CRÍTICA / MISCELÁNEA La Jornada Aguascalientes / Aguascalientes, México. SEPTIEMBRE 2017 / Año 8 No. 135
El artilugio de Damastes
Jorge Alfonso Chávez Gallo jachagallo@gmail.com
N
o parece que sea muy difícil llegar a tiempo al trabajo por ejemplo, cuando se conoce la ruta y lo que resulte pertinente. Creo no estar en un error si digo que para la mayoría de las personas, la mayor parte del tiempo, es así, puesto que lo hacen, y no se los ve muy consternados por ello. De este modo, no parece que sea pedir mucho que las personas se organicen y estructuren una rutina que les permita levantarse, hacer ejercicio incluso, desayunar, quizá beber algo de café, luego llevar a los niños a la escuela y todavía llegar a tiempo al trabajo. Pero al menos a mí algo como eso se me figura una tarea titánica. Y es que el mayor obstáculo soy yo mismo. Con tal de considerarlo más detenidamente debo señalar la siguiente diferencia: la situación cambia radicalmente cuando se trata no del trabajo, sino de una cita concertada con alguien, para decirlo con más claridad, libremente. En un caso como é ste, además de que la hora de encuentro ha sido fijada mediante un diálogo, por una ocasión, y en consideración de las propias limitaciones, lo más importante es que llegar a tiempo constituye una muestra de respeto al tiempo de la otra persona (y eso, el tiempo que nos resta de vida, trátese de un segundo o de una década, es justo nuestra única posesión real). No es que por ello me resulte más sencillo llegar a tiempo al lugar acordado, sino que (y este creo que es el meollo del asunto) esos ingentes esfuerzos parecen estar plenamente justificados, a diferencia de lo que ocurre en el otro caso. En el trabajo no suelen preguntarle a uno a qué hora puede ir a trabajar en efecto, pero no sólo eso, sino que además uno tiene por lo común que llegar a esa hora todos los días. Diario. Cada día a la misma hora. Lunes, martes, miércoles, jueves y viernes por lo menos, a la misma hora… Diario. ¿Y por qué? Pero eso no es todo. Cuanto más lo considero, más insensata me parece la expectativa de que no una, sino apenas una decena de personas llegue al mismo lugar a la misma hora un día, y el siguiente y luego el otro y nuevamente el que le sigue y así, cada uno de los días de la semana, del mes, del
año, de la vida de esas diez personas (exceptuando vacaciones, días feriados y fines de semana por supuesto). Piénsese en lo que ha de hacerse para que ello sea así: la tarea, en primer lugar, resultaría imposible si no existieran los relojes precisos que usamos hoy. Lo que hacen éstas en apariencia modestas maquinitas, es algo descomunal. No me refiero por supuesto a su funcionamiento, que por sí solo puede considerarse ya prodigioso (sé que hay máquinas mucho más elaboradas que realizan tareas menos discretas, pero ninguna de ellas se habría elaborado si nadie jamás hubiera construido un reloj), sino a su finalidad. Imprecisamente se dice que lo que hacen es medir el tiempo. Si somos más estrictos hemos de decir que su función es medir la duración de los sucesos: cuánto tarda algo en ocurrir, o en llevarse a cabo… Para medir una cosa hay que compararla con otra (una regla con una línea dibujada sobre un papel), para medir un suceso hay que compararlo con otro: el recorrido circular de una manecilla (o el centellear de una luz) con el acto de desayunar. Hasta ahí todo parece muy simple, pero gracias a eso ha sido posible viajar a la luna. Gracias a eso ha sido posible que dos personas hagan una misma cosa con relativa simultaneidad sin tenerse a la vista siquiera. Éste es el pequeño grano sobre el que se ha erguido el mundo moderno. Pero también la más atroz de las tiranías: hoy los relojes palpitan sin necesidad de que les demos cuerda, por decirlo así, sino que su tic-tac se ha vuelto el fondo sobre el que nuestra vida entera transcurre, atosigadamente. Pedirle a alguien que llegue cada día a la misma hora a un mismo lugar es pedirle que ajuste su vida durante cada uno de esos días al ritmo indolente de la maquinita. (Que ajuste su vida, es decir, su hambre, su miedo a morir atropellado o a ser asaltado de nuevo, la urgencia por ir al baño, sus impulsos sexuales, su tos y su estornudo impertinente, la nostalgia por aquel amigo muerto en la juventud, sus ganas perentorias de quedarse mirando un árbol, la llamada de Montaigne o de Thoreau desde las páginas de un libro guardado… Su vida, esto es, lo único que tiene). ¿Y para qué?
• PÉNDULO21 / 1 / SEPTIEMBRE2017 •
CONTENIDO: El artilugio de Damastes JORGE ALFONSO CHÁVEZ GALLO
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