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El sueño, por Saad El Yagoubi El Amine
3.º ESO
Era una noche fría del 5 de marzo, estaba rumbo a algún restaurante de la zona para poder cenar debido a que no había hecho la compra. Me dirigí al restaurante habitual al que iba. Pedí lo de siempre, me senté esperando mi pedido, le eché un vistazo a la calle a través de la única ventana del recinto, todo parecía normal, nada fuera de lo común. Una voz me llamó desde el mostrador: ―Señor, su pedido está listo.
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Rápidamente me dirigí hacia él, recogí mi comida y con una sonrisa le agradecí su servicio. Como siempre, una comida excelente y un servicio que no se queda atrás. Le pagué su respectivo dinero al dueño del restaurante y me dirigí a la salida, me quedé de piedra: hacía menos de una hora el sol acababa de esconderse y ahora estaba enfrente del amanecer.
Me giré hacia el dueño del restaurante para encontrar respuestas, él me miró de forma tranquila y me dijo: ―¿Le puedo ayudar en algo?
Aturdido, salí de allí y me dirigí a mi casa para ver si todo estaba en su lugar, efectivamente estaba todo bien, pero seguía sin entender nada. Decidí ir caminando por la ciudad para despejarme la mente, a cada persona que pasaba le preguntaba qué hora era, pero todos me decían la misma hora: las 16:35, parecía que el tiempo no avanzaba.
Me empezó a retumbar la cabeza, estaba desorbitado, no entendía nada, lo único que sonaba en mi cabeza era la voz del dueño del restaurante preguntándome: ¿Puedo ayudarle en algo?
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No sabía qué hacer, escuchaba de fondo una pala cogiendo y tirando tierra, cada vez que sonaba me sentía más y más pesado hasta que no podía despegar los pies del suelo. Una mujer muy parecida a mi madre estaba llorando con un vestido entero negro. Empecé a perder la consciencia lentamente hasta que me desmayé. Al cabo de unos segundos que se sintieron como días, vi que estaba rodeado con una túnica blanca y en una caja de madera que venía perfecta a mi medida.
Esa mujer que estaba llorando no había dejado de hacerlo, la tierra que estaba cayendo sobre mí me estaba estresando al no saber qué estaba ocurriendo fuera.
Una voz serena le preguntó a otro hombre: ―Que Dios se apiade de su cuerpo, todo mi pésame. Señor, ¿puedo ayudarlo en algo?
En ese momento me enteré de que me estaban enterrando vivo.
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