CRÍTICA / PODER Y CIUDADANÍA La Jornada Aguascalientes / Aguascalientes, México. ABRIL 2019 / Año 10 No. 153
El poder
del cuarto poder Ramón López Rodríguez
“E
l medio es el mensaje”, decía el comunicólogo canadiense Marshall McLuhan, y con estas palabras, él anticipaba en los años sesentas y setentas el advenimiento de la “aldea global”. Con una lectura visionaria desde los mass media como la de McLuhan, es posible entender cómo las nuevas tecnologías de la comunicación y del entretenimiento, que abrumaron al imaginario colectivo con un constante bombardeo de sonidos e imágenes desde finales del siglo XIX y principios del XX, han sumido a las sociedades post-industrializadas actuales en el éxtasis de la representación de lo real. A decir del sociólogo Niklas Luhmann, los medios de comunicación masiva no sólo representan la realidad, sino que incluso la reconstruyen, produciendo “versiones alternas” o algo parecido a lo que Immanuel Kant llamaba ilusiones trascendentales. Según el teórico francés Guy Durandin, alrededor de los medios de masas se filtran formas de “mentira” con la edición maliciosa de los hechos y la desinformación intencionada, principalmente en la política, donde la publicidad y la propaganda tienden a unificar sus técnicas de captación de auditorios y generación de necesidades superfluas. Además, como dice la comunicóloga argentina Delia Crovi, los medios de comunicación son actores fundamentales en la construcción social de la incertidumbre que envuelve a las sociedades contemporáneas, creando atmósferas de peligros y riesgos potenciales que ellos mismos van suministrando en sus noticiarios o en sus programas de opinión y debate. Por si fuera poco, los mass media se han convertido, sobre todo a finales del siglo pasado y comienzos de éste, en inmensas productoras de espectáculos auditivos y visuales que han coadyuvado a, lo que podríamos llamar, “la pulverización” de la unidad cultural impuesta en los siglos XVIII y XIX por el mundo occidental ilustrado: así nacientes videoculturas, tecnoculturas, subculturas, contraculturas, culturas “populares”, culturas de masas, culturas urbanas y, últimamente, ciberculturas, ponen en crisis la legitimidad, el sentido y el entendimiento sobre la estructura del mundo social, no necesariamente para bien, como implicaría el cambio a una sociedad plural e incluyente de formas de pensamiento diverso y divergente, sino anticipando la derrota del pensamiento moderno y de su ideario racional, quedando la sociedad con-
temporánea abandonada en la adolescencia y el consumismo perpetuo. En su obra La sociedad del espectáculo, Guy Debord define “espectáculo” como aquella relación social que está mediada exclusivamente por imágenes. Ya no son cosas, como decía Marx, lo que establece el tipo de intercambios que se dan entre los hombres. Guerras simbólicas, colonialismos de la imagen, establecen nuevos tipos de relación social, cuyos significados llegan a caer en el absurdo, pues encontramos inversiones entre lo público, lo privado y lo íntimo que dan un nuevo sentido al precepto berkeleyano de “ser es ser percibido”. Así, por ganar audiencia y altos niveles de raiting, las personas, las instituciones, la vida misma se transforma o, mejor dicho, “se espectaculariza”, como parecen sostenerlo Zygmunt Bauman en La sociedad sitiada o Paula Sibilia en La intimidad como espectáculo. Por ejemplo, estas transformaciones por los media son muy visibles en la cultura política, donde la forma sustituye al fondo y, como dijimos, las barreras entre la propaganda y la publicidad se difuminan, reduciéndose la vida pública a una mera exhibición de la individualidad mercantilizada. Todo es talk show, reality show, serie de acción, espectáculo filantrópico o telenovela, de tanta aceptación en la Latinoamérica de nuestros días, donde el itinerario de los mass media, en muchos casos consecuente con el modelaje norteamericano neoliberal y del mundo globalizado, implicó fases de expansión inusitada en sectores como los del entretenimiento y el ocio, quedando rezagadas las asignaturas de la transparencia informativa y la opinión sin censura, principalmente cuando los medios son utilizados para la descarga de propaganda estatal en forma de comunicación social, o en la promoción de acciones personales o grupales de sectores políticos, intelectuales, científicos como toma de posición pública sobre algún problema: violencia, desigualdad, pobreza, globalización, imperialismo, identidad, etc. Sin embargo, la capacidad que tienen los medios de masas para influir en un auditorio no es un tema definido ni acabado. Las primeras investigaciones sobre ello, entre los años treinta y cuarenta del siglo XX en los Estados Unidos, advertían el tremendo poder que tenían estos sistemas para alterar nuestros deseos más íntimos. Entre los años cincuentas y los setentas, la tesis sobre la omnipo-
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CONTENIDO:
El poder del cuarto poder RAMÓN LÓPEZ RODRÍGUEZ
Ética, ciudadanía y opinión pública CAROLINA SÁNCHEZ CONTRERAS
Pluralidad ciudadana WALKIRIA TORRES SOTO
Hacia un concepto ampliado de ciudadanía ALEJANDRA REYES LIZAMA
Hacia un concepto ampliado de ciudadanía ALEJANDRA REYES LIZAMA
tencia de los mass media se matizó, asumiéndose que ellos sólo tenían la capacidad de potenciar intereses, deseos y creencias que ya estaban latentes en el auditorio. En los ochentas y noventas, como lo ve el teórico italiano Mauro Wolf, vuelve a ser necesario discutir sobre el poder que se arrogan los medios de masas, del llamado cuarto poder, para influir en un público. Si ya no es posible sostener la omnipotencia de los medios como hace más de medio siglo, de su inmenso poder para embrutecer o idiotizar, de crear consumidores sin conciencia, votantes sin alma, ¿de qué poder hablamos? Es la teoría que dice que los medios no nos dicen qué pensar, sino sobre qué pensar, es decir, que ellos fijan agendas (agenda setting), proponen temas, estructuran escenarios, atmósferas, la que quizá podría explicar el verdadero poder que ellos sostienen. Pero aún hay mucho que decir sobre el caso de los mass media y de su extraño poder.
Ética, ciudadanía y opinión pública
Carolina Sánchez Contreras Elecciones libres con opiniones impuestas, no libres, no conducen a nada. Un pueblo soberano que no tiene propiamente nada que decir, sin opiniones propias, es un soberano vacío. Giovanni Sartori1
P
ara decirse ciudadano ¿es suficiente con haber nacido en determinado lugar con un régimen de gobierno específico? O en otras palabras, ¿el carácter de ciudadano se nos da de manera automática como sucede al nacer con la nacionalidad, o se requiere de algo más para adquirir tal estatus? Y si esto es así, ¿qué es eso que se necesita para adquirir ciudadanía? Ciertamente la ciudadanía se construye, no es algo ya dado. En su sentido clásico ciudadano es quien participa de manera directa y activa -deliberando y decidiendo- sobre los asuntos públicos, los asuntos de la ciudad. Así, no participar convierte al individuo en no-ciudadano; es decir, al no participar no se recibe la investidura de gobernante -pero sí de gobernando-. En consecuencia, la participación en los procesos políticos de la ciudad es lo que atribuye el carácter de ciudadano. Ahora bien, ¿cómo puede participar un individuo para poder ser ciudadano? Mediante la opinión pública: los ciudadanos expresan su opinión -difu1 Sartori, Giovanni, ¿Qué es la democracia? Taurus, México, 2003, p. 88.
sión pública- sobre la gestión de los asuntos públicos de la ciudad política -referencia a la cosa pública-2, la opinión pública es ante todo una opinión política. En nuestro sistema de democracia representativa -y partidista-, los ciudadanos dan su opinión mediante su voto al elegir a sus gobernantes: “todo el edificio de la democracia se apoya, en el último término, sobre la opinión pública y sobre una opinión que sea verdaderamente del público, que realmente nazca en el seno de los que la expresan”3. Giovanni Sartori dice de la opinión pública que “no es “innata”: es un conjunto de estados mentales difundidos (opinión) que interactúan con flujos de información”4. Así, un elemento fundamental para forjar una opinión es la información, entonces, ¿quiénes y a través de qué mecanismos proporcionan la información al demos (al pueblo)? Existen sin duda diversas fuentes, no obstante, las más influyentes son los medios masivos de comunicación y los líderes de opinión –los expertos, los intelectuales-5. Más allá de las críticas y observaciones que respecto a 2 3 4 5
Ídem, p. 89. Ídem, p. 88. Ídem, p. 93. Ídem, pp. 94-100. Menciona una tercera fuerza que podemos caracterizar como efervescencia social -o en términos peyorativos populismo-, que son las irrupciones de la ciudadanía y que ejercen influencia en las opiniones públicas; ejemplo de esto es lo que recientemente se ha experimentando con los movimientos estudiantiles en el presente proceso electoral.
Pluralidad ciudadana Walkiria Torres Soto
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n estos momentos electorales es necesario hacer una revisión crítica del papel que nos corresponde desempeñar como ciudadanos dentro de la vida pública. Por lo que no debemos pasar por alto que muchas de nuestras prácticas cotidianas están en relación con las deficiencias y corrupción de nuestro sistema político. Debemos asumir nuestra responsabilidad ante las fallas de nuestra vida política, para esto será necesario revisar aquello que entendemos por ciudadanía y las actitudes y acciones que acompañan dicha noción. ¿Qué es un ciudadano? Es un individuo que está sujeto a una serie de derechos y obligaciones que lo hacen a la vez partícipe y responsable de la vida pública. Así ciudadanía es la capacidad de actuar y de convivir a través de la deliberación compartida y las acciones acordadas. Esta noción implica desarrollar ciertas aptitudes, las más importantes son: una racionalidad dialógica y el reconocimiento de la alteridad. De acuerdo con Fidel Tubino: “La racionalidad ciudadana es y debe ser por esencia una racionalidad comunicativa, dialógica, plural. La democracia, el buen gobierno, la deliberación política sólo son posibles desde el reconocimiento de
la alteridad. El otro no es una exterioridad que hay que asimilar o destruir.”1Esto significa que debemos de transitar de una racionalidad monológica a una racionalidad dialógica. Es decir, herederos de una tradición ilustrada y occidental solemos partir del supuesto de que existe un referente privilegiado que asegura que existe una razón correcta, un modelo económico-político óptimo para todas las sociedades y un sistema cultural adecuado para todos los seres humanos. Una racionalidad monológica descarta la posibilidad de dialogar con el que piensa diferente o no comparte nuestras creencias. No proporciona salidas incluyentes, ni plurales; en cambio una racionalidad dialógica – siguiendo a Tubino – significa ir más allá de la tolerancia porque es el esfuerzo por entender al otro desde dentro, mirarse desde la perspectiva del otro y auto recrearse recíprocamente. El desarrollo de la vida ciudadana debe ejercerse a través del diálogo, en el recono1 Fidel Tubino Arias-Schreiber “Ciudadanías complejas y diversidad cultural” en Devenires. Revista de filosofía y filosofía de la cultura, Morelia, Michoacán, año IV, no. 7, enero 2003, p. 188
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las fuentes se puedan hacer, el tema la información representa por sí mismo un problema, tanto por la calidad como por la cantidad de la información y por la inequitativa distribución de la misma; ya que en las llamadas “sociedades de la información”, sociedades altamente tecnificadas y mediatizadas, mientras para algunos sectores de la población “el torrente mediático”6 al que se está expuesto resulta abrumador para otros hay escasez de información. Así, tanto la sub como la des y la sobreinformación son un problema7. Lo que nos lleva a preguntarnos ¿qué y cuánta información será suficiente para formarse una opinión pública? Otro elemento esencial de la opinión pública es que debe ser autónoma8. Esto significa que es el demos, quien debe formar su propia opinión respecto a los asuntos públicos y hacérselos saber a sus representantes. ¿Quién forma la opinión pública de los mexicanos? ¿Tenemos líderes de opinión que puedan ser confiables para dar luces en este camino, o más bien repetimos formas heterónomas -acríticas, sesgadas, masivas, totalitarias- respecto de los asuntos políticos? La autonomía se vuelve entonces el concepto medular para la formación de una opinión pública del público; opinión que es el vehículo real que tiene el gobernado para hacer escuchar su voz cuando se requiere de su participación en los asuntos políticos. La autonomía es el corazón pulsante de la ciudadanía. En resumen: sin ética no hay opinión pública autónoma, sin ética no hay ciudadanía verdadera, y sin ambas ¿podemos hablar de auténtica democracia?
6 Expresión usada por Todd Gitlin en su libro: Enfermos de información. De cómo el torrente mediático está saturando nuestras vidas. 7 Sartori, op. cit., pp. 106-109. Ver también Homo videns. La sociedad teledirigida de Sartori. 8 Ídem, pp. 93 y 105.
cimiento de la diversidad y en la deliberación prudencial. Diálogo, pluralidad y prudencia se opone a las visiones autoritarias o unilaterales y, a la vez, va en contra de la postura acrítica, la pasividad y el conformismo. En asuntos públicos no hay mejor solución que aquella donde podemos integrar las voces de todos. Las aptitudes en política no tendrían que ser la lucha por el poder en favor exclusivo de un grupo sino hacer prevalecer el poder de todos. Ante la contienda electoral que ahora vivimos más que discutir argumentos nos encontramos con descalificaciones, y una competencia muy pobre que consiste sólo en defender que un candidato es bueno y los otros los malos. Lo cierto es que los presidenciables y sus partidos en esta materia nos proporcionan mucha tela de donde cortar. Tenemos una larga tradición de malos hábitos porque hemos supuesto que la finalidad de las contiendas electorales es que el candidato o partido político de nuestra preferencia gane a toda costa sin importar los medios. No importa si hay que mentir, hacer trampa, coaccionar o comprar voluntades. Así, en la victoria de algunos se pierde la posibilidad de que ganemos todos. El problema de fondo es que la democracia no ha enraizado en nuestras sociedades. Una de las grandes contradicciones es suponer que la ciudadanía consiste en asumir acríticamente una postura en favor o en contra de un partido o candidato, o incluso deliberar arguyendo que se votará
por “el menos malo.” No debemos confiar en una elección que se basa en la bondad o maldad de un posible gobernante y después de eso esperar que el candidato electo nos haga el milagro de transformar este país y acabar con la pobreza, el desempleo, la seguridad, etc. Tenemos que ir más allá y ser capaces de tomar parte de la responsabilidad que nos compete como ciudadanos. Tendremos que ser capaces de exigir y de participar en favor de una democracia verdadera que permee nuestra vida cotidiana.
Ante una sociedad heterogénea el reto es lograr comunicarnos, debatir ideas, ofrecer argumentos, compartir nuestras ideas y no sólo descalificar. Ante la emergencia de algunas voces ciudadanas, como lo es el movimiento de estudiantes universitarios tendremos que enriquecer sus demandas, ofrecer nuestra perspectiva y sobre todo sumarnos a la pluralidad a través de la razón dialógica. Sin estos aspectos, la participación ciudadana y la democracia quedaran atrapadas en puras ilusiones y encarceladas en sus contradicciones.
Política, ciudadanía y sociedad
Clara Müller Maldonado
L
a política, como lo señala desde su raíz etimológica griega traducible como «ciudadano», «civil», «relativo al ordenamiento de la ciudad», implica por tanto al ciudadano individual como a la colectividad a la que pertenece que por su intermediación busca acuerdos para alcanzar objetivos comunes; en sus orígenes clásicos griegos la política era una actividad por la cual en las ciudades/estados como Atenas y Esparta, los asuntos públicos más relevantes se debatían y definían por la asamblea de ciudadanos libres, con lo cual toda decisión ahí alcanzada adquiría el carácter de “cumplimiento obligatorio” para la sociedad en su conjunto, al punto que el filosofo Solón señalaba que: “La ley permite dar muerte al ciudadano que se mantenga neutral en medio de las discordias civiles”. Si bien en el caso de la Grecia antigua, la actividad política implicaba formas de gobierno democráticas históricamente inéditas; incluso en civilizaciones anteriores como fueron la egipcia y la asiria, que vivieron bajo gobiernos autocráticos, debe considerarse que existía alguna variante de actividad política pues el “gobernante” aun bajo la opción de testa coronada y con todos los atributos derivados de su origen “divino” debía tomar sus decisiones relevantes considerando a los diversos actores sociales, económicos y religiosos que interrelacionaban con él; de lo contrario sus propuestas y decisiones podían llevarlo al fracaso pues ningún autócrata gobernaba en el sentido estricto por “sí mismo”. Un ejemplo relevante del papel de la política en los regímenes autocráticos que prevalecieron hasta el Renacimiento lo demuestra el texto El Príncipe de Nicolás Maquiavelo, clásico en el terreno de las ciencias políticas, donde el autor da consejos al gobernante para el mejor desempeño de sus labores de gobierno. La actividad política se modifica y alcanza un nuevo nivel de complejidad con los regímenes democráticos, cuyo mejor precedente histórico se da en la Inglaterra del siglo XIII a partir de la firma de la “Carta Magna” por el rey Juan I ante la presión de los nobles, donde por primera vez se acota el poder absoluto del rey y se le sujeta al escrutinio de una instancia exterior o Parlamento, en el que los representantes de algunos estamentos sociales conforman un poder alternativo. Esta representatividad, sin embargo, no abarcaba a todas las capas sociales, pues excluía a los “burgueses”, habitantes de las ciudades o burgos, a los campesinos medios y pobres y, en la más baja escala social, a los siervos de la gleba, pues sólo la nobleza podía ser parte del Parlamento.
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Debieron ocurrir profundos cambios sociales y económicos y alguna que otra revolución para que la democracia se ampliara e incorporara en sus mecanismos de decisión a todos los actores de una sociedad, empezando por la revolución francesa en 1789 y que se continuó en el siglo XIX con las guerras de independencia en América y las revueltas sociales europeas. Como resultado de éstas, las aristocracias y oligarquías gobernantes aceptaron paulatinamente el reconocimiento de “ciudadanía” a otros grupos sociales, aunque siempre con limitaciones: en Francia para poder votar y ser votado se debía tener propiedades, en muchos países se excluía del derecho al voto a los analfabetas, prácticamente en todo el mundo la categoría de ciudadano no aplicaba a las mujeres. Fue prácticamente producto de siglo xx la universalización del derecho al voto junto con el retroceso de regímenes autoritarios y coloniales, lo que nos ha llevado a una normalización de la democracia como sistema de gobierno generalizado y en consecuencia, a considerar a la actividad política como importante para el desarrollo de las sociedades y naciones. Con todo, en las complejas sociedades modernas, donde coexisten e interactúan múltiples actores sociales con, en ocasiones, intereses contradictorios y enfrentados, sólo a partir de una sana actividad política, que privilegie los puntos en común, consensos y acuerdos, se hace posible una propia gobernanza en las naciones. Aunque suene un tanto a Perogrullo pero se puede postular que entre mayor consenso se obtiene al interior de una naciones, mayores son las oportunidades de construir objetivos comunes y alcanzarlos a través del esfuerzo conjunto. La asamblea en el ágora griega, paradigma de la actividad política ciudadana, no puede ser simplemente replicada en sociedades tan complejas y donde el número de habitantes y extensión geográfica de los territorios hacen inviable esta convocatoria; en su lugar la única opción son las jornadas electorales, donde a partir de unas reglas fijas y transparentes y con la participación de los actores políticos organizados el conjunto de la ciudadanía expresa sus acuerdos y desacuerdos y participa así, en las decisiones comunes. Para concluir, no quiero desestimar todas las críticas que se han levantado a la naciente democracia mexicana, pero si quiero recordar la palabras del canciller de Inglaterra, Sir Winston Churchill que apuntaba que “la democracia es el peor de todos los gobiernos, excluyendo todos los demás”.
Hacia un concepto ampliado de ciudadanía Alejandra Reyes Lizama
L
a “ciudadanía” concebida principalmente como posesión de ciertos derechos, puede considerarse, en cierto sentido, un reduccionismo, en la medida en que algunos fenómenos de las sociedades contemporáneas parecen estar dando cuenta de que la ciudadanía involucra, o requiere, otras dimensiones, además de la política entendida convencionalmente. Así por ejemplo, resulta evidente que nuestra sociedad actual carece de suficiente adhesión de los individuos al conjunto de la comunidad, pues, derivada del liberalismo predominante, que pone énfasis en la felicidad de los individuos dejando de lado la preocupación y participación en los asuntos públicos, la noción de una vida de calidad, parece anclarse principalmente en el sujeto, con el consecuente distanciamiento de la colectividad. Sin embargo, parece también evidente, que hay ciertos proyectos humanos que no pueden conseguirse a partir de individuos aislados, sino que requieren del concurso social, nacional, y en algunos casos, mundial para realizarse. Por esto, es necesario ampliar el concepto de ciudadanía en la multiplicidad de sus significados que se extienden hacia ciudadanías económicas, sociales, civiles y multiculturales. Si bien estas ampliaciones de la ciudadanía se han ido desarrollando en una suerte de estadios evolutivos en el mundo europeo, y nuestra evolución como sociedad está aún lejos de esos países desarrollados, esto no constituye un motivo para abandonar la ciudadanía civil y para que no podamos procurarnos antes, una concepción de ciudadanía como pertenencia, como si se tratara de una escala inalterable. Hemos dado mayor relevancia a la idea de una ciudadanía civil porque apunta a una visión más subjetiva que a diferencia de las concepciones tradicionales que enfatizan el grado de participación política, económica, el hecho de pertenecer jurídicamente a una comunidad, o recibir beneficios del Estado; esta otra concepción apunta a lo que significa la pertenencia y la participación en un grupo, en una sociedad, y cómo este vínculo es la clave para generar una ciudadanía activa. En tanto que apela a “lazos ancestrales” de pertenencia que están antes que el Estado, y por tanto convocan a la participación con mayor entusiasmo. La ciudadanía civil encuentra notables y renovadas bases teóricas en los pensadores de la sociedad civil, quienes han enfatizado en la importancia que el contexto y las redes extraoficiales tienen en la configuración de la vida social y más aún, de la vida de calidad. Compartiendo esta visión de las cosas, podemos encontrar una posible vía de solución al problema del desapego que manifiesta la juventud hacia los procesos políticos tradicionales. El intento por superar esta situación es patente y proviene de distintos sectores. Por una parte, está la perspectiva que apunta a la legalidad, la propuesta […] que aboga por un cambio en el sistema jurídico e institucional. Sin
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embargo, para mejorar la participación de los jóvenes y de los ciudadanos en general en los procesos electorales, no basta con que la inscripción y el voto sean obligatorios (antes bien, habría que tomar esta idea con mucha cautela). Buscar que una ciudadanía que interpele desde la subjetividad, no desde la norma, sino desde la práctica en la sociedad y particularmente en el escenario escolar. En este punto nos parece imprescindible que la educación se haga cargo de una noción de ciudadanía ampliada como la que hemos descrito, es decir, una ciudadanía que reconozca y estimule a la juventud en su especificidad. Adela Cortina sostiene la tesis de que es posible ser ciudadanos repitiendo las normas que se han establecido socialmente. Sin embargo esta aplicación automática de la norma, por condicionamiento, no asegura su cumplimiento cada vez. El único modo en que las normas, derechos de todos y deberes sean respetados siempre, es que el individuo las haya asumido libremente, que no sean una imposición, sino una adhesión auténtica, es decir, autónoma, a ciertos principios que nos parecen válidos. De modo que ese entrecruzamiento entre norma y voluntad, se ha develado como el paso necesario para conformar una auténtica democracia, caracterizada principalmente por la participación de ciudadanos activos. En este caso, la escuela es la primera instancia en donde ese entrecruzamiento tiene cabida, en el entendido de que practicando los valores democráticos y no sólo respetando la norma escrita, es como nos hacemos realmente ciudadanos. La escuela es el lugar primordial en donde los sujetos no sólo aprenden conceptualmente lo que es la ciudadanía, sino que también pueden ejercerla. Como afirma Cortina, la civilidad no surge de una generación espontánea, sino que requiere de un vínculo armonioso entre la sociedad y cada una de las personas, y sus tareas específicas. De parte de la sociedad una organización tal que reconozca efectivamente a cada uno de sus miembros, y de parte de éstos, la adhesión e identificación suficiente para comprometerse en tareas colectivas.1 En síntesis, reconocemos la importancia de algunas de las propuestas institucionales de orden legal, pero asumimos también que estas propuestas no pueden estar disociadas de una formación ciudadana de los sujetos, a la que le antecede la masificación, ampliación y profundización de las innovaciones que han comenzado a realizarse en el plano de la educación, con el fin de ir construyendo una armonía que sustituya a la tradicional dicotomía entre sentimiento y razón por una unión entre la legalidad que aceptamos por obligatoriedad y los valores que arraigan en nosotros como personas a la vez racionales y emocionales. 1 Cortina, Adela, Ciudadanos del mundo, Hacia una teoría de la ciudadanía. Ed. Alianza, Madrid, 1999, p. 25.
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EDITOR Enrique Luján Salazar
DISEÑO Genaro Ruiz Flores González
COMITÉ EDITORIAL Ignacio Ruelas Olvera Lucía Carolina Muñiz Leal Cynthia Ramírez Félix Walkiria Torres Soto
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