CRÍTICA / ANIVERSARIOS FELICES La Jornada Aguascalientes / Aguascalientes, México. ENERO 2019 / Año 10 No. 150
La filosofía y el periódico
Jorge Alfonso Chávez Gallo1
L
os antiguos filósofos griegos no solamente postulaban una serie de teorías acerca de la realidad y del hombre, sino que lo que proponían era ante todo una forma de vida. En cualquier caso, las teorías que postulaban acerca de la realidad tenían como consecuencia ineludible una determinada forma de vida. El personaje de Sócrates es ejemplar a este respecto. En su Apología de Sócrates, Platón lo presenta defendiéndose de la acusación de impiedad en el juicio en que se juega la vida. En su defensa, Sócrates expone el ejercicio de toda su vida, el filosofar, como el de una devoción a una encomienda del dios Apolo: mostrar que lo que hace a un hombre sabio es saber que es ignorante. El ánimo sereno que Sócrates muestra frente a la que parece una muerte inminente es consecuencia de ese postulado: ignoramos lo que sigue a la muerte, si es que le sigue algo, por lo que no podemos afirmar ni que es bueno ni que es malo, y por ende el sabio ni teme a la muerte ni la anhela. Así pues, su religiosidad se manifestaba en el acto de filosofar, y su vida consistía en un constante filosofar. Como se sabe, terminó prefiriendo la pena de muerte a una vida sin ejercer la filosofía. Y es que en el mundo precristiano, lo que nosotros hoy llamaríamos religiosidad, tenía muchas y muy variadas formas. Lo que vino a denominarse filosofía era una de ellas. La forma de vida que los filósofos antiguos intentaban encarnar era la de una vida guiada por el diálogo razonado con uno mismo y con los otros (esto es, el logos). En el mundo cristiano (en el que aún vivimos), en el que la religiosidad sólo puede tomar una forma (mientras que las restantes serán vistas como herejías), esta relación entre la forma de vivir y las teorías acerca de la realidad (esto es, la ciencia) se transformó en el conflicto entre la fe y la razón. Como consecuencia de ese divorcio los filósofos ejercen aún ese diálogo razonado entre ellos casi exclusivamente, enclaustrados en academias y en lenguajes especializados, y muchas veces sin que ello tenga consecuencias para su forma de vivir, lo mismo que aquellos a quienes hoy normalmente nombramos científicos; mientras que son los sacerdotes los que siguen dando consejos e incluso dictando cómo deberían vivir los demás, pero por lo general sin ejercer el diálogo razonado, sino ejer1 Para comentarios al autor dirigirse a la dirección: jachagallo@gmail.com-
ciendo una autoridad moral que nadie les ha dado, aparte por supuesto de ellos mismos (desde hace aproximadamente dos mil años); o adoctrinando a los infantes, quienes por lo general no tienen aún la capacidad de replicar o cuestionar o vislumbrar otras opciones, y en general mediante el uso de la fuerza, ejercida de distintas e incluso muy sutiles formas (formas que han ido desde la quema de brujas y herejes, así como las guerras santas, o el abuso sexual o el meramente psicológico que se da en las cotidianas amenazas a los niños con el infierno y cosas semejantes –si bien esta es una forma más sutil de ejercer la fuerza, habría que considerar si es mucho menos violenta que la otra). Creo que la antítesis que intento mostrar puede apreciarse más claramente comparando precisamente la relación del personaje de Sócrates, por un lado, y del sacerdote típico, por otro, con la verdad: el primero se comprende a sí mismo como alguien que persigue siempre la verdad (esto es, que nunca la posee del todo), alguien cuya sabiduría consiste en reconocer su ignorancia; el segundo, en cambio, entiende su tarea como la de quien es poseedor o guardián de la Verdad, y tiene por ende la responsabilidad de conducir a los otros hacia ella. No digo que la religiosidad cristiana que terminó imponiéndose al resto en Occidente niegue en todas sus formas la racionalidad, pero sí que en los casos en que no se plantea una oposición directa entre la fe y la razón, existe el presupuesto básico e incuestionable de que lo que sea que resulte racional coincidiría al cabo con la revelación. Así, la preocupación fundamental acerca de la forma en que es mejor conducirse en la vida ha quedado al margen de los debates filosóficos para la gran mayoría de la gente, que tiene que buscar entonces alimento para la reflexión acerca de su propio vivir, precisamente en lo que hoy llamamos religión, y últimamente también en el fenómeno de la superación personal, autoayuda y similares, cuando no en supercherías como la astrología y semejantes. En ninguno de eso ámbitos la primacía la tiene el diálogo razonado, la reflexión crítica, el rigor lógico y la consideración impersonal de las cosas que caracterizaría a quien practica la filosofía (esto es, en quien la lleva a la práctica, y no la considera un mero ejercicio teórico). Por ello es de celebrarse que un espacio como el de Péndulo 21, en el que la reflexión filosófica está a disposición de quien compre un periódico, perdure, cosa que en parte sorprende en una ciudad en la que en resumidas cuentas y para decirlo pronto, no se lee. Y no me refiero sólo a que la gente no suela comprar libros y pasear la mirada por sus páginas: no únicamente falta afición a la lectura, faltan buenos lectores incluso entre quienes compran libros. Y es que ser capaz de repetir las palabras escritas no lo hace a uno lector, de la misma manera en que ser capaz de garabatear en el papel letras formando palabras no lo hace a uno
• PÉNDULO21 / 1 / ENERO2019 •
escritor. (Ya no digo formar además con esas palabras oraciones, porque con el estado actual de la educación básica en este país con dificultades se llega a eso). Leer muchos libros y cosas así no es, tampoco, como suele pensarse, lo que hace de alguien un lector, porque es posible pasar la vista por los signos impresos en las páginas de muchos, muchos libros (y cosas así), sin que pase realmente nada, o muy poco. Y no, tampoco es suficiente que uno se aprenda lo que dice el autor en su libro, ni haber captado el punto de vista del autor, como se dice. Un lector puede serlo de una decena de libros (depende cuáles, por supuesto), si los ha leído hasta la médula y hasta con los huesos, como diría Unamuno. La lectura no es nada más un gusto, un placer (como repiten los cánticos de la mal llamada promoción cultural), como tampoco lo es la vida. Nadie vive porque le gusta, porque se divierte, porque la pasa bien. Tampoco el lector lee por eso, aunque no pocas veces, en efecto, se divierta y aunque le guste y suela pasarlo bien e incluso algunos libros (y cosas así) los lea sólo por eso. El punto es que para ser lector hay que enfrentarse también a esos libros que le exigen a uno arriesgar el pellejo. El lector es el que está dispuesto a jugársela en cada lectura. Por eso no lee ya libros que no le provoquen también vértigo. Ve en el libro la vida misma y en su vida la continuación de la lectura: lee a Kafka o a Dostoievski por ejemplo, y va encarnando los enigmas y los absurdos y los apuros que el libro guarda entre sus letras. No contempla personajes, sino otras formas posibles de sí mismo. Siempre es un riesgo ser el otro que uno puede ser, porque implica poner en cuestión lo que se es, lo que se ha hecho, lo que se ha creído hasta ahora (y seguramente en parte por eso los que viven de que la gente crea las cosas que ellos dicen resienten que otros lean, sobre todo si leen de veras). En parte por los libros que elige, ningún lector que lo sea sale inmune de los libros que lee.
CONTENIDO: La filosofía y el periódico JORGE ALFONSO CHÁVEZ GALLO De la caligrafía al vídeo ensayo: El pensamiento a través de la escritura y la oralidad PÁVEL ERNESTO ZAVALA MEDINA Porvenir y ansiedad a la tecnología IGNACIO RUELAS ÁVILA IGNACIO RUELAS OLVERA Por un periodismo libre y comprometido. Péndulo21/Crítica y La Jornada Aguascalientes ENRIQUE LUJÁN SALAZAR