Número 341 Junio 30, 2013
A 45 años: significado y actualización del movimiento // ¿Qué atrae a los jóvenes que no vivieron en la URSS? // Revuelta en Brasil // Nelson Mandela: forjador de la esperanza
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Rolando Cordera Campos Primera de dos partes La actitud de los estudiantes le daba al gobierno la posibilidad de enderezar sus políticas sin perder la cara. Hubiera bastado con oír lo que el pueblo decía a través de las peticiones juveniles; nadie esperaba un cambio radical pero sí mayor flexibilidad y una vuelta a la tradición de la Revolución mexicana, que nunca fue dogmática y sí muy sensible a la mudanza del ánimo popular. (Octavio Paz, Posdata) La voz y la memoria ste julio, habrán pasado 45 años del despertar estudiantil del 68; un festivo amanecer a la ciudadanía moderna que es propia del reclamo democrático, que la miopia irracional del poder cortó de cuajo el dos de octubre en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco. El desenlace fue terrible y sangriento y marcó a esa y las siguientes generaciones de mexicanos que en aquel año vislumbraron la posibilidad de la libertad y su traducción en una democracia propiamente dicha, cuya posposición sin fecha de término parecía haberse convertido en misión histórica para una clase dirigente sin visión ni sensibilidad histórica. Con todo y lo traumático que fue el fin del movimiento, hoy resulta absurdo negar o minimizar los efectos múltiples y multiplicadores desprendidos de esas intensas jornadas, tanto en el juego político nacional como en el tejido sociocultural que definen el presente mexicano. A la vista de lo acaecido desde entonces, resulta pueril intentar minimizar la naturaleza política transformadora del movimiento, acudiendo al argumento simplista de que la despolitización inicial de los estudiantes y de la sociedad mexicana en su conjunto no podía sino dar lugar a un festival, cuando a no a una “alharaca sin importancia”, como lo propuso groseramente el presidente Díaz Ordaz. . Entre otras riquezas del movimiento puede ubicarse el hecho de que se trató de una movilización colectiva en la cual, por primera vez en el México moderno y cada vez más urbano, se dieron cita no sólo los jóvenes estudiantes de los niveles medio superior y superior sino varias generaciones de mexicanos, de profesionistas, comerciantes, amas de casa o empleados. Fue al calor de la protesta y el movimiento estudiantil que estas capas empezaron a descubrir la calle como un espacio creativo, no sólo para las diferentes expresiones ideológicas o políticas,
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sino para las más variadas convergencias de grupos y personas identificados por el reclamo de libertad política, ante un sistema que cada vez era menos capaz de prestar oído a las necesidades de expresión de amplias capas sociales. El movimiento, entonces, tuvo la enorme significación de volverse, sin previo aviso, un gran foro de expresión de una conciencia cívica que, si bien incipiente, reclamaba derechos cívicos, rechazaba al autoritarismo, la corrupción, y la impunidad, aspectos que solían darse por inconmovibles en la vida pública mexicana. Estas exigencias tenían un indudable carácter político pero pronto lo
trascendieron para conformar un severo reclamo ético. Estas llamadas, fueron respondidas con métodos y medios, retórica y coacción sin límite, que conformaron una nueva imagen del poder en México: un sistema autoritario de cuerpo entero y sin mediaciones; sin capacidades, ni disposición ni mecanismos para encauzar los conflictos por ámbitos institucionales. Al descubrirse desnudo, a este poder no le quedó más camino que el ridículo de ver en ese despertar cívico la puesta en acto de una conjura internacional. Así, desde esta perspectiva envenenada, era claro para el gobierno que no se podía conceder lo reclamado, so pena de poner en peligro todo el edificio del mando único y la inclusión social administrada y siempre subordinada a dicho mando, en que se había convertido el régimen de la Revolución después de décadas de alejamiento de sus bases sociales y de corrosión de sus principios e ideales. Al insistir hoy en esta circunstancia, puede resaltarse algo que desafortunadamente no ha desaparecido de las coordenadas de nuestro intercambio político: el alto contraste y la escisión que se impone abruptamente, entre la visión del gobernante y su grupo, alimentada por las especulaciones más diversas y disparadas, y la convicción democrática y legal que alimentaba las decisiones y las acciones del movimiento y su dirigencia. Balbuceante y hasta torpe si así quiere verse, la gramática política que emergía, sin sofisticación alguna, sin tradición cercana de la que echar mano, era la de una ciudadanía que
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veía en las libertades democráticas la simiente de su identidad. “Dos de octubre no se olvida”, porque, simplemente, no podemos olvidarlo; pero su recuerdo tiene que inscribirse en una historia pasada y del presente larga y compleja, agresiva y poco generosa. Hacer de este recuerdo el punto de partida de una reflexión comprometida con la razón histórica, a la vez que con un reclamo político, obliga a volver los ojos a la nación en su conjunto, su historia y formación económica y social. Es en este sentido que la del 68, más allá de memoria es historia presente y debe ser una lección de futuro que nos obliga a una permanente recuperación teórica y crítica. La economía política de la política Las lecciones de aquellas breves pero intensas jornadas son muchas, aunque la fundamental se mantiene archivada; es en este sentido que traer a cuento la economía política de la desigualdad no es una graciosa u ocurrente derivación, sino un recordatorio, válido en el presente, de que la omisión o desinterés de quienes detentan el poder social y del Estado frente
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A 45 años: significado y actualización del movimiento1 a los contenidos profundos del reclamo político, como se hizo entonces frente a los voceros más adelantados de las clases medias que emergían, no puede posponerse impunemente, sin fecha de término. Y éste es, de manera obligada, un segundo acento memorioso: el que debe dar cuenta de nuestra desigualdad. La cuestión social articulada por la dura combinatoria de pobreza extensa y desigualdad aguda, sigue siendo la gran asignatura pendiente del Estado surgido de la Revolución y ahora sometido a la restricción del código democrático. Se trata de un fardo que no sólo atenta contra la mínima cohesión social que es necesaria para la estabilidad política, sino contra la calidad democrática misma. Por esto es que la construcción de una democracia habitable, capaz ciertamente de producir buen gobierno pero también los bienes públicos que la sociedad requiere para una existencia digna, tiene que ver con la capacidad de recuperar la memoria, no como lamento sin fin sino como acicate para atender, aquí sí, a lo fundamental. La agenda que hay desplegar para darle capacidad gubernativa al Estado y así abrir la puerta a nuevas expectativas de cooperación y desarrollo en la sociedad debe tener como eje y objetivo la edificación de un Estado social, democrático y de derechos. Más allá del reclamo democrático elemental pero también fundacional del 68, hoy resulta indispensable recrear el fundamento material e institucional del Estado y de la propia economía política nacional, porque de eso depende la consolidación de nuestra balbuceante trayectoria hacia la democracia que comenzó a trazarse como proyecto, pero también en los hechos, después de aquel año axial, como lo llamara el poeta Paz. El Estado y la economía política: deriva y reforma inconclusa El 68 fue un parteaguas tanto para el Estado mexicano como para importantes y dinámicas capas emergentes de la sociedad. Junto con su ferocidad, se puso de manifiesto la debilidad y la corrosión que ya aquejaban al Estado posrevolucionario. La densidad de aquellos años es indudable; y desde el punto de vista político-económico actual lo siguen siendo, como lo fueron para los sucesivos gobiernos con sus proyectos de reforma desde arriba, la referencia obligada para la crítica y la evaluación del presente, así como para tratar de construir un futuro distinto y más alentador. Si algo se evidenció en aquel momento fue el enorme sacrificio que el régimen estaba dispuesto a hacer de sí mismo y del orden constitucional para mantener sin concesiones lo que el grupo gobernante entendía por el principio de autoridad. Fue la defensa y afirmación de este principio, convertido sin más y por voluntad presidencial en razón de Estado, lo que llevó al gobierno del presidente Díaz Ordaz a poner al sistema político al borde de la dictadura, violatorio de cualquier idea política, moral o jurídica del Estado de derecho. El movimiento estudiantil de 1968 no tuvo en las contradicciones económicas que rodeaban el desarrollo mexicano su
motivación principal o determinante. Claramente, fue la incapacidad de la política estatal para asimilar los cambios en la estructura social, desatados por el desarrollo económico, la que propició una movilización que pronto puso en evidencia la matriz autoritaria del poder político. En este sentido, no sobran elementos para pensar que la vinculación entre la economía y la política tuvo una dirección contraria a la convencionalmente imaginada: fue más bien la economía política que siguió, la de la inestabilidad, las devaluaciones, las crisis y los derrumbes de los años siguientes, la que resintió el impacto multivariado de ese, diría Albert Hirschman, “desastre del desarrollo” en que se convirtió el movimiento estudiantil, con su secuela de represión masiva, cerco estatal a las universidades y, al despuntar la dé-
a una fase conflictiva que desembocaría en las crisis de los años ochenta. Aunque el Estado, a través del sistema “PRI-gobierno”, se mantenía como el encargado de asegurar esa cooperación, era cada vez más claro que sus contradicciones económico-sociales “clásicas” seguían en activo y que de ellas podría haberse esperado un desafío de significación para el orden político imperante. No ocurrió así, ni siquiera cuando, en los años setenta, el movimiento se desplegó como una movilización de alcances y pretensiones populares. La solidaridad entre los principales protagonistas económicos y el Estado, soportaba y se sustentaba en la estrategia de crecimiento implantada después del trauma devaluatorio de 1954, cuando arranca lo que se caracterizó como la
y consolidar la “división política del trabajo” heredada de la tradición revolucionaria y de la forma en que esta tradición se había ido concretando en el sistema político. Esta partición atribuía a los negociantes y empresarios el papel de invertir, producir y ganar, pero dejaba en manos de los gobernantes, en particular del presidente, las decisiones fundamentales en lo político y en lo económico. Así, se buscaba extender, al calor de los malos entendidos de la retórica que traía a México el inicio de la Guerra Fría en el Caribe, lo que años después Roger Hansen llamaría la Alliance for Profits mexicana. La representación de los intereses de los patrones se materializó mediante el formato corporativo y sectorial heredado del cardenismo, en torno a la Presidencia y sus secretarías; también en la presidencia
cada de los setenta, de opciones armadas revolucionarias y “guerra sucia” por parte del Estado . Precisamente, fue en los años posteriores al conflicto cuando se puso en evidencia la vía “estrecha”, así enunciada por Carlos Tello, a la que había conducido el Desarrollo Estabilizador y que claramente se manifestó en una incapacidad del Estado para cumplir eficientemente con su función legitimadora sin poner en riesgo la estabilidad macroeconómica. Fueron años en los que resaltaba la necesidad de una cooperación estrecha entre los principales actores económicos y sociales; fue también cuándo se empezó a experimentar desde las cúpulas del poder, la dificultad creciente de mantener intacto el formato de cooperación anterior y se entró de lleno
“estrategia del desarrollo estabilizador”. Posteriormente, a partir de los años sesenta, se puso en acto una estrategia económica en extremo celosa del tipo de cambio y la inflación, pero que, a la vez, pretendía combinar extensos apoyos a la formación de capital y a la industrialización con el incremento sostenido del empleo y los salarios urbanos. Esto, se insistía, permitiría mantener, mediante la firmeza política y, de ser preciso, la dureza gubernamental, el crecimiento de la economía y la hegemonía del Estado. En esa decisión, estuvo siempre presente la intención de reforzar el mando único, indisputable, del “Régimen de la Revolución” encarnado en la Presidencia de la República. Desde la óptica del gobierno, lo que importaba era mantener
recaía la tutela de las masas organizadas y encuadradas en el eje PRI-gobierno, cuyos intereses estaban sujetos a la interpretación y traducción política que de ellos hacía el titular del Ejecutivo federal, haciendo (y usando a) de estas organizaciones populares, obreras y agrarias, correas de transmisión del mando vertical o de plano comparsas del poder estatal. Gracias a este engranaje es que se mantuvo y extendió la política proteccionista; también, se reafirmó una política fiscal claramente favorable al capital privado, que pospuso sin fecha una reforma fiscal progresiva. Además, el Estado decidió la creación de “reservas” de mercado para la empresa nacional, mediante una política de “mexicanización (Sigue en el próximo número).
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Dmitri Gubin, Ogoniok
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n día puse un ejercicio a mis alumnos de la facultad de Derecho de la Universidad Internacional de Moscú (MUM, por sus siglas en ruso): redactar un escrito sobre las ventajas de la URSS. Me interesa tanto lo que ellos piensan de la Unión Soviética, como los recuerdos de quienes les han hablado sobre URSS. Me devolvieron siete textos. Algunos títulos estaban cargados de ironía: ‘Obligación, igualdad, aversión’, o bien ‘El imaginario de la Unión Soviética’… Y bien: ¿qué querrían recuperar estos veinteañeros del pasado soviético? La educación y la sanidad gratuitas: cinco menciones. La estabilidad y seguridad en el futuro: cinco. La solidaridad, la amistad y la bondad: cuatro. La seguridad y la falta de delincuencia: cuatro. Una buena educación, la vida intelectual: tres. La seguridad social: tres. La realización personal, el fomento del arte, incluida la televisión: tres. Dos veces mencionaron el fomento del deporte, el poderío del ejército, la atención médica de calidad y la prestación universal de la vivienda. Y solo una vez la base tecnológica, el patriotismo y el maravilloso sabor del chicle. Naturalmente, me abstengo de hacer comentarios. Les cuento que la asistencia a ese mismo deporte de la URSS más que multitudinaria era obligatoria, pero que los alumnos de educación física hacían novillos (igual que ahora); que en los vestuarios de la escuela no había duchas; que no había gimnasios para adultos y el pase para la piscina solo se conseguía mediante contactos. Una estudiante escribe que en la época soviética, “se podían dejar las llaves de casa bajo el felpudo”. Qué puedo decir... ¿Le cuento que a nosotros nos robaron dos veces, que a mi madre le dieron una puñalada por un gorro de piel, que a mi padre lo mataron por unos jeans, que Arkadi Vaxberg publicaba ensayos sobre crímenes brutales sin justificación? No, decido callarme, porque me doy cuenta de que yo mismo echo de menos ciertos aspectos de la URSS. Desde los descuentos para estudiantes en los coches-cama, hasta el pan negro a 18 kopecs [100 kopecs equivalen a un rulo] la hogaza (¡qué delicia cuando aún estaba caliente!)… Pero, pasando a asuntos más trascendentales, en la vida soviética primaban unos valores cuya desaparición hoy en día me preocupa en profundidad. El primero de ellos es la poesía. El ultrajado Asádov; el idolatrado Samóilov; Brodsky, el clandestino, y Lósev, el exiliado. Los Cuadernos de Vorónezh de Mandelstam o En trenes de la mañana de Borís Pasternak, escritos furtivos y reimpresos. Un tomo azul de Ajmátova comprado por seis inconcebibles dólares en la cadena de tiendas para extranjeros Beriozka (por lo que, dicho sea de paso, te jugabas una condena). Y lo segundo que echo en falta es el júbilo que envolvía a la intelectualidad. En la URSS, los intelectuales constituían un círculo que se enorgullecía del saber, donde el conocimiento se extraía a base
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¿Qué atrae a los jóvenes que no vivieron en la URSS?
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de esfuerzo. La biblioteca científica de la MGU (la Universidad Estatal de Moscú), por ejemplo, estaba cerrada a los estudiantes hasta 4.º curso, y los libros de Freud o Nietzsche solo se podían sacar con la recomendación de algún tutor. ¡Sí, leer libros era el deber de cualquier persona instruida! Y este deber se ha desestimado con la misma rapidez con que suplantó la moda soviética. Hemos cambiado la lectura por las compras. Sin embargo, en medio de todas estas reflexiones recapacito. ¿Pero es que acaso había otra opción? Como bien señaló en una ocasión el hebraísta Semión Yakerson, “éramos nosotros los que leíamos, mientras nuestra abuela asaba empanadas, esperando sentados en la cocina con un libro en las manos. Y los niños norteamericanos, mientras tanto, montaban en su rancho el poni que les habían regalado por su cumpleaños”. Pero tampoco se trata de eso. En solo dos minutos se puede cargar toda la obra de Brodski o de Slutski en un libro electrónico; ¡Gandlevski va a sacar un ejemplar de tres tomos!; la editorial de Iván Lim-
baj ha publicado un volumen con toda la obra de Lev Lósev. Todo lo que antes estaba bajo siete candados, desde Foucault a Adorno, desde Djilas a Avtorjánov, ahora se puede adquirir libremente. Todo esto está, pero falta el ‘júbilo’. Los intelectuales de hoy en día se pueden contar con los dedos de una mano. Tenemos los versos, pero los lectores de poesía se han disuelto como la espuma; existe la lectura intelectual, pero no quedan intelectuales para leerla. Una verdadera paradoja para la que yo tengo una explicación: en la URSS, parar responder a la pregunta ‘¿quién soy?’, bastaba con elegir entre lo soviético o lo antisoviético (lo segundo era más divertido). La desaparición de la URSS se ha llevado consigo este sistema de identificación personal basado en grandes colectividades. La llegada de una nueva realidad ha revelado al intelectual que ya no hay ningún mundo ‘antisoviético’ en el que apoyarse, sino que ahora es él quien debe confeccionar su propia forma de relacionarse con el mundo que le rodea. Justo esto es lo que lo distingue del ‘no intelectual’.
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Por decirlo de algún modo, la oposición y la razón ya no van de la mano. “Cualquier gregarismo es el refugio de la mediocridad, aunque se trate de la fidelidad a Soloviov, Kant o Marx. Solamente los solitarios buscan la verdad y rompen con quien no la ame lo suficiente”, escribió Pasternak en ‘El doctor Zhivago’ (aunque él no sospechaba que en una época de cambio de paradigmas, el concepto de ‘verdad’ también puede caducar). Internet, los libros electrónicos, la copia instantánea de cualquier tipo de datos, la desaparición de las distancias en el intercambio de información no han dado lugar a la aparición de comunidades sostenibles. Más bien al contrario: a cada instante se crean relaciones con un fin predeterminado que se desintegran con la misma rapidez. Entiendo ahora por qué quienes han sobrevivido a la URSS claman por las bondades de aquella época, por ‘la autorrealización’, ‘la estabilidad’, ‘la educación’ e incluso por ‘el deporte’. Son ellos los que se lamentan de no haber logrado educarse, estabilizarse y autorrealizarse por sí solos, sin el amparo del equipo.
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DOS MIRADAS Revuelta en Brasil Víctor Orozco
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as gigantescas movilizaciones populares ocurridas en Brasil desde el pasado 17 de junio, pusieron los ojos de millones de ciudadanos en todo el mundo en el punto central del debate político actual: cómo encontrar y poner a funcionar mecanismos de control de los gobiernos…que no queden en las manos de ellos mismos. Hacer una revolución armada o salir a la calle en manifestaciones pacíficas, son instrumentos que siempre están en el arsenal político de las colectividades. Ambas tienen lugar cuando los instrumentos institucionales no funcionan y se enseñorean en la política estatal las corruptelas y la represión. El gigante sudamericano es gobernado por el Partido de los Trabajadores, de orientación izquierdista y socialdemócrata. Dilma Rousseff, la presidenta de la República viene de las luchas armadas contra la dictadura, como José Mujica, el ya legendario presidente uruguayo. Las políticas sociales de gran envergadura, emprendidas por el actual gobierno y por el anterior de Lula da Silva, lograron sacar de la pobreza a millones de familias. Ello podría suponer una carta de confianza de las masas a estos gobiernos y su aceptación a todas las medidas que emprendieran. No es así. Los reproches son varios: el alto costo de los servicios públicos, que expropian buena parte del salario de los trabajadores, la escasa e insuficiente inversión de fondos en la educación y en la salud, también la ineficacia en el combate a la corrupción de los funcionarios estatales. Puestas en positivo, son las banderas y causas de mayor extensión en la sociedad, comunes en casi todos los países. La población movilizada en las grandes ciudades logró ya triunfos impactantes: se dio marcha atrás en los aumentos de tarifas en los transportes públicos, comenzaron a meter a la cárcel a políticos ladrones, el congreso rechazó por una mayoría abrumadora una ley aprobada apenas hace unos meses que limitaba el combate contra la corrupción, la cámara de diputados aprobó igualmente que el 75% de los ingresos petroleros se dedique a la educación y un 25% a la salud. De hecho, los millones que salieron a las calles han puesto a trabajar a mata caballo a las dos cámaras federales, sacándolas de la molicie y de las lucrativas componendas entre facciones a las que son tan dados los legisladores. Finalmente, la presidenta elevó una iniciativa para ser sometida a referéndum o a plebiscito con el propósito de realizar una reforma política de fondo, comprendiendo el mismo régimen de partidos. Toda una hazaña de la lucha en las calles, unificadora de jóvenes estudiantes, trabajadores asalariados y sectores de las clases medias de esta colosal nación multicolor, última en emancipar a sus esclavos negros y en dónde los clérigos propagaron aquella infame “Teología de la esclavitud”. Estas marchas populares son como torrentes que limpian los sistemas políticos y barren las inmundicias acumuladas. Son capaces de tumbar gobiernos u obligar a los existentes, -cuando éstos tienen suficiente sensibilidad-, a enderezar el rumbo. Constituyen fuerzas parecidas a las de la naturaleza, como un maremoto o una erupción. Pero…se agotan. Concluyen su ciclo y se vuelve a la inercia. A esto le apuestan los conservadores deseosos de mantener sus beneficios, como son los repartos de puestos y canonjías, el clientelismo, el enriquecimiento a costas del erario, la demagogia para engañar. Por eso, en la cúspide de las movilizaciones deben arrancarse el mayor número de conquistas para los pueblos. Una de ellas es la instauración de nuevas reglas del juego, como la que están a punto de alcanzar los brasileños -si vencen la resistencia en el senado- para usar la renta petrolera en beneficios populares de largo alcance como la educación y la salud. También la promulgación de leyes efectivas contra el uso de los recursos públicos con fines privados o su despilfarro en cam-
pañas de lucimiento de los gobernantes. Aquí, el punto crucial es poner fin a esta desvergonzada identificación entre los políticos-funcionarios con empresarios privados, merced a la cual los primeros brincan la línea que los separa de los segundos y éstos, se aprovechan para poner a su servicio todo el aparato del gobierno: leyes, informes, contratos, excepciones y exenciones… Revueltas como la brasileña tienen además otros profundos significados: sacuden el instinto político de las masas y provocan que su atención se dirija a los temas cruciales de su existencia. En un país donde el futbol ha sido convertido en una especia de religión, la protesta se enfoca contra los cuantiosos gastos oficiales para organizar la copa mundial el año próximo. Hay sin duda, un hartazgo colectivo por la priorización de los gastos estatales que prefieren las obras de ornato y se olvidan de las inversiones necesarias para llevar a las mayorías los bienes económicos y culturales indispensables. Este suelo fértil explica la proliferación como reguero de pólvora del video que subió a la red Carla Dauden, la joven brasileña residente en Estados Unidos, titulado “No, yo no voy a la copa del mundo”. Su propósito inicial era informar al público norteamericano casi indiferente sobre los gastos de la proyectada justa deportiva. No suponía que se convertiría en la expresión más difundida de las protestas. Otra vez, cómo en España, Grecia o Egipto, las redes sociales están mostrando ser los vehículos del momento para articular y darle cuerpo a una protesta social. En consonancia con este video crítico, se ha difundido un cartel con la leyenda: “Imagina un país en dónde más personas salieran a la calle a defender sus derechos, que a celebrar la victoria de un equipo de fútbol”. La visión resultante es casi obvia: tendríamos mejores gobiernos, se pondría coto a la voraz ansia de ganancias de los capitalistas y por ende
a la expoliación del trabajo así como la destrucción de los entornos naturales. Otro viraje en los vientos sociales es la masiva toma de conciencia de que las grandes decisiones en los asuntos públicos nos corresponden a todos. De repente, estos millones de manifestantes les arrebataron la iniciativa a los burócratas de la política, dirigentes y grillos partidarios. Quizá su empuje dure los suficiente para librarse de estas polillas que carcomen el cuerpo social. Vamos a esperar el tamaño y hondura de las reformas anunciadas por Dilma Rousseff y si pueden servir de ejemplo e inspiración para las luchas de otros países. En Estados Unidos, un movimiento ciudadano de Chicago denuncia que el gobierno cortó el presupuesto para las escuelas, limitándolo a 4 mil dólares por estudiante, mientras sostiene un gasto de 52 mil dólares por cada preso en las cárceles del condado. Es el mundo puesto al revés. Por lo pronto, estos brasileños indignados e inconformes nos han dado varias fructíferas lecciones, que especialmente los mexicanos debemos aprovechar. De manera similar a los sucesos de allá, requerimos con urgencia un gran movimiento social que cambie el derrotero del país, para colocar el interés público en el centro de las políticas estatales, desde las grandes estrategias nacionales hasta las medidas aprobadas en los cabildos municipales. No deberíamos descartar la erupción en cualquiera de las agobiadas ciudades mexicanas en cuyas calles y barrios se escuchan continuamente las voces de la inconformidad. Ante el miserable papel de comparsas de los partidos políticos, cuyas direcciones bailan al son que les tocan los dueños del poder y del dinero, tendremos las movilizaciones, que escribirán su propia música, poniendo en el escenario a sus intérpretes y danzantes.
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A LA PROTESTA La gran oportunidad Boaventura de Sousa Santos*
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a historia enseña y la actualidad confirma que no es en los periodos de crisis más aguda o privación cuando los ciudadanos se revuelven contra un estado injusto obligando a las instituciones y al poder político a realizar cambios decisivos en el Gobierno. Siendo siempre complicadas las comparaciones, sería de esperar que los jóvenes griegos, portugueses y españoles, gobernados por gobiernos conservadores que les están secuestrando el futuro, tanto en el empleo como en lo que a salud y educación se refiere, se revolvieran en las calles más intensamente que los jóvenes brasileños, gobernados por un gobierno progresista que ha promovido políticas de inclusión social, aunque minado por la corrupción y, a veces, equivocado con respecto a la prioridad relativa del poder económico sobre los derechos de ciudadanía. Siendo ésta la realidad, sería igualmente de esperar que las fuerzas de izquierda de Brasil no se hubiesen dejado sorprender por la explosión de un malestar que se ha venido acumulando, y que sus congéneres del sur de Europa se estuviesen preparando para los tiempos de contestación que pueden surgir en cualquier momento. Infelizmente, no ha sido así antes, ni lo es ahora. Por un lado, hay una izquierda en el Gobierno fascinada por la ostentación internacional y por el boom de los recurso naturales; por otro, una izquierda acéfala en la oposición, paralizada entre entre el centrismo maloliente de un Partido Socialista ávido de poder a cualquier precio y el inmovilismo embalsamado del Partido Comunista. El Bloco de Esquerda (Bloque de Izquierda) es el único interesado en buscar soluciones integrales, pero sabe que solo no conseguirá nada. Pero la semejanza entre las izquierdas de los dos lados del Atlántico termina aquí. La de Brasil está en condiciones de transformar su fracaso en una gran oportunidad. Si la aprovechará o no es una pregunta aún sin respuesta, pero las se-
ñales son esperanzadoras. He aquí, las principales: Primero, la presidenta Dilma Rousseff reconoció la energía democrática proveniente de calles y plazas, prometió dar máxima atención a los manifestantes y, finalmente, se mostró dispuesta a reunirse con representantes de los movimientos y organizaciones sociales, algo que había rehusado hacer desde el inicio de su mandato. Falta por saber si en este reconocimiento se incluyen los movimientos indígenas que más directamente han salido perjudicados del modelo de desarrollo asentado en la extracción de recursos naturales a cualquier precio y han sido víctimas constantes de la violencia estatal y para-estatal y de groseras violaciones del derecho internacional (consulta previa, inviolabilidad de territorios, etc.). Segundo, en muchas ciudades se anularon los aumentos de precio del transporte público y, en algunos casos, incluso se prometió la gratuitad de los mismos para los estudiantes. Una señal de justicia para las reivindicaciones del Movimento Passe Livre (MPL). Además, para enfrentar los problemas estructurales en este sector, la presidenta prometió un plan nacional de movilidad urbana. Tales problemas no serán resueltos sin una reforma política profunda, ya que las concesionarias de transportes son fuertes financiadoras de las campañas electorales. Aun así, la presidenta, consciente de ello y de los hilos que mueve la corrupción, se ha decidido a promover tal reforma, garantizando mayor participación y control ciudadano, y más transparencia y control a las instituciones. Y aquí está la tercera señal. Creo, no obstante, que la presidenta sólo se meterá en tal reforma bajo mucha presión. En vísperas de elecciones, y a lo largo de su mandato, convivió mejor con la bancada parlamentaria ruralista (con un poder político infinitamente superior al peso poblacional que representa) y con sus agendas del latifundio y de la agro-industria de la que comen los sectores en lucha contra los agrotóxicos y en defensa de la economía familiar, la reforma agraria, los territorios indígenas y quilombolas, etc. La
reforma del sistema político tendrá que incluir un proceso constituyente, y en eso se deberán implicar a los sectores políticos de la izquierda institucional y los movimientos y organizaciones sociales más lúcidos. La cuarta señal reside en la vehemencia con que los movimientos sociales que han estado luchando por la inclusión social y que han sido el ancla del Foro Social Mundial en Brasil se han distanciado de los grupos fascistoides y violentos infiltrados en las protestas y también de las fuerzas políticas conservadoras -que tienen a su servicio a los grandes medios de comunicación-, empeñadas en dividir a la clase popular. Volver a las clases populares contra el partido y los gobiernos que, en el balance general, más han hecho por la promoción social de las mismas, era la gran maniobra de la derecha. Pero parece que ha fracasado. A ello ayudó también la promesa de la presidenta de destinar el 100% de lo recaudado por los derechos de explotación del petróleo a educación (Angola y Mozambique, despierten mientras estén a tiempo) y sanidad (llevando a miles de médicos extranjeros para el Serviço Unificado de Saúde -el SUS, similar al Sistema Nacional de Salud portugués y español-). En estas señales reside la gran oportunidad de las fuerzas progresistas en el gobierno y en la oposición para aprovechar el momento extrainstitucional que vive el país y hacer de él el motor de la profundización democrática del nuevo ciclo político que se aproxima. Si no lo hacen, la derecha hará todo cuanto sea posible para que el nuevo ciclo sea tan excluyente como los viejos ciclos que durante tantas décadas protagonizó. Y no olvidemos que tendrá a su lado al big brother (“gran hermano”) del Norte, a quien no le conviene un gobierno de izquierda estable en ninguna parte del mundo, y mucho menos uno de los trozos de tierra que aún considera suyo. *Boaventura de Sousa Santos es doctor en Sociología del Derecho por la Universidad de Yale y catedrático de Sociología en la Universidad de Coímbra.
Nelson Mandela:
forjador de la esperanza “La inmensa desigualdad de nuestro planeta es peligrosa, injusta y desestabilizadora”
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a situación de muchas partes del continente africano no puede describirse más que como calamitosa. El espectro del hambre, la inanición, la violencia y las enfermedades como el sida, se cierne sobre nosotros en un momento en el que, la ciencia y la moderna tecnología alcanzan las alturas de mayor logro. La comunidad internacional responde con diferentes formas de ayuda. Agradecemos y necesitamos esta solidaridad, pero con la matización de que nuestro continente necesita, por encima de todo, ser desarrollado para promocionar y realizar nuestro potencial humano al máximo. El desarrollo es del interés de toda la raza humana. La inmensa desigualdad de nuestro planeta es peligrosa, injusta y desestabilizadora de igual manera que las desigualdades dentro de un país. El debate Norte-Sur debe renovarse, y las estructuras internacionales de cooperación se deben reforzar. Los viejos esquemas de comercio, de soberanía absoluta unida a una egoísta y total irresponsabi-
lidad, deben dar paso a nuevas relaciones de interdependencia y desarrollo. Este es el camino de la paz basado en la justicia. Sudáfrica está preparándose para ocupar el lugar que le corresponde en la comunidad internacional, no ya como paria internacional, sino como un país que está a punto de aceptar el reto de la tolerancia racial y la democracia. Debemos, por lo tanto, rendir nuestro tributo a la comunidad internacional por su contribución a la lucha contra el racismo y el apartheid y, especialmente, por los sacrificios realizados por muchos países de África. Sin esa solidaridad, no estaríamos recorriendo ahora nuestra última milla hacia la libertad. La política extranjera del apartheid a la región fue una extensión de su naturaleza agresiva y violenta. Aislada por la comunidad internacional, perseguía todos los medios a su alcance para evitar su aislamiento. Donde podía, buscaba explotar el interés propio y la hegemonía de otros países sobre los demás para minar ese aislamiento. Cuando no lo conseguía, recurría
CORREO del SUR Director General: León García Soler
a la coacción, la desestabilización y la agresión militar. Una Sudáfrica libre debe eliminar para siempre el espectro de la fuerza bruta de sus relaciones con otros estados. La política de una Sudáfrica libre, por tanto, contribuirá a la democratización de las relaciones políticas y económicas internacionales. En un mundo cambiante, apoyaremos la propuesta de declarar a Sudáfrica una zona no nuclear y el Océano Índico como Mar de la Paz. En lo que se refiere al negocio de las armas, debemos evitar que nuestra economía caiga irremediablemente en este tráfico inmoral de destrucción. Y lo que es más importante, desempeñaremos un papel completo y dinámico en las organizaciones regionales e internacionales para ayudar a superar los destrozos del apartheid y la desestabilización de nuestros países vecinos, y a construir un mundo donde todos sean respetables y queridos por igual. (Fragmentos del discurso al recibir el premio de Cooperación Internacional Príncipe de Asturias, 1992.)
Suplemento dominical de Director: Adolfo Sánchez Rebolledo
Diseño gráfico: Hernán Osorio