la servidumbre. No hay para qué hablar de las clases envilecidas. El esclavo africano que labraba la tierra no tenía propiamente otra costumbre que la de trabajar y sufrir. “Cuando al descender el río nos acercamos a algunas plantaciones vimos las hogueras que los negros habían encendido; un humo ligero se levantaba sobre las cimas de las palmas y daba un color rojizo al disco de la luna. Era un domingo por la noche, y los esclavos bailaban al son desapacible de una guitarra monótona y ruidosa. Los negros de raza africana tienen tal superabundancia de actividad y de alegría en su carácter, que después de haber desempeñado las penosas tareas de la semana, se entregan en los días festivos al placer de la música y la danza, prefiriéndolo a un sueño sin cuidado. ¡No reprobemos esa mezcla de abandono y liviandad que dulcifica la amargura de una vida llena de penas y tristeza”3. En cuanto al indio reducido, ya le conocemos; también al pardo libre, menos embrutecido que él, menos opri2 3

Observación de Voltaire. (Ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las naciones). Humboldt.


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mido que el esclavo, pero también vejado por la opinión y por las leyes. ¿Qué importaba que éstas fuesen más generosas con el criollo, si un sistema mezquino y erróneo de política le impedía el disfrute de sus ventajas? De más sería repetir aquí lo que otras veces hemos dicho al juzgar de los muchos motivos que se oponían a la felicidad del país y a la mejora intelectual y moral de sus habitantes. No hay, pues, para qué disimularse el miserable estado de éstos. La ínfima clase se hallaba embrutecida y pobre; la más elevada era convocas excepciones ignorante y vanidosa. Por doquiera se veían enseñoreada la superstición; en los ricos, el lujo y los vicios que éste engendra. Amor al saber, generosidad, valor, patriotismo había en aquellos pechos; pero faltaba la libertad y sin ella la virtud, rara y oscura, se asemeja a los fuegos pasajeros y sin calor que se levantan del suelo de las sepulturas. La libertad, empero, alma de lo bueno, de lo bello y de lo grande, diosa de las naciones, brilló, por fin, sobre la patria nuestra; y en ese día, ¡cuánta luz no brotó de aquellas tinieblas, cuántos héroes no salieron de aquella generación de esclavos! ¿Dónde estaban entonces los que hoy ultrajan la memoria de los libertadores? Unos no habían nacido, otros engrosaban las filas de sus antiguos enemigos, quienes estaban a contemplar tranquilamente sus esfuerzos en países extranjeros o escondidos. Justos son muchos cargos, es verdad; pero la ingratitud que quiere hacer de ellos crímenes irremisibles a los creadores de la República, es mil veces más odiosa que la conducta de éstos en los tiempos aciagos para su gloria. Vosotros que buscáis sin odio la verdad, y que, compadeciendo el error, ensalzáis la virtud y admiráis la grandeza; vosotros que así como presenciasteis sus errores, visteis también sus magnos hechos, vosotros, que hoy gozáis por ellos de una patria libre, gloriosa y llena de esperanzas, no olvidéis para juzgarlos que ellos la recibieron esclava, oscura y sin vida de manos de sus dominadores4.

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Hemos consultado para este artículo a Humboldt. De él tomamos varias de las ideas relativas al influjo de las producciones agrarias sobre el carácter nacional y a la falta de recuerdos maternos y propios en la colonia.


CHATEAUBRIAND Y SUS OBRAS* Señores. El juicio crítico de las obras literarias de Mr. de Chateaubriand ofrece grandes dificultades al Aristarco extranjero que quiere penetrar el espíritu de ellas sin haber conocido la persona, o por lo menos, estudiado el carácter del autor. Mr. de Chateaubriand, más acaso que ningún otro escritor, hace reflejar en sus producciones los sentimientos de su corazón, las preocupaciones de su espíritu, las pasiones de su genio y los resultados de su educación. Ningún escritor se ha personificado jamás tanto, su palabra escrita es el trasunto de su entidad moral e intelectual. Jamás, o muy pocas veces, prescinde el escritor de sí mismo; y aún en los vuelos más arrebatados e impersonales de la poesía, le vemos a él, y por decirlo así le palpamos. Mr. de Chateaubriand ha sido par de Francia, embajador, ministro, historiador, orador, folletista, polemista, filósofo, poeta; acaso, después de Shakespeare, Corneille, Calderón y Goethe, el más grande y más elevado de los poetas de los tiempos modernos, sin exceptuar a Byron. Este es en parte el juicio de Cormenin, que yo adopto, reivindicando para España la gloria de su gran poeta dramático y para Alemania la del autor de Fausto y Wherter. ¡Cuán grande es, pues, la dificultad de juzgar a un hombre de tan múltiples talentos, tan fecundo en las manifestaciones de todos ellos, de tanta influencia sobre su tiempo y sus contemporáneos en esas mismas manifestaciones! Pero existe afortunadamente una clave que nos permite descifrar lo que puede haber de oscuro y enigmático en el espíritu de sus obras; un hilo que nos conducirá como por la mano en el laberinto de sus volúmenes y variados escritos. * Fue publicado en El Siglo Pintoresco, III, Madrid, 1847, págs. 121-127, como texto de discurso pronunciado en el Ateneo de Madrid. (Nota de P. G.). Tomado de Rafael María Baralt. Estudios Literarios y Correspondencia. Ediciones de la Universidad del Zulia 1965: Pág. 113-128.


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Ya he dicho (siento emplear mi pobre yo personal cuando se trata de establecer opiniones y juicios acerca de cuestiones graves y de personajes eminentes), ya he dicho que ningún escritor refleja en sus obras una luz más distinta de su individualidad. Si esto es cierto, lo será igualmente que, una vez conocido el individuo, conoceremos el espíritu de sus producciones y la índole de su talento. La biografía nos conducirá a la crítica: la semblanza nos llevará al juicio moral; la fisonomía del hombre será, por decirlo así, la silueta del escritor y la fisonomía de sus escritos. No quiere esto decir que para juzgarlos debamos extendernos aquí previamente a una larga narración histórica, ajena del lugar y no propia de la ocasión. Bastará observar que Mr. de Chateaubriand fue colocado, por la doble circunstancia de nacimiento y de su época, en una situación contradictoria. Su nacimiento, en el seno de una familia ilustre, lo llevó a la aristocracia y lo constituyó campeón de la rama primogénita de los Borbones. El espíritu de su siglo, la sorda influencia de la revolución, la ciencia, en fin, en su acción inevitable sobre un gran talento, lo empujaron a los principios y a las grandes ideas de la libertad. Y éste no era el único elemento de lucha que existía dentro de Mr. de Chateaubriand: además del nacimiento y del espíritu de su época, que en él se combatían, combatíanse también el corazón y la inteligencia. El uno le hacía amar el absolutismo, representado por los augustos nombres que reverenciaba y quería; la otra le decía que sólo la libertad es santa y sólo eterna. Muestras de estas perpetuas vacilaciones de su mente, indicios del combate incesante que se daban su corazón y su talento, los intereses de familia y los intereses nacionales, hallaremos fácilmente en cualquiera de sus obras. Ningún escritor imperialista ha hablado de Napoleón en términos tan magníficos como los que él ha empleado. Mr. de Chateaubriand ha escrito (¿quién lo hubiera creído?) que cuando oyó a lo lejos el cañón de Waterloo hizo votos por la victoria de la Francia. —Ningún publicista constitucional ha combatido en todos tiempos ni con más heroísmo y entusiasmo en favor de la


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libertad de imprenta. ¡El absolutista! ¡El ministro de Carlos X! Ningún patriota en Francia ha creído con más fe que Mr. de Chateaubriand en el advenimiento de la democracia, reina futura del mundo. —Mr. de Chateaubriand era, pues realista por sentimiento; republicano por intuición; por el corazón legitimista; por la inteligencia, revolucionario. —Ya tenemos, pues, deducido de estos datos biográficos un dato precioso que nos ayudará a juzgar al escritor, a penetrar en el espíritu de sus escritos y en los misterios de sus concepciones. Este dato es el de que, colocado, según acabamos de ver entre su corazón y su inteligencia, debió echar de mano de los contrastes, de las paradojas, de las peripecias inesperadas, de cuantos grandes recursos ofrece el arte, para sacar victoriosos sus afectos del combate de su corazón. Estoy muy lejos, señores, de querer formular aquí una acusación contra Mr. de Chateaubriand, y por lo tanto, me apresuro a añadir que en este perpetuo trabajo de conciliación, su conciencia no transigía con el engaño, sino que era arrastrada por sus ilusiones y prejuicios, sin complicidad del libre albedrío. A este propósito me parecen dignas de conmemoración las siguientes palabras de Mr. de Cormenin: “Loco perdido, dice Timón, por la legitimidad, adorno a esta querida imaginaria con todos los encantos y atractivos que él había soñado, y, como Pigmalión, no veía que la Venus salida de sus manos era más bella que Venus misma”. Esta bella frase explica perfectamente mi pensamiento: Mr. de Chateaubriand era un iluso, no un embustero; un devoto, no un fanático; creyente, pero no inquisidor. El mismo crítico a quien más de una vez he citado ya en el curso de esta recitación, hace observar que Mr. de Chateaubriand era (yo, señores, hablo de Mr. de Chateaubriand como si ya no existiese, a causa de que entre su ancianidad y el sepulcro no hay distancia apreciable), era, repito, un caballero que


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en las circunstancias más insignificantes de su vida conservaba siempre alguna pieza de la armadura, por temor de que se le confundiese con el vulgo. Arrastrado, en efecto, por su corazón, por la índole de su espíritu, y por el carácter, digámoslo así, de su imaginación, a contemplar la parte brillante de las cosas, era seducido por lo bello más que por lo útil, por lo grande más que lo posible; caballero, sí, y caballero de aventuras, observamos y admiramos en su estilo, a más de las cualidades indicadas, un no sé qué de ático y de artístico, un cierto olor y sabor de delicadeza, de buen tono, de culta sociedad, que lo elevan sobre el común de los escritores, de la misma manera que se elevan sobre las cabañas de los tiempos feudales las torres almenadas de los castillos señoriales. Estas observaciones me conducen naturalmente, señores, a una consecuencia natural y legítima que de ellas se desprende y que juzgo necesario fijar en este lugar, para no tener que volver a ella nuevamente. La consecuencia es que Mr. de Chateaubriand carecía de cuantas condiciones y cualidades constituyen al hombre público y al escritor político, por lo mismo que poseía las que forman al poeta, o nacen con él. El lenguaje y estilo propios del folleto y de la tribuna parlamentaria necesitan algo peculiar, que no es precisamente ni la elegancia, ni la corrección, ni la fantasía, ni el buen gusto, ni el aticismo, ni el arte: ese algo que yo no puedo definir, ni nadie hasta ahora ha definido; ese algo en que entran todos los elementos reguladores de la composición, y aun algunos de los que las reglas desechan por irregulares; ese algo multiforme y complejo como las mil voces, las mil fisonomías, los mil brazos y las mil pasiones del pueblo, Mr. de Chateaubriand no lo tenía. Como hombre de Estado fue imprevisor, preocupado, débil, extravagante. Como escritor político fue pálido, sin nervio, sin unción. Como orador, más ingenioso que razonado, más brillante que sólido, más amigo de producir efecto por la imaginación, que de recalcar hondas sensaciones por efecto de la lógica y del razonamiento. Mr. de Chateaubriand era, además, lo que un hombre político no debe nunca ser, a menos que no renuncie a la popularidad, al respeto de las naciones y a la fuerza de mando: Mr. de


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Chateaubriand tenía la desgracia de ser vanidoso. Esta deplorable cualidad que, preciso es confesarlo, le era común con todos los poetas nacidos y por nacer, le apartaba tanto de los negocios, cuanto más lo acercaba a la literatura. Mr. de Chateaubriand, en efecto, señores, no ha sido más que un poeta y literato; es decir, que por estas dos cualidades ha sido grande, renombrado y querido. Muchos siglos pasarán, si muchos siglos vive el mundo, y ya los hombres habrán olvidado el Ensayo histórico, en que quiso ser filósofo; el Congreso de Verona, en que quiso ser diplomático, y La Monarquía según la Carta, en que pretendió ser gran político; muchos siglos pasarán y ya nadie recordará sus oraciones parlamentarias y sus folletos, a tiempo que serán objeto del amor y de la veneración universal Los Mártires, El Genio del Cristianismo, Atala y René. Si no quiere admitir que la vida del hombre sigue en el mundo un camino providencial, preciso será emplear la palabra casualidad para explicar ciertos efectos sorprendentes, cuyo verdadero origen nos es imposible descubrir. En este caso, diré que dos felices casualidades determinaron el carácter de la poesía de Mr. de Chateaubriand hasta tal punto, que nos es permitido asegurar que sin ellas ni su talento, tal como le conocemos, hubiera existido, ni su nombre sería colocado hoy a la cabeza de los que han regenerado la literatura moderna, dándole la índole y las formas que la constituyen propia del siglo XIX. Estas dos casualidades son: una, los viajes ultramarinos a que fue arrastrado por efecto fortuito de la revolución francesa: otra, la muerte de su madre y la de su hermana, con pocos días de intervalo entre ambas. —El espectáculo grandioso que ofrecieron a los ojos de Mr. de Chateaubriand las regiones estupendas del Nuevo Mundo con sus ríos, sus lagos, sus montañas, sus cataratas y sus bosques fabulosos, abrieron las fuentes hasta entonces cerradas y desconocidas de su inteligencia a nuevas impresiones, que fueron para él una cosa equivalente al descubrimiento de un hemisferio incógnito. En América recibió, pues, Mr. de Chateaubriand, la primera revelación de sus fuerzas intelectuales: en América, en la patria de Washington, en la tierra de la li-


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bertad, recibió de su ingenio el sello de originalidad gigantesco que después ha distinguido y sirve para reconocer cuanto ha salido de su pluma. —Hasta entonces en Francia, y, generalmente hablando, en la Europa literaria, no se contemplaba ni se describía la naturaleza sino al modo como la contemplaron y describieron Teócrito y Virgilio. Mr. de Chateaubriand trasplantó (permítaseme la expresión) la naturaleza virgen, portentosa, variada y colosal del Nuevo-Mundo al antiguo, y abrió por este medio a la poesía moderna los anchos caminos y las vastísimas regiones homéricas. Inspirado, como Ossián, con la contemplación profunda y el sentimiento íntimo de la creación en sus formas más pintorescas y sublimes, cantó como él el mundo real, y lo cantó por haber visto, por haber sentido, por haber padecido. Antes de Mr. de Chateaubriand la poesía descriptiva había sido una poesía de convención, de estudio retórico, de formas mentirosas; con él y por él fue la poesía de la sensación, y por consiguiente la de la verdad. —De aquí, señores, sus caracteres de exactitud y de majestad; de aquí sus efectos sorprendentes, análogos a los que nos producen la vista del Niágara, del lago Ontario, del Chimborazo, del Amazonas, de los Andes. Mr. de Chateaubriand, el defensor del cristianismo, tuvo, como Pascal, su época de dudas, sus aflicciones de escepticismo. Su primera obra, el Ensayo histórico, es un libro desolador, compuesto y publicado en Inglaterra durante su emigración. En él quiso probar el futuro Tertuliano que la humanidad ha estado en todos tiempos sometida a las mismas condiciones de duda, de desengaño y de despotismo. Discípulo entonces de Voltaire, Mr. de Chateaubriand, destinado a ser el regenerador de la literatura y de la historia, presentía ver en la vida de los pueblos, así como en la de los individuos, una fría y estúpida burla del destino. ¡Singular espectáculo!, señores. Mr. de Chateaubriand empezó su carrera literaria desconociendo dos verdades sencillísimas que están hoy al alcance de las inteligencias más vulgares: la una, que no puede haber poesía en la descripción descarnada, anatómica, por decirlo así, de una na-


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turaleza cuyo enigma referimos al acaso, ni en los principios de un escepticismo que reduce la vida humana a un corto viaje lleno de penalidades y desengaños entre la nada que antecede a la existencia y entre la que a ésta sucede: relámpago fugaz de luz entre las tinieblas del no ser, y las tinieblas, igualmente espesas del anonadamiento final. Otra: que las vanas fórmulas de una filosofía (si tal nombre se merece) sensual y materialista, detienen el vuelo natural del ser creado hacia las fuentes de su origen y también hacia los poéticos abismos de su fin. —Afortunadamente, la desgracia (gran maestra de los sabios, aunque tirana de los ignorantes) abrió a Mr. de Chateaubriand las puertas místicas de la eternidad. Su madre murió llevando al sepulcro una gran tristeza a causa de los desarreglos de su hijo; y su hermana, que fue quien le comunicó la noticia, murió también antes de que él la recibiese. “Estas dos voces salidas de la tumba; esta muerte que servía de intérprete a otra muerte, me hirieron”, dice el mismo, “y fui cristiano”. Así fue como entró Mr. de Chateaubriand al goce de la plenitud del ingenio. Y una vez puesto su pensamiento en comunicación con las alturas, recibió del cielo la luz, inspiraciones y armonías. La contemplación de las obras de Dios en sus formas más elevadas, habían dispuesto su alma al hospedaje de la religión: ¿qué es la religión sino el complemento y perfección de la naturaleza? Desde entonces, poseedor de la única clave que puede descifrar la creación, comprendió ésta como nadie antes que él la había comprendido; su inteligencia, auxiliada, por el amor y por la fe, se asoció a todos sus misterios, se abrió a todas sus armonías. Un lazo misterioso, pero indisoluble, unió en la prodigiosa oficina de sus concepciones el mundo de las formas al mundo de los pensamientos; y no parece sino que la creación se animó para él con nueva vida, y que la humanidad fue más grande, y la razón más comprensiva. En su lira todo canta y llora; todo ama y ruega. Para mí, señores, este milagro es obra sólo del cristianismo aprendido en la desgracia. Un hombre no puede hacer lo que Mr. de Chateaubriand ha hecho, si un ángel no le presenta la creación bajo una forma viva, desgarrando ante sus ojos el


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velo sagrado que la cubría para convertirla en una aparición transparente. De aquí, señores, el fin moral que se descubre en los buenos escritos de Mr. de Chateaubriand, posteriores a lo que podemos llamar su conversión; pues visiblemente aparece en ellos el propósito constante de levantar un monumento a las creencias que la habían consolado. Goethe ha dicho que la superstición es la poesía de la vida, por lo cual es conveniente que el poeta sea supersticioso. Este pensamiento será verdadero si a la palabra superstición, empleada asaz ligeramente por Goethe, sustituimos la de religión. Lejos de ser la superstición un bien en ningún sentido es el mayor de los males de la criatura y el castigo más terrible que puede el cielo descargar sobre ella en pena de la incredulidad o del escepticismo. Admitiendo así la idea, como legítimamente podemos hacerlo, no es extraño, sino antes bien muy natural, que el poeta religioso por excelencia haya despertado en el alma de los pueblos el sentimiento que en la suya rebosaba. Y lo más singular es que Mr. de Chateaubriand, al obedecer así a un impulso espontáneo y casi irreflexivo de su espíritu, abrió un camino que la literatura de su tiempo y la posterior no han seguido, por causas que sería conveniente examinar muy despacio, porque constituye el problema más curioso quizá que presenta el movimiento de la poesía en la parte que va corrida del siglo XIX. —Como quiera, la senda abierta por Mr. de Chateaubriand ha quedado transitada; pero es necesario observar que este resultado se debe al tráfico filosófico de la razón, y no al trajín empírico de la fantasía. ¿Rayó tan alto en las regiones nebulosas de la literatura Mr. de Chateaubriand, que se creyeran sus sucesores sin fuerzas para elevar su vuelo hacia él? ¿O fueron tan hondas, tan abstrusas sus concepciones, que merecieran la adopción de la filosofía, al mismo tiempo que el abandono de la imaginación? Ello es que Mr. de Chateaubriand hizo en El Genio del Cristianismo algo más, sin saberlo acaso, que un libro que sirvió por mucho tiempo, si no de manual, al menos de fuente a profundos pensadores cuyos nombres se registran en


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la lista de los que pisan el templo de la fama con los pies de plomo de la ciencia; no en la de los que entran en él con las ligeras alas del ingenio instintivo. Bonald, De Maistre, Fraissinous y La Mennais, obedeciendo al mismo espíritu de reacción contra el siglo XVIII, trabajaron con él en pro de la grande obra de la regeneración filosófica; y por más que en las manifestaciones de su espíritu algunos de estos tres hombres difiriera de los demás, es necesario no perder de vista que todos ellos convergen en último análisis al punto que Mr. de Chateabriand señaló como fundamental en su doctrina y como rigurosamente estético en sus idealizaciones. Aquí a lo menos (merced a la liberalidad de sus principios) nos es permitido ver (siquiera sea este un fenómeno puramente personal) la coincidencia y homogeneidad tan deseada de la religión, del arte y la filosofía, dorado sueño de la razón, término final de sus esfuerzos, expresión simbólica de la civilización y de la perfectibilidad humana. Ha habido prestantes de esta doctrina, señores; pero por más que Strauss en su Vida de Jesús haya intentado reducir a la nada el trabajo poético de Mr. de Chateaubriand, o por lo menos rebajar importancia a la de mera obra de arte, siempre será cierto que como tal no conoce rivales, ni tan siquiera émulos en la vasta extensión del mundo culto. —El Genio del Cristianismo es una obra grande. La llamaría estupenda y aun maravillosa, si su autor la hubiera realizado por completo en las distintas partes que debían, según su primitiva y original concepción, componerla. Mr. de Chateaubriand quería, señores, establecer la historia, por el concurso de las ciencias naturales, por la psicología y la moral, que hay una identidad sin principio ni fin, una identidad (digámoslo así) consustancial, entre la religión, como sentimiento y como dogma revelado, y la naturaleza física y moral del hombre. —Esta idea, señores, cuya sola concepción revela una inteligencia de primer orden, requería fuerzas proporcionadas a ella, y Mr. de Chateaubriand no las tenía. Poeta, antes que todo y primero que todo, quiso también antes que todo y primero que todo realizar la parte puramente literaria de su pensamiento, y empezó por demostrar la superioridad del arte cristiano


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sobre el arte antiguo. Esta idea fija, que circunscribía y limitaba incesantemente la cuestión a una sola de sus fases, unida al poco caudal científico del autor, fue causa de que la parte dogmática de su libro fuese muy incompleta; la parte histórica insuficiente; y en cuanto a la ciencia, destinada a rehabilitar completamente el cristianismo, lo menos que puede decirse de ella es que apenas se halla bosquejada. En el orden cronológico que guardan sus producciones, la de Los Mártires, El Itinerario y El último Abencerraje se presentan aquí naturalmente por efecto de la composición; pues por lo que toca a su publicación posterior hubo con respecto a ese orden algunas alteraciones de que no me corresponde hacerme algo. —No bastaba, señores, que en el punto de vista estético hubiese Mr. de Chateaubriand probado la superioridad del arte cristiano sobre el antiguo; ni tampoco que, rehabilitando las bellezas poéticas de la religión, hubiese abierto a la literatura nuevos caminos y desconocidas regiones. Era, además necesario, después de sentado el principio, asegurar por siempre su victoria, poniendo fuera de toda duda la posibilidad y la gloria de la ejecución. Y necesario también hacer visible la acción de Dios en un hecho bastante vasto, universal y comprensivo, para justificar la doctrina de su acción providencial sobre la familia humana. —Este propósito debía ser objeto de un gran libro: ese libro es el que conocemos con el nombre de Los Mártires. Mr. de Chateaubriand debió concebir, si no su plan, a lo menos su pensamiento generador desde el instante en que surgió en su mente la idea sintética de El Genio del Cristianismo, cuya comprobación poética, por decirlo así, son Los Mártires. Por estas razones, el autor, dando en ello una prueba de gusto, de discernimiento y tacto admirables, escoge para su poema la época del nacimiento humano del Cristianismo; la época de su revelación con formas materiales; aquella época de persecuciones, martirios, glorias y milagros, en la cual ha mostrado Dios a los hombres más patentemente la profundidad de sus altos juicios, la omnipotencia de su voluntad y su solicitud por el género humano. Así


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era preciso para sacar todo el partido posible de las bellezas poéticas y místicas de una religión, cuyo elogio y cuyo carácter divino están consignados en estas palabras: “el Cristianismo ha sustituido la humanidad a la nacionalidad y las leyes generales de la especie a las tradiciones de raza”. Estudiad bien la historia, y veréis que sólo del cristianismo puede escribirse esta maravillosa sentencia; que sólo él, entre todas las religiones, ha marchado en las vías que la razón supone a la esencia increada; y, finalmente, que, partiendo de distinto origen, también ha seguido diversa marcha, y propuéstose diverso objeto con las demás teologías. Admiremos otra prueba del recto juicio y de la sabia composición de Mr. de Chateaubriand en la elección de los países donde coloca a sus personajes. ¡Cuántos tesoros de poesía en Roma y en Baia, en los valles hechiceros de Grecia, y en los horizontes polvorosos de Siria y Palestina! —Aquí también, señores, se reproduce el fenómeno que tanta influencia tuvo en el desarrollo del ingenio de Mr. de Chateaubriand, y en la índole y formas de sus concepciones: los viajes. Si los viajes americanos produjeron Los Natchez, Atala y René, los viajes a Roma, al oriente del mundo, y al occidente de Europa, produjeron Los Mártires, El Itinerario y El último Abencerraje. Tal era el carácter del talento de Mr. de Chateaubriand que necesitaba ver por sus mismos ojos y sentir directamente la impresión de los objetos sobre su propio corazón. Hay dos clases de poetas: los que sienten porque escriben y los que escriben porque sienten: Mr. de Chateaubriand, Lamartine y Byron son de estos últimos. A mi ver, los verdaderos. Porque, ¿qué es la poesía sino la verdad íntima de las cosas visibles o invisibles, de las cosas reales o de las imaginarias, de los misterios de la razón o de los sueños de la fantasía?, ¿la verdad íntima, se entiende, no de los pormenores sino de las emociones y sus causas? La poesía es el mundo de las realidades y el de las ficciones, fundidos en la turquesa mágica del ingenio, que forma de los dos uno solo. ¡Dichosos viajes, señores, los de Mr. de Chateaubriand! ¡Cuántos consuelos, cuántas dulces emociones no habrá producido y producirá su Itinerario sobre los que no pudiendo visitar las regiones amadas del poeta, sigan con ávida curiosidad y fer-


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voroso interés la huella de sus pasos! Allí, él primero, después otro gran poeta, y en el curso del tiempo cuantos deseen poner su corazón y su fantasía en contacto con las alturas; allí, digo, se asimiló Mr. de Chateaubriand la poesía de todos los siglos pasados: la de Grecia, la de Siria, la de Egipto. La Alhambra y el Alcázar le revelaron en Granada y Sevilla la morisca; y rico con esta inspiración le dio forma en el gracioso y perfumado cuento que tiene por nombre El último Abencerraje, especie de bordado filigrana sentimental, olorosa, ligera, flexible y elegante, cual nos figuramos el talle de una morisca andaluza. Con las obras poéticas que he enumerado hasta aquí y el año 1814 concluye la vida estrictamente literaria de Mr. de Chateaubriand, y empieza la política, en la que ya no tiene objeto fijo; en la que su pensamiento se transforma; en la que da, para decirlo todo de una vez, el memorable ejemplo de lo difícil que es, aun para los hombres de más talento, resolver en las vías prácticas de la vida el grande e importante problema de armonizar la voluntad con la inteligencia. No le seguiré yo en esta nueva carrera, que podemos llamar la de su celebridad, no la de sus glorias: primero, porque yo he dicho lo que pienso en general del espíritu de las obras de Mr. de Chateaubriand considerado como escritor político, y segundo, porque es ya tiempo de poner fin a mi tarea y al cansancio de mis benévolos oyentes. De este olvido a que por necesidad y (lo digo con franqueza) por prejuicio desfavorable, condeno las obras políticas de Mr. de Chateaubriand, sólo excluyo sus Estudios históricos, especie de testamento político en el que no se debe ir a buscar un pensamiento original y personal, sino un reflejo de todas las emociones de la época; un eco de lo que remueve y agita en el seno de la sociedad. Son esos Estudios admirables bosquejos de la historia de las revoluciones, en donde las vicisitudes de lo presente reflejan una luz vivísima sobre las catástrofes de lo pasado. Su pensamiento cardinal es mostrar el dogma cristiano produciendo la transformación social, y sobreviviendo a ella para guiarla y perfeccionarla en el espacio y en el tiempo. Este es también, como ya lo he hecho observar, el pensamiento


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de que ha sido toda su vida intérprete y profeta Mr. de Chateaubriand, para cuyo desarrollo ha llevado más lejos que en ninguna de sus obras anteriores la inteligencia filosófica de los anales de la humanidad, y la comprensión instintiva de las tendencias de su tiempo. Este libro, como lo dice muy bien un escritor francés, reasume en una bellísima unidad las ideas que quieren conquistar el dominio de lo futuro, y su introducción es un trozo en donde se armonizan los rasgos esparcidos de la fisonomía del siglo XIX. Estudiando, señores, al mismo tiempo que los escritos, la vida de Mr. de Chateaubriand (estudio mixto tan indispensable cuanto que sin él no creo posible ni la crítica, ni tan siquiera la interpretación perfecta del espíritu de un escritor); estudiando así a Mr. de Chateaubriand, reconoceremos en el autor de El Genio del Cristianismo, varios elementos distintos, de los cuales proviene todo lo que ha sido, todo lo que ha hecho y la índole de todo cuanto ha escrito y de todo cuanto ha hecho. El primer elemento fue su educación. La primera que el hombre ejerce frecuentemente su influencia sobre todos los períodos de la vida, y Mr. de Chateaubriand, dirigido desde muy temprano por su familia a los estudios de teología primero, y después a los de la náutica, debió a los primeros el santo alimento de las Escrituras, y a los segundos el gusto por los viajes, en los cuales se funda una gran parte de su celebridad. El segundo elemento fue su vida por muchos años aventurera y casi siempre viandante; sus correrías por el mundo antiguo y por el nuevo; su iniciación, permítaseme la palabra, en los misterios de una naturaleza al par que grande, desconocida, y tan grandiosa en sus formas como sencilla en su imponente majestad. El tercer elemento fue la desgracia de que ya os he hablado, y que afortunadamente le condujo, por el llanto, de la incredulidad a las creencias. El cuarto, en fin, y que principalmente explica la dulce tristeza que respiran las buenas obras poéticas de Mr. de Chateaubriand, es, señores, un misterio del hogar doméstico y de la con-


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ciencia íntima, que a nadie es permitido revelar ni tan siquiera discutir. Para que se comprenda cuál es él, diré, señores, que algunos han creído poder afirmar que René es el símbolo de una existencia real, y que el hermano de Amelia lloró en Combourgo (sitio del nacimiento de Mr. de Chateaubriand), lloró en Combourgo, y no en las vastas soledades de América, los tristes resultados de los sentimientos indefinidos y de las pasiones imposibles. Si el tiempo no fuera para mí tan estrecho, y si no debiera antes que todo, señores, tener en cuenta vuestra fatiga y cansancio quizá cedería a la tentación de comparar estos elementos determinantes del ingenio de Mr. de Chateaubriand con lo que (si bien diversos) tuvieron una influencia análoga sobre el alma de Byron. La comparación es tan curiosa como interesante. Pero sólo me limitaré por las razones expuestas, a una sola observación. Una crítica muy severa, y acaso injusta, de la Revista de Edimburgo, desarrolló en Byron el germen, para él mismo hasta entonces desconocido, de las poesías; y después de este suceso, la censura de sus compatriotas, sus desgracias domésticas, y una especie de hostilidad universal hacia su carácter y sus escritos, dieron al uno dureza que no le era nativa, y a las obras la significación desoladora que las distingue. Murió joven y abrumado de pesares. Para Mr. de Chateaubriand, la vida ha tenido muchas dulzuras, y con muy cortas y poco importantes excepciones, su carrera literaria ha sido un no interrumpido triunfo, en que figuran encadenadas al carro de su gloria todas las naciones cultas, tributando homenaje y culto de reverencia a su talento. Y éste se desarrollaba a medida que la nube de incienso se hacía más espesa. Así, para uno el estímulo consistió en la pugna; para el otro existió en la victoria. ¿Cuál de estas dos naturalezas era más generosa? ¿Cuál de estos dos talentos el más elevado? Volviendo a Mr. de Chateaubriand y al objeto especial de esta recitación, debo hacer notar, señores, que en él no obraron aisladamente y por separado estas concausas, hasta cierto punto eficientes de su carácter literario. Se produjeron ellas


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unas después de otras, según el orden de los tiempos; pero sólo cuando se hallaron reunidas y amalgamadas en su ánimo, produjeron el resultado de elevar la poesía de su corazón y de su inteligencia, a la altura en que se ha manifestado bajo su forma más completa, más armoniosa y, por decirlo así, más sintética. —Una prueba perentoria de la verdad de esta observación la hallaremos en Los Natchez, obra romántica de Mr. de Chateaubriand, escrita cuando los elementos de que he hablado, no habían hecho aun conjunción máxima en el espíritu del escritor. Los Natchez son una composición falsa y casi contradictoria, en la cual encontramos con desagradable sorpresa ideas nuevas ajustadas a moldes anticuados y de convención, y en la que el genio cristiano no domina sino accesoriamente y por intervalos y arranques desiguales. Los Natchez, lo mismo que Las Luisiadas de Camoens, son una obra de imitación, en donde los principios y datos forzosos de la poesía clásica ahogan, bajo un aparato de máquinas y de ficciones anacrónicas (pido perdón por el uso de esta palabra nueva, aunque necesaria) el pensamiento íntimo y por precisión contemporáneo del poeta. Aquí, señores (y creo, Dios me perdone, que lo oiréis con gusto) he llegado al fin de mi tarea. Sólo me resta hacer una clasificación general y puramente bibliográfica de las obras de Mr. de Chateaubriand, en obsequio de los que deseen estudiar sus obras, y poneros a la vista algunos pasajes de la introducción de sus Memorias póstumas, en comprobación de algunas de las ideas que he emitido. Los escritos de Mr. de Chateaubriand se dividen: 1º En escritos históricos, a cuya clase pertenecen los Estudios históricos, el Ensayo histórico sobre las revoluciones antiguas y la Historia de Francia; 2º, En escritos políticos que comprenden las Misceláneas históricas, las Misceláneas políticas, las Opiniones y discursos, y la Polémica; 3º, En escritos morales, y aquí entran El Genio del Cristianismo y Los Mártires; 4º, En escritos y viajes, a cuya clasificación corresponden el Itinerario de París a Jerusalén, los Viajes a Italia y América; 5º, En escritos literarios que comprenden Los Natchez, Atala y René, El último Abencerraje, los En-


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sayos sobre la literatura inglesa, el Paraíso perdido, las Misceláneas literarias, y finalmente las Poesías. Yo he encontrado hecha esta clasificación, y no la defiendo ni como exacta, ni como completa. La adopto, sin ulterior examen, como propia, sí, para dar una idea general de los muchos y variados escritos de Mr. de Chateaubriand. He aquí ahora cómo se explica él mismo acerca de ellos: “Entre los autores franceses de mi tiempo, dice, yo soy casi el único cuya vida se parece a sus obras: viajero, soldado, poeta, publicista, en los bosques es donde he cantado los bosques; en los bajeles donde he pintado el mar; en los campos donde he hablado de las armas; en el destierro donde he aprendido el destierro; en las cortes, en los negocios, en las asambleas donde he estudiado a los principios, la política, las leyes y la historia… »En mis tres carreras sucesivas me he propuesto siempre un grande objeto; viajero, he aspirado al descubrimiento del mundo polar; literato, he querido y ensayado restablecer la religión sobre sus ruinas; hombre de Estado, me he esforzado por dar a los pueblos el verdadero sistema monárquico representativo con sus diversas libertades, y al menos he ayudado a conquistar la que equivale a todas ellas, la que las reemplaza, la que puede servir de Constitución; es a saber: la libertad de imprenta… »Si estuviera destinado a vivir, representaría en mi persona, representada a su vez en mis Memorias, los principios, las ideas, los acontecimientos, las catástrofes, la epopeya de mi tiempo; y tanto más, cuanto que he visto acabar y comenzar un mundo, y que los caracteres opuesto de este fin y de este principio se encuentran mezclados en mis opiniones. Me he encontrado entre dos siglos como en la confluencia de dos ríos, y he zambullido en sus aguas turbias alejándome con pesar de la ribera antigua en que había nacido, para nadar con fe y esperanza hacia la playa desconocida adonde van a arribar las generaciones nuevas”. Así se explica Mr. de Chateaubriand sobre sus escritos, sobre los objetos de su vida pública y sobre las tendencias y el espíritu general de los unos y de la otra.


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Y yo que, tanto como el que más, me complazco en pagar el pobre óbolo de mi admiración a su talento y a su carácter, me apresuro a decir que, en efecto, la vida de Mr. de Chateaubriand ha ensanchado todos los caminos del progreso intelectual y moral del mundo. La civilización ha avanzado siguiendo la huella de sus pasos. Las simpatías de todos los partidos han sido su derecho. La unidad en la fe religiosa y monárquica es en gran parte obra suya. Su reinado vitalicio, y desgraciadamente sin sucesión, ha tenido en su favor todos los derechos: el de la naturaleza, el de Dios, el de conquista. ¿Queréis hallar en una causa general la síntesis de todas las causas que han producido este resultado, suponiendo, se entiende, como primera de todas ellas la preexistencia de un gran talento? Pues, hela aquí. El fuego que animaba la imaginación de Mr. de Chateaubriand partía siempre de su corazón, y éste era puro. De él, pues, con más motivo que de ningún otro escritor, puede decirse que la belleza de los sentimientos constituye la belleza del estilo; porque cuando el alma es elevada, las palabras vienen de lo alto. La máxima es cierta aún para los grandes talentos unidos a corazones pecadores, si bien no enteramente corrompidos ni privados de sensibilidad. Así vemos, valiéndome de la maravillosa comparación de John Paúl, así vemos las aguas de los mares elevarse amargas al cielo, y tornar con su contacto dulces a la tierra convertida en fecundas y refrigerantes lluvias. En cuanto a mí, señores, ni me canso nunca de leer, ni jamás me cansaré de aconsejar que otros lean las obras de Mr. de Chateaubriand. Debo advertir, sin embargo, que su imitación, así como la de Byron, es sumamente difícil, y ocasiona a catástrofes. Y cuenta que no soy quien de propia autoridad lo asegura; y en prueba de ello quiero citaros las palabras contenidas en una carta dirigida por el autor de Child-Harold a su amigo Moore, el célebre autor de Lala-Rook. “El escollo, dice, de la generación futura será el gran número de modelos y la facilidad de la imitación. Probablemente se desnudarán por querer montar nuestro Pegaso, siendo así


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que, dirigido por nosotros todavía de vez en cuando se encabrita y desboca. Nosotros nos mantenemos firmes en la silla porque hemos domado el animal, y somos fuertes y hábiles jinetes. La dificultad no está solamente en montarlo; lo importante es dirigirlo; y para haber de hacerlo, ya tendrán nuestros sucesores necesidad de sudar en el hipódromo recibiendo lecciones de equitación”. Esto dice Byron: escarmiente quien pueda y quiera. La lección es para todos; y es buena. Acaso me preguntaréis si esos hombres están destinados a morir sin sucesión, y si el molde en que los fundió la naturaleza fue roto en el instante de su nacimiento. Así lo creo, señores. Para ser grande entre los grandes, es indispensable condición la de serlo de distinto modo. Querer ser poeta como Chateaubriand, Byron, Calderón, etc., por los mismos medios que ellos e imitándolos, es una pretensión absurda, es un sueño loco. ¿Hay por ventura dos astros iguales? Bello es Sirio; bello es Héspero en los cielos; grandes son Homero, Virgilio, Dante, Chateaubriand, Cervantes y Byron; pero ni en el cielo los grandes luceros, ni en la tierra las grandes inteligencias son iguales. Precisamente en su desigualdad consiste su armonía; porque la unidad en la diversidad es la ley del mundo, la ley de la inteligencia, y acaso también, el secreto de la belleza de Dios.


EL TEMOR DE LA MUERTE1 Nadie ha definido hasta ahora de un modo satisfactorio la vida ni la muerte. Estos dos grandes misterios del ser orgánico permanecen velados por la majestad de Dios para los grandes fines de su sabiduría. La una se concibe por la actividad espontánea, por el pensamiento, por la voluntad, por el ejercicio de las funciones materiales y del organismo; y en vano queremos explicar la otra diciendo que es un estado contrario a la primera. Parece indudable que existe en nosotros un principio vital que vela por nuestra conservación; que acude con todas sus fuerzas al lugar amenazado de muerte, a fin de rechazar o neutralizar el ataque, y que como una segunda providencia nos protege sin ser llamada, nos salva sin ser sentida. Pero, ¿cuál es la esencia de este principio? ¿Qué leyes rigen su benéfica acción? ¿Cuáles son, por decirlo así, las reglas de su gobierno en el cuerpo humano? La medicina dejará de ser una ciencia empírica cuando las conozca; y entretanto, la ignorancia en que acerca de ellas está, hace de la vida un misterio, que acaso será eterno. Se dice que vivimos porque somos; y que morimos porque dejamos de ser. Explicación incompleta, porque ¿quién puede asegurar que el anonadamiento del hombre es absoluto en el sepulcro? La muerte es un modo de ser diferente del de la vida; pero acaso no opuesto a él. Mejor sería decir que es el principio de otra vida con una serie distinta de fenómenos; sólo que entonces se suceden fuera de nuestra vista con un movimiento imperceptible y una vitalidad de que no pueden dar testimonio nuestros sentidos. Por lo demás, la muerte es un bien tan preciso como la vida; sin ella sería ésta una maldición; la felicidad una quimera, y Dios un monstruo. Y, sin embargo, el hombre la teme, y el blanco de todos sus esfuerzos mientras dura su peregrinación en este valle de 1

Se publicó en Semanario Pintoresco español, Madrid, 1848, páginas 23-31. (Nota de P. G.). Tomado de Rafael María Baralt. Estudios Literarios y Correspondencia. Ediciones de la Universidad del Zulia 1965: Pág. 135-141.


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lágrimas, es el de evitarla. Un instinto poderoso nos mueve a repelerla con todas las fuerzas del cuerpo y del alma, presentándola a nuestra imaginación aterrada como el mayor de todos los males. Y no es por cierto el dolor físico lo que la hace temible, pues en circunstancias ordinarias no creo que haya un solo moribundo para quien el bien de la existencia no sea preferible a una serie constante de padecimientos y miseria. “La idea de nuestra última hora, dice Bichat,2 no es dolorosa sino porque termina nuestra vida animal, y porque hace cesar todas las funciones que nos ponen en relación con los seres que nos rodean. La privación de estas funciones es la que cubre de espanto y terror las márgenes de nuestro sepulcro. »Considérese, dice, al animal que tiene poca vida exterior, y que no tiene relaciones más que para satisfacer sus necesidades materiales, y veremos que nada teme viendo próximo el momento en que va a dejar de existir”. Ya Magendie3 hizo conocer lo infundado de esta observación alegando que el animal no teme el momento en que va a dejar de existir, por la sencilla razón de que, sintiendo solo lo presente, no conoce o por mejor decir, no tiene conciencia de ese instante: que si padece en la proximidad de la muerte, el dolor se manifiesta por las señales acostumbradas; pero que sólo experimenta el dolor del momento sin conocer cosa alguna más allá de su fin material. Siendo de notar que el niño se halla enteramente, bajo este aspecto, en el mismo caso que los brutos. Pero esta justa impugnación al símil propuesto por Bichat no falsea enteramente su opinión por más que la debilite, a tiempo que yo creo ver muchas razones que la destruyen de un modo incontestable. El hombre, que habiendo atravesado ileso y feliz el tempestuoso mar de la vida, llega al fin de una dilatada vejez4, mue Investigaciones fisiológicas sobre la vida y la muerte. Notas a la citada obra de Bichat. 4 Hemos tomado del mismo Bichat el fondo de las consideraciones fisiológicas, que siguen acerca de la muerte senil. 2 3


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re por partes: primero en el exterior, luego en el interior: primero en las funciones, luego en el organismo. Ciérranse en él los sentidos, unos después de otros, como las puertas y ventanas de una casa mortuoria; y caminando la muerte desde la circunferencia al centro, extingue la existencia en todas partes hasta que llega al corazón, último centinela de la vida5. Debilítase la vista; piérdese el oído; el tacto se hace oscuro y poco manifiesto; se embota el sentimiento; la barba y los cabellos encanecen; un gran número de éstos caen por falta de jugos nutritivos, y los olores no producen en el olfato sino una débil impresión. Si el gusto sobrevive algún tiempo a esta ruina general, decae la percepción, la imaginación se embota y a la inacción del cerebro se sigue inevitablemente la debilidad de la locomoción y de la voz. A este cúmulo de males con que se acerca la muerte paso a paso, se añade para el viejo la destrucción de la memoria de lo presente, cuando por el contrario, el recuerdo de lo pasado, vivo aún y permanente, le hace padecer el tormento de comparar con el mal del momento el bien perdido; con el goce que ya pasó para siempre, la privación que va en aumento. Pues, sin embargo, este ser caduco que se desmorona bajo la tremenda fricción de los años; esta ruina aislada en medio de la naturaleza como la piedra en el desierto; abandonado de todas las sensaciones agradables y separado por su falta de los objetos que le rodean, ama la vida más y más a proporción que se acerca la muerte, y la ama con mucho más ardor que el joven lleno de lozana y pura vida, que está unido al mundo por cada poro de su cuerpo y por cada sentimiento de su alma. ¿Cómo explicar este hecho por medio de la opinión de Bichat? ¡Imposible! El viejo ha perdido ya esas funciones que lo ponían en relación con sus semejantes, y cuya pérdida es la que, según aquel autor, nos llena de espanto y de terror en la hora de la muerte. Y el joven, por el contrario, lleno de sentimiento y de vitalidad, sin desengaños ni recuerdos dolorosos, marcha en la vida unido a cuanto existe por medio del placer. 5

Esto debe entenderse de las muertes naturales. En las repentinas se extingue primero la vida en el corazón, y después en todas partes.


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No se diga que en él, por lo mismo, tienen más efecto las pasiones que hacen arrostrar sin temor la más terrible muerte; porque el hecho que hemos asentado se verifica del mismo modo que en el campo de batalla, donde por lo común es la muerte repentina, que en ese lecho de mortificación lenta y gradual en donde el hombre mide por adarmes su aniquilamiento, cuenta por minutos la hora fatal y oye el ruido de los pasos de la muerte. La mujer, más sensible que el hombre a la presión de los objetos exteriores, más afectuosa en las relaciones morales de la vida, menos distraída de ellas por el bullicio del mundo y sus afanes; la mujer, aunque débil, muelle y cobarde, mira con más serenidad el sepulcro que el hombre tan pagado de su valor, de su magnanimidad y de su fuerza. ¿Cómo explicar, repetimos, estos hechos por la opinión de Bichat? ¡Oh, no! El temor a la muerte no es sólo en el hombre el sentimiento de perder la vida. Ese temor proviene de una causa moral y filosófica, en que interviene un elemento moral desconocido y negado en vano por los que, rehusando al hombre la noble dote del espíritu, se obstinan en no ver en él sino una máquina más perfecta que la del bruto: hombres para quienes el cerebro es el alma, y el escalpelo la filosofía. No dudamos en decirlo y lo decimos con entera convicción: el temor a la muerte es una función de la conciencia, que unida a la memoria y al sentimiento religioso, hace luchar en nuestra mente las imágenes de lo pasado y los oscuros pensamientos del porvenir. En el momento terrible que precede al de la destrucción de nuestro ser, la vida se presenta compendiada, por decirlo así, a la memoria, y la dura idea de perderla hace que olvidados de las amarguras padecidas la lloremos como un bien. Por su parte, la conciencia, reuniendo sus recuerdos, se presenta armada al hombre con los remordimientos de sus faltas, a tiempo que el sentimiento religioso manifiesta entreabierta a los ojos del espíritu la puerta de ese mundo invisible en donde la eternidad se apodera del premio o del castigo.


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Y en vano se objetará que este concurso simultáneo de la memoria, la conciencia y el sentimiento religioso, que como testigo, juez y sanción de nuestras acciones rodean nuestro lecho en la hora de la muerte, no tiene lugar sino para el hombre civilizado. Porque los elementos de este juicio han existido siempre en todos ellos; y la historia nos enseña que en cualesquiera tiempo, circunstancias y lugares se han verificado. El sentimiento religioso es un instinto tan inseparable de nuestro ser como el que nos ordena conservarnos; si éste nos hace amar la vida perecedera del cuerpo aquel mantiene vivo nuestro afecto a la vida inmortal y misteriosa del espíritu. El salvaje americano canta alegremente su adiós a la existencia en medio de tormentos cuya sola idea nos hace estremecer, o reclinado al pie de un árbol de sus selvas aguarda impaciente a que la muerte, desatando los vínculos que lo unen a la vida, lo lleve a otras regiones en donde los festines, el canto, la música, la guerra, o los trabajos del campo son eternos. ¿Por qué no temen estos hombres la muerte, que un sentimiento instintivo nos mueve a conservar? ¿Será acaso porque libres, sin cuidados, sin necesidades facticias, sin crueles desengaños y dueños absolutos de tierra próvida, y hermosa, carecen de goces, de sentimientos y dulces relaciones con los seres que los rodean?… Es porque en ellos las ideas de derecho y de deber son imperfectas; oscuro por falta de la revelación el sentimiento religioso; indolente la memoria; y en fin, porque al paso que la conciencia duerme en sus almas ignorantes y ciegas, juzgan que la muerte les da un derecho indisputable y absoluto a una vida entera de reposo y de placeres. ¿Por qué los griegos y romanos, sin apego a la vida, buscaban la ocasión de sacrificarse por la patria, y los antiguos escandinavos pedían al cielo como un bien la muerte en la batalla? Porque en esos pueblos, a falta de una religión moral como la cristiana, se habían divinizado el valor y el patriotismo, y los sacrificios que ellos inspiraban tenían derecho al triunfo en el paraíso de Odín y en los campos Elíseos. Pudiéramos hacer otros muchos argumentos deducidos del raciocinio y de la experiencia; pero creemos que en el juicio


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de las personas medianamente instruidas en la historia y en la filosofía, lo dicho basta para probar que Bichat emitió una opinión falsa cuando, despreciando el sentimiento de la conciencia y el del sentimiento religioso, atribuyó sólo a la memoria el temor de la muerte. Por lo que toca a nuestro modo de pensar, creemos poderlo reasumir en estas conclusiones: El temor a la muerte es una función mixta de la memoria, la conciencia y el sentimiento religioso, las cuales hacen luchar en nuestra mente las ideas de lo pasado a un mismo tiempo que los presentimientos del porvenir. En los ancianos es mayor que en los demás hombres ese temor, porque en ellos la memoria de lo pasado es exclusiva, y porque a mayor número de días corresponde por desgracia mayor número de faltas. Distraído el joven de lo pasado con las impresiones de lo presente, rico en ilusiones y sentimientos expansivos, y libre del peso de muchos recuerdos punzadores, deja la vida sin miedo, con aquella indolencia generosa que caracteriza la edad de las pasiones y de los placeres. La mujer es toda amor, toda esperanza: y en estos dos sentimientos está cifrado el sentimiento religioso; porque la fe es amor y el amor de Dios es la esperanza. Y como en ellas la memoria no recuerda por lo común crímenes atroces, compensa la conciencia leves faltas con oportuno arrepentimiento.


CERTAMEN POÉTICO DEL LICEO Odas a la Fe de los señores Romea (premiado con la medalla de oro), Cervino, García Quevedo y otros1 I Acertado nos parece anduvo EL LICEO al proponer por argumento de las composiciones poéticas que debían concurrir a su certamen, La Fe cristiana, tan olvidada hoy que no parece sino que es huésped importuno, y no madre de la civilización de nuestros tiempos; madre a cuyos pechos se ha nutrido el arte, se han amamantado las ciencias, y han cobrado nuevo brío y lozanía la inteligencia libre, la industria benéfica y la libertad regeneradora. Anduvo acertado el Liceo, repetimos; y aún aña En el “Folletín” de El Siglo, N.º. 142, 145 y 146, Madrid, 22, 25 y 27 de febrero de 1849, publicó Rafael María Baralt esta serie de tres artículos críticos dedicados al concurso convocado por El Liceo, de Madrid, sobre el tema “La fe cristiana”. Ya en el periódico, que redactaba Baralt, se había publicado un artículo sobre el mismo tema, firmado por Joaquín María de Paz. Ahora se insertan éstos, el primero precedido de esta nota: “Fieles a la promesa que hicimos en uno de nuestros números anteriores al insertar el artículo crítico sobre las Odas a la fe, damos cabida hoy a otro de igual género que sobre el mismo asunto se nos ha remitido, dejando siempre al autor la responsabilidad literaria y crítica de su trabajo”. Los tres artículos son de Baralt, pero el primero lo afirma con el seudónimo de Manuel Aquilino García. El disfraz fue denunciado en la prensa de Madrid, por lo que renunció al seudónimo y firma el segundo y tercero con su nombre completo: Rafael María Baralt. Lo aclara su nota puesta al pie de la firma de la segunda inserción: “El artículo que con un título igual al del presente apareció en El Siglo, número 142, correspondiente al jueves 22 del corriente mes, juzgando la oda del señor QUEVEDO, no es de D. MANUEL AQUILINO GARCÍA: nombre éste imaginario y supuesto con que el autor verdadero ha querido hasta ahora encubrir el suyo. »Después que El Guía ha hecho esta revelación, no era posible continuar por más tiempo la publicación con tal disfraz; disfraz que, por otra parte, no ha tenido más motivo que las íntimas relaciones de amistad que ligan al autor de aquél y de este artículo con los poetas no premiados, y el temor de que, no obstante, la imparcialidad de que ha dado y sigue dando muestras, se atribuyese a ceguedad de afecto la preferencia que les concede sobre la que ha obtenido el premio. »Ya llegará su turno a ésta, y se verá que semejante preferencia no excluye en la conciencia del crítico el reconocimiento de un mérito grande en la composición del señor ROMEA; con lo cual probará que puede hallarse equivocado, pero que no yerra voluntariamente por prejuicio ni pasión de ningún género. »El autor de estos artículos ha concedido antes de ahora en las columnas de El Siglo justos elogios a la oda del señor ROMEA al tiempo de anunciar su publicación: siendo de notar que en aquella coyuntura ya dio a entender sus preferencias por las composiciones no favorecidas, y manifestó la alta opinión que tenía de la idoneidad y buena fe de los señores jueces”. Véase en la sección “Epistolario” de este volumen (febrero de 1849), la nota relacionada con la Oda de Julián Romea, con el juicio descarnado sobre su escaso mérito. (Nota de P. G.). Tomado del Tomo V de las obras completas de Luz. El año de publicación es 1965 y las páginas tomadas se encuentran entre la 143-162.

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diremos, hábil también en la elección de asunto; porque, ¿cuál más grande, cuál más sublime que la Fe?, ¿cuál más digno de ser cantado?, ¿cuál más propio para llevar la inspiración y el entusiasmo a la de cada vez más enfriada imaginación de nuestros vates de rosas y tomillos; cantores nauseabundos de Cloris perdularias, de arroyuelos turbios, o de hediondos cementerios? Tiempo era ya de señalar a nuestros jóvenes poetas mejor senda que la hasta ahora por ellos trillada en busca de una fama artificial cuanto fácil, vana como el humo, y falsa como el oropel; y ninguna más segura que la que pisaron con tanta gloria propia como de nuestra patria los preclaros ingenios de los Herreras y Leones. Felicitamos, pues, a aquel útil establecimiento así por la idea de sus certámenes anuales como por el acierto con que ha fijado el asunto del primero de ellos, y pasamos a emitir nuestro pobre juicio sobre la composición premiada comparándola con otras dos que, en nuestro sentir, han debido con más justicia disputarse entre sí la medalla de oro. La Fe cristiana es un argumento bastante lato y genérico que, así filosófica como poéticamente, puede ser visto y cantado desde diferentes, si bien no opuestos puntos de vista. La Fe es un dogma y un sentimiento: como dogma lo prescribe imperativamente la religión; acógela el corazón como sentimiento cónsono a su índole, acorde con sus instintos, conforme a sus necesidades de amor ferviente y de expansión religiosa. Considerada así, como mandato exterior, y como afecto íntimo y puramente individual, la Fe está contenida por los términos, en el símbolo de Nicea, en el de San Atanasio, y hasta en el catecismo de Ripalda, no pocas veces, en verdad, ingenioso y hasta poético. La Fe cristiana, pues, es el Credo católico; y el Credo católico puesto en verso puede ser, con el auxilio de la inspiración y del arte, una composición poética ortodoxa al par que poética; salvo que en esta forma concreta, constreñida la fantasía a un campo estrecho de nociones vulgarizadas por el uso cotidiano, forzosamente ha de caminar con trabajo entre el escollo de lo común y el no menos temible de lo alambicado y culterano.


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No se opone a considerar la Fe como dogma y como sentimiento el mirarla también como tradición, bebiendo en las fuentes copiosas, inagotables y refrigerantes de la Biblia esa inefable misteriosa unción que forma uno de los encantos de aquel libro sagrado, depósito de toda verdad, maestro de toda enseñanza, rayo de toda luz, raudal de toda poesía, múltiple imagen, símbolo y modelo de cuanto en la tierra y en el cielo es santo, justo y bello. Cantada con el arpa de Sión, en el tono de un arrebato lírico de David, de un indio de Abraham, de una lamentación de Job, o de una terrible conminación de Isaías, la Fe puede ofrecer a la rica vena de un poeta bien nacido en la musa cristiana, un tesoro riquísimo de armonías tan variadas como encantadoras, tan jugosas como nervudas. Aquí, si hay escollos, consisten ellos en la apropiada elección de los materiales y de los ejemplos, para lo cual no es menos necesario el gusto exquisito que depura, que el ingenio feliz al par que espontáneo cuya rápida revelación descubre y se asimila cuanto es cónsono a su naturaleza, y cuanto puede engalanarla o enriquecerla. Con todo lo dicho, no hemos sin embargo, enumerado las fases todas que puede presentar la Fe para las apreciaciones del juicio y para las instrucciones de la poesía religiosa. Una tiene que las comprende todas, y ésta es la faz histórica. La Fe, en efecto, es algo más que un dogma, que un sentimiento, y que una tradición: la Fe es una historia maravillosa cuyo principio y fin está en Dios; historia que empezó (para hablar el lenguaje de la Iglesia) el día del nacimiento del mundo y que concluirá el día de su muerte. Viajera eterna de todos los siglos en el ámbito inconmensurable de todo lo creado; viva siempre, aunque no siempre visible a nuestros ojos imperfectos, la Fe nos hace asistir al Génesis del universo; nos marca en el mapa de la humanidad el camino de la civilización; y con el faro encendido de una vez para siempre en el Calvario, alumbra el vestíbulo misterioso del santuario donde se encierran sus futuros destinos. La Fe es el primitivo Fiat-Lux que sacó de la nada el universo; es el arca que salva las generaciones; es el ardiente Sinaí; es el Gólgota incruento; es el lábaro de Constantino; es la mano que rompe las cadenas del esclavo; es el hombre que


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padece y perdona; es el mártir glorioso; es el confesor entero y firme; es la virgen casta; es el sacerdote de inagotable caridad; es el Evangelio que redime; es la libertad que nace; es la libertad que progresa; es la libertad que regenera; es la santa igualdad; es la fraternidad humana que refleja la divina; es el error vencido; es la verdad triunfante; es en el cielo la luz; en el infierno las tinieblas; en el mundo la civilización. Como dogma, tranquiliza la conciencia; como sentimiento, purifica el corazón; como idea satisface la inteligencia, como tradición, explica lo pasado; como historia, explica al mundo lo pasado, lo presente y lo futuro. Y ahora bien: ¿cuál de las tres composiciones que aquí examinamos canta la Fe cristiana mejor, y en toda su maravillosa y comprensiva generalidad? En nuestro humilde juicio, dejando para más adelante hablar del desempeño artístico, y no respondiendo ahora sino a la segunda parte de la pregunta; en nuestro humilde juicio, decimos, la composición del señor Romea canta la Fe concreta del catecismo de Ripalda; la del señor Quevedo canta la Fe tradicional; la del señor Quevedo canta la Fe histórica, en toda la fecunda extensión y honda trascendencia que le hemos atribuido, y que son suyas. La forma misma exterior, digámoslo así, de estas composiciones confirma hasta cierto punto el juicio que acabamos de enunciar; pues en los versos alejandrinos de pares agudos del señor Romea se cree percibir la compasada monótona salmodia de los cantos escolares; en las silvas del señor Cervino el tono libre, arrebatado y algunas veces atrevido de la poesía hebraica; y en las octavas del señor Quevedo los acentos majestuosos llenos de gracia, unción y sencillez que solos son dignos de los altos asuntos religiosos. No que nosotros atribuyamos al metro más importancia de la que en sí tiene; sino que esta importancia es grande cuando puede contribuir de una manera sensible o producir efectos de onomatopeya, y cuando ha sido escogido adrede por los autores como elemento esencial de sus poemas. Como quiera, y ya que es llegado el tiempo de descender a pormenores que confirmen o desmientan nuestros juicios,


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diremos que el señor Quevedo da principio a su composición con el sublime “Fiat-Lux” de la Escritura, y dedica las primeras octavas a narrar la grandeza y el poder de Dios. Para cantar la Fe cristiana ¿por dónde empezar sino por el principio de esa fe, que es el principio de todas las cosas; por Dios, en suma, a quien el cristianismo devolvió, por decirlo así, los atributos que las antiguas religiones habían desconocido o negado?

¡Hay un Dios! Tierra y mar, y fuego, y viento cantando van a un tiempo en su alabanza; revela su hermosura el firmamento; la tempestad su túrbida pujanza; en infinito saber el pensamiento; su bondad infinita la esperanza; el almo sol su brillo soberano; su vasta inmensidad el Océano.

Bellísima octava en la cual haremos notar un bellísimo pensamiento que por sí solo vale un poema:

Su bondad infinita la esperanza.

A falta de otras pruebas que demostrasen la existencia de Dios, la esperanza bastaría para hacerla presentir al corazón, y para relevarla a la inteligencia. ¡La esperanza! Hilo de oro invisible que nos une al cielo; aspiración misteriosa a la inmortalidad; aliento de la vida perecedera del mundo; única flor nunca marchita del árido huerto de la existencia; afecto convertido en virtud obligatoria por la religión para hacer posible el amor puro, la creencia santa, y el sufrimiento meritorio. No menos bellas son las tres octavas restantes de esta bien pensada y mejor desempeñada introducción; pero no siéndonos posible copiarlas todas, nos contentaremos con citar la que, entre otras, nos parece más perfecta por la versificación, por los conceptos, y por la suavísima ternura que encierra. Hela aquí.


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¡Hay un Dios! Le tributan homenaje la encina secular en el altura, el zumbador insecto en el follaje, el cristalino arroyo que murmura; en su tierno dulcísimo lenguaje le canta el ruiseñor en la espesura, en su gruta el león con su rugido, con su arrullo la tórtola en su nido.

Aprobando la idea, indudablemente poética, de contraponer el poder y la grandeza de Dios de la fe cristiana a la soberbia y pequeñez del hombre que en su delirio lo niega, creemos que el Señor Quevedo pudo muy bien expresar este contraste en menos versos, y en versos más en armonía con los anteriores y posteriores de la composición hasta el fin. Y decimos esto por no disimular que, en nuestro sentir, sobran para tal objeto las octavas 5ª, 7ª y 8ª destinadas a amplificar ociosamente, si no ya con perjuicio de la rapidez y energía indispensables en la oda, un pensamiento bueno, exacto y poético en sí, pero ya expresado en la octava 5ª cuando dice: Sólo el hombre infeliz erró el camino .............................. .............................. El soberano del Edén divino; aquél a quien su mano generosa dio un fulgente destello de su ciencia, ese solo dudó de su existencia. Bastaba esto, repetimos, para establecer la transición naturalísima de la incredulidad a la fe, probando la indispensable necesidad de ésta por la aspiración incesante de la inteligencia a lo perfecto, del alma a lo justo, del corazón a lo bello; lo cual hace en seguida el señor Quevedo en tres octavas dignas de todo elogio.


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Si a todo pone fin la cruda muerte ¿a qué el renombre que el mortal ansía? .............................. .............................. ¿Para qué la virtud del varón fuerte? ¿Para qué la inspirada poesía? .............................. .............................. Las armonías del Edén divinas ¿qué entonces fueran sino duelo y llanto digno cantar en infortunio tanto? …………………………….................. ………………………………………… El himno funeral que el cisne entona al cerrar a la luz sus tristes ojos; del fúnebre ciprés mustia corona, que anuncia de la muerte los despojos; viento que gime en solitaria zona entre zarzas estériles y abrojos sin hallar una planta, un eco amigo, que repita su voz y le dé abrigo. Hasta aquí (octava 11ª) el autor ha cantado el poder y la grandeza de Dios, la soberbia del hombre, su incredulidad, y la necesidad de la fe como aspiración natural e incesante de la inteligencia. No menos indispensable como vida del corazón y fuerza del alma: ¿Qué es el hombre lanzado en esta tierra sin la luz de la antorcha soberana? Es bella y exacta la comparación que, para contestar a esta pregunta, establece el autor (octava 13) entre el hombre privado de la luz de la fe y entregado a su propia flaqueza, y una flor trasplantada a otra tierra lejos del cielo de la patria. Y a darle nueva vida, extraño fuego Nunca es bastante, ni amoroso riego.


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Dignísima de loa, a este propósito, es la octava 14. Así el débil mortal, a la flaqueza del propio corazón abandonado, camina de este mundo en la aspereza de negras sombras y de horror cercado: víctima del temor y la tristeza, con la ominosa carga del pecado pesando siempre en los cansados hombros, se arrastra entre zarzales y entre escombros. Nada más que lo que en sí tiene puede pedirse a esta octava: los tres versos últimos, sobre todos, son recomendables por la verdad del pensamiento que encierran y por la vivísima novedad con que está expresado. No parece sino que vemos al hombre agobiado de un peso enorme, desproporcionado a sus fuerzas, arrastrarse penosamente de siglo en siglo por el mundo cubierto de las ruinas con que sus propios furores lo han sembrado. Y no menos aplaudimos la feliz idea con que, tomando pie de aquí, describe el autor la ruina de los imperios más pujantes de la antigüedad, y anuncia la venida del Mesías, la lucha de los mártires y el establecimiento final del cristianismo. A estos grandes objetos están dedicadas las octavas 15 inclusive hasta la 21 de la composición, concluyendo esta con otras cuatro (superiores a todo elogio) destinadas a la descripción de la naturaleza y divinas propiedades de la fe cristiana. Citaremos, ya que no, cual deseamos, las cuatro, la que sirve de felicísimo remate a este inspirado y bien construido poema. ¡Salve, pura centella desprendida del foco inmenso de la eterna lumbre! ¡Salve, perenne manantial de vida, que brotaste del Gólgota en la cumbre! Tú eres el ígneo rayo que intimida, el iris de la paz y mansedumbre; de todo bien generador fecundo, ciencia, virtud, poder, alma del mundo!


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No está exenta de defectos esta oda. Ya hemos anotado alguno tal cual grave de plan y de composición, y no sería difícil hallarle otros de versificación y aún de lenguaje. En general, los versos del señor Quevedo llevan consigo el pecado de la extrema facilidad con que los hace; facilidad contra la cual le aconsejamos se precava en lo posible, por ser ella muy ocasionada a los vicios de incorrección y flojedad en la dicción poética. Debemos no obstante, reconocer: lo primero, que esta es, entre todas sus composiciones conocidas, la que, sin comparación, adolece menos de semejantes vicios; lo segundo, que en parangón de las bellezas reales de la oda a la fe cristiana, los defectos de forma y desempeño métrico que contenga son lunares pequeños e insignificantes; y lo tercero, que por final balance de cuenta poética resulta que el señor Quevedo alcanza a los señores jueces del certamen en una buena suma de justicia, y tiene abierto para con el público un crédito cuantioso de merecimiento. II ¡Gloria a ti, o, fe santa! Querube de su trono te llamó el Señor; credulidad el infierno; locura y fanatismo el error falaz; báculo y escudo la inocencia y la desgracia; guía venturoso la verdadera ciencia; Fe, por último, la religión que, aclamándote madre, venció al mundo, y fijó en él para siempre tu bandera cual faro luminoso y espada centelleante; porque tú eres la espada de la justicia y la luz inextinguible de la verdad. Anima mi espíritu, virtud de las virtudes, e inspírame, para que pueda decir tus loores. Paz, cantos y aromas hubo en el cielo cuando los espíritus divinos velaban su faz para acatarte reverentes, y te seguían envueltos en la luz que despedía la huella de tus pasos; pero fue un día en que los ángeles rebeldes te negaron y escarnecieron: y ese día (sólo ese día), hubo en el cielo tinieblas, silencio pavoroso, y llanto; porque los ángeles fieles gimieron, trocándose las arpas de oro por espadas fulminantes, y hubo guerra, la primera y la última guerra del cielo.


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¡Ay que lo mismo sucedió en la tierra a los que de ti se apartaron! ¡Ay que Caín vertió sobre la alfombra de inmaculado césped la primera sangre del primer crimen! Alzate y dile tú, pálida sombra del manso y hermoso Abel, tan querido del Señor. Y dilo también tú, cólera del Altísimo, que convertiste el orbe de la tierra en un mar sin playas; y tú también, misericordia del Altísimo, que hiciste lucir, después del Diluvio, el iris; después de la justicia la clemencia. Y no bastó; que repoblado el mundo rechaza de nuevo la fe salvadora de Noé, pone en lugar de Dios ídolos de barro, y en el santuario de la conciencia derriba de su diamantino pedestal la virtud para adorar sus pasiones locas y sus apetitos veleidosos. Y en su soberbia piensa el hombre escalar los cielos con andamios terrestres; nace de la locura del pensamiento la confusión de las lenguas; créese la vana ciencia de Egipto y de la India poseedora de la verdad cuando sólo abraza el error; y no parece sino que la religión, hendiendo el éter con sus alas de fuego, abandona para siempre la morada oscura y miserable de la tierra, y vuelve afligida a su patria celestial de luz y de ventura. Pero no; que brilla todavía sobre la frente patriarcal de Abraham e ilumina las miserias gloriosas de Job, modelo inmortal de sufrimiento santo. Y da a Moisés brazo para domar los Faraones, y voz para abrirse camino a pie enjuto por el mar. Y con sólo invocarla detiene Josué el movimiento del sol. Y así como estalla vibrante y aterradora en los truenos de Isaías, llora con Jeremías, y suspira en el arpa de Sión, cuyos ecos repite aún el mundo enternecido. Y éstos no son, ¡oh, fe!, sino los preludios del triunfo que Dios te prepara en el Gólgota, cuando el cordero sin mancilla despide del costado herido sangre que baña el universo, y que por el amor lo regenera. Cristo aparece; y el mundo, verdadero Lázaro, resucita; Leviatam se estremece; cae Jove derribado de su Olimpo mentiroso; ídolos, templos y sacerdotes del error desaparecen; la musa de la verdad y de la libertad es la musa cristiana; y verdad, libertad, amor y fe van predicando por la tierra los sencillos hom-


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bres a quienes el hijo de Dios comunicó su divina enseñanza: Pablo, el apóstol de las gentes; Pedro que abre o cierra las puertas de los cielos. ¿Qué vale oponer a la fe el martirio y a la voluntad del Creador la fuerza de la criatura? Siéntase el cristianismo en el Capitolio, y desde allí extiende sobre el mundo su manto imperatorio. A su abrigo se acogen el huérfano y el mendigo; es albergue al fatigado y triste caminante; puerto en la borrasca al náufrago; alivio y paz a las naciones. ¡Salve, oh, fe! Tú bañaste en lumbre de esplendor divino la pluma de Agustín; por ti destila ática miel el inspirado Ambrosio; por ti perfuma el ambiente como pura azucena el ínclito Bernardo; y cual cometa que cruza los espacios fulgura rutilante y majestuoso el ángel de las escuelas. ¿Quién sino tú pudo dar inspiración a Rafael, a Miguel, a Rubens y a Murillo? ¿Quién sino tú lanzó al viento la cúpula de la basílica romana, y confió a la tierra los pasmosos cimientos del Escorial y el Vaticano? Tú sola, tú, tremolaste sobre Jerusalén la enseña de Godofredo; tú dirigiste la nave de Colón; tú derribaste de la torre afiligranada de la Alhambra la odiada Media-luna; tú coronaste con tus manos sagradas al vencedor inmortal de Lepanto. ¡Grandes son, oh fe, tus hechos! ¡Y el hombre ciego, ensoberbecido con los triunfos de tu inteligencia, se atreve aún en su delirio a negarte! ¡Hay de los impíos! ¡Hay de su locura! Vengan a tierra los altares de la fe, y los ríos arrastrarán sangre, el fuego abrasará los montes, caerán con estrépito los tronos, yermos serán las ciudades, y la humanidad desaparecerá en la barbarie, o vivirá, envuelta en ella, la vida de las fieras. ¿Dónde sois idos, días de bendición en que los hombres vivieron como hermanos en tu regazo, o fe divina? Y vosotros, míseros humanos, ¿hacia dónde corréis tras la perdida ventura? ¿Dónde la hallaréis? Paloma del arca de la nueva Alianza, Iris de la esperanza y del consuelo, escala de Jacob que unes los cielos y la tierra, vuelve; ¡oh, fe bienhechora! a habitar entre nosotros. Contigo reaparecerá la aurora de aquellos días que sólo lucieron sobre el


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Paraíso, y huirá para siempre el báratro profundo la noche que nos cerca ahora. Tenemos la presunción de creer que el señor Cervino nos perdonará la libertad que nos hemos tomado de trasladar a mala prosa sus excelentes versos; siquiera sea en gracia de la exactitud y buena voluntad con que hemos cometido este, en realidad, enorme desacato. ¿Y por qué no? Bella nos parece la oda en prosa, no obstante algunas intercalaciones de nuestra cosecha a que el asunto, con amor irresistible, nos convidaba: ¡Cuánto más bella, pues, no será en verso; y en verso fluido, armonioso y generalmente correcto! Bella, en efecto, es la oda; y, porque es bella, hemos querido someterla a una prueba terrible de la que esperamos saldrá pura y victoriosa: la hemos privado de sus fascinadores ropajes; y también es bella desnuda: la hemos cubierto de tosco sayal; y no echamos de menos sus brocales de oro y plata. Bella es la oda, aunque incompleta y desigual. Incompleta en el plan, porque no obstante, la regularidad académica de éste, faltan en él puntos esenciales que el señor Cervino no ha debido pasar en silencio, como poeta, por más que le cerrase la boca su calidad de hombre político. Como efectos del triunfo cristiano nos habla el autor de la emancipación de la mujer, de la extirpación de la esclavitud, y de la reconquistada dignidad del hombre, en un trozo magnífico que citaremos más adelante; pero no consagra ni una sola palabra a la libertad: para ésta que ni por acaso se halla en la composición, con ser inseparable de la palabra cristianismo. No parece sino que el señor Cervino la repelía adrede de sus labios porque los quemaba. La venida de Jesucristo es el hecho generador de la civilización moderna; en tanto grado que ese hecho providencial contiene en germen todos los demás hechos políticos, civiles, religiosos, artísticos, industriales y económicos que en esa civilización se han desarrollado, y que forman su esencia, su espíritu, y también su estructura. Para el señor Cervino, sin embargo, ese hecho maravilloso sólo ha ejercido influencia en la constitución del matrimonio, en la modificación de una clase social, en las artes, en las cruzadas, en el descubrimiento de América, y en dos victorias señaladas de las armas españolas.


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Mucho es esto; mas ni todo, ni siquiera lo suficiente para dar una idea exacta de los inmensos beneficios de la fe cristiana considerada en la vasta extensión de su pasmosa historia. Grandes son, en verdad, todos esos hechos, y algunos de ellos fundamentales; pero también son grandes, fundamentales, y más comprensivos, los muchos órdenes de hechos que el autor no menciona, y entre los cuales figuran en primer término los hechos sociales que la civilización ha venido elaborando desde la aparición del cristianismo hasta nuestros días, y de cuyo final establecimiento depende la vida de la humanidad. Decimos la vida, y no exageramos; porque esos hechos, después de haber servido de base a las antiguas sociedades, alterados por el cristianismo constituyen los problemas que agitan hoy y conmueven las naciones hasta en sus más hondos cimientos. ¡Lástima grande que poeta tan fácil, tan abundante y sonoro cual indudablemente lo es el señor Cervino, se haya voluntariamente privado en esta excelente composición de los recursos poéticos, eminentemente poéticos, que ofrecía con mano pródiga a su musa el genio de la libertad de los pueblos! ¡Qué!, ¿no es grande, no es sublime el consorcio sagrado de la religión y de la libertad?, ¿no se presta a los encantos de la poesía el nacimiento de la libertad del seno de la religión?, ¿habría perdido algo la oda del señor Cervino si éste, en un feliz instante de inspiración profética, hubiera visto sus triunfos en lo porvenir; la tiranía extirpada de la tierra, la discordia feroz encadenada por la fraternidad de los hombres y de los pueblos; las razas unidas; los gobiernos reconciliados; la humanidad, en fin, postrada al pie de la Cruz y otra vez por ella regenerada y redimida? No creemos que haya en el mundo, después de la gloria y del poder de Dios, objeto más digno de la poesía verdaderamente elevada que la gloria y el poder de la libertad. ¡Y ay de los pueblos cuando los gobiernos la rechazan y los poetas la esquivan! Hemos también dicho de esta composición que es desigual, y creemos tener razón en vista de los diversos grados de importancia que ha dado el autor a los distintos asuntos que toca, así como del desempeño artístico de ellos. La estrofa 1ª dedicada enteramente a cantar los tiempos de Nemrod y el sacri-


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ficio de Abraham nos parece usurpar en la oda del señor Cervino el lugar de más elevadas reminiscencias históricas. Lo mismo decimos, no obstante, su mérito sobresaliente, de la estrofa 5ª consagrada a la gloria de Job, de Moisés y de David. Estas observaciones no menoscaban en modo alguno el mérito puramente poético de la composición; pero dañan al conjunto de ella dejando sin la correspondiente proporción y simetría sus partes componentes. Por lo demás, ellas confirman lo que ya hemos dicho en otra parte acerca de la preferencia dada por Cervino al elemento bíblico sobre el elemento propiamente cristiano; y para convencerse de ello basta tener en cuenta, después de lo dicho que cinco estrofas de las diez y siete que componen la oda tratan exclusivamente de asuntos relativos al Viejo Testamento. Siempre hemos alabado y hoy mismo alabamos en este joven poeta su afición a las sagradas Escrituras; el argumento requería ahora, más que nunca, una excursión en ellas; la excursión ha sido feliz; pero ha habido en ella, a juicio nuestro, judaica intemperancia. Parécenos que podía tener más nervio, más alteza, más solemnidad la estrofa 6a, en que introduce por la primera vez el poeta al Bautista y al hijo de María. Las estrofas siguientes hasta la décima exclusive consagradas a la natural amplificación del asunto, son bellísimas. Bella es también una gran parte de la 10ª misma; pero nótese en ella que el poeta, empezando sin duda a encontrar estrecho el espacio, apenas dedica unos cuantos versos a lo que debiera ser objeto principalísimo de la oda; es a saber: a la influencia de la fe cristiana en las costumbres, en el estado social de los pueblos, en la moral, y en los afectos humanos. Incompleta es también, bajo este punto de vista, la oda de Quevedo; pero indudablemente las cuatro últimas octavas de ésta son muy superiores a la estrofa 10ª y a la primera parte de la 12ª que consagra Cervino en la suya al mismo asunto. Preciosa es la estrofa 11ª que canta la gloria de los mártires; pero aquí, igualmente, si hemos de decir con sinceridad nuestros pensamientos íntimos, parécenos que el joven vate valenciano se ha quedado muy atrás de su rival. Como quiera, nuestros lectores fallarán con conocimiento de causa este litigio, comparando la


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citada estrofa 11ª con las octavas 19ª y 20ª de la oda de Quevedo, allí, sobre todo, donde éste dice: Lucha en vano el error. Hombres oscuros se lanzan a la lid con faz serena: “¡Morir para vencer!”, gritan seguros, y en sangre bañan la ominosa arena. “Morir para vencer” es un pensamiento sublime, comparable con lo mejor que se conoce en este género. No lo es más el famoso “qu’il mourut de Corneille.” Hasta aquí (y gracias a Dios que acabamos la penosa tarea de censurar y comparar, para la que, por fortuna o por desgracia, no hemos nacido) hasta aquí, decimos, cuanto en conciencia, según nuestro leal saber y entender, tenemos que objetar al autor afamado del poema La Virgen de Los Dolores. No pocos hemos tenido en rebuscar defectos a su oda, antes por acreditarnos de imparciales que por echarla de Aristarcos concienzudos. Concluida semejante tarea sólo tenemos que llenarla para nosotros por mil motivos agradable de encomiar a porfía las muchísimas bellezas que contiene. La introducción es sencilla, enérgica y ardorosa cual conviene al arrebato lírico: Tú, cuyo influjo santo desde el cielo al abismo se dilata: virtud, de mil virtudes fuente viva, tú mi espíritu aviva: a ti dirijo mi ardoroso canto. ¡Pluguiera a ti que el pensamiento mío para decir al mundo tus loores imitará del aura entre las flores la dulce voz, y el resonar del río melancólico y tierno, y el regir de los mares al impío funesto embote de aquilón bravío.


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Hablando de los prodigios que la fe ha obrado por medio de los profetas, exclama: ¿Quién logró que olvidase el blando nido el águila caudal; que el bronco trueno tuviese amor del aura delicada; que depusiera el áspid su veneno, y los tigres indómitos su ira? ¡Oh, fe! La no imitada sonorosa pujanza de la lira que pulsaste en Sión, y su eco blando más que genial favonio, de primavera, cuando en los sauces gimió del babilonio. Hoy es, y el sacro Tibre su linfa aún posa en la menuda arena; hoy, y el revuelto Sena detiene el curso libre; y el aurífero Tajo se atavía y por su lecho perezoso cunde, al escuchar tu plácida armonía que de uno al otro polo se difunde. Y personificando la fe en la estrofa 7ª para anunciar la venida de Cristo. Oigo el rumor de tus brillantes plumas como rumor de viento que encrespa las espumas del líquido elemento. Ya en los espacios cóncavos te miro cernerte en noble giro sobre el santo Cenáculo. No el ave, ministro del profeta evangelista, con tanta majestad el vuelo sabe tener en el espacio, y en la llama del Sol fijar la vista.


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Sería preciso reproducir aquí las nueve décimas partes de la composición, si quisiésemos ofrecer al deleite de nuestros lectores los pasajes de ella que, como éste, son primorosos por la nítida dicción, por la pureza del lenguaje, por la fluidez del verso, por la dulzura de los pensamientos, por la novedad y exactitud de las imágenes, y por otras muchas dotes que sobresalen aquí, y que por lo general se hallan siempre en las obras de Cervino. Forzoso, pues, nos será contentarnos con recomendar las estrofas 8ª, 9ª, los diez primeros versos de la 10ª, la 12ª, la 13ª, la 14ª y la 17º y última, que es preciosa, sobre todo al fin: Vuelve, ¡oh, fe!, sin tardanza. Contigo nueva aurora vendrá ahuyentando al báratro profundo, la horrible noche que nos cerca ahora. El cielo serenado luz y rocío mandará a la tierra: el llanto y el collado y la encrespada sierra de leche y mil producirán raudales, el bronce retumbante en son de guerra no más pueblos y pueblos convertirá en incultos arenales: y al de opulencia extraña solio deslumbrador, y a la cabaña que humilde entre los álamos reposa, la sombra de tus alas, fe bendita, devolverá amorosa lirio de paz constante, azucena de amor nunca marchita. Consuélese, pues, nuestro buen Cervino de la distracción que han padecido los señores jueces; que juez más alerto es el público, y suele con harta frecuencia equivocarse. Ya en tiempo de Cervantes, y mucho antes, eran las avaluaciones poéticas achacosas, y los peritos soñolientos; de donde resultaba que siempre tomaban los tales una cosa por otra, sin maldito de Dios el cuidado.


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“Nihil sub sole novum”, amigo Cervino: lo que en tiempo del manco sucedía, hoy sucede; y lo que hoy sucede, mañana sucederá. ¡Tal es la frágil condición humana, que suele errar donde con más ahínco debiera buscar el acierto, y fallar menos bien en lo que conoce mejor! Por eso quisiera yo (sin ofensa de nadie) que conviniésemos todos para de aquí en adelante en confiar la judicatura poética a un jurado compuesto de los electores del distrito, legos o no en Horacio y Quintiliano; que así, ya que no obtuviésemos sentencias peores que las comunes, ganaríamos la uniformidad de todas las especies de sistemas electorales conocidos, con nueva prez de las bienaventuradas instituciones constitucionales. III ¡Salve, modesta virgen, de los vendados ojos, que estrechas en tu seno la venerada Cruz! Tú guía eres del hombre que ciego va entre abrojos; tú en noche tormentosa su apetecida luz. Raudal eres constante de dichas y placeres; palmera que nos guarda del estival ardor; eres fuente sellada, cerrado huerto eres, de hermosas flores lleno de regalado olor. Temprana flor del valle; tierno lirio del campo; balsámica azucena del místico vergel; más blanca en tu pureza que de la nieve el campo; más dulce en tus palabras que la apretada miel. Sin ti no hay alegría; si tú nos abandonas, el llanto y las miserias del hombre van en pos; ¿qué son sin ti los pueblos, los tronos, las coronas? ¿Qué la sabiduría sin el temor de Dios? No obstante, los pequeños e insignificantes defectos de acentuaciones y eufonía que una crítica escarbadora y descontentadiza puede hallar con lente microscópico en estos suaves


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y encantadores versos que sirven de bellísimo pórtico a la oda de Romea, para nosotros son superiores, con mucho, a los que sirven de introducción a las composiciones ya analizadas, así en el fondo como en la forma; lo primero, porque tocan con más exactitud el argumento señalado al concurso; y lo segundo, porque lo tocan con mano maestra venciendo la tremenda dificultad de un metro naturalmente desapacible y escabroso. Al leerlos, una y muchas veces con sabrosa y creciente complacencia, hemos hallado casi injusto a Zorrilla, cuando en el prólogo impreso al frente de esta oda dice de su autor que, al escribirla, en vez de remontar su imaginación a las regiones ardientes de la inspiración poética, purificó su alma en el fuego de la fe cristiana, y apartando la pomposa gala de la dicción dio a su palabra la sublime sencillez del Evangelio; y decimos casi injusto, si por ventura ha querido dar a entender que en estos versos no estén perfecta y primorosamente hermanadas la pureza religiosa y la sencillez evangélica con el ardor poético y la gala de la dicción; si bien es cierto que en ellos predominan sobre las segundas cualidades las primeras: lo cual, a nuestro juicio, no es un defecto en el presente caso. Pero ¿corresponde el santuario de este templo a su pórtico magnífico? ¿Es digno su fin de su principio? Nuestros lectores juzgarán por la fiel, aunque breve, descripción que vamos a hacer del que, mejor que edificio, debe llamarse ahora monumento consagrado por la bendición de un premio solemnísimo. Como prueba elocuente de las verdades que ha apuntado al final de la estrofa 4ª, invoca el autor el ejemplo de Jerusalén, la reina de las santas ciudades, poderosa cuando caminó en las vías del Señor; reducida, cuando de ellas se apartó, a miseria y servidumbre en la infamante degradación de las conquistas griegas y romanas: Y esposa, sin esposo, desconsolada viuda, su bien perdido llora, hundida en tanto horror; hoy reina sin corona y en servidumbre ruda; hoy virgen profanada por su brutal señor.


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Creemos sea ésta la única estrofa digna de traslado entre las cuatro dedicadas a aquel grandioso objeto: las otras tres (5ª, 6ª y 7ª) son incorrectas en el verso y flojas en la dicción siquiera contengan, como nos complacemos en reconocerlo, pensamientos y reminiscencias bíblicas, oportunas y bellas: circunstancia esta que hace doblemente merecedor de reparo y censura el desaliño con que están expresadas, y que no es común, por cierto, en las otras producciones conocidas de Romea, habitualmente fácil, castigado en el estilo, puro en la forma, y armonioso. No nos incomoda, antes nos agrada, la repetición de la primera estrofa enseguida de la octava, porque este ritornello facilita una transición natural entre el episodio de Jerusalén y los asuntos que siguen; de más de qué, colocada allí sin afectación ni refuerzo, nos regocija y exalta disponiéndonos a oír nuevas maravillas y loores de la suprema virtud que es el objeto del poema. Atribuimos, pues, nosotros a la pésima elección del metro el desgraciado desempeño de los asuntos a que están dedicadas las estrofas siguientes hasta la 18ª inclusive. ¿Ni cómo creer que proceda de distinta causa la sorprendente rudeza con que expresa Romea pensamientos bellísimos en sí, vistiendo de harapos las hermosas formas de sus concepciones; el cuerpo, digámoslo así, gentil y esbelto de sus hijos? ¡Extraña, singular aberración! Pónganse en prosa con las mismas palabras por él empleadas en la oda los pensamientos que contienen las nueve estrofas de ésta ya citadas, y tendremos poesía; leamos la poesía, y tendremos prosa. A vista de la prueba material de este aserto, decidan nuestros lectores de su imparcialidad y de su justicia. Naciste, ¡oh, fe, virgen de los vendados ojos!, en cabañas de humildes pescadores, sin más poder ni apoyo que los que podían ofrecerte los limpios corazones; y al empezar tu camino reyes y señores apellidaron guerra contra ti, y allegando sus gentes y sus armas contra ti batallaron. Y arrójanse bramando a la pelea; amontonados y de tropel al empuje de las furias infernales que rugen como el hura-


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cán, asuelan la ancha tierra, y encienden en el corazón de los hombres el amor a la guerra, la sed de sangre y el gusto del exterminio. “Tú en tanto serena, tranquila y resignada, opones la humildad a las sacrílegas iras humanas, mientras en pos de ti, cubriendo de luz y flores las huellas de tus pasos, caminan alegres y afanosas la plácida esperanza, y la santa caridad. Tu blando suavísimo acento labra los duros corazones, vierte en ellos la luz, y los abre y despierta al amor. ¿Y cómo no si llevas contigo la palabra del Salvador del mundo, del Santo de los Santos? Sí: la palabra de aquel mártir divino que descendiendo hasta nosotros, míseros mortales, desde su excelso trono de majestad y gloria, tremoló piadoso el lábaro de redención y de gracia, y en torno del Calvario convocó la humanidad para salvarla y bendecirla. ¡Y no en vano, a fe! Contempla si no esa milicia santa, penetrada de tu amor y ardiendo en tu sacro fuego, como acude presurosa al acento del Redentor; y mira con qué júbilo ciñe el mártir su corona mientras levanta al cielo la erguida y noble frente. ¡Y santo, santo, santo, cantan sus almas puras ante la hoguera, el hierro, la rueda y el dogal: y santo, santo, santo, responde en las alturas abriéndoles los cielos, el coro angelical! Por ti ¡oh, virgen que estrechas en tu seno la venerada cruz! Por ti Godofredo siguió con santo celo a Pedro El Ermitaño. Mírale a la opuesta orilla del Cedrón cómo vuela al frente de la Europa a rescatar la tumba del que bajó del cielo. Y oye cómo retumba tu sagrado nombre en la Tebaida; cómo lo repiten sus lóbregas cuevas; cómo lo pronuncian sus áridos arenales; cómo trémula de emoción, escucha tu santo Credo Tolemaida al son de las trompetas y del estrépito marcial”. En todo esto, indudablemente, hay rica y elevada poesía. Explique, pues, quien pueda, no recurriendo a nuestra hipótesis,


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como ha podido convertir en frágil cobre tanto oro quilatado el mismo alquimista de cuyo crisol ha salido, precisamente cuando, fijos en el preciadísimo metal la lima y el lente microscópico de una habilidad felizmente aplicada en otros casos, quería darle pulimento y viso. Nosotros (lo repetimos con profunda convicción), atribuimos a la rémora del metro este naufragio, y nos salvamos de él acogiéndonos a la tabla de la bellísima estrofa 16ª, llena como, se ha visto, de unción y majestad. Un hombre de tanto talento como Romea no podía olvidar, tratándose de los milagros de la fe cristiana, ese milagro pasmoso de la lucha hispano-arábiga, que duró siete siglos y salvó la unidad católica de Europa; ni la espléndida victoria que a orillas del Genil coronó el más sorprendente y varonil ejemplo de heroísmo que ha dado jamás ningún pueblo de la tierra. ¿Ni cómo pasar en silencio, el nombre glorioso de los Evangelistas, ni el de los apóstoles, ni el de los santos doctores de la Iglesia; por cuyos esfuerzos ante la gran basílica de la Roma cristiana se inclina el Capitolio de la Roma gentil? Lucero y Calvino debían también figurar en la rápida revista cristiana del poeta, en contraposición de las columnas y lumbreras de la religión verdadera, como nuevos Sansones que en un acceso de frenesí derriban sobre sus propias cabezas el templo de la fe. ¿Y cuál ejemplo de piedad más digno de conmemoración y alabanza; cuál triunfo más bello de la religión cristiana, que el que no hace mucho ofreció a la admiración de nuestro siglo incrédulo y venal el santo arzobispo de París? Afre, prorrumpiendo al morir en estas maravillosas palabras, el buen pastor debe dar la vida por sus ovejas; Afre, herido mortalmente en las calles de la nueva Babilonia cuando llevaba consejos de paz y caridad a los bárbaros de la civilización, merece muy bien ser colocado entre los gloriosos mártires de la fe, y que el autor de esta oda lo lleve al cielo en brazos de San Luis.


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A estos distintos, y todos interesantes objetos distribuidos con oportunidad y hábil gradación, están dedicadas las estrofas 19ª inclusive hasta la 34ª, la 35ª y siguientes, hasta concluir en la 43ª constituyen el epílogo de la oda, el cual comprende un acto de contrición, el credo y una jaculatoria. ¡Gloria a tu nombre, gloria, Señor, que te dignaste bajar al hondo valle de torpe iniquidad! ¡Porque pequé, Dios mío, y tú me rescataste, sellando con tu sangre tu amor y tu piedad! Venid, venid, incrédulos, que tantas maravillas desalumbrados, ciegos, osasteis rechazar, y repetid conmigo, hincados de rodillas, como conviene al hombre que va a su Dios a hablar: “Yo creo en ti, Dios mío, Dios grande y poderoso; y creo en Jesucristo que por mí padeció; y creo en el Espíritu que Santo y milagroso sobre María Virgen del cielo descendió. »Y creo en aquel día en que la tierra abiertos por invisible mano sus centros ha de ver, y al son de tus clarines resucitar los muertos, y ante tu excelso trono temblando parecer. »¡Oh, cuales, aquel día, de aquéllos que te huyeron serán las agonías y el triste despertar! ¡Allí las hondas penas de los que tal hicieron; allí el crujir de dientes, allí será el llorar! »¡Perdón, perdón, Dios mío, Dios grande y poderoso: acoja nuestro ruego tu inmensa majestad; líbranos, como puedes, de este mar proceloso, y ten misericordia según es tu bondad!” En este diluvio de veinte y cinco estrofas, ¿dónde está el Arca? ¿Dónde el Ararat? ¿Dónde, para hablar sin metáforas, hallaremos, entre tanto verso, poesía? Inútil sería buscarla en la forma, Ruda está siempre, y siempre escabrosa, sólo de vez en cuando, a manera de relámpago, despide una llamarada de vivísima luz; pero solo, como


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los resplandores del infierno de Milton, para hacer más visibles las tinieblas. Hablando de la paz de espíritu de los bienaventurados, dice, por ejemplo, el poeta: Y dulces son sus sueños, y vagos como el humo del oloroso incienso quemado en el altar. No puede darse imagen más dulce, más exacta, más adecuada, más poética. Pero si Dios dispone que el cáliz de amargura, por nuestro bien, nos brinde la dura adversidad, ¡cuánto es dichosa el alma que dice con fe pura: cúmplase, Padre mío, tu santa voluntad! ¡Oh, limpia fe, tú eres la estrella que nos guía: arroyo de aguas vivas en nuestra ardiente sed; tú el abrigado puerto al barco que corría perdido por los mares del viento a la merced! Y cuando personifica la religión en la sangrienta batalla de París: mirad como a su acento acallan reverentes la lucha sus rugidos, su estrépito el cañón. ¿Quién negará que en todos estos pasajes hay pompa y gala de dicción, lozanos y puros pensamientos, imágenes vigorosas, unción, ternura; y también ese fuego tranquilo y puro de la inspiración religiosa que alumbra y no quema; que avigora y no consume; que esplende, siempre igual a sí mismo, cual nos imaginamos que debe fulgurar la luz increada? Todo esto es verdad; pero también lo es, por desgracia, que tales pasajes, frecuentes si se quiere, son mucho menos abundantes que otros de cuya calificación queremos abstenernos.


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¿Y por qué semejante desproporción? ¿Por qué prosaica, dura y desaliñada en la forma, una composición bien trazada, perfectamente dispuesta dentro del círculo que asimismo se trazó el poeta; círculo estrecho, sin duda, pero concéntrico, digámoslo así, con el argumento propuesto, y suficientemente amplio además para contener los más ricos tesoros del ingenio? ¿Y por qué, por qué todo esto cuando a la corrección en la planta, estructura y coordinación, reúne esta oda pensamientos realmente poéticos; que lo son en prosa; que lo son de cualquiera manera, menos precisamente de la manera como han sido expresados por el poeta? Ya lo hemos dicho, y lo repetimos, porque de ningún otro modo, tal cual plausible, podemos explicarnos tamaños anomalías en hombre de talento tan perspicuo como lo es Romea: el metro ha sido su pecado original; tan grande, tan profundo, que no es poderoso a redimirle de él, en nuestro juicio, el fallo favorable que ha obtenido de jueces ilustres cuya idoneidad y buena fe somos los primeros en reconocer y acatar. Y hemos aquí llegado a la delicadísima cuestión que forma la parte esencial de este litigio. “¿Ha sido injustamente dado el premio?”; o, más claro: “¿no existe motivo alguno plausible que dé razón de la preferencia y que la cohoneste y que la explique?”. Esta es la cuestión a que aludimos, y que nosotros hemos resuelto ya, hasta cierto punto, en este mismo sitio2. La oda premiada, con estar hecha bajo un plan menos vasto y comprensivo que las de Quevedo y Cervino, se circunscribe más estrictamente al prospecto señalado por el Liceo como estadio de la lucha poética. EL SEÑOR ROMEA Y SU ODA. —Hemos leído detenidamente más de una vez, y siempre con gusto, la oda del señor ROMEA, premiada en el concurso del Liceo. Vano y loco sería el empeño (que en nadie, por lo demás, hemos visto) de negar a esta composición un mérito real que bastaría a sancionar a falta de otros, el voto de jueces tan competentes como los que le han adjudicado el premio. Cualquiera que sea nuestra opinión acerca del mérito poético de esta bella composición con respecto a otras que concurrieron con menos fortuna al certamen, no podemos menos de reconocer, y reconocemos con satisfacción en ella, dotes estimables de fondo y de forma, más estrictamente aplicables al punto concreto del certamen que lo son las de algunas que hemos visto. Acaso nos ocupemos más detenidamente en un juicio comparativo de estas odas: pero quede sentado que la del señor Romea tiene en nuestro sentir un mérito indisputable.

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Si bien la fe es una historia y una tradición; si debe ser cantada al par de Dios porque le es consubstancial; si así considerada abre un ancho campo a la fantasía poética, a la razón y a la ciencia, no debemos olvidar, sin embargo, que la Fe cristiana nace en el Calvario; que de allí parte, para civilizar las naciones; y que circunscrita al dogma sancionado por la Iglesia, tiene por único código el símbolo tan conocido de Nicea. Ya hemos dicho antes, y acabamos de probar ahora, que Romea se ha ceñido a él con escrupulosa exactitud. La introducción de su oda es bellísima; correcto el encadenamiento de las ideas y de los pensamientos; regular el plan; ortodoxa, pura, realmente poética la esencia; mala, tan solo, la forma, el desempeño. Mas, si cabe considerar que, a falta de éste, no hay verdadera poesía en la acepción lata de la palabra y según nuestras ideas acerca de la verificación, no es herético de una manera absoluta en la religión de las Musas el sentir de los que en todas materias, sin excluir la de que tratamos, consideran la forma como un accidente, importante sí, pero subalterno en comparación del fondo real de las composiciones poéticas. Tales son las razones, no despreciables por cierto, que pudieron, y casi diríamos debieron influir en el ánimo de los jueces en la adjudicación de un premio que nosotros, a decir verdad, no hubiéramos concedido. Con lo que acabamos de decir hemos manifestado nuestra íntima opinión acerca de este asunto. El premio no ha debido adjudicarse, y un nuevo concurso debió abrirse. Pero ya que no se consideró conveniente tomar este partido para obtener un desempeño mejor del argumento propuesto; y ya que se premió la composición de Romea, ningún inconveniente pudo haber en que se hiciese, alterando por razones de justicia plausibles y dignas de elogio el prospecto del Liceo, una mención honorífica de sus rivales.


SOBRE LA LITERATURA CRIOLLA Carta-prólogo a Caramurú* Señor don Alejandro Magariños Cervantes. Mi estimado amigo: “La lectura de su Caramurú me ha proporcionado la satisfacción de ver cumplido un deseo que hace tiempo tenía: y era que alguno intentase sacar provecho de los infinitos portentos naturales de América, y de las interesantes costumbres de sus habitantes para la composición de la novela descriptiva o de carácter, a que tan adecuada y admirablemente se prestan los unos y los otros sin más trabajo por parte del autor que ver bien lo que a su vista se ofrece, y pintar con naturalidad y sobrio gusto lo que ha visto, trabajo grande, atento que pocas cosas puede haber más difíciles que trasladar al papel con el imperfecto y imitado instrumento de las lenguas lo que el corazón y la mente, instrumentos menos limitados e imperfectos de la sensibilidad y de la inteligencia, tienen las más veces por superior a sus fuerzas, pero para el cual son comúnmente aptos los que han visto la luz en aquellas sorprendentes regiones; mayormente si a las congénitas dotes del cuerpo y del alma, que deben a su próvido cielo, han sabido unir las que sólo pueden adquirirse por medio del estudio y del libre ejercicio de una razón sana y vigorosa. Muchos y recientes ensayos, de que aquí, por desgracia se tiene escasa noticia, o se hace poco aprecio, prueban que la juventud americana empieza a conocer los grandes recursos que ofrece su país a la poesía de todos géneros, y con especialidad a la lírica, en que tanto han sobresalido Olmedo, Bello, Plácido

* Esta carta se ha publicado desde 1850, como “Introducción” a la novela de Alejandro Magariños Cervantes, Caramurú, novela histórica original; La vida por un capricho, Episodio de la conquista del Río de La Plata, que ha tenido numerosas reediciones. (Nota de P. G.). Tomado de Rafael María Baralt. Estudios Literarios y Correspondencia. Ediciones de la Universidad del Zulia 1965: Pág. 169-170.


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y Heredia; y a la popular o de romances que Echeverría y otros paisanos de V. cultivan felicísimamente hoy día. Y sin embargo, Caramurú es el primer trabajo de su especie que he visto hecho por un americano, siendo así que (a lo menos en mi sentir) hay de presente para la novela en América más rica mina de materiales que para cualquiera otra obra de literatura: aserto de todo punto evidente para cuantos han estudiado la historia de las repúblicas americanas, y que considerando a estas a cierta luz, y en ciertos determinados aspectos, reconocen de cuanta utilidad pueden y deben ser para la fábula el portento de su descubrimiento y conquista; la vida casi monástica de sus hijos en el dilatado período de su unión con la madre patria, las sorprendentes peripecias de su guerra de independencia; y, lo que es más, la lucha permanente de sus razas, y la misteriosa progresiva marcha de ellos hacia la unidad de legislación, costumbres y naturaleza. Repito, pues, que me alegro de ver seguir a V. un camino, en mi concepto llano, y cuanto llano y descampado, ameno y deleitoso. Si por ventura, y como yo lo espero, lo recorre V. con felicidad y gloria, la patria natural le agradecerá el lustre que dé a su nombre y a sus cosas, y la adoptiva el presente de las novelas en que le ofrezca la pintura de aquellas bajo la forma más agradable que ha dado el ingenio humano al maravilloso arte de la palabra escrita. Soy su afectísimo amigo, R. María Baralt Madrid y mayo 3 de 1850.


DISCURSO DE RECEPCIÓN PRONUNCIADO EN LA REAL ACADEMIA ESPAÑOLA* Mi veneración a la Academia española data de los primeros años de mi existencia y vive unida en mí a los recuerdos de aquella edad en que el ánimo y la inteligencia reciben a modo de tierra virgen la semilla de los afectos que difícilmente se borran, de las pasiones que tarde se apagan y de las ideas que jamás se olvidan. Al pisar el umbral de las escuelas, niño aún, aprendí los elementos que forman la base de toda educación literaria, libros con que promueve la común enseñanza esta docta corporación. Creció en mí con el tiempo y consiguiente mejora en los estudios el respeto debido a las fructuosas tareas de su instituto: joven, pensé muchas veces con emulación generosa, aunque humilde, en la gloria de sus miembros; y ya en la edad madura, cuando con los tristes años adquirimos el aun más triste privilegio de ver y juzgar las cosas y los hombres a la sola luz de la razón, que los despoja de colores y prestigios engañosos, examinando lo que ha hecho, y comprendiendo lo que puede hacer, la reconocí por primer cuerpo literario de la Nación, junta selecta de sus más claros ingenios, conservadora de la lengua, maestra de la juventud, seguro asilo reservado al ejercicio libre y plácido de la inteligencia en medio de la agitación intrincada y tumultuosa de la sociedad de nuestros tiempos. Considerad, pues, señores, cuántos y cuán varios deben ser los afectos que me agitan al verme pública y solemnemente recibiendo en cuerpo tan ilustre como de mí reverenciado; yo que me humillaba ante su nombre sin haber concebido nunca la atrevida esperanza de pertenecerle; yo, que con nada puedo justificar, ni aún a mis propios ojos, tamaña honra, si ya no fuese con el ardentísimo amor que he profesado siempre a la lengua y letras patrias; pues no merece recordarse uno que otro * Esta es otra de las obras fundamentales de Rafael María Baralt y que más veces ha sido publicada desde 1853, año de su incorporación en la Real Academia Española. Tomado de Rafael María Baralt. Estudios Literarios y Correspondencia. Ediciones de la Universidad del Zulia 1965: Pág. 171-203. (nota del compilador)


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oscuro y pobre fruto que he logrado de su cultivo en las treguas de reposo que me dieran las vicisitudes de una vida condenada a todo género de azares y conflictos. Como quiera, menester sería que, insensible a los estímulos de una nueva ambición, tuviese en poco el buen concepto de las gentes y no sintiese ninguno de los encendidos anhelos que dan calor al alma y vida al espíritu, para que no experimentase un involuntario movimiento de gozo y aun de orgullo el hombre a quien favorecéis con distinción que la vida más gloriosamente empleada en el sublime culto de las Musas aceptaría agradecida como último premio y corona de sus triunfos. ¿Por qué disimularlo? Siento ese gozo en lo íntimo del corazón, y él da de mi gratitud a la Academia más alto, más elocuente testimonio que pudieran ofrecerle nunca mis palabras. Y cumplido ya, señores, el deber que me imponía el agradecimiento, es llegado el caso de satisfacer la deuda, no menos sagrada, que vuestra bondad me ha hecho contraer con mi predecesor, el Marqués de Valdegamas. Cuando semejante obligación no estuviese autorizada por justos respetos, todavía, con permiso de la Academia, me la habría yo impuesto en la ocasión presente para rendir al que la muerte acaba de arrebataros a deshora, con duelo de propios y de extraños, el homenaje de respeto y honor que merece su memoria. Mengua nuestra seria que la culta Francia, maestra excelente del buen gusto y juez idóneo de toda clase de merecimientos, hubiese esparcido lágrimas y palmas sobre la tumba de nuestro ilustre conciudadano, y que nosotros contemplásemos esa tumba, herencia de la Patria, con ojos distraídos y secos, sellado el labio y mudo el corazón. Así, la piadosa costumbre de las corporaciones sabias, con la cual, al paso que honran a sus individuos finados, cumplen con lo que exige su propio decoro, y realzan la dignidad ilustre de las letras; la necesidad de una manifestación solemne de dolor que corresponda y sirva de eco al dolor del público; el patriotismo; la justicia; nuestros mismos recuerdos, que parece evocan la sombra de nuestro célebre compatriota en este recinto donde algún día resonó entre aplausos su elocuente y poderosa voz: todo me obliga a hablar, siquiera sea de paso y con enojosa


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brevedad, de las altas prendas que hicieron de él uno de los más gallardos escritores de esta nuestra España, escasa ahora en ventura, pero rica siempre en valor y tan a la continua fecunda en grandes ingenios como en virtudes magnánimas y heroicas. Arduo es el designio; acaso también extemporáneo, pues no para todos los hombres dignos de nota empieza la posteridad en el sepulcro. Los que han manejado altos negocios en el mundo, o escrito sobre doctrinas y sistemas opinables, han menester jueces remotos, que no contemporáneos, en atención a que sólo el tiempo suele dar a las censuras o a los elogios la exactitud, templanza e imparcialidad que los abonan. Mas ya que no me es dado excusar el empeño, abriré la senda que mejor que nosotros recorrerán los venideros, y lo haré desobligado de toda afición ajena del amor a la verdad, poniendo el hombre y sus obras al peso de mi libre conciencia, sin más temor que el que me inspira mi pequeñez, desigual por todo extremo a la grandeza del asunto. No todas las lenguas permiten que el carácter individual de los que las aplican a la literatura se refleje en sus escritos; pero a no dudarlo, es la nuestra (a lo menos entre las neolatinas) la que por su riqueza, flexible contextura y maravillosa variedad de locuciones y giros, concede más ensanche y libre movimiento al ingenio, prestándose, digámoslo así, como masa tierna y suave, a recibir todas las formas que quiera imprimirle cada espíritu. Por lo cual, respecto a nuestros escritores, más quizá con respecto de los de ninguna otra nación moderna, se puede en rigor decir: “el estilo es el hombre”. No pretendo, señores, que las obras del Marqués de Valdegamas, estén exentas de faltas literarias, ni mucho menos que deban servir de acabado y preferente modelo de pureza y buen gusto a los que deseen cultivar con provecho nuestro idioma; pero, en mi sentir, ninguno de nuestros prosistas, ya antiguo, ya moderno, logró nunca estampar más hondamente que él en sus discursos y en sus escritos el sello de aquella predisposición o índole nativa que constituye la invención y la originalidad en la elocuencia. De tal modo que, ya hablando, ya escribiendo; y ya se preparase con el estudio y la meditación, ya improvisase; siempre es, y por extremo, diferente de los demás; siempre, en


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sus errores o en sus aciertos, con sus lunares o con sus bellezas, no sólo tiene fisonomía propia y peculiar, sino que esta fisonomía, merced al predominio de las mociones espontáneas del ánimo, retrata al vivo la rica naturaleza de su corazón y de su alma. Nunca se pintó nadie a sí mismo en producciones del ingenio literario con tanta verdad como él en las suyas. Hablaba como escribía; escribía como hablaba, y de forma hablaba y escribía, que, sobre ser único y sólo en el lenguaje y estilo, la reforma de éstos habría sido empresa superior a su propia voluntad y fuerzas, a lo menos en la época de los primeros arrebatos de su ardorosa fantasía. Hay, pues, analogía, o mejor diré, identidad del carácter de nuestro autor con su estilo; y como éste, cualesquiera que sean los asuntos, es invariable en la estructura y las formas, no vacilo en afirmar que el Marqués de Valdegamas poseía la cualidad sobresaliente de los grandes ingenios, a saber: la unidad que ilumina y explica sus obras; que permite estudiarlas siempre a una misma luz y bajo un mismo aspecto; que pone de manifiesto la clave del hombre moral e intelectual; que descubre, en fin, el principio y móvil supremo de su espíritu. Demás de que, sean cuales fueren las materias en que un grande y poderoso entendimiento se ejercite, siempre aparece dominado por cierta facultad particular que viene a ser como un instinto que le mueve, y que ayuda a discernirle. La política en sus más altas relaciones con la historia, y la historia y la política explicadas por el dogma católico fueron el asunto predilecto de los estudios y meditaciones del Marqués de Valdegamas, el blanco a que, cuando involuntariamente, cuando de propósito, dirigía sin descanso ni vagar sus pensamientos, puesta la mira en penetrar el destino de las naciones; en descubrir el principio y fin del hombre y de la humanidad; y en demostrar la perfecta concordancia que ha tenido, tiene y tendrá la vida de la humanidad y del hombre con la ley revelada, que es regla y providencia de todo cuanto existe. ¡Arcanos insondables que ha puesto Dios entre lo conocido y lo ignorado, y entre lo finito y lo infinito, como otras tantas lindes eternamente inaccesibles a nuestra impotente curiosidad y vana ciencia!


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Casi todos los escritos de nuestro malogrado académico, o por lo menos los de más excelencia, confirman cuanto acabo de decir; y puesto que cualquiera de ellos podría servir al intento de analizar su estilo y la índole de su ingenio, todavía quiero para el caso elegir el que a todos los resume y comprende: el Ensayo sobre el Catolicismo, el Liberalismo y el Socialismo, obra ésta de a edad madura del autor, así como la última, la más lata y más detenidamente elaborada de las suyas, y donde con más brío y lozanía se ostentan, se desenvuelven y batallan sus teorías, luce su talento, brilla su dicción y resalta el singular contraste de dulzura en el carácter y de dominación en el espíritu que distingue, entre las conocidas, su elocución fogosa y levantada. En este libro, destinado a examinar las más abstrusas cuestiones religiosas, morales, sociales y políticas, que discute y da por resuelto los más hondos problemas humanos y que quiere explicar dogmáticamente muchos misterios divinos; en este libro, por más de un concepto singular y extraordinario, no aparece, sin embargo, asomo siquiera de duda, rastro alguno de vacilación o de incertidumbre en la mente, ni en la frase del escritor. La creencia es firme, incontrastable el ánimo, absoluta la afirmación, imperioso el lenguaje. El hombre a quien muchos y fuertes vínculos de todo género ligaban a un partido político determinado, rompe con él, combate sus principios y le moteja de erróneo, infecundo y corruptor. El amigo de la sabiduría, admirador y discípulo de los grandes pensamientos que en todos tiempos han ensanchado el dominio de la inteligencia, después de haber aprendido a tener en poco a todos los filósofos y a todas las filosofías, avanza un paso más y niega rotundamente la verdad de sus sistemas. El que años antes, sentado en una cátedra famosa de esta corte, se esforzaba en demostrar que la fuente de la soberanía y del derecho es la razón, no se contenta ahora con repeler la facultad de juzgar, sino que reputa perniciosa la facultad de discutir; la controversia, según podemos deducir de sus palabras, es una ilusión intelectual, una luz engañosa que ora quema, ora ofusca, pero jamás ilumina. Si hemos de asentir a su fallo, la libertad es siempre cómplice de la herejía, y la independencia humana no más que el triste privilegio de dudar,


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negar y destruir, ocasionando natural y fatalmente el triunfo del error y del pecado en este mundo. ¿Qué más? La razón de por sí es incompetente para todo: para juzgar del bien y del mal, de lo verdadero y de lo falso; para conocer su propio origen y naturaleza; para definir su marcha y desenvolvimiento, su acción en a vida de la humanidad, su ministerio en la historia. La razón que a sí misma se busca para estudiarse y conocerse, sólo puede llegar con sus vanos esfuerzos al escepticismo y a la nada. El bien, finalmente, no es posible sino por medio de la acción sobrenatural de la Providencia, ni es dado concebir el progreso más que como resultado necesario de la sumisión pasiva y absoluta del elemento humano al elemento divino, y no de otra manera. Aseveraciones son éstas, ante las cuales hubiera retrocedido, lleno de espanto, un espíritu común; pero el de nuestro esforzado controversista las fue deduciendo una a una, con dialéctica inflexible y admirable impasibilidad, del principio en que estriba su sistema, principio que se reduce a hacer de la teología el fundamento, la clave y punto de partida de todas las ideas generales relativas a la constitución de la sociedad y a las instituciones y gobierno de los pueblos. Así, toda cuestión, ya social, ya política, lleva en sí, visible o latente, una cuestión teológica, en tales términos que no es posible establecer ningún sistema tocante a aquellos puntos, sin referirle, bien implícita, bien explícitamente a un sistema, a una teoría, a una noción cualquiera de Dios en su esencia y atributos. De donde se deduce que la teología es la ciencia de las ciencias, la que todo lo abarca y comprende; de suerte que cuanto se ha escrito hasta ahora con nombre, sin duda usurpado, de ciencia política y social, queda reducido a la humilde categoría de combinaciones arbitrarias del entendimiento humano. Una doctrina que incluye la ciencia en el dogma, que todo lo somete y rinde sin condiciones al principio de autoridad religiosa y política, que aniquila la libertad y en que el hombre aparece absorbido por la inmensidad de Dios, ¿se diferencia en algo el quietismo del fatalismo? La solución que da el Ensayo al problema del libre albedrío, problema que ha atormentado el entendimiento de los más insignes pensadores de todos los


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tiempos; problema que comprende un estrechísimo enlace los no menos importantes de la vida propia de la conciencia, de la moralidad de las acciones, de la responsabilidad del ser humano, de las penas y recompensas, del merecimiento y la expiación, de la justicia, del deber, del derecho; la solución, digo, que ha dado el Ensayo a este inmenso y temeroso problema, ¿por ventura es la misma que ya le dieron los padres de la iglesia en la esfera de la verdad católica, la que le han dado los filósofos en el campo de la metafísica, la que le da la humanidad misma en el teatro de la historia? ¿Ese libro, no invalida cuanto en el transcurso de los siglos ha adelantado el espíritu humano en materia de ciencias morales y políticas? ¿No presupone el trastorno, imposible para Dios mismo, de la naturaleza, sucesión y ordenamiento de los hechos consumados? ¿No recusa todo progreso en el camino de la civilización, toda mejora en la condición del hombre y también la eficacia intrínseca de las instituciones en el gobierno del individuo y de la sociedad? ¿No hace flaquear los fundamentos de la verdad y destruye los elementos de la certidumbre? ¿No conduce como por la mano a la duda universal? Sus inexorables y aterradoras afirmaciones ¿no vienen, por desgracia, a dar el mismo resultado que la negación absoluta; negación de la actividad moral e intelectual del hombre; negación de la unidad orgánica de la familia humana; negación de la filosofía; negación, en fin, de la justicia, de la esperanza y de la Providencia? Otros, lanzando un rayo de luz a estas tinieblas para aclarar tamaño cúmulo de dudas, decidirán si las teorías del Ensayo concuerdan o no con el análisis de las facultades del hombre, con la conciencia del género humano, con el espíritu del Evangelio, con los anales de la iglesia católica ortodoxa y con los intereses de la religión, los cuales, en realidad, siempre han sido lastimados y mal trechos de todo profano consorcio con ideas de temporal exaltación y predominio. Por fortuna, la Academia ni es asamblea política ni concilio, y no hay para que me entrometa yo a discutir en su seno las encumbradas y misteriosas cuestiones que suscita el Ensayo. Mas aunque para vosotros, señores, en cuanto corporación, no sea el


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mundo una liza, sino un espectáculo, todavía me habéis de permitir que emita mi opinión acerca de las novedades que aspira a introducir en él la doctrina del señor Marqués de Valdegamas. —Y así diré que, cuando este gran dialéctico llega de deducción en deducción al gobierno teocrático, o sea, al gobierno directo y personal de Dios ejercido por medio de sus ministros delegados, los sacerdotes y los reyes absolutos, y cuando, a mayor abundamiento, aconseja que se escojan para el régimen y dirección de las cosas humanas de entre los sabios a los teólogos y de entre los teólogos a los místicos y contemplativos, obedece a las inspiraciones de una escuela extranjera y olvida o desprecia la historia y las tradiciones nacionales y el temple del carácter español. “¿Por qué lo callaría yo aquí donde se pueden decir útiles verdades, aquí donde hay hombres capaces de escucharlas y apreciarlas todas? Ni la teocracia ni el absolutismo son plantas indígenas del suelo generoso de nuestra patria. El gobierno de los godos, si no era completamente teocrático, daba una grande importancia a este elemento. Mezcla absurda de los principios más opuestos entre sí; alternativamente eclesiástico o militar; siempre tiránico, murió dejando unido para siempre su recuerdo al de la dura cuanto merecida expiación de Guadalete. Exótico como ese bastardo sistema, el absolutismo, de procedencia austriaca, nació, para daño y mengua nuestra, en el sangriento campo de Villalar. Española, sí, de puro y limpio origen español, hija legítima y gloriosa del genio nacional es la guerra épica de ocho siglos que remató en los muros de Granada. Española, sí, es la guerra, toda ella heroica, a que dio memorable principio el Dos de Mayo”. Ni cabe imaginar un país más fecundo que el nuestro en alternadas y opuestas enseñanzas de libertad y despotismo. Donde quiera que la historia registra un hecho memorable, una gran reforma, una mejora útil, una institución generosa, vemos, o la acción libre del pueblo, o la mano paternal de un rey que sabe y quiere acomodarse al carácter de los súbditos. Dondequiera que, por el contrario, hallamos una perturbación, una iniquidad, una tiranía, allí, indagando causas y rastreando orígenes, tenemos


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que reconocer la fuerza mayor de un monarca mal aconsejado que, con ofensa y desdoro del genio nacional, sugiere violentamente en el gobierno patrio instituciones extranjeras. —La defensa y conservación del patronato y demás regalías de la corona ha sido uno de los principios fundamentales del derecho público de España, desde Fernando e Isabel hasta Carlos III; y fue constante anhelo de este buen príncipe hacerle triunfar de una vez para siempre en sus Estados. Fieles a esta causa han sido nuestros más ilustres reyes y cuantos varones han tenido entre nosotros excelencia en letras divinas y humanas, en piedad, en patriotismo, en el ordenado y justo ministerio de la república, desde Jiménez de Cisneros hasta Campomanes, desde Melchor Cano hasta el venerable Palafox, desde Hurtado de Mendoza hasta Jovellános: nuestros más insignes jurisconsultos, nuestros más profundos teólogos, nuestros más hábiles ministros. ¿Cómo podía ser de otra manera? El absolutismo y la teocracia ni son españoles ni cristianos, cuanto más que, si bien se mira, España no ha sido en lo antiguo otra cosa que un conjunto de reinos o provincias libres formadas por la naturaleza, constituidas por las primeras razas pobladoras, caracterizadas por lenguas y costumbres varias y sostenidas por leyes y fueros privativos. Gobernáronlas reyes, es verdad, pero eran administradas por comunidades, ayuntamientos y concejos; aúnalas, es verdad, la religión, pero sólo cortas porciones del territorio nacional fueron políticamente regidas por la Iglesia. Mas no importa: cualquiera que sea la parte de verdad, ya relativa, ya absoluta, ya racional, ya histórica, contenida en el sistema del señor Marqués de Valdegamas, y sea cual fuere el juicio que se forme tocante a la posibilidad y conveniencia de aplicarle a la gobernación de príncipes y pueblos, siempre, y por muchos conceptos, será para nosotros el Ensayo un libro de gran curiosidad e importancia. Como libro de controversia, nos lleva a los últimos términos de una doctrina que, más o menos atemperada por la inconsecuencia o dulcificada por cobardes concesiones, han sosteni-


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do en el vecino reino, con no común aprobación y mucho estrépito, algunos hombres entendidos; con lo cual advierte, aun a los menos avisados, del espíritu y tendencia de su escuela. En el flujo y reflujo incesante de ideas que trabaja a nuestro siglo, y en una época en que todas las producciones del entendimiento, cualesquiera que sean sus formas, ejercen imperio en la opinión, los escritos que despiertan la inteligencia moviéndola a pensar y excitándola a discurrir sobre asuntos de común provecho, son útiles por igual a las costumbres y a las letras. Discurre y falla el Ensayo y al discurrir y fallar nos enseña a descoger las alas de la meditación filosófica en los inconmensurables espacios de su dominio. ¡Caso tan raro como cierto! El libro que declara impotente la razón, es él mismo un testimonio elocuentísimo de su fecundidad y de su fuerza; y maravilla ver cómo, al paso que condena la discusión, nos ofrece en todas sus páginas una prueba más, sobre las infinitas que ya existen, de que sin el público debate que avigora, depura y dirige a buen término el razonamiento, carecerían de sanción la verdad, de correctivo el error, de luz y vida el mundo. En suma, considerado el Ensayo sólo con relación a la persona del autor, bien se puede decir que el libro es el hombre; porque allí vive éste, respira y habla; allí se nos viene a los ojos con su manera propia de escribir y de pensar; allí se difunde con ímpetu libre rompiendo todo linaje de compuertas. El libro es él, todo él: con sus grandes defectos, con sus grandes cualidades, siempre grande. Un ingenioso escritor español ha dicho del Marqués de Valdegamas, que había en él mucho de poeta y mucho de filósofo, y lo que tenía de filósofo le sobraba y estorbaba para ser poeta, así como lo que tenía de poeta le sobraba y estorbaba para ser filósofo. ¿Son por ventura incompatibles, según esto, las dotes de ingenio que piden la poesía y la filosofía? Tan lejos estoy de creerlo así, que tengo por cierta la opinión contraria; pues, a lo que entiendo, ni todo es pura inspiración en el filósofo. El uno, sin ejercicio viril del entendimien-


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to, sin meditación, sin razonada observación de las cosas y los hombres, sin filosofía, sólo conseguirá comunicar un soplo de efímera vida a las creaciones fantásticas de la imaginación desordenada, de la pasión sin regla, del pensamiento sin ley, o bien, circunscrito a la imitación servil de la naturaleza, idólatra de lo sensual y lo plástico, nunca abrirá al entendimiento los horizontes infinitos del espíritu, ni comprenderá siquiera la casta y luminosa serenidad que eternamente resplandece en las obras del arte verdadero. Por lo tocante al filósofo, si no tiene imaginación que le haga sensible a las escenas de la naturaleza y del mundo, ni intuición de la belleza ideal, ni entusiasmo, ni poesía, ¿qué otra cosa será jamás sino un forjador de estériles quimeras, destituido de elevación y de elocuencia? No se comprende que Dios conceda sus más ricos dones para que se neutralicen o se excluyan. Más me inclino a pensar que de tarde en tarde favorece con ellos a algunas inteligencias privilegiadas, para que puedan vislumbrar en armonioso conjunto la belleza y la verdad de sus divinas obras. Y es lo cierto que el autor del Ensayo poseía y ejercitaba con igual maestría las dos fuerzas o facultades extremas de la mente: es a saber, el razonamiento y la imaginativa, y que por un raro privilegio, concedido tan sólo a los ingenios vigorosos y fecundos, veía instantáneamente y de lleno las cuestiones, descifrando lo que tienen de particular o general, de relativo o absoluto, de necesario o de contingente. Si no contaba su inteligencia entre las que abarcan muchas ideas distintas, o para compararlas, o para someterlas a síntesis profundas; sí, esclavo de su propio entendimiento, no veía casi siempre más que un solo lado de las cosas o un solo orden de conceptos, acreditándose así, menos que de libre pensador, de insigne lógico: poseía no obstante, aquel género de capacidad que concibe y desenvuelve todas las aplicaciones de un principio o de un sistema. Asienta una premisa, y nadie le aventaja, que antes bien excede a todos en sacar de ella el caudal completo de sus precisas consecuencias; y como no tiene miedo de sí mismo, ni del mundo, ni de lo que a su juicio es la verdad, arrostra con todo, no ceja ante las apariencias de la paradoja, ni


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transige con sus adversarios, ni da treguas a los sistemas que impugna, ni pone la consideración y mira en otra cosa que en sacar triunfantes del combate sus leales convicciones. Afirma con resolución y niega con imperio, porque se llama campeón del dogma, y el dogma no se manifiesta sino por medio de afirmaciones o negaciones magistrales y absolutas. Su dialéctica acosa a sus contrarios y los encierra en un círculo de fuego; y con todo, no empecé en ella lo inflamado a lo exacto, lo vehemente a lo sutil, lo valiente y grandioso a lo templado y galante. Mas dado a la acometida que aficionado a la defensa, es consumado, como todos los grandes tácticos intelectuales, en el arte mañero de atraer a su propio campo al enemigo obligándole a aceptar sus armas y estrategia. Versado en las letras sagradas y profanas, distingue y caracteriza con tino y admirable sagacidad las religiones y los sistemas filosóficos, las escuelas y los maestros, las ideas y las tradiciones, las cosas y los hombres, las circunstancias transitorias y el rico, variado y complexo carácter de los tiempos. Apoyado en el principio que sirve de fundamento a su doctrina, y puestos los ojos en el cielo, levanta el tono hasta donde remonta el pensamiento; y vuela éste, majestuoso y sereno, de los últimos efectos a las primeras causas, de lo temporal a lo eterno, de lo conocido a lo desconocido, del hombre a Dios, penetrando (como él mismo dice bella y pintorescamente de Vico) en las misteriosas fuentes del río de la humanidad, escondidas más allá de los inciertos albores de la historia y de las ráfagas de luz intermitentes y engañosas de la fábula. Estas son las cualidades de filósofo que brillan en el señor Marqués de Valdegamas; y cierto, en la aplicación que ha hecho de ellas, no le reputo inferior a los maestros de la escuela neocatólica francesa. Ni fue menos bien abastado por la suerte en dotes de poeta, como lo testifican, al par que sus escritos, sus discursos; que pues todo talento brota, como de fuente viva, de gérmenes innatos, en él lo eran el espíritu religioso, el amor a las verdades morales, el gusto a lo sobrenatural y maravilloso, la pronta y lucida percepción de lo bello, la facultad eminentísima de generalizar


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las ideas y de idealizar los objetos y las afecciones, la propensión irresistible a los contrastes y aquella fina sensibilidad que, si tal vez somete indefenso al hombre a la influencia de impresiones peregrinas, movibles y caprichosas, le da en cambio el calor de alma y la vivacidad de pensamiento que son, para las obras del arte, lo que para las flores el sol, la tierra, el cielo. Pues bien; el libro a cuya formación concurrieron tales y tantos elementos, no peca porque su autor los haya empleado de manera que unos a otros se embaracen, desautoricen ni desluzcan. Si consideramos el fondo de la obra, veremos no ser esta más que un nuevo, aunque elocuentísimo, alegato en el proceso que de tiempo inmemorial, sin término, sin juez, y sin esperanza de sentencia, sigue la razón consigo misma, con Dios y con el mundo. Porque si en este proceso es presuntuosa la razón que se califica de infalible, la que se tiene por incompetente para conocer y fallar, es absurda y cae en contradicción cuando conoce y falla. Si en él se apela al dogma, la Iglesia, como su única y legítima guardadora, declara, define y no discute. Tratado han de teología, filosofía y política cristiana, entre otros varones eminentes, San Pablo, San Agustín, San Clemente de Alejandría, San Ireneo, San Anselmo y Santo Tomás de Aquino denominado con razón el “Ángel de las Escuelas”; pero, ¿qué ojos de hombre verán nunca más ni mejor que vieron, en materias religiosas, eclesiásticas y aún literarias, los de aquellas águilas divinas, demoledoras del mundo antiguo y columnas fortísimas del nuevo? ¿Quién, en asuntos de fe, se atreverá a creer donde ellos dudaron, a dudar donde ellos creyeron, a afirmar o negar donde ellos negaron o afirmaron? Y si apartamos respetuosamente la cuestión del dogma y de sus interpretaciones ortodoxas, para trasladarla al campo en donde luchan sin descanso las memorias de lo pasado con los presentimientos de lo futuro, ¿quién posee el secreto de Dios? ¿Quién puede antever y señalar el rumbo que desde el principio de los tiempos ha señalado su dedo omnipotente al viaje, atribulado y azaroso, sí, pero también espléndido y sublime, del hombre y de la humanidad sobre la tierra?


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No busquemos, pues, explicaciones sutiles ni recónditas para efectos que las tienen fáciles y llanas en la naturaleza misma de su asunto. Interpretar la doctrina católica; someter al raciocinio los misterios de la religión para inquirir los designios de Dios y declarar por medio de la nuestra limitada su sabiduría infinita; penetrar en el recinto de la fe poniendo forzosamente la planta sobre la imborrable huella que dejaron en su suelo los grandes maestros de la ciencia cristiana; querer construir de raíz el edificio de lo presente y de lo futuro con los escombros de lo pasado; y, tremolando se ampare de su sombra y que retrocedan las corrientes de la civilización a sus orígenes: era empresa sobrehumana que únicamente un grande ingenio podía concebir y cuya sola traza es un prodigio, salvo que llevarla a cumplido remate y término dichoso rayará siempre en lo imposible. Fuélo, en mi sentir, para él; mas no sería justo que quedase por su cuenta lo que debe mayormente atribuirse a la materia de su escrito. Constreñido por ésta y por su propósito a filosofar sobre misterios y dogmas religiosos, dio a la religión cierta forma y lenguaje de filosofía y a la filosofía un cierto término de misticismo dogmático, con lo que hubo de privar a la una de su sencilla majestad y atavió a la otra con arreos que desdicen de la sobria y severa dicción que le conviene. Demás de esto, cuando el entendimiento humano se empeña en explicar lo que se tiene en opinión de inexplicable o lo es de suyo, semejan sus esfuerzos a una como gimnástica del espíritu de que resulta vencida siempre la lógica natural de la verdad por la dialéctica artificiosa de la fantasía. Nada parece entonces cierto. Piérdase la confianza; ocupa en el ánimo la duda el lugar de la creencia; toma aspecto de paradoja la verdad, de sofisma el razonamiento, de oropel y pompa vana la bizarría del estilo, hasta que, cansado, el lector o el oyente acaba por considerar la controversia como un puro conjunto de especulaciones aéreas forjadas por la mente perdida en los campos sin límites del amor estático o de las cavilaciones metafísicas. Tal como éste es el juicio que han formado algunos del Ensayo; sin duda por no advertir que el libro parece pequeño sólo porque Dios y la religión son inefablemente grandes, con


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lo cual una vez más se nos demuestra que el espíritu escudriñador de las altas cosas divinas es siempre y por todo extremo limitado, al paso que el corazón que se abre enteró a su amor y reverencia, es infinito. Y así y todo, algo muy provechoso, elevado y excelente debe contener una obra que ha obtenido de nacionales y extranjeros muestras tan relevantes como insólitas de aplauso y que ha sido parte para que se inscriba el nombre de su autor en el registro que conserva el de los inmortales defensores de la fe cristiana. Gloria ésta, señores, a todas luces merecida, pues tiene el Ensayo, entre otros méritos, el de ser una noble, pura y desinteresada inspiración de conciencia, no un libro de vanidad ni granjería. Atormentado por una persuasión vacilante que a tiempo dormía, a tiempo despertando amenazaba (género de persuasión que es el mayor de los tormentos morales), nuestro ilustre compatriota buscó y halló reposo para el alma atribulada refugiándose en el impenetrable asilo del santuario. Del mismo modo que Pascal, vio que la duda es estéril, y creyó: comenzó por rendir culto a la razón y paró en echar por tierra no sólo el ara y el templo, sino el ídolo. No se conformaba su espíritu inflexible con los partidos que transigen, ni con las opiniones que contemporizan, ni con los sistemas que se forman a retazos, como vil ataracea, de principios diferentes entre sí, y repudió el eclectismo, que antes había sido su escuela filosófica y su doctrina predilecta de gobierno. Estudió la sociedad, meditó las revoluciones, vio el uso que hacían los hombres de la libertad y del entendimiento, y persuadido de que el mal y el error acaban siempre por sobreponerse al bien y a la verdad, pidió al régimen absoluto su dominio y a la sola divina religión su égida salvadora. ¿Dónde están, pues, la veleidad e inconsecuencia de opiniones que se atribuyen al Marqués de Valdegamas? El Ensayo, a buena fe, era, y tenía que ser, el término preciso de su carrera filosófica, bien así como fueron jornadas de este viaje intelectual todos sus escritos y discursos anteriores. Y en hecho de verdad, para ciertos espíritus sutiles y curiosos, no hay puerto donde se remedien de las tristezas y zozobras de la duda, si no es el


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de la religión; atento que desesperando la mente de penetrar lo incomprensible, halla que el dogma a la ventaja de explicarlo todo, une la de domar el entendimiento con la fe, sosegar el corazón con la esperanza y alumbrar el alma con la llama en que, según la poética expresión de Malón de Chaide, “se enciende y no se quema, arde y no se consume , apúrase y no se gasta”. Nótese, además, que muchos graves motivos debían inducir al marqués de Valdegámas, cuando no a profesar, a aparentar la mal entendida consecuencia que consiste en sostener siempre lo que un tiempo se creyó, y ya no se cree (donosa manera de virtud, muy al uso); y ello, sin más que irse tras el hilo de la gente por el camino de sus primeras opiniones. Solicitábanle, con efecto, a hacerlo así la medra y crédito que esas opiniones le habían granjeado, el aliciente poderoso del aplauso de sus antiguos amigos, la ventaja de probar en libre estadio las fuerzas del espíritu entregado a sí mismo, la influencia del siglo, el ejemplo de varones doctos, los halagos del mundo, la traidora sonrisa de la popularidad. Y, ¿qué le hizo? Lo que no todos (y con paz sea dicho) harán siempre en igual caso: escuchar y seguir la voz de su conciencia dejando la vía ancha y descampada de la ambición vulgar por la angosta y agria del legítimo merecimiento; dar suelta a la índole de su ingenio, a la naturaleza de su carácter, al temple de la sangre; romper con mano valerosa sus viejas ligaduras. En esta nueva senda debían salirle al encuentro la envidia y la maledicencia para demostrarle; las preocupaciones y el orgullo de las escuelas contendientes para hacer mofa y escarnio de su entendimiento; los amigos, convertidos en enemigos, para quebrantar su corazón. Él lo sabía; y sin embargo, publicó el Ensayo. ¡Nueva recomendación de una obra que ya califican y ennoblecen otras prendas; pues considerada bajo el aspecto en que ahora se nos muestra, no es solamente un libro, sino (lo que es más para Dios y debe serlo para los hombres) una buena acción y un rasgo de heroísmo. Pero en la rica naturaleza moral e intelectual de Don Juan Donoso Cortés cabían sin estorbarse ni dañarse unas a otras,


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todas las excelencias del corazón y del espíritu; pues es bien sabido que, entre las dotes de pensador católico, de filósofo cristiano, de dialéctico profundo al par que ágil en la lucha, sobresalían las de hábil profesor, las de orador bizarro, las de escritor elocuentísimo. Qué tan viva, impetuosa y perspicua fuese su manera de producirse y de explicar en cátedra, pueden decirlo todos aquellos que oyeron y admiraron en el Ateneo de esta corte sus lecciones de Derecho político. Y cuán poderosa para agitar el ánimo y arrastrar la fantasía su elocución en la tribuna parlamentaria, se infiere de sus discursos, cuyas cláusulas, aunque muertas por faltarles el sonido de la voz, el gesto, el ademán y la mirada, producen leídas efectos casi iguales a los que ya hicieron pronunciadas. Y nosotros mismos podemos testificarlo: nosotros que oímos esos discursos animados con el calor y la vida que les comunicaba el orador arrebatado de sus propias emociones, no menos que con la vida y el calor que momentáneamente les daba, entusiasmado, el auditorio. Ni del singular imperio que ejercía en el ánimo de sus oyentes el Marqués de Valdegamas hemos menester más prueba que la que nos ofrece una de las últimas oraciones pronunciadas por él en el Congreso de los Diputados. La prueba a que aludo vale por muchas; es perentoria además; y voy a referirla porque, sobre hacer al caso, puedo dar fe de ella como testigo presencial. —Tratábase el 30 de enero del año 1850 la que hoy llamamos “cuestión de presupuestos”, muy interesante, sin duda, cuando es en realidad asunto que se discute; muy ociosa cuando hecho que se confirma, o autorización que se da; y siempre y de todos modos, desapacible y nada amena. Apelando, sin embargo, don Juan Donoso Cortés a sus métodos favoritos de razonamiento, colocó el debate en el terreno elevado y general de los intereses materiales contrapuestos a las ideas morales y arrancando de aquí llegó de un vuelo, con su facilidad acostumbrada, al corazón de la más sublime política teológica. Con decir que su discurso, en pormenores y en conjunto, es el germen, rudimento y clave del Ensayo, y que éste se encuentra


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por lo tanto virtualmente contenido en él, dicho se está: lo primero, que era en cierto modo ajeno del negocio que se discutía, e impropio del lugar donde se pronunciaba; lo segundo, que hería de muerte los principios políticos que profesaba tanto la mayoría de aquella asamblea como el cuerpo de Ministros; y lo tercero, que ello todo colocaba al orador en una situación embarazosa y flaca por extremo. Ni hay que pensar que los espectadores estuviesen mejor dispuestos que los legisladores a escuchar con benevolencia al orador; pues nadie ignora que la parte del público aficionada a las sesiones de Cortés ejerce por su mano en las tribunas una especie de justicia libre y popular, más a menudo hostil que favorable a los actores del drama político del día. Pues bien; delante del Congreso fue entonces condenado, sin piedad ni remisión, el gobierno constitucional por el hombre que un año antes, y en aquel mismo sitio, había dicho de semejante gobierno “que no era en casi todas partes sino la armazón de un esqueleto sin vida, gobierno de mayorías legítimas vencidas siempre por minorías turbulentas, de ministros responsables que de nada responden, de reyes inviolables siempre violados”. Y el Congreso aplaudió. Y las tribunas oyeron entonces las más rigurosas y elocuentes invectivas que jamás han lanzado humanos labios a las revoluciones y la democracia; y las tribunas (por lo común democráticas y revolucionarias) aplaudieron. Y cediendo a un impulso irresistible aplaudimos todos: los incrédulos y los creyentes, los vacilantes y los firmes, los pobres de espíritu y los orgullosos, los ignorantes y los sabios: todos, todos; si no convencidos ni persuadidos, penetrados de admiración al talento de aquel varón singular y del respeto que infunde aún a los entendimientos más escépticos la natural altivez y el desenfado de una convicción profunda. “Los aplausos que arrancan los discursos”, decía más tarde el Marqués de Valdegamas, “no son triunfos, porque se dirigen al artista, no al cristiano”. Pero dado caso que asintiésemos sin reserva a esta opinión, más piadosa que exacta, todavía ocurre


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y conviene preguntar cuál era el secreto del arte divino que se enseñoreaba de nosotros hasta el punto de hacernos insensibles a todo, menos al encanto misterioso con que nos atraía y dominaba. Prescindiendo, pues, de los elogios interesados provenientes de la pasajera infatuación de las banderías y del gárrulo y verboso aclamar de los periódicos de secta, lo que cumple a mi propósito es inquirir las causas propias y genuinas de la elocuencia del Marqués de Valdegamas: causas personales unas, nacionales otras, universales las más; cuales de ciencia, de filosofía, de religión; cuales, en fin, de estilo y arte. Descollaba entre las primeras cierta dulce simpatía que inspiraba el orador por aquel tiempo a la generalidad de sus oyentes: a sus antiguos conmilitones políticos, porque las ideas que sustentaba en orden a reacción religiosa se ajustaban a maravilla con las que ellos profesaban y profesan en materias de Estado; a sus adversarios ultra-liberales, porque éstos se gozaban en los inflamados anatemas que enderezaba a los partidos mixtos; a los campeones del derecho divino de los reyes, porque defendía con insólita vehemencia su doctrina. Los que le amábamos sin abundar en su sentido veíamos en el orador al hombre; y las personas extrañas a la política se pagaban tan sólo del ingenio, posponiendo las doctrinas a la elocuencia y la solidez de las pruebas y del juicio a la delicada y vistosa filigrana de voces con que vestía los pensamientos. No hago mención de sus enemigos, porque, si a la sazón los tenía, o se ocultaban o hablaban por lo bajo. Fuera de que ni entonces ni nunca mereció aborrecimiento el hombre a quien, en lo privado y en lo público, dio la pureza del corazón frutos de buena vida. Levantado por la religión sobre todo lo que le rodeaba, ya por aquellos días se había desamparado totalmente a sí mismo y estaba en lo más alto del entendimiento cuidando sólo de escuchar la voz de la conciencia y del deber. Manso y pacífico, se hallaba incapacitado de gobernar, porque, como decía en su discurso de 4 de enero de 1849, “no habría podido hacerlo sin poner en guerra su razón contra su instinto”. Naturaleza de todo en todo intelectual y afectiva, no tenía fuerza sino para pensar y


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amar; y carecía de la que han menester los políticos para obrar y aborrecer. La irritable presunción de poetas y literatos, bien conocida en todos tiempos y verdadera plaga popular en este que alcanzamos, no fue llevada por él ni al trato íntimo, ni a los negocios de la República, ni a las discusiones de la ciencia. Era sincera su humildad, por más que a algunos pareciese altisonante y fastuosa, lo cual procedía de que tomaba todo en él las formas de su estilo; ni seré yo quien le moteje de haber tenido tal cual vez el orgullo de la virtud, viendo cuán medrada y vanidosa se anda hoy la ostentación del vicio. ”Cuando mis días estén contados”, exclamaba en el citado discurso, “bajaré al sepulcro sin el amarguísimo y para mi insoportable dolor de haber hecho mal a un hombre”. Y, ¿cuántos son, pregunto yo, los llamados a vivir y morir con tan sublime confianza en medio de las tempestades de la sociedad moderna? Por otra parte, en la memorable ocasión a que me refiero se presentaba el Marqués de Valdegamas al examen de los doctos bajo un punto de vista tan interesante como nuevo. Hasta allí había sido periodista, publicista, poeta, literato; pero ni era tenido generalmente por filósofo, ni el movimiento especulativo de sus ideas significa otra cosa más que la historia de su afán generoso por alcanzar la certidumbre y por esclarecer los siempre recónditos arcanos del destino del hombre y de los pueblos. En los discursos de 1849 y 1850, aparece por la vez primera el futuro autor del Ensayo en posesión de una antorcha, dueño de un sistema; y esta final transformación de su inteligencia, aunque prevista y esperada, porque era lógica, sorprende y cautiva a los hombres capaces de comprender cuánto tiene de heroica la tenacidad del espíritu que, ansioso de luz y de verdad, busca la una y la otra sin descanso y a costa de mayores sacrificios. Pero hay más. Cuando el Marqués de Valdegamas, sostenía la superioridad de las ideas religiosas, morales y políticas sobre los intereses materiales; cuando buscaba el fundamento de la buena gobernación de las naciones en los elementos que constituyen la esencia necesaria y perpetua de las sociedades humanas; cuando prefería el deber y la abnegación a la licencia


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y a la grosera satisfacción de los apetitos sensuales; cuando defendía la fe contra la incredulidad y condenaba la indiferencia; cuando decía que toda verdadera civilización procede del cristianismo y debe contar con él para subsistir y mejorarse; cuando señalaba como eficaz remedio para los males de la enferma sociedad la regeneración moral y religiosa de los pueblos, ¿cómo no aplicar el oído al acento armonioso y varonil que proclamaba semejantes verdades en un lenguaje digno de ellas y con la autoridad que comunica al espíritu un convencimiento incontrastable? Aplicamos, en efecto, señores, y debimos aplicar todos el oído y el alma a aquel acento, porque él hería en nuestros corazones la fibra siempre sonora de las creencias religiosas, una de las pocas que correspondiendo a la trama de nuestro carácter nacional subsiste, sin notable deterioro, no gastada aún por las estériles luchas en que casi todos los elementos de nuestra vida interior se han consumido. Así que, descartando de la doctrina teológica y política de los discursos lo que hay extremado y contrario a nuestro instinto, lo demás es español por lo que tiene de católico; europeo, universal, porque afianza los intereses vitales y más caros de la sociedad humana sobre el eterno pedestal del cristianismo. Ésta es la única religión conservadora al par que progresiva; y sin embargo, la fe huida de las almas, el materialismo triunfante y la execrable profanación de las cosas sacrosantas forman el grave mal que hoy pesa sobre todo: hombres, pueblos, sociedad, gobernación, costumbres, artes y literatura. De donde infiero que habría ingratitud en no reconocer y estimar lo que, siguiendo rumbos más ortodoxos que Chateaubriand, ha tentado don Juan Donoso Cortés para rehabilitar la religión de nuestros padres, menos en el concepto de bella que en el de verdadera, antes que bajo el punto de vista del arte, bajo el de la moral y el dogma, y lo mucho que por consecuencia ha hecho para restituir al cristianismo su austero carácter y la divina autoridad que pone límites morales a toda autoridad humana, coto a los desmanes del poder, freno y correctivo a las tiranías y liviandades de pueblos y monarcas.


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Y he aquí explicadas los vítores que dieron en España a los discursos gentes de varias y aún opuestas opiniones. ¿Diré también del alborozo con que les salieron al encuentro así las cortes de Europa como el clero ultramontano en todas partes? Debemos convenir en que no podía ser ni más natural, ni más oportuno ese alborozo. Porque era don Juan Donoso Cortés, si no el primero ni el mejor, el más elocuente publicista de la escuela neocatólica que rige, y que cada vez más avigora, la reacción política que hoy se nota en los Estados. Al modo que en 1790 condenaba el irlandés Burke la primera revolución democrática francesa; al modo que el saboyano De Maestre escarnecía esa misma revolución con el epíteto injurioso de satánica; así condenó él la revolución de 1848 y así la escarneció y así también, midiendo la profundidad del abismo que ella ha abierto a nuestras plantas, le lanzó deliberadamente en son de reto el anatema provocador de sus doctrinas y el dardo acerado de sus atrevidas cuanto originales conjeturas. —Tan austero como el dogmatista saboyano y tan enérgico como el orador irlandés, nuestro apasionado defensor de la tradición de la Edad-Media abomina cuanto conduzca a alterarla. Ni se contenta con reprobar las demasías de los hombres, la natural ceguedad de los bandos, la confusión inevitable de los hechos, sino que, negando toda legitimidad a los hechos, todo derecho a los bandos, toda autoridad a los hombres, recusa el principio regenerador de los movimientos populares y afirma que están destinados por las inexorables leyes de la lógica a agitarse, sin provecho ni descanso, en un círculo inflexible de contradicciones y catástrofes. Y no se detiene aquí; pues convencido de que nos hallamos en los tiempos apocalípticos y de que el fin del mundo está cercano, anuncia que la libertad ha muerto “sin esperanza de resurrección, ni al tercer día como Cristo, ni al tercer año, ni al tercer siglo”; que el tremendo problema de la gobernación humana está en pie, sin que sepan ni puedan resolverle las naciones ni los sabios; que la pavorosa esfinge revolucionaria está delante de nuestros ojos esperando en vano un Edipo descifrador de su enigma; que la civilización y el mundo retroceden; que todos los


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caminos, hasta los más opuestos, conducen a la perdición; y que la humanidad camina con pasos rapidísimos a constituir el despotismo más gigantesco y asolador de que hay memoria. Que el mundo se halla colocado entre el socialismo y el catolicismo y por lo tanto, según él, entre la negación y la afirmación, entre la muerte y la vida, entre el infierno y el cielo: esto protesta. Y sostiene, por conclusión, que en semejante estado de cosas, el único refugio de la sociedad amenazada es la teocracia católica, como la sola institución que da escudo a los súbditos contra la tiranía de los reyes y a los reyes contra la rebelión de los súbditos. ¡No lo extrañemos! Procedía en parte todo ello del hondo terror que la revolución de 1848 había producido en el ánimo, harto sensible, del Marqués de Valdegamas, y en parte del terror general que, a modo de epidemia, cundió entonces por Europa. Cierto, cuanto mayor había sido el peligro pasado, tanto en mayor la urgencia de aparejarle remedio para lo presente y lo futuro; y pues todo estaba amenazado, todo debía, a la ley divina y humana, defenderse. Y, ¡oh, cuán terrible es en ocasiones la necesidad de la propia defensa! Y, ¡qué elocuente el terror cuando deja expedito el uso del entendimiento y de la lengua! Provocada la fe por la incredulidad absoluta se irrita y opone la tiranía a la anarquía, esto es, un abismo a otro abismo. Los gobiernos al exceso de la libertad contraponen el de la fuerza; y la fuerza, como de costumbre, siembra agravios y recoge sangre, sin poder nunca establecer otra paz sino la transitoria del miedo, ni más silencio que el del rencor que guarda sus iras. La razón libre amontona teorías y en realidad solo atesora quimeras; pero, feliz e inocente sobre todos, a imaginación se exalta, siéntase en la trípode sagrada y profetiza. Mas sea lo que fuere del concepto que entonces se formase, y hoy se forme, de semejantes profecías, es lo cierto que debían conmover vivamente el auditorio: lo uno, porque descubrían la agitación del orador y ponían de manifiesto el hondo surco que habían trazado en su ánimo los grandes sucesos coetáneos; lo otro, porque esos mismos sucesos daban extendido campo y ancha salida a las efusiones y conjeturas del espíritu con los pavorosos espectáculos de tronos caídos; de pueblos conjurados,


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domados por el pronto a hierro y fuego, indóciles al yugo, siempre dispuestos a romperle; de guerras sangrientas, ya civiles, ya sociales; de desolaciones terribles; de furores que, haciendo desesperar de la salud del género humano, movían, cuando no a dudar de la Providencia, a tener por seguro el fin del mundo. Y ahora, señores, para dejar enumeradas las causas principales del gusto con que fueron escuchados y hoy producen leídos los discursos del Marqués de Valdegamas, sólo me resta hablar de su estilo y de la índole de su oratoria: dos cosas estas que, en puridad, no son más que una; pues, como ya he dicho, en nada difería su manera de orar de la de hablar y eran ambas idénticas a la que tenía de escribir en todo género de asuntos. —Por mucho entran en sus obras las ideas, pero por mucho también el estilo; y uno y otras fueron de gran novedad en nuestra España. Mas que todo el estilo, o mejor dicho, la lengua de nuestro insigne compatriota: lengua que, con ser la general, tomaba en sus escritos y oraciones caracteres no conocidos antes, y venía a ser uno como instrumento peregrino, cuyas vibraciones resonaban agradablemente en oídos por extremo sensibles a la pompa de la dicción y al ritmo y cadencia de la frase. Fondo y forma le salvarán, pues, de la común suerte reservada a improvisadores y controversistas, casi siempre sepultados en el polvo de los tiempos que animaron con su espíritu y llenaron estrepitosa aunque pasajeramente con su nombre. Tanto como sus doctrinas teológicas y políticas de las ideas corrientes en España tocante a las relaciones de la iglesia con el Estado, se apartan su lenguaje y estilo de la elocución de los autores nacionales de más nota, antiguos y modernos. Y no porque en lo más mínimo desestimase los eternos modelos de nuestra lengua, ni porque no estuviese repastado en la lectura y asidua contemplación de todos ellos, sino porque su manera de pensar requería una manera análoga de expresarse y ambas tenían por fuerza que ser profundamente originales. Es su elocuencia más bien dialéctica que retórica, imperativa que insinuante, dogmática que persuasiva. Destinada a la controversia de cuestiones intrincadas y espinosas, tiene por


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precisión la inflexible cuanto ingrata rigidez del método, el despotismo severo del axioma, las ventajas al par que los inconvenientes de las conclusiones absolutas; por manera que tanto sus escritos como sus discursos tienen forma, estructura y sabor de disertaciones o tesis académicas. Acaso se note en algunos de ellos más ergotismo que verdadera lógica, más escolasticismo que verdadera dialéctica, menos propiedad en los pensamientos que aparato artificiosamente científico en la forma; pero en cambio sobresale en el juicio y paralelo de los hombres, en el cotejo de los sistemas, en la contraposición de los objetos y sobre todo, en el arte maravilloso de reducir a una sola palabra profunda, exacta, expresiva todo un mundo de ideas, todo un orden de hechos y conceptos. Visto a la luz de las reglas más generales, su estilo, en cuanto parlamentario, es harto sutil; en cuanto polémico, demasiado abundante y florido, lleno de metáforas, antítesis y toda clase de tropos y figuras; pero ¿por ventura no es la imaginación una facultad indispensable en los hombres destinados a formar juicio de los grandes espectáculos y acaecimientos del mundo y a deducir de ellos reglas de conducta para lo presente y documentos de útil enseñanza para lo futuro? ¿Podrían, careciendo de imaginativa, recibir las vivas impresiones físicas y morales que son el origen y fundamento del vigor de sus análisis, de la ingeniosidad de sus interpretaciones, de la trascendencia de sus miradas, de su elocución pintoresca, ardiente y animada? Preponderan en el Marqués de Valdegamas la audacia del espíritu sobre la del ánimo, la fuerza de argumentación sobre la de raciocinio, la sensibilidad de la fantasía sobre la sensibilidad del corazón; y es más sistemático que político, filósofo de abstracción más que de observación y hombre de generalidades teóricas, antes que versado y práctico en negocios de gobierno. No hay que buscar, pues, en sus escritos ni en sus discursos asuntos concretos de hacienda, razón de Estado o economía política; porque o no existen, o están encadenados a una cuestión abstracta tocante a los principios de la ciencia respectiva. Por donde se ve que el instinto y el gusto le mueven de común


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acuerdo a correr tras la significación universal de las cosas y las leyes generales de los hechos. No hay tampoco variedad en sus entonaciones, esto es, el gracioso modo que alterna entre lo sencillo y familiar y lo ataviado y pomposo; que pasa sin esfuerzo de un objeto a otro; que esmalta el discurso, como la naturaleza el campo, de luces y colores diferentes. —Puesta siempre la mirada en un fin, grandioso, sí, pero demasiado rígido por una parte y por otra harto superior a nuestra pobre condición humana, parece que no tiene ojos para ver el mundo. Desdeña humanar su alta razón acomodándola al modo común de sentir y al gusto de las gentes ingenuas y sencillas; y no parece sino que tiene a menos persuadir impresionando el ánimo, excitando la sensibilidad y moviendo las pasiones. Pocas veces habla al corazón como amigo, siempre al espíritu como déspota, a la razón con los preceptos, a la imaginación con el brillo de las figuras oratorias. No quiere insinuarse, sino imperar; más veces se indigna que se enternece; nunca se sonríe; nunca llora. Ni le pidáis ímpetus del corazón, desahogos del alma henchida de dulces emociones, arranques de entrañables afectos, inopinadas y vehementes explosiones de entusiasmo; ni los felices raptos que, sacando fuera de sí al escritor o al orador, estrechan la distancia que media entre su corazón y los corazones de sus oyentes o de sus lectores y a todos los junta en uno para hacerles palpitar bajo el peso de unas mismas emociones. Él no se distrae, ni se abandona a los azares y aventuras de la improvisación, ni se olvida un instante de sí mismo. Armado de punta en blanco, firme en los estribos y sentado a plomo sobre su buen corcel de batalla, parte derecho como un dardo y solo presenta a la vista y a los golpes de sus enemigos asombrados hierro en la lanza, hierro en la armadura. Y está siempre encerrado en su idea y su principio como lo estaban en sus castillos feudales los antiguos señores, sin que nada les faltase ni estorbase: ni el aire, ni el terreno, ni las armas, ni la confianza en su brazo, ni la malquerencia de sus iguales, ni los derechos del rey, ni la rebelión de los vasallos.


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“Muchas son las veces en que discurre como doctor y habla como sofista: la verdad está en la idea y la expresión es falsa; nunca esclavo del concepto, lo es muchas veces del aparato ostentoso con que se le ofrecía la forma”. Esto dice de don Juan Donoso Cortés, uno de sus más hábiles panegiristas, y prueba que en las producciones del orador y escritor español, el estilo daña en ocasiones al pensamiento y el artista literario al sabio y al filósofo. ¡Ojalá no se viese también en ellas sacrificando con frecuencia el buen gusto a cierta dialéctica prolija que apura hasta las heces los asuntos! ¡Ojalá que menos impaciente y arrebatado tuviese siempre el buen acuerdo de esperar el numen, sin conjurarle a deshora con violencia! Aunque, a decir verdad, muchos defectos de método y estilo son en él obra, antes que de malos instintos literarios, de las circunstancias del tiempo en que escribió y del objeto que al escribir se proponía. Motéjanle, por ejemplo, de haber querido dar a la religión aparato filosófico y no se tiene en cuenta que nuestro siglo, razonador y polémico por excelencia, pide a toda obra especulativa semblanza y forma de sistema. ¡Qué no habla al corazón! Pero ciertamente no es fácil en la época que atravesamos, hablar a corazones corroídos por la lepra de la sensualidad y que no se mueven sino a impulsos de la avaricia o del miedo, ruines y viles una y otro. Hablaba y escribía don Juan Donoso Cortés, no para levantar figura, sino para cumplir una obligación; y si bien pudo equivocarse acerca de la naturaleza de semejante obligación, la forma de ella (que es de o que aquí se trata) es adecuada a su propósito. Un hombre de su carácter público no podía ser ascético sin dar que reír; y con las ideas que tenía sobre la dignidad de la religión no debía tratar de ésta bajo el punto de vista poético que ha convertido el cristianismo en una especie de mitología profana para el uso de cierta literatura empalagosa y llorona de estos tiempos. Con que, para ser original en el camino, ya trillado, de la filosofía teológica, tenía que poseerse enteramente del espíritu dogmático y sentar plaza entre los campeones rigorosos e inflexibles de la iglesia militante. Y he aquí por qué en el tumulto que, forman las pasiones y la oscilante anarquía de las ideas coetáneas, emplea con pre-


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ferencia al del halago el resorte del terror; por qué su elocuencia no adula las pasiones, ni se anima con súbitos destellos de encendida ternura; por qué, cuando quiere anunciar al mundo desventuras y catástrofes, prefiere su voz, a los tonos humanos del lenguaje, el acento sobrenatural de los profetas. Por lo demás, el estilo de su declamación o de su escritura, si no es llano, corriente, ni sencillo, tiene en cambio gravedad, solemnidad y grandeza. La frase es simétrica y monótona, rígida y de inflexible estructura; pero también amplia, cadenciosa y de rico y variado colorido. Medita sin esfuerzo, narra con claridad y redarguye con lucidez. Tiene definiciones admirables e ilumina frecuentemente las oscuras abstracciones de la metafísica con ráfagas de luz maravillosas. Todo crece y se desenvuelve en su elocución de un modo pintoresco: una simple palabra hasta convertirse en premisa, la premisa en postulado, el postulado en axioma; y nada es más curioso que ver éste, fecundado por su ingenio, transformarse al fin en un sistema de infinitas partes, a manera de cómo se transforma en árbol ramoso y corpulento la semilla confiada a la buena tierra. —Hay notas falsas y duras en su armonía, carencia de amenidad y dulce modo, sobrada ostentación de pedagogía dogmatizante, algún hipo por causar sorpresa y admiración, prodigalidad de epítetos fastuosos, exceso de adorno y colorido; pero abunda en locuciones felices, en máximas notables por el sentido y la novedad de la expresión, en períodos valientes y pomposos, profundos pensamientos, dichos breves y agudos, ímpetus de ingenio rapidísimos, sublimes. En fin, su estilo no es científico ni didascálico como el espíritu del siglo; ni tiene la tersura y precisión que requiere la filosofía; ni posee la deleitosa naturalidad que avalora la grande y genuina prosa española; pero es un estilo propio y original; y cuando acaece que se acomoda y ajusta bien a la materia que discute o al pensamiento que desea inculcar, a ninguno es dado ser más elocuente. Entonces conceptos y voces, frases e ideas se desenvuelven en perfecta armonía, y se ligan y suceden unas a otras como las olas de un majestuoso río de hondo cauce y


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levantadas riberas, con rumor dulce al oído, con movimiento grato a la vista, transparentes, sosegadas, luminosas. Razón tenía yo, pues, cuando al principio de este discurso decía que las obras de don Juan Donoso Cortés no deben, en mi sentir a lo menos, ser propuestas por dechado a los que deseen cultivar con provecho nuestro idioma. Desatinado sería, en efecto, aconsejar el estudio de un lenguaje y estilo que, sobre apartarse gran trecho de las formas características de la lengua española, son de tal manera espontáneos y propios suyos, que repugnan toda plausible imitación. Así, lo que en el autor del Ensayo merece disculpa y hasta elogio, porque es natural, en cualquiera otro que no posea sus relevantes facultades parecerá y será siempre insustancial palabrería, lucubración artificiosa, retórica vana y pedantesca. No puede ser que se reduzcan a reglas las excepciones, y el Marqués de Valdegamas es ejemplar señero en nuestra historia literaria; lo cual conviene inculcar tanto más cuanto que no son pocos los que, teniendo gran concepto de sí mismos, creen reproducir las bellezas de forma en que abunda aquel escritor, cuando en realidad no hacen más que copiar si tino ni discernimiento los lunares que le afean. Y el mal es grave, porque los pretensos imitadores de don Juan Donoso Cortés, pertenecen a la escuela, no insignificante, de los que, so color de ilustrar y enriquecer el habla, miserablemente la profanan y empobrecen. ¡Cosa rara! Para autorizar tamaño desafuero invocan la filosofía, ¡cómo si de ella pudiese carecer la lengua formada con tan alta razón como peregrino ingenio de las más bellas lenguas de la tierra! ¡Y se arrogan el título de reformadores y de originales porque, envileciendo y descoyuntando el idioma, truecan de buen grado su inimitable soltura, gracia y lozanía por la pobre sintaxis y pueriles afeites de idiomas extranjeros! Permitidme, señores, que entre con tal motivo en algunas consideraciones que acaso no carezcan de oportunidad. Prometo no separarme gran cosa del asunto principal de este discurso. Del nuevo culteranismo que la escuela a que aludo intenta popularizar, diráse lo menos aplicándole lo que escribió e docto


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Capmany del estilo empleado por Quevedo en el Marco Bruto. “Usa, dice, de oraciones demasiadamente concisas y dislocadas, sembradas de frases simétricas, o por correlación de voces, o por contraste de su significado, en que descubre con un género de empeño su artificio y esmero, con lo cual viene a formar un estilo emblemático, preñado de máximas y advertimientos redundantes, que era el decir grave y oculto de los escritores de aquel tiempo cuando querían filosofar o politiquear”. Los caracteres principales de semejante estilo son, efectivamente, la antítesis, la copia excesiva de figuras retóricas, la intemperancia de conceptos explicativos de la idea fundamental, la verbosidad disertante propia tan sólo del sofisma y la molesta descripción de toda cosa en tierra, en mar y cielo. En una palabra, es el estilo exuberante, amplificador y parafrástico por excelencia. Nadie espere de él ningún género de sobriedad ni templanza. Unas veces, esclavo de la frase, dará palabras por ideas, ruido por armonía, y se le verá, artífice de la dicción, cincelarla y pulirla como un lapidario los diamantes. Otras por el contrario, sacrificando la forma al pensamiento, violará la gramática y en lenguaje exótico e inaudito hará proezas contraponiendo y adelgazando necedades para ver de dar cuerpo al vacío. Cuando no deslumbra con el perpetuo centelleo de antítesis peinadas y galanas, que así cansan el oído como fatigan la inteligencia haciéndola caminar, sin posible descanso, de sorpresa en sorpresa y de estallido en estallido; cuando esto, digo, no sucede, acontece estar, mientras leemos o escuchamos, con el alma anhelante, pensando sí, de un momento a otro, el que vemos andar y voltear por los aires en la maroma de aquel estilo temerario, dará consigo en tierra. Anatómico y naturalista implacable, todo lo ha de describir, o mejor dicho, todo lo ha de disecar por fibras y partículas: lo que vemos, lo que no vemos, lo que imagina, lo que no se puede imaginar. Diríase que no tiene alma, según es de frío y seco; y no conmueve, porque todo en él viene a ser artificial, ficticio y presuntuoso. Fascínale el brillo y el colorido, y no cuida


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si por acaso el brillo es oropel, y mezcla abigarrada el colorido. Puede ser rico y sublime en ocasiones; pero la insensata comezón de ser grande a todas horas le obliga a sacar de quicio el temple y tono de la expresión, que se descubre siempre puesta en alto, calzado el coturno, retumbante, fastidiosa. Tal es la afectación, tal el compasamiento que hay en todo; tan de mal se le hace a este malhadado estilo ser corriente, claro y llano; y tanto codicia lo sutil y conceptuoso, que dudamos muchas veces si está el vicio en la dicción, o si en el hombre que la emplea, esto es, en el corazón, que no siente; en el entendimiento, que no profundiza; en el espíritu, que no cree; en la fantasía que para hacerse admirar a toda costa aparenta la fe, juega con las creencias, inventa prestigios, imagina (que no siente) los afectos; con lo cual nada más consiguen prosistas y poetas que ser afirmativos y dogmáticos sin autoridad, razonadores sin lógica, religiosos sin devoción, sensibles sin ternura, abundantes y huecos sin precisión ni profundidad, facundos sin elocuencia. Sería proceder en infinito analizar gramaticalmente el lenguaje que corresponde al estilo de la nueva escuela. Sentencioso éste, tiene por necesidad que ser aquel clausulado y compuesto de frases simétricas que se proporcionan unas a otras con exactitud cuasi matemática; lenguaje de ecuaciones y fórmulas, no tan fecundo, que digamos, como el álgebra, pero de cierto tan áspero y desapacible como ella. Añadamos a estos defectos el de desechar por embarazosos o superfluos muchos giros, locuciones y modos de decir castizos, y comprenderemos cómo logra semejante lenguaje privar al idioma de la libre construcción que es una de sus más preciosas galas y excelencias, por cuanto le hace el menos tímido y uniforme de todos los vulgares. Ahora bien: una alteración sensible en el habla proviene siempre de una alteración correspondiente y análoga en las fuerzas, condiciones y demás elementos del pueblo cuya es; porque el habla no sólo es el espejo donde se reflejan todos los movimientos exteriores e interiores de la sociedad, sino también uno como cuerpo vivo y orgánico que desde luego se los apropia y en seguida los reproduce dándoles la forma y confirmación especial de la palabra.


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—Y como —ley invariable que liga al individuo con la comunidad, unas con otras las naciones y a éstas con el género humano en cuanto principio y centro supremo de unidad— ningún grande impulso desaparece del teatro del mundo sin dejar huella, ora visible, ora latente, de su acción, hoy experimentamos nosotros en todas las esferas de la vida nacional la influencia de revoluciones que en un principio rompieron en oposición y lucha abierta únicamente con los antiguos elementos religiosos y políticos de Europa, pero que después conmovieron en su raíz la base común de la lengua y literatura alterando de varios modos el sentido de las voces, introduciendo otras nuevas y relegando al olvido gran caudal de las antiguas. Hay, a no dudarlo, sentido y legitimidad, pero también mezcla de males y de bienes en la influencia que ejerce sobre la lengua y literatura el espíritu del siglo. Objeto propio, y por cierto interesantísimo, de una disertación académica sería apreciar con rigurosa exactitud la índole, manera y extensión de semejante influencia, para conocer la ley que sigue y hasta qué punto debemos o ladearnos a su imperio o rechazarle. Yo habré de contentarme con decir, en términos generales, que la revolución moderna obra sobre la frase, estimando mucho más la relación lógica de ésta con el pensamiento, que su estructura y corte artístico y galano; sobre el discurso, prefiriendo el fondo a la forma; sobre la lengua, ensanchándola para hacerla capaz de expresar el mayor número posible de relaciones y conceptos; sobre el arte, libertándole de los andadores de la rutina y abriéndole de par en par todas las puertas de la naturaleza, del mundo y de las ciencias; en fin, sobre la universalidad de las cosas, proclamando la libertad de examen, el predominio de la razón y la conveniencia del espíritu inquisitivo y analítico. Tal es el derecho de la revolución; pero al modo que toda luz una sombra y todo efecto una causa presupone todo derecho un deber correlativo, y deberes y derechos envuelven en sí una ley que ordena y hace fructuoso su ejercicio. Esta ley, o digámosla pacto de concordia y alianza entre lo antiguo y lo moderno, deberá estar reducida (por autoridad


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competente) a fórmulas precisas en obras elementales que desgraciadamente no existen: por ejemplo, una historia de la lengua y la literatura comparadas; un tratado del arte de escribir, en que se cotejase el lenguaje actual con el de otros siglos; un diccionario general del idioma desde los tiempos de su formación hasta el presente; una gramática analítica; y por último un diccionario de sinónimos, sin cuyo auxilio es tan imposible conocer los primores y modificaciones del lenguaje, como dar principios fijos a la propiedad y corrección de idioma alguno. Y mientras los elementos que dejo enumerados no concurran, de acuerdo con la crítica, a hacer fecunda la reforma literaria y filológica, entregada esta a sí misma, sin freno que la contenga, sin autoridad que la ilustre, sin regla que la guíe, nos llevará respecto de la lengua al caos; respecto de la literatura a la desordenada imitación de todas las formas extranjeras, menospreciadas y olvidadas las indígenas; y respecto del arte, en general, a la inmolación de la fantasía por la dialéctica y por cierto espíritu de análisis, útil sin duda, pero demasiadamente mezquino y sutilizador en ocasiones. Y así vemos que la transformación a que propende la lengua, en vez de maduro y sazonado fruto de un sistema, va pareciendo aborto de un desorden; y más que con los pacíficos caracteres del plan y la regla, se nos presenta con los signos alarmantes de la confusión y la anarquía; indefectible dolencia esta y grave pesadumbre de las épocas de transición, en que la sociedad oscila sin punto de apoyo visible, movida a todos vientos por corrientes irregulares de hechos y de ideas peregrinas, de ensayos fallidos, de sistemas, doctrinas y opiniones que buscan la norma general del equilibrio y del reposo caminando, a tiento y con angustia, entre la sombra de lo pasado, el enigma de lo presente y el misterio, insondable al parecer, de lo futuro. Porque no puede ser último y provechoso fin de la reforma literaria que notamos, la mezcla absurda de los tonos, colores y barbarismos más discordantes entre sí y más opuestos al buen gusto, que es el supremo conocedor y juzgador de la belleza; ni que hablemos en privado el lenguaje de la sencillez y la moderación, cuando en público nos entregamos sin reparo a todo género


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de profanaciones del corazón y del espíritu; ni que escribamos para no ser entendidos; ni que, en tortuosa y desmañada frase, a fuerza de rebuscar la novedad en el concepto y la expresión, sólo lleguemos a la falsedad del pensamiento y del estilo. Nunca apetecemos más libertad que cuando hay mayor desorden; ni más hablamos de teorías y de originalidad que cuando toda pauta reguladora desaparece y las fuentes de la invención se van secando; que así como el corazón gastado busca una pasajera sensibilidad en las más violentas emociones, del mismo modo el entendimiento pervertido pide una remisa luz de inspiración a la licencia. Y en literatura la licencia es perversión, porque propaga como mala simiente las vocaciones facticias y arma el brazo de los ingenios de segundo orden que las profesan con el hacha de cierto estilo mecánico, a cuyos traidores golpes muere el arte. En vano se dirá que cada época literaria, como distinta de las anteriores, ha menester una manera también distinta de expresarse. Porque cuando, dócil instrumento de la inteligencia, puede una lengua manifestar en modo bello y formas adecuadas las más finas y abstrusas operaciones de la mente, los más eficaces y variados afectos del ánimo y las infinitas impresiones del cuerpo y del espíritu, semejante lengua ha llegado a toda la perfección de que son susceptibles las cosas humanas, y nada más necesita en la sucesión de los tiempos sino aumentar su caudal siguiendo los progresos de la civilización y rejuvenecerse en las fuentes vivas de su propia historia. Es el arte un compuesto de forma y fondo, o si decimos, de cuerpo y alma, al cual no es menos necesaria la inteligencia que piensa, que la voz que dice lo pasado. Ni pura materia, ni puro afecto ni espíritu, sino muestra y símbolo de nuestra triple naturaleza corporal, moral e intelectual, es el resultado de la concordancia de todas las facultades humanas y tiene por órgano indispensable la palabra hablada o escrita, esto es, la lengua. Háblase de preferir el fondo a la forma y no se advierte que, de cualquier manera que se separen estas dos cosas, enlazadas por la naturaleza con indisoluble parentesco, se llega por


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diferente camino, pero siempre con toda seguridad, a la barbarie. Si las ideas se hallan forzosamente encarnadas en la forma y es ésta lo primero que, al modo de los objetos materiales, hiere los sentidos, ¿cómo degradando la una elevaréis la otra? ¿Cómo separaréis el signo del pensamiento o el pensamiento del signo? Por cierto, en su perfecta armonía estriban la belleza de las artes, el triunfo del ingenio y los verdaderos goces literarios. En cuanto adorno del espíritu, requiere, sin duda, la elocuencia una correlativa y común madurez en las demás artes; y como medio de acción y persuasión, necesita de la violencia de las pasiones, de la influencia de grandes intereses, ora populares, ora individuales; pero ni en estos aspectos, ni en ningún otro bajo el cual se la quiera considerar, puede ni debe jamás eximirse de la obediencia a los principios y reglas literarias; porque ellas no han venido a ser tales por la sola autoridad de Aristóteles ni Horacio, sino por la autoridad soberana de la naturaleza, que es el tipo invariable y eterno de lo bello. Libres somos para elegir las formas que nos plazcan; pero cuanto mayor sea la libertad, tanto así conviene más que el escritor y el orador se penetren de la idea estricta y rigorosa de las propiedades técnicas del arte, bien como de sus condiciones de dignidad y fines útiles. No hay estilo absoluto y determinado, es verdad, atento que cada prosista y cada poeta tiene el suyo, que le distingue entre todos y es como el emblema de su personalidad y su carácter; pero si el estilo libre distingue y caracteriza al escritor y al orador, la frase caracteriza y distingue al idioma; por manera que, para ser a un mismo tiempo original y nacional, es preciso hablar o escribir, con estilo propio, sí, pero en el lenguaje de la patria. Y ni ahora ni nunca ha venido él estrecho a los ingenios; que antes bien ningún ingenio, por grande que haya sido, le ha agotado. No hay más rico venero; no hay terreno más fértil y abundoso. Lejos de servir de rémora al entendimiento, él le sostiene e ilumina, le fortifica y colora. Pródigo de sus tesoros, para todos tiene sonidos, matices, luces y armonías infinitas. A todos los tamaños se ordena y proporciona flexibilidad maravillosa: fuerte en lo grande, templado en lo mediano, gracioso en


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lo pequeño. Órgano de numerosos registros, pulsado por mano ejercitada y docta, imita todas las voces del cielo y de la tierra. Atleta y gimnástico consumado, es apto para toda lucha y puede hacer sin romperse toda suerte de pruebas de habilidad y fortaleza. Con él hablaron dignamente a Dios y de Dios los maestros de nuestra elocuencia sagrada; con él tocaron y conmovieron todas las fibras humanas los escritores del siglo de oro de la literatura nacional. Cuando posteriormente perdió ésta, mucho de su índole nativa para convertirse, de original y libre, en imitadora servil de una literatura exótica, todavía fue bella la lengua española en manos de los que repudiaban el espíritu español; y hoy que, abierta como plaza desmantelada a las invasiones de fuera, está turbia con la mezcla de giros y palabras extrañas, todavía adquiere singular encanto en la pluma de los que saben fundir juntas las nuevas y las antiguas riquezas en el crisol del talento y del buen gusto. Cobrado han las naciones nuevo carácter y aun aspecto nuevo con el desenvolvimiento sucesivo de las ciencias y artes útiles; hanse complicado los intereses público y privados; el dominio de las almas ha pasado a ideas de extraña novedad, modificadas o destronadas las antiguas; y un ruido insólito e inaudito, compuesto de todos los ruidos humanos, llena hoy en el mundo hasta los ámbitos de pueblos que antes ni siquiera oían el rumor de sus propios pasos en la tierra que pisaban dormidos o medrosos. Así España; y sin embargo, tal es la pasmosa riqueza de su lengua que, sin salir de sí misma, puede ésta dar cuenta y razón de esas ideas, intereses, artes y ciencias no conocidas de nuestros padres y también de ese ruido temeroso a cuyo solo anuncio habrían sin duda temblado sus entorpecidos aunque grandes corazones. Y en prueba de ello, haced memoria, entre otros nombres afamados, del de uno y otro Moratín, uno y otro Iriarte, Meléndez, Cienfuegos, Jovellanos y Capmany! No están ni pueden ser olvidados los de Clemencín y Navarrete, Reinoso y Lista, Larra y Toreno. Con dicción que recuerda la de Rioja, y nervio igual al de Herrera, cantó Gallego la hazaña de Madrid en versos tan


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grandes como ella: héroe de la poesía que inmortalizaba a los héroes de guerra, nada más hizo, sin embargo, que ser fiel a la lengua al modo que fueron ellos fieles a la patria. Frías, tan sencillo como culto, dechado de nobles y patricios, si bien menos correcto y enérgico que aquel modelo insuperable de buen gusto, fue, siguiéndole de cerca, un gran poeta. Heredia, Plácido y Olmedo, astros del cielo americano, supieron ser vastos indígenas con el acento de la metrópoli. Y nunca ha servido de embarazo ni estorbo el idioma de los Argensolas, de Luis de León, Calderón y Lope de Vega al príncipe de nuestros líricos modernos; que en efecto Quintana, no siempre esmerado, aunque español siempre, sabe dar con no igualada maestría en ese idioma laureles a la libertad, castigo a la tiranía, gloria a la virtud, corona a la belleza. Demás de que, en el seno de esta benemérita corporación y fuera de ella, en la capital y en las provincias, veo notables ingenios, ya justamente gloriosos muchos de ellos, que, cultivando con piadoso respeto el habla genuina de nuestros mayores, logran hacerla digno intérprete de la musa cómica, trágica y dramática en el teatro; de las santas leyes e instituciones nacionales en el foro y en las Cortes; de los hechos pasados en la historia; de la antigua sabiduría en las colecciones bibliográficas; de los fueros del arte en la tribuna de la crítica; de la política en la prensa periódica; y en suma, de los altísimos fines de la religión en el púlpito. ¡Mágico poder y augusta consagración de la palabra! ¡Empleo propio de la más noble, rica y armoniosa de las lenguas vivas! ¡Feliz augurio de una próxima y fecunda regeneración de nuestras letras! Por fortuna, el medio de acelerarla les asequible, pues consiste en estudiar la antigüedad pagana para todo lo relativo a la expresión de los pensamientos y a la sobriedad en el lenguaje; en poseer la literatura de las naciones modernas, no para imitarla en lo que es propio y característico de ellas, sino para aumentar nuestro caudal de instrucción y de doctrina; en conservar la pureza de las formas naturales del idioma patrio y las tradiciones del gusto en el estilo, hábitos y modos de ser y existir del ingenio nacional y en la meditación incesante de los buenos modelos; porque éstos a la ventaja de nutrirnos con su


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savia reúnen la de encender la inteligencia y darle alas para que se remonte al tipo ideal de gracia y de belleza que constituye la divina verdad y perfección del arte. Con esto, y reservando la invención y las reformas para los asuntos, las ideas principales y las infinitas aplicaciones coetáneas de las humanidades en sus relaciones con la vida actual de la nación, tendremos una literatura nueva sin necesidad de formar una nueva lengua; y lengua y literatura se renovarán sin cambiar de naturaleza, se perfeccionarán sin corromperse, tendrán originalidad si ser extravagantes. Fuera de que no existe ningún otro medio de cortar eficazmente los vuelos al flamante gongorismo que nos invade, el cual, hijo de la extrema licencia, como el otro lo fue de la extrema sujeción del entendimiento, concuerda con él en los vicios capitales de prodigar las palabras bárbaras y espurias, de adulterar los conceptos para variar los modos de expresarlos y de singularizar las cosas más comunes dándoles un aire de falsa grandeza y cierta engañosa apariencia de juventud y bizarría. —Si el espíritu moderno tiene, como creo, un sentido exacto y susceptible de aplicación a la vida real, el problema, que cada pueblo de por sí debe resolver, consiste en apropiarse la civilización universal sin salir de su propio carácter y límites morales, más claro, en ser cosmopolita sin dejar de ser indígena y patriota. Una lengua artificial aplicada a la literatura de todos los pueblos es, en efecto, una ilusión tan absurda y desvariada como la de una poesía general de convención. Poesía y lengua de tal especie contradicen la eterna ley que, sin menoscabo de la unidad del género humano, une con lazo indisoluble los idiomas y las razas a los climas y a la configuración de los lugares; ni, a ser posibles, darían otro resultado que el de destruir por siempre la energía intelectual de las naciones. De aquí la necesidad de contar con lo pasado para las reformas de lo presente; porque en política como en religión, en religión como en costumbres, en costumbres como en artes y literatura, la sociedad que se despoja de las antiguas formas pierde su natural fisonomía, renuncia a su carácter, se priva de la más sólida garantía de independencia y dificulta todo progreso


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fecundo y estable en la carrera de su civilización y vida nacional. Familia si memorias ni recuerdos, borra sus fastos, mancilla sus blasones y se entrega sin previsión ni recaudo a las azarosas experiencias de lo desconocido y contingente. La tradición, por el contrario, es nervio al par que nobleza de las naciones; porque, al modo que una fortaleza murada y guarnecida, mantiene el orden interior, conserva el legítimo dominio e impide que poderes extraños, violentos e invasores penetren de sobresalto y mano poderosa en el país. Salvo que, para ser útil, entiendo yo que debe la tradición acoger en su seno de buen grado los verdaderos y sanos adelantamientos de la civilización humana; que el culto intolerante y fanático de lo pasado, encerrado en el espíritu y la acción del pueblo en un círculo de ideas y de movimientos estrechísimo, termina siempre por envilecerle y degradarle. Lo pasado es la semilla, no el fruto del árbol de la ciencia; y como hasta ahora ninguna generación ha poseído la verdad, el trabajo del hombre es inquirirla con el sudor de su frente y bajo la dirección de la Providencia, en el transcurso de los siglos. Detenerse en el camino tanto vale como negarse a llevar la carga impuesta por Dios a nuestra vida, en la cual nada se alcanza sin dolor, esfuerzo ni pelea. La sensata tradición que nada legítimo excluye, la tradición liberal y generosa que únicamente rechaza lo que perturba y desconcierta; la tradición que liga con cadenas de oro y flores lo pasado a lo presente y lo presente a lo porvenir; en suma, la tradición civilizadora y expansiva, y por lo tanto cristiana, es la sola que este docto cuerpo está encargado de conservar. ¡Objeto nobilísimo de su instituto que satisface una necesidad real y durable de la nación y explica cómo, de cada vez más amada y respetada, y ha podido subsistir y prosperar la Academia Española en medio de las ruinas con que, desde su creación hasta el día, han sembrado la tierra en derredor de su recinto venerando la injuria de los tiempos y la venenosa actitud de las pasiones! Y aquí se nos ofrece un nuevo motivo de lamentar la pérdida del Señor marqués de Valdegámas; porque hacia los últimos años de su vida, decaída la arrogancia de los primeros, se proponía hacer una reforma fundamental en su elocución,


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tomando por modelos a nuestros grandes escritores místicos; y él era hombre capaz, como pocos, de llevar a cabo la difícil empresa de fijar en la revuelta edad presente el lenguaje y estilo por medio de la estrecha concordia del espíritu moderno con el de nuestras antiguas tradiciones literarias. Deplorable, pues, en todos conceptos, lo es con especialidad su muerte por haber privado a la Academia de un poderoso auxiliar y al noble idioma castellano de un cultivador inteligente. Y aun por eso, señores, ahora que ya toco al término de este discurso, sobrecógeme más vivo que nunca un temor que desde el principio de él me ha acompañado. ¿Habré sido completa y absolutamente justo, así en la censura como en el elogio de las obras y cualidades del señor marqués de Valdegámas? ¿Habré rasgado fuera de sazón y tiempo el velo misterioso con que no cubre por lo común la poesía sino las imágenes brillantes de los que han bajado hace mucho al sepulcro? ¿No habré profanado las dos cosas más respetables de la tierra: la muerte y la gloria? Juzgar a don Juan Donoso Cortés es empresa muy superior a mis fuerzas: lo reconozco y confieso. Tampoco tengo reparo en declarar que he vacilado mucho antes de acometerla, que he temblado muchas veces al ejecutarla y que no creo haberla concluido felizmente; pero también aseguro que desde el principio hasta el fin de este empeño, a que imprescindibles deberes me han sometido, el norte de mis pasos ha sido la verdad y mi único móvil la conciencia. Y ¿quién, por otra parte, se habría atrevido a ser impío en presencia de una tumba a la que ni amigos ni enemigos, ni pecadores ni justos pueden acercarse sin profundísimo respeto? Vosotros habéis oído hablar de la muerte del señor Marqués de Valdegamas y acaso hayáis meditado en ella alguna vez. Yo la tengo constantemente delante de los ojos del espíritu como un espectáculo maravilloso y lleno de superiores enseñanzas. Convertido a la fe “por un misterio de ternura”, como él mismo dice, hallábase nuestro insigne español próximo a retirarse del mundo para hablar a solas con Dios y con su concien-


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cia y preparándose a las obras y pruebas que debían abrirle ancho camino a la mansión serena de la gloria y la inmortalidad. El cristiano especulativo se había transformado en cristiano práctico, no para adorarse a sí mismo en el orgullo insensato de una devoción farisaica, sino para desasirse de lo criado y poder libremente entender en lo divino. Reconcentróse entonces toda su vida en lo interior con grande intensidad y murió devorado por el espíritu, como Pascal, como Bálmes, como otros muchos hombres de alma enérgica a quienes han consumido prematuramente el fuego de la meditación y los trabajos del estudio. Murió dejándonos un admirable documento en la historia de sus últimos instantes, sencilla y tierna historia que parece una página arrancada de algún antiguo libro del tiempo de los mártires y santos. Incienso, pues, de buenas obras, y no estériles gemidos, es lo que debemos llevar en homenaje a su gloriosa tumba; pues mientras nosotros continuamos abrasados en hambre y sed inextinguible de mezquinas vanidades, está él en paraje donde se gozan los bienes verdaderos para siempre, sin límites ni fin. Él sabe hoy en qué consiste la sabiduría; conoce sus errores y los nuestros; y despojado de todo humano orgullo, nos perdonará que no hayamos acertado a comprender sus doctrinas, o que, comprendiéndolas, no hayamos tenido voluntad ni suficiente vocación para seguirlas. Mas de mi sé deciros, señores, que, mientras el cielo me conserve la facultad de admirar y amar con íntima y pura alegría del alma el talento y la virtud de mis semejantes, a todos, y a mí mismo el primero, propondré el ejemplo de don Juan Donoso Cortés como digno de imitarse en la vida y en la muerte; y a todos, y a mí mismo el primero, diré siempre: “¡Dichoso quien así viva; infinitamente más dichoso aun quien así muera!”.


VERSOS

NOTA: —Las poesías seleccionadas para esta obra han sido transcritas de las Obras Completas de Rafael María Baralt correspondientes al tomo IV “Poesías” publicadas por La Universidad del Zulia en el año de 1964. Es importante aclarar que las Poesías de Baralt, desde sus primeras publicaciones, sufrieron ciertas variantes que el autor (Baralt) considero conveniente en su debido momento. Para los efectos de la publicación que se presenta incorporamos la redacción definitiva de los manuscritos originales que se encuentran en la referida obra de LUZ. (Nota del compilador)



SONETOS



A SIMÓN BOLÍVAR Libertador de Colombia y del Perú, y creador de Bolivia Sueño infantil, en cuna infamatoria hecha del oro que su seno cría, perezosa la América dormía, mísera esclava, sin blasón ni historia. Dióle Colón en su inmortal victoria, si nueva luz, odiosa tiranía, estrago y luto: con victoria pía, el gran Bolívar libertad y gloria. Así, los pueblos que fundó su espada, sacra aureola de perpetua lumbre a la conspicua frente le ciñeron; y al ver la antigua afrenta ya vengada, de los soberbios Andes en la cumbre las sombras de los Incas sonrieron.

A LA SANTA CRUZ Alto portento del amor divino tus oprobios ¡oh Cruz!, torna en blasones, y el suplicio de esclavos y ladrones, de Dios a la mansión abre el camino. Lábaro fuiste al magno Constantino, y por ti victoriosas sus legiones, anunciaron del mundo a las naciones nueva luz, nuevo altar, nuevo destino. Entre cielos y tierra lazo fuerte; del orbe antorcha; de la Historia guía en quien eterna la verdad reposa. cuanto vive y respira vendrá a muerte: tú, con Jesús en el postrero día asistirás triunfante y gloriosa.


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AL MISMO ASUNTO Suplicio fuiste en que a morir de horrenda muerte afrentosa, y con dolor profundo, el hombre a sus esclavos, iracundo, en su justicia condenó tremenda. Purificada por Jesús, ofrenda de amor y cultos te consagra el mundo; y hallan en ti consuelo el moribundo, el justo premio, el pecador enmienda. ¿Por qué trocados tu baldón en gloria, en dulce libertad tu servidumbre, en santo libro tu infernal historia? Porque el Venido de la excelsa cumbre dejó en tus brazos su feliz memoria, y de su empírea majestad vislumbre.

A LA BATALLA DE AYACUCHO,

que decidió de la Independencia de

“¡Mudo el cañón: del campo fratricida “el suelo en sangre tinto: la bandera, “que triunfadora el orbe recorriera, “por españolas manos abatida!… “¡Oh Pizarro! ¡oh dolor! Si aquí blandida “tu centellante espada reluciera, “del mundo de Colón señora fuera, “no de mis propios hijos ¡ay, vencida!”. Así, sobre los Andes, real matrona, el mando desprendido, adusto el ceño, con llanto de furor su mal pregona; y el blasón al rendir de antiguo dueño, a la vencida tropa, por desdoro, lanza en pedazos mil el cetro de oro.

América


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EL VIAJERO Ave de paso que vagando gira de nación en nación, de gente en gente, y de su amor y de su nido ausente hoy llora aquí, mañana allí suspira. Rama infeliz que el ábrego en su ira del almo tronco desgajó inclemente; pobre arroyuelo que de ignota fuente fluye gimiendo, y en la mar expira. Ausente así del caro patrio suelo triste busqué por cuanto el mundo encierra para el alma un amor, y mis amores tormentas fueron y furor del cielo. Gocen otros el bien; que yo en la tierra, abeja de dolor, libo dolores.

LUZBEL EN LA REDENCIÓN Muere Jesús, y al punto, estremecida, siente crujir la esfera su cimiento; enmudece la mar, párase el viento; viste de luto el sol su luz querida. Los muertos en sus tumbas por la vida asaltados se ven; y hondo lamento mustia levanta al alto firmamento la tierra toda, en su Hacedor herida. Del Redentor la sangre, gota a gota se derrama en Luzbel; y su tortura descubre, y su terror, así el precito. “Nunca ¡oh Dios!, tu bondad el hombre agota: “tan solo mi dolor por siempre dura, “inmortal como tú, cual tu infinito!”.

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AL MISMO ASUNTO Y una voz le responde: “En medio al coro “de los benditos ángeles un día, tu belleza sin par resplandecía “como en lóbrega noche ígneo meteoro. “Fugaz como él, riquísimo tesoro “perdió de gracia y luz tu rebeldía; “y el que al trono de Dios cortejo hacía “bajó al abismo en sin igual desdoro. “Allí tu reino: allí de tu delito “y del antiguo honor cruda memoria: “allí eterno dolor, eterno llanto. “De tu rabia feroz vano es el grito: “venció la Cruz, y su inmortal victoria “para el hombre es salud, para ti espanto”. “Ni de sangre siguiera horrible llanto en los áridos ojos; embargada yace la lengua, y la feroz mirada, fija y sin brillo, anuncia su quebranto. Así, en presencia del Madero Santo, su primera sentencia renovada oye Luzbel; y con la faz velada lloran los justos infortunio tanto. Blasfemando de Dios álzase empero. “Derribaré la Cruz, dice, y triunfante “en trozos mil la arrojaré al profundo… “Mas ¿cómo, aymé, sin arrancar primero “de sus eternos quicios de diamante “el alto cielo, el anchuroso mundo?”.


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AL MAR Te admiro, ¡oh, mar!, si la movible arena besas rendida al pie de tu muralla; y si bramas furiosa cuando estalla fragosa tempestad que el mundo atruena. ¡Cuán majestuosa y grande, si serena! ¡Cuán terrible si agitas en batalla, pugnando por romper la antigua valla, con cólera de esclavo tu cadena! Tienes, mar, como el cielo, tempestades: de mundos escondidos prodigiosa suma infinita que tu mole oprime; y son tu abismo y vastas soledades como imagen de Dios, la más grandiosa; como hechura de Dios, la más sublime.

A CRISTÓBAL COLÓN “¿Quién el furor insulta de mis olas? ¿Quién, del mundo apartado y de la orilla, entre cielos y abismo hunde la quilla de tristes naves, náufragos y solas? “Las banderas triunfantes que enarbolas, en la mojada arena con mancilla miedo al mundo serán, no maravilla, y el casco de tus naves españolas”. Dijo la mar; pero una voz sonora ¡Colón! Clamó, y al divinal acento inclina la cerviz, besa la prora. Cruje el timón, la lona se hincha al viento, y Dios guiando, el nauta sin segundo a los pies de Isabel arroja un mundo.

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IMPRECACIÓN AL SOL ¡Rey de los astros, eternal lumbrera del vasto mundo: fecundante llama, que a cuanto existe en suave ardor inflama, y luz, vida y calor vierte doquiera! Por ti se rige la anchurosa esfera; el jilguero feliz trina en su rama; brilla el rocío; y su caudal derrama, de flores coronada, primavera. Mas, como barro vil, inerte y ciego al malvado y al justo igual concedes tus rayos de oro, tu esplendor, tu fuego; y la Luz celestial, al bien propicia, si severa castiga, da mercedes; que Dios no es la igualdad: es la justicia.

A DIOS Cielos, orbes y abismos, reverentes narran tu gloria, ¡oh Dios!, y tu grandeza, y ante el sol inmortal de tu belleza postran los santos las radiosas frentes. Materia y forma, espacios y vivientes sacaste a luz con próvida largueza; y bebe, sin cesar, naturaleza copiosa vida en tus eternas fuentes. Diste al hombre tu imagen; y un destello es su razón de tu razón sublime, con que pusiste al gran prodigio el sello; Pues sólo aquél es digno de adorarte que en libre estadio el pensamiento esgrime, y libre puede, aunque en error, negarte.


MADRIGALES

Se han transcrito del manuscrito original, y además, se han cotejado con las publicaciones hechas en vida de Baralt, en Seminario Pintoresco Español (Madrid, 1849), p. 392, y en La Academia (Madrid, 18 de mayo de 1839), p. 47. (Comisión Editora).



SUS OJOS Vela tus ojos, niña…, o no los veles: igualmente crueles, velados o sin velo, roban a mis amores el consuelo; pues, si los cierras, mísero suspiro por verlos, y deliro, sí, abiertos, no me miran, y en redor de otra lumbre absortos giran, como las simplecillas mariposas cuando esquivan las rosas, y el ala reluciente queman incautas en la llama ardiente. Pero si he de morir; por sólo verte muera yo de esa suerte, hallando a mis enojos temprano fin en tus fatales ojos.

LO QUE ES ELLA PARA MÍ Otro celebre en son grato al oído el cantar de las aves no aprendido o las pintadas flores con sus ricos olores, o el manto azul que en la celeste esfera los refulgentes astros reverbera: que tú, para mi amor, Julia, en el suelo eres el ruiseñor, la rosa, el cielo.


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SUS LABIOS ¡Puros, rosados, frescos, relucientes, dulces a quien los mira, al tacto ardientes, y, si oprimidos, blando aroma y miel brotando!… Pétalos de una flor lozana y pura dirás que son; pero mi amor te jura que tus labios son esos cuando, abeja de amor, los libo a besos.


ODAS

En los manuscritos de redacciรณn definitiva sรณlo se copiaron las Odas I-VI y dos estancias de la VII. En consecuencia, de la Oda VII en adelante, es incorporaciรณn en esta secciรณn los originales transcritos e las primeras redacciones. (Comisiรณn EDITORA).



ADIÓS A LA PATRIA Tierra del sol amada donde, inundado de su luz fecunda, en hora malhadada y con la faz airada me vio el lago nacer que te circunda. Campo alegre y ameno, de mi primer amor fácil testigo, cuando virgen, sereno, de traiciones ajeno, era mi amor de la esperanza amigo. Adiós, adiós te queda. ya tu mar no veré cuando amorosa mansa te ciñe y leda, como joyante seda talle opulento de mujer hermosa. Ni tu cielo esplendente de purísimo azul y oro vestido, do sospecha la mente si en mar de luz candente la gran mole del sol se ha convertido. Ni tus campos herbosos do en perfumado ambiente me embriagaba, y en juegos amorosos, de nardos olorosos la frente de mi madre coronaba. Ni la altiva palmera, cuando en tus apartados horizontes con majestad severa sacude su cimera, gigante de las selvas y los montes. Ni tus montes erguidos que en impío reto hasta los cielos subes, en vano combatidos del rayo, y circuidos de canas nieves y sulfúreas nubes.


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Adiós. El dulce acento de tus hijas hermosas: la armonía y suave concento de la mar y del viento, que el eco de tus bosques repetía; de la fuente el ruido, del hilo de agua el plácido murmullo, muy más grato a mi oído que en su cuna mecido es grato al niño el material arrullo; y el mugido horroroso del huracán, cuando a los pies postrado del Ande poderoso, se detiene sañoso y a la mar de Colón revuelve airado; y del cóndor el vuelo, cuando desde las nubes señorea tu frutecido suelo, y en el campo del cielo con los rayos del sol se colorea; y de mi dulce hermano, y de mi tierra hermana las caricias, y las que vuestra mano en el albor temprano de mi vida sembró, gratas delicias, ¡oh, madre!, ¡oh, padre mío! Y aquella en que pedisteis, mansión santa, con alborozo pío el celestial rocío para mí, débil niño, frágil planta; y tantos, ¡aymé!, tantos caros objetos que en mi triste historia de miserias y llantos, marcan a mis quebrantos breve tregua, tal vez con su memoria; presentes a la mía en el vasto palacio o la cabaña,


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hasta el postrero día serán mi compañía, consuelo y sólo amor en tierra extraña. Puedas grande y dichosa subir, ¡oh patria!, del saber al templo, y en carrera gloriosa al orbe majestuosa, dar de valor y de virtud ejemplo. Yo a los cielos en tanto mi oración llevaré por ti devota, como eleva su llanto el esclavo, y su canto, por la patria perdida, en triste nota. Duélete de mi suerte; no maldigas mi nombre, no me olvides; que aun cercano a la muerte pediré con voz fuerte victoria a Dios en tus fatales lides. ¡Dichoso yo si un día a ti me vuelve compasivo el cielo; dulce muerte me envía, y me da, patria mía, digno sepulcro en tu sagrado suelo!

PATRIA ADOPTIVA Del reino de la aurora que el atlántico mar sonoro baña y Febo ardiente dora, viene un triste que implora asilo en tu regazo ¡oh madre España! Tú que fuiste al romano, si quebranto en la lid, en paz delicia, y del godo inhumano con tu pródiga mano el pecho abriste a sin igual codicia;

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en cuyo seno el moro ebrio de amor y luz pasa la vida, y entre cadenas de oro siete siglos, sin lloro, la dulce patria del profeta olvida; cuyas bravas legiones miró atónito el sol de ocaso a oriente, y ante quien las naciones los erguidos pendones y la cerviz postraron obediente; tú, que por maravilla de alto valor sin par y sin segundo, a Colón que se humilla levantas, y a Castilla das redoblado el anchuroso mundo, recíbeme piadosa, hora que vuelve contra ti su rueda Fortuna caprichosa, porque en tu suerte odiosa llorar contigo y consolarte pueda. Y si otra vez la espada vibras del crudo Marte, y con Belona, de hierro y fuego armada, vindicas la usurpada antigua prez de tu marcial corona; o en lid más noble y pura de Libertad los bienes soberanos quieres con mano dura rescatar de la impura bárbara ley de pérfidos tiranos, levanta el abatido espíritu, y la voz; brille el acero sin reposo blandido. ¡Verás si agradecido contigo triunfo, o por tu gloria muero!


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LA INSPIRACIÓN ¡Musa del canto! ¡Inspiración potente! Levántame del suelo en que me arrastro, con angustia y enojos, semejante al insecto que entre abrojos se desliza furtivo y diligente, sin dejar leve rastro al mundo, de su vida o sus despojos. ¿Cantaré de la tierra y su quebranto? ¿O cantaré del llanto que en todo vario clima, y tiempo, y lengua, tributo de su mengua, el hombre al Hacedor continuo envía de suspiros sin cuento en la armonía? ¿Cantaré de los triunfos y la gloria que al delito feliz ofrece el mundo? ¿Del infame poder que en cieno inmundo vela su origen de infernal memoria? Virtud clama doquiera el hombre necio, y al vicio da por precio de la sacra virtud la esencia pura. Si el súbito tesoro viene de infando crimen, nadie cura: el oro es dios, y la virtud el oro; amor se compra, y la amistad divina La frente augusta ante el metal inclina. ¡Inspiración, inspiración potente, sepárame del suelo! A la alta cumbre llevado por el viento en raudo movimiento, quiero del trono de Jehová fulgente con mis ojos mirar la viva lumbre; y de su coro en el perenne canto aprender a alabar su nombre santo. Vuele yo en alas de feliz querube; traspase el alta cima, el alta nube,

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el dominio del sol; y de los mundos que pueblan los profundos espacios invisibles, insondados, contemple los prodigios ignorados. De los astros errantes la carrera veloz, siga en la esfera. De cuanto existe en la suprema altura el sabio movimiento, jamás por causa alguna interrumpido, y la ley y cimiento conozca de lo que es, será, o ha sido; y el tesoro escondido de vida estable y fúlgida hermosura que doquier resplandece; y la que nunca mengua, ni anochece, luz eterna de Dios brillante y pura. Y nuevo Orfeo, en la región maldita del ángel ciego y su infelice bando mire el hondo quebranto y la pena infinita. ¡Albo lucero de sin par belleza, que a la alta diestra del Señor te viste, y que luego caíste al negro abismo en sin igual bajeza! ¿Quién ceba tu dolor, terrible, eterno? ¿Quién abastece de llamas el infierno, donde, igual al dolor, es la amargura del que vivo, presente, llevas punzante en la abrasada frente recuerdo amargo que por siempre dura? Vibre de la palabra el rayo ardiente, y en inexhausta fuente del sagrado furor beba la llama: esto, Numen, te pido; aunque del grande Homero comparta el hado fiero, y del carro de Febo despedido


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ciego a la tierra, con amargo llanto limosna pida al entonar mi canto; aunque del vate que ensalzó de Gama el grande esfuerzo y la feliz proeza, la suerte sufra, oprobio a la grandeza de su tiempo y su patria; o del divino sin par ingenio que al remoto cielo, para animar el suelo, robó la luz fecunda y los colores, renueve de continuo la memoria inmortal y los dolores.

LA ANUNCIACIÓN (A mi amigo don Aureliano Fernández Guerra y Orbe). ¿Qué nuncio divino desciende veloz, moviendo las plumas de vario color? (Don Leandro Moratín)

¡Musa! Al Numen implora. La mansión del Eterno en nueva llama arde y brilla a deshora: “victoria” el cielo clama, y el tartáreo querub horrendo brama. En canto, di, suave, como Gabriel en su veloz carrera más que del Arca el ave hiende raudo la esfera, nuncio de paz del que en el cielo impera. Y en el éter, flotante, las ígneas alas desplegando vuela, como en la mar sonante nave de inflada vela, en pos dejando nacarada estela.


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Nunca vertió lucero más puro en la alta bóveda su lumbre: nunca midió agorero astrólogo en su cumbre, de cometa mayor la pesadumbre. No brilla tan hermoso, rey del cerúleo campo tachonado, Héspero glorioso: no tan bello, inflamado, relumbra el sol en el cenit rosado. Y va de serafines cercado en torno, y de sus arpas de oro: alados querubines en refulgente coro lanzan al aire cántico sonoro. Los espacios celestes leve, rápido, ardiente, cruza y dora: mil angélicas huestes su marcha vencedora celebran desde ocaso hasta la aurora. Mensajero divino, aromas, canto y luz al puro cielo esparce en su camino; y el flamígero vuelo, mudo el orbe de asombro, abate al suelo. Si no vienes de guerra, ¿del reino de la luz por qué declina tu marcha hacia la tierra do la virtud camina, ausente de su patria,, peregrina? Teme, arcángel radioso, del ángel de Sodoma la impía suerte; al cielo presuroso los pasos ¡ay! convierte, y deja al hombre en brazos de la muerte.


Rafael María Baralt /

Mas no; que va guiado por el que en noche oscura rige el freno del rayo desatado, cuando el fragor del trueno tiembla de Atlante el cavernoso seno. Ni en su diestra la espada, de Adam azote en la mansión serena, resplandece irritada: luce, de mancha ajena, en la siniestra, cándida azucena. Y entre vivos fulgores que de zafiro, y púrpura, y topacio multiplican colores y embalsaman espacio; en pobre estancia, para Dios palacio, El paraninfo hermoso inclinándose a ti, dulce María, prorrumpe armonioso en canto que decía igual al de tu voz en melodía: “¡Salve!, de mancha pura, “de gracia llana y del Señor amada; “bendita criatura “en la tierra apartada “para ser de Jesús madre adorada”. Dijo; y los altos montes, las selvas y los antros repitieron su voz: los horizontes en dulce llama ardieron: los demonios en iras encendieron. Las empíreas regiones flores envían: ondeante nube de argentados vellones hierve, se esparce, sube, y púdico cendal viste al querube.

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Y las auras rompiendo voz que a los hombres redención augura, doquier va repitiendo: “¡Gloria a Dios en la altura! “¡Paz en la tierra a la conciencia pura!” ¡Virgen que coronada de estrellas junto a Dios reinas dichosa, sobre soles sentada: medianera piadosa que su cólera aplacas temerosa! ¡Tú que del monstruo horrendo vencedora inmortal, con firme planta el dardo reblandiendo oprimes la garganta: de la tierra deidad que el cielo canta! Al nuncio te postraste absorta y muda sobre el suelo frío, y, purpúrea, exclamaste en arrebato pío: “¡cúmplase en mí tu voluntad, Dios mío!” Y no tan pronto ofrece salida el labio a tu divino acento, cuando el fulgor acrece, y da su blando aliento la mística paloma al vago viento. Y llega ya y suspende las albas plumas sobre ti amorosa; y tal volcán desprende sobre la casta esposa de fecundante llama generosa, que con la faz velada los ángeles se inclinan reverentes; y al ver la unión sagrada que es salud de las gentes, baten al polvo las radiosas frentes.


Rafael María Baralt /

Así por siempre unida quedó la tierra al cielo, y cesó el llanto en que vivió sumida. Forma el iris en tanto, en arco inmenso una diadema al Santo. Borre el hombre, infamante de la primera culpa el fallo escrito en su frente arrogante, más que el de su delito el raudal de perdón es infinito, del Numen poderoso que no cabe en el tiempo ni en el mundo, y se encarna piadoso en el seno fecundo de casta virgen con amor profundo. Venciste, ¡oh Dios!, venciste. Por frágil mano de mujer victoria de Luzbel obtuviste: cielo y tierra en memoria himnos le canten de alabanza y gloria. Nunca mejor corona ciñó a una sien la musa que descuella en profano Helicona, que la que adorna bella su majestad de madre y de doncella. ¡Madre de la esperanza! ¡Pura estrella del mar, que en blanco giro anuncias la bonanza! Yo, náufrago, te miro, y envuelto va tu nombre en mi suspiro.

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A COLÓN Al señor don Domingo del Monte. Venient annis saecula seris, quibus Oceanus vincula rerum laxet, et ingens pateat tellus. Tethysque novos detegat orbes, nec sit terris ultima Thule. (Séneca, Medea).

“Tu frágil carabela “sobre las aguas con tremente quilla, “desplegada la vela “¿dó se lanza llevando de Castilla la venerada enseña sin mancilla? “Y abriéndose camino “del no surcado mar por la onda brava, “¿por qué errante, sin tino, “del pérfido elemento vil esclava, “la prora inclina a donde el sol acaba? “¿No ves cómo a la nave “desconocidos vientos mueven guerra? “¿Cómo medrosa el ave, “con triste augurio que su vuelo encierra, “al nido torna de la dulce tierra? “La aguja salvadora “que el rumbo enseña y que a la costa guía, “¿no ves como a deshora “del norte amigo y firme se desvía, “y a Dios y a la aventura el leño fía? “Y el piélago elevado, “¿no ves al Ecuador, y cual parece “oponerse irritado “a la ardua empresa, y cual su furia crece, “y el sol como entre nublos se oscurece? “¡Ay!, que ya el aire inflama “de alígeras centellas lluvia ardiente: “¡ay!, que el abismo brama,


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“y el trueno zumba, y el bajel tremente “cruje, y restalla, y sucumbir se siente. “Acude, que ya toca “sin lonas y sin jarcia el frágil leño “en la cercana roca: “mira el encono y el adusto ceño “de la chusma sin fe contra tu empeño. “Y cual su vocería “al cielo suena; y cómo en medio y saña “creciendo, y agonía, “con tumulto y terror la tierra extraña “pide que dejes por volver a España. “¡Ay, triste, que arrastrado “de pérfida esperanza al indo suelo “remoto y apartado “quieres llevar flamígero tu vuelo! “¿No ves contrario el mar, el hombre, el cielo? “La perla reluciente “y el oro del Japón buscas en vano: “en vano a Mangi ardiente; “ni de las ondas aguas de océano “jamás verás patente el grande arcano. “Vuelve presto la prora “al de Hesperia, feliz seguro puerto, “donde del nauta llora, “juzgándole quizá cadáver yerto, “la inconsolable madre el hado incierto”. Cobarde y vil sirena vanamente el error cante en su lira: ¡Colón! ¡Clava la entena! ¡Corre, vuela! ¡No atrás, avante mira! ¡Al remo no des paz! ¡No temas ira! Y aunque al cielo atronado brame el mar, clame el hombre, y ruja el viento en furia desatado, resista el corazón, y el rudo acento de tus pinos aviva el movimiento.

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Por la fe conducido, puesta la tierra en estupor profundo, de frágil tabla asido, tras largo afán y esfuerzo sin segundo, así das gloria a Dios, y a España un mundo. ¡Oh noble, oh, claro día de ínclita hazaña y la mayor victoria de la humana osadía: en fama excelso, sin igual en gloria, eterno de la gente en la memoria! Él la tostada arena te vio, sabio ligur, mojar en llanto, de asombro el alma llena; y en voz de amor y de alabanza en canto entonar de David el himno santo. De Cristo el alto nombre aclamar triunfador entre la gente, y un culto dar al hombre desde el gélido mar y rojo oriente al confín apartado de occidente. Y la sacra bandera, que nuevo Dios y nuevo rey pregona, al viento dar ligera del astro de los Incas en la zona: astro luego de Iberia y su corona. Ante la noble planta la amotinada plebe miro ahora que al cielo te levanta; y el que del sol en las regiones mora ángel te llama, y como dios te adora. ¿Qué humana fantasía dirá tu pasmo; y cuánto el pecho encierra de orgullo y de alegría? Trocada en dulce paz, ve aquí la guerra: cual divina visión, allí la tierra. No el que buscas ansioso mundo perdido en tártaras regiones:


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mundo nuevo, coloso de los mundos, sin par en perfecciones; de innumerables climas y naciones. De ambos polos vecino entre cien mares que a su pie quebranta el Ande peregrino, cuando hasta el cielo con soberbia planta entre nubes y rayos se levanta. Allí raudo, espumoso, rey de los otros ríos se arrebata Marañón caudaloso con crespas ondas de luciente plata, y en el seno de Atlante se dilata. De la altiva palmera en la gallarda copa dulce expira perenne primavera; y el Cóndor gigantesco fijo mira al almo sol, y entre sus fuegos gira. Allí fieros volcanes: émulo al ancho mar lago sonoro: tormentas, huracanes: son árboles y piedras un tesoro, los montes plata, y las arenas oro. ¿Qué tardas? Lleva a Europa de tamaño portento alta presea. Hiera céfiro en popa, o rudo vendaval, que pronto sea, y absorto el orbe tu victoria vea. De espanto y furia lleno el piélago sañudo y resonante te mostrará su seno; y horrísona tormenta al mismo instante te asaltará, y el cielo fulminante. Y del mar al bramido unirá contra ti la envidia artera su ronco horrible aullido. ¡Piloto sin ventura! ¿a cuál ribera llegará tu bajel en su carrera?

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¿Qué será de tu gloria? Tu nombre entre las gentes difamado, ¿morirá sin memoria? ¿O tal vez de las ondas libertado, por tu empresa un rival será premiado? Todo será: el delirio de férvido anhelar que vence, y llora: gozo, gloria, martirio: cadena vil, y palma triunfadora: cuanto el hombre aborrece, y cuanto adora. Mas, ¿qué a tu fe del viento, del rayo y la traición crudos arares? Levanta el pensamiento, ¡elegido de Dios! hiende los mares, y con nombre inmortal pisa tus lares. No Argos más gloriosa llevó a Tesalia el áureo vellocino de Colcos la famosa; ni, de Palas guiado, en el Euxino con esfuerzo mayor se abrió camino. De gente alborozada hierve ondeando el puerto, el monte, el llano; cual en tierra labrada mece la blonda espiga en el verano con rudo soplo cálido solano. Y de allí sale un grito de asombro y de placer que al mar trasciende con ímpetu inaudito: ¡Colón! Exclama y los espacios hiende; al polo alcanza; hasta el empíreo asciende. Del incógnito clima ¡oh rey de Lusitania! Los despojos y la mies áurea opima, sintiendo el corazón duros enojos contemplan hoy atónitos tus ojos. De ti y de tus iguales, el anglio poderoso, el galo fuerte,


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a las plantas reales ¿un mundo no ofreció y excelsa suerte del tiempo vencedora y de la muerte? Si de Enrique tuvieras el ánimo preclaro, ajena hazaña en mal hora no vieras; ni el mar inmenso que la tierra baña hacer de entrambos mundos una España. Ni a Iberia agradecida del aurífero Tajo hasta Barcino ofrenda merecida de incienso y flores, cual a ser divino, rendirle fiel en el triunfal camino. Su esfuerzo sobrehumano tus joyas, Isabel, trocó en imperios: por él ya el orbe ufano saluda tu estandarte; y son hesperios del uno al otro mar los hemisferios. ¡Fernando! ¿qué corona al huésped de la Rábida guardaba sus hechos galardona? ¿Bastará tu corona, que empeñada con todo su poder se vio en Granada? Dilo tú, que en el templo vagas inulta en medio a los despojos, ¡oh sombra de alto ejemplo!, en cuya mano y sien miran los ojos grillos por cetro, y por corona abrojos. Mas no a la gran Castilla el rostro vuelvas, ni a Isabel, ceñudo: no es suya la mancilla; que a ti fue abrigo cuando más desnudo; al indio madre; al africano escudo. Y su gloria a tu gloria enlazará la tierra agradecida en señal de victoria, cuando en el indio suelo, ya rendida, vigor nuevo recobre, y nueva vida.

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Que Dios un vasto mundo, cual de todos compuesto, no formara sin designio profundo; ni allí de sus tesoros muestra rara en cielo, y tierra, y aguas derramara. Tu alada fantasía al contemplarlo, en el Edén primero volando se creía; y Edén será en el tiempo venidero, de la cansada humanidad postrero. Donde busquen asilo hombres y leyes, sociedad y culto, cuando otra vez al filo pasen de la barbarie, en el tumulto de un pueblo vengador con fiero insulto. ¡Ay de ellas, las comarcas viejas en el delito y la mentira: de pueblos, de monarcas, cuando el Señor, que torvo ya los mira, descoja el rayo y se desate en ira! Por los tendidos mares entonces vagarán, puerto y abrigo, paz clamando, y altares; y después de las culpas y el castigo nuevo mundo hallarán cordial y amigo. ¡Colón! ¡Colón! Tu mundo que la hechura de Dios feliz completa: vasto, hermoso, fecundo: jardín ameno en el feraz planeta: encanto y esperanza del poeta. Cuando de polo a polo un culto tenga, y una ley el hombre, y una lengua tan sólo, de Dios la gloria y tu sublime nombre dilatará con ínclito renombre.


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A UNA FLOR MARCHITA* Hija de la mañana ¿por qué abatida la graciosa frente no ha mucho tan ufana? ¿qué de tu honor y tu arrogancia queda? Hoy, venturosa y leda sobre el flexible tallo columpiada te saludó la aurora en el rosado Oriente, cuando de su alma luz acariciada junto al arroyo en el vergel naciste; y hoy el arroyo con murmurio triste, al fenecer el día en Occidente, corre, te busca, y al mirarte llora de tu beldad lozana el efímero alarde y pompa vana. Mas ¡cuánto disfrutaste y cuántos diste bienes preciados, en tu gloria breve! Del sol enamorado los vívidos colores recibiste: ósculo regalado del céfiro sonante, cuando leve, tallo, ramas y pétalos movía, y en la húmeda corola vacilante al plácido murmullo se adormía: el pardo ruiseñor con pico de oro tus néctares bebió: la susurrante solícita abejuela, dulce cuna y aún más dulce tesoro de miel y aromas alcanzó en tu seno: en tu cáliz sereno vertió sus rayos la argentada luna: sus nacaradas gotas el rocío;

* Se publicó en Museo de las Familias, X, 27, Madrid, 9 de diciembre de 1852, pp. 211-213. No fue recogida en los manuscritos del autor. (Comisión EDITORA).


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y al retratarte en su cristal el río, sus acentos suaves unió cantando a los del bosque umbrío, y al coro de los vientos y las aves. ¿Ni qué voz generosa a tus loores el tributo negro? Con noble verso vistiendo tus colores, tu gloria al universo dijo la lira; y la campestre avena con dulce cantinela en el valle y la vega a los pastores. En el sublime alcázar peregrino de mármoles labrado; en la ramosa gruta; en la cabaña de informe troncos de silvestre pino; en el cercado huerto; en la montaña, perfume regalado, inefable dulzura, encanto y vida, con mano igual profusa derramaste: allí donde brillaste resplandeció la tierra ennoblecida; los tendidos desiertos se animaron; menos horrible pareció el abismo; y ante el sepulcro mismo, los ojos que miraron tu hermosura menos acerbas lágrimas lloraron y con menos terror la muerte dura y sus tristes despojos contemplaron. Luego, del tallo paternal tronchada, pobre huérfana errante, ¿qué fue de ti, lanzada de la vida del hombre al torbellino? ¿Fue acaso tu destino brillar un solo instante en el mórbido pecho de la dama, o en su cabello undoso; irritar del amor la viva llama


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en el amante, de tu honor celoso y, el labio audaz en tu corola impreso, mustia tornarte al encendido beso? ¿O en las pompas del templo sacrosanto desfallecer en medio de esplendores al grado son de religioso canto, mezclando tus olores a la de incienso y mirra blanca nube que vagarosa del altar se eleva, con lenta majestad se extiende, y sube, y a Dios el llanto y la plegaria lleva? ¿O profanada en el festín, la frente adornar del impuro sibarita que luego, ingrato, te arrojó marchita al vil contacto de su sangre ardiente? Luciste una mañana: no sin gloria, nacer para el amor, y en corta vida de todos bendecida ser amada y amar: tal es tu historia. Y morir como el niño que arrancado al seno de su madre, sube al cielo en ángel transformado. Flor también es el niño que prefiere el Edén inmortal al triste suelo. ¡Cuán amado de Dios es el que muere en brazos del amor; puesto al oído al maternal acento; suspendido al casto pecho por el dulce labio; sin probar el agravio de perfidia cruel o duro olvido! Bella en la vida y en la muerte fuiste: en la vida y la muerte blando aroma tus hojas exhalaron, y tus dulces alientos se mezclaron del aura leve al generoso aliento. Y si nada resiste de la dura segur al movimiento,

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que alzados muros con furor desploma, que alzados cimas con fragor derrumba, tú no pruebas sus iras: con lánguido desmayo en paz expiras; y perfumada tumba que el poderoso príncipe envidiara, más que de oro preciada y de diamante, en su seno escondido te prepara sobre el fiel corazón virgen amante. Pero no: tú no has muerto. De misterioso impulso arrebatado, tu cáliz puro, de esplendor cubierto, aunque en tierno deliquio aprisionado, al labio llevo y exhalar le miro perfumado suspiro. Vives, sí, vives: transparente gota de la linfa purísima que brota de las porosas hidrias espumante, sobre tus hojas con piedad vertida venga, y te anime, y otra vez pujante despierta de tu sueño, flor dormida. Yo muerta te creí, y en flébil tono canté tu gloria y tu fugaz ventura con ronca voz y desmayado acento; mas si de nuevo al trono vuelves de la hermosura, voz más acorde con heroico aliento eleve el canto que perpetuo dura. Así, del cielo amado, fragancias difundiendo expira el justo; vida encuentra en la muerte, y va sereno, de espíritus angélicos cercado, al pie del solio augusto, de alta esperanza en su justicia lleno. Vivió, resplandeció, y aroma en torno de próvida virtud llenó el ambiente: vestido de piedad, único adorno


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fue la virtud de su elevada frente. Y cuando en hora malhadada, vela sombra de muerte su sepulcro frío, aureola brillante donde el Señor su majestad revela circunda su semblante. Ruge el averno: Satanás impío al báratro se lanza rebramando seguido de su bando: él rodeado del divino coro, las ígneas alas apareja al vuelo; rompe el aire con ímpetu sonoro, y, feliz vencedor, se eleva al cielo. Mas si debes morir, flor generosa, ¡cuán noble todavía eres en tu agonía! En torno al corazón las hojas bellas, en actitud piadosa, para ocultar las huellas de la muerte se agrupan, y a porfía, como amigas fieles, tu seno cubren y sobre él expiran. Así cuando ya miran marchitos sus laureles las semidiosas que adoró la tierra vencidas en la guerra del crudo tiempo, que con leves alas marchitó su hermosura y en humo y polvo convirtió sus galas, la frente ocultan donde ya no brilla de la edad juvenil el dulce fuego; la rugosa vejez con mano dura cenizas esparciendo, en la mejilla que la roca envidió, su sello imprime, sorda de la beldad al hondo ruego. Y en vano, en vano gime el ídolo desecho en solitario

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altar sin cultos al amor propicios: las antiguas diademas son cilicios; y envuelto en el sudario de la implacable edad que le devora, recuerda, y pasa, y sin consuelo llora. ¡Oh dulce flor! ¡Oh reina destronada! ¿qué te valdrá el recato? ¿Por el que antes te amó, céfiro ingrato, te verás de tu mano despojada con bárbara osadía; y el aura matinal, sin conocerte, sobre la tierra que adornaste un día, profanando tu muerte, entre escorias y abrojos esparcirá tus míseros despojos? ¡Si al menos retratarte mi rudo verso triunfador pudiera! ¡Si pudiera llevarte de la inmortalidad a la alta esfera! Pero mi lira en breve desfallecida como tú, al quebranto se rendirá; ni leve memoria acaso quedará del canto. Pendiente del ciprés, hondo lamento En sus cuerdas sonando dará el viento.


EPIGRAMAS



INTRODUCCIÓN A LOS EPIGRAMAS 1º Lector, desbandada tropa de conceptos te propino, como quien dice mal vino de barro en modesta copa. Es comparar; mas si acaso fuere el mosto de algún precio no estimes, como hace el necio el licor menos que el vaso. 2º Multiplica su valor la piedra en rica montura: con adorno, la hermosura se aumenta y cobra esplendor: mas si me dan a escoger entre accidente y sustancia, me quedo sin repugnancia con la piedra y la mujer. 3º Es de notar en la vida cuán rara vez la fortuna en su sujeto reúna belleza y bondad cumplida. Así la elección es ciencia del hombre, y necesidad: ¡feliz si la realidad no deja por la apariencia! I Una por otra dejadas tu querida y tu mujer, al fin han venido a ser las dos por tí abandonadas.


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Despediste a Dorotea porque la entregaste al diablo; y a tu esposa dejas, Pablo, para que del diablo sea. II Más por diablo que por hombre Parmeno, el mundo te estima; pero aunque verlo da grima, de Ministro llevas nombre. ¡Desventurada nación cuyos ocultos registros, permiten que sean Ministros los que para hombres no son! III Hame dicho un lenguaraz que con vocación bendita, te has hecho, Antón, jesuïta. Y bueno, ¿cuándo te harás? IV Tu elocuencia de porrazos es elocuencia aporreada, Dalceno, y muy castigada de pies, de lenguas y brazos. No pudiendo hacerla buena, la has hecho incontrarrestable con buenos tropos de sable y figuras de cadena. V A tal altura te meces encaramado en el cielo, Gilito, que desde el suelo un punto negro pareces. Mas no obstante lo que subes, eres siempre, en paz o guerra, punto negro aquí en la tierra y punto negro en las nubes.


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VI En justa compensación de los versos que recitas te ha dado el cielo, Praxitas buena voz y entonación; pues por la fama sabrás que si son tuyos (no ajenos), los versos es lo de menos, y la voz es lo de más. VII Por la noche, y con buen viento, y luz en un farolito la cometa, astro crinito parece en el firmamento. La imagen ves de Pujol, si de pronto destituido, viene al suelo reducido a papel, cola y farol. VIII Aborreces a Maquera por dos veces jorobado; y yo, de ser tan doblado en el cuerpo, le absolviera, si en el alma no lo fuera. IX En toda tribulación la plegaria eleva al cielo, y convertida en consuelo bajará a tu corazón. El mar sus aguas resuelve en vapores cada día, que al cielo amargas envía, y el cielo en lluvia los vuelve. X Que de ser Ministro infieras que eres también bueno y sabio,

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lógico parece, Fabio: porque denante no lo eras. IX Tal, España, moderados te tienen, y progresistas, demócratas y realistas generales y soldados, que me pareces pelota, hecha de cerca y badana, que de buena o mala gana a todo impulso rebota. Por el aire en raudo giro, o por el suelo maltrecha, o contra el muro desecha, siempre rodando te miro. Pues si ignoras (y esto notes) lo que a la pelota espera al final de su carrera de botes y de rebotes, mírate en tu propio espejo con las fases enlodadas, con las costuras rozadas, sin pelote y sin pellejo. XII A dos afectos se inclina tu pecho, de amor sediento: uno, Anarda, el casamiento; otro, la amistad divina. A todos tu celo admite, mas con diferente modo; que a los amigos das todo, y a los novios ni un ardite. “Así”, dices, “cuerda gano, “siendo con todos cortés, “a los amigos de envés, “y a mis futuros de mano”.


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Para juego tan sutil (y no es mala la advertencia), conviene tener prudencia, y la balanza en el fil; pero la furia amistosa de tal modo de fatiga, que al fin de todos amiga serás, y de nadie esposa. XIII Escribí que espolear tu indolencia era prudente, empleando un equivalente, verbi gracia, de excitar. Y así con ello te aburro, Marqués, y te desenfreno, que exclamas, de espuma lleno: ¡No soy caballo ni burro! Académico (y no loco) de la Historia y de la Lengua, ¿y no tienes a gran mengua ofenderte por tan poco? No lo hice (¡habrá desatino!) por baldón a tu Excelencia, pues ya sé la diferencia que va de ella a un buen pollino. Este corre si le aprieta de la espuela el aguijón; y en la misma situación tu Excelencia se está quieta. Lo más, más, que suele hacer un mal asno en casos tales, es aflojar los pretales corcoveando al correr. Tú te arriscas y estremeces, bufas, de rabia suspenso: lo que es andar, ¡ni por pienso!, porque inmóvil permaneces.

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Y así queda comprobado ser la inercia propio vicio y natural ejercicio de tu Excelencia en Estado. XIV Por decir que de una espuela estabas necesitado, fiero Marqués, me has baldado de una coz en choquezuela. Y si en ello se medita, quien da coces semejantes, más que broches de diamantes dos espuelas necesita. XV ¡Que te he llamado indolente! Y, ¿qué importa? Majadero, sácame por embustero hincando al trabajo el diente. Y quien viviere lo vea; pues como en cierta ocasión dijo Esparta al macedón: ¿Quiere ser Dios? —Que lo sea. XVI Hay claustros para doncellas de mansueta condición. Y, ¿por qué, di, tu espadón no está enclaustrado con ellas? Aunque, espada o garambaina, bien está, Nerva, a tu lado; pues (todo considerado), ¿qué más claustro que su vaina? XVII Aquí yace Nogueral... —Pero, ¡cómo, si no ha muerto! —Lo mismo da, siendo cierto que ha de morir... año tal.


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Aquí yace uno de tantos que hizo figura entre algunos: fue un gran santo entre los tunos; fue un gran tuno entre los santos. XVIII A un Ministro bonachón, de cara y gestos morunos, felicitaban algunos por su reciente elección. “Agradezco el parabién (respondió), pero callad, y más que a mí festejad a mi parienta Belén. “Hombre público deseaba yo, sin duda, florecer; pero mi esposa por ser mujer pública rabiaba. “Y es tanto en ella ese gusto, que imparcial en los favores no distingue de colores, y mide a todos al justo”. XIX Los generales solían antaño fiar su venganza a su espada o a su lanza; pero ogaño la confían, —(el tiempo todo lo muda)— a sus bravos edecanes: voz francesa que da canes sin el aide que es ayuda*. Ayudas, pues, en rigor, no Ayudantes les diremos: ni de campo los haremos, sino ayudas de valor. * Compónese en efecto de aide (ayuda, socorro) y camp (campo) que al sonsonete se tradujo edecán, y es propiamente Ayudante de Campo, como hoy más comúnmente se dice.


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XX* Las naciones que aborrecen el sistema liberal, como un ejemplo del mal, España, al mundo te ofrecen. Así, Esparta a los muchachos mostraba, con alto juicio, la enorme fealdad del vicio en los ilotas borrachos. XXI ¡Ya General, y tan mozo! dije al verle sorprendido, y él replicó presumido, y acariciándose el bozo. “Nada los merecimientos tienen que ver con la edad: si me falta antigüedad me sobran pronunciamientos”. XXII —Padre, en el huerto escondido ciertas patatas sembré; y no sé si lo diré... Mas, ¿sabes lo que ha salido? —Pero hijo, sin duda alguna, lo que sembraste salió. —Salió un cerdo y se comió las patatas una a una. —Ese cerdo es español, dijo el padre: yo lo juro, y del linaje más puro de cerdos que ha visto el sol; pues en España (es sabido), si algún buen grano se planta, viene un cerdo y lo engarganta cuando apenas ha nacido. * Copiado del original manuscrito. Se ha confrontado con la impresión en La América, núm. 24, Madrid, 24 de febrero de 1858. (Comisión EDITORA).


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Y aun suele, hijo, suceder que esta malvada polilla no perdona la semilla aun muy antes de nacer. Por lo cual no es cosa extraña que el cerdo, con ser inmundo, en ningún país del mundo engorde como en España. XXIII Esa cruz que cual estrella llevas al siniestro lado, dice que crucificado debieras estar en ella. XXIV Dicen, Nerva, de tus glorias los enemigos mortales, que son poco racionales las cruces de tus victorias. Yo juro sobre el breviario ser cruces de la Nación, que nos cuentan su Pasión en tu sangriento calvario. XXV Cosas se cuentan del viento (por lo que cambia) curiosas; pero en cambios y otras cosas es don Antonio un portento. Tanto cambia don Antonio que de malo rematado, a ser, cambiando, ha llegado muy más malo que el demonio. XXVI ¡Oh, qué gran mesa de Estado, tiene Luis!, dijo un pelele. —Añade, tonto, una ele al de, y habrás acertado.

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Pues, como muchos asientan y es de exacta tradición, bienes del Estado son los que en auge la sustentan. XXVII Un hombre gordo murió de mal alma y cara fea; y cuando al hoyo bajó dijo un chusco, y se signó: ¡Ligera a la tierra sea! XXVIII ¡Que escriba yo biografía para Nerva que vivió tan mal, y tan mal murió, y era sucio como arpía! Pudo Dios con fuertes manos sacar de la nada el mundo: pero de un ser tan inmundo sólo sacará gusanos. XXIX (Véase el XXIV sobre el mismo asunto) Si cada cruz una gloria representara en el día, tu nombre, Nerva, sería sinónimo de victoria. ¿Qué, contigo comparados, fueran el gran macedón, el que pasó el Rubicón, ni otros héroes afamados? Mas tus cruces (no te ofendas) no son cruces de batalla, sino oropel y morralla de las civiles contiendas. Y cada una, ¡oh, baldón!, representa un fratricidio,


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la cadena de un presidio, de la patria una aflicción. Así, Nerva, el gran calvario civil que llevas al pecho, sólo dice que tu lecho debiera ser un osario. XXX He visto el lienzo pintado de tu mano, buen José, y los versitos que al pie, de tu vena, has estampado. Y esto mi opinión decreta en asuntos tan diversos: “Para un pintor, buenos versos; buen cuadro, para un poeta”. XXXI Dando a luz sus obras, Nera, les da carrera y destino; porque las pone en camino para la luz de la hoguera. XXXII Son, Galo, cosas muy buenas las que llevas; cual rosarios reliquias, escapularios, imágenes y novenas. Pero pues con ellas, Galo, te llevas siempre a ti mismo, siempre habrá profundo abismo entre lo bueno y lo malo. XXXIII —¿Tiene el chico ya carrera? —Ni carrera, ni esperanza; porque nada se le alcanza: flojo, torpe, calavera.

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Pero vivo sin cuidado: no habiendo frailes ahora, le daré, con gran mejora, colocación de empleado. XXXIV —El chico es una matraca. ¡Qué hablar de todo y por todo, sin instrucción y sin modo! ¿Le educa Ud. para urraca? —Es la costumbre del día. Él para nada se educa; mas como raja y manduca, para Ministro se cría. XXXV Aprendiendo año tras año, con las penas del infierno, sabes lo antiguo y moderno; sabes lo propio y lo extraño. Tienes ciencia consumada, pues tu saber es de modo, Gayo, que lo sabes todo, y no sabes hacer nada. XXXVI Ufano de tu saber, con repugnante avaricia niegas a todos noticia, libro, informe, parecer. Y yo digo: por un dato que des, o vendas contante, ¿serás nunca, gran pedante, más o menos mentecato? XXXVII Un Ministro es un portento, que de Estado, sin contienda,


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se va a Marina, o a Hacienda, Gobernación o Fomento, Justicia o Guerra: es probado; pues lo hace el diablo de modo que el nene lo sabe todo; menos la ciencia de Estado. XXXVIII ¡Valgame Dios, Nogueral! que seas malo no me espanta, (siempre lo has sido) y encanta ver tu propensión al mal. Pero que quieras, taimado, pasar por santo y por puro, pasa de castaño a oscuro y huele a cuerno quemado. XXXIX En cualquier pueblo salvaje una profesión u oficio, pide para su ejercicio tiempo, prueba, aprendizaje. Pero en España ha de verse lo que el mundo ha progresado, pues de Ministro el estado no necesita aprenderse. XL Si quieres verte medrado en la corte y con favor, con linda has de estar casado, ser a Cortes diputado, o de un distrito elector. XLI De un borracho quiso Lía saber por qué de continuo, cuando se tragaba el vino del agua elogios hacía.

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—Bueno es, dijo, que lo sepas: bebo el vino porque es gloria, y hago del agua memoria porque hace bien a las cepas. XLII Durmiendo estaba por cierto como marmota un casado, cuando aprisa fue avisado que su mujer había muerto. Volvió a dormirse al instante diciendo con tono adusto: “No me espera mal disgusto Cuando luego me levanté”. XLIII ¿Por qué insistes con ahínco en que eres de la Parroquia? Eso es claro, buena Eustoquia, como tres y dos son cinco. Ni lo negará de gana quien sepa algo de tu hacienda, y que siempre de tu tienda la Parroquia es parroquiana. XLIV Puso Dios a la serpiente que Cascabel es llamada, señal para que evitada pudiera ser de la gente. Así el que oye (y lo celebra) el cascabel agitado que Dios por lengua te ha dado, se aparta y dice: ¡Culebra! XLV Nerva, cuando tus hazañas te lleven al Ministerio, me imagino un cementerio


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lleno de hoces y guadañas; y exclamo: “Este megaterio sea ligero a las Españas”. XLVI La amistad invocas, Fano, para meterte en mi hogar, y ser de él y de mí al par polilla, dueño y tirano. Yo no quiero que conmigo malbarates tu favor; y a mi honra le está mejor que seas, Fano, mi enemigo. XLVII Tronco de la vida, Bruto, es el humano linaje; las razas son el ramaje; el hombre bueno es el fruto. Del árbol y su verdor, corona y flor, la mujer; y la virtud viene a ser el aroma de esa flor. XLVIII Armada nace la rosa su valor encareciendo, porque sólo cmbatiendo debe rendirse la hermosa. Aprende, mi flor querida, de esa flor a conocer, que la fácil de coger no merece ser cogida. XLIX Se quiere saber, hermano: un guardia urbano, ¿qué es? Un uniforme en dos pies que no es guardia, ni es urbano.

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L En verso o prosa, entre sabios, en el foro o Parlamento, la virtud siempre un momento tiene en tu pluma o tus labios. Con que la gente confusa se pregunta: ¿quién la inspira? —Y tú dices: la mentira que es mi espíritu y mi musa. LI ¡Te acosan los desengaños, ves doquier triunfante el vicio, y con escaso juicio aún amas, Celio, en tus años! Quien a cuarenta llegó, y a los hombres no aborrece, de sentimiento carece, o nunca antes los amó. LII Si en la desgracia favor te da el amigo, lo es bueno: si tu bien mira sereno sin envidia, lo es mejor. Con la caridad se emboza el orgullo alguna vez: sólo una alma de alta prez con el bien ajeno goza. LIII Tan grande es tu independencia que no acatas religión, autoridad ni opinión que reprima tu licencia. Y haces muy bien; pues al cabo, por estar sin ley ni freno vives a la dicha ajeno, de tus pasiones esclavo.


EL ÚLTIMO DÍA DEL MUNDO



EL ÚLTIMO DÍA DEL MUNDO1

(Poemita fantástico en dos cuadros, y precedido de un prólogo) PRÓLOGO ¡Si por el rubio Apolo arrebatado y en aquel buen Pegaso caballero, seguir pudiera el surco ya trazado por el sublime y celestial Homero! Mas Apolo es un viejo, y resfriado ya está Pegado de su ardor primero: así que es bueno para hallar ventura mudar de pedagogo y de montura. Yo quisiera también ¡oh musas bellas! (por ser de toda falda tan devoto) con vosotros subir a las estrellas y allí el empíreo contemplar remoto: y de los astros proseguir las huellas, y ver del sol el manantial ignoto, y de su santo temor la alma embargada de Júpiter mirar la faz airada. Y del inmenso piélago profundo el fondo ver y la inexhausta fuente, y en sus entrañas invisible mundo do nace y reina el huracán rugiente; y en sucesión perpetua el iracundo empuje de las olas; y el doliente son que a la tierra en su perenne orgía el lloro anuncia del postrero día. O el sonoroso plectro manejando que tanta gloria a vuestros hijos diera, a las futuras gentes enseñando cantar las glorias de la edad primera; 1

Tomado de Rafael María Baralt. Poesías. Ediciones de la Universidad del Zulia 1964: Pág. 169212.


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ora el valor o la virtud loando, ora de amor la llama lisonjera; y acatando tan sólo vuestro ejemplo de la inmortalidad llegar al templo. Mas para no intentar tamaña empresa asístenme, señores, mil razones, de inmensa monta la que menos pesa que expresaré con pocas digresiones; porque pensar que la mi cholla obesa pueda sin digresar formar borrones, fuera pensar que una mujer callara porque un infierno con su lengua armara. Y pues de infierno y de mujeres hablo, (sin confundir con una la otra cosa) quiero decirlos, Musas, con el diablo siempre me tienta con mujer hermosa; aunque, a decir verdad, amor no entablo, siendo tan cruel mi suerte caprichosa, que por más que me afano en esa caza siempre por liebre encuentro calabaza. Es la mujer como la selva umbría en jarales fecunda y en maleza, do bien entre de noche, bien de día vacila el hombre, cuando no tropieza. Aquesto una mujer de gran valía2 del sexo dijo con feliz llaneza; y yo que en la mujer siempre confío, la regla adopto, y del demonio fío. ¡Ojalá siempre cauto hubiera sido, yo que sólo a gemir acierto ágora: ajado corazón que el bien perdido, y su ilusión y su inocencia llora: marchita flor que sobre el tallo erguido rica de olor no mira ya la aurora, sino por tierra, en lastimoso estado, el cáliz roto y con desdén pisado! 2

Madame Ricoboni.


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Mas, ¡vive Dios, que en estas digresiones el tiempo pierdo y la paciencia acaso, cuando exponer debiera las razones que me prohíben el haceros caso; pero no me culpéis si en ocasiones adelanto camino, o bien lo atraso, si así lo quiero y si con ello gozo; que en esto de caprichos soy un pozo. Hubo, Musas, un tiempo en que el imperio de las preciadas artes soberano, con maternal y justo ministerio rigió felice vuestra sabia mano; mas invadido luego el magisterio, do reinó la razón manda tirano de ciega plebe el irritante orgullo, sorda del verso al armonioso arrullo. De Virgilio y de Homero el alto ejemplo, delicia y ley de los insignes vates, yace olvidado; y de la fama el templo en jaula convertido está de orates; y algún Dios de saber ora contemplo a quien sientan muy bien dos acicates: Dios que el gran Lope o si Cervantes vieran, por juguete de barro lo tuvieran. Y así como está el habla está el invento, pues sólo goza en lo espantable el alma; y tanto, que será buen argumento el vuelo de un borrico con su enjalma. De vestiglos y diablos un buen ciento al talento embrollón darán la palma, y es la transpirenaica pepitoria sano potaje de esplendente gloria. También vosotras la inmortal corona que al genio premia y la virtud alaba, al héroe disteis, y a la fiel matrona, y al vate ilustre que en su honor cantaba; mas ora que la lira sólo entona himnos al oro que antes despreciaba,

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fuerzas será que al lauro empacho tenga, y ochavo a ochavo su renombre obtenga. Y por buscar tal gloria y conseguirla al pueblo halaga y a su instinto bruto, cultivando del mundo la mancilla como del suelo el labrador el fruto. Mal de su grado al yugo que le humilla de su pluma y conciencia da tributo: y el siglo aplaude, y con su aplauso infunde su propia infamia al vate, y le confunde. Así, con Dios quedad, bellas que un día con tanto halago acarició mi mente, y en cuyo brazos caminar quería del Austro al Bóreas, y de ocaso a oriente: bellas que en la vigilia y sueño vía y en todas partes con amor ferviente, como allá el alma en su ilusión constante goza en la imagen de soñado amante. Mas ya que el mundo en su turbión envuelva de mi fortuna la infeliz barquilla, no permitáis que en su furor disuelva el casco frágil o la endeble quilla; pues aunque esclava mi razón resuelva partir con él la gloria o la mancilla, por vuestro amor mi amor siempre suspira y luz tan sólo en vuestros ojos mira. CUADRO PRIMERO I Salud, mundo dichoso, que en perpetua alegría recorres triunfador el firmamento: ora guiado por la luz del día: ora por el fanal que silencioso su tibia luz de plata reverbera en la callada esfera, dando a la noche umbría


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alma tristeza y dulce poesía: o si de luto se reviste el cielo, dirigido en tu vuelo por fúlgidas centellas que acaso, como tú, tienen estrellas, y soles de otros mundos sin guarismo vida dan al espacio y al abismo. Salud, mundo dichoso que el sol enamorado en torno ciñe como a la esposa el brazo del esposo; que ardoroso y lascivo tu sien tiñe con los blandos colores de la aurora; y con los rayos de su luz fecunda de amor y vida inunda cuando en su seno y superficie mora. Salud a ti, que unido con lazo eterno al piélago profundo, expirar a tus pies lo ves rendido de su lucha cansado, y en acento iracundo a par que dolorido tu victoria, y su anhelo engañado, y el gran poder divino canta y llora continuo, encadenado heraldo de tu gloria. Salud a ti, que en el profundo seno mil metales preciosos atesoras, que cual dioses adoras. Por ellos la virtud sumida en cieno de los vicios aspira el aire impuro y el crimen vive de temor seguro. Salud a ti, que en tanto vario clima como la luz del sol fecundo anima, vas tus llagas sin cuento perfumado de olores ocultando: al placer convidando con lascivo ardimiento: mintiendo el corazón dulce contento.

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Así va la mujer, cuando marchitos el alma y los colores, por la vida estragada, se finge enamorada remedando de un ángel los amores, cuando el infierno en las entrañas lleva y en la torva mirada se trasluce, y en la hundida mejilla que en afeites reluce mostrando su torpeza y su mancilla. Así va el hombre en bacanal sombría, perdida la razón, turbios los ojos y el paso vacilante con el vapor del vino, radiante, alegre y sin enojos la faz mostrando y loca fantasía, mientras que lento, roedor gusano en afanar insano busca del pecho la escondida llaga, y allí se ceba y con furor la estraga. Así muestra la mar su faz serena como un espejo de bruñida plata, que al blando aliento de la dulce brisa se ruga en torno con falaz sonrisa, y en voz armoniosa de sirena por la sonante orilla se dilata, el furor ocultando con que luego, espumosa y bravía, lleva sus olas a las altas nubes y el rayo del Potente desafía del ángel con pavor y del querube. Así un risueño prado de mil flores y de mullido césped esmaltado, al parecer formado para el juego lascivo y los amores, bajo la verde alfombra acaso encierra mina de ardiente lava que algún día con miedo de la tierra


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en yermo trocará su lozanía; y los pueblos, los campos y los montes hasta los apartados horizontes cual mar de fuego inundará saludo, sordo a tu ruego y a tu espando mudo. Por eso tus loores he de cantar y suerte peregrina, mundo por Dios lanzado, como cosa divina, a vivir condenado fantasma viendo y ensalzando errores: mundo que a Dios vendiste, mundo que a Dios mataste y con sus vestiduras te cubriste cuando en su alma piedad quiso abrazarte. ¡Tú eres bueno y te sigo! Mas la suerte maldigo que a unir me fuerza en insoluble lazo al mal de conocerte el de cantarte. II Cantarte, sí, como en la muerte canta llorando el cisne; o cual su voz levanta con tristes notas su canción postrera soberbio el indio en la voraz hoguera, y un himno entona, y con serena planta la saña excita en su contrario fiera. Así cantaba cuando el ronco acento zumba del rayo en la región del viento. Y luego en pos de la fatal vislumbre, por la cóncava esfera resonando, del silvoso Aquilón a la alta cumbre vuela confuso el formidable bando: nublos sin cuento la vivace lumbre van de los astros sin cesar velando, cual a cadáver mísero, protervos cubren graznando denegridos cuervos.

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De nuevo el rayo fragoroso estalla; y una vez y otra vez, áspero y rudo, mezclado al trueno en la común batalla ruge silbando el huracán sañudo. Braman los mares; con pavor se calla el acento del hombre; y triste, y mudo, el viejo Atlante de terror vacila y el peso siente que en el hombro oscila. Nunca tiniebla tal ni tal pavura la mente humana concibió en el suelo: es del abismo la infernal negrura: es de la nada el espantoso velo; y el alma entonces a su pena dura bálsamo encuentra de sin par consuelo; ¡es en los mares de la vida una ola, y va a perderse ya, náufraga y sola! ¡Sola! … sin los ensueños de esperanza que al palpitante corazón sencillo el goce muestren que jamás se alcanza, y fuera en vano a su ilusión pedillo: en honda soledad; que allí no lanza el desengaño su traidor cuchillo al alma incauta que el amor abriga, y a un ser humano su existencia liga. Por eso acaso, a compasión del ruego movido el cielo y del continuo llanto, templa del alma el devorante fuego, la angustia acerba, el sin igual quebranto; y a la alta cumbre transportada luego en dulce arrobo y celestial encanto, rápida hiende la tupida nube como leve vapor que al cielo sube. Y así como de Júpiter el ave remontada al empíreo, de repente, antes que junto al sol su vuelo acabe fija en el suelo su mirada ardiente, y del mar del espacio excelsa nave se columpia en el éter blandamente,


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quedando luego inmóvil como herida de un rayo de la luz que le da vida, del mismo modo el alma, que en su idea finge al empíreo remontar segura, al suelo por mirar que señorea detiene el vuelo entre la niebla oscura; que así suspensa saludar desea con afectuoso adiós en su ternura, la tumba que a su amor suerte inhumana abrió de la existencia en la mañana. ¡Tan cierto es que el dolor con su cadena de mágico metal, lleva la vida de lloro en lloro en la terrestre escena, y aún es al hombre por su mal querida! Por eso el corazón vive en la pena como un ave en el lecho en que se anida; y por eso doquier junto a la fosa más perfume y color tiene la rosa. Tal era su pensar cuando en la altura, de la pasada vida, reverente, olvido a Dios le pido en la amargura, y un rayo de su luz resplandeciente. “¿Es esta oscuridad la de dulzura “eterna gloria tuya refulgente, “y estos recuerdos que doquier me siguen “lazos serán, Señor, que a ti me liguen?” De esta manera enardecida, en vano, (tal era su ilusión) quiere la mente de Dios sondear el insondable arcano juzgando ante su trono estar presente; y luego en alas del delirio insano sueña ver en el cielo de repente espectáculo tal, que acerba pena de otro nuevo gemir abre la vena. Para cantarlo ¡oh Musas!, lira de oro dadme que pulse, do en sublime acento acorde al son del apolíneo coro el vuestro imite celestial concento;

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que si persigo rebosando en lloro, en extraviada senda, sin aliento, de fantástica gloria el gran vestiglo, no me culpéis a mi, culpad al siglo. Oscuro siglo que por luz clamando la luz apaga con su boca impura: siglo de ateos a Jehová llamando y al diablo a un tiempo con sin par locura: confuso siglo por doquier mostrando de oro y de harapos hórrida mixtura: siglo de ciencia que al error camina, y al vicio triunfador la frente inclina. Y cual la tierra madre que a su infante cuidosa alimentó con dulce anhelo; y lo ve, ya crecido, que inconstante sus brazos deja por extraño suelo; y entonces redoblando la incesante plegaria que por él dirige al cielo, la vida ofrece por tornarle grato, que más le quiere cuanto más ingrato, así piadosas me acorred ágora uniendo a mi razón la fantasía que a Homero dio y Virgilio voz canora para llenar el mundo de armonía; o la terrible voz que en Dante llora o de Milton la voz fuerte y sombría; y aunque llegar debiese a su locura, la voz del Tasso cadenciosa y pura. ¡Oh sacrosanto Numen, que al poeta humo vano o ciprés das por corona! El hado envidio del valiente atleta que himnos de triunfo al expirar entona. Parta mi voz cual rápida saeta: cual rayo truene en abrasada zona; y desde el fondo de la tumba fría seré del mundo vencedor y guía.


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III Sordo rumor lejano se difunde, que creciendo veloz los aires llena; viva llama también se eleva y cunde del ruido en pos que el firmamento atruena. Si el undísono mar mugiendo airado en su ancho seno como el Etna hirviese, y de abismo el Bóreas desatado las espumantes olas revolviese, y en su insano furor osara al cielo subir con ellas rebramando impío, tras sí yermo dejando el triste suelo, y el hondo hecho de la mar vacío; si a un tiempo mismo en nuestro valle obscuro, presa de nuevo y sin igual tormento, vieran los hombres de su trance duro llegar veloces el postrimer momento: y un grito sólo en su dolor alzaran, de mil dolores expresión siniestra, ni el mar ni el hombre en su furor lograran de tan bronco estridor darnos la muestra. La llama en tanto rauda trascendía en movible espiral el cielo hendiendo, y con mil lenguas rápida lamía las nubes que su luz iba encendiendo. De infinitos celajes luminosos (cual viste el campo y le concede olores) el almo sol con juegos amorosos las nubes tiñe y las convierte en flores. Más de un incendio el resplandor sombrío matices sólo de siniestra lumbre brota, que manchan con afán impío el hondo espacio de la excelsa cumbre. Tal era el fuego que hacia mí volaba de humo torrentes alrededor lanzando, y el grande abismo que detrás dejaba en profunda tiniebla al par dejando,

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como incendiada nave en noche oscura vuela a merced del vendaval furioso, y trocada en pavesas su hermosura el mar alumbra que la sorbe ansioso. IV Era el mundo que incendiado su ancha elipse recorría, y por el cielo esparcía nuevo cometa crinado su luz cárdena y sombría. Eran nobles mausoleos, columnas, arcos triunfales, academias y liceos (de la ciencia devaneos) entre ardientes espirales. Diamantes, oro y topacios por la llama derretidos: ricos templos y palacios alumbrando los espacios con sus atrios encendidos. Grandes reyes y guerreros, prelados de alta virtud, los Virgilios, los Homeros, y los sabios altaneros en un ardiente ataúd. Pobres siervos y señores en abrazo fraternal, depuestos ya los rencores confundiendo sus dolores en una hoguera infernal. Las altivas hermosuras y los galanes dorados, con sus livianas ternuras, y con su amor y locuras en vil ceniza trocados. Y la belleza inocente de fragancia virginal,


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dulce, pura y refulgente como el destello riente del lucero matinal; con la mujer confundida que el mal prefiriendo al bien, trocó de un ángel la vida por la senda maldecida que la apartó del Edén. Eran restos calcinados de difuntos en sus huesas, allí por burla mezclados con los cuerpos animados convertidos en pavesas. Tanta ambición, tanta gloria, tanto crimen y virtud, que conservara la historia como dignos de memoria y en sus cantos el laúd, en la misma sepultura con los vicios perecieron, que por ser de fama obscura a la par que la locura al mundo desprecio fueron. Más de célica armonía una voz creí escuchar hablando al mundo que ardía, y estas palabras decía que calmaron mi penar. “No murieron en el suelo “los que salvaron el alma: “murieron los que su vuelo “no alzaron jamás al cielo “en busca de eterna palma. “Morir es cambiar la vida “de un instante, amarga y dura, “por aquella indefinida “en el cielo establecida “por Dios, para el alma pura.

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“Morir es viaje que al puerto “del claro cielo nos sube, “nos da la forma de un muerto, “y del hombre el paso incierto “cambia en alas de querube”. Así, cual leve suspira el niño que a un niño llora, sin pesadumbre, sin ira, aquella voz vaga, y gira, y en los aires se evapora. Y entonces juzgué que os vía, dulces prendas de mi amor, mientras el orbe gemía subir llenas de alegría hacia el trono del Señor. Allí, si tenéis memoria de lo que fuera el vivir, recordad mi triste historia, y ante el ara de su gloria rogad por mi porvenir. V ¡Oh, mundo, y cuán trocadas tu antigua gallardía y tu hermosura las vido entonces, demandando al cielo con llanto de amargura en vano compasión el alma mía! Velado el sol yacía, y del abismo el tenebroso velo la luna y las estrellas, que con fúlgidas luces y centellas denante en tu camino, cortejo al triunfador, te acompañaban, también cubrió con espantoso luto. Mustias y tristes tu maldad lloraban y su terrible fruto: o en tu desgracia su final destino temblando acaso con terror miraban.


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Los fuegos que dormían en tu profundo seno sosegados, aguardando que opimos de tu maldad creciesen los racimos3, del sueño despertados fueron en la vendimia los primeros. Y con rugidos fieros por infinitas bocas respiraron, y hasta el cielo llevaron tus blasfemias y lloro entre espirales mil sus lenguas de oro. El undísono mar crespas las olas, no ya zafíreas, revolvió en su lecho: negruzcas sí como la muerta sangre que de un cadáver expeliera el pecho; y con terrible calma, más temerosa el alma que de sus iras el terror y estruendo, las fue lenta sabiendo; y a lento paso y movimiento blando con ellas inundando palacios y cabañas, los campos, los volcanes, las montañas. Los ríos y las fuentes, que en sesgo curso y armonioso canto las puras aguas con placer vertían ledas corriendo en tu florido manto, en tempanosa sangre le tiñeron; que en sangre convertidas las linfas transparentes, para mojar tus fauces arecidas por el Dios vengador al punto fueron. Los vientos se pararon: tus infinitas voces y ruidos de miedo enmudecieron: sus males y sus penas olvidaron 3

Expresión del Apocalipsis.

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los hombres pavoridos, que sanos se juzgaron y felices cuando la muerte tan cercana vieron. Entonces los matices todos del miedo en sucesión horrenda los descompuestos rostros demudaron: tiembla su corazón: su entraña tiembla: tiemblan sus huesos con chasquido horrible: niega a su labio la oración el cielo; y por la boca vomitando enojos, cubierta el alma de espantoso velo alzan al cielo, sin llorar, los ojos. CUADRO SEGUNDO I No es raro ver en abrasadas zonas, que un sol de fuego sin cesar inflama, del claro día la esplendente llama súbitas nubes el fulgor velar. Entonces el aire con pavor se para: ninguna voz en los espacios suena: todo en el orbe con profunda pena siente la muerte sobre sí pesar. Medrosa el ave los hijuelos deja, y el dulce nido, y la región del cielo; y busca al hombre en congojoso anhelo, con el miedo olvidando su rigor. Vanse las fieras al hogar del hombre con tardo paso y lagrimantes ojos, y en el peligro deponiendo enojos, lamen sus manos demandando amor. Y el hombre mismo soñoliento y triste la noble frente hacia la tierra inclina, y sofocado a la piedad divina pide auras frescas, movimiento, luz.


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Y hay un momento de suprema angustia en que la tierra al parecer expira, y agonizante sin dolor suspira envuelta en negro funeral capuz. Luego del cielo desprendidas bajan tibias y escasas transparentes gotas, que suenan sordas cual terribles notas del concierto que anuncia el temporal. Y al estampido horrisonante y fiero del ígneo rayo que las nubes parte, se abre la esfera y sin piedad reparte piedras, y lluvia, y recio vendaval. Y mil acentos la tormenta al aire esparce loca en confusión extraña, y corre, y vuela, y la profunda entraña tiembla del mundo, al sin igual fragor. Mezcla confusa así de varas voces claras y sordas de la tierra oía: otras formando extraña algarabía: hijas todas de rabia o de dolor. II Unas eran cual rugidos de leones sorprendidos en sus lóbregas mansiones: roncos, fieros, lastimeros. Otras al tigre imitaban de sangre humana sediento, y con feroz ardimiento lúgubres como él aullaban: con tal son que en agonía, de escucharlos o membrarlos, fallecía el corazón.

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Allí se oyeron gemidos que cual débiles mujeres los humanos confundidos exhalaban, ya perdidos sus impúdicos placeres. Y allí también el rugido que la ambición en su despecho lanza, cual suele embravecido el tigre su gemido la presa al ver que a devorar no alcanza. Y allí también de dolor indescriptibles acentos se elevaban, que causaban en el alma mil tormentos de angustia, pena y terror. Ora lentos y profundos, de tan triste entonación cual si fueran de mil mundos los gemidos reunidos en un solo corazón. Ora agudos, vibradores, blasfemantes, como rayos serpeadores, flameantes. Ora dulces y sin ira, como gira y suspira, requerido por las flores, con colores sus ardores aplacando, el cefirillo volando: con blando murmullo y arrullo gentil;


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huésped alegre de Abril. Y allí los duelos que Amor al ver su fin malogrado exhalaba despechado de su destino al rigor, y a la parca en su dolor un instante le pedía retardase su agonía, mientras el labio sediento en el raudal un momento amor y muerte bebía. O el fragor de los rayos remedando cuales con bronco estruendo iban cielos y abismos atronando más que todas subiendo y más que el fuego; y por doquier creciendo de ellas en pos iba el espanto ciego. III Y en confusión tan extraña todo aquello resonaba, que la mente vacilaba en distinguir la expresión de las voces, que sin cuento ya vagaban confundidas, ya trastornadas, perdidas, en tan cruel desolación. Eran voces de demonios y angelicales acentos: de animales los lamentos y del hombre el sollozar: eran quejas, maldiciones, y carcajadas, y llanto: eran risas y quebranto con plegarias del altar.

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Y de beodos festines la algazara y la tormenta, y el ruido que fermenta en impura bacanal; y relinchos, y baladros, y de sierpes los silbidos, y de toros los bramidos con estrépito infernal. De animales inocentes el lamento: de las fieras y las aves carniceras el grito agudo y feroz; que del mundo presintiendo el postrero triste día, al festín que prometía se aprestaban con furor. La campana de difuntos y el repicar de las fiestas: suspiros, risas honestas, risas de impura beldad: y el concierto de los templos, y la música acordada del baile, en que solapada tiende su red la maldad. Voces de niños y ancianos y de vestales el canto: de fieras lides el llanto al retumbar del cañón. Y de espadas y fusiles el estruendo, confundido con el son que ha producido del trovador la canción. Dulces flautas y zampoñas en el campo, entre las flores con que requirió de amores a la zagala el zagal; y de trompetas y clarines la fatídica armonía


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al pecho infundiendo impía de sangre la sed marcial. De un beso puro el chasquido y el dulcísono concento de suspiros que sin cuento lleva al labio el corazón, con los besos confundidos de rameras degradadas, o de esposas abrazadas en adúltera pasión. El dulcísimo murmurio de los ríos y las fuentes: de arroyuelos transparentes el dormido susurrar; y los tumbos atronantes del torrente que bramando va los campos asolando y los pueblos a la par. De mugiente catarata los raudales despeñados de alta cumbre, y transformados en espuma y en vapor; y el rugir de los volcanes que brotando del profundo lanzan fuego contra el mundo con horrísono estridor. Blanda el aura en leve giro con arrullo armonioso bebe el néctar aromoso de las flores del vergel: mientras fieros aquilones van con hórridos bramidos azotando encruelecidos la ancha frente de Babel. Los mil sonidos confusos de esos vastos hormigueros en que nobles y pecheros gozan de santa igualdad:

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los unos en artesones dorados, y en muelles lechos cuando los otros por techos del cielo han la majestad. Y las voces bramadoras de los mares irritados en su asiento revolcados con pavoroso mugir; que en su anhelo furibundo por asaltar sus riberas, llevaban a las esferas sus montañas de zafir. Más después de este concierto que la mente percibía con misteriosa armonía en su mágica ilusión, sólo escuché del incendio el espantoso crujido y el lamento que afligido exhalaba el corazón. Y en intervalos iguales los sonidos atronantes, monótonos, desgarrantes, de trompeta funeral; y entre sonido y sonido humanas voces y llanto, y en los aires dulce canto de blandura angelical. Y también roncos acentos que en el éter revolaban, y del hombre se mofaban con irónico gemir; o reían, y era entonces el sarcasmo tan pungente, que para el alma doliente preferible era morir.


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IV Voz de la vana ciencia “Yo con sublime ardor, ciencia divina, “en la cerúlea esfera dilatada “de fuegos tachonada, “vi las manchas del sol que la ilumina: “medí los mundos, descubrí planetas: “en su callado curso a los cometas “de crines rutilantes, “doquier seguí que errantes, “cual reyes del espacio, “del orbe visitaban el palacio. “Yo predije el eclipse: yo seguro “en atrevido vuelo “osé subir al cielo, “de la tierra salvando el fuerte muro. “Yo a la nube fatal de fuego henchida “la prole maldecida “de flamígeros rayos inhumanos, “arrebaté con mis potentes manos; “y vio la tierra, ante mis pies postrada, “inerme de Jehová a diestra airada. “Una hora más al mundo, “y en raudo vuelo el pensador profundo, “escalando del cielo el alta cumbre, “verá de Dios la sempiterna lumbre: “contará las estrellas “conocerá del sol las vivas fuentes: “porque marchan sin huellas “flotando en éter puro “los astros refulgentes: “quien habita sus orbes dilatados: “quien puebla los espacios que insondados “cubre el abismo con su velo oscuro; “y el alfabeto, en fin, de la gran ciencia “con que el libro divino “escribió del Señor la omnipotencia

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“en la tierra, en el mar, en la alta esfera, “descifrará triunfante. “Entonces revocada “la maldición primera, “en vida sosegada “se tornará el anhelo delirante “de la débil criatura, “que de Dios será igual siendo su hechura”. Voz de la hermosura “La flor que en el crudo estío “se marchita y descaece, “alagada del rocío “otra vez con nuevo brío “se colora y reverdece. “Pero no hay resurrección “para el que tu mano fiera “hundió en la negra mansión; “que no tiene tu estación “auroras ni primavera. “Detén, muerte, tus rigores: “deja que del mundo aspire “los olores: “deja, aunque después expire, “que el perfume de mis flores “él respire; “y que en uno confundidos “sus olores y mi olor, “los sentidos “en atmósfera de amor “vaguen luego embebecidos “sin dolor”. Así dijo la hermosura trocado en nieve el carmín; y la muerte a la criatura, mostrando la sepultura: “da tu aroma a mi jardín”.


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Voz del materialismo “Desde el átomo al sol que en regia pompa “de luz formado sobre el orbe impera, “soberbio rey de la celeste esfera: “desde la piedra que jamás palpita “con vida generosa, “hasta la planta hermosa “que, sensible al placer, de amor se agita: “desde el pólipo vil que en peña dura “busca sustento y lecho, “hasta el ser pensador que mira estrecho “el ámbito del mundo “a su anhelar profundo, “y otra vida mejor, en su locura, “y otros espacios, y otros cielos sueña: “todo el sentido a la razón lo enseña. Un siglo más, y el pensamiento humano, “en su vuelo esplendente, “de la materia el escondido arcano “verá claro y patente. “Sin más luz que la ciencia, “de la tierra y los cielos “descorrerá los velos; “y el orgullo del hombre, rebajado, “verá la inteligencia “surgir del barro con que fue formado”. Voz del ateísmo “En su ambición insana “el hombre, que del lodo fue nacido “para vivir tan sólo una mañana “de nieblas circuido, “y de error y mentira “en un oscuro abismo “donde sin luz delira “de los otros esclavos y de sí mismo:

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“el hombre, en sus ensueños “de ventura halagüeños, “no queriendo morir, desde la huesa, “(que no vuelve su presa), “hallar pensó camino “a nueva vida de mejor destino, “do engaño aleve y de pesar exenta: “puerto libre de escollos y tormenta. “Y en su loco pensar olvidó necio “que la muerte es el precio “de nuestra corta vida trabajada, “a la tierra lanzada “sin memoria y sin huella, “como perdida estrella, “entre la noche que al nacer precede “y la más triste que al morir sucede. “Olvidó que del mundo “la portentosa máquina sublime, “condenada a morir, también un día “con horrible agonía “roto el seno profundo “y el eje destrozado “tendrá, cuando lanzada “a los campos del éter, sin camino, “cumpla en la nada su fatal destino. “Entonces desprendido “de su alto asiento el luminar fulgente, “dislocará la esfera; “y de su lumbre la copiosa fuente, “cual si fuego lloviera, “en el espacio volcará perdido. “¿Y el Dios dónde estará que en ese templo, “de pavor y ruina, “su clemencia divina “muestra con grande y celestial ejemplo? “¿O el hosanna sagrado “será do su alta gloria, “el himno funeral de la agonía


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“que el orbe destrozado “lance en el crudo día, “único de los tiempos sin memoria? “Si fue el mundo su hechura “y de su diva luz claro destello; “si de hombre, fuerte y bello, “dio al lodo la figura “en que su propia imagen retratada “miró después ufano, “del hombre satisfecho y de su mano: “¿por qué luego quisiera, “volviéndole a la nada, “deshecho ver lo que potente hiciera? “O cabe en Él venganza: “o fue su previsión un mero nombre “cual la virtud del hombre: “o sujeto a mudanza “vaga incierta su mente en las tinieblas, “como entre espesas nieblas “la fosfórica luz que se desprende “de las tumbas infectas: “o acaso de imperfectas “sus obras portentosas “que del capricho en alas vagarosas “hoy eleva su diestra, “y entre el polvo mañana nos las muestra. “¡Alma filosofía! A ti sea dada “la empresa generosa “de abrir al hombre la mansión oscura “de la ciencia y del bien, que en vaporosa “atmósfera de errores infestada, “cierra a los hombres su sin par locura. “Viva dichoso el mundo a la vislumbre “de tu sacra aureola refulgente; “y el trono que el mortal puso demente “de aéreo cielo en la empinada cumbre, “derrocado por ti se humille y caiga, “y el de pura verdad tu luz nos traiga”.

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Coro de demonios “¡Sigue raudo así, triunfante, “las entrañas abrazadas “y tus gentes calcinadas, “luminar de maldición! “Yo me lanzo en tu carrera “a recoger tus gemidos, “de tus miembros encendidos “al funesto resplandor. “Quiero ver como se agitan “en tu hoguera las criaturas; “quiero al hombre y sus hechuras “en tan gran conflicto ver. “Y ese orgullo que insensato “del Eterno blasfemara “si entereza conservara “en las ruinas de Babel. “Como el miedo se retrata, “quiero ver en tu semblante “¡hombre! y tu pecho anhelante “al escape palpitar. “¡Sigue, mundo, sigue ardiendo, “que al crujir de tus torreones “quiero oír tus maldiciones, “y tus dientes rechinar! “Si otros mundos, esplendente “miran tu ígnea vestidura, “dirán, mundo, que en la altura “a festín célico vas. “Corre, vuela, presuroso, “que al final de tu carrera “con su fiesta ya te espera “la tremenda eternidad”.


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Voz del escepticismo “¡Oh, Dios, que en toda lengua, en todo clima, “con nombres varios y diverso culto, “incomprensible y santo, “de misterioso encanto “rodeado al par que de inefable lumbre, “el hombre adora; y en la excelsa cumbre, “y de este valle en la profunda sima, “doquier estás presente “al que humilla su frente “ante tu faz velada, “y para el alma de impiedad cercada “severo en la tiniebla estás oculto! “¡Oh Dios! en sed ardiendo “de mejor vida que a tu ser me uniese “por siempre en lo futuro, “luego que al peso duro “de este cuerpo mortal se disolviese, “doquier vague pidiendo “tu voz al negro abismo, “y a las pujantes olas, y a la tierra, “y a los remotos cielos sin guarismo, “y a cuanto el mundo encierra “en el profundo seno y superficie; “y al blando sueño en su feliz molicie, “y a la razón cuando despierto sueña “virtud el hombre y venturosos años, “mientras el mundo, sin piedad, engaños, “vicios y crimen retozando enseña. “Doquier ¡oh Dios!, te veía “la mente absorta al contemplar tus obras, “y entre duda y zozobras “deseaba creer, y no creía; “que el corazón empedernido y ciego, “calcinado en el fuego “de hondas pasiones y de ciencia vana, “perdido el jugo de la edad lozana,

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“perdió el amor con él, perdió la vida: “y la fe que atesora “el noble pecho en quien lució tu aurora, “tan sólo a amar con su virtud convida. “¡Oh Dios! A mí te muestra: “si no quieres piadoso “en diamantino trono esplendoroso, “de inefables aromas entre nubes, “de ángeles circuido y de querubes, “con encendidos rayos en la diestra. “Cese la duda cruel que en inhumano “tormento causa al corazón desvelos; “aunque después tu mano “airada contra mí cierre los cielos”. Voz del arrepentimiento “¡Oh, tú de cuya luz la luz es sombra! “Ojo que en la virtud que nos asombra “ves clara la mancilla, “y aun en el cieno de maldad que impura “lleva de muerte la señal segura “distingues de virtud noble semilla: “¡Señor!, pues que miraste “cuán frágil de mi suerte el hilo caro “al golpe fue del padecer sañudo, “sirva a mi crimen tu piedad de escudo; “y el ya sufrido mal, Señor, te baste, “y torne el pecho en tu presencia claro”. Voz del fatalismo “¿De qué sirven los lamentos, “y los ayes, y el llorar, “si el destino los momentos “ha contado, y tus acentos son en vano y tu pesar?”


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“A sus ojos valen tanto “tus glorias y tu alegría “como tu mal y tu llanto: “de la virtud el encanto “como tu maldad impía. “¡Hombre!, tu ley es morir “y el Dios del orbe es el hado; “pues aun antes de vivir, “al tormento de sufrir “fue tu ser predestinado. “Rey vencido, en los combates “de la vida, tu diadema “del dolor a los embates “es cual fuego de un orates: “menos alumbra que quema. “¡Dichoso si en la ancha frente, “para calmar tu dolor, “la bella por ti demente “vertió con mano clemente “la dulce gota de amor! “Que el amor es en la vida “el ministro del Destino: “mago que al placer convida, “o hace la muerte querida: “astro infernal o divino”. Voz de un esclavo “Esclavo del hombre su dura cadena “entera una vida paciente sufrí: “justicia en la tierra no obtuvo mi pena: “justicia tan sólo se obtiene al morir”. Voz de africanos 1ª voz “Como mágica figura “el mundo ante mí pasó: “él pasaba y se reía; “¿por qué con él no iba yo?

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“Él de sus galas vestido: “él palpitante de amor; “y con iras en el pecho, “y sucios harapos yo. “Fue su vida regalada “un magnífico festín: “yo ni a sus restos tocaba; “sólo veía su reír. “Como esclavo mi cadena “por los suelos arrastré; “cuando libre, de sus hierros “las señales conservé. “Y fue eterna mi deshonra, “y fue eterno mi dolor; “que Dios mismo, de tinieblas “con un sello me marcó”. 2ª voz “De las playas, ¡ay!, queridas “en que mi cuna arrulló “a la sombra de palmeras “el rugido del león; “y entre sierpes y panteras “libre anduve y vencedor, “pisando tostada arena, “mirando de frente al sol, “arrancáronme tiranos “hombres de nieve y carmín, “que en el rostro ángeles eran, “sierpes en el pecho vil. “Y dijeron: rey salvaje “tu corona perderás, “y de esclavo al hombre culto “degradado servirás. “Y tu origen será un crimen, “una afrenta tu color, “y nosotros reiremos “cuando brames de dolor. “Y arrancado al patrio suelo “su memoria retendrás,


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“y con ella a todas partes “el infierno llevarás”. Voz de la esclava africana “Y tú, empero, si perdiste “dulce y noble libertad, “no lloraste, madre triste “como yo, lo que tuviste: “¡de la entraña una mitad!” “Hombre al fin, el duro pecho “para el odio te bastó: “yo mojé de llanto el lecho, “y para mi alma fue estrecho “de odio sólo el torcedor. “¡Yo envidiaba! Yo envidiaba “de otras madres los cariños, “y en mi mente desgarraba “a las madres y a sus niños, “y en su sangre me bañaba”. Voz del eunuco “¡Insensatos! Nunca visteis “de un serrallo el esplendor “ni de Tántalo el martirio “excitó vuestro valor. “Nunca visteis la belleza “tan de cerca, tan desnuda: “ni la lengua, siempre muda, “ocultó vuestra tristeza. “En tan terrible atavío “nunca visteis la mujer “dominando el albedrío “y la sangre haciendo arder. “Ni en lascivas posiciones “muchas juntas retozar, “ensayando las maneras “de a sus dueños agradar.

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“No supisteis que esos juegos, “que delirios parecían, “a vuestros ojos se hacían “porque no erais hombres, no. “Ni de una mujer la risa “que excitó vuestra impotencia, “os condujo a la demencia “y renegasteis de Dios. “Ni a los hombres despreciando “vuestra humilde condición, “visteis luego que sin ojos “os creyeran, ni razón. “Ni confiado a vuestra guarda “afrentosa su tesoro, “mojasteis con triste lloro “las alfombras del harem: “Ni avarientos sin riquezas “y guardosos del bien de otro, “fue vuestra existencia un potro “y vuestro infierno su Edén”. Coro de demonios “¡Delicia es ser libre! ¡Delicia es ser hombre! “Igual al de padre ¿qué orgullo será? “Igual al de madre ¿qué orgullo, qué nombre? “¡Esclavos! ¡Eunucos”, a Dios alabad: “Él sólo ha sabido, “partiendo su herencia “con regia equidad, “mostraros la ciencia “y el bien prometido “de santa igualdad”.


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Coro de esclavos y de eunucos “De la vida a los banquetes “otros fueron los llamados, “y nosotros, cual juguetes, “a sus burlas condenados. “Leve arena regada en las calles “como alfombra tendida a sus pies: “sucio estiércol que abona los valles “vaso inmundo de barro soez. Coro de demonios “De Dios, empero, criaturas “como los otros nacisteis: “¿por qué, sin crimen, tuvisteis “herencia tal de amargura?” Coro de ángeles “Ninguno del sufrimiento “se vio exento: “todos ellos, ¡ay!, lloraron “vida y muerte; “mas si el cuerpo esclavizaron, “otra suerte, “al alma libre en su vuelo “diera el cielo. Voz del Mendigo “Regado fue con mi llanto, “el pan que a veces me dieron: “pan de oprobio, escaso tanto, “que mis hijos perecieron “por él clamando transidos, “con gemidos “que mi pecho

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“maceraban “y del rico no llegaban “al artesonado techo. “Un mendrugo que el esclavo “con desprecio rechazara, “de la muerte lo salvara; “y a su boca no llegó. “Mas, en cambio, de los nobles “a caballos y jauría “no faltó cubierta un día, “y el alimento sobró. “Yo a cabañas y palacios, “sólo armado de tu nombre, “reclamé, Señor, del hombre “una fácil caridad. “Y el que en hartura vivía “me concedió algunas veces “una parte de las heces “movido de vanidad. “Y también en ocasiones “en tu nombre soberano “me expelió con dura mano “y esas heces me negó: “que el placer era primero; “y estaba solo conmigo, “¡sin más que tú por testigo “que eres padre de los dos!”. Coro de demonios “La gloria, mendigos, del mundo ensalcemos, “sus galas, sus pompas, sus armas, sus reyes: “¡cuán grandes sus artes! ¡Cuán justas sus leyes! “De Dios, ¡oh mendigos!, la hechura cantemos.


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Un demonio “¡Hombre sublime! Tu espaciosa frente “do plugo al Hacedor la diva llama “de inextinguible luz grabar potente, “eleva al cielo que en ardor te inflama. “¿Por qué la inclinas con mirar doliente? “¿No existe el orbe que por rey te aclama? “¡Imagen del Eterno! Tu destino “lo lleva el mundo en su fatal camino”. Coro de demonios “Mendigos, cantad; “que el mundo insonoro “fuera sin el lloro “que implora piedad”. Voz de un ángel “También de los siglos audaz navegante “cansada la tierra se acoge ya al puerto. “¿Fue corto su viaje? ¿Fue largo? ¿Fue cierto? “¿Qué suerte a la nave reserva el Tonante?” Coro de ángeles “¡Feliz el que llora! “¡Feliz el que espera! “su llanto atesora “riqueza postrera: “es llanto de aurora “vertido en pradera”.

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Coro del pueblo “Tú hiciste, Señor, que el lloro “de nuestros ojos vertido, “por milagro convertido “fuese para el rico en oro”. Voz de un demonio “¿Y qué importan tu rabia y duros males, “si en regia tinta los dorados mantos “tus sudores sangrientos a raudales “tiñeron y tus llantos? “¿Cuya la mano fue que al polvo diera “de Dioses la figura, “y a su mísera hechura “de imaginarios dones revistiera? “¿Cuya la mano que al tocar se pasma “sus propias obras luego, “y eleva triste ruego “de su locura al terrenal fantasma? “Sufre, cuitado, en tu dolor paciente, “que al cielo elevas la plegaria en vano: “el hado contra ti rige tirano, “y el brazo de tu Dios es impotente”. Y el coro de demonios repetía, remedando la angélica armonía: “¡Feliz el que llora! “¡Feliz el que espera! “Su llanto atesora “riqueza postrera: “es llanto de aurora “vertido en pradera”. V Así de pobres la falange inmensa que en medio al fausto vegetó perdida,


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al cielo levantaba queja intensa del odioso afanar que fue su vida. Y ser llegada en su amargura piensa del alto premio la ocasión debida; y de Sodoma la poluta gente alegre deja sin volver la frente. Yo a quien de llanto, y pesadumbre, y queja, nutrió en buena hora de su madre el seno, y acíbar sólo, maldecida abeja, libe del mundo en el pénsil ameno: yo que la tierra cual villana reja rompí continuo en el sembrado ajeno, y a ajeno carro con desdoro uncido mostré mis hierros como rey vencido; el pensamiento enderezando al cielo con impía duda al Hacedor decía: “de cuántos seres tu poder el suelo “pobló, Señor, en venturoso día, “del dulce hermano con salvaje anhelo “ninguno sangre en su furor bebía: “tan sólo el hombre racional, al hombre “la vida quita y desfigura el nombre. “Y el don mejor de la bondad suprema: “la Libertad, que a la familia humana “ceñir debió como triunfal diadema “la pensadora frente soberana: “la Libertad, que de ti mismo emblema “triunfar debió de la maldad tirana, “hubo tan pobre y tan escasa suerte “que su victoria se alcanzó en la muerte”. Empero, apenas la blasfemia impía rasgó bramando la región del viento, de blanca nube que hacia mi venía llegó a mi oído un inefable acento: del siempre vivo amor al alma mía fatal recuerdo conmovió al momento; y al recuerdo querido la memoria, de lo pasado renovó la historia.

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En tan vago, y fugitivo, y breve aquel acento que el espacio hendía, que no sonido sino espíritu leve (sic) de humana voz que llora parecía; y de improviso cual puñal aleve el corazón con su metal partía. Amor, remordimiento, cruda pena: todo en un punto a padecer condena. La voz misteriosa “¿Viste jamás del sol la viva lumbre “dorar constante la sublime esfera, “y del cenit en la remota cumbre “flamear suspenso la inexhausta hoguera? “Siempre en la tarde con desmayo triste “llega al ocaso en funeraria pompa “vencido atleta de la lid desiste, “rota del triunfo la encantada trompa. “Así es la dicha que en mortal desvelo “codicia el hombre y por lograr se afana: “lumbre pura tan sólo en la mañana: “cuanto más grande más cercana al suelo. “Mas debajo, el horizonte “hay para el sol otra vida “en que su luz bendecida “a otro mundo da calor. “Así el alma de los justos, “la del pobre, la del triste, “en la muerte se reviste “de los juegos del Señor. “Y esos fuegos son el día “de perpetua claridad, “sin tiniebla que sombría “robe a Dios su majestad. “Allí la vida no ha sueño: “la ilusión es realidad; “y desear es ser dueño “de mayor felicidad.


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“Allí la vida es sin luto: “es amor “sin dolor, “sin desengaño por fruto. “El bien que te diera el mundo, “¿por ventura fue un placer? “De tu pecho en lo profundo, “¿gozar no fue padecer “los fantásticos ardores “de otros placeres mayores? “Y el dolor que deploraste, “bien mirado, ¿fue un dolor? “Mayor siempre un mal miraste “de tu hermano en derredor; “y el placer en lontananza “te mostraba la esperanza”. Así dijo y calló: todo a mi vista desapareció. VI y último Aquel dichoso a quien jamás embiste de ambición o de amor el fuego ardiente: o que con duro corazón resiste de la traidora Musa al aliciente: ese tan sólo de ventura viste dulces colores sobre la alba frente: ese tan sólo en envidiable calma libre de duelos manifiesta el alma. Del guerrero clarín la voz sonora que en ardimiento el corazón inflama: la sed de amor que en las entrañas mora: de honor y prez la generosa llama; y esa diadema de ambición que adora postrado el mundo y reverente aclama, para él son humo en que el dolor se encierra y el hombre incauto entre sus brazos cierra.

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Las mil visiones que la mente evoca como en su selva prestigiosa Armida, y en juegos mil y en algazara loca forman el sueño en que se va la vida; dorada red que la ilusión coloca de aérea lumbre mágica tejida, entre el fogoso corazón que anhela y la esperanza que en los aires vuela, delirios son de que se mira exento el diamantino corazón constante, que de austera razón sigue contento la celestial lumbrera rutilante; y al mal resiste y grave sentimiento en lucha fiera y sin cesar triunfante, como de airadas olas combatido resiste enhiesto el farallón temido. Y si éste no, feliz quien en su pecho la fe conserva generosa y pura que en dorado artesón y en pobre techo igual reparte su celeste cura: fe venturosa a la que viene estrecho de lágrimas el valle triste, obscuro: fe que Jacob representada un día viera entre el cielo y la mansión umbría. Que si la vida es sueño, blandamente adormida en la fe, con vago vuelo acá en la tierra, y se remonta al cielo; transita el alma, de su patria ausente, y al despertarse, con absorta mente rompido mira el tenebroso velo detrás del cual la eternidad se esconde, que habla a los muertos y a su voz responde. Ellos tan sólo cuando el mundo ardiendo cual luminaria funeral corría no más pudieran, en valor creciendo, mirar serenos su postrero día; y con el alma a la región subiendo donde segura la virtud los guía,


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cantar alegres en sublime coro libres del suelo y su perenne lloro. ¡Oh cuán distintos los que dando al mundo la vida, el alma, el pensamiento mismo, buscaron gloria entre su cielo inmundo y hallaron muerte en su espantoso abismo! Estos del mundo en la espaciosa arena cual indomados potros se lanzaron, y antes del hora que el destino suena vejez o muerte con infamia hallaron. Una tras otra en la veloz carrera hojas y flores de la dulce vida cayeron tristes y en su edad primera, el cáliz roto y la color perdida. A par del cuerpo el alma sin aroma pálida luz en su prisión refleja, como la luz que en la tiniebla asoma y más oscura la tiniebla deja. De la humana razón la luz divina, destello hermoso de la excelsa mente, profanada en su templo no ilumina el ara rota con raudal fulgente. El inspirado ingenio en su ala de oro ya no refleja misteriosos mundos, y en sangre y lodo envueltos infecundos son los acentos del celeste coro. El refulgente sol que sin ocaso la dulce aurora de la vida alumbra y de la muerte en el tremendo caso entre la llama del blandón relumbra: la que en su alma piedad nos diera el cielo, fe de mística luz por nuestro guía, para que el hombre en sempiterno día hasta su cumbre remontase el vuelo; con el ingenio y la razón perece del que escuchando el mundanal murmullo, no vio jamás cual la virtud se mece blanda en el pecho con divino arrullo.

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Así apagado con su propio aliento los tres fanales del amor divino puso del hombre en el fatal camino porque anduviese de temor exento; tarde llorando su ominosa suerte como nave perdida, sin estrella, en ignoto confín hallaron muerte sin lágrimas de amigos y sin huella. Yo les vi, les vi cuando su vida amenazada se miró y en duelo, un rayo solo de la luz perdida buscar do quiera en congojoso anhelo; y hallar el pecho obscuro, y ciega el alma, y maldecir el maternal cariño que no hizo de la cuna al dulce niño lecho de muerte y de perpetua calma.


Este libro se termin贸 de imprimir en el mes de febrero de 2013 en los talleres de Imprenta Internacional, c.a. con un tiraje de 500 ejemplares. Maracaibo, Rep煤blica Bolivariana de Venezuela



Rafael María Baralt es sin duda uno de los escritores del siglo XIX más reconocido en Venezuela e Hispanoamérica. La producción intelectual y los aportes de Baralt los encontramos en la historia, literatura, poesía, en sus escritos políticos, en sus artículos de prensa y finalmente en su contribución como diplomático. Destacó como uno de los grandes prosistas de la lengua castellana, hasta el punto de figurar como el primer hispanoamericano en ocupar un sillón en la Real Academia de la Lengua Española en 1853. A pesar del poco tiempo de su existencia física, creó un estilo propio y nos dejó obras que le acreditan como maestro de la lengua castellana. En los últimos años de su vida, desde España, tuvo voz de continente, es el alma de América hablando desde Europa en cátedras de sociología y de humanidad; es el maestro, en toda la plenitud de su mensaje. Habla, escribe, piensa, y sus ideas, grandes y signadas de eternidad, ruedan, por sobre el filo de su época hasta alcanzar el germen de los siglos. Sus obras aún son consultadas por lectores que quieren profundizar en el mundo de la historia, la filología, la poesía o simplemente por aquellos que estudian la historia de las ideas políticas en Venezuela y Europa. La publicación de esta antología en particular, es emblemática, pues representa el primer esfuerzo de nuestra casa de estudios por plasmar parte de los escritos que muestran sus aportes en cada uno de los géneros literarios en que incursionó.

Jorge Vidovic López Coordinador del CESHC-Unermb


Hilario Atienzo Bustillo Es pintor, caricaturista, ilustrador y diseñador gráfico; desde el año 2005 se desempeña como dibujante en jefe en el Fondo Editorial de la Unermb. A partir del año 2012 cumple funciones como diseñador gráfico en Tecnología Educativa de la misma universidad.

Cuadro: Óleo sobre madera. Título: Rafael María Baralt a la orilla del Lago de Maracaibo. Dimensiones: 25cent X 35 cent. 2013


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