Correo Del Sur No 473

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Enero 10, 2016

-Desigualdades sin fronteras -América Latina: El Estado es un problema -Cómo la izquierda radical y la derecha nacionalista se están comiendo el centro político en Europa -La distancia entre pobres y ricos está agrandándose a un ritmo sin precedentes -Pensar en occidente: pensar el humanismo


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Desigualdades Ulrick Bech

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ada vez más niños en Alemania crecen en situación de pobreza. Millones de habitantes de las regiones pobres del mundo arriesgan su vida para participar de la supuesta riqueza de los países occidentales. En Europa y en los EEUU, pero también en China, Brasil, Rusia e India, crece la brecha entre ricos y pobres. Tras estas noticias, subyace una determinada concepción de la desigualdad entre los seres humanos, surgida en la transición hacia la sociedad moderna y que ahora, al inicio del siglo XXI, en la era de la globalización y del cambio climático, se ve removida desde sus fundamentos. El orden social premoderno se sustentaba de principio a fin en el supuesto de que los seres humanos eran desiguales por naturaleza y que el origen de la desigualdad social debía buscarse en la voluntad de Dios. Con la reivindicación ilustrada-revolucionaria de la igualdad de todas las personas, se rompió está visión de mundo. Si las personas por naturaleza no son desiguales, sino iguales, entonces la desigualdad social está sujeta al cambio y los privilegiados de hoy pueden ser los marginados del mañana. Y políticamente esto significa que en principio todas estas desigualdades son modificables y requieren de una justificación. Sin embargo, este principio ha sido aplicado desde el siglo XVIII y hasta hoy en las realidades de Europa y EEUU solo al interior de límites claramente marcados y con omisiones bien específicas. Todas las personas son iguales, pero esta igualdad no rige para negros, judíos ni mujeres y, sobre todo, termina en las fronteras de los estados nacionales. En consecuencia, las desigualdades pueden florecer más allá de la reja del jardín nacional, lo que puede ser motivo de indignación moral, pero políticamente sigue siendo irrelevante. Al fin y al cabo existe un límite claro entre la sociedad y la naturaleza y, con ello, entre la desigualdad social y natural. La primera requiere de justificación política, la segunda no. Hoy día, todas estas premisas se están cuestionando. La superposición, también se podría decir el choque, entre las crecientes expectativas globales de igualdad (derechos humanos) y las también crecientes desigualdades globales y nacionales, por un lado, y las consecuencias radicalmente desiguales del cambio climático y del consumo de recursos naturales, por otro, podrían barrer rápidamente -tal como lo hizo el huracán Katrina con las casas de los pobres en Nueva Orleans- con todo este constructo de premisas de una desigualdad que puede mantenerse a raya dentro de los estados nacionales. Nuevamente estamos viviendo un cambio de época del orden global y social, el que, sin embargo, recién está penetrando en la conciencia pública. Quiero describir este cambio con cuatro tesis. 1. La igualdad social se transforma en una expectativa global Las desigualdades sociales se transforman en problema o materia de conflicto no porque los ricos se hagan cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobre, sino solo en la medida que las normas y expectativas reconocidas de igualdad, es decir, los derechos humanos, se propaguen. Quien quiera comprender la efectividad política de las desigualdades sociales, debe preguntarse por la historia de la igualdad social. Entonces, hay que diferenciar claramente entre la realidad de la desigualdad social y el problema político de la desigualdad social. Así, las desigualdades sociales se vuelven escándalo en un momento histórico relativamente tardío y, en primera instancia, a partir de una contradicción específica: todos los seres humanos son al mismo tiempo iguales y desiguales a lo largo de las fronteras nacionales. En este sentido, las fronteras nacionales obran como línea divisoria de la percepción: ellas transforman las desigualdades sociales en hechos políticos –hacia dentro– y las producen, estabilizan y legitiman hacia fuera. ¿Bajo qué condiciones se triza esta visión del mundo? Ironía brutal: La desigualdad entre pobres y ricos en la sociedad global toma la forma de una copa de champaña. Los 900 millones de personas, privilegiados por la bendi-

ción de haber nacido en occidente, son responsables del 86 por ciento del consumo global, del 58 por ciento de la energía mundial y disponen del 79 por ciento de los ingresos del mundo. El quintil más pobre, mil doscientos millones de personas, alcanza al 1,3 por ciento del consumo global, al 4 por ciento del consumo energético y dispone del 1,5 por ciento de todas las líneas telefónicas. No es difícil entender por qué los ricos se solazan en su bienestar. ¿Pero cómo es posible que esto sea aceptado por los pobres que viven en la dominación? Al quinto de la población mundial que vive en peores condiciones (estas personas poseen en conjunto menos dinero que la persona más rica del mundo) les falta de todo: alimentos, agua potable limpia y un techo bajo el que vivir. ¿Qué hace posible que este orden global de la desigualdad sea legítimo y estable? Mi respuesta es: el principio del rendimiento legitima la desigualdad nacional, el principio del estado nacional legitima la desigualdad global. Las fronteras nacionales establecen una radical división entre desigualdades políticamente relevantes e irrelevantes. Las desigualdades al interior de las sociedades se perciben con fuerza; mientras las desigualdades entre sociedades nacionales se mantienen invisible. Así, la “legitimación” de las desigualdades globales descansa en un apartar la vista institucionalizado. La toma de razón de lo que ocurre dentro de las fronteras “libera” de la toma de razón de la miseria del mundo. Las desigualdades entre países, regiones y estados se consideran políticamente incomparables. Incluso las enormes diferencias de ingresos entre personas de la misma calificación pero distinta nacionalidad solo alcanzan notoriedad política al interior de un horizonte de percepción de igualdad social. Es decir, si las personas pertenecen a la misma nación o a la comunidad de estados de la UE o trabajan en el mismo consorcio aun cuando lo hagan en diferentes filiales nacionales. Pero eso, exactamente, es lo que invisibiliza la mirada nacional: mientras más normas de igualdad se difundan por el mundo, más difícil y cuestionable se

volverá ignorar las realidades. Las democracias ricas llevan la bandera de los derechos humanos hasta el último rincón del planeta, sin darse cuenta que con esto le están quitando legitimidad a la fortificación de las fronteras nacionales, con la que quieren detener las oleadas de migrantes. Muchos migrantes se toman en serio la anunciada igualdad del derecho humano a desplazarse libremente y se encuentran con países y estados que quieren ponerle fin a la norma de igualdad en sus fronteras armadas. 2. Ya no podemos entender la desigualdad social en el marco de los estados nacionales La percepción de la desigualdad social en la vida diaria, la política y la ciencia se basa en una concepción de mundo para la cual las fronteras territoriales, políticas, económicas, sociales y culturales son una. Pero en la realidad, el mundo se vuelve cada vez más interconectado. El aumento de los tejidos e interacciones que traspasan las fronteras nacionales obliga a una nueva evaluación de las desigualdades sociales Ese cambio de perspectiva se basa en tres premisas: Las clases sociales son solo una de las formas históricas de desigualdad. El estado nacional es solo uno de los marcos de significación históricos. El „fin de la sociedad de clases nacional“ no significa „el fin de la desigualdad social“, muy por el contrario, profundiza la desigualdad, tanto a nivel nacional como transnacional. Los estados nacionales recién surgidos lograron desarrollar las instituciones políticas y de dominación que les permitieron limitar los daños sociales y culturales del capitalismo industrial moderno. Eso ocurrió al interior de las fronteras territoriales del estado nacional y constituyó una suerte de matrimonio entre dominación y política que hoy ha terminado en divorcio. La dominación, correspondientemente, transformada en un poder difuso, se traslada en parte al ciberespacio, a los mercados y al capital móvil, y en parte se descarga incluso sobre el individuo que debe hacer frente solo a los riesgos. Ni más ni menos que los Es-


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sin fronteras

tados Unidos inician ahora como respuesta a la crisis financiera el escape hacia un socialismo estatal para los ricos. ¿Cómo se van a determinar los núcleos de desigualdad social del sistema en un mundo en el que las fronteras nacionales –por lo menos para los flujos de capital e información– se han vuelto permeables? En gran medida –lo que resulta muy interesante- a través de la respuesta precisamente a esa permeabilidad de las fronteras. En lo más alto de la jerarquía de las desigualdades sociales se ubican los “transnacionalizadores activos”. Estos disponen de recursos de todo tipo: pasaportes, certificados de estudios, idiomas, dinero, en otras palabras, capital cultural, social y económico. Entre ellos, se cuentan grupos muy diversos: por cierto, las elites globales, que ya no solo piensan y actúan en categorías de espacios nacionales; pero también gran parte de las generaciones jóvenes, que viven conscientemente en una dimensión transnacional, se desplazan de manera correspondiente, estudian en el extranjero, establecen redes de amigos, multiplicando de esa manera su “capital de relaciones”, y por último, también los migrantes que utilizan las posibilidades de la globalización, por ejemplo empleando al grupo familiar como recurso social. Al otro lado de esta división está el centro global, temeroso del descenso, que sufre pasivamente la globalización. Aquí encontramos una mayoría muy heterogénea, compuesta por aquellos que definen también su existencia material fundamentalmente en términos territoriales y que frente a la amenaza a su estándar de vida, insisten en la renovación de las fronteras territoriales y de la identidad nacional, demandando la protección del estado. Estos tiempos inseguros muestran aquí su cara neonacionalista: el odio a “los otros”, a los extranjeros, a los judíos y los musulmanes, crece. Honestamente, aquello que debería calmar al centro en descenso, el doble argumento de que la globalización es nuestro sino y el proteccionismo es contraproductivo, no consuela ni salva a nadie. Los electores no son masoquistas, no votan por el partido que promete su descenso. Sin la aprobación del centro nacional a nivel mundial, la política que defiende o está

efectos del potencial catastrófico generado por un grupo de personas, recae en „otros“, en personas de otros grupos humanos o de las generaciones venideras. En este contexto resulta aplicable el principio de que, quien toma la decisión de provocar riesgos para otros ya no puede ser responsabilizado por ello, generándose así una irresponsabilidad organizada. Los más pobres entre los pobres viven en la región de Sahel al borde del precipicio, y el cambio climático los está empujando al abismo, precisamente a ellos, que son quienes menos han contribuido a este proceso. Según todos principios vigentes, se trata de una injusticia flagrante. A la vez, sin embargo, aparece como una “catástrofe natural“: periodo de sequía. ¿Qué significa todo esto? ¿En qué medida la desigualdad social se transforma desigualdad natural? En la medida que los más afectados ven que se les deja solos en su situación catastrófica, ellos la aceptan como si fuese “natural”. La lucha por la sobrevivencia se vuelve aislada. Si la base de legitimación de la desigualdad global se vio remecida por la difusión de normas de igualdad, ahora vuelve a ganar solidez: bajo la impresión de la catástrofe “natural” de generación social, la naturaleza misma se transforma en base de legitimación. Quien reflexiona en conjunto los argumentos hasta ahora planteados chocará con la paradoja de que mientras las normas de igualdad ganen validez a nivel global más irresolubles se volverá el problema del clima y más devastadoras las desigualdades socio-ecológicas de los efectos secundarios. No es una perspectiva muy auspiciosa. 4. El cambio climático es jerárquico y democrático El cambio climático agudiza las desigualdades sociales existentes entre ricos y pobres, centro y periferia, ¡pero a la vez las resuelve! Mientras mayor sea el peligro para el planeta, menor es la posibilidad incluso para los más ricos y poderosos de sustraerse a él. El cambio climático es ambas cosas a la vez jerárquico y democrático. dispuesta incluso a construir la integración internacional, Esto contiene también una nueva demanda de iluspierde su base de poder. tración. El cambio climático libera un “momento cosmo3. En el cambio climático se funden desigualdades so- polita“: los riesgos globales se confrontan con los otros ciales y naturales aparentemente lejanos. Estos echan abajo las fronteras El cambio climático, considerado producto del ser hu- nacionales y mezclan lo de adentro con lo de afuera. El mano y catastrófico, constituye un nuevo tipo de síntesis otrora lejano otro se vuelve otro interno, no tanto a conseentre naturaleza y sociedad. La consecuencia política es cuencia de la migración, sino mucho más a consecuencia que la concepción de mundo de una igualdad natural de de los riesgos globales. La vida diaria se vuelve cosmopolitodos los seres humanos es reemplazada por una concep- ta: las personas deben conducir y entender sus vidas en la ción de mundo de una desigualdad natural, es decir pro- interacción con otros y ya no en la relación con sus iguales. vocada por catástrofes naturales, de los seres humanos. El ingenuo realismo catastrófico de uso común conLos síntomas son conocidos: calentamiento de la funde. Puesto que esta diferenciación es importante: los tierra, deshielo de las capas polares, aumento del ni- riesgos climáticos no son equivalentes a las catástrofes vel del mar, desertificación, mayor número de huraca- climáticas. Los riesgos climáticos son la anticipación en nes. Todo eso es manejado como catástrofes naturales. el presente de catástrofes futuras. Y ya la anticipación Pero la naturaleza en sí no es catastrófica. El poten- del cambio climático echa a andar una transformación cial catastrófico refleja mucho más la vulnerabilidad fundamental hoy y aquí. Desde que se aceptó que el social de determinados países y grupos de pobla- cambio climático tiene su origen en la acción humana ción frente a las consecuencias del cambio climático. y consecuencias catastróficas para la naturaleza y la soEl principio del estado nacional, así argumenté, no ciedad, el naipe ha vuelto a mezclarse en la sociedad y estará por mucho tiempo más en condiciones de re- la política, y esto en todo el mundo. Por ello, es un gipresentar las desigualdades del cambio climático. ¿Qué gantesco error ver el cambio climático como un camino podría tomar su lugar? irreversible hacia el apocalipsis. Mi propuesta: el principio de los efectos colaterales. El cambio climático abre de manera inesperada tamEste dice: La unidad básica de la desigualdad natural-so- bién la posibilidad de superar la estrechez mental de la cial la constituyen personas, pueblos, regiones que por política y desarrollar, precisamente, en interés nacional, sobre las fronteras nacionales se ven existencialmente un realismo cosmopolita. El cambio climático es ambas afectados por los efectos secundarios de las decisiones cosas a la vez. Es ambivalencia pura. La humanidad de otros. El no querer tomar conciencia de los riesgos del puede sucumbir al error de la cuncuna. Esa cuncuna medioambiente como riesgos del mundo interno, ocurre humana se encuentra en el estadio en el que está sacon mayor frecuencia allí donde las personas no tienen liendo del crisol y lamenta su desaparición porque no posibilidad de escapar. Correspondientemente, los ries- se imagina la mariposa que llegará a ser. gos se trasladan a un lugar, donde no se tiene conciencia Al revés, podría suceder que nos confiáramos de ellos. La aceptación en esos países no corresponde a demasiado en la tan citada esperanza de Hölderuna aprobación por parte de la gente allí, sino más bien a lin, según la cual, con el peligro crece también la la falta de voz y a la impotencia que nacen de la emergen- salvación. Entonces, se le quitaría el impulso al escia de lo precario. fuerzo necesario para convertirse en mariposa. Los peligros medioambientales requieren y ponen en *El presente texto es una versión abreviada del discurso marcha precisamente eso: la generación y el efecto de de inauguración del Congreso de Sociología 2008 en Jena los riesgos se desacoplan territorial y temporalmente. Los y fue publicado en Die Zeit vom el 9 de octubre de 2008.


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América Latina: El Estado es un problema MARCELO CAVAROZZI

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lo largo del siglo XX el pensamiento progresista en América Latina se ha enfrentado con un obstáculo que no ha podido superar: la cuestión del Estado. Situarse en ese terreno significa contrastar, por un lado, el conjunto de prácticas, organizaciones y arenas estatales en las cuales las clases dirigentes juegan con los dados cargados y, por el otro, el hecho que, en buena medida, las sociedades de la región hayan sido “construidas desde el Estado” con las consecuencias que tiene tal particularidad en relación a las preocupaciones progresistas acerca de la expansión de las “áreas de igualdad” y el desarrollo de la democracia. Norbert Lechner fue uno de los que más avanzó en ese terreno con sus señalamientos acerca del “buen orden”, que si bien fueron formulados en las décadas del 80 y del 90 del siglo pasado, constituyen un excelente punto de partida para continuar las reflexiones. El dilema apuntado ha cobrado nueva relevancia en América Latina a la luz de dos procesos contemporáneos, uno de carácter global y otro regional. El primero, que ha sido analizado por economistas, sociólogos e incluso algunos historiadores, es que a partir del último cuarto del siglo pasado, el capitalismo ha ingresado en una nueva etapa de desorganización sistémica. Los efectos más significativos de este síndrome, que simplemente enumero y no analizo, son: a) una globalización ampliada, pero en la cual las capacidades de regulación y control de los estados centrales y los organismos internacionales se ha reducido drásticamente; b) el desvanecimiento de los horizontes de futuro y, por ende, la casi total imposibilidad de imaginar un mundo diferente al actual; c) el ocaso de las guerras ideológicas del Siglo XX y d) la expansión de las esferas de ilegalidad en la organización de las sociedades, abarcando los dos niveles que en la concepción de Braudel, se sitúan “por debajo” y “por encima” de la economía de mercado, es decir la “vida material” de la economía de subsistencia, por una parte, y la zona del “antimercado de los grandes depredadores” de las altas finanzas, por la otra. El segundo proceso tiene que ver con las experiencias “de izquierda” de la última década y media. Sus actores han postulado que el Estado, y la acción pública más en general, son las palancas

decisivas en relación con los objetivos de regeneración social, reforma económica y lucha contra la desigualdad (y, en algunos casos, la exclusión) que plantearon. Cabe anotar que en la mayoría de esos casos –si pensamos en Brasil, Venezuela, Argentina, Uruguay, Bolivia y Ecuador (quizás se podría agregar el Chile del segundo mandato de Michele Bachelet, dado que por primera vez desde 1990 se puso en cuestión el modelo de sociedad heredado de la dictadura)- pareciera estar asomando el fantasma del fracaso, o al menos, el estancamiento de los procesos de cambio que se propusieron, o al menos anunciaron, los protagonistas de la mayoría de los proyectos “de izquierda”. Esto vale tanto para los casos en los cuales los proyectos se encarnaron en cesarismos presidenciales, como en aquellos otros en los cuales se asociaron a coaliciones partidarias algo más institucionalizadas. De todos modos, pienso que el probable ingreso a una etapa más sombría en América Latina no debe alejarnos de la exploración de cuáles serían las condiciones para expandir las capacidades del Estado para construir un “buen orden”. Las tareas de reconstrucción estatal ciertamente apuntan en múltiples direcciones, pero aquí me quiero concentrar en las dos que me parecen más relevantes. La primera se refiere a la “máquina de herramientas” del Estado, capítulo en el cual si no se rearticulan los instrumentos de los que dispusieron varios Estados de la región hasta la década de 1970, y no se rearman los equipos técnico-políticos y administrativos necesarios para una eficaz gestión pública, no habrá posibilidades de hacer frente a los desafíos novedosos que plantea la economía mundial y el imprescindible ataque a la desigualdad. Claro está, que no se trata de recrear la arquitectura estatal que funcionaba hace cuarenta años; en principio, debe apuntarse al establecimiento de mecanismos trasversales de coordinación, monitoreo y evaluación para la implementación de políticas referidas a la innovación, la competitividad, el desarrollo territorial, la educación pública inclusiva y de calidad, el apoyo al desarrollo de capacidades empresariales, la promoción del comercio exterior y la atracción de inversión extranjera directa de largo plazo. Quizás se debe recurrir a la implementación de una estrategia alla Hirschman que defina un sendero crítico de

las reformas por encarar, comenzando por un pequeño conjunto de reparticiones estatales con competencias en la formulación e implementación de un racimo de políticas críticas que se apoyen en aportes multidisciplinarios y multinstitucionales y una elevada profesionalización. La segunda dirección a la que me refiero se vincula a la metáfora lechneriana a la que recurrí en los párrafos anteriores, la del “buen orden”. La imagen que nos propuso Lechner hace tiempo acerca del rol que debe cumplir el Estado en la articulación de una “necesaria síntesis de la vida social” adquiere todavía más vigencia cuando nos enfrentamos a los desarrollos del último cuarto de siglo. El mercado no sólo no ha asegurado la reproducción de la sociedad; la ha minado. Entre otras razones porque como nos decía el sociólogo alemán, el “imperativo técnico del mercado ha socavado radicalmente

la deliberación pública y colectiva de las cuestiones sociales”. Otra manera de decirlo, es que el mercado ha eliminado la política. Claro que, en este sentido, la complicidad de “la política” ha sido enorme. Recuperar el Estado exige que revirtamos la dirección en la cual se mueve la política, un ensimismamiento que tiene como manifestación más aberrante la proliferación de la corrupción. Los fenómenos más recientes de Brasil y Chile, que no hacen más que reproducir prácticas extendidas en casos como los de Venezuela, Perú, Colombia, Argentina y México, refuerzan el distanciamiento entre las ciudadanías y la política y apuntalan un statu quo -en el cual campean la desilusión y el retraimiento- que anula la posibilidad de implementar reformas progresistas. ¿Cuál es el principal obstáculo, entonces, para que un proceso de reconstrucción de

Estado se encamine en la dirección correcta? Precisamente, que la política en los últimos veinticinco años -es decir tanto durante la década de predominio de la panacea neoliberal, como a partir de 2000-2002- se ha deslegitimado con respecto a los estratos más pobres -porque opera en la mayoría de los casos con una abismal lógica clientelística e impregnada de visibles rasgos de corrupción, incluso en el caso de líderes respetados hasta hace poco tiempo -y no ha servido para regular con cierto grado de eficacia a los “grandes depredadores” que predominan en las finanzas, en los servicios públicos, en las concesiones de obra pública y en sectores industriales que sólo sobreviven gracias a subsidios de niveles insostenibles. Revertir ese fenómeno en esta coyuntura, resulta un emprendimiento mucho más difícil que lo que era diez años atrás.


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Cómo la izquierda radical y la derecha nacionalista se están comiendo el centro político en Europa PAUL MASON

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a sido este un año en el que la socialdemocracia ha tenido que enfrentarse a sus demonios existenciales. El ascenso [electoral] de Podemos hasta un 20% el domingo [20 de diciembre] por la noche, no es más que el último desafío de la izquierda radical, populista y nacionalista que ha visto al SNP vencer a los laboristas en Escocia y a la extrema izquierda abrir camino a una coalición en Portugal. Los partidos socialistas tradicionales han visto también ocupado su territorio por el populismo nacionalista: el UKIP en Gran Bretaña, el Front National en Francia, la izquierda socialdemócrata de Polonia barrida por el giro del país a la derecha en octubre. La conquista de Jeremy Corbyn del liderazgo laborista es la excepción que confirma la regla: a medida que su control se hace más sólido, toda una generación de politicos centristas ha empezado a contemplar la separación de uno de los partidos socialistas más antiguos del mundo sobre la base de que está – tal como lo formuló esta semana Peter Hyman, antiguo asesor de Blair – “acabado”. Que los reveses sean parte de un proceso a largo plazo no supone ningún consuelo: en política el declive a largo plazo tiende a producir acontecimientos sísmicos intermitentemente. La doble victoria electoral de Syriza este año, combinada con su movilización del 61% de la población para desafiar la austeridad en un referéndum tiene los requisitos para ser considerada un acontecimiento de ese género. Y pase lo que pase con el resultado de las negociaciones para formar coalición en España, la conquista de Barcelona, Madrid y Valencia por coaliciones de izquierda radical en las elecciones municipales fue asimismo transcendental. Así pues, ¿qué es lo que impulsa este proceso? Aunque hay peculiaridades nacionales, las semejanzas son demasiado evidentes como para ignorarlas. En primer lugar, la desintegración de los patrones del voto de clase advertida por los sociólogos desde finales de los años 50 en adelante. Se olvida a menudo, entre la ansiedad y el pánico de hoy, que el desafío más fundamental para la socialdemocracia era – mucho antes de la desindustrialización y el neoliberalismo – la fragmentación de la lealtad de clase en política. A continuación viene la nueva demografía de las sociedades modernas. La clase obrera industrial es pequeña, hasta en países manufactureros exitosos como Alemania; el salariado es grande; el fenómeno del individualista joven y conectado en red no hace sino sumarse al problema existencial de la socialdemocracia, que es: ¿representamos los valores de quién? El salariado es liberal; los restos de la vieja clase obrera manual, blanca pueden volverse – si sus preocupaciones se ignoran o minusvaloran repetidamente – conservadores. El individuo conectado piensa y actúa globalmente, pero la política de la máquina socialdemócrata ha

sido esencialmente nacional y local durante más de cien años. A medida que la política de la identidad iba ganando adherencia, desde los años 70 en adelante, la socialdemocracia la absorbía con éxito. Pero ha encontrado muy difícil absorber, responder o adaptarse al nacionalismo radical. De ahí el derrumbe del laborismo en Escocia y la marginación del socialismo tradicional en Cataluña y el País Vasco. Pero el mayor problema de todos es el neoliberalismo y la conversión al mismo de la socialdemocracia. Puede que la fórmula económica neoliberal haya distribuido crecimiento y estabilidad en la década de 1990 y a principios de la primera del 2000, pero hoy exige austeridad, una desigualdad en aumento, la erosión del Estado del Bienestar para financiar sistemas bancarios en quiebra y la implacable reducción del poder de negociación del trabajo. Si se acepta esto, la pregunta viene a ser entonces: ¿cómo sería un socialismo centrista no neoliberal? Pero se trata de una pregunta que pocos están preparados para hacerse en los partidos socialistas centrales de Europa. No solo pone en tela de juicio a los líderes sino a los soldados de a pie, a los apparatchiks que dejaron el cuartel general laborista a causa de Corbyn, a los periodistas blairistas movilizados

por todas las redacciones de Gran Bretaña para denigrarle, a los concejales que preferirían que no existiera. Pero 2015 ha empezado a ofrecer una respuesta. En Portugal, España y Grecia los partidos de izquierda radical han empezado todos a alcanzar compronmisos... con el poder, con la nacionalidad y con fuerzas más centristas. Syriza llegó al poder en enero moderando su programa original y reclutando e incorporando a gran número de antiguos socialdemócratas en su oferta electoral. Fueron estos políticos los que apremiaron a la moderación y el compromiso, saliéndose finalmente con la suya tras la vacua victoria de Tsipras en el referéndum de julio. Pero en otra cuestión indicativa, Tsipras ha llegado ya al compromiso último. Ya había dejado a un lado la cuestión de la OTAN, había nombrado como ministro de Defensa al jefe de un pequeño partido nacionalista de derechas, y sin mostrar turbación alguna se había enfundado un chaleco militar para pasar revista a las tropas. Syriza gestionó el Estado capitalista griego, aunque a veces no de modo competente. Su solución a un funcionariado politizado y de poca confianza consistió a menudo en “okupar” los ministerios, manteniendo una distancia física de aquellas partes de la máquina que

la teoría marxista aconseja mantener estrechamente vigiladas: los militares, los servicios de inteligencia, el cuerpo diplomático. En Barcelona, el movimiento En Comú aliado a Podemos, que conquistó el ayuntamiento en mayo, ha sido más radical, haciendo que se ocuparan de la política de vivienda activistas de la vivienda y aplicando medidas severas contra programas como Uber y Airbnb. Pero Barcelona no es un Estado. En Portugal, son todavía los primeros días de la coalición entre socialistas, comunistas e izquierdistas radicales metidos a la fuerza por los aros constitucionales para llegar al poder en noviembre. Pero el precio de la inclusión de la izquierda radical en el gobierno fue su compromiso previo de cumplir con el reembolso de la deuda portuguesa. Paradójicamente, la mezcla de “realpolitik” y de la ausencia de soberanía monetaria ha obligado a la izquierda radical a un espacio que se parece mucho a la respuesta a la pregunta: una socialdemocracia no neoliberal para el mundo conectado en red. Si consideramos lo que significaba la socialdemocracia original, se acerca todavía más: los partidos de los trabajadores que surgieron en la década de 1890 escogieron el término “sozialdemokrat”, sabiendo que era un término insultante para los marxistas. Significaba relegar la revolución y la abolición del capitalismo al estatus de un lejano objetivo “máximo”, mientras se preparaba para gestionar el capitalismo de una manera socialmente más justa, de acuerdo con un programa “mínimo” de reformas. Sea lo que sea que digan que quieren Podemos, Syriza y el movimiento Momentum de Corbyn, lo que proponen en realidad se ajusta bastante bien al programa de máximos y mínimos de la década de 1890s, salvo en un aspecto: el objetivo “máximo” se ha vuelto vago y se centra en torno a metas ambientales más que a la producción planificada y la propiedad del Estado. Pero esta no es una solución de estado estacionario. La política del mundo desarrollado está poniendo en tela de juicio las estructuras centristas, tanto desde la derecha como desde la izquierda. Con un nacionalismo de derechas y un conservadurismo social que logran en muchos países cerca del 25%, y una izquierda radical que puja con cifras parecidas, puede que no haya espacio para más de una fuerza centrista pro-global, pro-mercado entre ambos. No sucederá de repente, pero el resultado más probable para la socialdemocracia es el que secretamente se contempla entre las filas de los diputados laboristas: la fusion con el conservadurismo liberalizado. De modo que 2016 será el año en el que los verdaderos creyentes del socialismo centrista oigan el mensaje “No podéis vencernos, sumaos a nosotros” desde todos lados. Paul Mason editor de economía de Channel 4 News. Su libro Postcapitalismo: A guide to our Future, ha sido publicado por Penguin en 2015.


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Zygmunt Bauman: “La d está agrandándose ABC

¿E

s «¿La riqueza de unos pocos nos beneficia a todos?» un intento de demostrar que la mano invisible no funciona, que el mercado no es tan sabio como presume? Es interesante lo que plantea sobre el papel de la mano invisible, pero hay que tener en cuenta que Adam Smith lo escribió en un contexto muy diferente. Lo que ha pasado recientemente, en los últimos cuarenta años, desde los años setenta del siglo pasado, es que la mutua dependencia entre empleadores y empleados se ha roto de forma unilateral. Hasta entonces los empleados, los trabajadores, dependían de sus jefes para poder vivir. Pero al mismo tiempo los jefes también dependían de sus empleados. Era una dependencia mutua. Y en las ciudades donde se levantaban las grandes fábricas una gran parte de la población era una especie de ejército de reserva de trabajadores. Hablando de este «ejército» de reserva, listo para volver al servicio, ocupar los puestos de trabajo cuando fuera necesario, los «generales» encargados de ese ejército de reserva se preocupaban del estado, de las circunstancias en las que vivían esos desempleados. Cierto que no estaban en servicio de momento, pero podrían necesitarlos. De ahí que hubiera un servicio social, una serie de atenciones, educación, alojamiento. Sobre todo después de la Gran Depresión, con el desempleo masivo, y especialmente tras la Segunda Guerra Mundial, se creó el estado de bienestar. Lo que sin embargo me gustaría resaltar es que la introducción del estado de bienestar no fue fruto de una decisión partidista, había un consenso general en la opinión pública, entre la izquierda y la derecha, porque la mayoría estaba de acuerdo en que o bien mantenías a tu población en buen estado o bien serías derrotado en la próxima guerra o en la próxima batalla comercial con otros países. De tal manera que la mano invisible del mercado podía funcionar a favor de controlar las fuerzas en presencia. De hecho, entre los años cuarenta y setenta la desigualdad se redujo en toda Europa. Eso cambió a raíz de las políticas económicas que se empezaron a poner en práctica en los años setenta, como la desregulación, la privatización, subcontratando obligaciones del Estado en el mercado (como proporcionar pensiones, educación, servicios sanitarios y prestaciones por el estilo). ¿Y por qué ocurrió esto? Porque los jefes, los propietarios del capital, los dueños de las empresas, vieron que ya no entraba dentro de sus necesidades e intereses ocuparse de los vecinos, de los locales, de los habitantes de su país. Se sintieron libres para ir donde quisieran buscar mano de obra, en lugares alejados de Madrid o de Barcelona, por ejemplo, donde no tuvieran que preocuparse de las pensiones o la seguridad social de los trabajadores, y donde habría huelgas para defender los salarios y los derechos consolidados de los empleados. Se dieron cuenta además de que era fácil hacer negocios, porque todos los datos los tenían en sus ordenadores portátiles, en sus teléfonos inteligentes, y se llevaron el trabajo a otra parte. De tal forma que se creo una dependencia unilateral. Los indígenas, la gente que vivía en los viejos países, todavía dependen de los dueños del capital para conseguir un trabajo, pero los jefes ya no dependen de esos trabajadores. De tal modo que la mano invisible del mercado empezó a funcionar de otra manera. ¿Es decir, que al final mis padres tenían razón cuando me dijeron que siempre habrá pobres y ricos? Me temo que sí, que tenían razón, y que la desigualdad está entre nosotros para quedarse. Tenían razón. El problema es si la cuestión de la desigualdad está bajo control y si podemos aplicar medidas para mitigar estas diferencias entre el modus vivendi de ricos y pobres. Y los datos nos dicen que la distancia entre pobres y ricos está agrandándose a un ritmo sin precedentes. El 90

por ciento de toda la riqueza producida en el mundo después de la gran crisis que se inició en 2007, con el colapso del crédito y la amenaza de desaparición de bancos si no eran recapitalizados con el dinero de los que pagan impuestos, se la han apropiado el 1 por ciento de las personas más ricas de la Tierra. Y no solo los pobres, los proletarios, ni tampoco la clase alta, sino la clase media no solo ha visto cómo disminuían sus ingresos sino también sus perspectivas de mejora. El nuevo fenómeno que tenemos ante nosotros es precisamente la desaparición del futuro para esta clase media, de sus expectativas de progresar. Incluso el trabajo es un bien que se ha instalado en el terreno de la incertidumbre, seguirá desapareciendo. Puedes haber estado trabajando treinta, cuarenta años para una empresa, y de repente se produce una fusión, y enseguida corta la mano de obra sobrante. Suben las acciones de la nueva firma y tú te encuentras sin empleo en una sociedad donde los mayores de cincuenta años no tienen la menor esperanza de volver a conseguir un trabajo. Por otra parte, y aquí estamos hablando de España, tienes a un cincuenta por ciento de los jóvenes titulados que no tienen trabajo. Pero al mismo tiempo el Gobierno español y la Unión Europea siguen insistiendo en que es necesario reformar el mercado de trabajo y aumentar la desregulación porque dicen que es la única manera de conseguir que haya más trabajo. Eso es absolutamente falso. Forma parte de una leyenda, de una falsedad que ha sido introducida en la mente del público: que si los ricos se hacen más ricos eso será beneficioso para todos. Y no es así, no ha ocurrido. Es una quimera? Nunca ocurrió. La mayor parte de la economía hoy es puramente monetaria. El dinero trae más dinero. Todas las transacciones que se producen en la bolsa, en el mercado de valores, y que afectan a la vida de personas como usted, no tienen el menor interés en la economía, en las condiciones de vida que afectan a gente como usted, que no son capitalistas, que no juegan en la bolsa. Hay un creciente golfo de separación entre los que juegan a la bolsa, entre el mundo de las altas finanzas, y la gente que hace cosas, los empleados que sirven a la mayor parte de la población. La naturaleza del juego ha cambiado por completo, y eso no es algo que haya ocurrido de repente y de lo que nos hemos dado cuenta de la noche a la mañana. La desigualdad ha estado entre nosotros desde el comienzo de la especie humana. Pero ese no es el problema, el problema es el carácter diferente que está adoptado, y lo peor es que no hay hoy día forma de controlarla, de mantenerla a raya. ¿Y qué ocurre entonces con los políticos? ¿Están al servicio de los trabajadores, de la población en general, o son asalariados de las grandes finanzas? Ellos se mueven en un doble obediencia. Desde 1648, tras la paz de Westfalia, en donde se creó un nuevo orden político en el centro de Europa, un concepto de soberanía basado en que los gobernantes de cada territorio tenían la capacidad de decir a la población bajo su mando en qué dios deberían creer, arrancó el periodo de construcción de nuevos estados, en los que la religión era sustituida por la nación. Resultó muy bien en cuanto a la independencia territorial de los estados, la habilidad de promover el autogobierno de un territorio. Pero ahora las reglas del juego han cambiado por completo. Porque vivimos en la interdependencia, no en el de la independencia. Formalmente, nominalmente, los Estados siguen siendo soberanos en lo que concierne a su territorio, pero en la realidad ya no lo son. El problema no es que los políticos sean corruptos; algunos lo son, pero no todos lo son. El problema no es que sean estúpidos; algunos de ellos lo son, pero no todos. El problema no es que sean miopes; algunos de ellos lo

son, pero no todos. El problema fundamental al que todos ellos tienen que hacer frente, sean corruptos, estúpidos o miopes o no suficientemente sabios, es que están sometidos a una doble obediencia. Por una parte, son los gobernantes de un territorio concreto, y los ciudadanos de ese territorio les eligieron precisamente para que gobernaran, por lo que están obligados a escuchar a su electorado. Tienen que tener en cuenta lo que su electorado les demanda. E incluso deben prometerles que trabajarán para ellos, que satisfarán sus necesidades. Sin embargo, lo que a menudo se ven obligados a hacer es que tienen que mirar en otra dirección: cuáles serán las consecuencias de sus decisiones en el mercado global o, como esta de moda decir hoy día, la reacción de los inversores globales. En otras palabras, la libre circulación, emancipada de todo tipo de control político, del mercado financiero. Los viernes deciden cómo mejorar la situación del país y para ello adoptan una serie de medidas, pero el fin de semana no pueden conciliar el sueño, porque temen que el lunes, cuando vuelvan a abrir las bolsas, un nuevo cataclismo en los mercados puede llevar al traste con todos sus planes, con un nuevo colapso del Estado que ponga en fuga a los capitales. ¿Quizá lo que les está pasando a muchos gobiernos es que acaban de despertarse y de darse cuenta de que tienen mucho menos poder del que pensaban, del que solían tener? Esa es la cuestión. Ellos tienen que maniobrar constantemente. ¿Cómo de acertados o erróneos eran los análisis de Marx? ¿Le resultan todavía útiles? Muchas de las predicciones de Marx se demostraron equivocadas, en parte por la influencia de sus propias predicciones. Como la idea de la profecía autocumpli-


CORREO del SUR

DOMINGO 10 DE ENERO DE 2016

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distancia entre pobres y ricos e a un ritmo sin precedentes” competencia: la codicia, la codicia, que pretender sobreponerse, derrotar a los otros, y la escasa sensibilidad hacia el destino de los desafortunados, de las víctimas causadas por tu propia actividad. Es una nueva situación, que surgió tras la caída del Muro de Berlín. Por primera vez en ciento cincuenta años las predicciones de Marx podrían hacerse realidad, no solo en lo que se refiere al proletariado, sino a la clase media, que ha visto cómo se ha ido deteriorando, pauperizando, su nivel de vida, perdiendo tanto su nivel de ingresos como su percepción de la seguridad, la quiebra de su sentimiento de pertenencia, de formar parte de una comunidad, de contar con instituciones que se preocupen de ellos cuando sufran una catástrofe individual, el temor a que se reduzcan o directamente se supriman las prestaciones de desempleo, de trabajar más años para disfrutar de pensiones más... De repente, el suelo ha empezado a temblar bajo nuestros pies. De ahí, de esa inquietud, han surgido movimientos como el de los indignados en España, buscando de manera febril nuevas formas de participar en política, porque han perdido por completo la fe en las instituciones políticas establecidas. Lo cierto es que el sistema ha dejado de cumplir sus promesas, de cumplir con sus obligaciones.

da. La profecía de que habrá una catástrofe, la gente se lo cree y toma medidas para prevenirla. Y eso es exactamente lo que ocurre. Marx habló de la pauperización del proletariado, y que eso llevaría al proletariado a las calles y desencadenarían una revolución. Creo que la gente inteligente entre los dueños de los recursos escucha atentamente y toma medidas. En el siglo XIX, en Inglaterra, se adoptaron medidas para mejorar las condiciones de los obreros, sus pensiones, el derecho a afiliarse a sindicatos y a declarase en huelga para defender sus derechos. Todo ello estaba orientado a mejorar las condiciones de vida de la clase obrera. Se acabó incrustando en la mentalidad de la gente la necesidad de mejorar las condiciones de vida y de trabajo dentro del propio sistema capitalista, sin cuestionar el propio sistema. Entonces llegó la revolución bolchevique, que partía de la idea de que todos somos iguales, lo cual no es cierto, pero es lo que la gente creía, o quería creer. Y se logró que dejara de haber desempleo, eso es cierto. Se proporcionó educación para todos, lo que también era verdad. Y había sanidad gratuita para todos. Y eso también era verdad. Al otro lado del Telón de Acero, la gente veía lo que había y tomaba precauciones. En respuesta a esas realidades hay que contar el New Deal del presidente Franklin Delano Roosevelt, el estado de bienestar en buena parte de Europa... Ahora, con el colapso del bloque soviético, no hay alternativa, el capitalismo se ha quedado solo en el campo de batalla, sin enemigos a la vista, hasta el punto de que muchos gobiernos buscan ávidamente nuevos enemigos para mantener la vigilancia y la unidad de la población. Pero lo cierto es que no hay un sistema alternativo, y desafortunadamente no hay nada que constriña, que limite algo que es endémico a un sistema que está basado en la

Entonces, ¿qué hacer? Mi explicación es que en el origen de todos estos problemas que estamos atravesando, en la liquidez de los cimientos de esta situación, descansa en un acontecimiento, el divorcio entre poder y política. El poder se puede definir como la habilidad de hacer cosas, y la política es la decisión sobre las cosas que se deben hacer. Hace medio siglo todo el mundo estaba de acuerdo, poder y política residían en manos del Estado soberano. Ahora, desafortunadamente -o afortunadamente, depende del punto de vista que adoptemos-, la soberanía del Estado territorial se ha convertido en una ilusión. Cierto que los Estados cuentan con algunos poderes que pueden corregir algunos aspectos de la realidad, pero las cuestiones esenciales que afectarán a las perspectivas en la vida de tus hijos y a tus nietos quedan más allá de los poderes del Estado soberano, del Estado territorial, están sometidas a fuerzas globales. El sociólogo Manuel Castells lo denomina de manera brillante como «espacio de flujos», es decir, son movimientos que surgen aquí y allá completamente al margen de la planificación de cualquier fuerza política. Representa el divorcio entre poder y política. Por una parte tienes poderes libres de cualquier control, por la otra tienes políticas y políticos que carecen por completo de poder. De ahí que la vieja gran pregunta acerca de qué es lo que debemos hacer, creo que la pregunta no es tanto esa. Más o menos sabemos lo que es preciso hacer, que debería ser volver a casar poder y política. La política debería recrear su control del poder, y el poder debería estar sometido al control de la política. Pero la verdadera gran pregunta, para la que yo no tengo la respuesta, es quién va a hacerlo. Ese es el problema. Porque los Estados-nación fueron creados por nuestros abuelos y bisabuelos para servir a la independencia de los Estados soberanos, pero ahora nos encontramos en una nueva situación de interdependencia. Y si bien resultaron útiles durante décadas como Estados independientes, lo cierto es que han dejado de ser útiles en la era de sociedad global, a la hora de controlar la interdependencia global de las sociedades. Es la gran cuestión del momento. Ante esto hay todo tipo de propuestas. Ninguna de ellas resulta del todo convicente. Unas muestran su entusiasmo por las nuevas clases educadas con la llegada de la informática y de internet, en el que todos se pueden comunicar con todos, pero el problema es que no es así, que todos se intercomuniquen. Internet provoca más divisiones que unificaciones. Si

recorres las calles de Madrid no puedes evitar el hecho de que estás viviendo en una sociedad global, porque te cruzas con gente variada y diferente, ves la multiculturalidad, te cruzas con muchos extranjeros, con personas que piensan de manera distinta a la tuya. Eso ocurre cuando estás en la calle, desconectado. Pero cuando estás «online» puedes desconectar, apagar a los otros, a los extraños, comunicar solo con quienes te interesan, de tal manera que acabas habitando una cámara del eco, donde todo lo que escuchas no son más que ecos de tu propia voz. O un salón de los espejos, donde todo lo que ves no son más que reflejos de tu propio rostro. No está predesignado que internet debería actuar en la dirección de que la gente se adapte al multiculturalismo, sino que estaría actuando exactamente en la dirección contraria. Otras opciones sobre la mesa son movimientos como el de los indignados, que pretendían resistir en las calles hasta que sus exigencias fueran atendidas, tratando de restaurar la democracia directa, que Aristóteles definió con hermosas palabras. Pero hasta el momento no hay evidencias de que resultaran eficaces. Sucedió también la Primavera Árabe, pero estamos todavía esperando, y lo que de momento tenemos en gran medida es un nuevo invierno árabe. Wall Street fue ocupado, pero en realidad no tomaron nota de ello, y siguió actuando como antes. Es decir, no tenemos la menor prueba de que sean eficaces. Sí me gustaría traer a colación una idea lanzada por Benjamin Barber, un estudioso de la ciencia política, que plantea qué ocurriría si los alcaldes gobernaran el mundo... ¿Como el nuevo alcalde de Nueva York? También tienen un alcalde en Madrid, seguro. Claro. ¿Qué es lo que plantea? La cúpula del sistema político, que son los gobernantes del país, no están a la altura, no tienen las capacidades para responder a las exigencias de un mundo interdependiente, y para resistirse a las fuerzas de la globalización, que afectan al destino de sus ciudadanos. Sin embargo, a una escala mucho más baja, al nivel más bajo, pequeños políticos, políticos individuales, no les exigimos que ofrezcan soluciones individuales a grandes problemas sociales. Somos expertos a la hora de movilizar nuestro propia energía, nuestro propio talento, nuestra propia ingenuidad, nuestros propios recursos... para tratar de resolver para nosotros y para nuestras familias los problemas creados muy lejos de nosotros. Este nivel bajo es demasiado impotente para hacer frente a todo esto, de ahí que la única solución, la única salvación, dice Barber, esté en las grandes ciudades. En los países en desarrollo el setenta por ciento de la población ya vive en grandes ciudades, y en torno al cincuenta por ciento de la población mundial vive en grandes ciudades. Es un poder creciente. Las ciudades tiene el tamaño correcto y la densidad de población adecuada para combinar la comunidad en la que se puedan tomar decisiones cara a cara, para que la gente se reúna, y para que asuma sus obligaciones morales que plantea vivir con otros, para adoptar decisiones en las que se tengan en cuenta las razones del otro. La sociedad es abstracta, moralmente insensible, pero estas divisiones se pueden corregir a escala de las comunidades urbanas. Saskia Sassen ha escrito acerca de ello. Sí, hay mucha gente trabajando y pensando en el papel de las ciudades como un agregado humano con el tamaño adecuado y el número adecuado de gente para hacer frente de forma eficaz a los problemas que se han creado. Hay muchas propuestas sobre la mesa, y no todas son igual de convincentes. Pero el presente nos muestra que la gente está verdaderamente preocupada tratando de encontrar soluciones a estas cuestiones básicas y esenciales, que estoy seguro serán el arte, la tarea del siglo XXI: Cómo volver a unir poder y política. La habilidad para hacer cosas y para decidir cómo deben hacerse.


Pensar en occidente: pensar el humanismo

VICTORIA CAMPS

L

a civilización occidental lleva el sello del individualismo. Y el papel y sentido del individualismo y el estatus del sujeto están sometidos hoy a una controversia intensa. Una buena tipología de los individualismos filosóficos contemporáneos es la que ofrece Fred Dallmayr en el libro Twilight of subjectivity (The University of Massachussets Pres, 1901). La resumo a continuación, como punto de partido de una recuperación actual del humanismo. 1. El neo-individualismo posesivo, propio de la sociedad norteamericana, y ejemplificando en la teoría de Nozick: minimal state y entitlement theory. El presupuesto de Nozick es the fact of our separate existence: nadie debe ser sacrificado a otros por un bien social. El proyecto de dar sentido a la propia vida es el único proyecto moral. Lo cual significa felicidad y no justicia; moral privada y no moral pública. 2. El humanismo trascendental propio de Sartre en El existencialismo es un humanismo. Contra la idea esencialista de que existe una naturaleza humana, Sartre afirma que el hombre no es sino lo que él hace de sí mismo. La libertad y la responsabilidad son inevitables y una condena. Se nos ha dejado solos, sin excusa... condenados a ser libres. Los hombres son los responsablemente la humanidad en general, puesto que las acciones y decisiones de cada uno dan forma a toda la existencia humana. 3. Egofanía y fin del hombre de Foucault y Derrida. Según Foucault, las ciencias humanas estuvieron dedicadas a un fin humanista: el conocimiento progresivo de la naturaleza humana. Desde finales del siglo XIX han surgido nuevas contraciencias, con un principio perpetuo de insatisfacción, buscando en los límites de la experiencia humana, por debajo de lo intencional y lo conciente: psicoanálisis, etnología. Tales ciencias ponen de manifiesto lo obsoleto del legado humanosta: disuelven al hombre. Encuentros en Verines 1990 Casona de Verines. Pendueles (Asturias) 4. Reductio hominis o reducciones contemporáneas del hombre –como la de Heidegger- que oscurecen su autonomía y su responsabilidad. Es el antihumanismo como alternativa al antropocentrismo o subjetivismo. Heidegger en la Carta al humanismo declara que el hombre no es dueño del universo, sino pastor del ser, hay que trascender las antinomias metafísicas (sujeto-objeto) y reconocer al hombre como Dasein, ser-en-el mundo y abierto al Ser. Si queremos conservar la etiqueta, el término humanismo significa que la naturaleza humana es la verdad crucial del Ser, pero crucial en el sentido de que no todo depende del hombre como tal. La dignidad del pastor consiste en tener cuidado de la verdad del Ser, guardarla. Para ello, se mantine atento a su naturaleza poniendo de relieve la humanistas del homo humanus. Contra la relación del conocimiento se levanta la relación del ser. Con el lenguaje tan

existencialista como el de Sartre, Heidegger habla de la humanidad real que se crea asimismo a través del trabajo y de la praxis, en lugar de intentar definirse de una vez por todas. Ante tales concepciones del ser hombre, la recontrucción del humanismo ha de pasar por las siguientes respuestas: 1. Rechazar el individualismo liberal porque no coincide con ningún ideal de justicia. La concepción de la justicia de un Estado mínimo, como el defendido por Nozick, no es éticamente aceptable. 2. Aceptar la idea de humanismo existencialista: la humanidad es algo que se hace, y lo que hagamos da forma a toda la existencia humana, incluido el futuro. Entender el humanismo como la convicción de que el ser humano está por hacer; es proyecto, es moral (en el sentido de Aranguren). Proyecto que se crea a sí mismo no desde un modelo platónico –sea un modelo de persona, de razón o de lenguaje-, sino a partir de lo que ya es y de lo que se propone ser. Ese proyecto es lo que los humanistas llamaron dignidad, y que hoy llamamos calidad de vida. 3. La ética es, indiscutiblemente, antropocéntrica, pero ese centro es lenguaje: forma de vida, en el sentido de Wittgenstein. No hay una esencia humana inscrita en alguna parte, no hay trascendental, sino un lenguaje histórico éticamente orientado. El proyecto humanista consiste en descubrir el uso que debe tener ese lenguaje o en denunciar su mal uso, o su desuso. La distancia entre el uso real y el uso ideal. Mejor, las traiciones del uso real al uso ideal. 4. Porque el proyecto humanista es un proyecto abierto, inacabado, de descubrimiento de todos los valores registrados en el lenguaje, en el lenguaje, el fundamental, es la libertad, la autonomía del individuo. Pensar el humanismo es pensar la libertad. Antes de hablar de la libertad, conviene insistir sobre esa idea de dignidad irresuelta, inacabada, como la forma que ha de adoptar un humanismo para nuestro tiempo. Es una idea renacentista, que encontramos, sobre todo, en Pico della Mirándola: la idea de que el hombre es versátil y universal –uomo universale-, no ocupa un puesto determinado en la jerarquía del cosmos, no tiene una naturaleza prefijada, es libre de convertirse en cualquier criatura y elegir el género de vida que quiera. El ser humano puede serlo todo y puede escoger lo que quiere ser. Participa del ser de todas las cosas, y es más que ellas, porque está hecho a imagen de Dios. Es microcosmos e imago Dei. Tiene algo de todas las cosas, y libertad de hacerse lo que desee: puede hacerse planta, piedra, animal, o tan excelente que aparezca a Dios, según enseña Pérez de Oliva. Hoy sabemos, además, que le hombre lo abarca todo con lo más específicamente suyo, el lenguaje –también en el Renacimiento, la lengua era considerada el órgano más singularmente humano-. Con el lenguaje, el hombre recoge y conserva lo que ha sido, dice lo que es y aventura lo que debería ser. En el lenguaje se encuentra todo el proyecto de la humanidad, con sus logros y fracasos. El lenguaje ha registrado los valores constitutivos de la ética, pero con significados y contenidos amigaos e imprecisos e imprecisos. Es el lenguaje de las cosas que nos afectan, el cual, según Hobbes, es el más vago, y, según Locke, el más difícil de transmitir o aprender. Pero es ese ser potencial de un humanismo en desarrollo. Dada esa potencialidad, el valor fundamental, la conquista que el ser humano ha de saber llevar más lejos, es la de la libertad. Pensar en la libertad Puesto que somos lenguaje –intersubjetividad-, pensar la libertad será una tarea no individual, sino colectiva. Desde Kant sabemos que la libertad de uno empieza donde acaba la libertad del otro. Para que todos podamos ser libres, hay que ver qué dosis de libertad nos podemos permitir cada uno. La libertad no puede autocontradecirse: no se puede ser libre para tener esclavos. El conflicto entre libertades resucita la crítica marxista de las libertades formales. Hablar de la libertad igual para

CORREO del SUR Director General: León García Soler

todos obliga a precisar qué significa ese igual. Objeción que los filósofos actuales ventilan con poco cuidado. Así, Rawls distingue muy bien entre lo que él llama las libertades mismas, y el valor de la libertad. Mientras las libertades básicas, pueden ser las mismas para todos, el valor de la libertad no lo es. Según Rawls, la desigualdad en el uso de las libertades básicas, se encontrará compensada por sus segundo y tercer de la justicia. Esto es, las libertades son, en principio, idénticas para todos, y las diferencias se regularán después. Pero ese es un bello ejercicio de abstracción que no resuelve la duda de las libertades formales. Sin una garantía básica –material, económicade igualdad, es difícil creer en ese primer principio de la libertad igual para todos. Pero Rawls se resiste por todos los medios a poner como garantía de la libertad una igualdad en los bienes básicos económicos. En su opinión, tal igualdad sería irracional o superflua o socialmente divisoria ( Liberties and Their Priority). La solución de Rawls es insuficiente. Los problemas de los más desfavorecidos -que deberían ser los problemas comunes de la sociedad- no se resuelven garantizando la libertad política: no todos los menos aventajados pueden hacer uso de la libertad política –pensemos en los drogadictos, los ancianos, los subnormales, los extranjeros-, ni sus conflictos han de ser tratados corporativamente – como puede ocurrir con la solución de las cuotas de participación en el poder: dejar que las mujeres por ejemplo, se ocupen de resolver sus propios problemas y que el resto de la sociedad, o que la política, se desinterese de ellos-. Hay que recuperar la idea de un interés común o público. Y es necesario tener ideas sobre lo mismo para poder dar respuestas a los conflictos sociales y políticos más acuciantes. Como ha escrito Isaiah Berlin, puede ser que las ideas políticas sean algo muerto si no cuentan la presión de las fuerzas sociales, pero lo que es cierto es que esas fuerzas son ciegas y carecen de dirección si no se revisten de ideas (cuatro ensayos sobre la libertad). Por lo tanto, para que las fuerzas políticas tengan cierto telos preciso reconocer cuáles son los temas público y tener ideas sobre cómo tratarlos. Lo difícil es marcar los límites entre lo público y lo privado. Pero quizá se pueda decir algo de entrada: el individualismo no ético –no humanista- sería la consideración de que no hay asuntos de interés común. O que los asuntos de interés común son los políticos, definidos por la clase política como tales, y necesitados de respuestas meramente políticas. Sin embargo, hay muchos asuntos que son y no son políticos, pero son comunes. Puede que puedan y deban resolverse sólo políticamente, pero que la política se niegue a tratarlos o a tomar conciencia de ellos. Y puede que la solución política sea sólo una parte de la solución, y exijan, por otro lado, una cooperación más personal. Las virtudes de la solidaridad o la tolerancia, como virtudes individuales, pero con repercusiones públicas, van dirigidas a esa sensibilización general en torno a los problemas de interés común, y a la forma de hacerles frente. (Los ejemplos vuelven a ser los mismos: la xenofobia, la ancianidad, la salud pública, es decir, todo aquello que lleva a dudar de una real igualdad de oportunidades). Es cierto que cualquier forma de implicación –institucional o individual- en eso que llamo interés común requiere unas medidas que parecen coartar o entrometerse en las libertades individuales. Las leyes, las políticas fiscales son muestras de esos recortes de la libertad. ¿Hay que entenderlo así o de otro modo? Kant, por ejemplo, que creía en la unidad de la razón, diría que no hay intromisión ni recorte de la libertad, pues todo ser racional estaría de acuerdo en que el uso de la libertad va dirigido a la asunción de ciertas limitaciones de la libertad misma. Pero hoy sabemos que la razón no es unánime, y que el uso libre de la libertad puede desembocar en formas de sociedad muy diversas. Y que hay que reconocer que las intervenciones públicas coartan la libertad. Como Berlin afirma: renunciar a lo que sea, incluso mi libertad, en aras de la libertad de otros, no significa acrecentar mi libertad. ¿Cómo defenderemos, pues, la libertad?

Suplemento dominical de Director: Adolfo Sánchez Rebolledo

Diseño gráfico: Hernán Osorio


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