Relatos con ánimo de péndulo

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Relatos con ĂĄnimo de pĂŠndulo


Relatos con ánimo de péndulo

Edición y prólogo José Eduardo Morales Moreno

Colegio San José Espinardo (Murcia) Curso 2017/2018


Relatos con ánimo de péndulo Junio, 2018

Colegio San José Espinardo (Murcia)

Edición, diseño, maquetación e ilustración de portada: José Eduardo Morales Moreno

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Índice

Prólogo .............................................................................. 7 La pandilla zurgenera, por Francisco Castro Parra .............................................. 12 ¿Tres mejor que uno?, por Cayetano Bayona Pacheco ........................................ 19 El escenario, por Idoia Barceló Baños .................................................. 27 Cuéntame un cuento, por Jesús Lapaz Toledo ................................................... 38 Pablo, por Irene Xue-Feng Lope Mateo ..................................... 44 Alias Murphy, por Abraham García Ibáñez ............................................ 49 Kurze und narr geschichte eines opfers, por José Luis Fuster Reche.............................................. 54 Collegium, por Adriana Melgarejo Guillén ....................................... 65 La casa abandonada, por Sergio Lozano Guirao ............................................... 71 Nada es imposible, por Marina Fragua Serrano ............................................. 76


Los secretos de la Historia, por María José Andrés Benedicto ................................... 81 TIC TOC, por María Lapaz Toledo .................................................. 86 Muddle: 2ª parte, por Daniela Bayona Jiménez ........................................... 95 En la parada, por Mª Elena Fernández Pelluz ..................................... 105 Realidad confusa, por Diana Carolina Paniagua Gómez ............................ 110 Inferno, por Salma Maestre Aitnaceur ........................................ 122


Prólogo

El libro que tiene el lector entre sus manos, o ante sus ojos, es el producto de un concurso literario celebrado en el Colegio San José (Espinardo, Murcia): desde 1988, cada año se han convocado unos premios literarios en la especialidad de relato breve, y ahora, en 2018, se publica el resultado de la trigésima convocatoria. Se incluyen en este volumen, bajo el título Relatos con ánimo de péndulo, los cuentos ganadores de los ciclos y cursos de Educación Secundaria y de Bachillerato, unos textos en los que se puede apreciar la pasión de sus autores por la escritura y su destreza en el arte de la narración, que en ocasiones alcanza cotas realmente admirables que prefiguran el perfil de grandes futuros escritores. El primer texto, La pandilla zurgenera (premio al mejor trabajo del Primer Ciclo de Educación Secundaria), de Francisco Castro Parra, relata las aventuras de un grupo de amigos que, tras realizar un descubrimiento inaudito en una cueva de su pueblo gracias a una historia que les contó su abuelo, consiguen escapar de unos personajes malvados que querían arrebatarle el descubrimiento y ganan una fama extraordinaria entre las gentes de su tierra. El segundo cuento, titulado ¿Tres mejor que uno? (premio al mejor trabajo del Segundo Ciclo de Educación Secundaria), de Cayetano Bayona Pacheco, nos sumerge en los recovecos de la mente distorsionada de un personaje, en sus monólogos y en sus conversaciones ensimismadas con otros personajes cuyos nombres guardan un turbador parecido con el suyo. 7


El escenario (premio al mejor trabajo de 1º de Secundaria), de Idoia Barceló Baños, es un relato inquietante en el que asistimos a un cruel juego de perspectivas que harán creer al lector que las cosas son como no son y que existe la esperanza y la salvación, pero el devenir de la historia acaba mostrando la fatalidad a la que está abocado el personaje. Cuéntame un cuento (premio al mejor trabajo de 2º de Secundaria), de Jesús Lapaz Toledo, nos adentra en la vida de un niño que se ve radicalmente alterada por la irrupción en el vecindario de una familia demasiado extraña y violenta: cuando su madre se ve amenazada, el narrador invita al lector a tomar el relevo y continuar la narración. El siguiente relato, Pablo (premio al mejor trabajo de 3º de Secundaria), de Irene Xue-Feng Lope Mateo, nos lleva de la mano del protagonista y de Pablo, su mejor amigo, hacia los terrenos de una mente perturbada que, animada por sus propios resortes, realizará una acción terrible que le hará acabar encerrado en un lugar blanco, atado en una cama, rodeado de enfermeros y de médicos. En Alias Murphy (premio al mejor trabajo de 4º de Secundaria), de Abraham García Ibáñez, el protagonista, Saúl, padece a lo largo de un día una sucesión de desgracias, desdichas, adversidades, infortunios, meteduras de pata y reveses de la fortuna, todo ello delimitado por el sonido de un despertador que confiere al relato una estructura circular y que nos adentra en el infierno de las repeticiones infinitas. El relato Kurze und narr geschichte eines opfers, que podemos traducir como “Una historia breve y tonta de una víctima” (premio al mejor trabajo de Bachillerato), de José Luis Fuster Reche, arrastra al lector a la inves-

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tigación que unos detectives realizan sobre la muerte de un escritor, pero es el propio lector el que acaba siendo triple víctima de una mise en abyme, una estrategia de “puesta en abismo” con elementos metaliterarios: primero, cuando se da cuenta de que está asistiendo a una narración en la que los detectives son meros personajes que descubren su condición narrativa; segundo, cuando conoce que todo es producto del sueño de un personaje; y, tercero, cuando descubre que todo forma parte de un cuento que todavía está escribiendo el padre del personaje que soñaba que un escritor escribía la historia de unos detectives que investigan la muerte del escritor soñado. El octavo relato, Collegium (accésit), de Adriana Melgarejo Guillén, de 1º de ESO, cuenta la historia de un joven que, tras sufrir daños en una pierna que pasaron factura a su humor y a su trato con la gente, es admitido en un curioso colegio donde congenia con otros alumnos y empieza a tener una vida alegre y maravillosa. La casa abandonada (accésit), de Sergio Lozano Guirao, de 1º de ESO, relata la aventura de un grupo de amigos que, engañados por las apariencias, creen que en una vieja casa vive un asesino, pero pronto descubren de quién se trata en realidad y, para pagar por su prejuicio, interceden para ayudarlo. En Nada es imposible (accésit), de Marina Fragua Serrano, de 2ºA de ESO, se cuenta la historia de superación de un niño que, con una sola pierna pero con mucha fuerza de voluntad, ilusión y determinación, apoyado por su padre, cumple su sueño de ser un gran deportista. Los secretos de la historia (accésit), de María José Andrés Benedicto, de 3ºA de ESO, nos presenta a una escritora que sabe mucho de historia, incluso cosas que nadie conoce, y todo ello gracias a un reloj que le permite

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viajar en el tiempo y participar de los grandes acontecimientos históricos que elija. Sin embargo, estos viajes y la difusión de los conocimientos adquiridos en ellos tendrán una consecuencia inesperada y fatídica… TIC TOC (accésit), de María Lapaz Toledo, de 3ºA de ESO, plantea una situación cotidiana y rutinaria en el colegio que, súbitamente, se ve interrumpida por un incidente inesperado que desvelará la anterior condición de un profesor al que, ahora, han ido a buscar para que pague por su traición: al ver la escena, la narradora deja testimonio escrito de lo ocurrido mientras espera lo que le depara su futuro… Muddle: 2ª parte (accésit), de Daniela Bayona Jiménez, de 3ºC de ESO, es la continuación de una primera parte publicada en Relatos con ánimo de miedo I (https://goo.gl/QGrntj). Tras la explosión con que acabó aquella parte, en esta el grupo de amigos volverá a enfrentarse a la malvada bruja Neferet, con ayuda de la planta Muddle y una serie de objetos. En la parada (accésit), de Mª Elena Fernández Pelluz, de 4ºB de ESO, nos sitúa en una parada de autobús, donde un niño, huyendo de sus acosadores, conoce a una anciana misteriosa que jugará un papel fundamental para solucionar sus problemas desvelando la identidad de los acosadores y los motivos que los impulsan a actuar de semejante manera. Realidad confusa (accésit), de Diana Carolina Paniagua Gómez, de 1º de Bachillerato, muestra una extraña situación que solo conforme avanza el relato se va aclarando: el lector, siguiendo el punto de vista del personaje, irá descubriendo las razones por las que la realidad inicial se presenta tan confusa, tan irreal.

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Inferno (accésit), de Salma Maestre Aitnaceur, de 1º de Bachillerato, nos arrastra, con un tono narrativo entrañable, al terror de una pareja de judíos que huye en busca de la libertad en la Alemania nazi. Una vez presentados estos cuentos, al lector solo le queda pasar esta página y adentrarse en los mundos de ficción que con tanto cuidado e ilusión han creado estos jóvenes escritores, que vuelcan en ellos su corazón y sus entrañas, sus alegrías y sus temores, sus esperanzas y sus sueños.

José Eduardo Morales Moreno Profesor de Lengua y Literatura

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La pandilla zurgenera, por Francisco Castro Parra

Los fuegos artificiales brillan en el cielo estrellado, la mĂşsica suena alta a travĂŠs de los altavoces que el grupo musical Azahar ha instalado en la plaza del pueblo, y aquĂ­ estamos, celebrando nuestra victoria.

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Todo el pueblo baila, canta y festeja alrededor del tesoro más apreciado por los vecinos, el mármol mágico blanco de la cantera del Cerro Limera. Sus propiedades curativas y sus poderes de protección hacen de esta roca y de Zurgena un pueblo especial. Os preguntaréis quién soy. Me llamo Alabastro y, gracias a mí y a mi pandilla de amigos, se ha conseguido salvar el mayor tesoro del pueblo de las garras de un malvado y poderoso magnate que nos amenazaba, intentando destruir la última y única cantera del mármol blanco mágico. ¿Y cómo hemos llegado hasta aquí? Pues prestad atención porque voy a relataros nuestra aventura veraniega. Corría el mes de julio cuando, sin previo aviso, mis padres decidieron enviarme al pueblo a casa de mis abuelos. —¡Uffff! —grité—. ¡Al pueblo! ¡Yo no quiero ir allí, no conozco a nadie excepto al primo Adrián! ¡Me voy a aburrir mucho! Y además hace mucho calor. Los abuelos no tienen internet, no hay consolas. ¿Qué voy a hacer allí todo el verano solo? A través de una serpenteante carretera, escondido en lo más profundo del valle del Almanzora, encontramos un pintoresco pueblo llamado Zurgena, el pueblo de mis abuelos. Allí iba a pasar este caluroso verano, rodeado de mosquitos, lagartos y demás bichos, incluyendo los alacranes de los que mi abuela me estaba diciendo siempre: “¡Cuidado con los alacranes! Si te pican tenemos que ir al hospital. ¡No levantes las piedras, que se esconden allí! Deja de jugar en la tierra y sacude los zapatos antes de ponértelos”. Todos los días la misma retahíla de consejos de abuela gritando desde el portal.

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Llegamos al pueblo, mis padres se fueron porque trabajaban a la mañana siguiente, yo me instalé en mi habitación. Aquella misma tarde recibí una agradable sorpresa: mis primos Sara y Alba llegaron para pasar el verano allí también. Nos saludamos y comenzamos a planear la excursión del día siguiente. Adrián, que llegó un rato más tarde, había quedado con toda la pandilla, incluidos David y Marina. —Mi madre me ha dicho que hay unas pinturas rupestres estupendas en Cerro Limera, entrando por el Barranco de los Yesos, en la falda de la montaña. Le podemos preguntar al abuelo cómo llegar —dijo Sara. —¡Estupendo, parece divertido! —exclamó Alba. —¡Vamos a preguntarle al abuelo! —gritaron todos a la vez. El abuelo Baltasar estaba arreglando los canarios, echándoles agua, alpiste, lechuga e incluso bizcocho. ¡Madre mía, qué bien viven estos pájaros! —pensé. —¡Abuelo! ¿Sabes cómo llegar al cerro limera desde el Barranco de los Yesos? —gritamos todos muy excitados. —¡Ufff! No tengáis tanta prisa. Hace mucho tiempo que no oía hablar de esa zona. ¿Qué queréis hacer allí? La gente cuenta muchas historias sobre ese lugar. —Queremos ver las pinturas rupestres que dice la Tata Conchi que hay allí, que son maravillosas —contesté yo. —Pero, ¿conocéis la leyenda del Cerro Limera y sus pinturas? —No, abuelo, cuéntanosla. El abuelo comenzó a contarnos la historia, sentados en la puerta alrededor de su silla, tomando el fresco. «Cuentan los más viejos del lugar que en esa parte del Cerro Limera ocurren cosas muy extrañas, algunos dicen

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que es un lugar maldito, otros dicen que es un lugar mágico. Pero lo que es seguro es que no es normal. Los pastores dicen que han visto luces como las de la aurora boreal, otros cuentan que las pinturas cambian por la noche, se dice que si bebes del agua del manantial de la cueva no vuelves a ser el mismo, dicen que tiene poderes curativos. »Cuando yo era niño y llevaba a las cabras a pastar al cerro no me dejaban acercarme, pero una tarde fui sin que mis padres se enteraran y vi unas sombras muy extrañas en la pared, parecía que indicaban un camino, me asusté tanto que salí corriendo de la cueva y no volví a entrar». El abuelo estaba dispuesto a acompañarnos hasta la entrada de la cueva, todos pensábamos que había inventado la historia para meternos el miedo en el cuerpo. (No sería la primera vez que nos contaba historias de miedo falsas para reírse un rato). Por la mañana, muy temprano, nos pusimos en camino, bien aprovisionados con patatas, bocadillos y refrescos que nos había preparado la abuela. Llegamos al principio del Barranco de los Yesos una hora después. Las paredes brillaban con el sol como si de diamante se tratara. De ahí su nombre, las paredes estaban formadas por yeso cristalizado donde podíamos ver nuestros reflejos. Por en medio del barranco zigzagueaba un arroyo de agua cristalina que hacía que todo brillara un poco más. Al final del barranco tuvimos que escalar una pared de la montaña para llegar a la entrada de la cueva. El abuelo se quedó abajo, es muy mayor para subir ahí. Entramos a la cueva, estaba todo muy oscuro, íbamos agarrados de la mano para no perdernos. Sara iba la primera, yo segundo, Alba detrás y Adrián cerrando el grupo. Con la linterna que el abuelo nos había dejado iluminamos el interior.

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—¡Ah! —se escuchó un enorme grito de Sara asustada por los murciélagos que salieron de allí. Nos reímos todos a carcajadas. La luz de la linterna nos mostró las maravillosas pinturas rupestres que allí había. Parecía que nos explicaban y nos dirigían a un camino en la gruta. A lo lejos se percibía el sonido del agua al caer, pero estábamos en medio de una zona desértica. Seguimos las indicaciones y encontramos un dibujo de una persona metiendo la mano dentro de la boca de un elefante. —¡Qué raro! —dije—. Parece que nos dice que metamos la mano en la imagen del elefante que tenemos ahí delante. —¡Ah, no, yo no pienso meter la mano ahí! — contestaron Alba y Adrián a la vez. —¡Venga, yo lo haré! —afirmó Sara. Lentamente, con mucho miedo, se acercó a la imagen del elefante y metió la mano en una oscura y tétrica abertura que parecía su boca. Al final del agujero encontró un botón y, al presionarlo, se abrió una abertura en la pared, escondida todos estos años. Dentro, todo brillaba envuelto en miles de colores, era una imagen espectacular. Las paredes estaban cubiertas por unas rocas de color blanco que desprendían detalles de colores, el agua caía sobre las rocas. Todo parecía mágico. Sentimos una energía especial que nunca antes habíamos notado. Sara se echó agua en una herida que se había hecho subiendo la montaña y, al echársela, instantáneamente, la herida se curó. Pensamos si sería real la leyenda que el abuelo nos contó. Cogimos varias piedras y llenamos la cantimplora de agua del manantial. Al salir nos encontramos con una desagradable sorpresa: un señor mayor, con sombrero y bastón, nos esperaba

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en la entrada junto a dos guardaespaldas que querían arrebatarnos lo que habíamos encontrado. —Soy el señor Marmolesco y todo esto me pertenece. Me voy a hacer inmensamente rico, chicos. Llevo toda la vida buscando este mágico lugar escondido. Venderé el elixir de la juventud y la salud y seré invencible. —¿Pero qué dice? Esto es tierra de Zurgena y todo lo que hemos encontrado servirá para ayudar a las personas del pueblo y a todo aquel que lo necesite. Vamos a compartir con todos este maravilloso descubrimiento. —¡De eso nada! Atrapadlos —ordenó a los guardaespaldas—, acabad con ellos como si se hubieran despeñado por el barranco. El abuelo, que estaba atento a lo que ocurría, salió corriendo a dar la voz de alarma a todo el pueblo. —¡Socorro, socorro, acaban de secuestrar a mis nietos en Cerro Limera! ¡Han encontrado el tesoro de la gruta de Limera! ¡Ayudadme! Todo el pueblo salió en nuestra ayuda. Nosotros habíamos conseguido escapar y refugiarnos en la cueva otra vez, para evitar que nos cogieran. Como por arte de magia, la cueva nos protegió, teníamos delante a los dos matones con dos pistolas buscándonos, pero no nos podían ver. Las rocas nos habían hecho invisibles, ¡eran mágicas! Nuestros vecinos llegaron a rescatarnos y con sus bastones y ramas consiguieron ahuyentar a los dos matones y a su macabro jefe. Y aquí estamos en la plaza del pueblo celebrando el fin de nuestra aventura. Se va a construir un balneario que llevará nuestro nombre y donde las personas enfermas de todo el mundo podrán venir a curarse. Se llamará “La Pandilla Zurgenera”.

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El verano se presenta la mar de divertido junto a mis primos. ÂĄQuiĂŠn me lo iba a decir! ÂĄLas sorpresas que nos podemos encontrar!

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¿Tres mejor que uno?, por Cayetano Bayona Pacheco

La sala no parece ser muy transitada por lo que se ve, solo somos dos a la espera y vaya que si hay sillas. ¿Cuándo me tocará? Llevo aquí ya un buen rato. Creo que me suena el otro paciente; como si ya lo hubiera visto antes. Opino que le quedarán dos semanas, tres como mucho a esa bombilla, yo la cambiaría cuanto antes. Hay algo en esta habitación que… —¿Alex? ¿Alex Rodríguez? —Sí, aquí. —Ya puede pasar. El doctor le está esperando. —Vale, muchas gracias. ¡Qué rápido pasa el tiempo cuando te sumerges en tu cabeza! *Toc~toc* —Adelante. ¡No! No me lo diga, ¿es usted… Alex Rodríguez? —Sí. —¡Lo sabía! Encantado, yo soy Xael, su psicólogo, y vamos a tratar de averiguar lo que le pasa en las próximas cinco sesiones. Bien, ¿por qué está aquí? Esto no es lo que se dice un psicólogo profesional, pero si me ayuda… —Bueno, no es un problema del todo, es decir, hace un tiempo estuve saliendo con una chica pero lo único que sé es que se llama Axel. —Continúe. 19


—Cuando me quiero acordar de cómo fue ese momento con ella solo sé mis detalles, cómo vestía yo, lo que tomé, lo que hice… pero como por dos, como si allí solo estuviera yo conmigo mismo. —¿Sabe usted dónde vivía la tal Axel? —No, tampoco conozco su casa. Pero de algo que sí estoy seguro es de que vive en un apartamento como yo y… ahora que lo pienso… recuerdo haber subido con ella las escaleras de su edificio, unas escaleras bastante largas. —¡Genial! Si empezamos a seguir las pistas llegaremos al sitio donde vive y sabrá más de ella. —Pero… ¿de verdad va a ayudarme? —Sí, por qué no. Antes de que sigamos, ¿quiere algo para tomar?, ¿un café con leche y una cucharadita de azúcar? —¡Muchas gracias! Justo como a mí me gusta. ¿También es su favorito? —Mmmm, sí, claro. ¡Vaya! Qué amable al ofrecerme un café, no imaginaba que lo fuera a hacer. Aunque parece como que todo esto a él le resulta un juego, pero si me va a ayudar… —Está un poquito caliente el café. Aunque sabe bastante bien. Le ha salido como los hago yo. —Vaya que sí, mientras esperamos a que se enfríe un poco hábleme más sobre esa chica. —Pues… no sé nada más. —No pasa nada, tiene toooooda la noche para pensar y en la próxima sesión podrá dar más datos. Hasta otra. —¿Cómo que hasta otra? Si aún no se ha terminado la hora, aún son las cinco y… ¡¿las seis en punto?! ¡Pero si tampoco nos ha dado tiempo a bebernos el café!

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—¿Quiere decir el café que había en las tazas ya vacías? —Vaya, que rápido ha pasado el tiempo. Desde luego qué rápido ha pasado el tiempo. … Hoy la sala está vacía del todo, aunque he de decir que veo la bombilla en mejor estado. ¿Dónde estará el señor de ayer? Buah, qué mal, se me ha olvidado traerme mi libretilla para entretenerme en la espera… Bueno, al menos tengo algo más de lo que hablar con el psicólogo, que, por cierto, es un poco raro, pero hay algo en él que me resulta familiar… ¿Alex? ¿Alex Rodríguez? —Sí, aquí. —Pase, el doctor le está esperando. —Vale, gracias. Vaya, ¿qué hace la puerta abierta? —Pase, Alex, pase. Buenas tardes, ¿ha logrado averiguar algo más de la misteriosa Axel? —Sí, pero muy poco y no creo que nos pueda servir de ayuda del todo. —¡Al contrario! Toda ayuda sirve; bien, cuénteme. —Lo único que pude recordar ayer es que solíamos ir a un restaurante llamado “Satelosso”, sí, un nombre poco habitual e intrigante, pero era nuestro favorito. No entiendo cómo he podido olvidar lo que hemos pasado juntos… —Venga, hombre, que voy a llegar al fondo de este asunto. Vaya que sí. —¡Ah, sí! ¿Recuerda cuando le dije ayer que no me acordaba de dónde vivía? —Mmmm, sí.

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—Pues ayer recordé que vive cerca de mí, bastante cerca, si me pongo a pensarlo. —¿Algo más? —Desgraciadamente no. —No se deprima, ha sido más de lo que esperaba. No está mal. —Por cierto, ¿no será el “Satelosso” un restaurante cuyo plato principal es el salmón ahumado, receta que a ninguno de los dos les gustaba? —Sí, ¿cómo lo ha sabido? —Tampoco me gusta a mí; bueno, hasta la próxima. —¿Ya se ha pasado la hora entera? —Pues sí, ya sabe usted que el tiempo pasa más rápido cuando te sumerges en tu cabeza. —¡¿Quéeeeeeeeee?! —¡Ah! ¿Qué hora es? Las cinco y media de la mañana. Para esto me levanto ya de la cama. ¿Habrá ocurrido de verdad la última sesión o habrá sido un mero sueño? ¿Me queda café? No… ¿Dónde habré puesto el mando de la tele? Ah, aquí. *Ring~Ring* *Ring~Ring* Tendré que ir a cogerlo. —¡¿Ya son las diez?! Vaya que sí pasa el tiempo rápido cuan… —¿Cuando te sumerges en tu cabeza? Hola, Alex. —¿Qué? ¿Quién es? —Soy Xael. Tu psicólogo. Recuerda que voy hoy a tu casa a hacer la tercera sesión allí para ver si eso ayuda a que te abras más. Por cierto, podemos tutearnos, ¿no? Es

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que la formalidad la reservo para gente menos próxima a mí. —Vale, no hay problema. Me pasa lo mismo. ¿Sabes la direcci… —¿65 F del edificio Albatros de la calle Victoria? Sí, me la sé. Hasta entonces. *Clack* —Adiós. ¿Cómo habrá sabido todo eso sin decirle nada? Y no recuerdo haberle dado mi número de teléfono. Bueno, al menos sé que sí pasó de verdad la segunda sesión. ¡Y he encontrado el café! —¿¡CÓMO NO ME PUEDO ACORDAR!? Pero sé que ella sí se acuerda de mí. Estoy seguro. ¡Anda, mira! Mi bombilla también flojea como la de la sala de espera. Será mejor que la cambie. … —Ale, como nueva. *Ding~dong* Debe ser Xael, sí, sin ninguna duda. Ya son las cinco. —Por más que suba las escaleras no me acostumbro, pfff. Hola, buenas tardes, Alex. —Hola. —¿Qué tal va eso? ¿Nos ponemos ya con la sesión? —Vale. —Vaya, el apartamento sigue triste como siempre. —¿Decías algo? —¿Yo? Nada. Bien, lo siento pero tengo que insistir, ¿hay algo más de lo que te acuerdes? Ahora que lo pienso, ¿un psicólogo habría sido la mejor opción para este caso? —¿Qué? Ah, sí. Bueno, más o menos. Me he acordado de que utilizaba mucho una expresión.

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—¿Y bien? —“Vaya”. Lo decía mucho y a menudo. No es que fuera algo que me molestara, y mira que yo soy muy meticuloso para esos temas, pero era como si yo fuera parte de eso; y a mí eso me gustaba. —Mmmm, interesante. ¿Nada más? ¿Qué anotará tanto en esa libreta? —No. Bueno, sí. Solía llevar una libretilla a muchos sitios a los que íbamos, no sé para qué la usaba del todo pero supongo que como yo. —¿Para entretenimiento propio? Sí, es bueno usarlas para eso. Vaya que sí. Seguro que algo anotaste mientras estabas con ella, algo que nos sirva de pista. ¿Puede ser? —Ahora que lo dices, ¡SÍ! Apunté su dirección, pero ¿dónde la habré dejado? ¿¡DÓNDE ESTARÁ ESA NOTA!? —Relaja, hombre, seguro que la encontramos. Tiene tiempo. Hasta la próxima. —¿Ya es la hora? —Sí, y me tengo que ir. Adiooos. Tengo que encontrar esa nota, aunque tenga que registrarlo todo, TODO. … *Ring~Ring* *Ring~Ring* —¿Sí? —Hola, Alex, soy Xael. Quedamos en el parque a las cinco para dar un paseo. Esa será la próxima sesión. —Vale. … Ya son las seis y media y Xael aún no ha venido, si pudiera le llamaría pero no me sé su número. Qué bonita es la ciudad de noche y el parque también.

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¡YA NO AGUANTO MÁS! Me voy a mi casa. … Al fin en casa calentito, ahhhh. —¿Qué? Hay un mensaje en el contestador. Hola, Alex, soy Xael. No voy a poder ir esta tarde a lo que habíamos dicho. Lo siento. Mañana quedamos sin falta en el “Satelosso” para hacer la última sesión. Lo siento, de verdad.

—Hay otro más. Por cierto, soy yo otra vez. A las cinco de la tarde. Y llévate abrigo.

—Vaya, era eso. Pues mañana nos veremos. … *Tilín~Tilín* —¡Aquí, Alex, en la mesa 28! —Hola. —Mira, lo siento mucho, de veras. —No pasa nada, lo entiendo, no pudiste ir y ya está. Al menos avisaste. —Vaya, gracias por entenderlo. Esta es la última vez ya que nos veremos, así que venga. Ya he pedido los cafés antes de que vinieras. ¿Te acuerdas de algo más? Espera que saque mi libreta. Ya. —No, y no encontré la nota… —¿Y el estar sentado aquí no te refresca la memoria? —No. —Pues lo siento mucho pero yo no puedo ayudarte más.

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—No pasa nada. De todos modos no me voy a morir por no saber quién era esa Axel. ¿No, Xael? —Supongo. Bueno, pues me tengo que ir si no podemos hacer nada más. Lo siento. Adiós y hasta otra. —Adiós. Vaya, se ha olvidado de su libreta. Creo que también debería irme. Ahora que lo pienso, las cifras del número de nuestra mesa suman 10. ¿Qué es este papel de mi bolsillo? Bah, no será nada. Mejor lo dejo aquí. *Tilín~Tilín* —Amy, ¿te acuerdas del hombre que se ha sentado solo en la mesa 28? —Sí, Estrella, ¿qué pasa? —Pues que mientras recogía la mesa me he encontrado una libreta en la que ponía Alex Rodríguez con un montón de anagramas dentro y una nota con una dirección y un nombre. —¿Cuál? —65 F Edificio Albatros. Calle Victoria. Axel.

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El escenario, por Idoia Barceló Baños

El escenario está vacío, solo hay una silla entre el público inexistente que me recuerda al único espectador que tengo, alguien que veía mis prácticas todos los días y noches. Aunque yo no lo conociera, estaba ahí, hasta que desapareció hace un tiempo. En estos momentos me encuentro solo, nadie me va a poder animar, ver, escuchar… Todo lo que soy ahora, empezó cuando tenía cuatro años y no era consciente de mis acciones. Nos acabábamos de mudar a un nuevo pueblo, muy lejos de dónde vivíamos antes. Me trasladé con mi madre, 27


que era viuda, ya que mi padre había muerto atropellado por un tráiler y no quería levantarse todas las mañanas llorando, mientras recordaba que su marido había muerto de una forma tan cruel. La nueva casa era una casa normal, con dos pisos y tres cuartos: uno para mi madre, uno de huéspedes y otro para mí. La escuela empezaba dentro de dos semanas y no conocía ni a los vecinos. Era tímido, así que hasta que no llegó el día de ir a la escuela, no hablé con otra persona que no fuera mi madre. El primer día fue aterrador, los profesores tenían unas reglas de treinta centímetros con las que nos pegaban si nos comportábamos mal o no hacíamos los deberes que mandaban, sin embargo, ese primer día, no pegaron a nadie pero sí que nos advirtieron de lo que hacían. Ese día, cuando llegué a casa, se lo conté todo a mi madre pero ella se reía de mí y no me creía. Los días fueron pasando, no me pegaban porque era un buen chico pero veía cómo los profesores pegaban a otros alumnos a diario. No hice ningún amigo, y era triste y desolador ver a otros niños jugar en grupos sin comerse todo el almuerzo, gritando y saltando como locos. Con el paso del tiempo llegué a primero de Primaria, donde todo y todos cambiaron. Mi soledad no había cambiado, lo único que había cambiado es que toda la clase ahora iba contra mí por sacar notas perfectas y no ser como ellos. Ahí aprendí que no iba a ser lo mismo que antes, y también que si quería salir de la escuela sin un rasguño, debía evitarlos y al menos contárselo a mamá. Así lo hice pero su respuesta fue clara: “No voy a perder el tiempo con problemas que sabes solucionar con chasquear los dedos”. Sabía que a mamá le pasaba algo, nunca me iba a

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decir eso, no a mí, pero días después, entendí por qué me dijo eso. Una mañana de un sábado me levanté de la cama dispuesto a tomar una ducha y desayunar, pero esa mañana no olía a desayuno haciéndose, olía a tinta, a quemado, a que lo que pasaba no era lo de todas las mañanas, sino algo que me cambiaría para siempre. Bajé las escaleras corriendo y vi la puerta principal abierta, cuando me asomé noté un charco de tinta enorme sobre mis pies, mamá tenía un mechero en su mano derecha y en la izquierda un montón de papeles, cada cual más amarillento que el anterior. En el suelo debajo de los pies de mamá había papel chamuscado junto a las cenizas de muchos otros, y la expresión de la cara de mamá era una que no había visto en mi vida. Estaba quemando las deudas que dejó mi padre, al parecer se había suicidado, su muerte no había sido un accidente y esa mañana mamá lo descubrió, al igual que descubrí que mamá no era mi mamá, era otra mujer que creía conocer pero que no conocía en absoluto. Tras diez años mi madre se casó con una mujer de su misma edad, muy adinerada, que nos sacó de las deudas de mi padre. En seguida nos mudamos a su casa y empecé a ir a otra escuela en la que esta vez no se metían conmigo y me respetaban, al igual que yo a ellos. Le empecé acoger cariño a aquella señora y la empecé a llamar “mamá dos”. Mi felicidad duró cuatro años, a mis catorce años “maná dos" se fue a un viaje de negocios que se suponía que iba a durar cuatro días pero nunca regresó. Mi madre, angustiada, empezó a investigar qué había pasado, y es que el avión donde viajaba “mamá dos” se había estrellado contra unas islas desiertas y nadie quedó con vida. Mamá se quitó la vida una semana después de madrugada, ahorcándose y prendiéndose fuego en el parque más

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cercano. Toda fortuna que dejó “mamá dos” ahora era mía, así que en vez de mandarme a un orfanato, me dejaron comprar sirvientes para que me cuidasen hasta mis dieciocho años. A los veinticuatro todavía me quedaba fortuna, me matriculé en una de las mejores universidades del país y empecé a trabajar de actor. Poco a poco me di cuenta de que en mi trabajo todos me querían por mi dinero, no porque les gustara cómo actuaba. Saber eso me partió en dos. Seguí en el oficio porque era lo único con lo que podía sobrevivir, hice bien en seguir ya que, aunque no fuera muy famoso, conocí a un grupo de actores que se estudiaban el papel letra a letra para hacerlo perfecto. Un día les empecé a hablar aprovechando que se me había dado la oportunidad y les dije: “Hola, me gustaría que me ayudaseis a preparar mi papel”. Ellos no dijeron nada y se fueron dándome la espalda y con caras que no parecían propias de ellos. Al final esa obra me salió mejor de lo que nadie esperaba, incluso mejor de lo que yo mismo me esperaba, sin embargo, pronto vi que ese trabajo no era para mí, no podía soportar ni un minuto más que estuvieran aprovechándose de mi dinero, incluso llegaron a tocar puntos que son inimaginables. Después de eso mi fortuna se acabó a los dos años y me quedé en la calle. Cuando llevaba tirado unos cuantos días, un hombre con un abrigo negro, zapatos relucientes y una corbata que apenas se veía, me recogió y me llevó a su casa. Una vez allí, me dijo que entrara en el sótano, y conforme íbamos bajando se iban viendo decenas y decenas de personas sangrando en estados lamentables, a la vez que se percibía un olor nauseabundo. Cuando quise reaccionar e irme por patas de allí, ya era demasiado tarde, ese

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hombre me pegó en la cabeza con una barra de metal dejándome KO en menos de un segundo. Unas horas más tarde, iba abriendo poco a poco los ojos, casi sin fuerza. Cuando terminé de abrirlos y empecé a asimilar la situación, vi una sala completamente blanca, con un espejo enorme justo en frente de mí, y al lado una puerta que no se veía bien por lo blanca que era. Traté de moverme pero me di cuenta de que estaba atado a una silla metálica de la que iba a ser imposible desatarse. Grité todo lo que pude aunque no funcionó, ya que estaba sedado. A mi derecha había una mesita con ruedas con un montón de agujas y medicamentos. Cuando notaron que ya me había despertado, un hombre con una máscara de negro entró por la puerta y detrás le seguía otro hombre con una amarilla que empujaba una mesita con un lote completo de elementos de tortura. El hombre de máscara de negro se paró frente a mí y me dijo: “Si vas a gritar, llorar, o intentar algo, ya sabes qué te espera”, y señaló aquella desgarradora mesa. Con mucho miedo asentí con la cabeza. En ese momento me inyectaron una droga alucinógena que me hizo ver esa sala de un modo un poco distinto. Por las paredes caía sangre y en el techo unos cerdos colgados se podían definir. Terminé con tanto miedo que me desmayé en un instante. Cuando desperté, una chica me estaba desatando y me decía que en cuanto terminase, debía correr a su lado todo el rato, y así lo hice. Corrí con ella hasta llegar a un coche negro que nos esperaba a tres manzanas de donde estábamos. Antes de marcharnos en aquel vehículo, la chica me dio un antídoto para despejarme un poco. “No digas nada te he salvado porque eres el único que quedaba vivo allí dentro, intenté salvar a los demás pero no pude, no llegué a tiempo”, dijo ella antes de que yo hablara. Unos minutos

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después, como me veía cansado, me preparó el asiento para que pudiera dormir, parecía que el trayecto iba a ser largo. Efectivamente, me desperté tres horas más tarde y tuve que esperar dos hasta que llegamos al destino, una casa junto a un aeropuerto donde me dieron ropa y me enviaron a ducharme. Cuando terminé, ella me llevó a un avión que nos estaba esperando y subimos sin ninguna explicación por su parte. “¿De verdad me merezco esto?”, me pregunté mientras ella me sentaba y me ponía el cinturón de seguridad. Estábamos en la parte más lujosa de todo el avión y había muchos asientos vacíos. En ese momento se notaba que estaba triste, mi cara echaba lágrimas mientras sollozaba. La chica me miró y me susurró: “No te preocupes, yo también quiero llorar, no he salvado a casi nadie”. No comimos casi nada en el trayecto por la angustia que teníamos por los demás. Unas horas más tarde llegamos a Texas, a un hotel bastante bonito. Subimos a las habitaciones de arriba del todo, las mejores habitaciones. Ella me explicó unos minutos después que era la presidenta de una de las empresas más importantes del país, por eso no le importaba lo que se había gastado en intentar salvarnos. Me dio cien dólares y me dijo claramente que fuera de compras y que me comprase más ropa aparte de la que me había prestado. Hice caso y salí del hotel con ese dinero y me lo gasté todo en ropa. Cuando volví ella estaba en su habitación, tumbada en la cama y con cara de aburrirse mientras me esperaba. Luego bajamos al buffet libre de la cena donde comí hasta reventar porque hacía un tiempo que no comía. Después de haber cenado nos quedamos la chica y yo conversando un rato mientras la gente se iba, los camareros recogían los platos y los cocineros le daban las gracias

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a la gente por su asistencia. De repente, unos enmascarados entraron en el local a gritos y disparando con sus metralletas a todo el que veían. Venían a por mí. El camarero que permanecía escondido en la cocina llamó a la policía avisando de cómo iban armados y, cuando las patrullas se estaban dirigiendo al lugar del asalto, se vieron envueltos en un brutal accidente de tráfico que les obligó a dividirse, quedándose dos para vigilar las carreteras y tres se marcharon al hotel. Como aún no había llegado la policía, tomé a la chica de la mano y le tiré para que corriese para huir de ellos, no quería que mi salvadora tuviera que sufrir lo de la sala o algo mucho peor, como podría haber sido una tortura como la que me prometieron si hacía o decía algo que no debía. Corrimos por las escaleras cansados de subir los siete pisos del hotel. Fuimos a mi habitación y nos encerramos en el baño, salimos por la ventana y nos sujetamos a una decoración que había en la pared de afuera del hotel. Nos colgamos al balcón y fuimos subiendo poco a poco hasta el tejado. Nadie podía subir allí a menos que fuera escalando como lo hicimos nosotros. Allí arriba vimos cómo la policía venía desde lo lejos, con las alarmas activadas y corriendo con los S.W.A.T. detrás. La chica y yo al ver eso dimos un suspiro de alivio al mismo tiempo. Cuando llegaron arrestaron a todos menos a tres que habían matado sin querer porque no hacían caso a las órdenes de los policías. Unos minutos después, la policía estaba allí vigilando un rato a ver si alguien más se acercaba, la chica y yo nos asomamos por el bordillo del tejado y gritamos como pudimos para que nos bajaran, media hora más tarde bajaron el toldo del balcón de mi habitación y nos dieron instrucciones para usarlo de tobogán y bajar hasta una colchoneta que los bomberos estaban in-

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flando. El único problema de aquella bajada era que entre el hotel y el edificio de al lado tan sólo había diez metros, por lo tanto debíamos planear la trayectoria en el aire para no matarnos contra la pared de enfrente. Ella saltó primero, y al bajar se rozó con el toldo y se hizo una pequeña herida en el tobillo. Mientras la curaban, yo bajaba. También me hice una pequeña herida pero esta vez en el gemelo. Una vez a salvo, fue a recepción a cancelar las habitaciones extra que había pedido para los demás. Cuando terminaron, fui hasta donde estaba ella, ya había terminado de cancelar la reserva, así que me propuso ir a un bar que conocía por esa zona para tranquilizarnos un poco después de todo lo ocurrido. A la una y media de la madrugada ya andaban cerrando los bares y la chica y yo nos fuimos a dar un paseo por unas calles llenas de luces de neón de varios colores, gente borracha a nuestro lado, coches descapotables a toda velocidad por la carretera y algo de música callejera. Entre risas, llegamos al hotel, subimos a la habitación, nos dimos las buenas noches y nos fuimos a dormir, pero ella tocó a mi puerta, estaba en pijama con una almohada sujeta entre los brazos y me dijo: “Quiero seguir conversando”. Se sentó en el sillón y yo en la cama, empezamos a hablar sobre cómo habíamos llegado a este punto y ella soltó algunas lágrimas con mi historia. A continuación me contó la suya: “Cuándo nací, mi madre murió por desangramiento, los médicos no pudieron hacer nada y me crio mi padre junto a mis abuelos paternos. En el colegio era popular por ser la hija de un empresario multimillonario, así que terminé creyendo que de verdad era popular y me volví una engreída. Todos se alejaron de mí, y tiempo más tarde mi padre murió por cáncer de pulmón, fumaba mucho. A los

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diecinueve heredé la empresa de mi padre pero no tenía ni idea de lo duro que era ser multimillonaria, mucho trabajo, estrés, ansiedad... Al final decidí hacer ese trabajo tranquilamente ayudando a quien pudiese, y recientemente había visto en televisión que un grupo de hombres raptaba vagabundos por tráfico de órganos y tenía que ayudaros de alguna forma, pero descubrí el sitio demasiado tarde como puedes ver”, dijo con toda la sinceridad del mundo. “Es algo bastante triste, lo siento”. Se levantó del sillón y estrechó sus brazos para abrazarme. Le seguí el abrazo cuando vi que le caían las lágrimas, mojándome el pijama. Cuando se tranquilizó la aparté un poco y nos besamos, me miró fijamente y me dijo: “Buenas noches, gracias por eso” y se machó por la puerta con una sonrisa picarona en su cara Me acosté a dormir con una cara de bobo y una sonrisita que daba asco. A la mañana siguiente, llamé a su habitación para bajar juntos al restaurante y ella me abrió la puerta con el teléfono sujeto por el hombro, una plancha del pelo en una mano y un peine en la otra. Con mi cara de sorpresa, me senté en el sillón de al lado de la cama. Tras quince minutos, bajamos al restaurante, desayunamos sin decirnos nada de la otra noche y cuando intentamos subir por las escaleras, nos encontramos en el quinto piso un cadáver que había muerto recientemente. Era uno de los huéspedes que se alojaba ahí, es ese piso, la policía informó que ese hombre llevaba en paradero desconocido quince meses y que lo estaban buscando por haber asesinado a más de diez personas durante el atraco de un banco. Nadie del hotel sabía cómo había muerto ni a qué hora lo habían asesinado, pero la policía interrogó a todos los huéspedes, incluidos nosotros. La policía no pu-

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do aportar nada al caso, ya que nadie sabía nada lo que había sucedido. Ese era un caso de la policía, así que ni la chica ni yo nos metimos de por medio. Cuando subimos a nuestras habitaciones caímos rendidos en la cama y tanto la chica como yo pensamos lo mismo, dormir una siesta mañanera. Al despertarnos, bajamos tranquilamente por el ascensor para ir a comer y ella me dio un beso, se acurrucó en mí y, como si de magia se tratase, se durmió de nuevo, pero esta vez tan de repente que la cogí entre mis brazos y la intenté despertar para que no se hiciera daño, aunque por más que la movía, no se despertaba. Llegamos abajo y vi que todos estaban dormidos en el suelo como ella. La llevé acuestas en mi espalda hasta el hospital más cercano, pero toda la gente por la calle, en el hospital, cafeterías o donde fuera, estaba dormida menos yo. Minutos después también me dormí y me di cuenta de que todo era mi imaginación. La droga alucinógena me había hecho imaginar todo eso. Cuando desperté seguía en esa sala, esta vez con focos alumbrándome fijamente. Noté una mano por la espalda y, al intentar quitarla, sentí algo fluir como si fuese agua. En ese momento me di cuenta de que no tenía camiseta, que me habían hecho varios cortes en la zona abdominal y que me faltaba uno de mis dedos, pero no sentía ningún dolor. Cerré los ojos para no ver nada de lo que me iban a hacer y en ese instante me vi en un escenario, la chica era mi espectadora de la obra de mi vida, estaba viéndome en todo momento, sin embargo cuando intentó salvarme y sacarme de ese sitio murió y no pudo ver más mi actuación. Ahora, el actor principal de esta historia ha fallecido. La sala estará vacía para siempre, ¿verdad? Nadie se atre-

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verรก nunca a pisar el mismo suelo que un idiota y que su espectador muertos.

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Cuéntame un cuento, por Jesús Lapaz Toledo

Querido lector, si eres de aquellos a los que les gustan los cuentos estás de suerte y si no, también, porque la historia que os relato no es una historia cualquiera. Es un cuento para todos. Arturo tenía 13 años. Era el único hijo de un matrimonio que vivía volcado en la felicidad, todo era poco para

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que su hijo creciera sano y dichoso. Vivían en una lujosa casa de la calle Vero, una de las más conocidas de la ciudad. Le encantaba jugar a la Play con sus amigos Rudolf y Ernesto, a quienes conocía desde la guardería. Como cada sábado por la tarde habían quedado para jugar en su cuarto a Fortnite, su juego favorito. Todo transcurría como siempre. Ana, la madre de Arturo, había preparado tortitas para merendar, esto les calmaba un poco el estómago mientras se hacía la hora de la cena que tanto les gustaba, las deliciosas pizzas de Ana. Sin embargo ninguno sabía que aquella tarde sucedería algo que les cambiaría la vida para siempre. Eran las 8 p.m. cuando oyeron cómo varios vehículos aparcaban frente a la casa que se encontraba junto a la de nuestro amigo. —¡Nuestros vecinos, mamá! —gritaba Arturo mientras bajaba las escaleras desde su cuarto hasta el salón en busca de su madre—. ¡Hay un camión de mudanzas! —todos, incluidos sus padres, salieron de casa para conocer a los nuevos vecinos. Hacía 13 años que nadie había vivido allí. Los trabajadores de la mudanza hacían su trabajo mientras los nuevos habitantes del barrio se acercaban a Arturo y compañía. —Buenas noches —dijo una voz grave—, me llamo Rafael y esta es mi mujer Cristina y mi hija Cintia. Aquel hombre era muy corpulento, al oír su voz por primera vez todo mi cuerpo tembló. Su mujer y su hija apenas levantaban la vista del suelo. No pude evitar fijarme en la triste mirada de Cintia. —Gracias por salir a recibirnos, ahora tenemos que seguir con la mudanza —dijo Rafael. Fue el primero en entrar a su casa seguido de su mujer y su hija. —¡Vaya! —dijo mi madre—, parece poco simpático.

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—Dale un poco de tiempo, mujer, vendrán cansados del viaje —dijo mi padre como siempre intentando verlo todo de manera positiva. —Lo que tú digas. Vamos, chicos, que se enfrían las pizzas. Volvimos todos a casa y seguimos con nuestra diversión hasta que sobre las 10 p.m. vinieron a recoger a mis amigos. Estaba listo para acostarme cuando me acerqué a la ventana para cerrarla. Era casi medianoche y algo me sobresaltó. La casa de mis nuevos vecinos estaba a oscuras, pero justo en la ventana que tenía enfrente vi una sombra. Rápidamente cogí los prismáticos que suelo utilizar en algunas acampadas nocturnas que hago con mi grupo de scouts para ver las estrellas. Una anciana con una vela me miraba fijamente. Sus ojos eran negros como el carbón, su piel arrugada por la edad Y una sonrisa diabólica me dejó paralizado. Rápidamente me metí en la cama bajo mis sábanas de Superman y me quedé dormido. A la mañana siguiente les conté lo sucedido a mis padres. Pero me dijeron que sería la abuela de la familia, que no la habíamos visto la noche anterior. A mí esa respuesta no me convenció. Durante una semana, como cada noche a la misma hora, veía a la misma mujer en la ventana con su vela. Cuando llamaba a mamá para que la viera, llegábamos a la ventana y la anciana no estaba. Mi madre no me creía y yo no podía dormir. Eso hacía que en el colegio todos los profesores me regañasen por quedarme dormido en el pupitre. Tras un mes sin dormir, decidí hacer algo. Llamé a mis mejores amigos Rudolf y Ernesto y esperamos a que mis vecinos salieran de casa para poder entrar. La ventana del salón siempre estaba abierta y decidimos entrar por allí.

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Lo primero que nos llamó la atención fue el olor tan fuerte que había en la casa. Era un olor como el que yo imaginaba que echaban los cuerpos al ser derribados en el Fortnite. Todo estaba muy desordenado y sucio. La cocina estaba muy sucia pero no había ni un solo plato para fregar, en verdad es que no había ni un solo plato, ni limpio ni sucio, ni vasos, ni cubiertos, ni comida… —Aquí no se ha cocinado —dijo Rudolf—, es como si no viviese nadie desde hace años. Toda la casa estaba hecha un desastre. Subimos al cuarto de Cintia y aquello nos asustó todavía más. No había ni cama ni armario, solo una vieja butaca y una pared llena de muñecas de porcelana colgadas. Ninguna tenía ojos, e incluso había alguna sin cabeza. No tardamos mucho en salir de allí. Frente a esa habitación se encontraba el cuarto de sus padres. En este sí que había una cama enorme. Estaba cubierta por un viejo y polvoriento edredón. Nos pareció que algo se movía bajo él. Mis amigos estaban paralizados por el miedo. Yo me acerqué lentamente y tiré de una esquina. El edredón cayó al suelo y miles de cucarachas corrían de un lado a otro para poder ocultarse. —¡Ahhhh! ¡Socorro! —gritaban mis amigos mientras salían corriendo de aquel lugar. Yo tropecé y quedé tendido en el suelo. Cuando me incorporé para huir de allí me quedé paralizado. Estaba viendo el salón de casa y mamá sentada en el sofá. A sus espaldas se encontraba aquella vieja, pero esta vez, en lugar de tener una vela, tenía un cuchillo. Me miró con aquella cara diabólica y se dirigió hacia mi madre. —¡Noooo! Salí corriendo en dirección a casa, entré dejando la puerta totalmente abierta y no encontré a nadie en el salón. Miré por toda la casa y no encontré ni rastro de mamá ni

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de aquella anciana. Intenté llamar a papá por teléfono pero la línea estaba cortada. Subí a mi cuarto en busca de mi teléfono móvil pero me detuve frente a la ventana. De nuevo, en casa de mis vecinos, la vieja estaba allí, con el cuchillo en la mano y mi madre sentada en una silla, tenía la mirada perdida. Vi entrar a Cintia en la habitación de al lado, sus padres cubrían el suelo con grandes bolsas de basura. Yo estaba muy asustado y a la vez desesperado por no saber qué hacer. No podía perder tiempo, mamá estaba en peligro y yo era el único que podía hacer algo con ella. Cogí mi bate de béisbol y salí corriendo de casa lo más rápido que pude. La puerta de mis vecinos estaba entreabierta y entré sin dificultad. Atravesé el salón y me dirigí hacia el cuarto donde tenían a mamá. Entré y… Y ahora, mi querido lector, pensarás que esta no es una historia original, que se ha escrito mucho sobre casas abandonadas, extraños vecinos, que al final era todo un sueño… Pues te equivocas. Esta historia no tiene un final inesperado, esta historia tendrá el final que tu imaginación sea capaz de dibujar. Cada lector puede imaginar un final diferente. Algunos lo acabarán en dos líneas, otros quizás ocupen medio folio escrito a ordenador, para qué nos vamos a engañar, somos muy perezosos para escribir a mano. Quizás sea ese el motivo de que cuando tenemos que hacerlo sin más remedio, en un examen o rellenando un formulario, cometamos tantas faltas de ortografía. Otros, en cambio, podrán construir un final que ocupe varios capítulos. Aquellos cuya mente se ha enriquecido de los textos que otros nos han dejado como inspiración. Te propongo que hagas la prueba. Crea tu propio final para esta historia que yo he comenzado y comprobarás hasta dónde es capaz de llegar tu imaginación.

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Un consejo te voy a dar, si no sabes cรณmo acabar o tu final es algo corto, ya sabes la soluciรณn: lee mรกs.

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Pablo, por Irene Xue-Feng Lope Mateo

Entró en la habitación cerrando la puerta de espaldas, con un golpe seco y sonoro. Lanzó la gorra azul de algodón con las iniciales de Nueva York, que su padre le había traído de uno de esos viajes de trabajo que hacía al extranjero, sobre la cama. Era un preciado tesoro, pero en este preciso instante no le importaba nada. Había sido un día muy largo en el instituto. Se tiró encima de ella cabizbajo, con los hombros encogidos y su flequillo cubriéndole la cara. "Un fastidio, un chasco, un rollazo, una mierda...". Su rabia era grande. Se sentía acorralado. Sin posibilidades de salirse con la suya. En otras ocasiones ya le había ocurrido y su escape era ocultarse en su guarida, dejar pasar el tiempo, calmar su rabia y buscar una solución que le permitiera salir triunfante. Alzó la mirada y pudo ver a su amigo Pablo, sentado en el pequeño sillón que había al otro lado de la habitación. Solía colarse por su ventana. Raúl no sabía cómo lo hacía, pero de alguna forma siempre conseguía abrirla. Nunca lo retenía. No le daba importancia. Simplemente estaba ahí. Pablo era un muchacho distinguido, refinado y elegante; en definitiva, todo lo que Raúl no era. —¿Qué estás mirando? ¿Por qué me miras? Siempre te pasa lo mismo. Yo creo que es mala y no quiere que seas feliz, por eso te lleva al instituto —dijo su amigo

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—No quiero ir más, ninguno de mis compañeros me cae bien y yo no les caigo bien a ellos. La doctora Vera me ha dicho que debo buscar alguna afición y distraerme... — respondió fríamente Raúl —¡Esa vieja no sabe nada! ¿Por qué tienes que ir si no quieres? Deberías marcharte de allí porque solo quieren hacerte daño. Ella te odia. Tendrías que tomar una decisión... O ellos o tú. Raúl levantó su mirada a través de su flequillo. Le observó por unos instantes de forma vacía e inconexa. Era curiosa la admiración que Raúl profesaba a Pablo. Era mágico e intenso. Eran tan iguales, pero tan diferentes al mismo tiempo... —Todos te dicen lo que tienes que hacer. Nadie te entiende. Solo yo. Sé lo que quieres. Y tengo la solución. El gesto de Pablo asomaba una sonrisa maligna y una mirada insensible. —¿Qué puedo hacer? —dijo Raúl con un tono indiferente. —Quizás la destrucción puede ser el comienzo de tu libertad —contestó Pablo. —Pues yo quiero esa libertad. Pablo metió la mano en el bolsillo derecho de su pantalón y lentamente sacó un objeto que Raúl en ese momento no pudo identificar. Extendió el brazo hacia Raúl y le entregó lo que él llamaba "la llave de su libertad". El objeto no era más que un mechero. Probablemente lo había cogido del cajón donde su madre guardaba las velas. Al día siguiente, Raúl se levantó con un único propósito. Nada podría detenerlo.

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Cuando ya estuvo en el interior del instituto y los estudiantes se dirigían a sus respectivas aulas, aprovechó que el conserje caminaba hacia la puerta principal para, como todos los días, cerrar la puerta del vallado que rodeaba las instalaciones. Se dirigió al cuarto donde los profesores y alumnos hacían los trabajos de reprografía. Era el lugar perfecto para ejecutar su plan tal y como lo había organizado con su amigo. Miró a su alrededor. Había abundante papel para llevar a cabo su misión. Abrió unos cuantos paquetes de folios y los amontonó en el centro de la estancia mirándolos fijamente. Sacó de su mochila el mechero, lo acercó a los papeles y los prendió. Realizó la misma operación en otros dos puntos de la habitación. El humo empezaba a aflorar y el olor comenzaba a ser perceptible. Con absoluta indiferencia salió de la habitación y cerró la puerta. No contaba con que al final del pasillo el conserje estaba regresando. Se paró en seco y lo observó fijamente. Al ver su reacción, el conserje le gritó y comenzó a correr acercándose a él en un intento de atraparlo. El humo salía por debajo de la puerta. Se sentía acorralado. El conserje se desvió unos metros a la derecha para pulsar el botón de la alarma de incendios que había en la pared. Raúl miraba a su alrededor confuso y aturdido por el ensordecedor sonido de la alarma. No sabía qué hacer. Estaba paralizado, pero no tenía miedo. Se abrieron automáticamente las puertas de las aulas y alumnos y profesores salieron corriendo hacia el patio exterior. Mientras, Raúl, parado en mitad del pasillo, sentía los empujones que sus compañeros le daban en su carrera por salir. Una nube de humo comenzaba a impedir la visión. Sentía que el aire no le entraba en los pulmones. Y, con un grito, se tiró al suelo

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desesperado llevando sus rodillas hacia la cara. Miró la puerta de entrada y vio a Pablo apostado observando la escena. El caos se apoderó del inmueble y Raúl quedó inconsciente tendido en el suelo. Abrió sus ojos. Pudo comprobar que estaba tumbado en una cama. Quiso llevarse la mano a la cara y descubrió que sus muñecas estaban atadas. Las paredes eran blancas, sin ningún tipo de decoración. La luz de la lámpara del techo iluminaba por completo el lugar. Se acercó un hombre de complexión fuerte y de tez morena, vestido con lo que parecía ser un traje de enfermero, también blanco. Dirigiéndose a alguien que estaba a su lado, informó: "Ha despertado". Una figura femenina avanzaba hacia la cabecera de la cama. Pudo ver que era su madre con gesto demacrado y triste. Se inclinó y le besó en la frente. —Papá mañana estará aquí. Cogerá un vuelo esta noche. Todo saldrá bien. Y de la misma forma que apareció fue difuminándose hacia el fondo de la habitación. Ahora aparecía al otro lado de la cama la Doctora Vera, que con voz suave y firme le preguntó: —¿Te acuerdas de lo que ha ocurrido? Has tenido una crisis muy fuerte. Tienes que descansar y reponerte. Deberemos hablar más adelante para ajustar tu medicación. Pasaron los días. Llevaba con riguroso control un programa de actividades bien organizadas por sus terapeutas. El tiempo pasaba despacio para él. No anhelaba el mundo exterior ni se sentía especialmente a gusto en su interna-

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miento. Todo le resultaba indiferente. Ese día había decidido asistir a la clase de pintura para dibujar al óleo. Estaba mezclando colores cuando de repente entró la doctora Vera. —Hola, Raúl, ¿cómo te encuentras? —Estoy bien —contestó sin apenas mirarle. —Es importante que seas sincero y me contestes. ¿Sigues viendo a Pablo? Raúl levantó su cabeza y la miró fijamente. ¿Qué podía contestar? No quería mentir, pero Pablo entraba en su mente sin que él pudiera controlarlo. Para él Pablo era toda la fuerza y valentía que él no tenía. La medicación solo hacía que no pensara tanto en él. En verdad no había visto a Pablo, pero sabía que estaba cerca. Lo sentía como una fuerza irrefrenable que sacaba de él todo aquello de lo que carecía, su alter ego. Sabía que su existencia le perjudicaba, pero al mismo tiempo lo necesitaba. No lo podía sacar de su mente. Lo creó para sobrevivir en ese mundo que no le gustaba y que no quería. Le inspiraba y, aunque pudiera resultar extraño, le ayudaba. Raúl guardó silencio. La doctora, tratando de dejarle espacio, se levantó e inclinándose le susurró: “Cuando estés preparado, búscame. Ya sabes dónde estoy”. Raúl dejó que la mujer se fuera y quiso seguir mezclando los colores, pero de repente miró hacia el gran ventanal que había en la sala. Ahí estaba Pablo observándole. Ambos intercambiaron una sonrisa.

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Alias Murphy, por Abraham García Ibáñez

Beep beep beep. Suena el despertador y empieza así otro día en la monótona vida de Saúl. Sin apenas abrir los ojos, extiende el brazo para apagar la alarma pero en lugar de apagarla lo que consigue es tirarlo al suelo. No es la primera vez, en realidad ya es parte de la rutina diaria. El aparato tiene una esquina rota y la pantalla destrozada. Es un milagro que siga funcionando. Se levanta bruscamente de la cama, se agacha a coger el despertador y al levantarse se da un golpe con la esquina de la mesa de noche. —¡Maldita sea! —le duele un poco pero en seguida se le pasa. Se vuelve a sentar en la cama, coge el móvil y se pone a revisar sus redes sociales. En verdad no es un hombre enganchado a las nuevas tecnologías pero no quiere quedarse anticuado. Dan las siete y media y se mete en el baño dispuesto a ducharse. Entra en la ducha y empieza a caer el agua por la alcachofa. —¡Maldición! —más que una ducha parece un baño en el polo norte. No sale agua caliente. —Es verdad, demonios, no me acordaba —el día anterior había un papel en el ascensor que avisaba de cortes de agua caliente durante todo el día. Dada la ducha por finalizada, se viste y baja a la cocina para prepararse un café. Enciende la cafetera y mientras se 49


prepara unas tostadas. Pero la cafetera está haciendo ruidos raros así que va a apagarla justo cuando se le cae todo el café encima. Está ardiendo. —¡Maldición, maldición, maldición! —se quita la camisa lo antes posible y va al baño a secarse. Tiene toda la ropa manchada y tiene que cambiarse. Abre el armario pero no quedan camisas blancas, están todas con la ropa sucia. Se decide por un polo blanco (puede dar el pego), coge otros pantalones y unos calcetines. Bueno, calcetines no coge porque no hay dos pares iguales, por lo que coge los dos más parecidos y por fin baja a desayunar. No se atreve a preparase otro café, así que se toma un vaso de leche con las tostadas. Unta mantequilla y mermelada de naranja y se la va a comer cuando se le cae al suelo. Cómo no, cae del lado de la mermelada. Pero esto ya se lo esperaba y coge una caja de galletas María. Por fin sale de la cocina y mira el reloj del salón. ¡Las ocho y media! Va a llegar tarde al trabajo. Entra a su despacho para coger su maletín pero no estaba bien cerrado y todos los papeles salen volando. Tarda aproximadamente diez minutos en ordenar todo el papeleo y salir de casa. Se para delante del ascensor y lo llama pero no llega. Espera pero no llega. Sigue esperando pero sigue sin llegar. Finalmente se decide a bajar por las escaleras pero a medio camino escucha abrirse el ascensor y sube como loco las escaleras. Pero llega tarde y el ascensor ya se ha ido. Cinco pisos después ya está en el garaje. Abre el maletero de su Opel Corsa y mete el maletín. Se sube al coche, lo enciende y sale disparado a la calle. No han pasado ni cinco minutos y ya está envuelto en un atasco en medio de la autovía. En la radio dan las nueve en punto y se suponía que a esa hora ya debería estar en

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su puesto de trabajo. Trabaja en un bufete de abogados. Había estudiado derecho y siempre ha ejercido como abogado. Treinta minutos después ya está en el aparcamiento. Apaga el coche, baja y va a recoger su maletín cuando se da cuenta que el maletero está abierto. No puede ser verdad, llevaba dentro toda la información sobre el caso de hoy. Entra en las oficinas pero no hay nadie. —Qué raro —se dice a sí mismo—, ya debería estar todo el mundo aquí. Lo que nuestro protagonista no sabía es que era domingo y no se daría cuenta hasta las once en punto. […] Es la hora de comer y va a un McDonald. Su casa está muy lejos y no tiene nada preparado porque pensaba comer con sus compañeros por allí cerca. Cuando entra en el establecimiento, ve que está lleno de gente y se sitúa en una cola para pedir. Mientras tanto la cola de la izquierda avanza rápidamente y decide ponerse en esa fila. Mala elección porque es ahora la de la derecha la que se mueve sin parar, pero decide seguir en su sitio. La cola de la derecha solo tiene una persona y en ese momento sí que decide cambiarse. En ese preciso instante el empleado acaba su turno y sale a fumarse un cigarro. Solo queda una cola y tiene que esperar quince minutos hasta que da el primer bocado a su hamburguesa industrial precocinada. Son las cuatro de la tarde y se decide por volverse a casa. Pero de camino al coche empieza a chispear. Eso da paso a una lluvia más fuerte, seguida de truenos, relámpagos… La luz ha desaparecido por completo; el cielo está tapado por nubes grises, gigantescas, que no paran de vaciarse. A eso hay que juntarle un viento huracanado y un frío que pela. No puede ni andar, es absolutamente impo-

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sible, la borrasca lo empuja hacia atrás y tiene que esperar en un soportal a que amaine. En esas, pasa un coche muy rápido atropellando un gran charco y empapando a nuestro protagonista. El día va de mal en peor y no tiene pinta de que vaya a mejorar. No tiene batería en el móvil para llamar a algún amigo, su paraguas está ahora mismo con su maletín y está mojado de arriba abajo. Tiene que llegar a casa sí o sí y el tiempo no tiene pinta de cambiar, por lo que sale corriendo lo más rápido que puede. Ya llegando al coche, y con más agua encima que el río Segura, se monta y enciende el motor. Pero de repente… ¡deja de llover y vuelve a salir el sol! Esto es alucinante. Es como si el Universo solo se estuviera fijando en Saúl. Ya está llegando a su plaza de aparcamiento. Llega y, efectivamente, encuentra el maletín, el paraguas y una almohada de las que todo el mundo suele llevar en el maletero. Sube a su casa y se prepara un bocadillo. Justo en esas se da cuenta de que es domingo y juega su equipo. Quedan tres minutos para que empiece el partido. No le da tiempo a secarse, así que se pone una toalla por encima y unos calcetines limpios. Se sienta en el sofá pero no encuentra el mando. —¿Dónde diablos está el mando? —se pregunta. Empieza a lanzar cojines por los aires, mira en las estanterías, en la mesa, en el baño, en la cocina… ¡No está! Decide poner la radio y escucharlo por ahí pero no tiene pilas. Claro, las pilas de la radio las usó para el mando de la tele. Un par de horas más tarde ve que su equipo ha perdido, y de paliza. Ya no puede salir nada bien y solo queda cenar

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e irse a dormir, que mañana sí que es lunes y hay que ir al trabajo. Llama al Telepizza y pide una familiar. Tiene bastante hambre debido a que una hamburguesa (si es que a eso se le puede llamar así) no basta para saciar el hambre de un hombre adulto. Le dicen que en veinte minutos estará allí; ¡y veinte minutos después, la pizza llega! ¡Increíble, algo saliendo bien! Una vez cenado, se pone el pijama y se mete en el sobre. Son las once y media y programa el despertador para la mañana siguiente. Cierra los ojos y a dormir. Dos horas más tarde, Saúl tiene ganas de matar a alguien. Los malditos perros del vecino llevan ladrando por lo menos una hora y así es imposible dormir. No sería hasta las cuatro de la mañana cuando por fin pudo entrar en sueño. […] Beep beep beep. Suena el despertador y empieza así otro día en la monótona vida de Saúl.

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Kurze und narr geschichte eines opfers1, por José Luis Fuster Reche

Érase una historia que no quería ser contada, pues se negaba a ser creada. Esquiva, se escurría entre los dedos de su escritor, que sujetaba esa pluma de la que no cesaba el goteo de tinta. Estas gotas, negras como la noche en la que estaba inmerso el insomne autor, caían sobre los pergaminos, ensuciándolos de una forma leve y abstracta. Atravesaron el papel y, una vez tuvieron a su alcance la mesa, no dudaron en ensuciarla. En un reclamo silencioso, la tinta negra se sentía sola, perdida, homogénea…, de modo que pidió un cambio, algo de originalidad. De un modo milagroso a los ojos inexistentes y minimalistas de una mancha de tinta personificada, precipitó algo fascinante. Una gota que se filtraba entre las fibras del papel, pero tenía algo distinto. No tenía nada en común con las otras gotas. Era roja. Y no solo eso. Era de un rojo magnífico, como el rojo de una rosa roja en contraste con un ramo de rosas negras. Era el foco de atención, era única… durante dos segundos. Entonces, empezaron a emerger del papel más unidades carmesíes que caían acompañando a la primera, eclipsando a alguna de las gotas de tinta, las cuales se lamentaron enormemente de su petición, pero era demasiado tarde. Como castigo, una ince1

Una historia breve y tonta de una víctima.

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sante lluvia roja como el fuego provocó un tsunami de consecuencias. Empapó el papel, rebosó por las patas de la mesa, llegó al suelo y se filtró por una grieta que se encontraba en el suelo, justo al lado del escritor, que, por cierto, estaba muerto. Al menos, eso fue lo que pudo concretar el forense que, confuso tras la inspección, era incapaz de articular nada más. —Ya, claro que está muerto. Lo habíamos dado por hecho desde el primer golpe de ojos que he dado a la escena del crimen. Se supone que su trabajo es decir algo que no sepamos, según tengo entendido —espetó uno de los detectives que se encontraban en la sala, rodeando al cadáver y rodeados de libros. —Señores, permitid que me explique —se recompuso el forense quitándose los guantes y presionando sus sienes, como si pretendiera forzar la apertura de los canales que le transmitieran la información necesaria para explicarse—, este sujeto ha muerto —repitió de nuevo— y no hay ninguna razón por la cual debiera estarlo. Veréis, normalmente, tras un crimen, suele haber pistas, huellas, errores en el plan del asesino… —Pero esta vez el asesino era tan pulcro y perfecto que ni siquiera ha cometido errores. Genial. —Podríamos concluir que simplemente ha sido un suicidio, pero nada lo indica. Ni veneno, ni armas… Es como si… —Como si simplemente hubiera muerto —se oyó al fondo una voz fría e intensa que captó instantáneamente la atención de los allí presentes.

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—Fíjese, señor forense —rompió el silencio el detective—, que posiblemente nuestro señor Holmes le entienda. —¿Me permite inspeccionar de cerca el cadáver? — prosiguió el segundo detective, ignorando el comentario de su compañero. Entró a la habitación dejándose ver. Se podía apreciar un grave contraste entre ambos detectives. El ya presente era algo más bajo, pero de un aspecto pulcro, con el pelo perfectamente recortado, la cara afeitada, y la mirada relajada. Por el contrario, el recién llegado a la sala tenía un aspecto bastante más descuidado. Llevaba una melena media recogida en una coleta, y el rostro cubierto por una descuidada capa de barba de varios días. Sin embargo, lo que más destacaba era la frialdad y seriedad de sus ojos. Eran simplemente marrones, sin nada especial, a excepción de la mirada. Avanzó hacia el cadáver con pasos firmes, sin apartar de él esa mirada, que si se sostenía durante el tiempo suficiente era capaz de transmitir la sensación de estar siendo apuntado con un arma cargada. Se quitó el guante derecho y acarició el pelo de la víctima, en busca de algo. Segundos más tarde, accedió a su brazo, y lo presionó por varios puntos. Tras esto, se paró a observar en lo que estuvo trabajando antes de fallecer. Una hoja cubierta de sangre y tinta carente de uniformidad y lógica. A decir verdad, no había nada escrito en ella. Palpó sutilmente la sangre y la metió en un pequeño frasco que sacó de un bolsillo de la gabardina. Entonces, procedió a inspeccionar el rostro del cadáver, levantando bruscamente su cabeza. Por un segundo, tras observarlo, su expresión fría pasó rápidamente a una mezcla progresiva de terror, nostalgia, agonía, y por último, convicción.

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El rostro que había despertado en él tal explosión emocional estaba con los ojos y boca abiertos de par en par, las pupilas perdidas en la infinidad y abundantes surcos de sangre brotando de cada uno de los orificios de su cara. —Salid de aquí todos, excepto Narr —ordenó cuando hubo recuperado su expresión habitual. Hubo un murmullo breve entre los allí presentes, pero tras un segundo de pausa, asintieron entre ellos. —Le asignamos el caso, señor Kurz. Depositamos nuestra confianza en usted y su osado compañero —dicho esto, abandonaron la habitación. Reinó por unos segundos el silencio, mas Narr terminó por arrebatarle la corona y ponérsela a sí mismo. —No sé qué me parece más extraño, si la apoptosis esporádica de ese sujeto, o el hecho de que todo haya transcurrido de este modo. Casi parecemos los personajes torpes de una novela de misterio escrita a contrarreloj por alguien inexperto, ¿no crees? Sí… durante un segundo he tenido esa extraña sensación… —Déjese de paranoias y écheme una mano. ¿Podría traerme los libros de mi padre? —le cortó Kurz mientras hurgaba con decisión entre las hojas llenas de escritos del escritor muerto. —¿Qué? No entiendo nada. ¿Primero acepta este caso y ahora me pide esos escritos llenos de polvo? Me ayudaría bastante que me dijera lo que pretende. En este momento, ni mi vívida imaginación es capaz de concebir una respuesta aceptable. —Empieza por hacerlo, y entonces te hablaré de lo que pasa por mi mente —entonces separó sus ojos de la hoja, sonrió a su compañero levemente y dijo—: ¿Qué sería de un detective sin la colaboración de Watson?

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—Qué bien se te da inmiscuirme en el papel —esbozó una amplia sonrisa en la cara—. Vuelvo en una hora. Y así pasó el tiempo ese detective cuya única aptitud parecía ser mirar con frialdad y hacer el trabajo del forense. Se dedicó a leer con interés lo que había escrito… Opfer, parecía llamarse. Tras una hora eterna, llegó Narr cargado de libros, hojas… que cayeron ruidosamente encima de la mesa más cercana que encontró, provocando un ligero estruendo que hizo a Kurz despertar de su trance lector. Sin decir nada más, comenzó a hablarle a su compañero acerca de lo que había encontrado. —No hay mucho. Parece que se dedicaba a escribir prosa ficticia, y en ocasiones algún que otro poema. Sin embargo, parece que no llegó a redactar todo cuanto hubiera querido. Muchas de sus obras estaban inacabadas… —Como flores que se marchitan antes de que llegue la primavera —completó por instinto el impulsivo compañero. Ante la mirada de estupor de Kurz, se encogió de hombros y se explicó—. Estamos siguiendo el caso de un escritor, y las únicas pistas que tenemos son sus libros. ¿No crees que si nos impregnamos de esa esencia dramática podríamos aproximarnos más al caso y así estar más cerca de resolverlo? —Adelante —dejó caer restregándose los ojos—, tú eres el loco lúcido. Quizás puedas extraer más conclusiones que yo. —Veamos, pues —dijo restregando sus huesudas manos Narr, en un gesto de manos a la obra— hay ocasiones en las que no se puede llegar a terminar una obra, porque no ha llegado a cuajar la idea, porque hay cosas más importantes en las que trabajar, o porque simplemente te abandonan las musas.

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—Un momento, ¿qué has dicho? —sus ojos se clavaron en su compañero, que parecía haber dado en el clavo. —Las musas. Eran criaturas de la mitología griega. Eran las encargadas de repartir inspiración entre los artistas. ¿Lo pregunta por alguna razón, o va a seguir ocultándome todo cuanto pasa por su cabeza? —Vale, le contaré algo —estuvo unos segundos mirando al suelo, buscando el modo perfecto de encabezar su relato—. ¿Recuerda lo que sucedió hace quince años? —Si no me falla la memoria, su padre falleció, ¿no es así? —No fue eso simplemente. Yo tenía unos ocho años y mis recuerdos son muy difusos, pero cada paso que doy en este caso me aporta más recuerdos que creía olvidados. Verá, cuando he visto el rostro del señor Opfer, me ha transmitido directamente a aquella noche en la que me levanté de la cama tras mi dosis nocturna de pesadillas, y me dirigí al despacho de mi padre, en un intento de que me tranquilizara con alguna de sus historias. Entonces, le encontré tendido sobre su escritorio. Le toqué la cabeza y el brazo para ver si se despertaba, mas no fue así. Su tacto, por alguna razón, era mucho más “seco” que de costumbre. Como si estuviera tocando un material. Entonces, me percaté de que estaba cayendo tinta de su escritorio. La recogí en un pequeño frasco cercano, y cuando me dispuse a despertarle con más interés, me encontré con esa misma expresión, una expresión que me atormentó durante meses hasta que la medicación y los psicólogos consiguieron inhibirla. Ahora, me he vuelto a encontrar de frente con ese caso que no pude resolver entonces, y que solo yo puedo resolver ahora. —Vaya… Esto se ha puesto verdaderamente interesante. ¿Entonces, de momento solo ha extraído la etérea

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conclusión de que simplemente las musas les abandonaron? —Esa solo ha sido su conclusión. Por mi parte no es tan sencillo. Debe ser a consecuencia de algo más que una mera creencia mitológica. Por eso voy a buscar entre los textos de mi padre. Probablemente extraeré más pistas de estos. —Extraeremos —corrigió Narr—, no creo que me tomen en serio si en mi informe escribo “Muerte por ausencia de musas”. Si me permite, me encargaré de examinar los libros de poesía. Le comentaré los detalles que ha pasado por alto. Dedicaron toda la tarde a leer, a hilar, a razonar, mas no había espacio para la razón en este caso. Era un laberinto que simplemente no tenía salida. Todo cuanto leían les confirmaba con más fuerza sus anteriores deducciones, pero no había nada más. Respecto a las otras pruebas, consiguieron confirmarlas, pero seguían en las mismas. Nada que concluir. Ambos frascos de sangre, el que extrajo de la víctima y la “tinta” que goteaba de la mesa del padre de Kurz, seguían líquidos, no habían llegado a secarse lo más mínimo, pero eso no conducía a ningún camino. Definitivamente, el rompecabezas era incongruente, no había forma de resolverlo, a pesar de que lo intentaran con ahínco. ¿Qué se puede extraer de esto? Se puede buscar un sentido profundo. Quizás simplemente no había forma de dar estructura lógica a tal amasijo de componentes, y han acabado hablando con voz propia. Quizás la premisa inicial era una introspección plasmada en forma de relato para rellenar un hueco sin mucho éxito. De hecho, casi parece lo más lógico. ¿Quién escribe un relato de detectives con personajes tan planos y argumentos tan inestables? Una de

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las recomendaciones es crear un esqueleto realista y estable, y en lugar de eso, se persiguió lo inalcanzable. Otra era crear personajes bien definidos y carismáticos, pero en su lugar tenemos a dos individuos sin raza, pero con nombre alemán que les define. Es más, hasta el loco se ha percatado de este despropósito. ¿Qué ocurriría si se intentara sacar más jugo al breve protagonista? Suerte que el poder de la omnisciencia permite hacer cualquier cosa. Se habían dormido, y no solo eso, la habitación estaba oscura. Ni siquiera un rayo de luz era capaz de iluminar lo más mínimo. Kurz, por alguna razón, se despertó. Se sentía desorientado y la cabeza le daba vueltas. Había leído demasiado y por un segundo creyó padecer un inicio del trastorno del ingenioso hidalgo, al menos hasta que algo inquietante hizo cesar sus cavilaciones psicológicas. Se distinguían tres ruidos: el crujir de su silla, los leves ronquidos de Narr y un rasguido seco. No tuvo más remedio que incorporarse e investigar por sí mismo. Avanzó con pasos cortos, y llegó hasta el escritorio de la víctima. Se restregó los ojos, y cuando se le hubieron acostumbrado a la oscuridad, pudo percatarse de que había un movimiento. La mano derecha de Opfer se movía, y estaba sosteniendo una pluma con la que escribía algo en un pergamino. Curiosamente, el detective fue capaz de distinguir perfectamente lo que se estaba escribiendo. Redactaba instantáneamente cada uno de sus movimientos, pensamientos o acciones. Aterrado, y sintiéndose controlado por una fuerza superior a él, se abalanzó contra el escritor, e hizo un intento inútil por arrebatarle la pluma. Era una verdadera estructura infranqueable que ni toda la fuerza del mundo podría haber movido. Entonces, el escritor, sin dejar de escribir, se giró hacia Kurz y le miró fijamente.

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—¿Qué ocurre? ¿No te gusta? —¿Qué demonios está pasando? —los ojos fríos del detective se impregnaron totalmente de terror y desorientación existencial. —Te voy a ser sincero. No deberías existir. Eres fruto del vacío, de una idea fugaz y sin fundamento. No es lo más frecuente ni lo más común, pero me he materializado en tu plano para hablar contigo sobre eso. —Entonces... ¿tú me has creado y estoy sujeto a tu voluntad? ¿No soy más que un personaje? —Y uno horrible y sin carisma, metido además en una historia horrible y sin fundamentos, que tiene que resolver un caso que ni siquiera yo he sido capaz de resolver. Por eso os metí a los dos como continuación de media página de relato que escribió mi subconsciente. No sé qué pretendía, la verdad es que quizás tenía la esperanza de que me ayudarais, pero me temo que viendo cómo ni yo puedo hacerlo, mi peor creación queda todavía más lejos. —Eso que dices es cruel y triste. ¿Has pensado en lo desagradable que resulta? Tu frustración literaria la has pagado conmigo y con Narr. ¿Ahora qué será de nosotros? Nos podrías haber creado perfectos, complejos. ¿No era eso mejor que cargar con el peso inútil de más personajes desechados? ¡Eres un verdadero c****n! —¡Vigila esa boca! Te recuerdo que en este plano tengo el control de todo. Voy a darte una explicación: no estoy nada inspirado. Las musas me han mandado a la mierda, por lo que parece que habéis deducido. ¿Cómo queréis que os dote de un poder del que carezco? No se puede esculpir una figura de arcilla cuando esta se seca segundos después de estar expuesta al aire. Piensa que para mí es mucho más horrible. Cuando acabe este relato, tu trabajo habrá terminado y te desvanecerás, pero yo solamente ha-

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bré completado de forma triste un relato más sin futuro… —hubo unos segundos de silencio, hasta que Kurz retomó la conversación. —Me hace gracia lo patético que ha sido todo. ¿Te has dado cuenta de que por mucho que intentabas forzar mi protagonismo, te decantabas más por Narr? Tienes debilidad por la demencia, no puedes evitar que brote de tus relatos. De hecho, él mismo se ha dado cuenta de esto y te ha delatado. Hablaba de un escritor inexperto. ¿Cómo se te ha ocurrido plantear una historia de misterio con una premisa así de etérea, y sin tener la menor idea de cómo estructurarla? Solo lo podría hacer un necio, un atrevido o alguien desesperado. —Sinceramente pensé que podría intentar crear una historia que cuadrara de algún modo, pero seguimos en el mismo problema. Mi inspiración está bajo cero. Si se me hubiera ocurrido algo mejor hubiera mandado todo esto a la mierda hace tiempo y lo hubiera planteado de otra forma. Hubiera escrito una historia ingeniosa, que transmitiera algo o tuviera algún mensaje, pero nada. Últimamente cada vez que escribo algo acabo rompiendo la cuarta barrera. Por cierto, ¿me enseñas esos dos frascos de sangre? —el detective sacó de su bolsillo los frascos, y estos levitaron por el aire hasta alcanzar la altura de los ojos del escritor—. ¿Qué crees que pretendía simbolizar con esto? —No lo sé. Creo que significa que, a pesar de todo, ni mi padre ni tú estáis realmente muertos. Es decir, las musas no están con vosotros, vuestra mente no produce un reflejo de vuestras emociones, pues no las hay. Vuestra alma no está impregnada de esencia, pero biológicamente, por muy seca que esté vuestra inspiración, vuestra sangre sigue líquida y cálida. Tienes razón. Cuando dejes de escribir en esa hoja, quizás mi vida haya terminado, pero tú

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seguirás vivo, y a no ser que soluciones ese problema, seguirás escribiendo mierda como esta. —La verdad es que sí… Al final casi pareces más inteligente de lo que imaginaba al principio. Como recompensa, te daré un final curioso. Encantado de conocerte, Kurz. Siento que seas un protagonista tan breve. —Y yo que seas un escritor tan… —¿Deplorable? —No deberías ser tan duro contigo. Solo eres una víctima. Si sigues aplastándote, no te resultará fácil atraer a las musas. De hecho, confío en que algún día puedas hacer algo útil con nosotros. Por lo demás, ha sido un placer, escritor. —Lo tendré en cuenta. Ahora cierra los ojos e imagínate tumbado en una cama. Kurz abrió los ojos confundido. Había tenido una pesadilla muy extraña, pero no llegaba a recordarla del todo bien. Entonces, se deslizó entre las sábanas y salió de la habitación donde se encontraba. Avanzó con pasos lentos por el pasillo, y abrió una puerta de donde brotaba un tenue haz de luz. Su padre estaba tendido sobre la mesa. Parecía haberse quedado durmiendo. —Papa, he tenido una pesadilla muy rara —se restregó los ojos con la mano—, me parece que esto ya lo he vivido antes, hace mucho tiempo. ¿Cómo se llama eso? —Hijo —dijo mientras se desperezaba—, creo que acabas de tener un déjà vu. Ve a tu cama y cuando termine de escribir este cuento, te lo leo para que vuelvas a dormirte, ¿vale?

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Collegium, por Adriana Melgarejo Guillén

PERSONAJES PRINCIPALES Marc Lowan: Un joven chico de 14 años, con ojos verdes intensos y pelo rubio. Su padre estaba desaparecido y su madre fallecida. Michelle Borrowoz: Una joven chica de 14 años, con el pelo castaño oscuro y rizado pero que se lo recogía en dos trenzas laterales, y los ojos tan oscuros como el carbón. 65


Sus padres, además de tener una gran fortuna y de ser propietarios de una gran mansión a la que acudía la alta sociedad y amigos con el mismo nivel adquisitivo, también pertenecían a la Asamblea del Collegium. Tenía dos hermanas mayores que ella, Lizbeth y Kristel, esta última era la mediana y la tenían por una increíble alumna aunque desgraciadamente falleció al realizar un experimento muy complejo de Química, ahora es un espíritu que se halla encerrado bajo tierra. Esta familia también ha adoptado a Marc Lowan que resultará un alumno muy destacado en Química, junto con su mejor amigo Connor. Pero todavía nadie sabe que estos dos jóvenes son excepcionales en esta materia, incluso ellos lo desconocen, Connor Hughes: Un joven chico de 14 años, con el pelo negro, y los ojos marrones tierra. Su madre, Bethany Walsh, había muerto durante la guerra, y Wyatt, su padre, era muy reservado, solitario e introvertido por la muerte de su esposa. Además Connor carecía de equilibrio porque tenía una pierna torcida que le habían operado varias veces, pero no se le había quedado bien y ahora tiene unas vistosas y espeluznantes cicatrices, que no le enseña a nadie. Joss White: Un joven chico de 14 años, con los ojos marrones, y el pelo castaño y de punta, muy sarcástico y contestón, cuya vida era la misma que la de Michelle hasta que dejaron de ser ricos, aunque sus padres continuaron siendo miembros de la asamblea. Además, Joss era el mejor amigo de Michelle de toda la vida. PRÓLOGO Desde las montañas, incluso desde la Luna y desde el Sol, se podía ver aquel increíble destrozo, era la hermana

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mayor de Michelle, Kristel, realizando su fracasado experimento de Química, cuando de repente apareció la querida esposa de Wyatt, Bethany Hughes, para ayudar a apagar el incendio incontrolado. Pero nadie se dio cuenta de que aquel aire tenía una toxina altamente tóxica que contenía aquel estrafalario experimento. La señora Bethany Hughes no pudo detener el incendio porque justo antes de que terminara de apagarlo y arreglar los destrozos, el aire contaminado le llegó hasta los pulmones y al corazón por medio de la sangre, le entró una embolia pulmonar, y los doctores no pudieron hacer nada por ella aunque sí por el niño que esperaba, Connor. Esa fue la única alegría de Wyatt, ya que no pudo hacer nada porque estaba evacuando a los alumnos del Collegium. Allí también murió la hermana de Michelle y de Lizbeth, así como la mayoría de los profesores. Connor Hughes era un chico desastroso que no le caía bien a nadie, ni siquiera a su propio padre, o eso creía él. Hasta los profesores lo tenían como un bicho raro, sobre todo el entrenador, que después de sus dos caídas en el terreno rocoso del colegio mientras corría, aunque más bien iba con paso rápido y a trompicones, el joven se sentía harto y entristecido porque no le dejaron hacer gimnasia en la vida. Él, enfadado y triste por su horrible pierna, no quiso ir más al colegio. Su padre, al oír eso, se dio cuenta de que su hijo no encajaba y decidió que estudiara en casa con profesores particulares, pero todos lo veían malhumorado, despistado y con un comportamiento estúpido. Por eso decidieron inventarse excusas para dejar de ir a su casa a darle clases, de manera que su padre tuvo que enseñarle en casa por medios propios. En sus ratos libres Connor paseaba en bicicleta con su perro Okley.

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Pero todo esto cambió un año después, cuando su tutor de hacía dos años citó a su padre pidiéndole que viniera lo antes posible al colegio por un asunto urgente. —Mire, Wyatt, este curso al igual que en los anteriores, va a empezar el Collegium y debe presentar a su hijo al igual que lo hizo usted —comentó el antiguo tutor de Connor. —Pero eso es imposible, porque a pesar de haber educado y enseñado a mi hijo, la asignatura de Química me ha sido imposible impartirla adecuadamente al no disponer de los materiales y utensilios necesarios —intervino el señor Wyatt. —¡QUÉ NO SE HABLE MÁS! —exclamó demasiado furioso el antiguo tutor de Connor—. Todos los alumnos van a ir y su hijo también lo hará, de hecho será el primero en entrar, ya que usted estuvo allí con unos excelentes resultados. Y eso mismo será lo que pasará con su hijo. Wyatt tuvo que obedecer, y llevó a su hijo al Collegium para las pruebas de admisión. Una hora después de esperar sentado en la escalera de la puerta de entrada, salió el director del establecimiento llamando a todos los participantes. Pasaron unos minutos andando en aquel establecimiento antiguo, descuidado y extraordinariamente escondido (lo bastante como para que Connor y su padre se perdieran unas cinco veces), cuando de repente se pararon y aquel extraño director les dijo que pasaran y se sentaran donde pusiera su nombre. Connor se sentó en el sitio indicado y, una vez acomodado, el director se marchó. Al cabo de un rato, entró un maestro joven y extrañamente alegre que les entregó a cada uno un examen diferente pero de igual dificultad para que no se copiaran, lo único que tenían en común era el último ejercicio:

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20. Todos estos años habéis aprendido Química y Física, y en este ejercicio demostraréis vuestro interés por estas asignaturas y vuestros conocimientos mediante la teoría. Escribe algún descubrimiento tanto químico como físico que hayas comprobado o descubierto. Después de responder deberás realizar su práctica en la sala de al lado.

Cuando terminaron, aquel profesor tan siniestro recogió los exámenes, los corrigió, y los que obtuvieron la mayor puntuación fueron dirigidos mediante el director a la sala de al lado para la práctica del último ejercicio. Connor, que no sabía nada de Química ni de Física, pensaba que no iba a saber esa actividad, pero eso no fue así porque, además de que la respondió, redactó un descubrimiento. ¿Pero cómo sabía eso Connor? Sencillo, porque Connor se había leído exactamente diez libros de Química y ocho libros de Física. Pero antes de que lo llamaran para realizar la práctica de aquel descubrimiento, salió el profesor siniestro (apodo elegido por Connor), diciendo quién seguía en las pruebas de admisión y quién no. Y las listas fueron: PRIMERO Michelle Borrowo SEGUNDO Connor Hughes TERCERO Joss White

Marc Lowan Ella Black

Joss se extrañó y pensó que Connor ocupaba el segundo puesto por su padre. De repente Michelle, Marc y Joss se acercaron para felicitarlo, menos Joss, claro. Michelle y Marc pudieron observar que cojeaba un poco, por lo que le ayudaron a subir las escaleras hacia la sala de prácticas, 69


aunque Joss, una vez más, no quiso colaborar ni interesarse por él. Connor fue el último en realizar la práctica del nuevo descubrimiento. Se trataba de unas pastillas para poder resucitar a las personas fallecidas, y todo estaba saliendo bien hasta que unos instantes antes de terminar, la fastidió por los nervios y por la falta de práctica. Después, entró al Collegium con Michelle, Marc y Joss, solo que Joss fue con otro grupo de alumnos que iba con la maestra Shannen. Ellos entraron con el maestro Reed, que los guio hacia sus dormitorios con el fin de que se prepararan para el nuevo curso escolar en el Collegium. Pero antes de que el maestro Reed se marchara, les dio sus carnés, que deberían llevar colgados siempre de un collar con todos sus datos personales, incluido el curso en el que estaban. EPÍLOGO El primer curso en el Collegium será algo increíble. Sobre toda para Connor, que nunca había tenido ningún amigo, y menos a unos que lo ayudaran tanto y que aceptaran su problema (porque Connor no quiere que nadie diga que es una discapacidad). Practicarán con los elementos, aprenderán fórmulas nuevas... Pero ninguno sabe qué problemas y desastres ocurrirán. Se las tendrán que ingeniar para poder contactar con sus padres, continuarán descubriendo rarezas, ocurrirán inesperadas acciones que tendrán que resolver, y... descubrirán qué son en realidad, qué materias y elementos dominarán y eso los transformará en...

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La casa abandonada, por Sergio Lozano Guirao

Érase una vez un grupo de niños que se llamaban Raúl, Iván, Marta y Nuria, eran muy amigos y vivían todos en una misma calle, que era peatonal. Lo que solían hacer por la mañana era quedar a las siete menos diez en el árbol que había en medio de la calle para luego coger las bicis e irse al instituto. Todos solían sacar buenas notas, pero Iván era 71


el que mejor las sacaba con todo dieces, era el más cerebrito del grupo. Luego estaba Pedro, que era muy bestia y siempre sacaba ceros en los exámenes aunque lo considerábamos el más fuerte de todos. Raúl, Marta y Nuria solían sacar notas como bienes, notables…, en fin, como las de un niño normal. Cuando salían del colegio cogían las bicis y se iban a una cabaña que estaba en el monte muy cerca de la casa abandonada. Estaba muy chula, era de madera, tenía una tele con la Play, un sofá que les había tocado en un sorteo y lo mejor es que estaba todo muy limpio porque una vez a la semana la limpiaban con un aparato que había creado el cerebrito de Iván. Ellos nunca habían entrado en 1a casa abandonada que estaba a diez minutos de la cabaña. Un día al tonto de Pedro se le ocurrió que quería ir a ver lo que había dentro. Entró él solo y vio que estaba todo lleno de grafitis y de botellas, a él eso no le daba miedo, pero al final del pasillo vio una habitación que estaba iluminada y cuando abrió la puerta… y se encontró a un hombre con un cuchillo en la mano, salió corriendo de la casa gritando y llorando del miedo. Al siguiente día se lo contó a sus amigos y les sorprendió, todos se quedaron en silencio hasta que Raúl dijo: “Tenemos que entrar a esa casa y ver lo que pasa, a lo mejor ese hombre no quería hacerte nada”. Al principio todos se quedaron callados por la idea que había dicho Raúl hasta que Iván exclamó: “¡Yo me apunto!”. Y así todos los componentes del equipo quedaron en ir a la casa a las 00:00. Esa noche, cuando iban a salir, Marta dijo que tenía mucho miedo, pero entre todos le convencieron. Cogieron la bici y se fueron a la casa. La primera impresión fue muy mala porque se trataba de una casa

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vieja, mugrienta y muy oscura. Pero a todos les llamó la atención el jardín tan bien cuidado que tenía, con muchas plantas y flores bonitas. Cuando iban a entrar oyeron un grito que les asustó aún más, aunque eso no les iba a echar para atrás. Abrieron la puerta de la casa y entraron, fueron caminando por el pasillo hasta que vieron unas escaleras poco estables que llevaban a la segunda planta de las cuatro que tenía la casa: el sótano, la primera planta, la segunda planta, y el desván arriba del todo. Cuando consiguieron llegar todos a la segunda planta revisaron todas las habitaciones y lo único que encontraron fueron más grafitis y más basura de gente que había ido anteriormente. Ya solo les quedaba el desván, que era la planta más terrorífica, ellos empezaron a oír ruidos en esa planta. Justo cuando iban a entrar, el mismo hombre que había visto Pedro con un cuchillo abrió la trampilla y gritó: “¡Fuera de aquí!”. Y ellos salieron corriendo y gritando. Cogieron las bicis y se fueron de ese sitio tan tenebroso. Cuando llegaron a la cabaña después de haber estado en la casa abandonada comentaron lo que había pasado y quedaron en ir otra noche, eso sí, pero armados y con mucho cuidado. Querían saber por qué ese hombre estaba ahí. A la mañana siguiente quedaron en el árbol de en medio de su calle como todas las mañanas. Estaban muy cansados, pero por fin era viernes y sus padres les dejaban irse a la cabaña al salir del colegio. Les surgió un inconveniente: a Iván se le había roto el móvil y se quería comprar otro, y justo esa mañana en Media Mark hacían rebajas de hasta el 50%. La idea de Iván era escaparse del colegio con todos sus amigos. En el recreo les propuso escaparse a Raúl, Pedro, Nuria y Marta. Al principio Nuria tenía un poco de miedo, pero

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como siempre, Iván tenía planeada una escapada y había falsificado unas autorizaciones de que no iban a asistir a esa clase. Ya solo faltaba marcharse. El plan era que mientras Nuria distraía a los profesores en el patio, ellos saltaban la valla y después le ayudaban a escalar sus amigos. Elaboraron el plan y todo salió al pie de la letra. Cogieron las bicis y se fueron a Media Mark. Iván se compró el iPhone X. Después cada uno se fue para su casa y quedaron a las 10:00 en la cabaña. Una vez allí se dispusieron a ir, no sin antes haber revisado su armamento. Llevaban una pistola de balines, una metralleta de balines, cuatro linternas, dos palos de escoba, muchos petardos y tres bombas de humo. Todos cogieron la bici y se fueron a la casa, convencidos de que no saldrían de allí sin descifrar el misterio. Ya en la puerta, se dispusieron a entrar. Pedro la abrió y entraron con las linternas encendidas. Estaban muy asustados, pero a1 mismo tiempo con mucha intriga. Fueron recorriendo todas las partes de la casa, hasta que de repente... ¡PUUUMM! El hombre apareció y les dio un susto para intentar ahuyentarlos, ellos retrocedieron dos pasos, pero ninguno salió corriendo. Todos se quedaron en silencio hasta que Iván preguntó: “¿¡Quién eres y qué haces aquí!?”. El hombre respondió que él no estaba ahí por capricho, no tenía casa porque la había perdido en un incendio y por eso tenía que vivir en aquella casa abandonada. Ellos le preguntaron por qué les intentaba asustar y él les explicó que lo hacía porque creía que eran unos gamberros que venían a pintar grafitis en las paredes y a hacer botellón. Luego Pedro le preguntó por qué estaba con un cuchillo manchado de sangre. Él se rio y les explicó que se estaba tomando unas salchichas con kétchup.

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Después de que les explicara la historia, les dijo que necesitaba ayuda, que no tenía trabajo y por eso no tenía otra casa donde vivir. Les contó que él había sido jardinero, pero estaba mucho tiempo sin trabajo. Los chicos entendieron por qué el jardín de la casa estaba tan bien cuidado. Le dijeron que iban a buscar una solución. Al día siguiente se juntaron para buscar la forma de poder ayudar a aquel señor. Entre todos decidieron ir a hablar con el alcalde del pueblo y pedirle que le diera un empleo. Le explicaron que era muy buen jardinero y lo convencieron para que les acompañara a la casa. El alcalde se quedó sorprendido de lo bien cuidado que tenía el jardín y decidió darle un trabajo como jardinero para cuidar los parques del pueblo. Tras varios meses trabajando se pudo comprar una casa. Los chicos estaban muy contentos de ver que habían ayudado a ese hombre y ahora tenía un trabajo y una casa.

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Nada es imposible, por Marina Fragua Serrano

Un niño llamado Enzo nació con una sola pierna, algo que a sus padres no les afectaba, ya que lo iban a querer con sus virtudes y defectos. Enzo tenía dos hermanos mellizos de cinco años que se llamaban Hugo y Valeria. Cuando Enzo cumplió siete años quería apuntarse a atletismo, cosa que sus hermanos mellizos no veían posi76


ble por su discapacidad, su madre también decía que no, ya que si se caía podría hacerse mucho daño y que sería imposible, ya que ningún entrenador quiere tener a un niño con discapacidad en su equipo. Su padre confiaba en él y estaba dispuesto a encontrar un entrenador para su hijo. El padre buscó y buscó y no encontró a ningún entrenador interesado por su hijo, con cada “no” que le decían sentía un dolor ya que él pensaba que estaban discriminando a su hijo por tener una discapacidad. El padre pensó por la tarde que él podría ser el entrenador de su hijo, se lo comentó a su mujer y ella le dijo que tuviera cuidado. Enzo llegó del colegio con sus dos hermanos, ellos siempre hacían carreras por el camino y Enzo algunas veces se animaba, sus hermanos nunca se metían con él por su discapacidad, ya que sus padres les habían enseñado que todos somos iguales y debían respetar a su hermano pequeño. Una mañana de sábado, el padre de Enzo, Pedro, se levantó y cuando se asomó a la ventana para ver el tiempo que hacía, vio a su hijo con un chándal, unas deportivas y toda su valentía, su padre lo veía orgulloso de él por luchar por sus sueños, supo en ese momento que su hijo necesitaba una oportunidad. El domingo por la mañana Pedro fue a despertar a su hijo, pero Enzo ya lo estaba esperando sentado en la cama con una sonrisa de oreja a oreja, su padre lo llevó a un parque muy amplio. Pedro ante todo intentó ver si el implante de su hijo estaba bien sujeto y así era, empezaron a calentar padre e hijo, los dos con una sonrisa. Tras media hora de calentamiento empezaron a dar vueltas por las calles de los alrededores para ver si Enzo tenía resistencia.

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Al cabo de los días Enzo iba mejorando, obtenía mejores marcas, tenía más velocidad y aguantaba bastante. Un jueves estaban entrenando como de costumbre y pasó uno de los mejores entrenadores de la ciudad, el chico vio la ilusión y valentía de Enzo y al instante quería tenerlo en su equipo, se fue acercando poco a poco a ellos y cuando estaba a escasos metros comenzó a hablar: —¡Hola! Me llamo Marcos Villanueva y he visto cómo entrenaba a su hijo o sobrino, y estoy dispuesto a convertirlo en uno de los mejores atletas del país, pese a su discapacidad. Enzo, superilusionado, fue a contárselo a su madre y hermanos, pero cuando llegó a su casa su madre no estaba y su hermana estaba en clase de baile, por lo que decidió esperarse a la cena para dar la noticia. Su padre mientras tanto estaba negociando con el entrenador, aunque Enzo no sabía lo que tenía que negociar, ya que la respuesta iba a ser claramente que sí. Para las ocho y media de la tarde llegó Valeria con su moño de danza y su macuto con sus cosas, como siempre saludó a su hermano pequeño despeinando su pelo castaño. Media hora más tarde llegó María, la madre, con las bolsas del Mercadona, que las estaba bajando de su Seat Ibiza rojo. Enzo, nada más verla, fue corriendo para ayudarla, su madre como siempre le dijo que tuviese cuidado. De los tres hermanos el más responsable era Enzo, el único que ayudaba a sus padres, ya que desde pequeño había tenido que cuidarse solo por su discapacidad. Enzo puso la mesa para cenar y dar la noticia, estaba con una gran sonrisa y su madre no paraba de preguntarle a qué se debía tanta felicidad. Enzo, desde la parte de debajo de las escaleras, llamaba a sus hermanos para que bajaran.

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Estaban los cinco sentados en la mesa redonda de cristal de la cocina, cuando Enzo dijo con una voz dulce y alegre: —Tengo que contaros algo. Un entrenador llamado Marcos confía en mí y quiere convertirme en uno de los mejores atletas del país. Todos se quedaron asombrados, su madre sobre todo, sus hermanos gritaron de alegría y su madre ni se lo creía. El lunes empezaron los entrenamientos con Marcos, él se quedó asombrado al conocer las marcas de Enzo, ya que eran bastante buenas. Al mes Enzo estaba mejor de aspecto físico, estaba más alegre… Después de dos meses de duro entrenamiento, Enzo se preparaba para su primera carrera, sus hermanos hicieron un cartel para animarlo. Enzo, nada más sonar el pitido de comenzar, empezó a correr, todo el mundo se quedó impactado ya que estaba corriendo contra personas sin discapacidad: en esa carrera quedó segundo y él estaba muy orgulloso de sí mismo. Enzo entrenaba todas las tardes o por lo menos lo intentaba. Con los de su equipo se llevaba bien ya que todos eran muy simpáticos. A Enzo le faltaba poco para competir en una carrera nacional de España y entrenaba todos los días con sus compañeros y Marcos. Marcos y Enzo tenían una conexión especial, se entendían a la perfección y Marcos lo animaba un montón. La noche de antes de la carrera Enzo no podía dormir de los nervios, ya que si ganaba iba como atleta a los Juegos Olímpicos Infantiles celebrados en Barcelona. Enzo se despertó con sus hermanos sentados en su cama y su madre con el desayuno en una bandeja, su padre mientras le estaba preparando la ropa del macuto.

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Marcos fue a recoger a Enzo con el autobús del equipo y sus padres tenían que ir detrás con el coche. Cuando llegaron, la pista de atletismo era muy grande, Enzo ni se lo creía. Fueron todos los del equipo al vestuario y Marcos los animó, y les dio consejos para que pudieran superar bien la carrera sin estar muy cansados. Comenzó la prueba de resistencia y Enzo comenzó bien, pero de repente apareció Daniel, un chico que parecía que le tenía manía a Enzo. Daniel le puso la zancadilla a Enzo en la pierna del implante, Enzo cayó, pero cuando vio a todos sus adversarios pasar, se levantó y comenzó a correr, iba el último pero todavía le quedaban unas cuantas vueltas, por lo que empezó a ir más deprisa, hasta conseguir estar en la segunda posición. El primero era Daniel, que cuando vio de nuevo a Enzo empezó a reírse. Quedaban solo unos escasos metros y Enzo estaba un poco cansado, pero podía aguantar sin problema. Daniel se iba cansando cada vez más hasta ponerse en la misma posición que Enzo. Cuando quedaban dos metros Enzo empezó a ir más deprisa, e iba en la primera posición. Cuando pasó la meta comenzó a llorar de alegría, sus padres y sus hermanos le abrazaron con todas sus fuerzas. Cuando recibió el trofeo gritó con ilusión: —¡Nada es imposible! Enzo se convirtió en un gran atleta, consiguió un montón de trofeos, medallas, etc. A los treinta años de edad, Enzo tuvo que retirarse del atletismo por una fuerte lesión en la pierna derecha… Enzo, después de su retirada, comenzó a animar a los niños con discapacidad a que cumplan sus sueños y que nada ni nadie prohíba que lo logren.

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Los secretos de la Historia, por María José Andrés Benedicto

Salí de la habitación, cerré la puerta con cuidado, echando la llave. Recorrí el largo pasillo de la planta superior de mi casa. Bajé las escaleras y fui directamente a la cocina. Estaba hambrienta y algo cansada. Me dirigí al salón y me senté en el sofá. Encendí la tele y cogí el ordenador. Revisé el e-mail, tenía un correo de la editorial: “Estimada Amaia: Le recordamos que la fecha límite para presentar su libro será el día 7 del próximo mes de mayo. A partir de ahí comenzaremos con la lectura y revisión de este. Gracias, Editorial La Fuente.” Miré el calendario, hoy era viernes 4 de abril. Todavía quedaba un mes, y realmente no iba mal de tiempo, llevaba mi libro bastante avanzado. Llevo un par de años metida en el mundillo, era algo que soñaba ser desde pequeña. Mi libro trataba de un tema que me encantaba desde mi niñez: la Historia. Siempre ha sido de mis asignaturas favoritas, incluso hace unos años hice un Grado en Historia. En resumen, mi libro habla sobre hechos concretos en distintos lugares en el pasado. Y para ello tengo una gran ayuda que mi abuelo, un arqueólogo llamado Luis, me legó… Un reloj que encontró en una excavación en el Cairo. Un reloj “especial”. Este tenía la capacidad de viajar a cualquier época y lugar del pasado. Lo sé, es algo extraño 81


de creer, lo mismo me ocurrió a mí en su momento. Unas semanas después de que él muriese, me entregaron una bolsa de tela y una carta. En ella me relataba las maravillas que el reloj era capaz de hacer, pero no me lo creí, hasta que una tarde aburrida decidí investigar y viajé a la Inglaterra del siglo XV. En fin, mi último viaje había sido a Alemania en 1689. Cuando me di cuenta de que se había hecho tarde, me di una ducha y cené algo ligero: una ensalada y salmón. Estaba derrotada, así que me fui a la cama. Unos días después me preparé las cosas necesarias para el próximo viaje que iba a realizar. Nos transportamos a la Francia de 1791, que estaba en pleno momento de la Revolución Francesa. Allí pasaría los días como doncella del rey Luis XVI. Me dirigí a la habitación donde guardo el reloj, junto con provisiones y vestuarios adecuados a las épocas y lugares a donde he viajado. Me cambié y me puse la vestimenta apropiada de una doncella francesa de la fecha. Comprobé que llevaba todos los instrumentos necesarios y lo más importante: el reloj. Inscribí la palabra FRANCIA en este y el año 1791. Pulsé el botón rojo y di unos giros sobre mí misma hasta que desaparecí. Unos minutos más tarde me encontré en una esquina de un callejón. Después de unos segundos, hasta que mi vista se acostumbró al sol, lo primero que vi fue un coche de caballos que atravesaba una animada plaza francesa. Recorrí la plaza y unas calles hasta situarme en posición para dirigirme al Palacio de las Tullerías, nueva residencia real desde que el rey se vio obligado a marcharse de Versalles.

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Llegué allí y conseguí que me contrataran como nueva doncella. Ayudaron mucho las referencias sobre el trabajo en otras residencias de la nobleza. Rápidamente, tras instalarme y dejar mis cosas en palacio, comencé con el trabajo. Esperaba poder sacar más información e historias para mi libro. Después de dos días en el palacio solo conseguí cruzarme una vez con María Antonieta. El ambiente en las calles era muy alborotado, bastantes revueltas y llenas de indignación popular debido a la negativa de enviar soldados a luchar contra Austria. Abandoné palacio días después sabiendo qué iba a ocurrir. Dos días después, exactamente el 20 de agosto, los ciudadanos asaltaron el Palacio de Tullerías y el rey y su familia fueron arrestados. Decidí volver a casa, ya que no sacaría mucha más información, excepto que el rey fue guillotinado el 21 de enero de 1793. Después de varios minutos llegué de nuevo a casa. Siempre es agotador volver de un viaje. Por ello me fui directamente a dormir. La siguiente semana estuve añadiendo las notas de mi último viaje en el libro. Ya sabía el lugar de mi próximo viaje: la Italia renacentista. Unos días después ya estaba allí. Exactamente me trasladé a Florencia, donde en aquel momento era la época de mayor esplendor de los Medici. En esos días fui testigo de cómo Rinaldo Albizzi arrestó a la cabeza de familia de los Medici: Cosimo de Medici. Después de unos días volví de nuevo a casa. Ya era hora de añadir un nuevo capítulo al libro. Semanas más tarde ya tenía mi libro acabado. Tenía que presentarlo en los próximos días.

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Al fin llegó el día de la presentación. Me levanté temprano y preparé todas las cosas. Desayuné fuera de casa, en una cafetería a unos cinco minutos de la editorial. Cuando llegué, me hicieron pasar por un largo pasillo lleno de salas y despachos hasta llegar al que tenía que ir. Cuando estuve allí entregué los folios del libro y me avisaron de que ya me llamarían cuando se lo hubiesen leído. Pasaron unos días y me llamaron. Cuando llegué parecía como si estuviese vacío, como si no hubiese nadie… pero de todas formas entré. Estaba un poco oscuro porque la mayoría de las luces estaban apagadas, pero me dirigí al mismo despacho de la última vez, tal y como me habían dicho en la llamada. La puerta estaba cerrada, así que llamé, pero nadie contestó. Abrí la puerta, estaba oscuro y di varios pasos hacia delante para ver si había alguien. Justo cuando iba a darme la vuelta para marcharme, la puerta se me cerró en las narices. Vi una sombra de una persona en la pared, y me dijo que me sentase. Le hice caso y me senté. Y comenzó a hablarme con una voz como si estuviese distorsionada: —Veo que sabe usted demasiado, señorita Amaia… La verdad, al principio dudaba cómo había conseguido esta información, pero pensé cuál habría podido ser esa fuente y estaba muy acertado con la que era —me mostró un reloj, que a los pocos segundos reconocí—. La verdad es que fue un poco difícil de encontrar, pero no fue un problema para mí. Pero mi pregunta es: ¿Cómo puede tener una persona como usted esta cosa tan valiosa? Aunque sinceramente no creo que vaya a disfrutar más de ello, señorita Amaia. Estos secretos nunca saldrán a la luz. Nunca. Y usted tampoco volverá a viajar, ni a escribir sobre esto. No debe saberlo nadie, ni siquiera usted misma, y yo personalmente me encargaré de ello.

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Después de aquella charla salió del despacho. Pero no estaba sola en aquel oscuro despacho. Todavía había alguien detrás de mí…

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TIC TOC, por María Lapaz Toledo

TIC TOC, TIC TOC, ese es el nombre de mi canción favorita, me acompaña siempre, tanto en mis momentos más complicados como ociosos. Para poder disfrutarla en todo su esplendor solo tengo que cerrar mis ojos y relajarme, cosa que se me da bastante bien, la verdad, e ir a un maravilloso mundo del cual solo yo puedo disfrutar. Son las siete de la mañana y el armonioso tintineo es reemplazado por un horrible estruendo que anula las buenas vibraciones de mi cabeza, sustituyendo así mis ganas de vivir por las de morir. Y tú estarás pensando... ¿por qué eres tan pesimista? ¿Y este dramatismo? Solo es un lunes por la mañana. Pues por eso mismo, por eso estoy tan desesperanzada. Cansada de levantarme todos los lunes a las siete en punto, cansada de llegar al colegio y hacer siempre la misma rutina antes de entrar a clase. En primer lugar francés y después que el día siga siendo igual de aburrido, sin nada especial, sin nada que salga de la monótona repetición. Lo único bueno de estar en clase es que cuando yo quiera, cuando me apetezca, tengo la liberad de poder cerrar los ojos y volver a mi mundo, taponar mis orejas y escuchar lo que me agrada. Encerrar a la chica aburrida y liberar a la que sueña despierta, aquella a la que no le apetece volver a escuchar otra vez el famoso HOMEWORK de mi profesora de mates. Lamentablemente mi paz y tranquilidad dura apenas unos minutos, ya que se ve interrum-

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pida por el estridente ruido del timbre para salir al segundo recreo. La verdad, no sé para qué salimos, fuera hace un frío espantoso. Los profesores suelen amenazarnos con castigarnos sin patio, lo podrían hacer, ¿por qué no? Así no pasamos frío y ellos... pues ellos se piensan que la próxima vez nos vamos a portar mejor, yo creo que saldría rentable. Una vez inmersa en mi subconsciente me relajo y pienso en mis cosas, ¿qué comeré hoy? ¿Quién me lleva hoy al entrenamiento? ¿Saldremos puntuales con el profe de Física y Química? Sé que no son preguntas de cuyas respuestas dependa mi vida, pero prefiero eso a seguir en clase, aburrida, observando cómo mis compañeros se envían notas o cómo gastan bromas o hacen gestos. Siempre sentados en el mismo lugar, siempre la misma aula situada frente a dos pistas de baloncesto que usamos en Educación Física para practicar cualquier deporte, desde fútbol hasta letras humanas. Una vez en el patio nos disponemos a devorar nuestros almuerzos y al mismo tiempo hablamos sobre algo interesante que nos haya pasado, algún resultado de algún examen, etc., etc., y más etc. ¿Ahora qué toca? La pregunta del millón, siempre, antes de empezar las clases, nos volvemos locos planteándonos el mismo dilema y estaréis pensando: ¿Por qué tanto alboroto? Esperad a que venga el profesor y punto. Pues no, porque tenemos un tipo de fila distinto para cada profesor, por ejemplo: para nuestra profesora de Religión hacemos una fila larga que ocupa todo el patio, con nuestro profesor de Física y Química, hacemos una fila superrecta tan rápidos como nos permiten nuestros torpes pies; y hay otros profesores que ni se acercan a la fila, directamente

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nos llaman a voces porque tenemos un examen y hay que aprovechar el tiempo al máximo. —¿Qué nos toca? —me pregunta mi amigo Eduardo vociferando como si me encontrase a miles de kilómetros, a pesar de que lo tengo a menos de un metro de mí. —¡Sociales! —le respondo malhumorada, ya que por culpa de sus alaridos mi mundo interior se disipó una vez más. Mi amiga Iria y yo éramos las primeras de la fila, como siempre, y hablábamos sobre lo que íbamos a hacer en verano, cuando nos llamó el profesor de Geografía, Carlos, uno de nuestros profesores favoritos, quien llevaba ya casi dos años en este colegio tan monótono. — Hola, chicas, ¿qué tal? —nos preguntó el profesor con un tono amigable. —Buenos días, profe... ¡BOOOMM!, de repente un espeluznante estruendo provocó un inusual silencio en todo el centro durante unos segundos. —¡Viene del pabellón de infantil! —exclamó mi compañera Iria aterrorizada. Alarmadas, intentábamos no contemplar aquella horrible escena, pero era imposible ya que los estallidos continuaban, los gritos se incrustaban en mi cabeza y mis posibilidades de vivir iban disminuyendo. En medio de la angustia y la desesperación, logró sacarme del trance una voz conocida, cuyo tono había cambiado desde la última vez que lo escuché: era Carlos, nuestro profesor, que gritaba con voz acongojada: —¡Rápido, corred a clase, llevaros a todos los que podáis allí, vamos, vamos, no os paréis! Llegamos a la puerta de clase, no podía abrirla, yo que solía ser lenta para todo, si me metían presión era aún

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peor. Por fin entramos, nos sentamos en nuestros respectivos sitios y el profesor comenzó a contarnos: —Uno, dos, tres, cuatro... Faltan nueve. —¡Faltan nueve, vamos a morir todos, no hay salvación, caeremos uno a uno! —dijo un compañero histérico. —A ver, chicos, para empezar hay que calmarse, si seguís así va a ser mucho peor. No sé lo que ha ocurrido pero parece algo grave. Se han escuchado varias explosiones en todo el centro y parece que hay compañeros que no han podido llegar a clase, seguro que están con otro profesor. Haré todo lo que esté en mi mano para que salgamos todos de aquí sanos y salvos. Al oír esas palabras sentí que por lo menos podía respirar con normalidad, bueno, eso es lo que realmente me hubiese gustado que sucediera, pero nada que ver con la realidad. —Ahora que estáis más tranquilos voy a ver si puedo buscar ayuda. Quedaros aquí en clase, que estaréis a salvo —nos dijo Carlos. El tiempo pasaba y la espera se nos hacía eterna. Todos estábamos aterrados y decidimos salir de clase e intentar buscar ayuda. Nos encontrábamos en la segunda planta del pabellón de secundaria, cuando, de repente, oímos voces en el aula de 1ºA y yo me acerqué para ayudar a quien estuviera allí atrapado. Pero cuál fue mi sorpresa cuando vi a nuestro profesor de Biología sentado en una silla en medio de la clase. Se percató de mi presencia e hizo una mueca de socorro. Dos hombres armados se encontraban de espaldas a la puerta. Me volví para informar a mis compañeros cuando oímos pasos acompañados de unas voces. Rápidamente nos escondimos en los baños y escuchamos la conversación:

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—¿Dónde está? ¿Dónde se esconde? Sabemos que Carlos está aquí, si quieres salvar tu vida dínoslo —le decían aquellos intrusos al desvalido profesor. Este les dijo que no sabía dónde se encontraba, les imploraba que le dejasen libre, pero estos cada vez se mostraban más agresivos. Torturaron al pobre hombre hasta que no pudo pronunciar palabra. Puñetazos, patadas, quemaduras... Cada tortura era peor que la anterior, hasta que finalmente acabaron con su vida. Siempre recordaré aquella trágica imagen. Era algo que jamás pensaría que aprendería en el colegio. Nunca lo podré olvidar. Tras esto, todos mis compañeros corrieron más aterrados que nunca, cada uno hacia un sitio diferente. Yo me quedé paralizada a causa del miedo. ¿Cómo salgo de aquí? No puedo hacerlo sin que me vean, me matarán, pero tampoco puedo quedarme aquí porque me encontrarán y me matarán igual, venga, hay que arriesgarse, sin riesgo no hay emoción, a la de tres: uno, dos, ¡tres! Cuando salgo corriendo sin hacer el mínimo ruido, puedo observar la horrible imagen del cadáver de mi profesor, es una pena, era un buen profesor, sabía hacer bien su trabajo. Bueno, Sandra, céntrate. Por fin bajo a la primera planta y miro hacia los lados, no veo movimiento, he de ir despacio y rápido a la vez, avanzo sigilosamente porque sé que un paso en falso puede desencadenar un gran número de tragedias. Dos clases me separan de mi destino, ¿lo conseguiré? He de llegar a las escaleras para alcanzar la planta baja, una vez allí, tengo más posibilidades de escapar de aquel infierno. Fue entonces cuando alguien se abalanzó sobre mí sin apenas darme tiempo a reaccionar. Noté un dolor punzante en el brazo derecho, una sustancia recorría todo mi interior, me ardían los ojos, sentí un escalofrío que recorría todo mi

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cuerpo de pies a cabeza, no me sentía las piernas, creo que se me durmieron, y fue entonces cuando acabé con tanto sufrimiento, finalmente me derrumbé. Mis ojos volvían a la vida muy poco a poco y observaron un paisaje que me relajó completamente, era casi igual de relajante que mi canción favorita, la cual empezaba a echar en falta. Cuando acabaron de abrirse completamente vi la cruda realidad: si no me equivoco estoy en la cocina, bueno, estamos en la cocina. Mi situación era muy incómoda ya que estaba atada como una momia y lo único que se me vino a la cabeza era la imagen de mis compañeros aún con vida, pero lamentablemente eso era algo que yo no podría confirmar. Oía alaridos de auxilio, eran breves y lejanos, pero se entendían. —¡Socorro, estamos atadas y nos están...! —y allí se paró, pero ya me imaginaba lo que le seguía a aquella horrible frase, no sería muy agradable de oír. Aquello era un infierno, era muy desagradable ver cómo tus compañeros, tus amigos de toda la vida, iban cayendo lentamente, y tú sufriendo porque no sabías cuándo atacarían o de quién te podías fiar. Y yo me estaba quejando de mi rutina aburrida, ¡ahgg, que estúpida era! Ojala pudiera volver a escuchar aquel dulce tintineo y volver a mi mundo. La pregunta es: ¿Lo podré escuchar otra vez? Sigo ahí esperando maniatada y observo el reloj, marcaba las 12:45. Las horas se convirtieron en minutos, los minutos en segundos y los segundos en mi modo de morir lentamente. Cada vez que suena el TIC TOC mi mente se hace una nueva pregunta, de la cual no consigo obtener respuesta. De pronto oigo unos pasos que se aproximaban

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hacía mí, y ante mi sorpresa veo entrar a Carlos, mi profesor. Una sensación de tranquilidad invade mi cuerpo. —¡Rápido, salgamos de aquí cuanto antes! —me dijo mientras quitaba todas mis ataduras. Cuando nos disponíamos a salir de allí, escuchamos voces, ¿serían compañeros? Pero a medida que se acercaban descubrimos que eran aquellos invasores que habían alterado nuestra monotonía diaria. —Corre, Sandra —me dijo Carlos—, escóndete allí. Rauda y veloz como un gamo, corro a esconderme en la clase contigua. Miro muy aterrada cómo entran en el aula tres hombres robustos provistos de varias armas y una mujer. Alta, morena, muy atractiva y tan delgada que parecía una hoja de papel. —Hola, Carlos —dijo aquella extraña—, ¿es así como te haces llamar aquí, no? —¿Qué hacéis aquí, Rania? Me sorprendió enormemente que ambos se conocieran. —Nos ha costado mucho encontrarte, ¿sabes? Lo hiciste bien, pero siempre has sabido que yo soy mejor que tú y que tarde o temprano te encontraría, ¿verdad? Yo no salía de mi asombro, no entendía qué tenía que ver mi profesor con aquellos terroristas. —No tenéis derecho a matar a todos estos inocentes, ellos no tienen nada que ver —dijo Carlos casi sollozando. —¡Tú y solo tú eres el culpable de todo esto! —dijo aquella mujer llena de ira—. Nos dejaste tirados con la misión. —La misión era una barbarie. No podemos matar a inocentes en nombre de Dios —dijo mi profesor. Yo no podía creer lo que estaba escuchando. Aquel profesor que tanto nos gustaba, que era tan amable con todos, había pertenecido a un grupo yihadista.

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—Lo siento, “Carlos”, mejor dicho, Said. Jamás debiste darnos la espalda, sabes que nunca dejamos a uno de los nuestros. Alá quiere recuperarte y nos ha enviado para que volvamos a reconducir tu camino. —¡Jamás! —respondió él con firmeza. —Pues no hay más que hablar —sentenció la mujer—. Si no quieres volver a él de una forma lo harás de otra. Créeme, lo lamento mucho, eras uno de nuestros mejores miembros. Sin más dilación, la mujer apuntó con decisión a la cabeza de Carlos y apretó el gatillo tres veces. ¡Era espantoso, jamás había visto algo así! Es cierto que sabía del tema por haberlo visto, desgraciadamente, en varias ocasiones por televisión, pero nunca frente a mí. Mi sensación era indescriptible. Sobrecogida, caminé sigilosamente por el aula. Estaba sola. No daba crédito a todo lo sucedido. Tenía demasiadas preguntas sin respuestas. Aturdida por todo lo acontecido y sin ganas de correr más, miré el reloj de la pizarra digital que habían dejado encendida, eran las 14:17, quedaría muy poco para salir de clase y acabar con otra rutinaria mañana en ese monótono colegio. ¡Oh, la monotonía, la rutina..., cómo las echaba de menos! Me siento en el suelo bajo una mesa cualquiera, abatida. Ya han pasado varias horas y nadie viene a por nosotros. Tomo una libreta y un bolígrafo de algún compañero de esa clase que quizás haya escapado o tal vez ha sido una víctima más, no lo sé. Para intentar recobrar la cordura comienzo a escribir todo lo sucedido. Siempre me ha gustado escribir, mi profesor de Lengua dice que no se me da mal. Lo mismo decido dedicarme a escribir en un futuro. Pero ¿qué digo? ¿Estoy delirando? ¿Qué futuro? No sé si llegaré a salir de

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aquí con vida. Solo espero que cuando leas mi terrible y dolorosa historia no la ignores, ¡por favor! Lo único que quiero es volver a escuchar el TIC TOC que me hacía vivir el momento, relajarme, evadirme a mi mundo, ¿me ayudarás? Gracias por tu atención. Atentamente, Sandra.

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Muddle: 2ª parte, por Daniela Bayona Jiménez

En la primera parte de esta historia2, un 31 de Octubre brotó una planta en la mansión de Neferet, una bruja, a la misma vez que nació Robert y se produjo una serie de acontecimientos que terminaron en una gran explosión. Este trágico accidente llegó a todo el mundo. Robert tuvo que ser trasladado inmediatamente al hospital, donde permaneció varias semanas debido a las quemaduras de tercer grado. Una de esas noches en el hospital, estando él solo en la habitación y las ventanas cerradas, entró una brisa fría que parecía decir: ¡Volveré!, pero no le dio mucha importancia pensando en que había sido el aire al colarse por una de las rejillas de la ventana. Llegó Halloween del año siguiente. Esa noche había quedado para hacer una fiesta de pijamas con sus nuevos amigos, Clara y los trillizos Andrew, Ashlyn y Alex, y, ya que no querían sucesos como los del año pasado, se disponían a hacer algo menos peligroso, asustadizo: jugar al Monopoly. —Te toca, Robert —dijo Clara. Robert tiró los dados. —¿Treinta y uno? —pensó —. Chicos, ¿veis lo mismo que yo veo? —Sí, claro. Un cinco —dijo Alex.

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Publicada en el libro Relatos con ánimo de miedo I, que puede leerse en https://goo.gl/QGrntj (págs. 39-45). 95


Robert empezó a pensar que algo iba mal, que algo estaba pasando porque él no tenía tanta imaginación. Cuando Robert iba a mover su ficha las luces se apagaron. Todos empezaron a temblar. —Mantengámonos todos juntos, así nos sentiremos mejor —dijo Ashlyn. —El que esté más cerca que coja las velas que hay en el cajón del armario y que las encienda —dijo Robert. —¡Valeeee! —respondió Andrew titiritando. Cogió las velas y mientras las iba encendiendo decía—: ¡Chicos, el peligro ha pasado! —pero a los diez segundos de encenderlas vino un fuerte viento y se apagaron. —¡Calmaos, no pasa nada! —dijo Robert cada vez más asustado. —¡Sí, claro, no es nada! —añadió Andrew para simular que no tenía miedo. —¿Chicooos? ¡Decidme que sois vosotros! —dijo Robert. —Estamos enfrente de ti —respondió Clara. Robert sentía que alguien le tocaba y observaba y empezó a entrar en pánico —¡Andrew, enciende las velas ya! —exclamó aterrorizado. —¡El mechero no funciona bien! —¡Pues haz que funcione! Cuando encendieron las velas vieron a una planta con aspecto humano. —¡Aaaaaaaaaah! —gritaron a la misma vez que se ponían contra la pared. —¡Me cago en "la"; qué susto me has pegado! —dijo enfadado mientras le machacaba el pie a Muddle, debido a la mezcla de emociones que sentía—. ¡Un momento...! ¿Cómo estás aquí?

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—De mí quedó una semilla y gracias a los experimentos que le dieron poder, pudo crecer. Pero... ¿no les vas a explicar? —¡Aaah, sí! Chicos, este es Muddle y, como veis, es una planta con aspecto humano. Él es el que me acompañó en la expedición a la casa de Neferet. Muddle se acerca a Alex. —¡No me mates! —dice Alex. —¡No te va a matar, Alex! —dice Clara riendo. —¿Lo sabes? —pregunta Robert. —¡Pues claro que no, pero me fio de ti! Porque tú no vas a traer a alguien para que nos mate, ¿verdad? —Sí. —¡Anda ya! —dice Ashlyn. —¡No digas más tonterías! —añade Andrew. —¡La bruja sigue viva y está intentando volver a su estado original! ¡Mirad! —dijo Muddle susurrando para que no le escuchara la bruja. Miraron por la ventana y vieron cómo brillaba. Neferet estaba intentando absorber la energía de las torres de alta tensión (de la electricidad) y lo consiguió. Se transformó en un ser mitad fantasma, mitad humano (ya que tenía la apariencia de un fantasma pero podía coger objetos, etc., cosa que los fantasmas no pueden hacer), capaz de arrasar con todo. Con su voz creaba un fuerte viento; podía electrizar a la gente; provocaba terremotos que avanzaban como las olas del mar... —¡Ja, ja, ja!¡Os arrepentiréis de lo que me hicisteis! — gritó Neferet. Se pusieron a plantear un plan. —Y... ¿qué sugieres, Muddle? —dijo Robert. —Sugiero que se nos ocurra un plan lo más rápido posible.

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—¡Ja, ja, qué gracioso! ¡Así no ayudas! Pensando y pensando en cómo destruir a la bruja para siempre pasaron días, semanas... Al cabo de un mes Robert se mudó más cerca del colegio y al lado había una mansión. En ella sabían que vivía alguien pero nunca se veía entrar ni salir a nadie. Hasta que un día Robert decidió entrar. Pasó un rato desde que Robert llamó a la puerta hasta que abrieron. Era una mujer joven, de pelo pelirrojo, con pecas y delgada. La mujer lo invitó a entrar y parecía amable, así que aceptó. Robert se sentó en el sofá y la mujer le dijo: —¿Quieres una o dos galletas? En ese momento Robert miró fijamente a la mujer y sintió que lo miraba con odio, ira. —No, gracias, acabo de tomarme un vaso de leche con galletas —respondió él. Robert se fue a explorar la casa. No había nadie más, solo estaba ella. Subió al piso de arriba y con el rabillo del ojo vio que los cuadros le seguían con la mirada. Esto ya no era normal, aquí había gato encerrado. Al subir había un largo pasillo que daba paso a cada una de las habitaciones. En él deslumbraba una luz que provenía de una de las habitaciones y este era su cuarto. El cajón de la mesa se movía; Robert lo abrió y vio una varita igual que la de Neferet. Descubrió que esa mujer en verdad era Neferet y se fue inmediatamente de la casa, pero ella se lo impidió. Bajó lo más rápido posible las escaleras y, cuando se dirigía a la puerta, la mujer con una mirada penetrante le dijo: —¿A dónde vas, querido? —¡A casa, mi madre me está esperando para irnos! — respondió muy angustiado. —¡Mentiroso! —gritó la mujer con una cara horrenda. Neferet sabía que la había descubierto, apretó un botón y

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el suelo se abrió, cayendo Robert por una especie de tobogán que conducía a una celda. Robert se quedó allí, en un rincón de la celda llorando y repitiendo una y otra vez en su mente: ¡Muddle, ayúdame! Muddle lo escuchó y reunió a todos los amigos de Robert para ayudarle. De este modo quedaron en casa de los trillizos. —¡Chicos, hay que ayudar a Robert! —dijo Muddle. —¡Me apunto! —respondió Andrew. —¡Yo también! —dijo Clara. —¡Y yo! —dijo Ashlyn. —¡No os olvidéis de mí! —añadió Alex. —¡Bien! ¡Averiguaré dónde está Robert y mataremos a la bruja! —dijo Muddle. Y por fin se pusieron a idear un plan. —Podríamos distraer a la bruja con ruido y... — propuso Clara. —¡Me gusta! Y también podríamos poner trampas — respondió Alex. —¿Y cómo la destruiremos? —preguntó Andrew. —Tengo un libro de experimentos y uno se llama "La bruja de la luna". No lo he probado nunca pero creo que servirá —añadió Ashlyn Mientras, Muddle intentaba averiguar dónde se encontraba Robert. Al ser una planta mágica y al haber nacido el mismo día que Robert, podía meterse en su mente. Veía todo lo que él veía (una pequeña celda, vieja y mugrienta). Pudo localizar su señal, como un satélite, y leyó un cartel que decía "calle Footprint”. —¡Sé dónde está eso!¡Fui el otro día a su casa; él vive en esa calle! —dijo Alex. —Y... ¿dónde está? —añadió Ashlyn. —Está solo a unas manzanas de aquí.

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—¡Pues bien, pongámonos en marcha! ¡Coged todo lo necesario! —dijo Muddle. Alex se fue a la cocina y cogió harina y huevos. Luego fue al cuarto de la colada y cogió detergente. También cogió juguetes, chinchetas y clips, una cuerda, un cuerno de buey y cinta adhesiva. Ashlyn miró su libro de experimentos y también cogió todo lo necesario: agua, pelos de rata, tierra y polvos de talco. —¿Lo todo tenemos? —dijo Muddle. —¡Sí! —respondieron. —¡Pues vámonos! —Y, Ashlyn, ¿para qué es ese bocadillo? —preguntó Andrew. —¡Nada, por si me da hambre! —respondió riendo. De camino no les fue muy bien: un coche se estrelló al lado de ellos y casi los arrolla; a Andrew le cagó en la cabeza una paloma; Alex se estrelló contra una farola; todos los pájaros venían a Muddle, no dejándolo ver y haciendo que se cayera; Clara fue mordida por un perro que de repente se volvió agresivo; y a Ashlyn le dio la corriente al pisar una cable de la luz que había en el suelo. Algo les impedía llegar, ¿sería la bruja? Al fin llegaron, aunque no del todo sanos y salvos: Andrew llegó con un olor insoportable; Alex con la cara roja y medio atontado; Clara no podía mover la pierna debido al fuerte dolor; y Ashlyn llegó con los pelos como Albert Einstein y, de lo mareada que estaba, a cada paso que daba parecía que se iba a caer. —¡Entremos! —dijo Muddle. —¡Va-hip, le-hip! —respondió Alex, que del hipo que le había entrado más lo atontado que estaba parecía estar borracho. Llamaron a la puerta.

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—¡Pasad, pasad! Mi casa es vuestra casa —dijo la bella mujer. —¡Qué guapa es!—Dijo Alex susurrando mientras babeaba sin dejar de mirarla. Muddle lo vio, le dio un pesco y Alex volvió a la normalidad. Clara le dijo susurrando: ¡No te dejes llevar por las apariencias! ¡Las apariencias engañan! La mujer le ofreció un té y Muddle, presintiendo que esa mujer era Neferet, dijo: —¡Alex, no!¡No lo hagas! —¡No le hagas caso! ¡Bebe, está delicioso! —dijo con una voz maliciosa. Desaparecieron con un truco de magia: hicieron como si la harina fuera humo para que pareciese que se habían esfumado. Se fueron al piso de arriba (a su cuarto), cerraron y, como no había pestillo, taponaron la puerta con una silla, una mesa, etc., y ellos también se pusieron ahí para hacer fuerza y evitar que entrara. Ahora se notaba que esa mujer no era la que parecía ser; iba por el pasillo diciendo: ¿Dónde estááááis? ¡Os encontraré!, con esa voz de bruja. Alex se apoyó en una estatuilla que había en la cómoda y resultó ser una palanca. Les pasó lo mismo que a Robert, solo que no cayeron dentro de la celda, sino que cayeron fuera. —¡Alex, qué has hecho! ¡Para qué tocas nada! —gritó Clara. —¡Madre mía, estamos perdidos! —añadió Andrew. —¡Esperad! ¡No ha pasado nada! —dijo Alex. En ese instante el suelo se abrió y todos cayeron. —¡Mis huesos! ¡Me los he hecho cisco! —dijo Andrew dolorido por la caída. —¡Chicos, mirad! ¡Es Robert! —dijo Clara alegre. —¡Estás vivo! —añadió Alex.

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—¡Cómo me alegro de veros!? —dijo Robert emocionado—. Pero... ¿cómo me sacaréis de aquí? —¡Muy fácil! —respondió Clara. Cogió un clip y dándole forma abrió el candado de la celda. Mientras rescataban a Robert, Ashlyn preparaba la poción (el experimento). —Es para la bruja, ¿verdad? Veo que lo tenéis todo planeado —dijo Robert. —Bien, yo me pondré detrás del sofá y haré ruidos con el cuerno —señalando a Alex—. Tú cogerás la harina, los huevos y el detergente; echas el detergente en los escalones y pones la harina y los huevos en un cubo encima de la puerta —señalando a Clara—. Tú coges los juguetes y las chinchetas y los esparces en el suelo nada más subir las escaleras —señalando a Andrew—. Por último, tú cogerás la cuerda y la cinta adhesiva y la atarás. Luego yo cogeré la poción y se la echaré. ¿Listos? —dijo Ashlyn. —¡Sí! —respondieron. —¡Pues vamos allá! Cada uno hizo lo previsto. La bruja estaba en el piso de arriba. Robert tocó el cuerno y ella al oír el ruido quiso bajar y como estaba tan despistada no vio los juguetes. Resbaló y cayó por las escaleras bajándolas a toda velocidad. Siguiendo el ruido se levantó y fue hacia el salón. Al estar cerrada la puerta, ella la abrió y toda la harina y los huevos cayeron en su cabeza: —¡Mengajos asquerosos! —gritó. Mientras, todos reían. —¡Ahora, Andrew! —gritó clara. Ataron a la bruja con la cuerda y la cinta adhesiva y Ashlyn le roció la poción, pero lo único que consiguieron con la poción fue empeorarlo: la poción derritió la cinta y quemó la cuerda; y la bruja adquirió más poder y se volvió mucho más fea de lo

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que estaba. Los chicos se quedaron sin opciones. La bruja los arrinconó: —¡Ya os tengo, pequeñuelos! —dijo. Y tras no tener escapatoria, los atrapó y los metió a todos en la celda. —¡Tenemos que salir de aquí lo antes posible! —dijo Alex enfadado. Ahora tendrían que pensar otro plan. Intentaron abrir de nuevo el candado con el clip, pero esta vez no funcionó, pues la bruja había asegurado muy bien el candado para que no salieran. Escucharon a la bruja decir: ¡Mañana, gracias a ellos, me haré invencible! (porque iba a absorber la energía de cada uno de ellos), y Alex dijo asustado: —¿Habéis oído eso? ¡Nos va a hacer pedacitos! Les llevó unas horas pensar este segundo plan porque tenían las mentes en blanco. Hasta que Alex dijo con tono de tristeza: —No me ha dado tiempo ni a despedirme de esa chica de clase. Andrew pensó: Clase, clase… —¡Eso es! ¡Gracias, Alex! —dijo muy contento. —Pues, ¡de nada! —añadió Alex. —¡El otro día en clase leí un libro que decía que las brujas solo se pueden destruir con su propia magia! —¡Vale! Pero... ¿cómo salimos de aquí? —preguntó Ashlyn. En ese momento entró la bruja y se hizo el silencio: —¡Aquí tenéis, queridos! —dijo mientras dejaba una bandeja con vasos de agua—. ¿No estaríais intentando escapar, verdad? —¡No, señora! —respondió Robert asustado. La bruja se fue y todos se quedaron diciendo en sus mentes: ¡Menos mal! —¡Ta-chan! —dijo Muddle, pues había abierto el candado con sus dedos ya que eran como raíces flexibles.

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—¿¡Por qué no lo habías hecho antes!? —dijo Ashlyn enfadada. —Muy fácil. Porque no se me había ocurrido — respondió Muddle con calma. Salieron y, directamente, se fueron a buscar espejos. Cogieron uno gigante del tocador de su cuarto, otro mediano del baño y un trozo muy pequeño de espejo que había por el suelo. Le dijeron: —¡Eh, bruja, estamos aquí! La bruja les lanzó un hechizo y rápidamente pusieron entre todos el gran espejo delante; pero no aguantó lo suficiente, pues este se rompió. Neferet cada vez más enfurecida se puso a lanzar hechizos muy rápido. Uno de ellos fue hacia Clara pero Robert se interpuso haciendo que el hechizo le llegara a él y Clara directamente fue a socorrerlo. Neferet lanzó un último hechizo que iba para Alex pero puso el trozo de espejo que tenía y el hechizo rebotó impactando sobre ella. Cuando todo terminó fueron a ver a Robert. Clara con Robert en sus brazos lloraba y lloraba. En tono muy bajito y casi sin voz Robert dijo: —¡Gracias por todo, chicos! —y entonces cerró los ojos, muriendo así. Muddle, llorando, se acercó y una de esas lágrimas cayó en su pecho entrando en su corazón. Al cabo de unos minutos Robert abrió los ojos. Entonces Clara empezó a sonreír y la sonrisa se les contagió a todos. Gracias a esa lágrima Robert no llegó a morir. Y así es como derrotamos a la bruja.

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En la parada, por Mª Elena Fernández Pelluz

Sonó el timbre que daba por terminadas las clases de aquel día. Cogí rápidamente mis cosas y salí disparado hacia la parada del autobús, pero ya era demasiado tarde, al parecer esos abusones que siempre se metían conmigo habían sido más rápidos que yo y no tuve otra alternativa que esconderme tras unos coches hasta que se fueran. Desde siempre he sido un blanco fácil para los matones, ya fuera por mi estatura, mis gafas un tanto anticuadas o incluso mi forma de vestir. Aun así, siempre intenté hacer caso omiso a los motes, insultos y demás. Sin embargo, esos tres eran diferentes, me buscaban para quitarme las cosas que llevara encima y a veces me pegaban, por eso preferí coger el siguiente bus y esperar. Una mujer mayor vestida de negro, canosa y con un bastón en su mano derecha se sentó en el banco de la parada del autobús; mientras, los abusones, cansados de esperar, decidieron marcharse. Cuando se alejaron lo suficiente para que no me vieran, salí de entre los coches y me senté junto a la anciana, a la que saludé. —Buenas tardes. Me miró asombrada y sin dejar de mirarme me contestó sonriente: —Oh, qué niño más gentil. Buenas tardes para ti también... ¿Emm? —¡Manuel, señora! Me llamo Manuel.

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—Manuel…, es un nombre hermoso —me dijo mientras cogía mi mejilla. —Muchas gracias, señora. —No, por favor, llámame Pilar. Fue la media hora más corta de mi vida. Al principio ella, al ver que no paraba de mirar a todos lados, empezó preguntándome por qué estaba tan nervioso. Al final me sinceré con doña Pilar y le conté todo. Me sorprendió su reacción despreocupada y más aún su respuesta: —No te preocupes, no te harán nada mientras yo esté aquí. Agarró mi hombro con fuerza y me sonrió. Tras esto, me habló sobre sus nietos y su hija, también sobre las personas y lo importante que era la familia para ella. Estaba impresionado, no sabía si era su forma de contar historias o las extrañas palabras que utilizaba lo que hacían que no pudiera dejar de escucharla hablar. Por desgracia, el autobús ya había llegado, así que me levanté y me extrañé al ver que ella no lo hacía. —¿No sube, doña Pilar? —le dije señalando el bus. —No, todavía no me voy. Aun no es la hora. —En ese caso, gracias por contarme esas maravillosas historias. —Gracias a ti por escucharlas. Al llegar a casa, abracé a mis padres y subí a mi cuarto lo más rápido que pude para que no me preguntaran por qué había llegado tarde. Por fin terminé los deberes y me tumbé sobre la cama. Reflexioné sobre todo lo que me contó aquella anciana tan amable, y no podía esperar a que me contara otras de sus historias. Al día siguiente, volvió a sonar el timbre, pero esta vez no tuve prisa en recoger o en ir a la parada. Los matones volvieron a esperarme allí y yo volví a esperar escondido

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hasta que se fueran. Cuando se fueron, me senté en el banco con la esperanza de volver a ver a aquella mujer encorvada con su bastón. No tuve que esperar mucho, pues apareció casi al instante. Una vez sentados nos pusimos a hablar y no pude evitar preguntarle sobre esa peculiar forma de hablar, a lo que ella me respondió: —¿Mi forma de hablar te parece extraña? —Más bien me parece interesante. —Me alegro de que te guste. Me dediqué a eso durante mucho tiempo. —¿A qué? —A contar historias. En mi juventud yo era periodista en una revista nacional donde tenía que hacer todo tipo de entrevistas y artículos. —¡Wow! Eso es increíble. —Bueno, estuve durante veinte años viajando por todo el mundo, entrevistando a todo tipo de personas célebres, pero no fue hasta que adopté a mi hija Alicia cuando me di cuenta de que me dediqué solo a trabajar y me olvidé de lo más importante: vivir. Así que volví a mi casa y rehíce mi vida; empecé a trabajar en un periódico local, con el dinero que ahorré me compré una casa y me dediqué a cuidar de mi hija. —Vaya, nunca lo hubiera imaginado, ha tenido una vida de película. —La verdad es que sí. —¿Podría contarme alguna historia sobres sus viajes? —le dije ansioso. Ella me habló de cuando estuvo en Egipto cubriendo una noticia sobre unos nuevos hallazgos o cuando estuvo entrevistando a Indira Gandhi, la que fue primera ministra en la India.

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Me pasé los siguientes días pensando en qué historias me contaría doña Pilar. Me encantaba imaginarme cómo pudo llegar hasta donde había estado con su esfuerzo y eso me animaba y me hacía sentir que yo también podía hacerlo; que yo podría hacer lo que quisiera si me esforzaba. Esperé en el banco hasta que vino y, como ya era normal, nos pusimos a hablar. En ese momento, aparecieron las personas a las que menos quería ver en este mundo. —Enano, ven, queremos hablar contigo —dice el más alto de todos. Pilar se levantó y apuntó con su bastón a uno de ellos. —Tú te llamas José Luis. Tu padre es el Perdigones y ahora está cumpliendo condena por posesión de drogas y maltrato, ¿verdad? Pues que sepas que porque hayas tenido la mala suerte de tener un padre así no significa que tengas que pagarlas con este chico. Señalando al segundo le dice: —Te llamas Antonio y ni siquiera quieres estar aquí, pero tienes tanto miedo de que estos te hagan lo mismo que a Manuel que prefieres ser un fanfarrón como ellos. Por último señala al más alto. —Y tú, Francisco, tú eres el peor de todos, porque, a tu joven edad, un sentimiento sádico te hace querer hacer daño a otras personas por el mero hecho de que disfrutas haciéndolo. Deberías hacértelo ver. Los tres, enmudecidos, se miraron entre ellos sin saber cómo esa anciana que no conocían de nada podía conocer esas cosas. Yo también me quedé sin palabras, nunca la había visto de aquella forma. Dos de ellos se marcharon, pero Francisco no se fue, parecía como si quisiera decirle algo, pero antes de que pudiera contestarle, Pilar le cogió de la barbilla y le susurró:

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—Hijo, he visto a muchos como tú y todos han acabado muy mal. Tras esto, Francisco se fue a regañadientes. Doña Pilar se giró y cogió mi mejilla. —Ya no te volverán a molestar —me dijo—. Estoy segura de que serás un gran hombre y serás muy feliz; ahora me tengo que ir, ya es la hora. Ella me sonrió y le di un fuerte abrazo. Sentí una sensación entre alegría y tristeza, algo me decía que no volvería a verla. El autobús llegó y cuando miré por la ventanilla vi cómo se levantaba y se marchaba. En ese momento me di cuenta de que nunca había subido al autobús y tampoco me dijo por qué estaba allí, en esa parada. Después de aquella semana, nunca más volví a verla. Hoy en día trabajo de periodista en una revista, tengo una familia y soy la persona más feliz del mundo. Nunca dejé de pensar en aquella adorable anciana a la que no pude darle las gracias y en si realmente existió o solo fue un sueño.

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Realidad confusa, por Diana Carolina Paniagua Gómez

1. DONDE TODO EMPEZÓ Todo me dolía... Sentía que la cabeza me iba a explotar, me la agarraba con fuerza y gritaba dejándome la voz en cada grito pidiendo ayuda, con la esperanza de que todo terminase, que alguien viniera y terminase con mi sufrimiento, pero poco a poco me daba cuenta de que nadie vendría y perdía la esperanza, nadie me oía…, nadie iba a venir… Estaba todo oscuro, hacía frío y yo me encontraba ahí sentada en la oscuridad, miraba alrededor, pero no veía nada, percibía muchas emociones y sensaciones que no comprendía, se perdían y empezaba a escuchar voces, pero no las entendía del todo, solamente sé que me eran familiares. Cerré los ojos, empecé a sentir el sabor de la sangre en mi boca y a sentirla caer por mi piel, pero cuando me toqué, me di cuenta de que no había nada…, y me pregunté: ¿Es esto real? Un estruendoso sonido me hizo entrar en razón, me encontraba tumbada en la cama, vestida y mal maquillada, intenté recordar el día anterior, pero me empezaron a dar pinchazos en la cabeza al hacerlo, por lo que no quise recordarlo, me levanté y me miré al espejo que había en la esquina. Al verme, noté que tenía algunos moratones y rasguños por todo mi cuerpo, miedo me daba preguntarme

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el porqué de ellos, fue entonces cuando desde el espejo vi detrás de mí el reloj, llegaba tarde al trabajo. Confusa, me preparé y salí de casa, abrí el coche, metí mi mochila en el maletero y, al subirme, empecé a marearme un poco, pero conduje igualmente hasta el centro de la ciudad, donde trabajaba como camarera en un pequeño restaurante, del que a lo mejor me despedían por llegar tarde. Cuando llegué, me bajé corriendo del coche, cogí mis cosas y entré sigilosa por la puerta de atrás, me puse el delantal y salí a atender a los clientes, lo malo fue cuando presencié que todas las mesas estaban siendo atendidas, por lo que me fui a descansar un rato al descansillo que había para los trabajadores hasta que pudiera atender a alguien y el mareo amainase un poco. Mi descanso se terminó cuando escuché a mi jefe entrar por la puerta comentando algo con el encargado, se pusieron justo enfrente de mí y siguieron hablando, los saludé con miedo pensando que ya me habían pillado, una gota de sudor empezó a caer por mi frente, estaba nerviosa y asustada por la reacción del jefe al verme allí sin trabajar, pero no se inmutó ninguno, los llamé, pero hacían como si yo no existiera. Me cabreé y fui a llamarlo por el hombro y fue entonces cuando, al no sentirlo, vi que mi mano lo había atravesado, mis ojos se abrieron como platos del susto y la gota terminó cayendo al suelo. —¿Quieres dejarme en paz? —exclamó el jefe visiblemente enfadado—. O me sueltas o te despido. Cuando me di cuenta, mi mano estaba agitando su hombro, pero la sensación era la misma que había sentido antes: nada.

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Me fui de allí corriendo, pensando en qué había pasado allí dentro y preguntándome si todo aquello había ocurrido de verdad. Pasé al comedor y me hallé completamente sola, no había nadie, me quedé paralizada, no era capaz de reaccionar, solamente podía preguntarme por qué estaba eso vacío, no podía ser, hacía un instante estaba todo a rebosar. Cuando mi cuerpo reaccionó por fin, inicié mi camino a través del comedor dirección a los aseos, entretanto, me fijé en las mesas cercanas y me llamó la atención que los abrigos y los bolsos estaban colgados de las sillas y las mesas estaban servidas, no lo entendía. Aterrada, aligeré el paso. Entré al aseo y lo primero que hice fue echarme un poco de agua fría en la cara. ¿Había desaparecido todo el mundo? No podía ser verdad, seguramente habría sido mi imaginación, que me estaba jugado una mala pasada. Me miré al espejo y decidí examinar otra vez el comedor, entreabrí la puerta, me asomé un poco y lo único que pude ver fue a mi jefe cruzado de brazos enfrente de mí. —¡Susan!, ¿qué haces ahí metida que no estás trabajando? —exclamó enfadado—. ¡Deja ya de vaguear! — yéndose de allí. —¡Chica, ponme un refresco! —dijo una joven de la mesa que había al lado La miré extrañada, observé detenidamente sus ojos y después avizoré todo mi alrededor, todo el comedor estaba lleno. ¿Qué estaba pasando?, estaba un poco aturdida, la chica seguía llamándome, trataba de ir a ella, pero no podía, era demasiado para mí, mi cabeza daba vueltas, me dio un pinchazo en el cuello y mi cuerpo cayó al suelo...

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La imagen del salón aparecía y desaparecía borrosa ante mis ojos, mi cuerpo no respondía y mis ojos finalmente terminaron cerrándose. 2. ¿ES ESTO REAL? Mi cuerpo estaba muy afligido. ¿Por qué? Me dolía la cabeza, sentía que me iba a explotar de un momento a otro, era tan fuerte que me hacía gritar de la agonía, lloraba pidiendo ayuda, me encontraba sola, en la nada, en la mismísima oscuridad, y empecé a sentir escalofríos. Creía que me había desmayado. ¿Dónde estaba? Me levanté e intenté caminar; pero me era imposible; a lo lejos, escuché el sonido de un coche. ¿Qué significaba? Justo en ese momento abrí los ojos, estaba acostada en el sofá del descansillo, cuando me vi allí, me empezó a temblar todo el cuerpo, no podía seguir allí, me levanté y me fui lo más rápido que pude; al salir por la puerta, noté que el día estaba empeorando, unas nubes oscuras se estaban apoderando del soleado día que hacía aquella mañana, sentí un estremecimiento por todo el cuerpo, cogí las llaves y entré en el coche, salí a la carretera y aceleré para llegar lo antes posible a casa. Necesitaba descansar. De camino a casa, el coche empezó a fallar, empezó a llover y la radio se puso sola; una triste música empezó a sonar, me asusté, ¿qué le pasaba al coche? Lo aparqué en aquella misma calle y salí de él, al verlo observé que estaba abollado por muchos lados, fue entonces, mientras lo miraba, que el cristal del parabrisas estalló, me tiré al suelo mojado, del susto cerré los ojos y me tapé los oídos. Una imagen de un coche vino a mi cabeza.

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Observaba cómo caminaba por la carretera, algo rápido, oía música que venía de dentro de él, y lo vi, un bonito gato blanco al otro lado de la carretera, de pronto me fijé en los ojos del gato y un grito inundó mi cabeza. Los dolores de cabeza empezaron otra vez, mi cuerpo se estremeció, era insoportable. Me dispuse a decir algo, abrí los ojos, me encontraba dentro del coche, estaba parado en mitad de la carretera, ya no me dolía la cabeza, alcé la mano al frente y toqué el cristal, estaba perfecto, y la música no estaba puesta, pero al volver y verme la mano estaba llena de sangre, pero no dolía. Extrañada, con la lengua probé la sangre de mi mano y, como supuse, tampoco sabía a nada, lo único que sabía que era cierto es que estaba lloviendo. —Susan, Susan —se oía a lo lejos. ¿Quién me llamaba? Me decidí a salir del coche, ya no oía mi nombre, intentando buscar de dónde me habían llamado, empecé a bajar por las calles vacías, sintiendo cada gota que caía en mí, estaban frías, pero las notaba como un mero recuerdo, notaba cómo me limpiaban. ¿El qué? No lo sé, pero era ese sentimiento el que me hacía querer más. De repente distinguí la silueta de un chico a lo lejos, era tarde, por lo que no la veía muy bien, caminaba a lo lejos, cruzando la calle, y un fuerte latido en el pecho y un impulso me hicieron correr sin sentido hacia él. El agua me hacía resbalar en cada paso que daba perdiendo todo el rato el equilibrio, me pareció que el cuerpo me pesaba, algo volvía a ir mal, pero seguía intentando ir hacia él. El chico caminaba lento, mojándose bajo la lluvia, no sabía por qué pero sentía la necesidad de llegar allí rápido,

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antes que él, ¿antes que quién? Otra vez preguntas que no sabía responder… Llegué hasta el cruce y escuché un maullido, más tarde el sonido de un coche acelerando y allí estaba, mi respuesta: un coche venía rápido hacia él, le grité pero, al ver que no se inmutaba, me abalancé encima de él y con mi cuerpo lo empujé cayendo los dos al suelo. 3. EL FIN DE MI MUNDO Notaba cómo la carretera me arrancaba la piel y la sangre empezaba a correr por el agua, ¿era esta la sensación de antes? Me gustaba, el agua caía y me limpiaba la sangre de mis heridas; estaba fría, por lo que aliviaba el dolor. Me quedé un segundo tirada en el suelo, hasta que recordé el porqué estaba allí, giré la cabeza pero no vi ningún coche irse, simplemente no había nada ni nadie en toda la calle, me levanté aturdida y cojeando, caminé hacia el chico. ¿El coche fue mi imaginación? Ya no sabía qué pensar. Él se encontraba ahí tendido en el suelo, llevaba puesta una camiseta con la cara de un simpático gato blanco estampada en ella, lo llamé pero no me contestaba, estaba inconsciente, sentí la necesidad de cogerlo y lo hice, lo cogí como pude y me lo eché en la espalda. Me encontraba caminando calle abajo, cojeando, pero aquello no era lo que me preocupaba, ya casi no lo sentía, simplemente no comprendía nada de lo que estaba pasando aunque mi cara cambió cuando me di cuenta de que había llegado a la puerta de mi casa, no me extrañó que la puerta se encontrase abierta, ni que tardase tan poco en

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llegar, pasé, dejé al chico en el salón y lo arropé con algunas toallas y mantas hasta que despertara. Mientras que él descansaba, yo pasé al baño, me desvestí para entrar a la ducha y al mirarme en el espejo así, me percaté de que los moratones y rasguños habían desaparecido y cicatrizado ¿Cómo podía ser? No había pasado ni un día, me fijé y en la cara me vi una gran herida sangrando por mi frente, no noté la sangre caer, por lo que no me había dado cuenta de que estaba ahí, al pensar en sangre me acordé y me miré la mano, ¿de verdad me había cortado con el cristal del coche? Fue entonces cuando vi que estaba bien, no había nada. No entendía qué estaba pasando, ya no sabía qué pensar, me estaba volviendo completamente loca, entré a la ducha y traté de relajarme dándome un baño caliente. Abrí el grifo del agua, cuando vi salir el vapor me la eché por encima, cuando lo hice me di cuenta de que no sentía el ardor del agua. Extrañada, me agaché y me miré en el reflejo del agua. ¿Me estaba dando una ducha de verdad? Me levanté y me examiné por encima, estaba vestida, volví la mirada al frente y me vi reflejada, estaba enfrente del espejo del baño, me asusté y me eché para atrás hasta tocar la pared con la espalda, la luz empezó a fallar y se fue un segundo y, al volver, mi reflejo había cambiado: estaba yo, pero ya no era yo misma, estaba muy delgada y el pelo me tocaba casi la cintura, parecía que mi cuerpo con el mismísimo aire se iba a romper, me comencé a tocar, tenía mi cuerpo normal pero el reflejo me decía lo contrario, me acaricié el pelo y lo tenía por los hombros, ¿Por qué mi reflejo me mostraba así?

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De repente, la puerta se abrió de par en par, y un pasillo de luz me invitó a salir, caminé asustada hasta el salón, el chico estaba igual que como lo dejé, durmiendo. Me asomé a la ventana, el cielo estaba negro, la luna iluminaba la noche, de un color muy extraño. ¿Por qué estaba así? Un gran temblor balanceó toda la cuidad, no me dio tiempo a reaccionar y todo se me cayó encima. Cuando terminó me levanté y busqué el mando de la televisión esperando a que las noticias dijeran qué ocurría, al darle al botón nada pasó, la televisión estaba en negro y lo único que ocurrió es que un pitido agudo se hizo con el silencio. Escuché el sonido de las mantas caer, me giré y vi al chico levantarse. —¿Por qué estás tú aquí? —preguntó estirándose bruscamente y caminado lentamente hacia mí. —No te entiendo, esta es mi casa —contesté algo confusa. Él se rio y me miró con una cara que realmente me puso los pelos de punta. —Vas a morir como no te des cuenta de la verdad — dijo acercándose cada vez más. Yo me aparté de él, no entendía lo que decía. —La Verdad… ¿de qué? —La Verdad de tu vida —dijo poniéndome la mano en la cara. Noté un olor a desinfectante, sus manos eran suaves y a la vez frías, fue entonces cuando vi su cara de cerca, estaba pálido, todo magullado y sangrando, sus ojos no tenían vida, el chico estaba muerto. Me lo quité de encima corriendo, no lo entendía. ¿Estaba aquel chico muerto en realidad?

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De repente la casa empezó a envejecer, las paredes comenzaron a caerse en pedazos, el techo se estaba desconchando y fue cuando le cogí de la mano y salí corriendo de la casa tirando de él. Al abrir la puerta y salir, la casa se cayó abajo y vi que estaba en mitad de la carretera, mi coche estaba enfrente de mí, y yo tenía al chico agarrado de la muñeca. —¿Por qué no dejas de salvarme ahora? —dijo quitándome la mano—, ya no tengo salvación, ya me mataste. —No te entiendo… —Como no puedes recordar…, despierta ya —siguió diciendo algo preocupado—, sé que tu corazón es puro…, yo no te culpo por nada… No sé qué sigues haciendo aquí… ¿Cómo que despierte? ¿Culparme de qué? ¿Dónde…? No entendía nada. Cada vez todo tenía menos sentido. ¿Quién era él y por qué no lo podía dejar ir? De repente mi coche se puso en marcha y un gato blanco apareció, aquel chico lo cogió y se acercaron a mí, el suelo se empezó a romper, el chico se quedó ahí, mirándome fijamente. —Te quedarás eternamente aquí como no te des cuenta de todo —dijo mientras acariciaba a aquel gato blanco—, estoy aquí para ayudarte. 4. EL DESPERTAR Comencé a escuchar otra vez una música, venía del coche, el suelo que se estaba rompiendo empezó a caer a la nada, tenía miedo y salí corriendo para no caer yo también, el suelo se caía rápido por donde pasaba y fue entonces cuando desapareció el suelo donde pisaba, salté y me

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agarré fuerte a la carretera de enfrente para no caer, tenía miedo, las lágrimas empezaron a brotar de mí y fue entonces cuando lo relacioné todo. Aquella música la había escuchado en algún lado, cerré los ojos fuertemente y lo vi, vi lo que pasó aquel día, vi por qué aquel chico estaba aquí… El recuerdo vino a mi cabeza… Era por la tarde, volvía de visitar a mis padres del pueblo cercano, estaba algo cabreada por una pequeña pelea por dinero que habíamos tenido, el coche fallaba un poco y yo quería volver rápido a casa, puse la música alta y aceleré, ese día me había vestido y pintado muy bien para estar presentable, los zapatos me estaban algo sueltos y noté que no eran los más adecuados para conducir, pero no le hice mucho caso, iba pensando en mis cosas cuando vi un gato blanco en la acera sentado, fue mientras cambiaba la cadena que el gato se levantó, una música triste se apoderó de mi coche, el gato se puso a cruzar y, cuando reaccioné, ya no me daba tiempo a frenar. Un chico gritó y se abalanzó al gato para procurar que yo no lo atropellase, no me dio tiempo a reaccionar, intenté dar un volantazo y fue cuando me los llevé a los dos por delante y me estampé contra un árbol. El cristal del coche se rompió en pedazos y la cabeza del chico quedó a la vista, sus ojos sin vida me miraban fijamente, abrazaba con fuerza al gato, el cual no había sobrevivido tampoco, su blanco quedó manchado de rojo y yo me había golpeado fuertemente la cabeza, no podía moverme, tardaron un tiempo en venir a recogerme, oía voces, voces que me eran muy familiares, pero ya no las reconocía, ya no reaccionaba ante nada. Después, lo único que recordaba era levantarme en mi cama a la mañana siguiente.

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—No te despertaste —dijo la voz del chico. Abrí los ojos, él estaba ahí agachado mirándome fijamente mientras yo me sujetaba con mi vida a la carretera para no caer al vacío. —Lo siento, lo siento mucho —dije rompiendo en lágrimas—, yo no quería… no quería haceros daño… Él sonrió, el tiempo se paró un segundo, empecé a sentir el sabor de la sangre y la angustia de aquel día, aquello pudo conmigo y sin quererlo… me solté. Comencé a caer a la nada…. Todo me dolía... Notaba que la cabeza me iba a explotar, me la agarraba con fuerza y gritaba dejándome la voz en cada grito pidiendo ayuda, con la esperanza de que todo terminase, que alguien viniera y terminase con mi sufrimiento, pero poco a poco me daba cuenta de que nadie vendría y perdía la esperanza, nadie me oía… nadie iba a venir… me lo merecía, merecía morir. Estaba todo oscuro, hacía frío, miraba alrededor pero no veía nada, sentía muchas emociones y sensaciones que no comprendía, se perdían y empezaba a escuchar voces, pero no las entendía del todo, solamente sé que me eran familiares. —Susan, Susan —oí a lo lejos. Fue entonces cuando cogí aire, aire de verdad, se apreciaba diferente, fuertemente empezó a latir mi corazón y abrí los ojos, estaba todo blanco, una máquina pitaba y un agradable olor a desinfectante se apoderó de mi nariz, se sentía tan real… Olía a él. Notaba las sabanas, veía los tubos. Había despertado del sueño. —¡Susan! —gritó alguien—. ¡Gracias a Dios!

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Me fijé y la reconocí, era mi madre, estaba allí sentada a mi lado, se levantó corriendo y me abrazó tan fuerte que pensé que me iba a romper. Un médico entró por la puerta y sonrió, estaba un poco aturdida, pero por fin noté que había vuelto… Las lágrimas de todo el mundo llenaron aquella habitación, muchos familiares vinieron a verme y me contaron todo lo que me había perdido durante todo ese tiempo, ya que había estado en coma unos ocho meses. Los médicos y mis padres pensaban que nunca despertaría, para ellos fue un milagro y para mí fue gracias al él, por lo que, cuando me recuperé y me dieron el alta, lo primero que hice fue ir a visitarlo, aún lamentaba todo lo ocurrido por dentro, por lo que cuando estuve enfrente de él, me agaché y le dejé unas rosas blancas encima de su lápida mojada por mis lágrimas. —Gracias —le dije mientras me levantaba y me giraba para irme de allí—, tu corazón sí que es puro… Oí un maullido, me giré corriendo y vi al gato blanco caminando a lo lejos. El espíritu del niño, que tenía un aura muy diferente, se agachó y lo cogió, lo acarició y con una sonrisa desaparecieron de allí, y con una sonrisa llena de lágrimas sonreí y me fui de allí también. Nada volvería a ser lo mismo para mí.

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Inferno, por Salma Maestre Aitnaceur

Es un mundo difícil…, quién sabe si puedes escapar con vida o por el contrario morir en el intento, todos retenidos en un lugar lo más parecido al infierno que había visto en mi vida, y lo que me sorprendía de mí misma era que lo que más me dolía no era la tortura, no era ver la muerte en cada esquina de este horrible sitio, no era el hambre ni la sed. Era no estar con él, la incertidumbre no me deja vivir, por favor, necesito saber, necesito saber si él está muerto, o si consiguió irse. Espero que lo segundo. Yo podré ser paciente esperándolo cuando por fin pueda descansar en paz. Soy la siguiente. Siempre te querré, Abir. Luchamos hasta que no pudimos más.— DALIA 13 de abril de 1943, Países Bajos (Ámsterdam) —Abir, despierta, por favor, despierta, he escuchado un ruido —despierto bruscamente. Me incorporo llevando el dedo índice a mis labios y me concentro en escuchar qué ocurre, preparado para huir en cualquier momento. —Dalia, vámonos ahora mismo, esto ya no es un lugar seguro —a Dalia se le llenan los ojos de lágrimas, le agarro la mano con fuerza y la miro fijamente—. Debes ser más fuerte. —¿Cuándo dejaremos de huir, Abir? No puedo más, he perdido a mi familia, no sé dónde está, no sé si se los 122


han llevado, no quiero seguir viviendo con miedo — finalmente caen las lágrimas, sujeto su cara entre mis manos y acerco la mía. —Eh, eh, ¿estamos juntos, verdad? Todo esto acabará, Dalia, mañana vendrán a por nosotros nuestros amigos, ya escuchaste a Abraham y a Uriel, nos iremos para siempre, empezaremos una vida nueva. Tú y yo, lejos de aquí. Ya han cesado los ruidos, efectivamente era la policía, había pasado por delante pero había continuado hacia el barrio de detrás. Dalia se encontraba en el piso de arriba, mirando justamente por la ventana que daba a ese barrio, observando cómo familias enteras eran destruidas, por el simple e inocente hecho de ser judíos. Un padre reducido en el suelo por intentar defender a sus hijos, arrancados a la fuerza de los brazos de su madre. Se escuchaban gritos de dolor, angustia, desesperación... Y ahí estaba Dalia, observando, sin pestañear, sin emitir una lágrima. Jamás pensé que aquella chica de la que llevaba enamorado desde hacía años sin que ella apenas me conociese acabaría de esta manera, conmigo. Era una chica alegre, apasionada de la lectura al igual que yo, la única vez que le hablé fue en esa biblioteca a la que íbamos los dos siempre, estábamos sentados en frente y le dije que yo también había leído Orgullo y Prejuicio y que, de hecho, era de mis obras favoritas. —Oh, lo cierto es que sé que lo leo por recomendación pero creo que dejaré de leerlo por lo insoportable que es Darcy y lo estúpida que es Elizabeth. Echo de menos la espontaneidad de esa Dalia.

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Voces provenientes del exterior me sacan de mis pensamientos, de repente Dalia está a mi lado. —Son ellos. Abrimos la puerta trasera y corremos, es cierto que deberíamos ser más inteligentes y escondernos por si alguien nos ve, pero simplemente somos dos personas aterradas huyendo de la mano. Al lado de la casa donde nos escondíamos había un bosque. Ya teníamos hablado que era ahí donde nos podíamos esconder, así que los dos huimos adentrándonos en él, Abraham sabía que esto podría pasar y por eso sabíamos dónde había una cueva, con comida y agua para dos semanas o incluso más si nos administrábamos bien. Me caigo y Dalia tira de mí hacia arriba para que vuelva a ponerme en pie. —Queda poco para llegar, Abir, vamos. Tiene razón. Ya casi puedo ver la cueva, y antes de que el alivio me inunde escucho muchos pasos corriendo detrás de mí. Esta vez no creo que podamos ganar. Por un momento pensé en retroceder para que pudiesen capturarme y dar tiempo a Dalia a que se escondiese, pero la conozco y estoy seguro de que ella no lo permitiría, sería capaz de tirar de mí, por lo que hubiese sido ponerla más en peligro. Llegamos a la cueva, el corazón me va a mil, miro a la chica que me está acompañando en este suicidio, ella me mira y nos damos la mano, intentamos contener la respiración, o por lo menos suavizarla. Los pasos se escuchan muy cerca, voces masculinas muy cerca de la cueva, cada vez más cerca, pero después más lejos, y más. Silencio. Lloro, del alivio, del miedo, de la tensión contenida. Dalia me abraza y sonríe mirándome.

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Y la idea de “podemos conseguirlo” me ilusiona. —Abir, nos queda menos de un día aquí y nos podremos ir, no nos encontrarán, creerán que hemos seguido huyendo —Dalia siempre tan positiva. Interiorizo sus palabras y abro la bolsa donde están los víveres, dos cuchillos con dos cucharas envueltos en su respectiva servilleta, también hay un arma de fuego. Ninguno de los dos tenemos hambre, ni siquiera queremos movernos, pero es necesario que comamos algo para recobrar energía. Cojo la bolsa y saco de ella dos latas de judías verdes, las abro con el cuchillo y le doy a Dalia la suya. —¿Te has hecho daño al caerte? —pregunta Dalia cuando recibe la lata. —Qué va. No sabía que tenías tanta fuerza como para levantarme —fuerzo una pequeña sonrisa apretando los labios. Ella sonríe también durante un segundo mientras se lleva un mechón castaño detrás de la oreja. No quería que esa fuese la última vez que la veía sonreír. Se inclina hacia la bolsa para coger una cuchara y al hacerlo saca el arma extrañada, la mira detenidamente un rato. —Yo puedo utilizarla —afirma Dalia. Parece convencida y yo asiento con la cabeza en señal de apoyo. No sé qué hora es. Es todavía de noche. La policía suele sorprender en las casas cuando la gente duerme. —Abir, duerme, yo haré guardia. Necesitas dormir. Y así lo hice, me dormí confiando en que en unas pocas horas podríamos salir de la cueva e ir al punto de encuentro acordado con Abraham y Uriel, donde nos estaría esperando un camión que nos llevaría a un tren rumbo a Francia y por fin empezaríamos una nueva vida juntos.

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Estaba dormido en el hombro de Dalia cuando me despierta. Ya es la hora. Cojo la bolsa con las provisiones y Dalia se coloca la pistola boca abajo en la cinturilla de sus pantalones, estamos listos. Nos asomamos y comprobamos que no hay nadie, caminamos hasta salir del bosque y nos dirigimos hacía el punto acordado, no hay nadie en la calle pero nosotros procuramos no llamar la atención. El lugar de encuentro no estaba lejos, era en frente de una fábrica abandonada. Estoy nervioso y a la vez emocionado y sé que Dalia también lo está a medida que nos acercamos más. Por fin llegamos. Una profunda preocupación me llena. ¿Dónde están? Pero antes de poder decirle a Dalia que nos escondiésemos hasta que llegasen aparece a lo lejos un camión, es el nuestro. Dalia se lanza hacia mí abrazándome, los dos sentimos mucha alegría. El camión para en frente de nosotros. Lo primero que vi fue la cara de horror de Dalia al separarse del abrazo. Me doy la vuelta rápidamente y de la parte de atrás del camión salen siete hombres armados. Abraham y Uriel están atados en el interior del camión. Miedo. No teníamos escapatoria, es el mayor sentimiento de impotencia que se puede sentir, si corriésemos nos meterían siete balazos sin más. No existe escapatoria. Dalia, en cambio, apuntaba a un hombre con la pistola, ella estaba llena de rabia. Los siete hombres estaban apuntando sus siete pistolas hacia ella. Yo solo estaba mirando sin poder hacer nada, hasta que decido coger a Dalia, abrazarla fuertemente. Se le cae la pistola.

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—No va a servir. No quiero que te maten, haré todo lo posible por salvarte, te lo prometo. No nos separarán — esas fueron mis últimas palabras hacía ella antes de que me arrancaran de sus brazos. Pero sí lo hicieron y jamás cumplí mi promesa, nos llevaron a campos de concentración diferentes y sí, Dalia murió. Si preguntáis por mí, nos liberaron a todos del campo tras muchos años de tortura. Conseguí sobrevivir, pero no junto a ella.

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