La rosa Profunda R e vi st a d e c re ac ió n y pe ns am ien to
ISSN 1699-4671 – Octubre 2007 – Número 5
La rosa profunda nº5 Revista de creación y pensamiento Octubre 2007
ISSN 1699-4671
Dirección: Antonio Luis Bastida García José Manuel Martínez Sánchez José Eduardo Morales Moreno
Consejo de Redacción: Mª Isabel González Arenas Juan Manuel Sánchez Meroño
Consejo Asesor: Vicente Cervera Salinas Abraham Esteve Serrano José María Jiménez Cano Francisco Vicente Gómez
Comité de Honor: Fernando Arrabal Luis Alberto de Cuenca Lucía Etxebarria Luis Antonio de Villena
Diseño y Maquetación: Jonathan Fernández Román José Eduardo Morales Moreno
Todos los textos publicados son inéditos
Índice P RESENTACIÓN . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 5 P OES Í A Arenas: El agujero de la huida ............................................................................................................. 7 Antonio Bastida: Pantallas / ¿Con quién hablo? ........................................................................... 8 Alberto Caride: Inevitable / Comala ...............................................................................................10
Ed. Expunctor: Actos contradictorios .............................................................................................12 Toni García Arias: Paraíso ..................................................................................................................14
Nicolás López Dallara: Refugios naturales ...................................................................................15 Rubén Martín Díaz: Espejos ................................................................................................................18
Juan Manuel Sánchez Meroño: Acción o efecto...........................................................................19 María Sivana: Un tren de juguete a París.......................................................................................20
Orión de Panthoseas: Holocausto… / Digresión…......................................................................21 Verde Eléctrico: Herida sinfónica.....................................................................................................22
Víctor Julio Vergara: Episodio gris ...................................................................................................23
NARRATIVA RELATO Martín Cid: Dos hermanas ...................................................................................................................26 David Fortea Etxeberria: Supongo que es el otoño....................................................................37
Ed. Expunctor: Los cuatro encuentros ............................................................................................40
El Espectador: Tres escenas sicilianas ............................................................................................42
Daniel Alejandro Gómez: Dos balas en la espalda .....................................................................43 Francisco J. Moreno Hernández: La rosa ......................................................................................52
Pedro Pujante Hernández: Obra inédita: unas notas sobre Alejo Carsona ...................... 54 Juan Amancio Rodríguez García: El primo ...................................................................................57
María Sivana: El hijo nieto del vidriero ..........................................................................................60 Microrrelato
Alicia Ochoa Cortes: Identidad ..........................................................................................................63 David Fortea Etxeberria: A la italiana / Lisboa ..........................................................................64 Ed. Expunctor: Ataque inesperado...................................................................................................66
Basilio Pujante Cascales: Natación / De preocupaciones .......................................................67
ENSAY o / a r t í c u l o s Alejandro Hermosilla: Una cierta tendencia a la literatura mexicana .............................. 69
Marta Delgado Larrodé: Diálogos identitarios desde el segundo obturador: Jeff Wall, Keith Cottingham, y Yasumasa Morimura .....................................................................................77
María Isabel González Arenas: Las lágrimas de Garcilaso. Análisis del Soneto XXV..... 85 Carmen Lafay: No es solo un velo .....................................................................................................91 José Eduardo Morales Moreno: El infierno amoroso de Quevedo. Análisis del soneto "En los claustros del alma la herida" ...............................................................................................93
LA ROSA PROFUNDA. REVISTA DE CREACIÓN Y PENSAMIENTO. ISSN: 1699-4671. Número 5. Octubre 2007
PRESENTACIÓN
Siempre ha sido azarosa la vida de las revistas literarias. Una gran mayoría acaba muriendo en el olvido a no ser que el destino o el acaso quieran que en ellas haya publicado sus textos algún escritor dotado de genio, lo que en el futuro llevaría a alguien a rescatar la revista de alguna hemeroteca, si tuvo por fortuna la posibilidad de imprimirse en papel. Normalmente es el tiempo la causa del estancamiento de una revista: las agujas y las arenas del reloj nos aprisionan en esta existencia limitada por tres dimensiones, y otros quehaceres reclaman nuestra dedicación. La ilusión con que nació la revista apenas se mantiene en un par de corazones, que con un poco de esfuerzo y tiempo consiguen hacerla brotar de nuevo. La rosa profunda atraviesa momentos difíciles que ponen en peligro el crecimiento de futuros pétalos, de próximos números. Por un lado, el tiempo nos asedia; por otro, apenas nos llegan colaboraciones y nos vemos obligados a buscarlas para mantener con vida la revista. Una clara señal es que en este nuevo número no hay sección de pintura ni de fotografía. No obstante, se mantienen las secciones con las que originalmente nació La rosa: narrativa, poesía y ensayo, donde publican algunos autores que ya son conocidos en la revista de números anteriores, y otros que lo hacen por primera vez, como Orión de Panthoseas (cuya Poesía pueden descargar en la página web Cervantes Virtual), Víctor Julio Vergara, Nicolás López Dallara y Rubén Martín Díaz en poesía, así como Francisco J. Moreno Hernández en narrativa. En la sección de ensayo, Alejandro Hermosilla nos ofrece unas reflexiones acerca de la literatura mexicana, sobre la cual está llevando a cabo sus investigaciones en México; Marta Delgado Larrodé aborda algunos aspectos relativos a la identidad y al yo en las obras de Jeff Wall, Keith Cottingham, y Yasumasa Morimura; María Isabel González Arenas analiza el Soneto XXV de Garcilaso de la Vega, poniendo de manifiesto el dolorido sentir del poeta; Carmen Lafay Bertrán insiste en el tema del Islam, sobre el que está escribiendo un libro, centrándose esta vez en el controvertido velo islámico; y quien esto escribe publica un análisis del soneto de Quevedo "En los claustros del alma la herida". Espero que disfruten de la lectura del nuevo número y les invito, como ya es costumbre en las presentaciones, a colaborar en próximos números. José Eduardo Morales Moreno
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POESÍA
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Arenas: El agujero de la huida
Amanece frío esta mañana, la soledad se me sube a la cama, esperando una caricia, lengüeteándome con sus gimoteantes jadeos. Tiritona arrastra las mantas mientras, sin éxito, intento volver al sueño donde nunca esta frío el derecho del lecho, donde nunca amanece el silencio. Veintitrés grados de desamparo marca el termómetro de mi alma, y tengo helados los tuétanos, la voz congelada en cansada súplica repetida. Voy a amanecer y a sacar mi soledad de paseo, con el collar espera en la puerta. Me lo pone alrededor del cuello, holgado un momento ahoga con sus cerdas de pimientas. Miro la calle rubicunda, matutina, el cielo aprieta mi cabeza, ya camino por mi tumba. De epitafio, folios en blanco. El alba sorprende a las manos y por un instante se bañan de sangre. Amanece frío esta mañana, se amoratan mis pensamientos, flotan vagos cristales de interrogantes en mi aliento. Circulo resignada buscando el sol del recuerdo que caliente el crujir de mis huesos en este banco de la memoria donde me siento. Esperando que mi lápida se abra como una rosa, a recibirme hermosa de vacío como una secreta tregua.
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Antonio Bastida: Pantallas / ¿Con quién hablo?
PANTALLAS Ver en el transparente cristal qué dice la gente, conmoverse ante nuevas gentes que brillan en el vidrio reluciente de la expresión. Se conmueven corazones exaltados. Se comunican voces calladas ante juerga que moldea maneras. Son alientos de cambio. Voz que vienes y vas, habla con nosotros, con cada uno de los hombres que te habitan, danos la señal para que blanco y negro desaparezcan, que aparezcan la infinidad de colores que te habitan. Ante la luz de la oscuridad brillamos, y la ausencia es compartir vida. Mayo de 2006
¿CON QUIÉN HABLO?
¿Quién soy yo para ser? “Un hombre infinito como tantos otros hombres. Un hombre con la suerte de vivir muriendo. Un hombre divino aquí y en la muerte. 8
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Ese ser que llevo dentro y que en tantos se confunde. Ese ser que resucita de su misterio, de su sueño. En todos los mundos que he visitado me desconozco, es otra ficción cambiante e inesperada la que me espera.”
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Alberto Caride: Inevitable / Comala
INEVITABLE
¿Qué ha sido de la quietud, del agua mansa que bañana las riberas del tiempo? ¿Qué de la calma del viento o de lo estático del sol vistiendo homogéneamente la tierra? La lluvia ha enrobinado los ojos con su tierra seca, con su manto de invierno sucio, y la pupilas, enfermas quizás por lo inesperado, se contraen hasta el infinito sin distinguir entre las luces los contornos del recuerdo. ¿Qué se puede decir ahora que apenas a separar alcanzas la cortina de cristales de la luz? Palabras, ríos llenos de palabras que anegan la mente, y que, como la lluvia, pasarán, absorbidas por el tiempo, como a la lluvia la tierra que pisas.
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COMALA A Marzia En Comala comprendí que al lugar donde has sido feliz no debieras tratar del volver. Joaquín Sabina Había perdido cuando llegué la forma que un día le otorgaron sus piedras, pero las palabras y los murmullos, hechos de memoria pero no de tiempo, permanecían amontonados por sus calles como cadáveres comunicando silencios. Y porque fue la vida (o la revolución) la que le robó el alma al pueblo, fue su muerte el liberar las palabras enterradas del recuerdo. Y los sueños (que despiertos o dormidos no tuvieron) se nombraron sin palabras de memoria en el polvo levantado por el viento.
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Ed. Expunctor: Actos contradictorios
Un 9 de octubre el ejército boliviano asesinaba a Ernesto ‘Che’ Guevara con la inestimable ayuda de la CIA... meeeec meeeeeeec saltan alarmas raudas minúsculas bombillas incendiadas el pentágono-ambulancia fragua redada a la preclara mente Guevara localícenlo / localícenlo /localícenlo el programa de rastreo arraaaaaaaaaaaaaaastra cien tentáculos por sus testículos olisqueando cual perro callejero su culo en movimiento localizándolo / localizándolo / localizándolo objetivo localizado repito objetivo localizado 1967 octubre el objetivo guerrea en Bolivia derriba infamias y aproxima utopías neutralícenlo / neutralícenlo / neutralícenlo porque intenta instalar la libertad en la tierra y libertad no entra dicen en nuestro juego-estratego de dominar la esfera neutralizándolo / neutralizándolo / neutralizándolo objetivo neutralizado repito objetivo neutralizado
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estos rígidos moluscos geométricos estos rastreros de menos dos al tercio porque de tres al cuarto indignos asesinan héroes asesinan sueños de un mundo más justo No matamos héroes dicen los eternizamos destruimos sus caras para estamparlas en camisetas chapas banderas piercings sudaderas y tú que apoyas su causa a nuestras empresas pagas para comprarlas
PD. Oliverio Girondo no quería sufrir la humillación de los gorriones. Seguro que Ernesto Guevara tampoco. Ernesto la sufre, indudablemente. Lo que no sé es si la estará sufriendo Oliverio.
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Toni García Arias: Paraíso
Una vez suceda la muerte no existe la certeza de que habitemos lo eterno. Aún así, dispuestos a la quimera, si pudiéramos elegir el paraíso, yo escogería este mismo instante en que tú me observas y yo te observo. Allí me establecería para vivir en lo eterno el resto de mi vida, con tu nombre en mis labios y tu piel en mi cuerpo; unidos eternamente, amándonos eternamente hasta hacernos daño.
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Nicolás López Dallara: Refugios naturales
Tal vez por vergüenza ya no mire tanto al cielo. Las nubes ya no me inspiran ninguna carabela. Mirar al cielo hace mucho dejó de interesarme. Ya no reconozco la forma de las nubes. De vez en cuando la perfecta luna blanca Se me incrusta en el rabillo Y me invita a que mire las estrellas. Entonces yo le explico que soy grande, Y que mi amor no está en el cielo; Mi amor esta perdido aquí en la Tierra: Por eso es que casi nunca miro las estrellas. Mis ojos ya no miran más allá De los dinteles de las puertas, Por si acaso algún día yo con ella me cruzara, Y así no pierda otra oportunidad de enamorarme, Por estar buscando Inmaculadas carabelas de algodones. Allá lejos, donde el más alto de los hombres Nunca llega... Ni aún con la puntita de los dedos. Siendo franco... Ustedes no imaginan Cuánto a mí me gustaría recostarme Sobre el impredecible césped de la plaza, Y tener de compañero a un guardián escarabajo: Si yo fuera diminuto me parecería un dinosaurio, O una máquina futura, o una bestia abominable... Que sólo vi en mis pesadillas. Ustedes no imaginan cómo a mí me gustaría Recostarme en una plaza con los ojos en el cielo, Y sentir cómo se pierden en mi última retina, Legendarias carabelas blanquecinas; Yo querría que expresivas lágrimas vivientes Despidiesen a una repentina manada de caballos, Que se adentraron de perfil en mis pupilas, Y se esfuma poco a poco, Sin que su paso indetectable deje huellas.
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Yo quisiera que esta noche Una gran luna anaranjada, Pinte de púrpura a las nubes camufladas Que moran en el innominable cielo taciturno. Y entre el negro espacio que el sol ha abandonado, Se entrometiera una delgada nube inspiradora... Y mi recuerdo la convertiría en la forma de tu cara. ¡Qué pena que ya no miro tanto al cielo! En realidad a veces me da pena mirar hacia lo alto. Yo recuerdo cómo me gustaba Ir a la plaza de mi barrio. Apenas la mañana ilustraba las hamacas Y las bancas centenarias, Yo ya me sentaba hasta la tarde En el arenero de mi plaza, Y esperaba mucho tiempo A ver formas en las nubes. En ese tiempo adivinaba En cada nube una figura. Yo tenía la esperanza De que mis trenes celestiales regresaran. Y así Dios me señalara Que todavía no me habían olvidado; Pues volvieron de regreso a despedirse. Ahora que la inesperada helada Me ha hecho buscar refugios naturales, Y en la desesperación suplico al cielo Que ya no esconda a mis amigos los dragones, He perdido esa paciencia Que en las nubes inventaba sustantivos. Hoy que mis palabras Se articulan sin la misma fe que hace diez años, Y en la marcha del discurso, Imponiendo su doctrina, Viejos textos que he leído Desearían que mi hablar Fuese una copia de su teoría verosímil, Miro hacia los cielos Y mi corazón ya no quiere susurrarme Que en las nubes hay figuras escondidas, Pues se ha cansado mucho de insistirme, Y que yo lo corresponda Con soberbias desdeñosas.
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Y temeroso de enfrentarte nuevamente, Aún después de que ha pasado mucho tiempo, Quizás entre las nubes encuentre Algún recuerdo tuyo, Y yo viva nuevamente... Pues en tus ojos ha renacido muchas veces El niño que se recostaba en la plaza de mi barrio.
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Rubén Martín Díaz: Espejos
Mis párpados son lentos ante la vida que corre más que mis piernas. Soy abstracto en los espejos; si tengo dos ojos, nariz, boca y lengua, ¿qué hay de extraño en mis días? ¿por qué mi lengua se tuerce y su voz emerge vaga? Si nadie escucha ahí afuera, pondré un silencio derramado que ahogue a la palabra. Tengo mil manos para un relámpago que dura el día. Comienza a anochecer por los horizontes cárdenos y la penumbra roba ese instante efímero de luz, antes, incluso, de alcanzarme el pecho a través de mis ojos infectados de sombras. Dicen que toda tierra se mueve, permuta, gira, dicen que aquel ser que se lleva mis lágrimas se llama viento y es ciego, pero ahí está cuando nace el llanto para recogerme en mis pedazos. Dicen que ya no hay agua, que todo bajo los ojos es barro y, sin embargo, ellos huyen cuando caen las nubes descolgadas, líquidas e intermitentes. Dicen, ellos dicen, dicen, dicen yo, no digo nada. Tan sólo soy abstracto en los espejos, un mortal de mil manos. Guarda para mí todas tus pieles.
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Juan Manuel Sánchez Meroño: Acción o efecto
Mide el plazo tenue entre el acto y la potencia, los porosos filamentos que delimitan la víspera de la sangre. Existe en toda espiral un núcleo, un abismo en toda puesta, una contemplación en toda soledad. Existe un segundo en que se diluyen todos los nexos de la Historia y el germen de la culminación. Allá, cuando la distancia ciega nos aleja de la superficie del deseo, la postura evasiva, la mordedura vacía, impenetrable ya el objeto; caen como frutos fláccidos manos sobre senos. No se cumple la noción del epicentro, la irrigación de las sombras dilatadoras de tumbas y nacimientos, descendientes y ancestros. Sancionado el engarce terreno, los ocasos renacen impasibles; se asiste consumido al vencimiento del yacer, cuando ahora fingimos impávidos el esperar aquella duda frágil: aquella acción o aquel efecto que suponga el existir.
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María Sivana: Un tren de juguete a París
…Lo que nunca dije es que en este siniestro estar sin estar en mí misma la pude ver con su rostro aterciopelado de quimeras viejas tentando mi debilidad insalubre mi más entrañable y visceral deseo de volver a ser Ella monta el caballo rojo de las pesadillas ocupa mis cajones se expande sobre el cielo raso de mi corazón inaugura zoológicos de animalitos malditos enciende los violines de mis viejas vidas inventa un tango le pone sonido a mi fragilidad La muy desgraciada construye castillos de naipes en el aire me teje y desteje la alfombra de pétalos en la que nunca pude podré volar en una hoguera ritual fuego pronuncia mi nombre mi único brutal infinito nombre que solo ella supo pronunciar con total libertad Entonces la tiento inútilmente con la calidez de mis manos alas intento persuadirla insisto en no nombrarla con letras sobre Mi Poema enladrillado enlagrimado ensangrentado Ella se enoja por un instante torciendo sus labios de trapo y con su trémula raspada vocecita me grita: -¿es que acaso te has vuelto loca niña? Este mundo adulto adulterado te está quitando la magia azul de las hadas niñas ya sospechaba yo que meterme contigo era perder el tiempo que no tengo- y entonces me revuelve los libros me raya los discos humedece mis paredes para luego volver arrepentida y pequeñísima a instalarse nuevamente dentro de su casa rosada hecha de mi carne con cimientos de mis huesos y fuego de mi alma que ya comienza (poco a poco) a derrumbarse lamentablemente a derrumbarse dentro de mí Cuando sólo queden ruinas y ella se aplaste o se adormezca en su cuna de jazmín yo me habré ido lejos tan lejos que para encontrarme tendrá que tomar un tren de juguete en dirección al horizonte rayado de París …
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Orión de Panthoseas: Holocausto… / Digresión…
HOLOCAUSTO EN EL MAR DE BRONCE
... todo el tiempo está aquí: un sol verdadero me abrasa el mar y no sé qué hacer con este fuego, con esta convulsión de la conciencia en llamas. ¿ ... debería utilizar la emoción exultante de un día infame y salvarla ? ¿ tañer a urgencias y a rebatos, invocar a dioses y lluvias vivas y socorrer los criptas, las tan hondas del pecho ? ... pero no, pues voy dejando que culmine el incendio y que su esencia infinita resplandezca en las gotas más humildes del agua, para así, mojado y encendido, de este mar de cristal rescatar la palabra.
DIGRESIÓN ACERCA DEL HOMBRE CONCRETO
... si no fuésemos hombres y mujeres concretos y no tuviéramos frío y hambre y alegría; si no hiciéramos el amor y tocáramos la tierra y el cielo tal cual somos - así y aquí - de dónde tomaríamos la fe para afrontar esta batalla, este conocimiento tan agridulce y duro; ... qué sería de este discurrir con todo y contra todo, de este recribar una y otra vez luces y penumbras de nuestros trabajos y demoliciones; ... justamente somos ciertos y concretos como el mar y la piedra, y es justo gastar agua y fuego para la vida aunque a gritos lo nieguen la carne de pecado y el labio de la gloria; necesitamos caer, decididamente pecar, pues ¿ cómo originarse si no, cómo, cómo llegar a ser y lograr tocar la luz… ?
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Verde Eléctrico: Herida sinfónica
Ya se ha cortado el instrumento. Un tambor grita su último aliento. Como hachas de luz sónica En guerra con el mundo. Las palabras... Mis manos no palpan el ritmo, Mi lengua no saborea las sílabas -muertas, incorpóreas, volantesMis oídos no captan la esencia de la sinfonía... Abre, hermano, la caja de música de antaño, Aquella que nos dio el padre Cuando corría mano a mano, Sin la lanza en la palma. ¿Te acuerdas? Mero proyecto utópico de la primera cosmopolita. ¡Abrid el alma al mundo, ved cuánta sangre vierte!
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Víctor Julio Vergara: Episodio gris
Visiones de infancia, dulzores pueriles, pintados primores, de ayer primavera, con fuerzas que al hombre le laten viriles, amor, juventud, ebriedad, soñadera. Ocultos florones fluyen perfuminos, tras muros verdosos con viejos portillos los pasos sonando cual sordos violinos conciertos de cuerdas tocado en los grillos. En ánforas mudas promesas dilatan un ópalo inmenso de luz venerata que rosas benditas copiosas desatan galaxias de polen color escarlata. Pupilas ignotas de extraños países promesas y olvidos, mirajes de soles, sus belfos lamía un buey de ojos grises fundiendo las formas, un frío que demole. Un son de campanas, siniestro y meloso efluvio azotante de viento que mata, llenaban de extenso clamor peligroso el bosque de cedros en tarde "amalata". Inquieta adorada de mórbidas carnes fugaz juramento fundido de olvidos en vano las lágrimas, sapientes sibilas, sentían la muerte cerrando su nido. Horror indecible vibrando en las venas visiones de huesa, mirar solitario, alzar voluntario pendón y sagrarios y el mundo envasado en un relicario. Borraron los cedros las trágicas noches la cruz prominente, lució por serena, hermosa en su propio silencio de estuche brilló en refucilos, dorada la pena.
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NARRATIVA
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RELATO
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Martín Cid: Dos hermanas
El cuadro representaba, como ya he dicho, a una joven. Se trataba sencillamente de un retrato de medio cuerpo, todo en este estilo, que se llama, en lenguaje técnico, estilo de viñeta; había en él mucho de la manera de pintar de Sully en sus cabezas favoritas. Los brazos, el seno y las puntas de sus radiantes cabellos, pendíanse en la sombra vaga, pero profunda, que servía de fondo a la imagen. El marco era oval, magníficamente dorado, y de un bello estilo morisco. Tal vez no fuese ni la ejecución de la obra, ni la excepcional belleza de su fisonomía lo que me impresionó tan repentina y profundamente. No podía creer que mi imaginación, al salir de su delirio, hubiese tomado la cabeza por la de una persona viva. Empero, los detalles del dibujo, el estilo de viñeta y el aspecto del marco, no me permitieron dudar ni un solo instante. Abismado en estas reflexiones, permanecí una hora entera con los ojos fijos en el retrato. Aquella inexplicable expresión de realidad y vida que al principio me hiciera estremecer, acabó por subyugarme. El retrato oval, de Edgar Allan Poe I Para unos es muy corto; para otros regular; muy largo para los tristes… Para Dios la eternidad… La noche centelleaba, palpitante de reflejos y pálida, reflejada en la claridad de la noche, iluminada siempre el reflejo de la Luna sobre sus aguas. El camino se extendía llano sobre la costa, conduciendo hacia el faro, desde hace ya muchos años apagado. En un viejo reino junto al mar. La noche estaba apagada, henchida de humedad, sin viento, suspendida en la tiniebla del faro imponente, casi invisible. Las aguas silenciosas apenas permitían entrever algunos ecos, monocordes, casi crepitando en un susurro.
II Allí vivía una doncella conocida bajo el nombre de Annabel Lee… A la sombra del faro, una casa, una luz en la ventana. Una puerta entreabierta…. -Esta vez será la última –dijo Edgar, con ese acento propio del ebrio.- ¡Nunca más! Será una última vez…, por los viejos tiempos.
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Anna le miró fijamente, tratando de mirar más allá de sus palabras. -Todo ha salido mal, Anna… –repetía Edgar…- Lo tenía hecho, todo estaba bien atado, sólo una mala mano en el último minuto y todo se terminó… Pero Anna, ahora he de pagar mi deuda, te ruego me ayudes… ¡Será de veras la última vez! -Siempre es una mano, Edgar –Anna hablaba tranquila, pausada, buscando un atisbo de comprensión en el rostro de Edgar.- Si no es una mala jugada es alguien que ha hecho trampas, desde luego… Pero al que sólo tú debes dinero. -Te lo ruego, cariño… Debes ayudarme sólo por esta vez. Debemos encontrar una solución, de esta manera tú y yo podríamos al fin ser felices, mucho más allá de este lugar… Los dos solos. -Hace tanto tiempo que repites lo mismo, Edgar. Hace ya tanto tiempo que vengo escuchando esta misma cantinela… -¡No esta vez, Anna, no esta vez! -¿Volverás a jugar, Edgar? –preguntó Anna. -Nunca más –Edgar se llevó la mano al pecho y cerró los ojos.- Prometo no volver nunca más a ese lugar… Nunca más. Anna se levantó en silencio, muy lentamente, caminó unos pasos hasta un biombo cercano. Edgar permaneció inmóvil, sonriente. Anna corrió las paredes de la pantalla, para evitar ser vista. Tras unas cajas, se escondía un pequeño sobre, del cual extrajo algunos billetes. Se dirigió de nuevo a la estancia, en la cual esperaba Edgar, quien hacía ímprobos esfuerzos por mantenerse erguido. -Será la última vez, Edgar, no habrá una próxima. --------------------La luz se filtraba tenue por el leve espacio entre la cortina y la ventana, dejando la habitación casi en penumbra. Apenas se dejaban ver dos sombras, Anna y su hermana, Isabel. -¿Terminaste cediendo, verdad? –Preguntó Isabel.- Siempre lo haces…. -Será la última, esta vez le he creído – respondió finalmente Anna, tras una larga pausa. -¿No te das cuenta que nos utiliza, hermana, acaso no es tu mente enferma capaz de ver tan solo eso? -Esta vez sí, Isabel. Me ha dicho que por fin podremos irnos juntos los dos, alejarnos al fin de este lugar. -¡Qué tonta eres, hermanita! ¡Cuántas promesas y cuántos engaños! Eres más idiota de lo que pensaba, Anna. No tienes el suficiente coraje para reconocer que lo único que él quiere de ti es tu hermoso dinero
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-¿Y por qué no? ¿Acaso no puedes creer que él me quiere, que de veras está atravesando un mal momento? -¡¿Qué iba a querer un hombre como Edgar de ti, hermanita?! ¡Eres una pobre loca! Todo el pueblo lo comenta… ¿Acaso eres sorda también? ¿No escuchas los murmullos mientras caminas? ¿Las risas sostenidas, cómo se apartan de ti unas miradas y cómo otras muestran sus crueles risas? -¿Y qué habría de ser? Todo el día aquí encerrada, cuidando de ti, Isabel… Se me escapa la juventud, hermana… Y tal vez ahora tenga una esperanza -¿Vas a echar ahora la culpa a tu hermana tullida? ¿Tengo que recordarte la razón por la que estoy en esta situación, Anna? ¡Vamos, hasta los locos tienen recuerdos! ¡Haz memoria, maldita tarada! -Lo único que no soportas es que sea a mí a la que él quiere. Isabel… Eso te carcome cada día y no puedes olvidarlo. -¡Es un maldito borracho! –Exclamó Isabel.- ¿Qué podría querer yo de un tipo así? Si apenas puede cuidar de si mismo… ¿Cuántos años más vivirá? ¿Cuántos días, noches crees que pasará contigo? Las justas antes de que se termine tu dinero, Anna, sólo esas. -Te equivocas, Isabel. Es un buen hombre. Y puedo ver sinceridad en sus ojos. Anna se marchó de la habitación, mientras Isabel permaneció postrada, inmóvil.
III Nuestros fracasos son a veces más fructíferos que nuestros éxitos Edgar se apresuró por entre la vereda, rodeada de densos matorrales. Su rostro reflejaba la ansiedad, y el miedo, queriendo escapar rápidamente de aquel espectáculo dantesco que había tenido que soportar. -Vaya par de imbéciles –pensó-, las tengo absolutamente controladas. Unas pocas palabras y harán lo que yo desee que haga…. El lugar de destino ya se divisaba. Se podía escuchar ya el leve murmullo de las gentes en su interior, los gritos de algunas mujeres, la algarabía general. Edgar entró. Se trataba de una típica taberna: la barra al fondo, los borrachos de siempre en primer plano. Nada había cambiado mucho, incluso eran los mismos rostros que había dejado hacía apenas un par de horas. Edgar se abrió paso entre la multitud, entre las mujeres que prometían cariño por media hora, entre los borrachos que prometían compañía a cambio de una bebida. En la trastienda esperaban los cuatro semblantes impenetrables de siempre, aquellos mismos que llevaba viendo a diario los últimos cuatro meses. Poco importaban sus nombres, ni tampoco sus rostros, lo que importaba es que ellos tenían su dinero, y aquella era la noche para recuperarlo.
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-¿Has traído el dinero, Edgar? –Preguntó el peor encarado de los cuatro-. Ya sabes que sin dinero no hay partida. -Por supuesto, Tom. Espero que tengas tú también mi dinero, esta noche pienso recuperarlo. -Claro, amigo Edgar. Nuestra suerte tiene que cambiar más tarde o más temprano –se sonrió. -Tenemos un nuevo compañero de mesa, Edgar –dijo el segundo, que lucía una prominente cicatriz que le atravesaba verticalmente la cara-. Espero que no te importe. Se trata de un nuevo jugador, el señor William Wilson. -Es un placer, señor Wilson –dijo Edgar mientras le estrechaba la mano, sin mirar nunca al rostro, como los jugadores que se sienten intimidados desde un principio, a los que sólo les resta esperar que las cartas sean repartidas para perder la mano. -Espero que sea una buena partida, mi nuevo amigo –dijo William Wilson. -Seguramente lo será, créame –finalizó Edgar. William Wilson vestía muy elegantemente, casi a la antigua dado los tiempos que corrían. --------------------------Rallaba ya la madrugada y los seis jugadores lucían ya rostros de cansancio, todos menos William Wilson. Edgar lo había perdido todo, y sus compañeros también. Las facciones de William Wilson manifestaban ahora una amplia sonrisa. -Bueno, caballeros, creo que la partida ha terminado. Será un placer invitarles a todos ustedes a una bebida. Por supuesto, todo lo que se ha consumido aquí esta noche corre de mi cuenta. -¡No, aún no ha terminado! –Sentenció Edgar.- Denme un par de horas y volveré con más… ¡Ésta es mi noche, lo noto! -Creo que no, Edgar –dijo William Wilson-. Sus compañeros también han sido derrotados. Ahora todo es mío. -No es usted un caballero, señor Wilson: ¡Debería darme una revancha, es lo justo! -Créame, Edgar, tendrá usted la oportunidad de redimirse de sus pecados con las cartas muy pronto. Yo también creo que su suerte está a punto de cambiar. IV El amor es un espejismo que aparece cuando tienes sed de amar
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Anna preparaba la cena, mientras Isabel permanecía sentada, contemplando el exterior. El mar estaba enfurecido, pero curiosamente reposado, con esa calma tensa que siempre precede a la tormenta. Anna e Isabel Lee. -¿Volverá él hoy, mi querida Anna? –Preguntó Isabel.- ¿Se le habrá terminado ya el dinero? ¿O vendrá a buscarte para que os fuguéis “al fin juntos”, como una joven pareja de enamorados? –Isabel rió sonoramente. -Hoy vendrá, pero sólo para verme a mi, Isabel. -¿Te propondrá matrimonio, querida hermanita? ¿Será hoy el día? ¡Vamos, corre a por el vestido novia! -Tal vez, sólo está buscando tiempo para sentar la cabeza, nada más. -No seas absurda, Anna… Pronto se habrá terminado el dinero, muy pronto, y ese es el plazo que tienes. Anna se echó a llorar, amargamente, bajo la mirada impertérrita de su hermana Isabel, quien no lucía ni un atisbo de comprensión. -¿Cuánto te queda, Anna? ¿Lo suficiente para mantenerle cerca un mes? Anna derramó la cena y la retiró del fuego, salió de la habitación. Isabel se quedó sola, jactándose en sus propias palabras. -Eso no ha estado bien, Isabel, pero que nada bien –dijo él. -¿Cómo ha entrado? Ante el rostro de Isabel Lee se erguía un hombre elegante. -Esa no es la pregunta, querida Isabel. La pregunta correcta sería por qué he entrado. -¿Quién es usted? - Mi nombre es William Wilson. Soy, podría decirse, un viejo amigo de la familia. -¿Y qué es lo que desea este “viejo” amigo de la familia? -Ayudarlas, a usted y a su hermana. Darles aquello que las dos desean. -¿Y qué es eso que tanto deseamos, señor… William Wilson? -No seamos ingenuos, Isabel. Los tres sabemos lo que las dos quieren y yo puedo dárselo. -¿Y cómo es que usted lo sabe? ¿Y cómo puede conseguirlo?
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-Eso poco importa. Digamos que yo conozco algunos de los secretos y tengo muchas de las soluciones. -Me deja usted impresionada… ¿Y qué necesitan una tullida y una loca para que sus vidas rebosen aún más de felicidad? -¡Las dos enamoradas de un pobre imbécil! –William Wilson rió-. Debe ser duro vivir con eso, Isabel, pobre inválida: Enclaustrada, viendo como su hermana dilapida el poco dinero que les queda en el hombre que usted ama… ¡Y que nunca será suyo! Isabel apartó el rostro. Aquel hombre conocía al fin su secreto. No pudo evitar sentirse en cierta manera aliviada. Había transcurrido ya demasiado tiempo, demasiados años viviendo la mentira y los celos, el deseo insatisfecho y la propia incapacidad, el resentimiento… -Yo puedo ayudarla, Isabel, yo puedo hacer que consiga al hombre que ama. Pero, claro, todo tiene un precio… Aunque un precio muy bajo. -¿Cuánto quiere? –Preguntó ansiosa Isabel.- Tan sólo diga una cifra. -No necesito dinero, Isabel. Mi precio es otro. -¿Qué quiere? Si es a mi hermana se la regalo, llévesela. Será bonito poder vivir sin su gravosa presencia. -Me parece usted algo injusta, Isabel. Anna ha cuidado tantos años de usted, mientras usted se ha encontrado incapacitada… Y ahora que tiene en su mano conseguir su gran objetivo se deshace de ella como de un trasto viejo. -¿Cuál es el precio, William Wilson? -¿Es usted dueña de sus actos, Isabel? -Sólo está jugando conmigo: Quiero saber el precio. -Está bien: El precio es su secreto, sólo eso y nada más. Le ofrezco a Edgar a cambio de su memoria. Ha de ser un secreto que sólo usted conoce, ESE secreto. Isabel aceptó y le confesó su secreto, ahogado hacía tiempo en el agua, en el reino bajo el mar, donde yacía ya por siempre Annabel Lee. V Una mujer ha nacido para ser amada, no para ser comprendida Un hombre de fina capa y bellas maneras Con viles misterios y entretejidos argumentos Propone a dos hermanas un mismo juego: Un alma a cambio de un secreto. A las dos el mismo juego, Las dos la misma respuesta.
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VI Aquello que debe ser contado Annabel Lee era hija de campesinos, criada rural, con el único objetivo de un día poder llegar a ser útil a algún buen hombre, uno de esos que traen comida a la mesa para sus hijos y que, en las noches de invierno, reconfortan con su sola presencia el hogar. Sí, pensaría siempre Annabel Lee, ese hombre de pelo cano, bueno con sus hijos y comprensivo siempre con su esposa, uno de esos hombres que no acuden cual oficio religioso a las tabernas… Un hombre de su casa, un hombre bueno. Contaba con catorce años y paseaba sus mejores galas por el pueblo, orgullosa siempre. Eran ropas sencillas, propias de una campesina. Pero Annabel Lee se sentía orgullosa de llevarlas, porque eran sus mejores galas. Y caminaba entre el gentío, pero a cierta distancia para permitir ser observada, coqueta siempre. Miraba siempre de reojo, mientras entonaba una tonadilla. -¿Quién es? -Es Annabel Lee, la chica más guapa del pueblo, desde luego. -¿Tiene ya quien la corteje? -Todo el pueblo la corteja, ella es, digámoslo así, propiedad del pueblo entero, una belleza local. -Dicen que tiene una hermana, pobrecilla… -¿Qué le sucedió? -La criatura de Dios nació algo retrasada… -Y parece que la cosa empeora, apenas ya… Y ni siquiera ha conseguido articular una sola palabra desde el día en que nació. Sólo balbucea y corre, siempre corre. -No permiten que nadie la vea, dicen que es como un animal desenfrenado y que incluso atacó una noche a un hombre. -¡Pero mírala a ella! Parece tan normal, tan bella y lozana, Annabel Lee… Cuesta creer que del mismo seno puedan surgir dos criaturas tan diferentes… Annabel Lee caminaba fresca, inconsciente de los comentarios, a veces malintencionados, otras conmiserables, siempre a escondidas. Era muy joven, demasiado para comprender la naturaleza de aquel tipo de comentarios pero, sin embargo, era consciente de ellos, con esa picardía tan pubescente que sólo a esa edad es todavía inmaculada. Después de todo ello, era feliz, a pesar de los pesares. Se mostraba radiante mientras caminaba alegre por las calles de Sad Bride, y era alegre cuando canturreaba alguna cancioncilla. Sin embargo, todo cambiaba al regresar. Su madre había muerto al darla a luz a ella, y así su padre se había convertido en un individuo taciturno debido a la extraña enfermedad que mantenía a su hermana indispuesta…
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Los médicos no sabían mucho, huelga decirlo, y ya no mantenían ninguna esperanza, salvo la de esperar su muerte. Habían diagnosticado que no viviría más de diez años, que su cuerpo era demasiado débil, y que ya era un milagro que hubiera nacido. Pero allí seguía, Isabel, un año tras otro. -Querida Annabel, no sabes la desgracia que nos ha tocado, apenas puedes verlo… Tu hermana es una muchacha…, digamos “especial”. A veces, el cielo nos condena con cargas demasiado pesadas para nuestros hombros. Nos lo muestra la Biblia, Annabel, en el libro de Job, entre el de Esther y los Salmos: Job era un hombre bueno, pero Dios quiso poner a prueba su fe arrebatándoselo todo… Así Dios nos ha puesto esta prueba ante nosotros, para probar nuestra fe. -¿Por qué es así mi hermana, papá? -Nadie lo sabe, Annabel, nadie lo sabe. A veces el cielo nos condena por nuestros pecados, Annabel: Son nuestras faltas y las de la humanidad entera, y por eso se nos hace tan difícil soportarlo, Annabel. -¿Sería mejor que estuviese muerta, papá? -A veces pienso que sí, Annabel querida… Todos los días me hago esa pregunta, y sólo puedo llegar a una respuesta coherente. Annabel era solo una niña, sólo y nada más, y apenas llegaba a entender el verdadero significado de las palabras que su padre pronunciaba. Comenzó a pensarlo, poco a poco. Sus paseos era cada vez un poco más y más silenciosos. Ahora caminaba cavilosa, sumida en sus pensamientos, pensando y madurándolo. No se trataba de una cuestión moral, ni siquiera ética. Se trataba de un problema práctico que había que solucionar, y todo ello sin que nadie se enterara, sin que sospecharan. Annabel Lee no iba a cometer un crimen ni a hacer una travesura de niña: Iba a cumplir con lo que había que hacer, iba a liberar a su hermana de su propia carga, y a su padre, y a ella misma de los comentarios maliciosos que pesaban sobre los suyos. ¿Por qué esperar? La propia naturaleza sin duda lo haría más tarde o temprano, se encargaría de finalizar su propio error, el que cometió dejando que su hermana Isabel naciera… ¿Qué había de malo en ello? Nada. Su padre le había enseñado eso. Compórtate siempre como dicte tu corazón, mi ángel. No dejes nunca que nada ni nadie gobierne tus actos, ni aquellos que te critiquen, ni los que amarás, ni los que alguna vez te den consejos, ni siquiera escuches los consejos de tu padre, sólo escucha tu corazón. Así lo haré, papá, así lo haré. Cumpliré con lo que está establecido. Ella era como un animal. ¿Acaso temía una oveja su propia muerte? Era poco probable, así como tampoco imaginaba que llegaría el día de ser trasquilada, ni temía asimismo la llegada del lobo. No había nada malo, nada. Luego ya no habría ninguna hermana que perturbase los sueños de su padre, ni los suyos, ni a los visitantes… Y pronto la hierba volvería a crecer, y las vacas volverían a dar leche. Están asustadas, Annabel Lee, no dan leche porque están aterradas. Pronto todo sería diferente, muy pronto.
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Pero, ¿cómo hacerlo? Isabel era una chica estúpida, eso sí, pero también era un animal sin domesticar, una auténtica fiera salvaje. Muy fuerte, muy muy fuerte, por ello ni los hombres más enérgicos osaban acercarse a sus tierras. Debería engañarla sí pero, ¿cómo? Aquel ser no entendía una sola palabra de lo que se le decía, sólo era capaz de emitir leves balbuceos, gemidos a veces… No obedecía, tan sólo a sus instintos más primarios: Comer, beber y poco más, muy poco más. ¡Eso era! Habría de atacarla en sus instintos más bajos. ¿Bastaría un mendrugo de pan? ¿O acaso sería mejor un poco de fruta? ¡Sí, eso le gustaba a Isabel! Recordaba como su padre había instaurado, hacía ya algunos años, un sistema de premios y castigos para Isabel, para así tratar de instruirla en las costumbres de los seres humanos. Por supuesto, fue todo inútil y el sistema fracasó estrepitosamente. Pero había algo de lo que ahora podía sacar una enseñanza: A Isabel le encantaba la fruta, habría que haberla visto devorar los racimos de uvas, enteros, casi sin masticarlos. Le pareció algo irónico, al fin y al cabo su anárquica hermana poseía un fondo dulce. Annabel Lee se sonrió ante su pensamiento. Pero, ¿cómo? Su pobre hermanita tenía al menos la fuerza de diez hombres, ¿cómo lo lograría? Podría utilizar una azada de su padre y golpearla en la cabeza: No aquello era estúpido, ¿y si no se desmoronaba? ¿Y si se mantenía en pie tras el golpe? Ella carecía de la fuerza necesaria, incluso ayudada por un instrumento contundente. Probablemente se tambalearía un poco y luego se levantaría, tras lo cual se abalanzaría sobre ella con toda su descarnada animalidad. No, un golpe no bastaría. Además, ¿cómo sabría si está muerta? Fue algo que siempre la había intrigado. Cuando una persona buena muere, mi niña, se ve en el cielo un resplandor, y las nubes se disipan, mi pequeña Annabel. Bien, se veía en el cielo un resplandor cuando una persona buena moría… Pero, ¿y qué sucede cuando una persona mala muere? La tierra tiembla, pequeña Annabel, porque va al infierno. El problema seguía sin resolverse: Tu hermana no es ni buena ni mala, es un ser sin la conciencia sobre el bien y el mal, por eso, debemos mostrar compasión con ella, porque no nació con la misma virtud con la tú fuiste bendecida, el alma. -Papá, ¿un perro tiene alma como tú y yo? -No, Annabel, un perro no tiene alma. -Pero los perros son buenos, porque cuidan de las ovejas y nos ayudan, y nos quieren. -Pero no tienen alma, eso nos enseña la Biblia, que es el libro de Dios. -¿Cómo Isabel? ¿Un perrito no tiene alma como le pasa a Isabel? -Así es, Annabel, así es. -¿Entonces porque nuestro perro es bueno con nosotros pero Isabel es mala? -Tienes que ser buena y compasiva con tu hermana, Annabel, porque también es hija de Dios, y con tu perro, porque cuida de las ovejas y de nosotros. Pero los dos son buenos, Annabel. -¿Irá al cielo entonces Isabel, papá? -Claro que sí, mi niña. Tu hermanita irá al cielo. ¡Qué niña más buena eres, Annabel, qué niña!
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Ahora estaba todo resuelto: Su hermana Isabel iría al cielo. Por eso, el cielo resplandecería y así sabría si estaba muerta o no. Pero había otro problema, y es que, por extraño que pudiera parecer, el cielo estaba totalmente despejado por aquellos días en Sad Bride, por lo que un resplandor apenas sería percibido. La noche sería el momento ideal, ya que así podría ver con total claridad el resplandor. Un golpe con la azada no podría ser, porque quizá sólo se desplomase. Entonces lo recordó: ¿Papá? ¿Sí hija? ¿Qué pasaría si me caego al pozo que hay en el bosque? Ese pozo está seco, Annabel, más de una vez he dicho que deberían tapiarlo, es un peligro para todos, cualquier persona que se cayera moriría por la caída, está totalmente seco, Annabel. Había un pozo muy cerca de su casa, en medio del bosque, rodeado por árboles, un lugar por el que nadie se acercaba de noche por miedo a los lobos. Allí sería. Bien, todo sería sencillo, aunque existía un riesgo… Rodeado por mil veredas, oculto entre los árboles, donde sólo los seres más viles se atrevían a adentrarse… En lo más profundo del bosque de Ellsinore, el pozo esperaba. La noche cayó sobre la cabaña. Annabel permanecía despierta, sentada sobre la cama, en posición erguida. Era una noche despejada y las aves estaban en calma. Sólo se escuchaban los lamentos de Isabel en el establo, emitiendo sonidos y gritando, como hacía cada noche hasta caer rendida por el cansancio. Annabel Lee salió con pasos temerosos de su habitación. Recorrió las escaleras, descalza, confiando en que el crujir de las maderas no despertase a su padre. Se adentró en su dormitorio y cogió el juego de llaves. Se dirigió a la cocina, tomó un plato, no demasiado pequeño, no excesivamente grande, y abrió la cerradura de la despensa. Dispuso algunos alimentos: Dos fresas, algún mendrugo de pan también, un pequeño trozo de tarta, dos cerezas y un poco de azúcar (a Isabel le encantaban los dulces). Cerró la despensa con esmero y tomó un candil, que encendió. Salió y se dirigió al establo. Depositó el plato sobre el piso y abrió lentamente la puerta, con cuidado y casi mimo, para evitar que su hermana la golpease y se escapara. No hubo ningún ruido: Isabel dormía placida. Los ojos de las bestias, aún asustadas por los chillidos de su hermana, permanecían impávidos, inmóviles pero atentos. Cerró la puerta tras de sí, dos vueltas a la llave para asegurarse de que la cerradura no cediese. Al fondo del aposento, una larga escalera pendía. En lo alto, la estancia para su hermana, allí suspendida. Depositó el plato sobre el piso y ocultó con su mano las dos fresas. -¡Isabel, Isabel! Se escuchó un ruido y fuerte golpe. Pronto se pudo divisar un movimiento en la parte superior del establo. Una figura gigantesca surgió de la parte superior del establo. Embutida en un largo camisón blanco, con el pelo enmarañado y largo hasta casi los tobillos, la figura de Isabel descendía presurosa las largas escaleras. Los pies descalzos, colmados de astillas, rozaban cada peldaño, arañándolos con sus largas uñas.
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Pronto se encontró Isabel Lee en lo más bajo de la escalera. Giró ésta su rostro encolerizado. Divisó Isabel la comida, dispuesta sobre el plato. Miró por un segundo a Annabel, Annabel Lee, con las fresas aun embutidas en su mano derecha. Se dirigió corriendo hacia los manjares allí dispuestos y, rodilla en tierra, los engullo. Annabel se dirigió a la entrada del establo e introdujo la llave, dos vueltas. Abrió la puerta. Extendió la palma de su mano y mostró las fresas a Isabel, a quien los ojos parecían salirse de sus órbitas. -Ven aquí, Isabel, hermanita, y te daré las fresas. Annabel echó a correr y se internó en el bosque. Corría rápida, para evitar ser alcanzada por su hermana. Pero no huía, porque Isabel era más rápida. Debía hacerla ver que jugaba con ella, para evitar de esta manera ser abordada a mitad de camino. Al fin llegaron junto al pozo. Las dos hermanas se detuvieron junto a él. Ambas respiraban profusamente. Isabel sonrió a su hermana Annabel, Anna e Isabel Lee. Anna tomó un largo tronco que había dispuesto allí la noche anterior y lanzó las fresas al fondo del pozo. Isabel miró asustada a su hermana Annabel y se inclinó para mirar. Anna golpeó con el tronco en la nuca de Isabel. Ésta se precipitó al interior del pozo. --------------------William Wilson escuchó el relato en silencio, hasta que Anna, Isabel, Annabel Lee hubo, hubieron terminado.
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David Fortea Etxeberria: Supongo que es el otoño
No es verdad que te pese el alma, el alma es humo, y viento y seda. La noche es vasta, tiene espacios para volar a donde quieras José Hierro. (Leído en una pared de la estación de metro de Argüelles.)
Supongo que es el otoño. O tal vez tan sólo se trate de que hoy me he levantado de la cama especialmente melancólico. Pero no con ese tipo de melancolía que te inunda y te impregna de una tristeza infinita, no. Me refiero a la melancolía que también puede desbordar alegría. Supongo que es el otoño. O acaso únicamente sea que después de comer, en este plácido domingo en el que hasta los automóviles resuenan más lejanos, mientras contemplo desde este cochambroso mirador que tanto me agrada el despegar de los aviones en su flotar hacia destinos lejanos, he vuelto a recordar. Lo tenía olvidado, lo tenía como escondido en lo más hondo de mi cerebro y ha retornado a mí como el rodar de un arbusto en el desierto. He vuelto a ver aquella loma, el edificio gris e inmenso del colegio rodeado de nubes de acero, y el blanco de la nieve que se fundía con el cielo ocultando el horizonte. Han venido a mí de nuevo los ecos del frontón y los gritos del río rumiando entre los chopos. Y el silencio de la tarde a la hora del estudio. Recuerdo aquel lugar como si lo estuviera viendo ahora mismo, tan nítido que pienso que alargando el volar de mi mente podría tocarlo. Olfateo el frescor profundo de los jardines, enormes, que se extienden frente a la fachada principal. Los tulipanes sobresalen unos sobre otros como hilos mal cortados de una alfombra. Me parece entrever al hermano Miguel, arrastrando su cojera con las tijeras de podar en la mano y siento que masco el tocino procedente de la última matanza, el que nos daban en la merienda entre pan y pan. Me pierdo entre las parras de la huerta y veo al viejo Lobo cargar con sus quince perrunos años y su dignidad enorme, anquilosada, ladrando a todo lo que se mueve como un policía jubilado que vigila desde su aburrimiento la calle. Y me veo a mí mismo. Me veo abandonando aquel colegio cuando el Sol aún casi duerme y no es sino una adivinanza rojiza en el firmamento, abrigado como Amundsen en su carrera hacia el polo y cargado con libros y carpetas, dejando atrás los pasillos fríos y silenciosos a los que no regresaré hasta las siete de la tarde. Me 37
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adentro en la carretera, todo recto, hasta el pueblo. Palpo aquel kilómetro y medio de andar diario y me parece que no he sido yo quien lo hacía. Recuerdo perfectamente el frío de los inviernos, y a Ramiro, y a Manolo y los enormes dientes de Mario, y el instante en que abordábamos, como expertos piratas, los tractores atestados de remolacha que rodaban lentos, perezosos, rechinando a cada vuelta igual que viejos relojes, rumbo a la fábrica del pueblo. Hábilmente, como ardillas, nos colgábamos de los remolques – si me esfuerzo puedo hasta oler el óxido en mis manos - y los tractores vistos desde lejos semejaban galeones bamboleantes que cargados de tesoros incalculables atravesaban aquel desierto de frío, vaho y olvido. ¿Qué sentía yo entonces? Mis padres habían fallecido siendo yo tan pequeño que ni siquiera había tenido la oportunidad de echarles en falta, y mi vida era aquel ir y venir del internado al instituto y viceversa. Mirado ahora, desde la distancia, mis días se reducían a aparentemente poca cosa pero sin embargo, y a pesar de los rezos, – allí me hice rojo, y me lo creí durante años - las bofetadas de los curas y las restricciones que se nos imponían, cada día era una aventura. ¿Cómo me sentía? Supongo que sentía supervivencia. Especialmente recuerdo el día en que nos volvemos a juntar después del verano, verano que yo, como siempre, paso en el pueblo de mi abuela trabajando con el panadero para pagar el siguiente año de estudios en el internado. Es como si me viera por el agujero de alguna cerradura antigua y ancha. Entre lo que yo obtengo y la ayuda social costeo los estudios, y me deslomo tostando las hogazas desde las cuatro de la mañana para hacer realidad el sueño de mi abuela y ser un hombre el día de mañana y para hacer realidad el mío: que gano el torneo de fútbol y que conozco a una chica. Supongo que es el otoño el que me pone así. O la rutina de ver que ningún otoño se parece. Sí, allí estamos. Hemos vuelto, regresados del verano como el explorador de un largo viaje. No necesito encontrarme en el vestuario después de la clase de gimnasia con el terrible y teutónico padre Antonio para darme cuenta de que no somos los mismos. Es suficiente regresar a la cabaña secreta que escondemos en aquel recodo del río, al abrigo de miradas indiscretas, donde guardamos las cañas de pescar hechas por nosotros mismos con las que arrebatamos a las aguas cristalinas maravillosas truchas que la hermana Pilar - una de las escasas buenas personas adultas que allí había - nos prepara a escondidas para la cena. Es levantar aquella tabla y recuperar los cigarrillos envueltos en papel de estaño procedente de las tabletas de chocolate, aquellos pitillos sin boquilla que nos abrasaban la garganta y que he continuado fumando hasta que me he cambiado al rubio americano. Sí, me he dado cuenta de que somos otros. Lo sé en cuanto Manolo extrae las revistas pornográficas que nunca antes he visto y en las que surgen, como ángeles bastardos, mujeres que nos despeinan el alma y que cobran vida en nuestra imberbe imaginación. Lo sé cuando Patricio irrumpe con ese desconocido brillo fogoso en los ojos y, a pesar de su corta estatura, le parte la cara al chulo de Gómez, el mismo que le había hecho la vida imposible el año anterior. Y me lo confirma el hecho de que en nuestros rostros comienzan a aparecer, en mayor o menor medida, sombras de barba y bigote, y en el cuerpo de mis compañeros los mismos síntomas que han brotado en el mío y me han atormentado durante todas las vacaciones. Supongo que es el otoño, o, tal vez, que he vuelto a mirar a mi esposa con ojos dieciocho años más jóvenes.
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Si me abandono y respiro profundamente veo el pueblo, pequeño y partido en dos por la carretera igual que una raya divide un cráneo. Veo la plaza donde los niños normales que tienen padres juegan hasta que el frío se lo permite y regresan después, sudorosos como perlas, a sus hogares mientras nosotros iniciamos la caminata de vuelta al internado. Veo el quiosco en donde los domingos y en los días de fiesta nacional la banda desgrana acordes de zarzuelas que el aire transporta hasta nuestra cabaña, pasando por encima de las alambradas que marcan los límites de los terrenos del colegio y que parecen haber estado allí siempre. Y más allá, detrás de la iglesia y del viejo cine a los que nunca he ido, diviso aún la estrecha estación de tren y al jefe de estación sepultado bajo su gorra. Desde allí, desde esa misma estación parten los trenes que, como lombrices metálicas, ronronean y desfilan hacia lugares que suponemos el fin del mundo y que se llaman Astorga o La Bañeza. Puedo tocarlo, es increíble. Supongo que es el otoño... o que he vuelto a besar a mi esposa a la sombra de esta encina. Aún puedo perderme en su pelo negro, rizado, y brincar por las pecas que inundan sus mejillas como una colección de hormigas que se entierran y salen a la luz con cada sonrisa que las hunde en sus leves arrugas. La estoy viendo. Llueve sobre la cancha de baloncesto y los tornillos aflojados de una de las canastas retumban como disparos cada vez que el balón golpea la madera. Llueve y el humo de mi boca, procedente del cigarrillo, se funde como ácido con el vaho de sus labios, que huelen todavía a la panceta del bocadillo. Y su mano aún aparta el cigarro de mí – entonces con cariño, hoy en día con reproche por la tos de la mañana –; haciendo un gesto me da aquel beso que siempre he creído que le robé porque ella dejó que yo así lo creyera y, que en el fondo, me lo dio porque si no mi timidez me hubiera impedido intentarlo. ¡Ay! supongo que es el otoño que ha llegado de nuevo, sin avisar, duro y quejumbroso hasta el borde de este mirador desde donde veo Madrid en la distancia, plegado, dormido, acostado como un gigante enfermo con su boina de mugre ocultando el verdadero Sol a los mortales, en esta hora en que el cielo languidece y se resquebraja, descomponiendo su azul disciplinado con brochazos rojos, casi violetas. Y veo pasar la lluvia, aquí, en el mirador; y miro volar el tiempo, aquí, calmo y pie a tierra, sintiéndome un guerrero que aguarda el embestir de la caballería, mientras el pequeño que ella trajo para que jugara conmigo y enjugara sus pesares juega al abrigo de la chimenea en el salón. Y siento gastar las horas... y aún, de vez en cuando, me tropiezo con alguno de los cordones sueltos del día a día. Pienso en Manolo, en Ramiro, en Patricio y en nuestra cabaña... y en que jamás he vuelto allí. Supongo que es el otoño... o que siempre me pesa el alma un poco antes de que venga la noche.
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Ed. Expunctor: Los cuatro encuentros
¿Que cómo he llegado aquí? Pues verás: yo iba por el Puente de los Peligros cuando vi pasar un camión frigorífico con la inscripción “Congelados Carrasco”, y me acordé de Juan Luis, ¿lo recuerdas? Claro, fuimos juntos a parvulitos y luego estuvimos hasta cuarto de E.G.B. juntos en el colegio, éramos inseparables, hasta se venía a casa o yo me iba a la suya algunos fines de semana, y ya sabes lo mal que lo pasé cuando se fue a vivir a Madrid porque a su padre lo trasladaron, que estuve dos días tan triste que ni fui al colegio, aunque también es cierto que luego yo me olvidé de él y él de mí y seguimos nuestras vidas, pero nos queríamos, joder, a esa edad las amistades eran eternas. Pues al ver el rótulo me acordé de él, y fíjate que al cruzar a la Glorieta veo a un tipo hablando por el móvil vestido de traje y me lo quedo mirando, él se me queda mirando, nos quedamos los dos mirándonos con la boca abierta: -¡¡¡Paco!!! -¡¡¡Oooostiaaaa!!! ¡¡¡Juan Luis!!! Y mira, si es que hasta tiró el móvil y a mí se me cayeron los libros de la mano y nos dimos un abrazo, joder, vaya encuentro, y bueno, allí que nos ponemos a hablar con una confianza que parecía que hacía sólo dos días que no nos veíamos, te puedes imaginar, pero él tenía muchísima prisa, así que nos dimos nuestros teléfonos y quedamos para comer el jueves, o sea, pasado mañana. Total, que sigo andando más contento que..., bueno, te puedes imaginar, y me dio por recordar aquellos años y a la gente a la que apreciaba y que luego desapareció, y mira, no te lo vas a creer, pero me acordé de Fran, el Cuervo, ¿te acuerdas de él?, pues cágate, que paso la Catedral por los soportales y, joder, allí que me lo encuentro, en la puerta de la zapatería de niños, después de diecinueve años, con sus dos hijos, y claro, yo ya no sabía si es que estaba soñando o qué, porque ya era casualidad que en un mismo día me encontrase a dos amigos de la infancia a los que hacía siglos que no veía. Con Fran me tomé un café en Platería, diez minutos, le conté lo de Juan Luis y, claro, se quedó también alucinado por la coincidencia. Total, que sigo hacia la universidad y veo un letrero de una tienda, no me fijé mucho, sólo vi “Giménez”, pero ya, como estaba, me acordé de Pablo Giménez y..., sí, en frente de Diego Marín me encuentro con Pablo, yo ya me esperaba cualquier cosa, después de diez años sin vernos y ahí estamos abrazándonos y echándonos las manos a la cabeza. Y mira, después de eso yo ya pensé en ti, pero claro, no podía ser que contigo también me encontrase esa mañana, o sea, no podía ser, pero mira por dónde que veo cómo un tipo cruza la calle desde la CAM que hay junto a Diego Marín hacia la acera de la Universidad y me digo que no, que no puede ser, yo seguía hablando con Pablo Giménez pero mirando a ese tipo porque estaba convencido de que eras tú, joder, si es que hasta noté cómo me ardía algo en el estómago de la impresión, así que le digo a Pablo: acho, espera un momento, pero se lo digo en un susurro mínimo, en realidad ni siquiera sé si me oyó, bueno, ni siquiera sé si llegué a decirlo, tenía una sensación extraña, como si estuviese envuelto por una atmósfera irreal, onírica, pero no, aquello 40
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era real, o sea, ese tipo que cruzaba la calle eras tú, joder, y salí corriendo para alcanzarte, pero en ese momento pensé que qué coño estaba haciendo, si tú estabas muerto, y entonces noté el impacto, el mismo camión frigorífico de los Congelados Carrasco que había visto en el Puente de los Peligros, y ahí fue cuando me morí, y mira, el tipo aquel no serías tú, pero al final me he encontrado contigo.
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El Espectador: Tres escenas sicilianas
Porque El Espectador lleva una segunda intención: él especula, mira, pero lo que quiere ver es la vida según fluye ante él. JOSÉ ORTEGA Y GASSET
Vio tres escenas en Catania. La primera, en la estación de tren, un hombre de mediana edad, con pendiente, vaqueros y deportivos que cargaba con una maleta muy pesada. Al hablar con otro hombre algo mayor que él, le contaba se la llevo a un amigo, si no me paga lo mato. El hombre mayor no se impresiona y le escucha. Está al lado de su compartimiento, el tono con el que lo ha dicho no es de broma y el otro lo escuchaba sin sonreír. En la maleta puede llevar de todo, incluso, por lo pesada que es, hasta otro muerto. La segunda escena era la de unos muchachos despidiéndose de su familia o familias. Gente humilde que despide a unos muchachos en busca de un futuro mejor. El tren se dirige a Roma y Milán, zonas más prósperas y ricas que Sicilia. El fenómeno de la inmigración interior que se da aún en Italia, el norte es bastante más rico que el sur (aparentemente, porque se abren más cuentas en los bancos del sur, extrañamente). Estas gentes pueden ser perfectamente de los barrios más complicados de Catania, donde ver carros tirados por un caballo es normal. Los entrenan para hacer carreras ilegales. No es extraño ver pasar a alguno cerca de la Catedral de Santa Ágata, tranquilamente de madrugada (después de las carreras supongo, o en dirección a ellas) y pasar por al lado de la policía sin ningún pudor, ya que la policía está muda y sorda ante estas carreras. No se sabe por qué, pero se puede intuir. Esto le llevó a su tercera y última escena. En una trattoria, en Via Plebiscito (donde hay puestos de carne de caballo a la plancha en la calle), la especialidad de la casa: carne de caballo en filetes, hamburguesas, salchichas. El caso es que cuando pagó, no había una caja, ni recibo, tan sólo una rubia de pechos, trasero y labios exuberantes, encargada de la distribución de las mesas y que se mete el dinero en una riñonera. Podía dudar y hasta pensar. Pensar que los caballos cuando mueren o son sacrificados van a parar a las trattorias y puestos de Via Plebiscito, que todo el mundo lo sabe y nadie dice nada. Negocios turbios, palabras fuertes y miradas parecidas a las de Nápoles. Todo eso y más era Catania para él momentos antes del tiroteo. Miraba escondido y por el hecho de mirar la vida encontró la muerte.
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Daniel Alejandro Gómez: Dos balas en la espalda
Me pregunto por qué vine. A ver si puedo contestar un poco en este cuaderno, mientras todos están llorando. O muchos. Evidentemente, para empezar, él era muy respetado, pero ciertamente las lágrimas no asoman a mí; es imposible tener pena a alguien a quien se teme. Y aunque de verdad que estoy muy emocionado, y muy nervioso también, es por otros motivos. La hermana del oficial Martínez me mira con bondad, mientras estoy escribiendo; si ella supiera. Siempre me tuvo simpatía; venía a verlo al hermano, al lado de mi casa. Ahora estoy mirándolo ahí, quieto y solitario. Hace frío afuera del velatorio; a un lado del ataúd veo, no puedo dejar de ver, una gran cruz, una cruz que me hace temblar de miedo. Ojalá me sean perdonados todos mis pecados. Pero bueno, no nos emocionemos; la hermana del oficial Martínez me observa. Hace tantos, tantos años de todo que parece mentira este temblor, este remolino de sensaciones en mi cuerpo. No sé si siento igual que antes de todas formas. Pues todo, todo tiene que ver con el tiempo: y ya estaba muy viejo, suelen decir por ejemplo, señalando el ataúd. Si se fijaran en mis canas. Pero para mí Martínez sigue allá y lejos, bien atrás de todos estos años, la brillante calvicie pero el aspecto jovial y firme, con el revólver. Los recuerdos pasan ante mí, amargos, como una procesión de antorchas negras. Qué es lo que siento. Qué son estas culpas que vuelven como viejas camaradas arrancadas de sus tumbas… Y yo que tengo el papel en un bolsillo, la vieja confesión que me quema en el pecho… Para qué vine, me pregunto otra vez. Para qué. Pero todavía hay algo que me fascina en ese rostro blanco como la cera, rígido como el tiempo o la eternidad: los rezos que descienden sobre esa figura con la misma sutil ineficacia, pienso a veces, que el mar azotando las rocas impasibles. No es que sea un muerto, no: no se trata de esa morbosa y malvada fascinación en mi caso. Respondo de este asunto por una fascinación más vital: yo no he venido a ver a un muerto. Él esta vivo; es que está vivo en mi mente. Y creo que desde ahí, caído como un pesado plomo en el ataúd, tiene ese indefinible poder de dominación, incluso con la propia muerte. Tampoco, sobre todo, sé por qué traje la confesión; es algo tan ridículo que hasta, pese a estar en este lugar y con los rezos cayendo como una tierna llovizna en el rostro blanco, me dan ganas de reír. Creo que voy a sacar el papel. Creo que voy a leerlo. Ya lo tengo ante mí, sí: la confesión parece palpitar en mis manos. Cada letra es un horror. Ciertamente voy a leerlo… He de leerlo otra vez. Pero no, tengo que escribir: ya veo un amable rayo de luz a través de la oscuridad. Todavía estoy ahí, riendo con los demás chicos cuando ya la figura de la tragedia estaba presente. Los recuerdos van pasando ante mí con mayor claridad, la cortina del tiempo se rasga más y más, los fantasmas del pasado vienen hacia mí- es que ahí lo veo al negro Fernández con su cicatriz y su sonrisa siniestra- como los años que se van 43
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consumiendo, implacablemente igual a esa figura que pretende descansar en el ataúd… Algunas veces, el patio resultaba ser un lugar muy pacífico, en las tardes más claras que podían traspasar las blancas nubes. Veías los rayos del sol, estallando como oro en polvo en los pinos. La bandera brillaba, celeste y blanca y dorada. Todos teníamos como chispazos de luz y de diversión en los ojos. La alegría parecía brillar dentro de nuestros corazones. Estábamos dichosos, rozagantes, disfrutando de nuestra imperfecta inocencia. Pero luego llegaba esa hora misteriosa, una hora silenciosa y extraña: el tiempo se oscurecía, no sé por qué, y faltando poco para irnos a nuestras casas, todo se ponía más y más gris, casi negro; los chicos esperábamos algo, sabíamos que a esa hora iba a suceder algo extraordinario, y en el patio empezábamos a susurrar, como un corro de deudos. Hasta que, semejante a una nube negra que descendiera a nosotros, los ojos fijos pero sin mirar a un lugar determinado, al fin aparecía él. Ahora, en esta noche, me parece recordar su rostro como flotando en mis sueños. No podías decir que tuviera ojos, por empezar: miraba a todos lados y a ninguno, eran unos ojos de gato, unos ojos helados, unos ojos que te daban frío por la espalda. Se recortaba moreno, impasible como un mástil, sobre el cielo renegrido. Todos lo mirábamos: lungo, de paso lento, la cara cruzada por una cicatriz algo pálida que se curvaba en su rostro de rasgos aguileños. Por sobre los ojos de gato, unas cejas negras y finas. Las ropas tenían las características de unos andrajos. Pero, a pesar de ello, parecía conducirse con una dignidad despectiva, insultante. Todos cuchicheábamos, y siempre alguna voz se oía por sobre las demás. -Es el negro Fernández. Y al solamente escuchar ese nombre, nuestros corazones se apretujaban de temor y rara curiosidad. Sabíamos, intuíamos que pesados crímenes colgaban de su espalda. Le mirábamos la mano, por ver si aparecía algún cuchillo, alguna navaja, como el muñeco de la sorpresa que te sale de la caja. La cicatriz era como un aciago emblema de sangre. Quién diría que muchos años después yo estaba destinado a saber mucho, demasiado de ese muchacho. Pese a todo no nos incordiaba; se venía a buscar al hermano, al Pulpa, casi tan siniestro como él. A Dios gracias, el Pulpa era mayor que yo, y no lo tenía como compañero de clase. Fernández se lo llevaba de la mano, yéndose por la misma puerta por la que había entrado, con su parsimonia felina. A todos nos dejaba el mismo feo sabor en la garganta, tanto cuando ya se había ido como cuando lo teníamos ante nosotros. Parecía que su presencia era indeleble, que nunca nos lo podríamos borrar de nuestros recuerdos, como la mancha del pecado. A veces yo tenía pesadillas con él. Lo veía con una mueca lúgubre, con la cicatriz asombrosamente más grande de lo normal y la navaja en una mano, y me levantaba bañado en sudor. Cuando yo volvía a casa, estaba emocionado a más no poder. Casi se me salían las palabras de la boca; pero siempre que lo veía a Martínez, algo me hacía callar. Él jugaba al ajedrez con mi abuelo, todo muy silencioso, y como quien no quiere la cosa, con su aspecto tranquilo, su calva brillante pero unos ojos donde todavía brillaba el relumbre de una madurez solamente recién hecha, me decía:
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-Me parece que hoy lo viste al negro Fernández. Y sacudía la cabeza, como quien está sintiendo venir un viento contrario. -Mal asunto el negro Fernández-murmuraba como para sí mismo. Saludaba a todos con una cortesía apabullante, me tiraba de los cachetes tan inocentemente que decías que no era el mismo hombre, y se iba. Se iba pero me dejaba algo adentro, me dejaba algo que no sabía qué era, mas hoy le sé el nombre, tal vez ustedes lo adivinen: admiración. Yo hubiera sido incapaz de retrucar al oficial; una influencia paterna se cernía sobre mí como las nubes de lluvia en el placer del verano. Mi abuelo, a quien habían confiado mi cuidado a la muerte temprana de mi padre, evidentemente era un hombre viejo, achacoso, que no se ocupaba demasiado de mí. Mi abuelo, por demás, nunca hablaba demasiado de mi padre; el oficial Martínez, extrañamente, jamás lo mentó tampoco… Yo era un muchacho pacífico, pero, y acaso como para redondear bien y que ustedes comprendan el influjo de ese hombre sobre mío, si el oficial decía: -A los ladrones hay que meterles bala. Creo que yo estaba dispuesto a rubricar con sangre dicha afirmación. He llegado a odiar a los judíos, a los árabes, a los gitanos, a los homosexuales, a los ateos y ya no me acuerdo a cuántos más…, mas por solamente un par de palabras dichas al azar por ese sujeto mientras movía distraídamente las piezas del ajedrez. Y yo no estoy seguro, incluso, de que esas opiniones advenedizas e intrusas me hayan abandonado del todo. Recuerdo que el tiempo pasó, que las tormentas de la adolescencia por fin dejaron al descubierto un rostro maduro, y un rostro hecho de grandes timideces: yo era hombre serio, de poblada barba negra, con unos ojos saltones y muy oscuros, donde fácilmente se advertía una curiosidad tan intensa como precavida. Martínez ahora tenía su casa al lado de la mía; antes vivía no muy lejos de la comisaría. Ya se había retirado y disfrutaba de una jubilación además de algunas sabias inversiones; estaba con más años pero no más flojo. A veces, porque el tiempo pasa pero no las malas hierbas, me cantaba el mismo tango: -Mal asunto, sí, mal asunto el del negro Fernández. Por demás, nada perturbaba mi tranquilidad. Hacía tiempo que yo había dejado mis estudios; me convertí en un abogado respetado. Del negro Fernández quedaba un secreto regusto amargo, un sutil rastro, ahora lo sé, de pavor. No sé en qué andaba, nadie sabía en qué andaba ese muchacho. A veces, por la noche, cuando yo volvía del trabajo, me lo tenía que cruzar en alguna esquina: era realmente una inquina; con esa cicatriz pálida, flotando lentamente a su paso y entre las sombras. Venía demasiado por el barrio, siendo que nadie sabía dónde estaba su residencia fija si alguna tenía; parecía como un gato buscando al ratón. En fin: se le olía la malicia, y de bien lejos. Además, se contaba que al hermano, precisamente al Pulpa, lo habían limpiado- es la palabra que usaban todos, seguida de algún carraspeo de timidez- y que la policía no se atuvo a demasiadas leyes con el asunto... Fernández medía las calles con secretos pesos, los ojos fríos y gatunos como siempre, lungo, caminando como una luz mala. Yo todavía recordaba mis sueños de la infancia. A veces, cuando estaba en casa y claramente escuchaba, en el silencio del barrio, el característico sonido de su paso impasible pero seguro, una aprensión sudorosa me recorría. Pero me daba vergüenza, y
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por ello mismo le albergaba un secreto rencor. Rencor, sí, y un rencor de muchos años. Aunque dudo, sin embargo, que alguna vez nos dirigiéramos la palabra. A veces, solía detenerse ante la casa de al lado; ahí, donde vivía Martínez. Yo lo andaba mirando por la ventana. Podía contemplarlo largamente entonces, con su rostro fiero y frío en dirección a la casa del oficial…, pero nunca dije nada al respecto. Nunca. Una noche, algo tarde, escuché ruidos al lado: yo siempre estaba alerta. Sin embargo, no hice nada. Pensé y pensé: Martínez estará haciendo un asado, me dije… Y el pensamiento no me consoló. Dejé estar el asunto, pero mentiría si recuerdo lo que dormí o no esa misma noche. Al día siguiente, cuando supe que habían entrado a robar al lado y Martínez justamente no estaba en casa esa noche, había alguna poderosa razón que me hiciera sentir vergüenza al salir a la calle y devolver los saludos de la gente… A todos nos extrañó sobremanera, luego, el hecho de que el oficial no denunciara el robo. Claro; pensamos que la policía siempre era muy lerda- no necesito, creo, hacer muchos más comentarios al respecto-; y quién mejor que Martínez para saberlo. Nadie le dio entonces mucha importancia al asunto. Y, a decir verdad, yo tampoco. Pero él seguía viniendo a casa, y charlábamos. Ahí lo tenías otra vez: era imponente como un dios, con ese revólver negro que todavía tenía en un cinto. Relucía para mí en él un aura sagrada: la ley hecha carne. Sus palabras, cuando hablaba, parecían poseer solidez física. Mis diálogos querían agradarlo con un grave respeto. Usaba maneras tan lentas, tan seguras, tan suavemente despóticas, digamos, que te dejaba sin palabra propia; él debía saberlo todo. Yo no he tenido padre; pero, cuando era pibe y mi abuelo se quedaba como retraído y marchito en sus lamentables accesos de apatía, de inutilidad senil, la imagen del oficial Martínez, sin quererlo pero inevitablemente, aparecía ante mí como la de un patriarca y demonio tutelar. Al tipo, por demás, no le dije una palabra sobre el robo. De alguna manera sentía que esa tranquilidad en tensión podría estallar, que esa asombrosa cortesía se podía hacer añicos. No me pregunten por qué, solamente lo sabía. Y es que yo pienso que conocer a una persona es precisamente jugar al ajedrez con ella… De una mañana, sin embargo, recuerdo algo curioso. Yo estaba absorto en el juego, y Martínez de pronto levantó los ojos hacia míunos ojos que parecían comerte la carne-, diciéndome con voz estentórea y señalando, aparentemente, al tablero: -Usted sí que se cuida el culo. Fue la primera y última mala palabra que le oí proferir. Miraba al tablero, sí; pero se refería a otra cosa. Yo bajé la cabeza, y me quedé callado. A los pocos días, me asaltaron. Creo que no voy a hablar mucho del asunto. Solamente decir que el tipo me encañonó por la noche, en una esquina, cuando venía de ver a mi ex esposa. El sujeto tenía la cara tapada. Le di todo. -No sé, no sé quién es-dije luego en la comisaría, nervioso y pasándome la mano por el pelo una y otra vez.
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El gordo Riganti, panzudo y rozagante de asados domingueros, siempre era un poco irónico. Estaba monstruosamente silencioso ese día, en la comisaría: apenas se dignaba teclear mi denuncia. No parecía darme mucha importancia. -No pude hacer nada-me lamenté espontáneamente, casi como un quejido, aunque sin venir a colación el tema. Pero Riganti no me siguió la charla. Terminó de insertar otra hoja en la máquina y continuó preguntándome detalles y tecleando. Despreciándome con su uniforme azul. Creo que ni me dijo adiós, aunque habíamos tenido largas y memorables charlas cuando yo trabajaba en el bufete cerca de la comisaría… Las posteriores visitas a mi casa del oficial Martínez fueron para mí una lenta tortura. Yo sabía que algo se guardaba. Yo sabía que él venía hacia mí con una reconvención, acaso amenazante, en la punta de la lengua; como si su revólver me estuviera apuntando. Era el nuestro un silencio tenso, expectante. Hasta las piezas del ajedrez parecían aguardar las palabras que nunca se decían. Yo todavía le sostenía ese respeto, esa fascinación; te hacía sentir como una serpiente que te estuviera mirando. Él jugaba mejor que yo, aunque siempre le ganaba. De todas formas, silenciosamente le reconocía su superioridad. Para decir más acerca de su personalidad, muchos vecinos pedían su opinión como agua bendita. Y el oficial se paseaba tranquilo por el barrio, suavemente conforme consigo mismo, como un sol calentándose en sus propios rayos. Le veías esa sonrisa de condescendencia, una manifiesta comprensión y resignación hacia el resto del universo. Todos lo obedecían- era la palabra que tenías que usar si veías a los demás asintiendo temerosamente esos dictados suyos disfrazados de aparentes, amables, engañosamente vacilantes y corteses opiniones-; y en verdad, a nosotros no nos hacía falta ni un intendente, ni un presidente, ni un rey ni un emperador: lo teníamos al viejo zorro del oficial Martínez. Él, por demás, se conducía como un guardián de zoológico cansado de sus cachorros, siendo, como era, tolerante pero con indiferente placidez respecto a todos nosotros. Aunque con la grave excepción, claro, del negro Fernández… Y además repito que yo no le hablaba nunca del robo de su casa. Nunca. Martínez, horas antes de la tragedia y levantando la mirada del tablero de ajedrez con más seriedad de la que yo deseara, me dijo al fin unas palabras que creo no voy a comentar: -En estos asuntos hay que quedarse tranquilo… Al día siguiente, el negro Fernández apareció a pocos metros de mi casa, con dos balazos en la espalda, muerto. Me parece que va a ser menos importante señalarles, una vez más, que la policía es lerda y que el crimen, porque eso era, sigue hoy todavía irresoluble al menos para la luz pública, antes que dejar ya asentado que no voy a decir, por ahora, cómo me enteré de la muerte del negro Fernández. Ni de las sensaciones verdaderamente profundas que me produjo. Yo en este momento me recuerdo, todos estos años atrás, sentado en una silla, ante la chimenea: la mañana era singularmente helada. Me sentía muy cansado, y creo que además tenía aspecto de cansado. Mi cama estaba toda revuelta. Entonces golpearon la puerta.
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Y, cuando abrí sin siquiera mirar, ahí estaba Martínez: el rostro pálido, una seriedad inescrutable en los ojos. También me pareció que venía con una sombra de ironía, algo indefiniblemente sarcástico en su expresión. Nunca, creo, he visto un rostro tan sutil. Un rostro que dominara en el silencio. Se quedó allí, en la puerta, con un aspecto que estremecía tranquilamente según su costumbre. Sentía un desagradable temor ante él. -Hay algo que tal vez aclaremos-me dijo. Luego de una pausa lo invité a pasar. -No he de quedarme mucho-aclaró insidiosamente, mirándome con fijeza no muy lejos de la puerta. Lentamente encendió un habano. Se tomó todo su tiempo, como si tuviera en las manos la espada de Damocles. Exhalando las bocanadas de tabaco, por un momento pareció ausente, benévolo, engañosamente sumiso. -Yo estoy pensando-dijo entornando los ojos-que acá tengo una confesión. Y sin decir más, se sacó del bolsillo del pantalón un papel. Ese papel que él mismo motejó, y con qué certeza, como una confesión estaba garabateado con una nerviosa tinta azul. Lo había extendido sobre una pequeña mesita que yo tenía en un rincón, a la luz de un rayo de sol. Vi entonces esa tinta mezclada con el tabaco- las letras de un crimen entre volutas de humo y la fría luz dorada de esa mañana- y les juro que, de haber tenido más presencia de ánimo, me hubiera arrojado al suelo y así besarle los pies al oficial Martínez para que retirara esa mirada sobre mí, para que escondiera ese papel, para que se fuera de mi casa y- las cosas imposibles que uno puede desear- también de mi vida. -Acaso quiera decir algo-dijo, después de triturarme con su propio silencio. Supongo que me habré puesto pálido. No supe qué hacer, qué decir… Yo sentía el reloj, pesado y denso; o acaso eran los latidos de mi corazón. No me sentí muy seguro de si estuve muerto o vivo en todos esos segundos. -En fin-dijo Martínez, y tiró despreciativamente el habano, pisándolo en mi suelo de madera barnizada. Ya en el umbral, antes de irse, aunque con esa misma sombra de ironía, de curiosa diversión, me dijo: -Nunca vi a un cobarde como usted. Y me tiró el papel prácticamente a la cara. Cobarde, sí. Vaya palabra. Vaya definición. Hoy creo que para mí el oficial Martínez, en toda mi vida, significó esa palabra: yo era cobarde. Precisamente se trataba de la palabra que estuvo dormitando sigilosamente en toda nuestra relación, y que por fin, y gracias a la virtud de la persona que de los dos era el valiente, había sido pronunciada. Se preguntarán, una vez que termine este cuaderno- porque es uso de los escritores autocomplacientes el imaginarnos que alguien nos está leyendo, y que en consecuencia comparte nuestras cuitas y dichas aunque, como yo, sepamos muy bien que estamos más solos que la arena de un desierto-por qué me puse a leer la confesión apenas el oficial Martínez se hubo marchado con esa tranquilidad abrumadora,
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insultante, apabullante. No sabría decirlo. Y tal vez, hoy día, no les sepa explicar tampoco por qué escrito estaba lo que estaba escrito… Recuerdo el papel bajo la primera luz del sol que entraba por una ventana. Y ahí, ahí sí estaba muerto por fin el negro Fernández: “Era muy temprano y todo estaba silencioso. La gente dormía, pero yo no. Había escuchado pasos estando en la cama, unos pasos que reconocí muy bien. Me levanté; me vestí bastante rápidamente. Hacía mucho, mucho frío. Agarré entonces el revólver que tenía guardado, cerca de la cama, y, sin saber muy bien ni tampoco querer saber acerca del estado saludable o no de mis pensamientos y deseos, salí a la calle. Una ligera bruma, de esas que no son tan infrecuentes en otoño, ocultaba un poco los árboles y me costó mucho tiempo habituarme a no ver bien. Sin embargo, yo seguía escuchando esos pasos a unas cuantas cuadras; resonaban, claramente, como quien va caminando haciendo ruido con su bastón. Era un sonido lúgubre y regular. Implacable, diría yo. Pensé: está buscando una casa para robar. Así que me embosqué en un árbol, en la esquina de casa. No sé el tiempo que pasó. Muchas veces pensé en volver a mi casa: es lo más sensato, me decía una y otra vez. Pero, por alguna razón, no quería escuchar ni mis pensamientos cuando eran sensatos. Las sienes me latían. Mi vista estaba nublada de ira. De pronto, saqué el revólver que había ocultado debajo de mi campera. Todavía estaba bastante oscuro y nadie podía verme. Yo me imaginaba con un conveniente rictus asesino en el rostro. Me imaginaba entre la niebla, con mis ojos buscando sangre entre toda esa oscuridad grisácea. Me sentí muy, muy patético. Mas no me atreví a moverme de allí. -Sí-dije en voz alta-, mal asunto, es mal asunto el del negro Fernández. Seguro. Y además podía tranquilizar a mi conciencia repitiendo este pensamiento: seguro que el muy hijo de puta está buscando otra casa para robar. Bah, seguía, supongo que va a ser lo mismo que si un relámpago cayera sobre un árbol que ya está seco. Son cosas, me dije, que tienen que suceder. Son cosas que tengo que hacer. -El muy hijo de puta-declaré en voz alta al hilo de mis pensamientos; pero con ese ritmo cruel- paso y paso y paso y paso- repicando en la vereda, latiendo en mis oídos como un dolor de cabeza perpetuo. La niebla se iba disipando poco a poco y la claridad era muy fría, helada. Pero no había sol. No quiero pensar en mis verdaderos designios, ni quiero que ustedes piensen sobre ellos: sin embargo, me alegré de poder ver ya mejor…, y tenía todavía el arma en la mano. No sé cuántas cuadras caminé luego saliendo del árbol. Como unos acompañantes molestos pero indispensables, mis pasos resonaban a su vez haciéndose un eco sobre los pacíficos tejados, sobre los árboles cubiertos de una suave brisa, y además parecían rebotar en alguna inmensa y lejana nube gris. También seguía escuchando el otro sonido, monótono y de mal agüero: era como un tap-tap, tap-tap, tap-tap…; a veces tenía la sensación de que me estaba acercando al mismo, otras no 49
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tanto. Creo que los nervios me jugaban malas pasadas. En verdad, dudo que siempre hubiera escuchado los pasos que yo buscaba; quizá a veces se trataba de algún pájaro carpintero- un bicho que por aquí y por allá en ese tiempo y en ese barrio no siempre escaseaba-, acaso el ruido de mis zapatos era el imaginario enemigo- así ya tenía que llamarlo-, o acaso, en fin, todo era asunto del ruido de mi propio corazón… Lo cierto es que otra vez me quedé quieto. Estaba decidido; mi rostro oscurecido como el de un verdugo. Caminé otra vez, con un lento desprecio. Caminé jubiloso de mi propia y repentina determinación. Solamente Dios ha de saber qué misteriosa fuerza conducía mis pasos. Llegué a una esquina no muy lejos de casa; la luz se iba haciendo más y más densa, más sólida, aunque todo poseía una especie de ensoñación de cuento de hadas, una levedad y ligereza difíciles de explicar, características que me resultaron singularmente propicias, y que de alguna manera me evadían de la realidad y, pensaba, también de la responsabilidad. Vi las casas, soñolientas; los árboles apenas removidos por la brisa; el silencio de la calle… Y al negro Fernández, claro. El negro Fernández caminando, de espaldas. El negro Fernández deambulando como una aparición infernal pero impasible; y yo me imaginaba a su pálida cicatriz riéndose, riéndose del botín del robo y de su propia invencibilidad. Era, creo haberlo dicho ya, mi presa, que exhibía ese sonido rítmico y regular de su andar, un sonido que a todos nos ponía prietos los nervios, que nos erizaba los cabellos, que nos tenía aterrorizados. Yo imaginaba sus ojos fríos y fijos en mí: como un hombre que ya tuviera el crimen y la muerte dibujados en su rostro. No sé si apunté, ya no me acuerdo. Pero lo cierto es que sonaron dos disparos. Sonaron dos disparos y me pareció que el musgo de los pacíficos tejados se levantaba, que ciertas nubes grises se desperezaban desde su grave y olímpico sueño, que los árboles se impresionaban, trémulos en sus blandas hojas, y que todo se apabulló en fin en un malsano aspecto de quietud sepulcral; y pese a todo, luego de que el eco de los dos tiros se perdieran en la impunidad de los oídos del silencio, la realidad me dejó ver al hombre que estaba en el suelo, con dos agujeros de roja y prosaica sangre en la espalda: muerto. Sólidamente muerto. Tan muerto como una piedra. Tan muerto como yo. Tan muerto como tu alma y la mía, si es que han de sumirse en el pecado… Después de un rato de estupor, miré mi revólver. Yo me sentía estúpido, alelado; sin saber, pasado el primer choque, ni qué hacer ni qué pensar ni qué sentir. Y luego di vuelta la cabeza: entonces no me quedó más remedio que verlo. No parecía darse cuenta de mi presencia. La determinación de sus ojos podía compararse con los crímenes imperturbables que se adivinaban en la propia mirada del negro Fernández. Estaba por demás bien erguido, rígido como un bloque de hielo; el brazo derecho todavía tendido hacia la víctima y todavía con el revólver, humeante. Lentamente, fue descendiendo el brazo, y entonces las últimas sombras fueron sometidas por la mañana, un rayo de sol cruzó por el mundo como el canto de una victoria y dejó su rostro al descubierto, desnudo como la sangre que acababa de verter. Lo vi entonces con total claridad; y supe con la misma claridad que nunca ya iba a denunciarlo: era el oficial Martínez. Sé que no me ha visto, que me escabullí eficaz y prontamente hacia mi casa sin más novedad, pero siento que su presencia me persigue. Que me domina con 50
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solamente el aliento. De alguna manera pude desahogarme en este escrito. Han pasado dos horas como dos siglos, y el sol sigue brillando con la misma paz e insensatez. Que Dios me ampare. ”
Acabando de leer una vez más en todos estos años lo que antecede, veo ahora las viejas manchas amarillas en el papel, siento que los demás se fijan en mis canas, y escucho, como un goteo persistente, ineludible, los sollozos a mi alrededor. De repente me encuentro aquí muchos años después, como si el tiempo fuera una brisa que uno puede soplar hacia atrás y hacia adelante. Todavía recuerdo cómo escribí ese papel, hace tantos años; todavía recuerdo cómo salí a la calle una vez más; pero maldito si entiendo por qué dejé ese papel en la casa de ese hombre: acaso quise darle una oportunidad, acaso quise que guardara silencio conmigo. El ataúd ahí mismo, rodeado de flores y velas, guardando esa carga que en otro tiempo estuvo llena de aliento vital, de aspiraciones, de secretos, nada ha de aclararme. Y ahora he de levantarme, y entregar al fin mi confesión a un juez más ecuánime. He de dejar en manos de una justicia que ustedes acaso no conozcan- de una más profunda y verdadera autoridad- el asesinato. Pues allí está ella, la muerte: engalanada como en sus días de fiesta, pálida y fría y rígida; sin embargo, me sigue pareciendo deslucida-casi como menos poderosa-ante él. Creo que, cuando termine de escribir, me levante de este asiento y deposite el viejo papel amarillo en el ataúd, como una invisible flor de reproche, la palabra “cobarde” resonará en mis oídos, más fuerte, más justa y más victoriosa que nunca. Y acaso, si es que la imaginación o la locura no me engañan, puede ser que ese rostro blanco que allí pretende descansar emita una sonrisa paternal.
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Francisco J. Moreno Hernández: La rosa
En lo alto de la montaña se encuentra la mujer más hermosa y deseada del mundo. El hombre que la ama se dirige hasta ella. Trepa por escarpadas colinas, las rocas desmenuzan la carne de sus brazos, pero aunque el camino hasta allí ha sido arduo y penoso, un último esfuerzo no le cansa. Una vez en la cima, el caballero se arrodilla y ruega a la diosa por su amor. Ella le escucha, fría y distante, le observa y le juzga. La diosa le explica que el precio de su amor es la primera rosa nacida, y que sólo a su portador podrá amar. El caballero explica su camino, relata sus esfuerzos por llegar hasta ella, pero nada de eso importa: la diosa negará un simple beso hasta que sea encontrada la primera rosa nacida. “Ningún hombre ha de recibir mi amor”, dice, “si no guarda la rosa junto a su pecho”. “¿Pero dónde se encuentra tal rosa?”, pregunta el ingenuo caballero. La diosa le explica que no puede entregar su amor libremente diciendo dónde se encuentra la flor, que prefiere reservarlo para aquél capaz de encontrarla. Impaciente por unirse a la mujer, el hombre, agotado, regresa sobre sus pies, y busca en ciudades y en pueblos, preguntando por el paradero de la primera rosa. Unos dijeron que al pie de una torre, otros en el interior de un volcán, otros que sigue oculta bajo el mar. En Tule descubre que la primera rosa fue dorada, y en Ninn le dijeron que tal rosa es negra, pero nadie pudo asegurarlo. El caballero, desconsolado, viajó por los cálidos desiertos del mundo, por los más bellos prados, siempre buscando la primera rosa. Se dirigió a las estepas heladas del norte, y en la recóndita cabaña de una bruja, por fin supo dónde se encontraba. El hombre cabalgó hacia Oriente, luchó con dragones y arpías, y tras una cascada de cristal, al final de un prado hecho de niebla, en el centro de un pueblo construido con el alma del tiempo, la encontró, blanca y pura, eternamente limpia, brillando junto a una roca. Guardándola junto a su corazón, regresó en busca de la mujer que amaba. El caballero tiene el rostro envejecido, y sus fuerzas ya le fallan. Con el que cree será su último aliento, ofrece su prenda a la diosa y requiere sus besos, rogando porque su vida juntos sea más larga de lo que piensa. “Pero ésta no es la primera rosa nacida”, dice, “sino la primera rosa. Sólo tendrá mi amor aquél que me traiga exactamente lo que pido.” La mujer reconforta al viajero, le ofrece agua y le da conversación, como si no tuviese importancia para ella. Decepcionado, y decaído al ser tratado por ella como uno más, emprende de nuevo su búsqueda y se dirige en busca de la bruja que le ayudó. La bruja no es capaz de ayudar al caballero, mas éste, furioso, la mata. Arrasa ciudades y pueblos, aniquilando a todo aquél que no es capaz de decirle el paradero de
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la primera rosa nacida. Su armadura se tiñe de rojo con la sangre de los inocentes, y blande en su negro escudo la primera rosa que encontró. Durante años siembra el terror a su paso, y movido por el sueño de conseguir a la mujer que ama nadie es capaz de detenerle. Recorre hasta el último rincón del mundo, sin encontrar lo que busca, y al verse al fin perdido, sin otro lugar adonde ir, reconoce su propia vejez y fatiga, y descubre que está a punto de morir. Sin apenas poder mantenerse erguido sobre su caballo, el hombre regresa junto a su amada, decidido a rogar una vez más por su amor, a pesar de no haber encontrado la primera rosa nacida. Se arrastra por la montaña, gastando sus últimas fuerzas, y finalmente exhausto y moribundo, consigue llegar hasta ella una última vez. El caballero es incapaz de hablar sino en susurros, la diosa debe acercarse a él para escuchar lo que dice. En un último esfuerzo, el hombre anuncia su pronta muerte, y ruega por su amor en los últimos minutos de vida que le quedan. La mujer se niega de nuevo. El caballero, al menos, pide saber el paradero de la primera rosa nacida, el lugar que no visitó, y dónde se escondió aquello que buscó durante toda su vida. Al ver que su muerte está cerca, la diosa se apiada y le responde: “La tenía yo”, dice, “pues yo era la única capaz de entregarte mi amor, y tú eras el único capaz de recibirlo. Ahora que mueres, la rosa será quemada, y mi cuerpo entregado al primero que lo desee.”
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Pedro Pujante Hernández: Obra inédita: unas notas sobre Alejo Carsona
Algunos supuestos sabios quisieron hacernos ver que las profecías propenden al porvenir. La literatura nos demuestra lo contrario. Analogías similares se encuentran entre los diccionarios y los manuales de filosofía. Estos operan con la pregunta mientras que los otros se obstinan en demostrar respuestas o términos. Si el universo no fuese un elemento de la filosofía, en los diccionarios ocuparían infinitas páginas y las demás (también infinitas) querrían definir el alma. Todas estas teorías podrían servir como símil de la obra ¿literaria? de Alejo Carsona. Pese a su nombre su nacionalidad es desconocida. Sus manuscritos están escritos en español, inglés, holandés y portugués. Anotaciones en alemán nos hacen las conjeturas más difíciles. La ausencia de fechas nos hace la tarea más complicada. Se intuye que vivió en Europa y es evidente que jamás publicó. Sus escritos postulan el infinito. El conocido autor argentino Bustos Domecq creyó ver en él al autor de la misteriosa entrada de la Enciclopedia Británica que postula un mundo llamado Uqbar. Esta ingente fantasía hace creer que tras el nombre de Alejo Carsona se escondan varias personas. A la manera de Balzac quiso identificar a toda la humanidad en su obra. No se puede considerar un precursor de Joyce ya que sus tres primeros libros procuran no ser oscuros y ocurren en treinta y cinco años que, supuestamente, corresponden a su biografía ignota. Podría haber una relación entre este aparente caos literario y una intención de crear una novela collage como hiciese Cortázar en su novela más conocida. Se han encontrado cientos de páginas dedicadas a cada uno de los personajes que viven en estas novelas. Estos folios son tratados de psicología que pretenden esclarecer las motivaciones de cada personaje sin relacionarlo con ningún otro. En las tres novelas (que podrían ser una) se cuenta la historia de la humanidad. Esta historia ocurre en su propia vida y a la vez es un sueño. El narrador o soñador carece de identidad. Hay quienes han querido ver en él al propio Alejo Carsona pero en la última parte de la primera novela se desmiente. Luego, en el segundo tomo se vuelve a mezclar esta supuesta e incierta identidad en forma narrativa de primera persona pero sólo son desvaríos del propio soñador, que, omnisciente, preside toda la obra. No caben dudas cuando se afirma que Nietzsche influyó en la obra de este venerado y secreto dios de las letras. ¿O fue Alejo el que influyó en él? Aunque la palabra “superhombre” no aparece en ningún texto, sí su perfil. Incluso al acabar de leer el tercer tomo se tiene la impresión de estar empezando el primero a pesar de que no se utilizan las mismas palabras, ni los mismos hechos; ni siquiera las primeras ideas. Nadie ha podido desentrañar este extraño efecto que provoca un literario Eterno Retorno. La lingüística ha sucumbido y la filosofía no ha podido dar una respuesta aceptable. Algo oscuro es el pasaje que ocupa el capítulo XII del segundo volumen. Según los críticos de Alejandría equivale a su 28º año de vida. En este abominable tramo de 54
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la novela se justifica que el autor es un ser ensombrecido por su propia obra y que las letras son el destino de los cobardes. La vida, continúa, es sólo una sutil lejanía que se oculta de la literatura para aborrecerla. Este conflicto entre vida y obra no deja de ser una metáfora de toda la imagen de nuestro héroe. Más afortunados son los relatos; aunque fragmentarios, dibujan una suerte de teoría del cosmos y de la teología. Nunca se podría decir que son trabajos de astronomía o de historia de la religión. En uno de ellos, cuyo título es El Tiempo de Dios, se postula la existencia de unos profetas. Sus obras: los evangelios. Hasta aquí todo veraz. Después se efectúa un salto cronológico y los sitúa (a los profetas) en un futuro lejano donde son requeridos por Dios. Éste, al devolverlos a sus vidas terrenales, yerra y son dispersados por la Tierra y el tiempo. El mensaje es malinterpretado y, volcado en evangelios y tratados de filosofía, es ignorado por casi todos. En algunas metáforas se puede interpretar que los escritores cumplen una función parecida. Las novelas y relatos son el vehículo que alguna fuerza misteriosa utiliza para conducir el mundo. La Biblia, termina, es el ejemplo. El ateo la prueba más evidente. En otro relato, aun más vago que el anterior, demuestra (o quiere demostrar) que la literatura no es obra de la inspiración sino de la locura. Esta locura es temporal y por tanto irrisoria. No diferencia entre la realidad y la psicosis, entre la muerte y el silencio, entre la palabra y el engaño. Acaba diciendo su personaje, Karl Donnel, quien da título al célebre relato, que la filosofía carece de sentido porque propende a la pregunta, la pregunta a la respuesta y la respuesta es la negación de la filosofía. ¿Ironía o locura? Aún hoy nadie ha sabido descifrar el mensaje último de esta pesadilla. Pero más onírico es el carácter de otro relato que sin aparecer titulado se ha merecido el nombre del “El Sueño”. Este texto de prosa poética es un alegato al realismo desde la perspicacia y el desconcierto. Abruman sus versos libres que cualquiera diría que son una prosa tenaz y suave a la vez. Todos los que lo hemos leído hemos soñado el mismo sueño: un laberinto y en su centro una rosa. Esa rosa al tocarla se transforma en una hoja de papel y este papel amarillento y antiguo mostraba el último verso del relato justo antes de desvanecerse en cenizas y despertar. Los psicólogos quieren atribuir esta fatalidad del sueño a una serie de versos concatenados que activan un mecanismo en el subconsciente y que luego afloran en la duermevela. Los teosofistas a una revelación mística y los otros (en los que me incluyo yo) a que la literatura tiene un lugar común lejos del espacio y el tiempo. Este relato no son las palabras que lo componen, sino la rosa, el pergamino, el laberinto y el último verso. Todo lo demás es apariencia y circunstancia. Al igual que algunas obras son el realismo, algunos versos el amor o la soledad, este relato es una rosa y un laberinto y no los versos que lo describen. Cuando se encontraron, por casualidad, los manuscritos de Alejo C. todos los críticos pensaron que esta obra era anacrónica y que su publicación carecía de sentido. Ahora, veinte años después, insisten en lo innecesario de su publicación pero varían su opinión acerca de su temporalidad. Consideran que el tiempo es el único cuerpo anacrónico y la obra de Alejo C. es una prueba de esta aseveración. Su autor, del que pocos datos se han podido rescatar podría haber nacido hace cien años o dentro de doscientos. Saramago me escribió hace no mucho tiempo. Me consolaba diciendo que esta obra no era inmortal. Está viva, nos sobrepasa, dijo, por lo tanto debe ser mortal. Noté cierto temor en sus palabras y entiendo que cualquiera que hubiese leído parte de este material nefasto no estaría exento de la locura o del vacío. La pintora María
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Sivana me envió una carta: “He leído a Carsona. Ahora dudo de todo”. Meses después sus pinturas se tornaron desoladoras e indescifrables. Los demás documentos corresponden a una especie de teoría del universo. No es astronomía ni cosmología. En las páginas se advierten una alusión directa a sensaciones y momentos en la vida de los seres humanos pero son equiparables a mundos y sus órbitas y galaxias que se alejan. Hay unas hojas que no carecen de interés: parecen ser un proemio o un manual de instrucciones para comprender el resto de los escritos. Aun así nadie comprende por qué estas desdichadas páginas son inauditas y oscuras. Las razones de los que intuyen que Borges leyó algunos de estos pasajes en su juventud son infundadas. Las analogías que pretextan se agotan por sí mismas. Borges postuló un mundo infinito, circular, laberíntico donde todos los hombres son el mismo hombre. En Alejo cada hombre es muchos hombres menos él mismo, el mundo es reducido y su obra artística le excede. No existen laberintos porque, según explica en su obra Los Túneles de la Soledad, nadie puede perderse, es absurdo. Y continúa aseverando que todos tendemos a buscar, a encontrar. Si alguien se pierde es porque no sabe que ha encontrado lo desconocido. Si alguien ha perdido la vida ha encontrado la eternidad. Una mañana me llamó Olivera, mi editor. Me aconsejó revisar la obra. Ésta, según él, ha variado. No lo comprendí hasta que yo mismo comprobé el hecho con mis propios ojos. Ciertamente estaba equivocado: es el mundo el que cambia, nuestros ojos son distintos y aún no están preparados para “encontrar” el destino de este lúgubre compendio de letras y misterio. Recuerdo que Borges comentó que publicar era liberarse de sus escritos. La humanidad aún no se ha librado de estos. Han pasado los años y ya no hablamos de estos textos. Pero todos los soñamos.
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Juan Amancio Rodríguez García: El primo
El primo vino a pasar unos días con nosotros en la playa. Hacía dos años que no nos veíamos, porque el verano anterior se murió la abuela de vieja. Aunque era mayor que nosotros, no corría más, ni buceaba más; si algún niño se metía con él, se acobardaba. Durante los dos últimos años, el mayor de nosotros se había comportado como correspondía. El tío le trajo y se quedó una noche en la habitación de la abuela. Al primo le metieron en la habitación de la litera, y mamá le preguntó si quería dormir arriba o abajo, y el primo dijo que arriba. Debió de tener vértigo y mareos, porque al día siguiente mamá se enfadó por tener que limpiar los vómitos, y el tío le dijo que tuviese cuidado con las tonterías y se marchó. Mamá le dijo al primo que se pusiese en la de abajo, y él dijo que sí y no volvió a vomitar. No comía casi nada, se quedaba callado frente al plato. Se venía con nosotros a jugar. En el tenis nos coló una pelota en una mimosa y no había quien la encontrase entre las ramas. Por las noches nos sentábamos en un banco bajo las mimosas, y estuvimos agitando un poco el árbol con nuestros amigos. Luego nos íbamos a dormir. A veces volábamos las cometas en la playa. Como casi todos las volábamos bien, el primo se la pidió a uno que casi no sabía. La mantuvo mientras la voló con poco cordel, pero cuando la subió mucho el viento se la quitó de las manos. Suerte que venía del mar y se fue hacia dentro; el primo se fue detrás porque empezamos a gritarle. Luego enrollamos las cometas y nos fuimos a la piscina. El chico de la cometa decía que si no se la encontraba le iba a comprar una. Cuando nos íbamos a ir a casa al cerrar la piscina al atardecer, el primo llegó con la cometa y el pie ensangrentado. Mamá le dijo a papá que se lo curase él, que ella no tenía que cuidar todo el día de los hijos de las demás. Mamá puso de cena salchichas y como estaba contento por la cometa y estaba ya tan necesitado de comer bien, le dio el ansia y empezó a pinchar con el tenedor cinco o seis sin que nadie hubiese empezado todavía, y mamá le agarró del brazo y le dijo que si su madre no le enseñaba modales, y entonces se quedó a punto de llorar y no comió casi nada. Luego en los bancos uno que se venía con nosotros contó delante del primo que le había estado viendo con su familia desde la terraza de su casa que se tronchaban de risa porque le ladraban los caniches del descampado, y que uno si no llega a estar el dueño le muerde en el muslo, y que hasta que no anocheció y se llevaron a los perros no pudo acercarse a la palmera, y que luego se había raspado los brazos con el tronco de la palmera, y que al tratar de subir para tirar del cordel se había resbalado con las chanclas y se había cortado el pie, y se rieron mucho, salvo el primo. Un domingo comimos en la playa con papá y mamá. Estaba hasta los topes de gente. Nos dábamos varios baños. Nos fuimos a ver a los amigos, cerca de los Arenales, el primo dijo que se quedaba en el agua en la orilla haciendo el muerto.
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Volvimos a la hora de comer, mamá ya estaba sacando los bocadillos, papá se puso nervioso al ver que faltaba el primo y se puso a buscarlo. Al poco tiempo volvió con él. Había un poco de corriente, y como dejaba las gafas en la toalla, al salir se extravió con tanta gente. Mamá le empezó a reñir para que comiese más, que la iba a dejar mal cuando le viese su madre, que quién se pensaba que era por no comer su comida. Por la noche se acostó pronto y ni siquiera vino a los bancos. Cuando volvimos, papá nos contó en voz baja que por la mañana se le había encontrado al borde del agua de pie entre toda la gente, mirando alrededor y llorando, y que sólo le reconoció cuando le agarró del hombro, y dejó de llorar. Alguna tarde fuimos a Alicante de compras. Nos hacía gracia cómo miraba a los taxistas. Resulta que poco antes de llegar él un inglés había matado a un taxista y le había sacado incluso los ojos con las manivelas de los cristales, pero le cogieron pronto. La segunda noche, cuando el primo estuvo ya sólo, le invitamos a nuestra habitación un rato y se lo contamos. Cada vez que veía un taxi se le abrían los ojos. Un día había a nuestro lado en la playa un madrileño con su mujer y los hijos con otra familia, y estuvieron un buen rato hablando de su trabajo de taxistas, y mamá tuvo que decirle al primo que no mirase tanto. Uno que se venía con nosotros contó una noche que conocía a un chico que corría todas las mañanas hasta los Arenales ir y volver, y hablamos de ir a la mañana siguiente con él. Corrían a su lado sus amigos, nosotros detrás. Su padre le dijo un día que no se atrevía a llegar hasta los apartamentos y volver, y entonces sus padres le dijeron que cuando empezase el curso le iban a buscar un entrenador en Madrid porque la gente decía que tenía muy buenas cualidades, y el chico dijo que le daba igual, pero que bueno. El chico era una garza y daba zancadas largas con mucha ligereza, no parecía tocar el suelo. No era un chulo, solamente corría y no podía impedir a nadie que corriese a la vez que él. Nos fijamos en su cara cuando estaba de vuelta, ya nadie le seguía, él estaba tan tranquilo, venía sonriendo y nos saludó. Al volver el primo poco a poco se fue quedando, aunque había otro que tenía las piernas más cortas que él pero era ágil, y llegó el último. El chico ya ni siquiera estaba allí, los amigos suyos estaban ya bañándose y nosotros con ellos, y dijeron corre corre. El primo se metió en el agua cabizbajo pero nosotros ya salíamos, y alguno al cruzarse le chapoteó, y el primo se asustó porque estaba ausente del cansancio, y se salió a tumbarse en las toallas con nosotros lo más lejos posible de aquellos amigos. Los siguientes días el primo se quedó tumbado mientras íbamos a correr detrás del chico. Luego por la noche en los bancos vinieron unos y nos dijeron que el chico se había ahogado buceando con su tío cerca de Tabarca donde las rocas de los pulpos, y el primo preguntó si entonces íbamos a volver a correr por las mañanas y uno de los amigos del chico lo oyó y se acercó al primo y le soltó una torta con el puño cerrado que le tiró del banco hacia atrás, y tuvimos que sujetar al amigo y el primo se fue a casa llorando. El primo no quiso salir de la cama, tiritando y diciendo mamá mamá. Por la siesta nos tumbábamos un rato juntos en la cama, un día hicimos una guerra de almohadas. El primo recibió una, y empezó a dar, todos cada vez más fuerte, y empezamos a decir palabrotas a la vez, y el primo también se puso a gritar y repetía las palabrotas que oía, cada vez más altas y agresivas mientras saltaba en la cama repartiendo almohadazos, hasta que por su espalda se acercó una sombra que estiró el brazo y atizó en la cabeza del primo la torta más fuerte que habíamos oído hasta entonces, tan alta que tiritamos durante un momento y luego nos quedamos
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paralizados; su padre le dijo entonces: ¡habla bien, no seas grosero! El primo se bajó aturdido de la cama y se fue a llorar a su habitación. Luego nosotros salimos a saludar al tío, y luego el tío fue a la habitación y le dijo desde fuera que saliera a saludar y a cenar, y el primo lo hizo. Luego mamá preparó la habitación de la abuela para el tío. Después nos fuimos a los bancos, y el primo siguió como siempre sin hablar, ni siquiera dijo a nadie que se iba a la mañana siguiente. Luego nos fuimos a casa, tomamos la leche y dimos las buenas noches a mamá, papá y el tío. El primo hizo lo mismo y se fue a dormir. Mamá vino a darnos el beso de buenas noches. Cuando salió, estuvimos un rato hablando de lo que habíamos hecho y de lo que íbamos a hacer mañana, poco a poco nos callamos. A punto de dormirnos, oímos un beso; desde la rendija de la puerta vimos a mamá salir de la habitación del primo. Nos dio un vuelco al corazón: ¿cómo? ¡mamá ha besado a un no-hijo! Entonces en aquel momento el primo fue para nosotros mucho más fuerte que el chico que corría y que cualquiera de nosotros; a la mañana siguiente le dijimos adiós.
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María Sivana: El hijo nieto del vidriero
El hijo nieto del vidriero de la calle 56 no sólo era vidriero de oficio sino de sangre, ya que se destacaba perfectamente en ser la ausencia, la sombra de la sombra, el invisible ser sin voz. El quién de un barrio llamado Apariencia. Él no comprendía la causa de tanta indiferencia, los seres nunca daban cuenta de su presencia. En las listas siempre era el último, nunca era invitado a las fiestas ni a los acontecimientos importantes, en la cola del banco todos se le “colaban” como quien dice, como si él fuese una minúscula partícula, un residuo desechable, una saliva atragantada en la garganta por la nicotina, una plaga. Pero existía y él no tenía la menor duda de eso. Lo corroboraba el D.N.I, el latido de su corazón, su piel, sus sueños y la pequeña casita de la calle 56. El vidriero invocaba cada noche a la Santa que desata los nudos (pero los nudos apretaban cada vez más su garganta) para que algo, alguien, alguno se dignase en dedicarle un saludo, un insulto, una mirada, un gesto, él pedía solamente lo necesario, ese contacto leve pero existente con el otro, ese tan otro como él mismo, para sobrevivir un día más. Pero los días pasaban con la consistencia inconsistente que los caracteriza, pasaban altaneros y risueños, efímeros e indiferentes al inherente temor humano, temor sabueso y nocivo a la antigua dama llorona llamada soledad y el vidriero hijo nieto de vidrieros no podía remediar su esencia invisible de cristal. El vidriero fue envejeciendo mientras el mundo rejuveneciendo. Predecible era su destino. De tan certera absurda era su rendición, su agonía, su muerte repentina (a ver si con ese acontecimiento ellos, los otros, daban cuenta al fin de su presencia ahora irremediablemente ausencia) pero antes de dar ese pesado paso que no vuelve de forma alguna para atrás tuvo un sueño, una leve ayuda para llevar a cabo su estaquilla final. Su estratagema mortal. Soñó con el objeto que le devolvería el habla, la mirada, la comunicación. Soñó con una lluvia inmensa de piedras. Piedras, entonces comprendió su última misión. Rompió absolutamente todos los vidrios de la ciudad, no hubo uno solo que quedase en buen estado. Hecho el trabajo, el vidriero hijo y nieto de vidrieros, se fue a su pequeña cama a descansar. Al día siguiente se despertó sobresaltado por el bullicio que llegaba a sus oídos como un imperdonable atentado al sueño. Los ruidos provenían de la calle. Se puso la bata blanca y vio lo que siempre añoró. Multitudes de seres desesperados, con pancartas y silbidos pedían al vidriero su servicio. Se arrodillaban, suplicaban y lo trataban con excesivo cariño, tan excesivo que a nuestro pequeño vidriero, pequeño pero no idiota, le pareció ficticio.
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Entonces se rió largamente, con carcajadas que venían de algún sitio fuera de su cuerpo y dijo a los suplicantes allí presentes: Queridos y bienaventurados sin vidrios, he aquí la muestra ineludible de mi condición. ¡Del vidrio vengo y hacia el vidrio voy! Ya encontrarán ustedes un ser de transparente sustancia dispuesto a ayudarlos en la ardua tarea que me piden. Yo, sí, YO en primera persona del singular, ser vivo, transparente y sensible, me declaro en huelga hasta próximo aviso. Muchas gracias. Adiós.
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Microrrelato
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Alicia Ochoa Cortes: Identidad
Miraba fijamente a través de un vidrio, un vidrio húmedo, hacia atrás calor, detrás del vidrio frío, humedad, bajó su vista, la vio, una pequeña piedrecilla, grisesita, cerró sus ojos, caminó despacio, sin prisa, despacio, abrió la puerta y, con esfuerzo, cerró la puerta, era tan difícil para él salir, no porque no pudiera caminar, pues se movía bien, la decisión, la decisión, salir, para qué, a dónde, qué hacer….., mirando al suelo, hacía frío, personalmente se saludó, por exigencia del frío, unió sus manos, se detuvo con el ánimo de volver, el viento se alivió, encontró un motivo, disminuye el frío, hay ruido, sus ojos se mueven horizontalmente, sí, hay mucha gente, estás en el centro de la ciudad, almacenes, edificios, oficinas, buses, taxis, y gente, más gente. No ha cambiado, piensa, ni él ni el mundo, ¿y qué esperaba? ¿Salir y encontrarse en otro mundo? Vamos, dijo, y con rabia aceleró el paso, el regaño era otra forma de combatir ese desasosiego, transcurrió un día gris, solitario, pero había salido, al llegar de nuevo a esa mansión, llegando muy cerca tropezó con la misma piedrecilla gris, que vio a través del vidrio, ella se quedó quieta, como si tal, pero él la tomo contra ella, le dio un golpe feroz con la punta de su calzado, pero de igual manera solo cambió de lugar pero quieta, mismo color, misma forma, sin protestar. La taza está caliente, y el café huele bien, qué placer, cerró sus ojos y escuchó esa canción, que siempre lo saludaba, otra vez el vidrio, otra vez la piedrecilla, sonrió y dijo cómo me gustaría ser la pareja de esa piedrecilla, no se inmuta, siempre igual pero fuerte, férrea, hay muchas, pero todas diferentes.
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David Fortea Etxeberria: A la italiana / Lisboa
A LA ITALIANA
Ganador del V Certamen de Microrelato del diario El Mundo
Fue nuestra noche favorita. Nuestra locura hecha vida. Yo en mi papel de Marcelo, y tú, rubia como nunca, eras una Anita Ekberg inigualable. ¿Recuerdas nuestra noche romana? ¿y el agua fresca bajo el cielo estrellado de agosto? Aún veo nuestra fontana, la jeta del carabinieri gritando que saliéramos de allí, los turistas aplaudiendo el show que organizamos... Y el agente que “salga usted”, y tú “que no, que no salgo”. Beodos perdidos. Yo reía, con carcajadas que nunca he logrado reproducir, tal vez porque eran auténticas. ¡Ay, el pantalón remangado del agente, sus rodillas mojadas, y tú aguardando! Y nuestra última peseta que voló por encima de mi hombro, hacia ti, mi diosa, mientras Neptuno no quitaba ojo a tu vestido negro.
LISBOA (WISH YOU WERE HERE)
En mi top ten particular hay canciones para reír y para llorar; para compartir y para meditar; para amar y para odiar. Y una para maldecir. Año 1975. Lisboa. Yo trabajaba entonces en la radio pública y aún no sospechaba que con el tiempo me convertiría en el tertuliano resentido y bien remunerado que soy ahora. Dirigía un programa para noctámbulos en el que, al estilo de Auster, leíamos relatos que los oyentes nos enviaban, y para cada lectura seleccionábamos una música de acompañamiento. Un día leímos la historia que una mujer -E.F.V- nos había remitido: “Querido Antón: Alguien escribió un día que esta ciudad está hecha para el amor. Nada más falso. Desde que tú te fuiste todo es igual y nada ha cambiado. El mar lame los muelles de la Praça do Comércio, los tranvías trepan, renqueantes, y se arrastran por las cuestas que llevan a Alfama; el elevador de Santa Justa se cae a pedazos, en A Brasileira sigue habiendo aspirantes a poetas, y la lluvia eterna que inunda las calles en invierno es igual de húmeda que como la dejaste, cuando era la nuestra. Nada ha cambiado y todo es lo mismo. Sí, es cierto, tú no estás. No estás porque un día decidiste vivir la vida a tu manera, sólo que no escogiste el mejor momento para ello, cariño. Porque tú nunca
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escuchabas cuando a los demás nos tocaba hablar, Antón. Porque tú nunca tuviste sentido de la medida para determinados asuntos. Antón, los viernes, cuando Joao trae su guitarra y canta para nosotros nuestra canción de los Pink Floyd, desearía que estuvieras aquí. Pero sólo dura un momento, porque sé que es algo así como esperar que lluevan rosas del cielo. Ya no te echo de menos, Antón. Te echo de más. Ya no sé si querría que estuvieras aquí, ni sé si me importa si has cambiado tus héroes por fantasmas. Pero aquí estoy, con los mismos viejos miedos y con tu botella de whisky forrada de polvo en un rincón, como una reliquia, junto a tu silla de lectura. Antón, ya no soporto tenerte deambulando por los pasillos de mi vida como si fueras una aparición, ni puedo imaginar por qué decidiste cambiar nuestro frío confort por este infierno e irte a arreglar guerras ajenas por el mundo, mientras yo me muero de tristeza en esta pecera que un día fue nuestro hogar. Antón, tal vez sí deseo que estuvieras aquí, aunque ya sea tarde.” Esta es la historia que escribió E.F.V, la misma mujer que la policía halló muerta aquella noche en su casa de Chiado. Nunca supe su nombre, pero me gustaría que ella estuviera aquí. Año 1975, Pink Floyd, Wish you were here. Aquel año me marché, y jamás he vuelto a Lisboa.
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Ed. Expunctor: Ataque inesperado
Su salud era férrea, inquebrantable. La gripe apenas le afectaba más que un picotazo de mosquito. En un safari que organizó su empresa para fomentar el compañerismo se pinchó con una espina, pero no contrajo, a diferencia del resto de su expedición, el paludismo. Fue un niño que jamás conoció el sarampión y, aunque fumador compulsivo, sus pulmones eran la excepción que confirmaba la regla pregonada por los paquetes de tabaco. Sin embargo, cuando estuvo en la selva le ocurrió algo incomprensible. Se adelantó al grupo para preparar el campamento; después de haber andado tres kilómetros y algunos metros, sus pies comenzaron a hundirse y, de pronto, se vio cubierto hasta las rodillas por espesas arenas movedizas. Enseguida recordó que debía evitar movimientos bruscos, y que tenía que moverse muy lentamente, o mejor no moverse, pero se vio sorprendido por un inesperado e inoportuno ataque de epilepsia.
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Basilio Pujante Cascales: Natación / De preocupaciones
NATACIÓN Pasados ya los cuarenta había descubierto en una revisión que tenía el colesterol alto. La mala alimentación, el estrés del trabajo... Su médico de cabecera le recomendó que hiciera algo de deporte, por ejemplo natación. Una mañana descubrió un pequeño cartel en la cafetería donde desayunaba siempre; en él, con grandes letras negras se anunciaba un monitor de natación con piscina propia. Apuntó el teléfono y en un par de días se dispuso a comenzar las clases. La casa estaba a las afueras de la ciudad, en un barrio al que nunca había ido. En el jardín había una piscina climatizada en la que flotaban en una esquina grandes bollas blancas. El monitor, que poseía el aspecto de un sargento norteamericano, le indicó con un par de frases que se cambiara y que se lanzara al agua. Nunca había sido un gran nadador y pronto sintió el cansancio de los años de inactividad. Cuando quiso descansar el estricto monitor no le dejó y le gritó que continuara. Decidido a no quedar como un flojo se hizo unos largos más llegando casi a la extenuación. Intentó salir de la piscina para tomar aire pero el monitor le empujó de nuevo hacia el agua. Quiso seguir nadando pero el agotamiento se lo impidió y pronto fue una gran bolla más en la piscina.
DE PREOCUPACIONES Lo preocupante no era saber quién era y qué pretendía aquél que se acercaba desde la otra punta del pasillo con mi ropa, mi mismo rostro y mi pistola apuntándome amenazante. Lo que de verdad me preocupaba era saber quién era yo.
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ENSAYO / Artículos
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Alejandro Hermosilla: Una cierta tendencia a la literatura mexicana
Este artículo se ha realizado gracias a la concesión de una beca posdoctoral por parte de la Fundación Séneca de Murcia (España) para el desarrollo de una investigación sobre narrativa mexicana del siglo XX, centrada en Sergio Pitol.
Si me he decidido a parafrasear el título del famoso artículo de François Truffaut en este texto, no es, precisamente, para realizar una crítica -como hiciera el cineasta francés con buena parte del cine producido en su país durante los años 40 y 50- de la literatura mexicana sino para intentar dar cuenta de algunos de los porqués de un hecho que puede sorprender al neófito que se acerque a la misma: la occidentalización de la misma. Una occidentalización que, ciertamente, puede sorprendernos teniendo en cuenta el inmenso tronco de raíz cultural indígena que precede a la hispanización del país así como su enorme variedad, contraste y potencia que, por supuesto, aún influencian la cultura y el modo de ser de buena parte de los mexicanos así como determina sin ambages su presente y futuro. Cuestión que me parece central y que necesita ser resuelta y respondida de alguna manera pues lo cierto es que a un lector primerizo no avezado y que visitara determinadas obras de Jorge Volpi, Sergio Pitol, Salvador Elizondo, Juan García Ponce o Fernando del Paso, por poner unos ejemplos, le resultaría difícil, en primera y última instancia, dar cuenta de la procedencia o nacionalidad de origen de las mismas. El rencor oculto y diseminado por el poliédrico país mexicano hacia la primera conquista española y, por tanto, a Occidente aún nos concita más a dejarnos sustraer por la perplejidad, teniendo en cuenta el marcado carácter nacionalista del país mexicano que puede comprobarse, sin ir más lejos, en los excesos fastuosos producidos por una de sus fiestas mayores: la celebración del grito de la Independencia que realizara el cura Hidalgo en la ciudad de Dolores, Guanajuato, en la noche del 15 de septiembre. Como siempre, Octavio Paz nos es de mucha ayuda para intentar centrar los porqués de este hecho. Con precisión y sutileza, el famoso pensador mexicano nos sugería en su excelente artículo sobre José Guadalupe Posada y las causas y orígenes del grabado mexicano al hacer referencia a los contrastes y contradicciones propias de la obra de este extemporáneo artista y del arte mexicano en general, palabras que resuenan de manera inconmovible en nuestros oídos: “Ser latinoamericano es un saberse –como recuerdo o como nostalgia, como esperanza o como condenación- de esta tierra y de otra tierra. El arte latinoamericano vive en y por este conflicto. Sus mejores obras, lo mismo en la literatura que en la plástica, son la respuesta a esta condición realmente única y que no conocen ni los europeos ni los asiáticos ni los africanos. El cosmopolitismo latinoamericano no es un desarraigo ni nuestro nativismo
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es un provincialismo. Estamos condenados a buscar en nuestra tierra, la otra tierra; en la otra, a la nuestra”. 1 Lo que viene, sin duda, a subrayar, otra aserción mantenida por el célebre poeta mexicano. Esto es, el hombre mexicano actual, pese a quien le pese, es tanto descendiente directo de Cuauhtémoc como de Hernán Cortés. Y si esta aserción podría encontrarse sumida en la polémica o podría llevarnos a sospechar de la misma, bien es cierto que hemos de aceptarla y considerarla como sumamente válida teniendo en cuenta un hecho que ha sido igualmente resaltado por Octavio Paz y que resulta esencial para comprender a México y el porqué de su primera caída frente a las tropas españolas dado el número ingente, poder y cantidad de tribus indígenas que se alojaban en estas tierras: todas las tribus y civilizaciones indígenas que habitaban esta zona –dígase aztecas, totonacas, olmecas o toltecas- no tenían conocimiento alguno de otras culturas distintas a las suyas. Es decir, -y este hecho es fundamental ponerlo de relieve para tratar la cuestión estudiada- no tenían conocimiento del “otro”. Nos dice de nuevo Octavio Paz en Reflexiones de un Intruso: “Los españoles fueron dioses y seres sobrenaturales porque los mesoamericanos no tenían sino dos categorías para comprender a los otros hombres: el civilizado sedentario y el bárbaro. O como decían los nahuas: el tolteca y el chichimeca. (…) Su desconcierto fue la terrible consecuencia de su incapacidad para pensarlos. No podían pensarlos porque carecían de las categorías intelectuales e históricas en las que hubiese podido encajar el fenómeno de la aparición de unos seres venidos de no se sabía dónde. (…) Durante dos mil años las culturas de Mesoamérica vivieron y crecieron solas; su encuentro con el otro fue demasiado tardío y en condiciones de terrible desigualdad. Por esto fueron arrasadas”. 2 Por tanto, como hemos podido comprobar, la cuestión de la inexistencia de la “otredad” se nos aparece como fundamental a la hora de comprender el estatuto de este país desde sus orígenes como, a su vez, el de la aparición de una “otredad” monstruosa, vil, infame e impositiva que va penetrando en el ser mexicano sin que éste sea capaz de oponerse a la misma y que lo lleva a rendir su yo, claudicarlo, apaciguarlo, negarlo y, finalmente, doblegarlo, metamorfosearlo y transformarlo de una forma sutil que resulta fundamental para comentar la cuestión tratada en este artículo. Debido al encuentro de la “otredad” divina o impositiva de la población indígena con los “dioses” occidentales se produjo una sustitución y una alteración ontológica que modificó para siempre la conciencia americana. No se trata de intentar desligar o comprender qué sistema era mejor y cuál peor. Los sacrificios continuos y las muertes por rituales prefigurados, adivinatorios o no, durante siglos, nos confirman que en las culturas “indígenas” la muerte estaba unida, vinculada y prefigurada al ciclo global cósmico y sagrado de una manera ineludible y que bien se podían caracterizar estas culturas por estar estigmatizadas dentro de un círculo cerrado en sí mismo que no dejaba libertad a sus integrantes más allá de las reglas sociales y comunales. La llegada de los dioses de Occidente, en lo esencial, modificó las nociones culturales y emprendió la tarea de mostrar una libertad individual que pocas veces se dio en el México colonial pero no alteró en su estrato profundo la visión divina de la existencia 1
Paz, Octavio. México en la obra de Octavio Paz. III. Los privilegios de la vista. Fondo de Cultura Económica, S.A. Primera edición: 1987. pág., 188. 2 Ibíd., pág., 144.
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indígena. Aunque se cambiaron costumbres y formas de pensamiento y se allanaron nuevos caminos de exploración e interrogación del “ser”, en realidad, las culturas indígenas se preñaron a las reglas de los nuevos “dioses” y su leyenda de dolor, culpa, muerte y posible resurrección con la misma naturalidad con la que hasta entonces se habían vinculado a las normativas sacrificiales de sus respectivas culturas. Esto debe quedar claro. Las culturas indígenas cambiaron unos dioses por otros. El dominio de sus temibles, reverenciados y gráciles dioses confundidos tantas veces con los fenómenos naturales por los dioses traídos por Occidente: dinero, trabajo productivo y religión católica. Los dioses superiores debieron imponerse a los dioses inferiores y esto, en principio, a pesar de desintegrar todo el medio, hábitat y reino natural en el que habían vivido anteriormente, no modificó en esencia su estructura. A pesar de las rebeliones, las guerras, las lógicas resistencias y las luchas internas debidas a la modificación cultural, en apariencia, el México colonial se muestra como un todo desproporcionado pero unido ante la fortaleza del enemigo externo y la “otredad” ajena sentida como superior. El manido y citado ejemplo de la rotunda catedral construida en Ciudad de México sobre las ruinas de los templos de la antiguamente soberbia y ejemplar Tenochtitlan, ilustra cruel y sencillamente de este hecho. El paso de las generaciones –a pesar de la violencia litúrgica y la lógica resistencia- terminará por acrecentar este hecho y disolverlo en el conglomerado del mestizaje, la mixtura, la salvaguardia de las distintas lenguas indígenas que sin llegar a perderse del todo van dejando paso a la sobresaturación del castellano y los ejemplos clásicos de Juan Ruiz Alarcón en el teatro y Sor Juan Inés de la Cruz en la poesía que concitan a descubrir nuevas formas de expresión originales que son deudoras ineludiblemente de ambos mundos. Los rituales de la independencia y las guerras intestinas por el dominio de la tierra surgen, como han destacado tantos y tantos pensadores hispanoamericanos como Arturo Uslar Pietri y en el propio México ha sabido relativizar e ironizar de muy inteligente manera Jorge Ibarguengoitia en Los pasos de López, tanto de la debilidad del padre hispánico como del deseo de posesión de la tierra y de su inmensa riqueza. Surgen de manera espontánea, impulsadas por el espíritu de la época, el apoyo de las potencias extranjeras y sumergidas por el celo codicioso de los mayores poseedores de territorios. Y si bien resulta difícil y más complejo de lo prefigurado explicar las guerras de independencia mexicana –habría que dedicarles otro artículo por entero- lo cierto es que vistas de manera frontal, se explican más por el deseo de posesión de la tierra y el consiguiente rédito monetario que por un deseo de devolver la tierra a sus antiguos propietarios –lo que explica en gran parte la gran pobreza de una parte de la población mexicana así como la necesidad de una posterior revolución- la instauración de una idea liberal y constitucional como hubiera sucedido en Estados Unidos o la necesidad de repensar la sociedad y las instituciones que la constituyen. Nada de esto se produce en México. En absoluto. Y tanto el porfiriato, la invasión francesa que trajo a Maximiliano y Carlota a estas tierras como la eclosión del caudillo liberador, Benito Juárez, son consecuencia de este hecho. Basta, por ejemplo, hacer un revisión sumaria de las obras narrativas esenciales dedicadas a la Independencia en aquel tiempo y se comprenderá que hay un gran vacío motivado, a mi entender, por un hecho concreto. Las guerras de la Independencia, como con brevedad he explicado con anterioridad, no son tales. México no se
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independiza más que de la cáscara vieja y gastada que mantenía el padre hispánico en su interior. El país se queda como estaba o peor, como demostrará la triste historia de pérdidas y derrotas que enmarca el siglo XIX mexicano y motivará la necesidad de la revolución. Y el vacío literario consagrado alrededor de la independencia es explicable porque la Independencia consagra la primera orfandad mexicana. México nace al mundo y se queda sin padres a través de los que poder sostenerse. O lo que es lo mismo, con su Independencia, México pierde el control de los dioses invencibles hispánicos que habían derrotado a los antiguos dioses indígenas. México se queda huérfano de dioses, huérfano de lo sacro y en un mundo tradicionalmente tan vinculado al ciclo simbólico, pre-hispánico o católico como el mexicano, este definitivo hecho deja un vacío que no puede llenar una Independencia que, finalmente, sólo favorece a los poderosos y al nuevo Dios, el dinero, que irá progresivamente extendiendo sus dominios por todo el país hasta capitalizarlo, endeudarlo y transformarlo progresivamente en un monstruo irreconocible para muchos de sus habitantes cuyo emblema no es sino esa ciudad infernal que es el Distrito Federal. Desde este punto de vista, los gobiernos del siglo XIX tienen que afrontar esta tremenda impostura que viene a favorecer aún más el sagrado culto de la Virgen de Guadalupe (representación maternal de la tierra mexicana mestiza que alía a los dioses de ambos continentes para proteger a los desheredados) e intentan ocultar la ausencia de los dioses e ídolos, con la divinización del heraldo político que hace y deshace a su antojo: el emblema Porfirio Díaz cuya visión aguda del país le permitió dominarlo en varios períodos sucesivos que pudieron antojarse eternos y terminaron por favorecer el proceso que generó la revolución mexicana. Una revolución que si bien fracasara al volver a caer en los mismos errores de los que se acusara al porfiriato, sí que supone, en mi opinión, el primer intento real de independencia del país mexicano pues por medio de la misma, el país desorientado y huérfano de referencias, encuentra en sí mismo los propios medios a través de los cuales levantarse, educarse y hacer oír su voz. Y es por este motivo por lo que creo que frente al vacío literario que caracteriza al tiempo de la Independencia, el estallido, el diálogo y la eclosión de distintos textos de la mayor relevancia son producidos en esta época. El infante país mexicano comienza a querer andar por sí mismo, una vez superada la traumática experiencia de la caída de sus dioses e intenta promulgar una constitución y erigir una serie de derechos que son, en suma, descripciones de su propia validez huérfana pero, al mismo tiempo, le permiten conocerse a sí mismo y caminar a donde lo quiera el destino más allá de los dioses caídos. En esta época o, más recientemente, surgen obras fundamentales para comprender la literatura mexicana de una calidad bastante alta que hablan bien a las claras de que la nación comienza a explorar y tomarse en serio las razones de la libertad y de su propia independencia. Basta citar El aguila y la serpiente (1928) de Martín Luis Guzmán, Mi caballo, mi perro y mi rifle (1936) de José Rubén Romero, Los de abajo (1915) de Mariano Azuela o Las tierras flacas (1962) de Agustín Yáñez, para atestiguar este hecho. Gracias a la Revolución, México comienza a entender qué es lo que se jugó en el envite de la Independencia al mismo tiempo que lamenta la no existencia de un movimiento de contrarreforma en el seno de sus instituciones que le hubiera permitido repensarse, consolidarse y adaptarse a la modernidad sin necesidad de disolverse en guerras intestinales que enaltecen al sangriento Pancho Villa como un nuevo dios
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azteca temible y violento pero necesario. Guerras que destruyen y empobrecen al país pero le conceden un orgullo y un destino, le ofrecen una dignidad que, de una manera u otra, reivindica de nuevo a las culturas tradicionales y asienta la importancia de la conquista hispánica, sus iglesias y su Cristo redivivo que saldrá reforzado tras los cruentos hechos que protagonizaron la Cristiada y la quema y búsqueda de todo hombre relacionado con la iglesia. A imagen de sus famosos volcanes, México se autodevora a sí mismo en la Revolución. Ingiere todos los signos que no le son propios y que le habían impuesto de una manera u otro para después de vomitarlos, conservar la nutriente que le es válida de los mismos y prepararlos para los súbitos cambios a los que tendrá que asistir la nación mexicana consciente de que la modernidad debía penetrar antes o después en sus terrenos. Es ahí cuando aparece la figura del educador, del hombre libre que aúna en sí los conocimientos más insignes del mundo hispánico y europeo y que, aun no siendo del todo afín a las culturas indígenas, las respeta y comprende que sin ellas es imposible pensar un país como México. Me refiero, claro, a José Vaconcelos, uno de los mayores escritores y filósofos de este país al que ayudaría a modernizarse y a comprenderse a sí mismo de una manera, por supuesto, contradictoria pero eficaz como demuestra su excelente autobiografía comenzada con el famoso Ulises criollo y el hecho de haber ayudado a que la tendencia pictórica del muralismo tomara forma en este país. Sí. José Vasconcelos vivió una época compleja y se sintió muchas veces como un proscrito de la misma pero de entre sus luchas por imponer sus ideas liberales pero asentadas en un sano tradicionalismo y un hacendado culturalismo del que se benefició toda una generación comandada por Alfonso Reyes y que permitió la producción no sólo de obras maestras del arte pictórico sino también del literario, se benefició todo un país. Y si bien la instauración definitiva del PRI durante décadas interminables en el gobierno de México, volvió hablar bien a las claras de la inmadurez del proyecto político de una nación oscurecida por el ocaso de sus dioses y sumergida en un proceso de capitalización salvaje que oscurecía sus tradiciones, lo cierto es que el país mexicano comenzó a moverse, aún torpemente, por sí mismo y aceptar una transición incierta hacia la modernidad. Una modernidad desarrollada de manera muy sui generis, como no podía ser de otra manera en México, que, sin embargo, va a permitir una vez pasada la época revolucionaria con su rastro sangriento de guerras y muertes que el país comience a crecer de manera inusitada y nazca una burguesía que permitirá el crecimiento de toda una nueva rama de intelectuales que –y confío que poco a poco vayamos entendiendo el sentido de este artículo- posibilitados para viajar y deseosos de concitar un nuevo rumbo fijo a su país, empezarán a beber en las fuentes de la literaturas y filosofías europeas –a las que, por fin, tienen acceso- con vistas a incrementar su formación y la del país. Creo que es desde estas circunstancias históricas – los primeros pasos reales de México por caminar como nación más allá de la revolución intentando adaptarse a la modernidad sin por ello traicionar su herencia hispánica ni indígena- desde donde hay que comprender el inusitado europeísmo de gran parte de los narradores mexicanos surgidos a mediados del siglo XX en México o en los años inmediatamente anteriores. La herencia hispánica estaba totalmente integrada para siempre en la simiente mexicana más allá de la revuelta vengativa y necesaria que significó La Cristiada, a las 73
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ruinas indígenas comenzó a ordenárselas y respetarlas como parte integral y fundamental del país, la revolución había terminado y aunque no había satisfecho a nadie había permitido que la voz de los miserables así como la de los sangrientos y sedientos de venganza se alzara y canonizara en el panteón heroico del país, los futuros capitalistas y grandes hacendados habían salvado en su mayoría sus grandes territorios y expoliaciones comerciales y había que dirigirse hacia un nuevo lugar desde el que repensar México sin necesidad de autodestruirse. Y este lugar fue la India para un Octavio Paz encadilado ante la proximidad y la lejanía fugaz de los dioses asiáticos y mexicanos o Japón para un Sergio Pitol necesitado de encontrar nuevas fórmulas de pensamiento que le posibilitaran concitar el salto mortal de pensamiento y obra que no podía procurarse en México o, mismamente, China para Salvador Elizondo quien no dudó en estudiar su idioma así como regirse por los designios del I-ching para abrir nuevas vías de escape a su sólida y condensada literatura capaz de abrirse a distintos espacios y tiempos sin necesidad de autodestruirse gracias a esta influencia. Y, por supuesto, Europa. Una Europa que conocerían de primera mano tanto los tres autores citados con anterioridad como Carlos Fuentes, Juan García Ponce o, por citar otro ejemplo de una inmensa lista, Fernando del Paso. Viaje que, entre otras características, se realizaba con el objeto de aprehender las nuevas formas pictóricas, políticas, narrativas o arquitecturales que traía la modernidad consigo así como para comenzar a delimitar cuáles fueron los avances, retrocesos y características que conformaron a las culturas vecinas a los antiguos dioses hispánicos ya totalmente asimilados por México –tanto en su antigua magnificencia como en su, por aquel entonces, mísera decadencia-. En fin, tanto Asia como Europa permitían aprender de unas culturas que se habían forjado y asentado su personalidad en contacto unas con otras sin por ello perder su personalidad ancestral en el caso asiático ni dejar de pensar en la cuestión de la modernidad y cómo filtrar su influjo en las mismas y esto era lo que más necesitaba el México post-revolucionario. Llegado el tiempo de la segunda guerra mundial y sobre pasado el mismo, México no podía actuar de otra manera que centrándose en la reconstrucción de su país y comprendiendo los motivos que pudieron ocasionar el mal occidental que ellos habían heredado y que, de una u otra manera, se iban a filtrar en esta cultura que enfrentada y confrontada a la europea que investigaba sin freno y con la que también intentaba fusionarse, iban a determinar sus características futuras y le iban a permitir consolidar una barrera fronteriza, ética, intelectual y un modelo experiencial para acometer la convivencia con ese temida nueva “otredad” que representaban los Estados Unidos. En verdad, podríamos seguir y seguir pero confío que para quienes lean este artículo hayan quedado más o menos claras y legitimadas las razones del porqué de esa extraña tendencia de la literatura mexicana a europeizarse que, en verdad, tampoco afecta en todo a la misma y que, desde luego, también es consecuencia de la eclosión mágica y majestuosa de un escritor como Juan Rulfo que con su maestría dinamitó y acabó para siempre con la narrativa revolucionaria y encomendó a la literatura mexicana a bucear en las redes de la modernidad si no quería terminar por autodestruirse o morirse de inanición. Desde luego, este tema daría para un ensayo pues en el mismo se sintetizan gran parte de las razones que dotan a la literatura mexicana actual de un “extrañamiento” que la hace peculiar, distinta y muy atractiva más allá de la eclosión de grandes figuras
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de la narrativa aparte de ejercer una diletante fascinación que obliga al estudioso a conjeturar las claves de su poliédrico rostro y en la medida de lo posible intentaré darle forma en el futuro. Pero creo que bastan estas mínimas reflexiones para elucidar un tema sugerente de por sí y centrar las primeras premisas para introducirse en los atributos básicos de esta literatura en el siglo XX. Las miradas que vuelca sin vacilar Sergio Pitol hacia Europa en toda su obra, así como la fuerza expresiva de la estética narrativa de Daniel Sada, el íntimo manierismo experimental sin ningún tipo de complejos de Fernando del Paso, el “omphalos” narrativo que se encuentra tras las espirales compactas de la escritura de Elizondo así como los innumerables recursos y técnicas narrativas utilizadas e intentadas por Carlos Fuentes en toda su obra con mayores o menores logros, creo que hay que comenzar a estudiarlos y entenderlos desde aquí. Pues estas claves han de llevarnos a comprender tanto el rechazo que distintas generaciones posteriores sintieron hacia la de Pitol o Elizondo como a observar que, a pesar de lo que pueda parecer, - véase el caso Jorge Volpi- el “ser” mexicano continúa mirando en esa dirección tal vez con el objeto de poseer un escudo defensivo eficaz que les evite ser devorados definitivamente por esa “otredad” diversa que desde que Cortés (anticipando las futuras batallas contra Francia o Estados Unidos) se arrimara a las costas mexicanas cerca de la actual Veracruz les ha asignado cruelmente derrota tras derrota. A su vez, si se entiende que una gran parte de estos narradores tenían un ascendiente europeo y que, para encontrar su propia voz, era impostergable para ellos realizar un viaje de ida que les arraigara con su antiguo origen perdido se comprenderán mejor los motivos occidentales de una literatura vinculada íntimamente a la europea con el fin de conocerse mejor a sí misma. Bibliografía de referencia. Elizondo, Salvador. Narrativa completa. Editorial Alfaguara, S.A. de C.V. México D.F. 1997. García Ponce, Juan. Crónica de la intervención. Dirección General de Publicaciones del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. México D.F. Primera Edición en Lecturas Mexicanas: 1992. Gutiérrez de Lara, Lázaro. El pueblo mexicano y sus luchas por la libertad. Instituto Nacional de Estudios de la Revolución Mexicana. México. Primera edición facsimilar: 2003. Paso, Fernando del. Noticias del imperio. Editorial Diana. S.A. México D.F. Tercera reimpresión: marzo de 1988. Paz, Octavio. México en la obra de Octavio Paz II. Generaciones y Semblanzas. Escritores y Letras de México. Fondo de Cultura Económica, S.A. México. D.F. 1987. Paz, Octavio. México en la obra de Octavio Paz. III. Los privilegios de la vista. Fondo de Cultura Económica, S.A. Primera edición: 1987. Pitol, Sergio. Juegos Florales. Primera edición en biblioteca Era, S.A. México D.F. 1990. Edición original: Siglo XXI Editores. S.A. México D.F. 75
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Pitol, Sergio. Vals de Mefisto. Ediciones Era, S.A. México, D.F. Primera edición en Biblioteca Era: 1989. Edición original: Editorial Anagrama, S.A. Barcelona, 1984. Reyes, Alfonso. Páginas Escogidas. Selección y prólogo de Ricardo Repilado. Edición de Casa de las Américas. La Habana. 1978. Sada, Daniel. Albedrío. Editorial Leega S.A. México, D.F. Primera edición: marzo de 1989.
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Marta Delgado Larrodé: Diálogos identitarios desde el segundo obturador: Jeff Wall, Keith Cottingham, y Yasumasa Morimura
Parecen retratos de personas de carne y hueso, pero no lo son. Las imágenes del artista Keith Cottingham no son ni siquiera producto de la hibridación de personas particulares, sino modelos absolutamente ficticios, productos íntegros de la racionalidad que él mismo diseña, identidades imaginarias de adolescentes clónicos obtenidas a partir de modelos de arcilla, dibujos anatómicos y varias fotografías de revistas ilustradas de individuos de distintas razas, sexos y edades, que fueron escaneadas para añadirles posteriormente textura de piel, cabellos, ojos y otros elementos del rostro hasta obtener una recreación artificial pero absolutamente realista de un ser humano particular, un collage en definitiva más mental que físico. 3
Cottingham, Keith Fictious Portraits, 1992 (detalle) 4 3
FONTCUBERTA, J. El beso de Judas. Fotografía y verdad. Gustavo Gili, Barcelona 1997, p. 45 y COTTINGHAM, K. “Fictious Protraits”. En Fotografie nach der Fotografie, op. cit. p. 160 Annete Hüsch describe más detalladamente en su artículo “Schrecklich schön. Zum Verhältnis von Körper, Material und Bild in der Post-Photographie” el proceso de creación de los Fictious Portraits. El collage fue concebido en el ordenador a partir de dibujos y fotografías de personas de diferentes edades, sexos y origen que fueron escaneadas, traducidas al código binario para poder ser después manipuladas e hibridades con animaciones digitales en dos y tres dimensiones. Una vez terminado el tratamiento digital, las fotografías se imprimieron en papel fotográfico de tal forma que parecen positivos fotográficos en los que el origen electrónico ya no es detectable a simple vista. El proceso de trabajo tiene por lo tanto estadios analógicos y digitales. En Projekte und Forschungen an der Hochschule für Gestaltung Karlsruhe, Belting, H. y Schulze, U. (Eds.) Hatje Cantz , Stuttgart 2000, p. 35 4 VON AMELUNXEN, H.; IGLHAUT, S.; RÖTZER, F. y CASSEL, A. (Eds.) Fotografie nach der Fotografie, op. cit. p. 160.
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El artista americano declara que a través de sus particulares “portraits” intenta evidenciar la fragmentación y el divorcio entre la imagen y la materia, entre el alma y el cuerpo, en definitiva, entre la imagen y la realidad. 5 La fotografía camina en su opinión hacia una racionalidad creciente, hacia el establecimiento de modelos que como el cuerpo del Visible Human Project ya no tienen ningún referente real pero se presentan como la realidad misma precisamente para domesticarla. Es por lo tanto plausible afirmar que bajo la obra de Cottingham late una sutil pero ácida crítica a dos de los mitos básicos de la modernidad: la creencia en la objetividad científica de la representación, por un lado, y en la autenticidad creadora del sujeto, por otro 6. La denuncia de la pervivencia de estos mitos en una época que algunos denominan la nueva era digital, la era que pareciera haber superado las contradicciones modernas, es evidente. Incluso hoy un ser creado a partir de retazos digitalizados puede presentarse como el modelo de ciudadano americano, del mismo modo que la medicina presenta un cuerpo fragmentado y escaneado como el modelo de cuerpo universal. Las afirmaciones de la ciencia decimonónicas apoyadas por imágenes supuestamente objetivas que afirman la existencia de ciertos patrones físicos en determinadas etnias o grupos, sufren una transposición al plano psíquico. De determinados rasgos externos se deducen propiedades internas, psíquicas. A partir de la combinación de esos datos supuestamente“verdaderos” se construyen las identidades de dichos grupos avaladas por las imágenes fotográficas. Así, siguiendo el modelo de los retratos decimonónicos, Cottingham ha creado un individuo que pretende reflejar el ciudadano ideal, no sólo en un sentido físico sino también moral. Las referencias desde la hibridación y el modelado electrónico en el mundo del arte a los avances producidos en determinados campos de la ciencia, sobre todo en el marco del Proyecto Genoma Humano y la clonación, son también evidentes. Cuando muchos proclaman erradamente el desciframiento objetivo y verdadero del código humano, el descubrimiento de sus secretos y con ello su infinita moldeabilidad y reproductibilidad, numerosos artistas como Keith Cottingham, Nancy Burson, Gerhard Lang, Vibeke Tandberg, Bettina Hoffman, etc. llaman la atención con su obra sobre el mismo error que ya se cometió en el siglo XIX: los modelos de ADN son simulaciones mediadas que permiten comprender sólo ciertas facetas del ser humano y únicamente desde un punto de vista. La hélice de ADN no existe como tal, es una visualización racional de un modelo textual que explica con éxito determinados comportamientos del cuerpo humano en un contexto concreto y ha sido por ello adoptada como la más adecuada pero no la única y verdadera. 7 Del mismo modo sucede con el cuerpo del Visible Human Project; no se trata de “El cuerpo”, aunque se presente como tal, sino de una simulación animada a partir de las imágenes de un cuerpo concreto que posee unas determinadas aplicaciones científicas en el área de la medicina. El peligro radica en la pretensión de que un modelo racional pueda descifrar o incluso imponer cualidades morales asociadas a determinadas tipologías fisonómicas, de tal manera que sea posible una representación racional no del individuo, sino del individuo como modelo, como espejo en el que toda 5
FONTCUBERTA, J. El beso de Judas. Fotografía y verdad, Gustavo Gili, Barcelona 1997, p.49 COTTINGHAM, K. „Fictious Portraits“ En Fotografie nach der Fotografie, op.cit. p. 160. 7 Para obtener más información acerca de la problemática en torno a la estructuración de la información en la biología molecular y las relaciones de poder implicadas en la misma, véase Kay, Lily E., “Wer schreibt das Buch des Lebens? Information und Transformation der Molekularbiologie”. En Ansichten der Wissenschaftsgesichte, Hagner, M. (Ed.) Fischer, Frankfurt am Main 2001 6
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una sociedad debe mirarse. Los Fictious Portraits de Cottingham son de hecho arquetipos de múltiple personalidad que personifican y parodian al mismo tiempo el ideal de perfección de la buena sociedad de EEUU; sus cuerpos y sus poses denotan el aura de éxito que todo estadounidense sueña con tener. 8 A diferencia de las composiciones de Burson y Lang, las imágenes de Cottingham no reproducen el estilo compositivo de Galton, sino que toman como modelo los retratos del Renacimiento denominados paragone, que pretendían ofrecer varias perspectivas del sujeto retratado de tal forma que la imagen representara al individuo de la forma más objetiva posible, ofreciendo todas sus caras. 9 La estructuración de la imagen dirige la atención del espectador al convencionalismo de las reglas que rigen no sólo la fotografía sino la creación de imágenes en general. La fotografía, como lo hiciera la pintura, inventa reglas y esquemas para la formación de signos visuales en un marco espacio-temporal de tal forma que la realidad y la identidad humanas son el resultado de prácticas representativas que se perfilan en el cuerpo y no de rasgos innatos reproducidos por el pincel o captados por la cámara. Así, la elección de esta composición eleva si cabe la ironía del artista, que pretende obviar cómo se han construido y se construyen aquellos referentes fotográficos destinados a dictar la definición ideal de la identidad individual en un determinado contexto social, en este caso el estadounidense. 10 El sí mismo no es innato sino expresión de flujos dinámicos que se intercambian y se han intercambiado entre la sociedad y el interior de uno mismo. La imagen, el referente fotográfico en cuanto producción social es uno de los grandes portadores de información que afecta al sujeto y que habla de cómo éste se define individual y socialmente. La diferencia estriba en que esos flujos se han ido multiplicando exponencialmente de tal forma que en la actualidad la complejidad de estos procesos va en aumento, espoleada por la introducción de la manipulación digital, sutil y transparente, y por lo mismo extremadamente eficaz. La pretensión de Cottingham es, en definitiva, estimular el sentido crítico y la mirada reflexiva hacia las experiencias cotidianas como la definición de la propia identidad y hacia la facultad de percepción del ser humano, íntimamente ligada a la primera puesto que el individuo se define en gran parte a partir de las imágenes que recibe de su entorno. Se trata de descubrir las convenciones sociales que están detrás de las apariencias y que definen realidad e identidad para que puedan ser criticadas, un “descubrimiento”, una desmitificación que se lleva a cabo desde dentro, desde el medio mismo que por un lado sirve al sistema y por otro se subleva contra él haciendo uso y abuso de los mismos mitos para criticar uno de los principales descubrimientos de la modernidad: el sujeto, el concepto moderno de personalidad. 11 De esta forma, el espectador contempla una imagen, un espacio virtual que se le antoja absolutamente real por su completud, por esa integración de lo real y lo imaginario en la unidad de la que es capaz el medio digital provocando la ilusión de autenticidad. El momento de la decepción, en el que se es consciente de que se trata de una ficción, es el más importante del proceso fotográfico porque en él se hace patente el constructivismo de la realidad y de la identidad. En ese instante el observador se ve obligado a reflexionar sobre los procesos de percepción y de representación, y a inventar nuevas 8
FONTCUBERTA, J. op. cit. p. 45. HÜSCH, A. “Schrecklich schön. Zum Verhältnis von Körper, Material und Bild in der PostPhotographie”. En Projekte und Forschungen an der Hochschule für Gestaltung Karlsruhe, Belting, H. y Schulze, U. (Eds.) Hatje Cantz , Stuttgart 2000, p. 34. 10 COTTINGHAM, K. „Fictious Portraits“ En Fotografie nach der Fotografie, op. cit. p. 162. 11 Ibid. p. 164. 9
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posibilidades interpretativas desde la ficción. 12 De esta manera y paradójicamente las ficciones de Cottigham engañan menos que las supuestas fotografías documentales. Su falta de pretensión de verdad es precisamente la que descubre la ficción en todos los procesos imaginativos, y quizá sea esta la verdad más real de todas. Si descubrir que los retratos de Cottingham son absolutamente ficticios incita al espectador a reflexionar sobre los procesos de construcción de la identidad, lo mismo sucede al contemplar detenidamente las imágenes de la serie Affaires infinie (1997) de Bettina Hoffmann. En un principio dos o varias mujeres aparecen protagonizando imágenes cotidianas, tales como conversaciones en la cocina, en la cama, rodeadas por una atmósfera en cierto modo tensa; la sorpresa llega cuando el espectador descubre que todas las mujeres son la misma mujer: la propia artista. Las técnicas de la fotografía digital le permiten apropiarse de su cuerpo y utilizarlo para representar diferentes roles, actitudes, gestos socialmente estereotipados que son también un guiño a los avances de las nuevas tecnologías como la clonación. 13 También el montaje y la apropiación son dos de las estrategias fotográficas fundamentales que el fotógrafo canadiense Jeff Wall utiliza para reflexionar acerca de la relación entre la fisonomía del sujeto retratado y su identidad, en una clara alusión al debate filosófico en torno a las relaciones entre mente y cuerpo, individuo y sociedad, que atraviesa la modernidad para llegar hasta la actualidad. Las personas de sus retratos no son composiciones “inductivas” que combinan diferentes rasgos de personas diversas, ni puramente ficticias como es el caso de los paragone digitales de Cottingham. Se trata en esta ocasión de fotografías de individuos manipuladas digitalmente en un proceso de posproducción que aliena a sus protagonistas de su propio cuerpo y los convierte en actores de una obra de teatro en la que a través de su mímica y su gestualidad representan un papel ajeno. A Wall no le interesa tematizar características específicas de determinados individuos, formas particulares de su fisonomía tal como se practicara en los siglos XVI y XVII, sino que en una aproximación a las estrategias de Cottigham, su obra se centra en el significado del gesto y el “hábito” (habitus) en distintas esferas del espacio público como resultado de la interacción del individuo y la sociedad. 14 El cuerpo y el rostro individuales no se definen únicamente en virtud de rasgos fisiológicos particulares como el color de los ojos o el tamaño de la boca, sino que poseen otra clase de marcas que el individuo porta consciente e inconscientemente tales como la expresión, la gestualidad, la mímica, la pose, la mirada, el lenguaje corporal, el estilo personal, etc. Este tipo de rasgos individuales externos trascienden la fisiología para erigirse como la expresión de la unión entre el cuerpo y la mente en un determinado contexto social. Se trata de convenciones que se construyen en y por la esfera pública, una clase de lenguaje del que el individuo se sirve en una determinada cultura, en la que adquiere su significado para revelar pinceladas de la identidad y la actitud espiritual de la persona que los expresa. La interpretación de la apariencia exterior como expresión del ser interior, a pesar de quedar despojada de sus connotaciones racistas y moralizantes del siglo XIX, continúa vigente, obligando de algún modo al individuo que vive en una determinada 12
HÜSCH, A. op. cit. p. 41. En www.medienkunstnetz.de, 12/03/2005. 14 Es probable que Wall tome este concepto de Bourdieu (En La distinción, Taurus, Madrid 1998), para el que denota la internalización de criterios, costumbres y formas de comportamiento cotidianas a partir de las condiciones socioeconómicas y de sus funciones sociales. HEIDT, E.U. “Cuerpo y cultura: la construcción social del cuerpo humano”. En Pérez, D. La certeza vulnerable. Cuerpo y fotografía en el siglo XXI, Gustavo Gili, Barcelona 2004, p. 51. 13
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sociedad a un estado permanente de autocontrol y autorrepresentación que son en su origen control y representación externos, variables en función de la cultura y el momento histórico. De nuevo un artista contemporáneo alude sirviéndose de la manipulación digital a los estudios de la expresión fisionómica de los siglos XVIII y sobre todo XIX para el conocimiento de la psicología de determinados individuos y grupos sociales. Su intención es evidenciar estos rasgos como puras convenciones que pueden ser interpretadas de diferentes maneras en virtud de las coordenadas espaciotemporales desde las que se observen. La sociedad en la que se enmarquen es fundamental para que un gesto, un atuendo, una mirada, evoque mensajes diferentes y no existe más metodología ni más objetividad que la pura subjetividad de la convención social. Esta misma convención implica al mismo tiempo en ocasiones una contradicción en la misma persona entre la identidad propia y la identidad simulada, una lucha del sí mismo contra las imposiciones externas que en virtud de su teatralidad evocan los retratos de Wall, individuos que pueden ser ellos mismos externamente y al mismo tiempo ajenos en su gestualidad y en su “hábito”
Wall, Jeff. Young Workers I, 1979 (de la serie Young Workers 1978- 1983) Los retratos de los trabajadores de Wall tienen todos la misma pose, la misma actitud: la cabeza elevada y de medio perfil. Sus ojos, en los que se reflejan puntos de luz, miran hacia arriba en un gesto estereotipado. A pesar de que las distintas personas se distinguen físicamente de manera radical, tienen distinto color de piel, de pelo, y probablemente orígenes y culturas diferentes, todos portan la misma mirada, el mismo hábito (habitus), una especie de corsé de su propia identidad, una máscara, una pose, bajo la que se esconde el sí mismo. Todos ellos miran una imagen ideal, una meta imaginaria impuesta a la vez que inalcanzable sobre un fondo azul claro celestial que refuerza la impresión de un horizonte mágico, hipnótico, celestial...¿una imagen publicitaria quizá?
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El espacio azul cielo de Young Workers se oscurece en Movie Audience, una serie de retratos de personajes que miran un pantalla con los hombros tensionados, un objeto concreto que capta su atención y los envuelve en un proceso en que lo dominante no es el individuo sino el suceso externo que le sobrecoge, la imagen que se desde la pantalla se impone al observador pasivo. Con estas series de retratos Wall busca, al igual que Cottigham y Hoffmann, la confrontación del espectador con el contexto, su reflexión acerca del papel del entorno en la construcción de su propia identidad, colocándolo en la misma situación que los personajes de la fotografía que contempla. El espectador está observando una imagen que podría ser una pantalla o un objeto fascinante del mismo modo que los jóvenes trabajadores o la audiencia en el cine. Esta identificación diluye por momentos las fronteras entre él mismo y la fotografía, sensación que viene reforzada por las cajas de luz, soporte que Wall utiliza en la mayoría de sus obras desde hace más de dos décadas. 15 La luz que proviene del interior de la caja, de la parte anterior de la imagen, le permite diferenciar el espacio de la obra del entorno en el que se exhibe como dos espacios independientes, interior y exterior, privacidad-publicidad, en relación dialéctica sin embargo con el proceso de definición del individuo que representan. La diapositiva, como su mismo personaje, es a su vez un espacio observado y una ventana desde la que contemplar. Los procedimientos de apropiación y la cuestión de la identidad y el yo son también temas centrales de la obra del fotógrafo japonés Yasumasa Morimura. El artista utiliza desde principios de los años 90 herramientas digitales para crear imágenes que por su complejidad escénica provocan que el propio Morimura se denomine a sí mismo artista y no fotógrafo, a pesar de que el resultado final de sus obras sea similar a una fotografía. Si bien el enfoque de Jeff Wall con relación a la identidad es más universalista, Morimura plantea cuestiones más concretas en torno a las estrategias de representación de la identidad de la diferencia, de la hibridación poscolonial, y de las dicotomías a ella asociadas: oeste-este, hombre-mujer, fotografíapintura, original-copia, 16 que en ese sentido recuerdan las obras de Burson y Lang, aunque los procedimientos técnicos y escenográficos sean muy diferentes. Las estrategias del artista japonés que se refieren específicamente a la hegemonía de la cultura occidental sobre la oriental, más concretamente en el arte, la estética y la ciencia, no inician una nueva corriente sino que se enmarcan en una serie de movimientos culturales que reivindican los derechos de las minorías sociales excluidas. Tal es el caso de la comunidad negra en el mundo anglosajón que ya en los años 80 denuncia el dominio de la mirada blanca y occidental sobre la ciencia, el arte y el espacio público, una mirada que ha definido tradicionalmente la belleza y la fealdad, la normalidad y la anormalidad mediante el control sobre todo de los medios de representación y producción de significado y su institucionalización. Ha establecido cuál es la identidad nacional y ha excluido de la misma minorías como la comunidad negra, exclusión que es también un modo de definición, un modo de identificación en 15
Wall monta sus diapositivas de gran formato sobre cajas de aluminio iluminadas con fluorescentes desde el interior de tal forma que cuando no están encendidos la imagen permanece oscura. El artista utiliza esta técnica desde 1978, inspirado por un anuncio publicitario que vio en una parada durante un viaje en autobús de Londres a Barcelona. En ese momento supo que se trataba de la técnica fotográfica perfecta que le permitiría sintetizar estrategias fotográficas, cinéticas, pictóricas y publicitarias, que son a la vez todas y ninguna. 16 En la revista Kunstforum, número 168, Enero- Febrero 2004.
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la marginación. Las críticas que se inician en esta época son conscientes del papel definitivo que la fotografía tiene, al igual que en el siglo XIX, en estos procesos de inclusión – exclusión y los artistas negros que toman la cámara y se apropian de los medios de representación tratan de romper con el “documentalismo” de estos regímenes, con esa supuesta verdad objetiva que se les imponía desde un determinado género privilegiado y naturalizaba una ideología. 17 Su intención no será una reafirmación maniquea de la identidad negra frente a la blanca, sino un desandar para retomar perspectivas propias olvidadas, nuevos enfoques y puntos de vista en un proceso de búsqueda y recuperación de una identidad tradicionalmente excluida en pro de la imposición ajena. La cámara se convierte de esta manera para la comunidad negra en un instrumento político, en una forma de resistir su “no- representación” como “el otro negro” por parte de la mirada blanca, y a su vez como un medio de producir imágenes alternativas que trascendieran la mirada colonizadora. 18 El laboratorio digital le ofrece del mismo modo a Morimura la posibilidad de construir imágenes alternativas con una gran capacidad de deconstrucción de la mirada occidental colonizadora, concretamente de la mirada masculina, que ha venido dominando y escribiendo su propia historia del arte particular con pretensiones de universalidad y en ese sentido excluyente en este caso de la identidad oriental. Sus apropiaciones y manipulaciones digitales le permiten jugar más allá de las fronteras étnicas y culturales con las nociones del yo y la identidad y explorar las fronteras del cambio de género. De esta manera el artista japonés, que vive y trabaja en Osaka, se apropia en sus series “Art History” de obras emblemáticas del arte occidental como la Mona Lisa, la Maja Desnuda o las Meninas para adaptarlas posteriormente a su propia visión, transformándolas con una gran precisión técnica al servicio de sus críticas. La intromisión la lleva a cabo insertando su propio rostro en copias fotográficas de las obras de arte mediante técnicas digitales o bien escenificando una puesta en escena ficticia de las mismas. Para ello utiliza todo tipo de recursos técnicos, desde maquillaje, vestuario y decorados cuidadosamente preparados hasta las manipulaciones digitales con las que elimina el rastro del collage fotográfico que conforma la obra final. De esta forma crea su propia historia del arte, convirtiéndose además en un irónico protagonista. La utilización del propio cuerpo manipulado en la obra de arte es un recurso que utilizan numerosos artistas en fotografía digital, como Vibeke Tandberg, que en su serie de 1998 Faces # 1-12 incorpora a su propia imagen rasgos de amigos y parientes para cuestionar la verdad de la imagen fotográfica, en concreto el autorretrato, en una serie de identidades múltiples. 19 Morimura va todavía más lejos y mediante esa intervención digital sobre los modelos, iconos fundamentales del arte occidental adquieren rasgos asiáticos en lo que se ha considerado un personal "ajuste de cuentas" con el occidente colonizador. El solo cambio de perspectiva revela aspectos que por familiares han sido obviados, asumidos en la cultura popular y que es necesario mostrar para poder someterlos a un proceso de revisión. En cada imagen se palpa en este sentido la tensión entre mirar y ser mirado, entre impulsos de asimilación y
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BAILEY, D.A. y HALL, S. “The vertigo of displacement”. En The photography reader, Wells, L. (Ed.) Londres y Nueva York 2003, p. 381. 18 HOOKS, B. “Photography and the black life”. En The photography reader, Wells, L. (Ed.) Londres y Nueva York 2003, pp. 389 y 390. 19 www.medienkunstnetz.de, 14/03/2005.
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apropiación, sumisión y subversión de la maquinaria cultural occidental, particularmente estadounidense. En opinión de Pilar Gonzalo, comisaria de la exposición “Historia del Arte”, muestra de la Fundación Telefónica en el marco de PhotoEspaña 2000, 20 el hecho de que Morimura no rechace sino que recree desde una óptica diferente las obras de arte occidentales supone no sólo una crítica sino también un homenaje por su parte a las mismas. Además de interpretar su obra como un proceso crítico y subversivo, se podría entender del mismo modo que Morimura está tratando de construir la trama de su propia vida, indagando para conocerse a sí mismo en aquellas imágenes que excluyeron a su cultura para volver a recorrer la senda de la historia del arte occidental. Es la distancia entre el original y el remake la que le permite jugar, introducir un movimiento cinético, traer el pasado al presente precisamente porque existe un lapso espacio temporal que lo posibilita. Su obra alude del mismo modo con humor e ironía a aspectos importantes en el discurso artístico contemporáneo, como el desplome de las barreras culturales y el libre intercambio de influencias, que han hecho posible además la parodia de la "alta cultura" y la forma en la que se contempla el arte consagrado por la historia. Este juego o estas referencias a la tradición no son por otra parte una novedad de Morimura. Duchamp ya le pintó bigote a la Mona Lisa y recientemente el fotógrafo americano Andrés Serrano ha utilizado Photoshop para sus particulares Rembrandts que se han teñido esta vez de negro, con la intención una vez más de presentar un mundo que considera dicotómico, problaco de fetiches de belleza y horror, de vida y de muerte. Rembrandt ha sido del mismo modo objeto de modificación racial en manos de Morimura. Los rostros del doctor y los asistentes a la sesión de anatomía en el cuadro original Lección de anatomía del Doctor Nicolaes Tulp adquieren los rasgos orientales del propio Morimura en su particular versión de 1989 Portrait (Nine Faces). Con este gesto pretende criticar la hegemonía de la ciencia occidental y las pretensiones de objetividad de la misma en la modernidad. No en vano las sesiones de anatomía son un ejemplo paradigmático del espíritu de la época y Morimura se refiere a ellas en más de una ocasión. En definitiva, cada vez son más los artistas que se sirven del segundo obturador (tal y como definió Wall al ordenador) para establecer un diálogo con la historia que les permita descubrir, deconstruir y volver a conformar de manera plenamente consciente su propia identidad tanto individual como social.
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http://www.fundacion.telefonica.com/at/morimura.html, 20/05/2004
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María Isabel González Arenas: Las lágrimas de Garcilaso. Análisis del Soneto XXV Universidad de Murcia
¡Oh hado ejecutivo en mis dolores, cómo sentí tus leyes rigurosas! Cortaste el árbol con manos dañosas, y esparciste por tierra fruta y flores. En poco espacio yacen los amores, y toda la esperanza de mis cosas tornados en cenizas desdeñosas, y sordas a mis quejas y clamores. Las lágrimas que en esta sepultura se vierten hoy en día y se vertieron, recibe, aunque sin fruto allá te sean, hasta que aquella eterna noche oscura me cierre aquestos ojos que te vieron, dejándome con otros que te vean. Garcilaso de la Vega
El amor en Garcilaso es siempre un “dolorido sentir”, un largo y “dulce lamentar” en el que el poeta derrama abundantes lágrimas y se queja del dolor que le produce la ausencia o el desdén y rechazo de la dama. El corazón del poeta sufre la ausencia de la amada, y este soneto desarrolla buena parte de los tópicos del amor cortés: amante educado en la renuncia, en la inaccesibilidad de la amada y la imposibilidad de la posesión; en definitiva, el conflicto de tener amor y no tener el objeto del amor. Para el análisis del texto, en primer lugar vamos a definir la macroestructura textual y, por tanto, vamos a determinar cuáles son los elementos de la inuentio y de la dispositio, los topoi y cómo éstos están organizados y ordenados en el poema. Vamos a mostrar, por consiguiente, el soneto en su conjunto y en movimiento. Desde el punto de vista de la inuentio, el poema comienza con una invocación al Hado, que en la mitología griega era un dios supremo que rige tanto la vida de los Dioses como de los hombres: es el topos del destino como orden inevitable de las cosas, como fuerza desconocida que obra irremisiblemente y ante la que solo cabe aceptar el dolor como una fatalidad ineludible. El tópico de la muerte de la amada y el amor como dolor inmenso que produce la pérdida, junto con el tópico del amor más allá de la muerte y la vida eterna, son los motivos centrales del poema. Además, se 85
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observa el topos de las lágrimas unido a la herida de amor: el poeta se consume en su llanto, ahora por la muerte de la amada, pero antes también por la imposibilidad de su amor. Vemos también presente el arquetipo de la dama del Siglo de Oro junto a la metáfora ígnea en “cenizas desdeñosas”. Sus amores tornados en cenizas, el amor como una llama que se apaga doblemente: por la muerte de la amada, y por su desdén y desprecio, que según el Diccionario de Autoridades “son rasgos que regularmente se encuentra en las damas como constitutivo de la hermosura o prenda de la damería.” Debemos destacar los múltiples binomios, elementos duales que aparecen a lo largo del poema, que sin ser sinónimos sí tienen semas comunes, y el significado de algunos está incluido en el de otros como: amores y esperanza, fruta y flores, desdeñosas y sordas y quejas y clamores, binomios que, por medio del abundante polisíndeton, el poeta dota de cohesión convirtiéndose en una unidad inseparable. Un elemento importante es la presencia de la naturaleza que aparece humanizada en correspondencia con los sentimientos del poeta; es una naturaleza simbólica que representa sus anhelos. Así, el árbol, la fruta y las flores pueden interpretarse como sus deseos, amores y esperanzas. Pero el árbol es también el cuerpo de la dama sobre el que el leñador (el hado) ha dado su hachazo. La dualidad presente, sobre todo en los dos tercetos, entre vida terrena/vida espiritual aparece asociada a una nueva percepción con la que el poeta pueda ver el espíritu. Aquí observamos la esperanza, un futuro latente en el mundo de la muerte, visión, a mi entender, alejada del topoi del Carpe Diem, el collige virgo rosas. En palabras de Walt Whitman: Coged las rosas mientras podáis; veloz el tiempo vuela, la misma flor que hoy admiráis mañana estará muerta. Sin embargo, aquí no hay prisa, no importa la vejez ni la muerte porque hay otra vida: la muerte no es el fin. Otras dicotomías presentes en el texto son: presencia/ausencia vinculada a la lejanía y a la separación de la amada; presente/pasado vinculado con el futuro; materia/espíritu unido a la nueva percepción y la incomunicabilidad entre los dos mundos. En cuanto a la estructuración de los tópicos, la dispositio, resulta evidente su trabazón. Garcilaso quiere expresar el profundo dolor que le produce la pérdida, y lo consigue con elementos diseminados por todo el poema que incorporan semas que inciden en la intensidad de ese sentimiento, y que se correlacionan unos con otros a través del cuidado en la disposición sintáctica, rítmica y semántica, como luego veremos. De hecho, sus recurrencias gramaticales y sus abundantes figuras retóricas no hacen sino remarcar y llamar la atención sobre ese análisis de emociones, sentimientos y esperanzas que vemos en el poema. El texto ejercita un doble movimiento: en los cuartetos el poeta invoca, impreca al destino y expone su dolor reforzándolo continuamente con el posesivo “mis”; en los tercetos el poeta le habla a la amada brindándole su dolor, en una escena que parece
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casi representada, como si estuviera a los pies de su sepultura. En este movimiento es fundamental el uso de los tres tiempos verbales: - primer cuarteto: Pasado - segundo cuarteto: Presente - último cuerpo estrófico: Proyección hacia el futuro. El destino como juez que ejecuta con sus leyes lo que está determinado es el desencadenante del sufrimiento del poeta. Es la fatalidad ineludible que impone sus preceptos con crueldad a su corazón. El dolor es motivo central que está presente no sólo en la palabra “dolores”, sino que aparece reforzada semánticamente por múltiples elementos a lo largo del soneto como, por ejemplo, “sentir”: el poeta padece esa angustia que le causa ese castigo excesivo del destino; y en “dañosas”, manos que lo maltratan y condenan a la pena, manos que cortan el árbol de su amor y de sus esperanzas tirándolos por tierra, donde yacen convertidos en cenizas: y aquí vemos la metáfora ígnea, pero una llama de amor que la muerte y el desdén han apagado y que ahora son “cenizas desdeñosas y sordas”, insensibles a sus “quejas y clamores”. También cenizas como las huellas de la amante difunta que duermen en su sepultura, ante la cual el poeta, ahora, vierte “ríos de lágrimas” que, como las cenizas, son sordas y así lo expresa el poeta en el verso: “recibe, aunque sin fruto allá te sean (…)”. Lágrimas que nos remiten a la herida de amor porque “se vierten”, ahora en la muerte, y “se vertieron” en el pasado por el desdén y el rechazo de la amada. Y así el poeta seguirá consumiéndose en su dolor, esperando que la muerte le lleve con ella al más allá donde podrá verla de nuevo, donde quizás nazca de nuevo la esperanza. Este llanto del poeta como ríos se puede relacionar con los versos de Jorge Manrique: Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar, qu'es el morir. En el proceso de análisis de las microestructuras, vamos a ver cómo se configura cada uno de los motivos que desarrollan el poema. El soneto comienza con el topos del destino que ejecuta sus leyes en el dolor del poeta. Se nos presenta un hado “ejecutivo” que no permite espera, al que califica de “riguroso”, con reglas demasiado crueles y excesivas en este castigo. Pero como quiera que las leyes ya son en sí normas constantes e invariables, no queda más que aceptar la fatalidad del suceso. El dolor del poeta ante lo irremisible está expresado aquí en las palabras “dolores”, “sentir”, y al dotar al hado de “manos dañosas” está reforzando la idea del hado como juez que condena y le causa dolor. Además, el destino “corta”, que semánticamente es dividir o separar algo con algún instrumento afilado, y así transforma las “manos” en un instrumento de poder que saja como un hacha, impide el curso de las cosas y detiene el árbol en su crecimiento, por lo que quedan esparcidos por tierra sus frutos y flores. El árbol es su amor (como el árbol del amor que da hojas encarnadas, lo que nos remite a la pasión, a lo encendido, al color rojo) y los frutos y flores son sus esperanzas que el hado corta y que, como un árbol cuando lo podan, destila lágrimas, lo que entra en relación con el llanto del poeta ante la sepultura. Pero este amor yace por tierra como la amada, porque “dar tierra” es enterrar a una persona muerta, por lo que árbol sería el cuerpo de la amada sepultado y sus frutos y flores aludirían a la belleza virginal de la dama, al arquetipo del ideal
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femenino: la amada vista como árbol en flor. Flor se vincula a esperanza, promesa de fruto. No solamente físico sino también como esperanza. Los cuartetos están fuertemente imbricados tanto semántica como sintácticamente. El sema [dolor] está presente en todos los vocablos y vuelve a aparecer en las “quejas y clamores” del poeta ante el vuelco de sus esperanzas. Hay una gran cohesión en todo el soneto reforzada por el polisíndeton y los múltiples políptoton; cohesión que se ve acentuada con la misma disposición sintáctica en los dos cuartetos y en los dos tercetos, lo que marca también ese doble movimiento del que hablábamos. Así, las ideas recurrentes del poema se ordenan en los cuartetos en una perfecta correspondencia entre las categorías gramaticales: Primer cuarteto
Segundo cuarteto
Categoría morfológica
Dolores
Amores
Sustantivo
Leyes rigurosas
Esperanza de mis cosas
Sustantivo+Adjetivo (=CN)
Con manos dañosas
En cenizas desdeñosas
Prep.+Sust.+Adj.
Frutas y flores
Quejas y clamores
Sustantivo + Sustantivo
Y así las “frutas y las flores” se convierten en “quejas y clamores” por las “leyes rigurosas” del destino, los “amores” son los “dolores” del poeta (donde volvemos a ver la herida de amor) que el hado “con manos dañosas” ha transformado en cenizas desdeñosas. Por lo que llegamos a la conclusión de que la correspondencia no es meramente sintáctica sino también semántica. La estructuración sintáctica de los tercetos también marca esas ideas recurrentes, pero en ellos no por categorías gramaticales, sino por el uso del mismo tiempo y modo verbal a lo que luego aludiremos: Primer terceto
Segundo terceto
Categoría verbal
Vertieron
Vieron
Pretérito imperfecto de indicativo (pasado)
Sean
Vean
Presente de subjuntivo (proyección de futuro)
Toda esta correlación de elementos se ve acentuada por la utilización de binomios equivalentes semánticamente unidos por el polisíndeton: “fruta y flores” son los amores y la esperanza que se han tornado en cenizas desdeñosas y sordas, las cuales acentúan el dolor del poeta, y de ahí sus quejas y clamores. Los amores del poeta, que son sus deseos y anhelos, yacen “en poco espacio”, sintagma que ya está anunciando la sepultura del primer terceto: “en esta sepultura”, y también remite al sintagma “en mis dolores”. Estos tres elementos tienen la misma construcción sintáctica y la misma función: complementos circunstanciales de lugar. El poeta marca los espacios configurando un elemento impresionante de dramatismo:
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en tan poco espacio está encerrada toda su esperanza, todo el mundo soñado, imaginado. En un continente tan pequeño yace tanto contenido… Las cenizas como polvo que queda de la llama de amor, y como el cadáver sepultado de la difunta son “sordas y desdeñosas”. Por un lado, remite a la idea del silencio y la soledad que experimenta el poeta porque la amada ha muerto y no puede hablarle; por otro, a la insensibilidad de la amada ante sus súplicas de dolor, y por eso son desdeñosas ante sus “quejas y clamores”, donde seguimos viendo semánticamente la idea de dolor, aunque también clamor es el toque triste de campanas por los difuntos, a las que ahora se asemeja la voz del poeta, lastimosa y afligida. Pero sordas también son las lágrimas porque el poeta no sabe si serán recibidas en el más allá. Y vemos aquí el topos de las lágrimas unido a la herida de amor expresado sintácticamente en el cambio de los tiempos verbales. El poeta llora ahora, pero también lo hizo en el pasado. La contraposición entre el pasado y el presente, donde el presente representa la dolorosa pérdida y el pasado el dolor que le causaba ese amor, se proyecta hacia un futuro incierto y por eso aparece el verbo en modo subjuntivo. Hemos de destacar el braquistiquio que se produce en el último verso del primer terceto donde “recibe” aparece entre dos pausas, lo que supone el interés del poeta por poner de relieve el brindis que le hace a la amada de su dolor, ofreciéndole sus lágrimas, lo que aparece remarcado con el paréntesis que supone la frase “aunque sin fruto allá te sean”, ya que aparece intercalada formando un hipérbaton del pensamiento. Esta frase comienza a matizar la idea que cierra el soneto y configura otro topos: la vida más allá de la muerte, y marca la incomunicabilidad entre la vida terrena y la espiritual. En el primer terceto observamos que la primera persona cambia a la tercera un momento, como si el poeta mediante este alejamiento al usar el reflexivo “se” viera retrospectivamente su pasado, como si lo sopesara y reflexionara sobre él, pero vuelve inmediatamente al momento presente en que le habla a la difunta, y por eso vuelve al pronombre “te” dirigiéndose directamente a ella.. Este alejamiento y acercamiento progresivo sigue marcando la dualidad entre ausencia/presencia y la lejanía de la amada situada en un mundo que él no puede alcanzar. Las lágrimas se relacionan semánticamente con verter, recibir y ojos porque todas tienen en común el sema [líquido]: verter es derramar un líquido y recibir también puede entenderse como recibir el mar el agua de los ríos, lo que nos envía al topos de las lágrimas. Además, esas lágrimas que recibe la difunta (como mar, por supuesto, entra en relación con el mar sordo de Góngora) son derramadas por los ojos del poeta, lo que se correlaciona con esa nueva percepción que le dará la muerte, con esos otros ojos con los que en el otro mundo podrá ver de nuevo a la amada, donde renacerá la esperanza… Y por si había duda de que las lágrimas del poeta realmente son un río que no cesa, la conjunción “hasta” lo cerciora: el poeta seguirá lamentándose, remozándose en su dolor y en sus lágrimas, hasta que la muerte le permita reunirse con su amada. Esta lejanía de la que hablábamos está presente tanto en el adverbio de lugar “allá”, que denota un remoto y distante lugar, que en este caso es el mundo de ultratumba, como en los demostrativos “aquella” y “aquestos”. “Aquella” hace referencia a la muerte en correlación con la ausencia y la no-luz, la noche, y “aquestos” está en relación con lo presente, en este caso sus ojos. La relación entre aquella y aquestos, como la dualidad entre presencia y ausencia, así como la de ojos y 89
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otros, no sólo está marcada semánticamente, sino también rítmicamente ya que tienen la misma posición rítmica; los primeros están acentuados en cuarta sílaba, y los segundos en sexta sílaba, relación que también es reforzada por la rima interna en asonante de ojos/otros. Ojos que la vieron en el pasado y que el poeta desea que la “eterna noche oscura”, la muerte, los “cierre”, “dejándolo con otros que la vean”, es decir, soltando el cuerpo material que le separa de ella y dotándole de unos nuevos, “otros”, ojos espirituales distintos de los que tiene con los que pueda verla, porque entonces los dos estarán en el mismo plano, lo que representa la dualidad materia/espíritu. Vemos aquí la referencia a dormir y a cerrar los ojos como la muerte: dormir el eterno sueño, “cerrar” como fenecer, “noche” como muerte, “otros” como la otra vida que se espera después de ésta. Todo lo dicho confluye en esa idea del futuro que el poeta vislumbra en la muerte. Por otro lado, ese concepto de una nueva percepción que permita ver el espíritu venía ya motivada fónicamente en el fonema /b/: vierten, vertieron, vieron, vean; todos sugieren la idea de ver, de percibir con el sentido de la vista, pero otra percepción distinta, lo que se conecta con la dualidad antes presentada entre vida terrena/vida espiritual. Y gramaticalmente también aparece acentuada con el uso del políptoton una recurrencia que incide sobre la misma idea. Además, la idea de muerte ya está anunciada desde el principio en los vocablos cortar, ejecutar, riguroso y dañoso, verbos y adjetivos que se pueden aplicar a ésta. También la palabra tierra junto con yacer, cenizas y sepultura nos conduce a la muerte, así como la descripción que de ella hace el poeta: “eterna noche oscura”, donde noche y oscura redundan en el sema [oscuridad], con lo que remarca todavía más ese carácter de la muerte. Pero en esta muerte hay una esperanza, y también deseo, que aparece expresado con el tiempo de las formas verbales presente/pasado frente a un futuro expresado en subjuntivo, porque en realidad el poeta no sabe si van a cumplirse sus esperanzas en el futuro. El adjetivo “eterna” también nos orienta a la esperanza, ya que el alma es eterna, con lo que el poeta podrá estar siempre junto a la amada. Y aquí vemos el topos del amor más allá de la muerte, el amor eterno que, sintácticamente, aparece también en los tres tiempos verbales: presente, pasado y futuro. Un amor que durará para siempre, y ante el cual al poeta sólo le cabe desear y esperar que la muerte piadosa le reúna con su amada.
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Carmen Lafay: No es solo un velo
En un occidente cada vez más mestizo estamos asistiendo, a veces con preocupación, otras con indiferencia, a la presencia en las calles de cierta indumentaria que simboliza una religión o cultura discriminatoria para la mujer: el hiyab o velo islámico. Antes de que aparecieran las religiones actualmente mayoritarias, las creencias estaban basadas en el culto a la naturaleza y a la fertilidad, y la mujer jugaba en ellas un papel importante. Más tarde, en las principales confesiones monoteístas, Dios fue masculino, y en los libros sagrados se expuso la voluntad de dominar a la mujer, que se tradujo en un sistema de códigos morales, religiosos y legales en los que se mantuvo —y se mantiene— la supremacía del macho sobre la hembra. Sin embargo, aunque el Corán recomienda el máximo pudor en la mujer, el uso del velo se justifica por dos únicos pasajes: —“Di a las creyentes que bajen los ojos y repriman su sexualidad, que no muestren sus encantos, que solo dejarán ver a sus maridos, hijos, padre, suegro, cuñados y sobrinos de hermanas y hermanos”. (XXIV, 31). —“Profeta, di a tus esposas, a tus hijas y a las creyentes que se cubran con mantos, única manera de escapar a toda ofensa”. (XXXIII, 59). De ahí se deduce que la mujer —cuya belleza es obra de Dios, según el Islam— debería cubrirse por dos motivos: para no provocar al hombre y para no ser ofendida por él. Recordemos que en los albores del Corán, que proclama la igualdad religiosa de ambos sexos, ellas participaron de la vida política y universitaria, y que en los años sesenta la mayoría de turcas, sirias, egipcias y libanesas no usaba velo. El actual retroceso se explica por una desviación del Corán y de la sunna, alimentada por la misoginia y por el temor a contaminarse de la inmoralidad occidental, pues no debemos olvidar que, en el Islam, religión y cultura forman un bloque indisoluble. El Profeta dijo: “El pudor y la fe van de la mano. No existe la una sin el otro”. El pensamiento oriental, incluso el no musulmán, no ve con buenos ojos el destape ni la liberalización sexual, símbolos estos de la mujer emancipada occidental, y rehúsa la imposición de este modelo. Además, el islamismo, nacido del intento de reformismo a principios del siglo XX por parte de nacionalistas como Attaturk en Turquía o Nasser en Egipto, ha tapado de nuevo a las mujeres y las ha despojado de la libertad de pensamiento. El Islam político ha surgido así como respuesta a la grave crisis de desarrollo socio-económico que afecta a las sociedades árabes. Este fundamentalismo, que gobierna países como Irán o Afganistán, no se preocupa por la modernización y el progreso, sino que huye hacia Dios y busca consuelo en la absoluta sumisión a Él. No tiene nada más que ofrecer, pero percibe el laicismo como el arma ideológica más perniciosa de Occidente.
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Forzar a las mujeres a que lleven el hiyab no preserva a la religión, sino que destruye la moral y las convierte en eternas menores de edad, pero arrancar el velo por la fuerza tampoco parece ser la solución, como no lo es nada de lo que sea impuesto. Lamentablemente, nuestra democracia, unida a posturas cobardes e hipócritas, está facilitando la inserción de esta prenda en Europa. Gran parte de las mujeres occidentales consideramos el uso del velo como algo preocupante e incluso amenazador, aún más cuando sabemos de la existencia de unos mil millones de musulmanes en todo el mundo. En la España católica de antaño —en la que no se nos permitía pisar una iglesia a cabeza descubierta y hombros desnudos— , nos adoctrinaban con el pasaje del Génesis en que Dios expulsa a Eva del paraíso: “Multiplicaré los trabajos de tus preñeces. Con dolor parirás a tus hijos; tu deseo te arrastrará hacia tu marido, que te dominará”. Y soñábamos con ser Lilith, la misteriosa, la mujer libre y reivindicativa que, según la literatura hebrea, Dios sustituyó por una Eva dócil y sumisa. Tampoco el mundo griego nos favoreció. Pandora fue la primera mujer, fabricada por orden de Zeus como parte del castigo infligido a Prometeo. Los dioses le otorgaron malévolas “virtudes” que guardaron en una tinaja. Cuando Pandora la abrió se derramaron sobre el mundo todas las desgracias humanas. Afortunadamente, el feminismo denunció en su día los estereotipos sexistas y apostó por una mejoría efectiva de nuestra condición. Y Virginia Wolf escribió “Una habitación propia”. Y nacieron las sufragistas. Y Marguerite Yourcenar llegó a ser la primera mujer de la “Académie Française”, a pesar de la oposición (con criterios risibles) de Levi-Strauss y de Cohen. Las mujeres occidentales de hoy hemos logrado ejercer una profesión elegida por nosotras, emparejarnos solo por amor, no depender de hombre alguno y tomar nuestras propias decisiones. Hace años que gobernamos nuestras vidas, y nos horroriza la posibilidad de perder una libertad que hemos alcanzado con dolor y esfuerzo. Y parecía tan solo un inocente velo…
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José Eduardo Morales Moreno: El infierno amoroso de Quevedo. Análisis del soneto "En los claustros del alma la herida"
Universidad de Murcia
Para llevar a cabo el análisis del soneto “En los claustros del alma la herida” vamos a definir, en primer lugar, la macroestructura textual y, por tanto, vamos a determinar cuáles son los elementos de la inuentio y de la dispositio, los topoi y cómo éstos están organizados y ordenados en el poema. Vamos a mostrar, por consiguiente, el soneto en su conjunto y en movimiento. Desde el punto de vista de la inuentio, el poema, a partir de motivos de la tópica cortés y de la tópica neoplatónica tales como el amor como prisión, la herida de amor y el amor imposible (incomunicabilidad) (motivos estos dos últimos que, por lo demás, están imbricados en una relación de dependencia: el amor imposible implica la herida de amor); el poema, decía, va a ser desarrollado de tal modo por el poeta que los elementos vertebradores del textos se reclaman, se requieren y se implican unos a otros: la herida de amor consume la vida del amante, pero a la vez la pasión alimenta su vida y ésta bebe de aquella, al tiempo que el amante se regocija en su herida, confinándola en su corazón. Se observa también el tópico de la desposesión: el amante que no posee a la amada, y también el tópico de la renuncia. Por tanto, a nivel de inuentio funcionan los códigos del amante cortés y del amor platónico, cuyos tópicos se acumulan para constituir una unidad en la que sólo pueden funcionar de forma absolutamente dependiente unos de otros, estableciéndose entre ellos relaciones de causalidad e implicación que han de tener como resultado necesariamente el último verso, que ya estaba motivado por el primero, con el que guarda estrecha dependencia semántica. No hay, sin embargo, un conflicto entre tener / no tener, pues el poeta deja claro que no tiene a la amada mediante la afirmación inicial de la herida, cuya presencia implica la ausencia de la amada, de modo que implícitamente están en juego las dualidades tener/no tener (posesión/desposesión) y presencia/ausencia. Otras dicotomías presentes en el texto son: muerte/vida, dolor/placer, voz/silencio, prisión/libertad. Desde el punto de vista de la dispositio, de la estructuración de los tópicos, resulta evidente su trabazón. Los elementos están dispuestos en un orden circular, pues, como antes apunté, lo dicho en el verso final está prácticamente dicho en el primer verso, si bien entre ambos se produce un incremento semántico no sólo mediante la utilización de elementos que incorporan semas que inciden en la intensidad del sentimiento, sino también a través del cuidado en la disposición sintáctica y rítmica, como luego veremos.
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Los claustros del alma producen la imagen de silencio, lo que nos lleva a la herida callada; esa herida, que es la herida de amor, nos lleva a la pasión y, por tanto, a la metáfora ígnea, identificándose entonces la herida con la llama, que consume la vida del poeta: la reduce a nada, o mejor habría que decir que ese fuego reduce la vida –a la que a su vez alimenta– a ceniza, que no es sino lo que queda del incendio, pero un incendio que al ser provocado por el amor es “hermoso”, y, por esa belleza, el poeta “ostenta”, hace gala de su pasión quemada; el incendio motiva el humo, que junto con las cenizas implica la ausencia de luz y, por tanto, la noche, la oscuridad. La ostentación de la “luz […] fallecida” inevitablemente conduce a la huida de la luz (el horror al día) y de la gente, entre la que no hay silencio, lo que nos lleva al “sordo mar”, que a su vez reenvía a la herida callada y que es, al tiempo, el lugar a donde su pena ardiente envía su lamento o “negro llanto”; llanto que voluntariamente (voluntad implicada por la ostentación de la luz fallecida) alarga, extiende en “largas voces”; llanto y voces que nos llevan a los suspiros y al canto. Ante todo eso no cabe sino la confusión, la perturbación del ánimo y, por tanto, del alma, pero una confusión que “inunda”, lo que ya estaba anticipándose en el “sordo mar”, en el adjetivo “hidrópica” y en el verbo “beber”; la confusión motiva el espanto (que ya estaba adelantado en el horror); y si la confusión inunda el alma, el espanto reina en el corazón, lo que nos lleva de nuevo al primer verso. En el proceso de análisis de las microestructuras, vamos a ver cómo se configura cada uno de los motivos que desarrollan el poema. El soneto comienza con dos tópicos: al amor como prisión y la herida de amor, que mediante el hipérbaton quedan unidos en el primer verso; un hipérbaton que hace que la idea de prisión abra el poema: “en los claustros del alma”, y que esa idea aparezca unida al otro tópico: “del alma la herida”. La idea de claustro es una idea de interiorización del sentimiento y se proyecta en las medulas; los claustros no son sólo imagen de prisión, de un lugar acotado, sino que también motivan el adjetivo “callada” que se predica de la herida que en los claustros yace, y al hacer, mediante el hipérbaton, que aparezcan juntas y en posición inicial de verso las palabras “yace” y “callada” se advierte la motivación fónica de la herida, pues los fonemas fricativo palatal sonoro y líquido lateral palatal hieren: “yace callada”. Sin embargo, el claustro también es el lugar donde se desarrolla el feto, lo que introduce la idea de desarrollo o crecimiento de la herida, pero para esto ha de alimentarse, y precisamente por ello se complementa la herida, mediante la introducción de una oración adversativa, con el adjetivo “hambrienta”, de modo que la herida hambrienta consume la vida del poeta (un “consume” que anticipa la metáfora ígnea), pero esa vida, a su vez, se alimenta en sus venas de la llama extendida por las médulas, de suerte que la imagen de las venas nos trae la de la sangre, que a su vez nos lleva, por un lado, al color rojo, y, por otro, a la herida, con lo que ambas imágenes confluyen en la llama, que es la herida del primer verso, y que está extendida (como dije, estando en el claustro la herida tenía que crecer, pues se predica de ella, además, el adjetivo “hambrienta”) por las medulas, lugar donde está la sustancia de algo, lo que nos remite a las venas, y esta relación entre venas y medulas se ve acentuada no sólo por la semántica de ambos términos, sino también porque ambos están exactamente en la misma posición rítmica (en ellos coincide el acento en sexta sílaba) y sintácticamente son el núcleo de un sintagma preposicional. Por si había pasado inadvertida la identificación entre “herida” y “llama”, podemos recurrir a la motivación fónica referida antes: llama yace callada; y, además, 94
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desde el punto de vista semántico, la llama que “consume hambrienta” está anticipando las cenizas, el humo, la noche y el cadáver. Además, esa relación que se establece entre herida (o llama) y vida es una relación en la que una se alimenta de la otra y viceversa, y esa alimentación recíproca ya establecida en el primer cuarteto mediante elementos con los semas [calor] y [sólido] en común (llama, vena, medulas, herida, alimenta, hambrienta), se resuelve en el quinto verso empleando esta vez términos con el sema [líquido] en común: “bebe” e “hidrópica”. Y se resuelve porque la vida del poeta, hidrópica (insaciabilidad que se predicaba en la estrofa anterior de la herida con respecto a la vida), bebe el ardor, bebe la llama, la herida; además, en este quinto verso hay una doble dinámica: sujeto y objeto son intercambiables, de manera que la vida bebe el ardor y el ardor. a su vez. consume hambrienta la vida, y precisamente por eso se dice en los siguientes versos acerca de la vida: …ya ceniza amante y macilenta, cadáver del incendio hermoso… Porque el poeta, al beber con exceso la llama –pasión no correspondida– de la que se alimenta su vida y que se alimenta de su vida, hace que se apague: ya no hay llama de la que alimentarse ni vida en que la llama se alimente; por eso sólo queda “ya ceniza amante y macilenta”, lo que recoge el tópico del amor más allá de la muerte (“polvo serán, mas polvo enamorado”) que estaba adelantado en el segundo verso con “consume hambrienta” (podemos señalar la aliteración de los fonemasθ/,/ /m/ y del grupo [nt]: ceniza amante y macilenta); verso que tiene su correspondencia semántica con el siguiente: la ceniza es el cadáver del incendio; el incendio nos da la imagen del amante, y macilenta entra en oposición con hermoso porque las cenizas, las ruinas de la vida, son descoloridas (y aquí se está ya anticipando lo que dirá en el terceto) en tanto que el “incendio”, la llama, la herida de amor, es hermoso aun siendo doloroso, y lo ha gozado (dualidad dolor/placer), todo lo cual tiene como consecuencia que el poeta, su vida (que –no olvidemos– es “ya ceniza”, “cadáver”, con lo que hemos de tener presente la dualidad vida/muerte) “ostenta su luz en humo y noche fallecida”; luz fallecida que redunda en el ardor que su vida hidrópica bebió hasta extinguirlo, y de ahí fallecida, que redunda en ceniza y en cadáver: la luz, la llama, la herida extinguida, fallecida “en humo” –implicado por el incendio y la ceniza– y “noche”-implicada por la luz fallecida, que supone oscuridad, que es la noche, puesto que la noche es la muerte de la luz. La absoluta dependencia de todos los elementos de los dos cuartetos se ve reforzada mediante el paralelismo sintáctico y la gradación semántica que hay entre los versos cuarto y octavo, que cierran cada cuarteto: “llama por las medulas extendida” “su luz en humo y noche fallecida” S.N.
S. Prep.
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Adj.
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Y también por las relaciones que establece la rima: Primer cuarteto
Segundo cuarteto
Categoría morfológica
Herida
Vida
Nombre
Hambrienta
Macilenta
Adjetivo
Alimenta
Ostenta
Verbo
Extendida
Fallecida
Participio adjetival,
pues vincula herida con extendida y vida con fallecida; hambrienta y macilenta con herida y con vida; y estas dos con alimenta y ostenta. Como se ve, el primer verso de cada cuarteto acaba con un nombre; el segundo, con un adjetivo; el tercero, con un verbo; el cuarto, con un participio adjetival. A partir de ahora se produce un cambio en el sujeto de la enunciación: si el poeta contemplaba su vida y su pasión en tercera persona, emerge ahora el yo, lo que le lleva a alejarse de lo interior y dirigirse hacia lo exterior: “La gente esquivo, y me es horror el día; dilato en largas voces negro llanto, que a sordo mar mi ardiente pena envía.”, pero en un movimiento de salida e inmediata entrada, pues enseguida vuelve a adentrarse en su interior. Ese dirigirse hacia lo exterior no es sino la consecuencia de lo que ha ocurrido dentro: huye de la gente y del día, y, por tanto, se recluye en su soledad y oscuridad, elementos estos que vienen motivados por “cadáver”, “claustro” y “noche”, contrapuestos a “gente” y a “día”, términos que quedan resaltados en el verso por su posición inicial y final; además, el día le es horror, lo que está motivado por la ostentación de la luz fallecida, e incluso de alguna forma al principio, por los claustros, que son prisión y, por tanto, lugar donde apenas penetra la luz. La ostentación de la luz fallecida motiva el siguiente verso: “dilato en largas voces negro llanto”, puesto que hace gala del estado en que se encuentra. En la dilatación del llanto del poeta (que, motivado por el horror al día, por la noche, por el humo, por la ceniza, es negro) se enfatiza mediante la repetición de estructuras sintácticas del verso: adjetivo + nombre + adjetivo + nombre: “largas voces negro llanto”, como motivación fónica del llanto y de su negrura mediante el empleo de los fonemas /a/, /e/ y /o/, así como semánticamente con la posición del adjetivo “largas” junto al verbo “dilato”. Y “dilatar” significa metafóricamente “esparcir o desahogar el ánimo dando lugar a algún alivio y consuelo en las penas y congojas” (Diccionario de Autoridades, 1732), lo que motiva el llanto y la ardiente pena. El llanto motiva el elemento “mar”, con el que comparte los semas [agua] y [salado], a los que se une el sema [abundancia] que “mar” tiene por sí mismo y que a “llanto” incorpora el verbo “dilato”, y tanto mar como llanto anticipan la inundación 96
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del penúltimo verso. Además, el mar es sordo, y se establece así la correlación con la herida callada, y el agua salada del mar y del llanto producen el escozor de la herida, el ardor, que a su vez motiva el siguiente elemento: la ardiente pena, motivada también por el significado metafórico de dilatar, nos lleva a “ardor” y a “herida”, que envía el negro llanto a sordo mar, con lo que se motivan “los suspiros” y “la voz del canto”, que a su vez estaba en “largas voces”. Además, en el “mar” se encuentra el topos de las lágrimas: el llanto ahogado en un mar de lágrimas. Polifemo se queja a Galatea de que ésta es un sordo mar a sus quejas: “Sorda hija del mar, cuyas orejas a mis gemidos son rocas al viento; o dormida te hurten a mis quejas purpúreos troncos de corales ciento, o al disonante número de almejas -marino, si agradable no, instrumento-, coros tejiendo estés, escucha un día mi voz, por dulce, cuando no por mía.” (Fábula de Polifemo y Galatea, estrofa 48, GÓNGORA) Los elementos referidos quedan perfectamente vinculados mediante la construcción sintáctica: encerrados entre dos verbos –“dilato [...] envía”– y organizados en sintagmas idénticos: en
largas
voces
negro
llanto
a
sordo
mar
mi ardiente
pena
Preposición
Adjetivo
Nombre
Adjetivo
nombre
Como se observa, el sujeto de la enunciación ha vuelto a pasar a tercera persona en el último verso del primer terceto para cambiar otra vez a primera persona en el verso siguiente: “A los suspiros di la voz del canto”, verso que viene a redundar en “dilato en largas voces negro llanto”, pero introduciendo el juego entre presente y pasado e incidiendo en ello por ser el único verso con verbo en pretérito. El sordo mar y el negro llanto, como dije antes, motivan el siguiente verso: “la confusión inunda l’alma mía”, que ineludiblemente nos remite al primero: los claustros del alma son un lugar finito, porque limitado ha de ser para que sea susceptible de inundarse, de ser totalmente abarcado por la confusión, y este penúltimo verso se vincula en todos y cada uno de sus elementos con el último, que es con respecto a él una “cuasi-identidad” semántica, pues los dos puntos del penúltimo verso prácticamente equivalen a un signo de igualdad:
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la confusión inunda l’alma mía = mi corazón es reino del espanto, pues precisamente “confusión” y “espanto” tienen en común el ser provocados por una novedad o motivo no esperado y consistir en una perturbación del ánimo en dos de sus acepciones (Diccionario de Autoridades, 1729 y 1732), si bien en el último verso se produce un incremento semántico que provoca el clímax del soneto, ya que se afirma rotundamente que el espanto reina (es rey) en el corazón del poeta, lo cual se estaba anunciando a lo largo del poema, y nos lleva de nuevo al primer verso con el que guarda una estrechísima relación semántica: alma y corazón son contemplados como espacios limitados porque son claustros y reino, y en ellos sólo hay herida y espanto. Y el reino del espanto, no lo olvidemos, es el infierno.
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