MANO DE OBRA EZEQUIEL PADILLAYESTAS

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Ezequiel Padilla Ayestas

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Esta publicaci贸n ha sido posible gracias al apoyo del Instituto Humanista para la Cooperaci贸n con los pa铆ses en Desarrollo (HIVOS).

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La caída del hacha E

z e q u i e l

Con mi pintura intento entrar en el corazón de mi país para enseñar la verdad a sabiendas que me envían al patio del sumo sacerdote y allí oiré siempre negaciones culpables. Sueño este cuadro en el que extraños jugadores sentados alrededor de la mesa echan los dados sobre mi vida decidiéndola, decidiendo sobre nuestras vidas. Pero alguna noche de las soñadas me preguntaba si no serán ellos también niños como éste que está en la cuna y llena el cuarto con su respiración.

P

a d i l l a

A

y e s t a s

También recorro a diario lo siguiente: En un cuarto de 6m. x 4m. donde en lienzo tenso muestra su panza blanca como rayo de luz el ojo –el cerebro piensa– vacila ante la panza blanca tomo el pincel y le ofrezco una idea. Desde hace mucho que yo no pinto, yo busco mi rostro –patria– (para que lo sepan aquellos falsificadores que me dan la mano y abrazos a diario) llegué como la sombra de la alegría de mis esfuerzos como el ansia por el gran retrato de la vida. Y yo llevaba mi retrato. Patria como un día de vida destrozado. Como un día de la vida que corría en nuevas formas, rico y milagrosamente cuadro como un sueño de días de todos con los que vivo. 3


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Prólogo

El salón de retratos de Ezequiel J

u l i o

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s c o t o

Lo que impresiona al estacionarse frente a los lienzos de Ezequiel es el tumbo de su fuerza creadora: luz catalizada en energía, sombras que emergen tras raros niveles de sugerencia, color dramáticamente dosificado y que obliga a estudiar la imagen para revisitar sus posiciones de rebeldía acostumbrada. Ezequiel hace del arte de salirse del común su primera naturaleza, prurito aceptado, tentación vencida, digamos ética habitual pues en la era de la globalización se universaliza sin prostituir su intimidad. Ha aprendido a hacer lo suyo —trazo limpio y estética raizal—, sin prestar concesiones al laboreo vicioso de la mercadotecnia al uso, en cierta pintura local. Entre el dominio técnico y los valores no se sabe a cuál apreciar más, si es que hubiera obligación de decidirse. Pues Ezequiel es ambos sin contradicción, renacentista venido a menos, milenarista llegado a más, la pintura suya asciende a la escala de los intereses permanentes del hombre, a las eternas (y horribles) preocupaciones del hombre, es decir esas mínimas cosas diarias que nos inflaman con vacíos de horror, de simpatía y solidaridad. Quiero decir con introducción tan presuntuosa que al plantarnos frente a su obra se repite el designio interactivo, uno que con acrobacia natural disuelve el derecho a la indiferencia: contemplándola ocurre una como frágil noción de que nos observamos a nosotros mismos, ya sea desde el lado oscuro de nuestras anomalías síquicas o por la vertiente del niño que no alcanzó a matar la sociedad, y que nos tira de la manga del azoro para advertirnos sobre la presencia de la maravilla y el límite. Pues esos rostros de ceniza, 5


jade o pedernales son los mismos que nos visitan durante la fase iniciática de la meditación; las sonrisas femeninas allí encerradas se deslían con la tersura desigual de un agua volcánica, maternas o consumidoras; en sus multitudes magistralmente garabateadas asoma nuestro propio yo, sorprendido de su desinencia individual, o hay un Cristo que vaticina nuestra muerte pero también nuestra mutua redención. Pues entre trazar velos de damas giocóndicas o ser fiel a sí mismo, Ezequiel ha escogido ser incondicional con ese magma túrbido que aún apodamos patria, ríspida comunión diaria, reconcomio de una identidad desvanecida o apenas pequeño amor que ya no sufre de tan herido. No es que de esas paredes cuelguen maquetas panfletarias, no se trata de eso, advertido queda. Sino que al triturar las arcillas para hacer los untos y tinturas algo debió permanecer allí anidado del silbo de la tierra, gran respiro de la diversidad, aliento quién sabe si de una última sangre derramada. Grito silente, subyacente agonía del encuentro de presente y pasado, esos virtuales retratos conducen a preguntarnos de quién descendemos, si de los sacerdotes o de los sacrificados en Copán. A lo largo de su trayectoria una como continencia creativa debió sujetar el pincel de Ezequiel para evitarle desparramarse más allá de su vocación artística, asegurando balance entre sustancia y forma. La suya ha de haber sido una lucha justa entre decir y querer decir: responder a esas interrogaciones de la tierra que maneja y a la vez consultarla, escuchar con el oído de los shamanes el pálpito y la vibración. Deseo decir que admira su constancia pictórica para trucidar las fronteras de la sociología sin embrocarse en ellas, dar el grito montañero y volver a desaparecer, ser parte de, sin sucumbir a la tentación de dejarse atrapar. En los dibujos, óleos y texturas de Ezequiel sobresalís vos, patria seccionada, sin que resienta el brillo del escalpelo.

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Esa habilidad o fortuna crítica no es aleatoria. Responde a una modalidad de la profesión ha tiempo capitulada por Durero, quien asegura que no hay artista sin estudio y formación, que es decir autoridad. Cada vez más se hace moda en Honduras —y en otras honduras del universo globalizado— catalogar al artista por su "éxito", la venta de copias o ejemplares, el rating o la popularidad fantasmal de los medios, esto es, la alegoría temporal de la vanidad públicamente congratulada, rentable y efímera. Al intelectual —todo artista es en algún grado un intelectual— se le vindica entonces por los tiros al marco, desplantes futboleros y verónicas suicidas, para satisfacción del respetable, pero el real intelectual es, sin dejar de insertarse en el mercado, un oscilómetro de su sociedad, puente de engarce a las nuevas generaciones, conciencia del bie-nestar y el malestar. En breve ética compendiada, diría campesina, pinta pues quien tiene qué pintar, otros borronan, y por aquella dificilísima virtud Ezequiel es hoy llanamente considerado, con altísima honra, el concientious objector de la pintura nacional. Su periplo formativo debió ser terriblemente intenso. Dominar las formas, conquistar el espacio, conjugar las matemáticas del dibujo y el color, requieren una dedicación no sólo afectiva sino pasional, cuyos ritos Ezequiel, es obvio, cumplió hasta la obstinación. Luego los perfeccionamientos de línea y matiz, la comprensión de los blancos o silencios, las prácticas, los ensayos, las infinitas emborronaduras, las telas tempranamente despreciadas, los hallazgos instantáneos pero carentes de la deseada identidad personal, el atisbo y la incertidumbre, es decir la búsqueda, debieron ser angustiosas, tal el dominio hoy logrado y que se transparenta en una definición ausente de dudas, todo ello proseguido mientras se aseguraba las nominadas "actividades alimenticias", particularmente en una nación donde el arte carece de simbolización ritual, donde los valores expresivos han sido malamemente trastocados. Aquellos accidentes biográficos debieron ser largamente dolorosos.

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Espora congénita, brote, retoño, vástago, tallo, joven cogollo, hijuelo en la renovación de la flor de la imaginería pictórica, ¿qué artista honesto no ha atravesado semejantes puentes de piedra, cuál no ha escuchado a las sirenas seduciéndolo a perseverar o perecer?. Peor aún, ¿a venderse o ser auténtico?… El joven Ezequiel debió pasar las suyas y las ajenas durante la búsqueda. Más aún, si por entonces a Ezequiel le sobraba sensibilidad quizás le faltaba estudio, y debio volcarse sobre cientos de tomos y reflexiones para concluir los procedimientos definitorios de la vocación, no siempre claros. Allá la presencia de una patria dolida, acá una diestra capacidad de manufactura, ¿pero cómo congeniar ambas sin convocar a la traición?… Éste un mercado promisorio, ésta una fe discutida sobre la necesidad de emprender la revolución necesaria, ¿de qué forma hermanarlas, cómo coyuntar sus sangres en un rapto de amor y solidaridad?… Sólo la autenticidad confiere dignidad estética, según Bronowski. La clave del arco, el Do de pecho, la talla en pedernal, el tajo del diamante, la redondez perfecta de la tortilla, el burilado del cristal, la precisión astronómica, es imposibles hacerlos en falsedad. Ezequiel Padilla —exacto como hay quince en sus quince letras— debió cruzar su propio Rubicón íntimo para hacer que su obra respondiera siempre a la gran inquietud de la paz y la fraternidad, tema, logo o lema que gobierna desde entonces su pintura. El artista maduro que es hoy no esconde las cicatrices de esas pasadas reflexiones. Cada vez con mayor soltura y libertad cruzan por sus lienzos destellos de una Honduras que se magnifica hasta hacerla epítome de latinoamericanidad. Tan sufrida como Ecuador o Bolivia, tan inquieta como México, no menos puente humano que Panamá, esa condición vascular del país, tegumento telúrico que junta a las otras dos Américas, se expresa en una indagación permanente acerca de la conciencia del hombre (objeto mental de Sófocles, de Galileo, de Shakespeare, de Byron, de miles más) y que identifica, más que la geografía natural, a la 8


verdadera vibración del universo. Es el hombre quien aparece, surge, emana y se impone en la completa pictórica de Ezequiel, no el paisaje; la perspectiva humana es su triángulo aúreo y punto de escape, no el entorno. Privilegiando el protagonismo del hombre, Ezequiel pone en cintura a las teorías teológicas, políticas y económicas que pretenden gobernar hoy el paso de la civilidad, pues todas carecen de razón si no es para beneficio del hombre. La humanidad puede pregonar las tesis ecológicas más sublimes, pero devendrán innecesarias si el hombre no las soporta y usufructúa. Economía y política son vanas cuando procuran generar riqueza y estabilidad sin tomar en cuenta a su principal destinatario, cual es el hombre. Dios no residiría entre nosotros si no existiera el hombre. Desde luego que sintetizar ahora tales meditaciones es fácil; arduo debió ser verterlas en líneas, arcos, bocetos, trazos, figuras, sombras, contornos, color y veladuras siendo profundo sin, a la vez, ser vulgarmente obvio. La pintura moderna obliga a una rara exigencia sobre su autor: ha sustituido los niveles de realismo o de abstracción por los de sugerencia y no basta con decir ni implicar sino que se debe estimular otras generaciones espontáneas del espectador hasta su máximo límite, haciéndolo co-creador del arte, cómplice inocente de la elaboración. Las nuevas formas de comunicación demandan el maridaje contractual de mirador y mirado para hacer válida la afirmación cuántica de que el observador siempre introduce un elemento de perturbación en lo que observa, es decir de participación. En tal sentido el arte presente deviene en proyecto intenso de provocación, captura de raíces psíquicas, reflotamiento de inducciones atávicas para hacer doler o provocar placer, para anular al gen de la indiferencia. Un bodegón puede ser hermoso pero si en el extremo inferior del marco asoma sus antenas biformes una rata gris, todo el equilibrio armónico se habrá descentrado. Esa rata incólume puede ser el hombre incansable que no deja de actuar, de pensar, de maquinar, de soñar, de joder, de crear, de cambiar, de inventar, de multiplicarse, de incomodar, de rebelarse, de morder y pispilear, de atisbar, de rondar, de estar allí sempiterna cada vez que aferramos el pincel o que surge al bruñir el acrílico en la paleta. Teilhard de Chardin decía que no deseaba partir sin llevarse en 9


la retina la esplendorosidad del mundo, sin arrobarse en las pestañas la grandeza de la tierra —cosa que fue una forma de subversión teológica entonces— si bien no calculaba para qué, supuestos orbes maravillosos los que iba a conocer. De la misma forma la invención del artista no puede ser ingenua, plástica-plástica, fresa o palito para agradar y vender, sino que su don le obliga a hacer una espiral de sí mismo y reflotar en la mano con las interrogantes de sus espectadores (ya que no con sus respuestas) de forma que la dinámica de la búsqueda no acabe, más bien persista y continúe, pues si no se hace el mundo se detiene. Ese roedor de pesquisas, incordios e insatisfacciones en realidad somos nosotros, que no nos saciamos con el conocimiento, igual que predicaba Teilhard. Cuando nos retrata, Ezequiel apenas si nos ha imaginado. Este Prólogo gratamente inducido permite aventurar una palabra más sobre las consecuencias de semejante actitud. Y es que la bienaventuranza de la globalización —pues compartir el mundo nos hará más, aunque desde luego también nos volverá menos— obliga al artista a decidirse entre los atractivos de la masificación o la individualidad. Eso quiere decir que serán muchos, Honduras, tus creadores que pintarán tejitas y paisajes, para satisfacer el mercado, y pocos quizás los que se independizarán de la estética autarquía. No lo debemos lamentar, así es el proceso. Pero Balthus, Bacon, Nerdrum o Manzur se impusieron a la relativa (y cada vez más dependiente) mediocridad del mercado gracias precisamente a su singularidad, su propuesta personal y su desconocimiento de límites, haciendo de su pintura una expresión ajena al común denominador comercial, lo que genera impensados sacrificios. El principal de esos sacrificios es consustancial: esa infecta propensión a la soledad que inocula a los hombres que piensan y que los sujeta a una rígida obsesión por la verdad, tornando a ésta en eje o barómetro de toda circunstancia natural. Algo dramático ha de ocurrir en la distribución de las neuronas de pacientes tan particulares como Ezequiel, apegados al encuentro de causas y relaciones, orígenes y efectos, tesis, dis10


quisiciones y silogismos, quitándole espacios al amor. Uno no puede menos que sentirse desleal cuando las causas mayores (si por tal puede llamarse a absolutos como Patria, Historia o Dios) menguan el apetito, ocupan la mente, devastan las ideas, germinan iras, abonan descreencias, fertilizan utopías y apaciguan las fuerzas que debíamos dedicar a la familia o a los placeres del mundo (estos afortunadamente permanentes y reciclables). O cuando el pensamiento se resiste a gelatinarse en la oralidad y se recluye al interior para allí hibernar y regodearse y crecer antes de volver a brotar más intransigente que nunca. La búsqueda de la verdad es un tránsito solitario; la soledad es compañera obligada de la creación. Se pinta solo también, como se redacta un libro, se compone una sinfonía, se talla un mármol y se piensa a un hijo. Nadie más que el autor puede dar crédito de ese maravilloso circuito eléctrico, ionización de glucosas, tránsito de plasma, combustión mineral o incendio proteico que ocurre cuando desde el cerebro la idea desciende por el brazo y transita hacia el pincel, la pluma o el buril. El simple gesto de accionar la mano ya implica un sacudimiento interior: el de nuestros atavismos y creencias fundiéndose en expresión de línea o alfabeto, el revoluto de las concepciones, el suave licor de lo que nombramos inspiración haciéndose sangre, la voluntad del acto deseado, la memoria visceral y sus consecuencias y sobre todo ese pálpito ajeno (hasta que lo hacemos nuestro) de la visita a lo inexistente, al camino que trazamos al andar queramos o no a Machado, el triunfo o la frustración de trasponer la puerta de lo imaginado, todo eso no se puede hacer sin soledad. Con todo, ese proceso apenas si tiene poco de extraordinario. Para alcanzarlo se requiere sólo un cerebelo en estado medianamente activo, con averías menores y adecuadamente excitado por la emoción o el desencanto, cierta fertilidad propicia, la motivación o los oportunos aglutinantes que uno localiza en los escaparates del corazón o de un supermercado. El ser humano es siempre por naturaleza creador, dotado de congénito con los instrumentos biológicos para transformar su realidad en otra realidad. 11


El verdadero desafío reside más bien en la calidad, en lo excelso y su fácil apariencia, sobre todo dentro de la pintura. En la sintonía perfecta de los osciladores de la subjetividad y la objetividad, en la osadía y la audacia compositivas, en aquel detector que, decía Hemingway, todo autor debe poseer contra el contagio de la bazofia (él desde luego utilizaba otra más cruda palabra), en el peso ideológico, en los jolgorios de la invención y el ingenio, quizás en la apropiada dosificación de la gravedad y el humor, además del dominio crasamente técnico. Cuando una sociedad tiene la fortuna de hallarse en presencia de un creador con estos dones debe considerarse afortunada y levantar olas de celebración. Es innecesario, por ende, recalcar que la nuestra es una sociedad privilegiada. Aunque es poco probable que Ezequiel albergue en sus ahorros las cifras de un autor millonario, a nosotros nos ha hecho inmensamente ricos, tal los injustos réditos de la desigualdad moderna. Con su indagación estética nos ha empujado a penetrar los submundos de la conciencia colectiva y a contemplarnos desde la óptica del contemplado, inmaduro éste a veces para reconocer su propia faz, su pura transparencia o su cuchillo ensangrentado. Ha abonado a nuestro universo simbólico enseñándonos el derecho a la felicidad pero también las raíces desde donde nos crecen el bien y la maldad; a golpes de trazo y color desnuda el árbol de nuestra biografía y deja que asome la fruta del pecado originario de la historia cansadamente repetida: la violencia urbi et orbi, el grave afán que disfrutamos de negarnos a nosotros mismos, las múltiples caras de nuestra identidad aún no asumida. Padeciendo nuestro insentido dolor nos libera, exponiéndose él mismo nos revela, desmembrando nuestro retrato convoca a que lo integremos, desqueriéndonos incita a amarnos más allá de los muros de nuestra ignorada ignorancia. Por estos y otros tantos méritos es una honra para mí presentar esta valiosa antología de textos e imágenes en torno a Ezequiel Padilla, uno de los más auténticos y grandes artistas de la nacionalidad.

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Ezequiel a la vista R

i g o b er t o

Por ahí dizque vieron pasar a Ezequiel. Iba –juran– en la sobria compaña de un tal Eduardo Bähr. Y Filánder porfía, a varapalo en ristre, que lo vio encaramado en la cabalgadura del caballo blanco de Chico Morazán. Y Saúl asegura –pone a Dios por testigo– que el domingo fue a misa… y allí vio a Ezequiel. Y Castelar me canta, al itálico modo, una aria en que Laodama ve en sueños a Ezequiel. Y Evaristo pregunta, en la letra impresa, ¿quién ha visto a Ezequiel? Y Bude vio que iba, como en cámara lenta, con un cuadro de dolor.

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a re d e s

Y Murillo lo ve tras bambalinas y Juancho entre las brozas ardientes de un cañal y en Olancho aseguran, dice el poeta Rivera, lo vieron empinándose un gajo de coyol. Por aquí dizque vieron pasar a Ezequiel. Y un parte policial dio la noticia que lo vieron anoche haciendo pintas contra la corrupción. Y unos que no lo ven (porque no quieren ni verlo pintado) esperan verlo un día arrellanado a la siniestra de Satán. Y otros que lo verán, en el milenio entrante, con el lauro en la sien, como lo veo yo.

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La Ciudad de Ezequiel R

o b er t o

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a s t i l l o

Curiosa ciudad ésta, la de Ezequiel Padilla. En sus muros de luz no queda ningún indicio de empresa fundacional alguna, porque, desde el primer instante, la mirada que los recorre va metamorfoseándose con ellos. Surge así el ver como experiencia que no cesa y que tanto convoca la desesperanza como el dolor, la brutalidad como el desamparo. Sus calles nunca están desiertas, pese al constante tráfico de soledades que tanto de día como de noche las abruma. En ellas, de sorpresa en sorpresa, el ojo gira y se ensancha, retrocede y se disminuye, pero nunca deja de mirar. No se traga la claridad ambiental, siempre dudosa, sino que la aporta. El tiempo, de suyo escurridizo, crea, a sabiendas de todos, la ilusión de detenerse en este manchón o en aquel mentón; tiempo que llena hasta el último de los recovecos en que se desdobla la ciudad pero que no se deja captar, sino que constantemente hace sentir que nos observa. ¿Qué es el color en esas calles que carecen de dioses tutelares? Agonía en el originario sentido de la palabra. Es decir lucha o combate; y la más radical de las luchas: la que se libra entre la vida y la muerte, cotidianamente renovada en los lugares donde hay seres humanos e indicada con toda clase de signos o 15


cubierta por incontables símbolos en la experiencia de la ciudad. Tal vez venga al caso recordar que, en la primera teoría de la tragedia, el agón se constituye como el verdadero centro organizador de la obra. Pero también puedo decir, de manera nada conceptual, lo que es esta marcha de los colores que en ningún momento da tregua a nuestros sentidos: la manotada de la vida (Honduras no ha descubierto su color, pero no hay que descartar que nos esté aguardando en el brillo de los ojos de los niños). Ciudad de espacios abiertos, la que es objeto de estas líneas los expande de manera constante. En ellos siempre habrá lugar para cuantos no encontraron acomodo en la otra ciudad, la que sólo se interesa por lo que conviene a sus pequeñas miras administrativas y desecha el acecho, excluye o disimula la abundancia de males y no oculta su pretensión de dejar de ser terrena. Las plazas no están rediseñadas. El desgaste de sus piedras pudo producirse al ser lamidas éstas por animales famélicos que no cesan de reproducirse; o a lo mejor lo que era sólido decidió hacerse polvo sin dar cuenta de este acto a nadie, mucho menos a los poderes que no aceptaban que nada se les fuera de las manos. En medio de la sangre, o a pesar de ella, los rostros y las miradas de los héroes nos contemplan desde otra vida, distinta de la que les inventaron los que costearon sus primeros monumentos. Partida en unos cuantos millones de mitades, que son las divisiones de los hombres respecto de sí mismos, la ciudad respira con una dificultad que acaso se manifieste mejor en el "déme" o "regáleme" que salta sin rodeos desde las voces de los niños (antes decían que estábamos en las orillas del mundo; ahora resulta que todas las orillas se han movido para acá). Pero esto marginal que viene en camino es, paradójicamente, éxodo. Sale de todas partes, y por efecto suyo la forma se vuelve orfandad pero no sucumbe, sino que, por el contrario, revienta en la luz enfurecida.

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Nacimos del vientre, que nos lo dio todo pero no la forma. Ésta habrá que buscarla, y para tal cometido nadie está nunca suficientemente preparado. El que vaya por ella tendrá que guiarse por el instinto de la luz, que igualmente permite desgajar un momento de la cobertura histórica que lo preserva como entre-ver ese blanco rasgado por una cuchillada o el tajo que cortó de golpe una garganta. Todo es memoria entre estos términos que no abogan por la rigidez. Memoria multiplicadora disparada hacia la construcción de su propio tiempo, no tributaria del que nos devora. En ella, los seres más cercanos seguirán siendo los niños. Potencia que recuerda, gracias a la deshumanizada mirada del otro, algún lugar para el hombre –siempre relegado por él mismo– en el mundo brutal del futuro. En el taller de esa asombrosa ciudad, el arte no busca el refinamiento por el refinamiento mismo, tampoco el color vendible. Su técnica no desdeña el valor de ninguna enseñanza, pero a todas las que acoge las res-triega con auténtica pasión artesanal en la cruda realidad de los hechos, de los que siempre regresa con algo nuevo que ofrecer. De modo muy claro se advierte, por las señas que salen de todos los intersticios, una fatiga y también un deterioro del espacio urbano. Ambos coinciden con el envilecimiento de quienes lo habitan. Pero esta degradación es producida por un poder externo del que la luz siempre ofrece unos trazos a tono con la velocidad o indignación de la mano; esto explica la abundancia de zarpazos luminosos. La ciudad duele en muchas partes, pero sobre todo en el arte. Se suceden las generaciones, la indiferencia sigue igual. A veces la lluvia tiene la virtud de recordar que nadie se queda sin mojarse. Descubrimos también otro de los significados de este espacio: por él estamos todos en la misma cárcel.

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Tal es la ciudad de Ezequiel Padilla Ayestas, no expuesta ni abarcada en plenitud, sino solamente sugerida con unas pocas palabras. Ciudad terrena, ciudad de los hombres que se afirma sobre su propia propuesta, esa que habla directamente al ojo que la ve y que jamás incurre en la tentación de pararse sobre las huellas de lo andado. Para entrar aquí hay que renovarse en alguno de los tantos sentidos que lo humano permite y propicia. Por eso recurrí a los mecanismos de la ficción, que me hicieron sentir como si fuera el primero en visitarla.

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De compartir la pintura J

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n t o n i o

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e d i n a

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u r ó n

"Porque la tierra está llena de delitos de sangre, y la ciudad está llena de violencia.˝ Ezequiel, 7.23.

Hay quienes definen a Ezequiel Padilla Ayestas como un visionario, similar a su homónimo bíblico. En algún sentido, aciertan: Las imágenes de ambos poseen el fuego tempestuoso y el filo cortante de la profecía, el tiempo sincopado y el ruido, ese fragor tan opuesto a la discreción y el sosiego. Los dos cuentan historias, pero en tanto el hijo de Buzi las convierte en amonestación o advertencia, el pintor hondureño las filtra por el tamiz de una elipsis contextual y nos obliga, como espectadores, a descifrar sus correlaciones y elementos. Ezequiel Padilla, sin embargo, no es críptico ni hermético. Los títulos mismos de sus obras proporcionan la suficiente información catafórica para orientar al observador en la dirección correcta: "Los otros", "El ataque al otro", "La mirada del otro", "Recién llegada", "El niño de la pulpería", "Así somos", "Así nos ven", "Kafka y la señora K", por ejemplo, son parte integral de la semántica de sus textos pictóricos y condensan el contenido que preanuncian y al cual remiten. Lo anterior, por supuesto, no significa simplici21


dad; al contrario, la pintura de Ezequiel es extremadamente compleja, estructurada en función de una pluralidad de códigos y subcódigos, construida con base en modelos axiológicos y tipologías culturales muy suyas. Una aproximación a su Obra exige, en primer lugar, descubrir la inarbitrariedad de sus pinturas: Nada es contingente en ellas, nada es casual; todo apunta, como lo ha señalado Augusto Serrano, a nuestra realidad distorsionada, "La triturada realidad de la que –Ezequiel– recoge fragmentos, jirones, despojos, con un cuidado que emociona: como si quisiera recomponer lo disuelto, armar lo destartalado, juntar lo disperso..." En segundo lugar, decodificar sus formas, sus referencias primarias, las sistematizaciones estilísticas del color y las especificidades del proceso semiológico implícito en los lienzos. Las creaciones de Ezequiel Padilla no son explicables con la acepción didáctica del término; su interpretación, su "Lectura", sólo son posibles en el marco de la experiencia vicaria y personal, quizás íntima; ésta es la única manera de revelarlas y, definitivamente, de compartirlas. Por la vía aludida, uno puede identificar, con claridad, una serie de isotopías, tanto en el plano del contenido como en el de la expresión: La superposición de colores cálidos y fríos, sus claroscuros; cierto tenebrismo con fines irónicos, escondidos entre los pliegues de unas figuras en ocasiones carnavalescas, pero siempre –rasgo fundamental de estas pinturas alucinantes– paródicas. Hay más de alguno que encuentra en Ezequiel un tono de imprecación apocalíptica y encarnizada denuncia, una manifestación de estados emocionales o realidades pasionales; tal vez, sea probable. No obstante, yo veo en su pintura una absoluta sinceridad, un diálogo honesto entre el artista y su público; sobre todo, una impresionante y osada ternura, difícil de discernir, a veces, en medio de unas caras y cuerpos que pare22


cen gente en carne viva (algo así ocurre con la poesía de Jorge Federico Travieso, un autor a quien se le atribuye una obsesiva exaltación de la muerte, a pesar de que sus textos son un tenaz canto a la vida). Esa ternura es, sin lugar a dudas, heterogénea y, por ratos –admítaseme el oximoron– brutal patéticamente desolada; sin embargo, está ahí, en los ojos imprecisos, en las sinuosidades corpóreas, en las bocas selladas o semiabiertas y en unidad discursiva permanente. Agentes de la desdicha, los personajes de Ezequiel Padilla son seres perplejos y absortos en su propia orfandad; íngrimos en un ámbito cruel pero tratados, técnicamente, con viril y recia dulzura poética, metafórica; somos nosotros y, también, los otros. La intratextualidad artística de Ezequiel es intensa y sutilmente articulada mediante un hábil manejo de diversas recurrencias: La tensión de los contrastes, los paralelismos semánticos; la forja de temas logrados mediante la insistencia en determinados motivos, sin incurrir en tópicos generalizados; la intencionalidad inmanente de la composición, etcétera. Todo lo anterior dota a sus obras con una lúcida y persistente coherencia, con un estilo autónomo y una rigurosa individualidad estética. Sé que un análisis concienzudo y profesional -alejado de un comentario tan superficial como el presente podrían evidenciar aspectos desconocidos en la pintura de Ezequiel Padilla; explorar, para el caso, sus registros y connotaciones cromáticas, deslindar sus siluetas y, probablemente, fijar sus intertextualidades; lo más interesante e importante, llegar hasta la médula de un mundo que sincretiza o fusiona la sombra ominosa y el estallido de luz. Ello sin menosprecio de los variados estudios y enfoques ya existentes acerca del autor. Mientras, vuelvo a "El niño de la pulpería" (1.40 m. x 1.20 m., acrílico sobre tela, 1997) y constato, nuevamente, la sensibilidad exacerbada de Ezequiel, su celosa espontaneidad, su admirable percepción de lo humano y, entonces, me congratulo por compartir, con él, su pintura. 23



Ezequiel Padilla o la incomunicación del lenguaje L

e t i c i a

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y u e l a

Desde 1975, Ezequiel Padilla se inició en el camino del arte. La primera vez que lo vi, aún era un joven atolondrado, con la cabeza llena de aquellas ilusiones que van de la búsqueda de la construcción de una sociedad mejor al papel del artista como profeta de su generación. Había terminado su carrera de Ingeniería Civil y miraba con desconfianza su destino en su ejercicio. Amigo personal del autor Luna, era su compañero en adquirir la experiencia sobre el carácter de los materiales, y la fatiga de los metales, compartiendo exploraciones con barnices y oxidaciones de metal, experiencia habida del empirismo directo, de aquella necesidad de entender la plástica como verbo infinito.

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De corazón generoso siempre se introdujo en los grupos de alumnos y graduado de Bellas Artes, llevándolo su sueño a la búsqueda del colectivismo pictórico con que arrancó con el grupo taller de La Merced y el esfuerzo divulgativo de los Zots. Sin embargo, siempre había en él aquella melancolía, aquel profundo pesar, aquella herida en el alma –de su vida personal– que signaba todos los esfuerzos de la pintura en sus lienzos de caballete. El lo comprendía muy bien, decayendo en una angustia comparativa de otras experiencias similares, en los despegues de otras obras creadas en el torno similares del acontecer social. Así fue como descubrió el círculo negro en que se basó Kandinsky y Max Ernest. "Los Comediantes" de Max Ernest, más fuerte que el de igual título de Picasso, le permitieron, ingresar en el gran camino del dolor colectivo. Abrir su garganta para él expulsar el gran grito, desangrándose en la infinitud, eludiendo la forma personalista y ubicándose –desde luego a espaldas de una estética tradicional, que evadía la belleza y sobre todo, el conformismo de sirios y troyanos. Así fue como se presentó en la sala Leo de Editorial Nuevo Continente, con una primera colección individual de 20 lienzos unitarios con el gran tema del "Transporte Colectivo". Marcos Carías Zapata firmó su

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presentación, enfocándolo a partir de la gloria del cartel, en una doble reivindicación, Toulouse-Lautrec y Ezequiel Padilla, como conclusión de aquellos días de brillante vida intelectual, –no sin cierta nostalgia– reivindicar las técnicas del "afiche" y el cartel, como parte expresiva de la comunicación ciudadana. Sin embargo, la obra de Ezequiel trascendía más allá de los propósitos del cartel porque iba más bien hacia el camino del graffiti, de reclamo popular. Deliberadamente Ezequiel se echaba sobre los hombros toda la carga de la incomunicación del pueblo, hacia propio –con el peligro del martirologio- de prestar su voz a los sin voz, a los conformes, a los mudos, a los inexpresivos y como diría Eduardo Bähr, a los valeverguistas, que somos los más. A raíz de esta exposición Ezequiel, ha sido víctima de su propio y circunstanciado calvario que se fincó en el espacio de la novedad, de la preferida función política, del banderiísmo, hasta del mal gusto y de la incapacidad personal de aquellos que estaban más interesados en la novedad y no en formular sus propias propuestas. Y por otra parte, aquellos que como público nos negamos a ver en la obra pictórica, el espejo delator de nuestra culpabilidad colectiva, los del pecado de la omisión, los áulicos, los del parnaso, los señoritos que aún buscamos en la obra un sentimiento de evasión que sólo permita las representaciones oníricas emanadas de nuestra torre de marfil: los de la intimidad que nos negamos a ver más allá de nuestras representaciones personales, refugiándonos como supervivientes de las angustias del sistema. Mientras tanto, Ezequiel aceptó su destino de vivir sin mercado de arte, ni “marchante”, sin intermediarios, en una agotadora batalla personal que lo condujo a buscar ese cambio tan soñado y tan lamentado 28


de la sociedad hondureña. Rabiosamente llenaba cientos de cuadernos de notas, con apuntes de sus impresiones o imprecaciones cotidianas. Gráficas algunas de ellas, jamás terminadas, se quedaron apenas en el simple boceto, pero que se constituye como testigo más claro y más evidente de esa angustia de vivir. Sin reciprocidad, raíz de lo solitario. Soledad de compañía quizá la más terrible de las soledades, la infinitud del bar, de la cantina, del "acto" cultural, de la fanfarria de las propuestas, de los homenajes en los que no se participa más que con la timidez de la sonrisa y la vaguedad de un esquivo saludo. Todo esto lo llevó a otear sobre otras colectividades, a ir y ver, a escarbar crítica y escatológicamente otros horizontes: Europa y los Estados Unidos. Y como García Lorca "buscó el río de la soledad y encontró que no había río". Sólo encontró comentarios, críticas, aceptaciones temporales, visiones técnicas y todo aquello impreso en el desgastado lienzo del espíritu del siglo que, en el fondo, no es más que la impresión de la incertidumbre del porvenir y el miedo de sus habitantes. A pesar de todo ello, Ezequiel sigue siendo pintor, comprometido no sólo por sus circunstancias, con su coyuntura histórica, con su melancolía y con la soledad –que es ahora su compañera y amiga ineluctable, casi inefable–, que se complace en advertir, en pleno olvido del lenguaje, que ya no es propuesta, sino simplemente una forma de advertir el mundo y reflejarla. En un estado de catarsis casi total, es posible que continúe con sus viejas y queridas manías de integrar el arte con la aspiración popular que es el graffiti. Que se sienta más seguro de sí mismo por su forma de 29


interpretar y ver el mundo, de aspirar a ese lento proceso humano que se afinca en la transformación y que se desarrolla mediante la evolución, lentísima pero certera, es el camino que tenemos obligación de transitar, más allá de lo vivido, advertido o simplemente intuido, dentro de las posibilidades que nos marcó Pascal en el inicio de los esplendorosos tiempos de la modernidad, que nos enseñó que los hombres son débiles cañas que apenas piensan o como dijo Homero "van y dan vueltas y revueltas, pasan por los caminos y los mares para después encontrar los mismos hombres y las mismas casas".

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Viento en Popa R

a m ó n

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El abuelo de Ezequiel Padilla Ayestas era, en 1886, el alcalde de la paceña San Antonio del Norte (antes llamada de Padua, según Carmencita Fiallos, "y sin duda por el fuerte viento que azota este lugar", sustituyeron la referencia italiana por la atmosférica). Don Celestino fue quien comunicó al presidente Luis Bográn que había sido capturado el jefe rebelde Emilio Delgado. Uno de los tíos del pintor fue el abogado Horacio Padilla, mencionado por don Medardo Mejía en una de sus sabrosas narraciones; respetado, pues, y litigante en Guatemala y el último sobreviviente de los diputados hondureños que concluyeron su período en 1932. A Ezequiel le precedió en la dedicación artística su hermano Alejandro, cuya prematura muerte fue lamentada por todos los que apreciamos la jovialidad del "choco" Padilla. Ezequiel amplió la tradición familiar, acercándose a personas mayores que pudieron orientarlo en el mar de las letras, otra de sus aficiones. Uno de ellos fue Don Salvador Turcios Parra, fundador de "Repertorio de Honduras", publicación muy estimada a mediados del siglo XX.

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Tan hermanado está Ezequiel con la historia que coincide en nombre y apellido con un célebre canciller mexicano. Esta influencia le ha facilitado ser incisivo cronista de las barbaries y esperanza de nuestro tiempo, utilizando a la vez pincel y pluma, resaltando lo que ocurre aquí y fuera de aquí. Su rebeldía se inscribe dentro de la más fina estirpe humanista, ajena a toda irreverencia artificiosa. Su actitud sincera y perspicaz le permite establecer una especie de "complicidad" consensuada con los espectadores de sus obras y mantenerse fiel a la lealtad escogida. Además de la regularidad con que realiza exposiciones, siempre impactantes, se puede dar otro ejemplo de su constancia: es el permanente ilustrador de la revista "Paraninfo", con cuyos propósitos se identifica. Pintando la ciudad sitiada o semidestruida, los héroes sacrificados, las fronteras imprecisas, la gracia de niñas o varones, con "formas intrépidas" (Diana Pickett), estallantes, ha aportado nuevas inquietudes y matices a la espléndida aventura iniciada hace muchas décadas por Pablo Zelaya Sierra, Confucio Montes de Oca y Max Euceda. La pintura hondureña actual sigue viento en popa, a pleno color, dentro del panorama general sombrío.

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Todo un Nombre A

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err a n o

Tiene nombre de profeta. Pero no es iracundo. Tampoco se las da de agorero, porque sus trabajos no pretenden anunciar paraísos ni simular situaciones. Es poco hablador, pero lee mucho, observa sin cesar y mantiene un diálogo ininterrumpido con las aristas más cortantes del mundo. Creo que duerme poco, a juzgar por la obra que desgrana día a día desde hace ya muchos años, como si le faltara tiempo para decir, desde sus espacios, todo lo que tiene que decir. Quizás por eso es uno de los pocos pintores que necesita diez y más lienzos para ir perfilando cada uno de los temas en que se compromete. Ese es otro de los lados de Ezequiel: su compromiso perenne con el mundo desfigurado, triturado, desmembrado, desajustado que nos rodea, aunque pasen las modas; aunque sus compañeros de camino abandonen el rumbo; aunque la sociedad que devora cuadros sin entender el arte decida mirar a otros lados en busca de satisfacciones. Profeta o no, Ezequiel está avisándonos, aún sin proponérselo. Como el tábano de Atenas, el Sócrates quien llamaba al dios de Atenas para que no se le durmieran los humanos, los pinceles de Ezequiel horadan nuestras visiones, incordian a los buscadores de lo fácil, destetan a los primerizos, 37



convocan a los incansables, ponen el dedo en las llagas. Es su suerte. No creo que pueda dejarla, tan convencido anda el hombre; tan seguro de nuestras inseguridades; tan despierto a los signos de los tiempos. –¡Qué no haría este hombre, si le diera por hacer retratos realistas, con lo bien que sabe pintar! ¿Qué pasaría? –me pregunta un observador que echa de menos la línea precisa, la sombra ajustada, la luz en su sitio y la perspectiva según las reglas de la geometría. –No pasaría nada –le contesto, convencido de que Ezequiel no distorsiona la realidad–. Es nuestra realidad la distorsionada; la triturada realidad de la que él recoge fragmentos, jirones, despojos con un cuidado que emociona: como si quisiera recomponer lo disuelto, armar lo destartalado, juntar lo disperso; curar, en fin, las heridas de un todo que, como dije, no se puede decir en un sólo lienzo. No haría nada mejor de lo que está haciendo. –Pasa lo que tiene que pasar. Pinta lo que tiene que pintar, no hay de otra –me reconviene mi interlocutor. –Tampoco, hombre; tampoco es así. Lo que sucede, no tiene por qué suceder y menos aún tiene por qué suceder así. Podría suceder de otra manera. Y esto es lo que duele. Creo que esto es lo que le duele a Ezequiel: que, pudiendo ser la realidad de muchas maneras diferentes y todas ellas mejor que la que tenemos, aparezca ésta como necesaria, infranqueable, única y fatal circunstancia, sin alternativa alguna. Esto es lo que, rebeldemente, se nos revela en la pintura de este hombre que nos quiere despiertos. 39


La ciudad de los que pueden dormir duerme ya. Ha caído la tarde y los oscuros cárdenos edificios de los centros de poder malajustan sus esquinas torpemente con desasosiego, cual si se amenazaran mutuamente. Por la calle viene la "Manifestación " –el cuadro que ahora me sirve de inspiración–. Alargada su figura, la riada de gente sin rostro toma la calle y la hace suya, la blanquea e ilumina las tinieblas. Los edificios asoman sus ojos; unos quieren huir de ella; otros quisieran aplastarla, porque la calle, el único lugar que le queda a la pobre gente, se torna en amenaza: dejó de ser el espacio de la fiesta y del encuentro. Entre el azul oscuro y el violáceo, blancos y negros, grises de plomo encuadran los pocos tonos cálidos de las caras planas encendidas, quizás iluminadas por los faros de las fuerzas del orden que esperan. Reguero de gentes que incordia a los que mandan. Ese es un cuadro de los muchos que viene pintando desde que decidió que el color y las formas y la riqueza de todas las paletas de todos los pintores del mundo no bastaban para desvelar hasta la transparencia las entretelas de la vida humana, tan densa, tan profunda, a veces, tan desgarrada. Decidió que no se trataba de contornear las cosas a modo de caricia ni de cubrirlas de brillos para lisonjear la mirada, sino de rasgar la costra que las envuelve para que el hombre piense. No hay cuadro de Ezequiel que no obligue a volverlo a ver. Es siempre un reto para la mirada. A veces, uno mira el cuadro, vuelve la vista en busca del autor esperando entender aquellas composiciones y se encuentra con la cara sonriente, algo escéptica, de este pintor incansable que permanece de brazos cruzados en algún rincón de la exposición, que le dice a uno, sin proferir palabra, ahí está mi obra, se encoge de hombros como quién sabe que está en la misma frontera de las cosas y desaparece por alguna de las puertas. El suele firmar con todo su nombre, EZEQUIELPADILLAAYESTAS, todo junto, como es él, o como creemos que es él, derramado apasionadamente en sus obras.

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Ezequiel Padilla Ayestas o la conciencia de la ignominia H

e l e n

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m a ñ a

Penétrese la estética de Ezequiel Padilla Ayestas y no se saldrá igual. Confróntese sus textos y contextos y se tendrá la summa de un testigo de cargo excepcional. Con creces, "una conducta moral", como la demandada por Miguel Angel Asturias del artista. Remojar los ojos frente a los vestidores de su mundo colorista es subsumirse en un universo ilímite, alejado de concesiones y componendas. Ajeno al fementido gusto numismático del “marchand”. Con sobrio trazo –que es búsqueda y atrape de esencialidades–, cada brochazo es un desgarrado arañazo sobre la piel de la conciencia. Una puya en la comodidad espuria. Ortiga contracorriente para el espíritu acomodaticio. Un tábano implacable que rompe la tranquilidad de los que han medrado a la sombra de la impudicia. Jamás una tonalidad, un color, o una línea, en el espectro de este artista, han sido para gustar. Para enmarcar una bucólica propuesta decorativa. Sí, para señalar la cojera de aparencial compostura que se anida en la hipocresía del statu quo. 43


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Los cuadros de Ezequiel Padilla Ayestas no están colgados, a sus anchas, en los clavos de la pared de la indiferencia. Están en vilo, prendidos en la angustia del alma nacional. En sintonía con las llagas más purulentas del cuerpo social. Inmersos en el jadeo diario de la extenuante lucha por no caer en las trampas doradas de un sistema que, feliz y falaz, ha proclamado el anclaje definitivo de la historia. Cada conjunto pictórico de Ezequiel Padilla Ayestas –líneas trazadas con furia visceral, dulce amargor y soterrada ternura– conmina al espectador. Lo zarandea. Escarba en su conciencia. Escarda epidermis adentro para que la última pincelada sea colocada por el ojo expectante del espectador que avizora. Busca, pues, en actitud dialógica, el remate cómplice, punto de llegada que reafirma, intraconciencia, el poder transformador del arte. En la brújula insurrecta de esta pintura jamás se apacienta la luz. Nunca se arremansa el conformismo. Rehuye arrellanarse en la butaca de los acomodados y no acepta los billetes de ninguna preceptiva. Inclaudicable a sus principios, no se ha plegado a los aires fin de siglo que pregonan la debacle de las utopías. Contra viento y marea, Ezequiel sigue creyendo en un mañana posible. De ahí que su índice señalizador no claudique. Su ojo crítico no se ha dejado abatir por aquellos que, desde el trágico eclipse de sus conciencias, han olvidado las viejas lecciones heraclitianas. A Ezequiel ninguna ignominia y sus hechores le son ajenos. Atado al palo mayor en la nave de las verdades, ha tapiado el tímpano de su policromía al canto de sirenas y al orín de la corrupción de los estigmas del miedo ambiente.

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Ezequiel Padilla Ayestas cronista del diario que a diario fue haciendo la historia. Apuntador del micro y del macro universo. Para saber, en las centurias futuras, del cómo fuimos ahora. Cuál fue su urdimbre y la catadura de los que, a horca y cuchillo, cuadraron el siglo. Una pintura que, de no darse un viraje a escala planetaria, ha vaticinado –imbuida del numen poético que vislumbraron los antiguos griegos– la botadura del último árbol, la destrucción del último gusano, la evaporación de la última gota de agua, el aniquilamiento del último homínido. La pintura de Ezequiel Padilla Ayestas: bitácora quemante de los hombres y mujeres que una vez fueron del siglo XX. Pensamientos, temblores, angustias, pulsiones, miedos, afanes, anhelos y pasiones hierven al interior de cada ser humano. Sólo al artista le es dable objetivarlos transformándolos en obra viva. Ezequiel asumió su desciframiento y traducción en obra pictórica. Desde el privilegiado ojo frontal que dictó el trazo de su mano, testificó su paso por los nueve círculos infernales y, tal como lo testimonió el formidable poeta medieval, merece ascender al pináculo de la gloria. Pero no la metafísica, sino la que remita al reconocimiento y valorización justa de su trabajo artístico. Nada más y nada menos. Porque cuando este orfebre de la plástica nacional haga el recuento irrenunciable de su labor, cuando responda al juicio implacable de la historia, perfectamente, con la conciencia de quien hizo lo que tenía que hacer, parafra-seando al poeta místico, podrá decir: ¡pintura, cuánto me debes!, ¡pintura, cuánto te debo!. Pintura, estamos en paz.

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LISTA DE CUADROS A COLOR 1-Venta de Lotería Acrílico sobre tela Dimensiones: 1.00 m. x 1.20 m. Colección Privada

2- Ahuas Taras souvenir Acrílico sobre tela Dimensiones: 1.00 m. x 1.20 m. Colección Privada

4-Derechos Humanos Acrílico sobre tela Dimensiones: 1.20 m. x 1.40 m. Colección privada

5- Al Acecho Oleo sobre tela Dimensiones: 0.80 m. x 0.90 m. Colección privada

6- Los Marginados, colección Acrílico sobre tela Dimensiones: 1.00 m. x 0.80 m. Colección privada 3- La Justicia Acrílico sobre tela Dimensiones: 1.40 m. x 1.80 m. Colección Privada

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7- Figuras Acrílico sobre tela Dimensiones 0.90 m. x 0.60 m. Colección privada


8- Sin Título Acrílico sobre tela Dimensiones: 1.20 m. x 1.40 m.

12- Serie “Corrupción” Acrílico y tinta sobre cartulina Dimensiones: 50.7 cm. x 38.0 cm.

13- Serie “Corrupción” Acrílico y tinta sobre cartulina Dimensiones: 50.7 cm. x 38.0 cm. 9- Figuras en la Plaza Acrílico sobre Masonite Dimensiones: 1.20 m. x 0.60 m. Colección Privada

10- Serie “Corrupción” Acrílico y tinta sobre cartulina Dimensiones: 50.7 cm. x 38.0 cm.

11- Serie “Corrupción” Acrílico y tinta sobre cartulina Dimensiones: 50.7 cm. x 38.0 cm.

14- Serie “Corrupción” Acrílico y tinta sobre cartulina Dimensiones: 50.7 cm. x 38.0 cm.

15- Serie “Corrupción” Acrílico y tinta sobre cartulina Dimensiones: 50.7 cm. x 38.0 cm.

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Orden de Captura A

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Bastará decir que no soy Juan Pablo Castel, que tampoco he matado a nadie y que camino sobre este pasillo cuadriculado para encontrarme con esta ventanita donde hay una mujer sola y desgraciada. La mujer está desarticulada por las arbitrarias manos de Ezequiel. La mujer pintada en esa ventanita se parece a este país. El pasillo cuadriculado se parece a Tegucigalpa. Sábato se parece a Juan Pablo Castel. Este túnel se parece a la vida. La vida es un crimen. Por el crimen se le busca a Ezequiel. Y Ezequiel es peligroso.... El dibuja mejor que la vida.

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Palabras para Ezequiel Padilla Ayestas (Collage Verbal)

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I Un artista le preguntó a un sabio oriental: “maestro, ¿qué debo pintar para que mi arte sea digno de todo el que lo vea?” El sabio respondió:– Pinta tu alma. - Maestro, pero a mi alma no la veo. No sé de que color es. -Pero la sientes –replicó el sabio–. Su color eres tú. Pinta tu alma. - Pero maestro, yo vivo de mi pintura, por eso sé que nadie quiere ver en un cuadro otra alma si no es la suya. El sabio alzó los brazos y señaló el horizonte, luego dijo: “El arte es la libertad del ser. Si no puedes pintar tu alma, dedícate al comercio”. Desde enton92

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ces los pintores tienen dos caminos: ser o no ser o ser y ser con riesgo pecunario, pero con emancipación creadora y honra personal. Ezequiel Padilla Ayestas, sin vacilación, optó por seguir este último sendero. II Ezequiel, sin proponérselo, se ha empeñado en sorprendernos siempre. En cada una de sus exposiciones, algo nuevo suyo nos sale al paso. Si antes le conocíamos. Ahora ya no: habíamos olvidado un pedacito de él: ése que tenemos enfrente en cada surgimiento suyo. Aunque las Sagas pictóricas son en Manifiesto, sus motivos son las


respuestas de una misma pregunta: ¿por qué? ¿Por qué el crimen?, ¿Por qué la injusticia? Como Ibsen en el teatro, Ezequiel es un luchador en su pintura. Aparte de todo esto, su pauca sed bona es una bella búsqueda de la felicidad humana a través de los sueños y los años. En la guerra de Ezequiel Padilla Ayestas, sólo pelean los árboles y los justos. III La consideración de Ezequiel hay que ganársela a pulso. No elitismo filial o medición calculadora, sino afinidades electivas, nada más. IV No se que puesto ocupa Ezequiel en la "escala de los valores artísticos hondureños", pero sí sé que él está entre los primeros. Su obra, de raigambre nacional universal, ha transcendido todas las fronteras, físicas y sensoriales y, como un aporte suyo al trabajo individual del Arte, aparece en museos, salas y gustos personales de aquí y de allá, por enci-

ma de distancias, idiomas y costumbres. Obra aceptada por unos y rechazada por otros, pero legítima en su paridad cronológica y en su significación humanística; pintura siempre futura, como los testimonios, como los ejemplos. V Alguien de cuyo nombre tampoco quiero acordarme, me dijo una vez: ¿Has visto la pintura de Ezequiel? ¡Es horrorosa! Solo pinta cosas horribles. Este, el mismo sujeto que en cierta ocasión me dijo: "Tu poesía es panfletaria, sin vuelo. Y todo porque eres ateo". Lo bonito gusta, es cierto. Lo lindo como un paisaje matinal (no tengo nada contra los paisajes). Mi poesía -alguna- es paisajística, agrada, convence. Pero en pintura, como en todo arte, cuenta también la intencionalidad, el modo fijo de utilizar códigos, signos y lenguaje en el desarrollo de una expresión personal, de una característica única que identifica, por encima de ismos y tendencias, el trabajo de un autor. La visión errática del que va es el estremecimiento del que ignore, del 93


que, por razones genéticas o psíquicas, no comprende por qué eso es así. Lo bonito gusta, es cierto; pero lo bonito sin más, es dos veces horrible, y lo horrible, pintado con calidad, sólo es la transfiguración de la cruel realidad que vivimos, que nos rodea. La violencia, como el prejuicio y la deshumanización, también es ocular. VI Pero, desde luego, Ezequiel Padilla Ayestas no es un santo varón, ni como artista ni como ciudadano, pero sí honrado. Y honorabilidad y arte mezclados, producen grandes dividendos, todos beneficiarios de unos y otros. Y, más: para mejor ubicar el sentido lúdico e histórico del país en el mundo. VII A Ezequiel le dicen el Tigre, no porque su vida dependa de la ferocidad y del oportuno zarpazo, sino porque, como un felino de viento, entra y sale de ojos y habitaciones sin que nadie se percate. Paso calculado, no de monje inquisidor, de animal 94

en el agua. Los cuartos no sólo miden la longitud del amor, el reclamo de la amistad, sino que prueban el peso de las costumbres, las indistintas armas de la sobrevivencia. Esto último hace Ezequiel: aparece y desaparece con la misma facilidad que es y no es en el aquí y ahora, y en el allá que, como señala el poeta, también esta aquí. Cuestión de ser y estar... VIII Para el universo cernudista, según el profesor de Filosofía, Carlos M. Moreno, "tampoco puede el poeta adquirir compromiso alguno con nadie porque su único compromiso es con la poesía". Esta, al parecer, egoísta concepción del arte, también es aplicable a los pintores pues –como se sabe–: dos oficios no son un oficio siquiera; y de dos profesiones: una altera o disminuye a la otra, y así. Pero tanto el poeta, el pintor, el músico o el arquitecto, …son también ellos y sus circunstancias. El resto, ¿será selva?


IX Conozco las caídas de Ezequiel, las heredadas y las adquiridas: todas están ahí, en sus cuadros. El arrepentimiento, la culpa, el deseo, el miedo, el infierno personal, el ulises cotidiano, el caronte de las baldosas, el amor disfrazado de sequía o de exilio, la errancia interior, el naufragio entre el polvo y el grito, la venganza ironizada, el rol del caricato, el perdón, la súplica sin llanto: dolor nada más y, por último, la luz del oscuro, la fe del incrédulo, el reposo del abatido, la paz del guerrero. X Este pintor nuestro ama más –porque los utiliza mejor– los colores de la pasión: terrenales, celestes, estacionales, reivindicativos. Los demás, después de la unidad de estos cuatro, son apoyosaditamentos, explicaciones del cuerpo de los otros.

XI ANTE UN CUADRO DE EZEQUIEL PADILLA AYESTAS Lo gregario como representación del drama, el enunciado fantasmagórico como retrato de una idea colectiva: nuestra realidad de pie en figuras translúcidas. Desfile secular de testigos que se muestran como esbozados –temor e incertidumbre goyesca–, que no esperan milagros –el hambre mata a los dioses– sino caminos, soluciones, una breve tregua entre ellos y la muerte, entre ellos y el llanto, entre criaturas de paz y la guerra, entre ellos, criaturas de amor y el odio. Gente que mira desde una sombra permanente hasta el día para ellos (por más que estire su piel solar) es luz recortada: No traspasan nunca la frontera de los pies descalzos, el linde fijo de los aguardadores, de los que esperan algo como un perdón, como una vida sin sobresaltos, sin ayes secretos. Multitud sin espejos. Sombras

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vivas, convocadas penumbras, rondín de espectros espectantes, a los cuales, como una gota de luz que entra por el techo, agrego mi susurro de palabras socias. XII Ezequiel Padilla Ayestas nos conduce hacia él, nos llama con su proposición pictórica, y todos los que acudimos formamos ya parte del conjunto. Somos lo externo del cuadro, la prolongación de la fijeza, el público que entra, sino a un mundo nuevo, a uno privado, rodeado como brazo por nuestro interior: esos dos yo de la vida, el del contemplado y el del contemplador.

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XIII Los artistas nacieron para multiplicar los cuerpos terrestres que son, al fin y al cabo, en solitaria totalidad, el cuerpo del artista: Ezquiel Padilla Ayestas.


El Paisaje Urbano de Ezequiel Padilla Y

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Escribir sobre la obra de Ezequiel Padilla es y será siempre un reto para cualquiera que se aventure en este tema. Sobre todo, porque sus cuadros fueron hechos para ser, más que vistos, criticados, disfrutados o para sentirse uno agredido por la violencia de sus colores y lo descarnado de sus personajes. Sean éstos humanos o no. Desde el inicio, nos es difícil el trato con el artista, porque él –a diferencia de otros– le huye al "flash", le incomoda la etiqueta y, en general, no le gustan las relaciones sociales. Pero una vez solventados todos esos detalles, sale a la luz un ser verdaderamente humano, que también está presente en su obra. Y es que ver la obra de Ezequiel Padilla implica no dejar de lado el aspecto social y recibir la clara descarga de todo su sentido crítico. Crítico con una sociedad injusta en la que hay y habrán, unos pocos que lo tienen todo contra unos muchos que carecen de todo. De allí que en sus cuadros nos tomen casi de la mano los mismos niños que encontramos en las esquinas de esta ciudad o nos conmovamos por el dolor y la soledad de una madre acurrucada en una esquina de la que –casi– forma parte. Todos estos paisajes urbanos en los cuales nosotros también navegamos, pero que –con el buen trabajo de la política o de la propaganda consumista– disfrazamos en el subconsciente, lo decoramos o casi lo tapamos con una capa de fantasía que funciona por un momento, pero que después nos agobia con el peso de su 97


realidad. La finalidad de su trabajo es declararle la guerra al olvido, no darle tregua, para que estos personajes mueran allí y queden sepultados en lo más oscuro de nuestra memoria. Es por eso que compartir un momento con Ezequiel, es como penetrar en otro espacio, no quedarse en la mera observación, en la especulación o la reflexión. Con él se habla de política, de ciencia, de medicina, de música, de cotidianeidad, de poesía y de las últimas publicaciones en esta ciudad y en otros países. Sentarse en el parque puede ser toda una experiencia, asumiendo que no se va a ver lo que usualmente vemos –con ojos de simples mortales– sino, sombras. Sí, dije bien, sombras. Eso es lo que sus ojos quieren ver. A dife-rencia de lo que todos creemos ver en el parque –su muso, su fuente de inspiración– con él lo que se observa son las sombras. Las sombras que dejan las personas cuando caminan, los perros que las siguen, las palomas que vuelan por sobre la Catedral, las sombras que las nubes dibujan en las paredes de los edificios. Por eso en sus cuadros, las formas están deformadas (valga la deformación de la palabra), porque él ha puesto allí su visión de ellas, de lo que nos rodea. Todos somos sombras y nada más. Y es interesante porque a nivel de metáfora funciona así: no somos más que sombras de lo que realmente deberíamos ser. Pero no sólo hay crítica social (hambre, miseria, etc.) en su pintura. A veces deja la violencia (esa violencia) de lado y nos regala poesía, verdadera poesía, es decir, otro tipo de violencia. En la que puede leerse un canto al amor, a la solidaridad, a la amistad. Todo esto mientras no se le ocurra poner el cuadro sobre muletas o piense que es demasiado perfecto para entregarlo así al público, tal vez lo considera una debilidad de su parte. Todo deber ser como es y en eso no hace concesiones. Aún en sus cuadros más tiernos -a mi criterio- no dejan de asaltarnos las dudas, las reflexiones. Sobre todo, recuerdo un cuadro suyo que me atrapó desde el primer momento, no estaba terminado, no era necesario 98


para que la carga en él me contagiara. Era un cuadro mitad blanco y mitad negro, en el cual sólo se distinguían rasguños. Los rasguños en la parte blanca, estaban colocados de tal manera que uno podía sentirlos, dolían. En el cuadro había también un espacio (triángulo tal vez, no recuerdo bien) en el que fijando la vista podía sentirse paz. Estaba puesto allí de manera estratégica. Es lógico, él sabe lo que hace. Nada sobra y nada falta. Lo único es encontrar en su obra, ese espacio de tregua que coloca para nosotros y nuestros reflejos. El espacio en blanco puede –en esta obra– asumirse como la inocencia y los rasguños, como eso que la mata o la empaña. Dudo mucho que ese cuadro exista todavía. No sólo porque era tierno, sino porque puso en él mucho de su ternura y no puede darse ese lujo. No sé, quizá esté equivocada al decir ésto y alguien en algún lugar tenga el espacio de paz que yo creí ver en ese cuadro. A veces, descubro sus metáforas con Tegucigalpa y la obsesión que tiene con los paisajes urbanos de esta ciudad. Darle a Tegucigalpa corporeidad femenina, por ejemplo, y exhibirla desnuda y ultrajada en la plaza de Morazán (quien se convierte en su testigo), frente a unos "muchos" que la observan y rodean, como cuando allí mismo se suceden los actos más increíbles (desde hombres que echan fuego por la boca, niños que hacen malabarismos, protestas de diversos grupos, propagandas políticas, celebraciones religiosas, hasta la venta de las medicinas más extrañas y baratas). Tegucigalpa observada. Tegucigalpa degradada. Tegucigalpa en soledad. Todos le damos la espalda y no hacemos nada por ella. Es la total falta de conciencia de sus habitantes. De allí salen también otros personajes cotidianos como la libertad, la justicia, la dignidad. Una justicia ciega (femenina también), en harapos y con la balanza representativa, rota. Una libertad con la boca censurada, representada por la juventud de una muchacha que nos ve como pidiendo ayuda. Una dignidad ultrajada, vista como una fuente de agua de la que todos beben y sacian su sed, pero que todos ensucian sin el menor pudor o preocupación. 99


No importa cual sea el tema, la denuncia está siempre presente en sus cuadros. Toda una fuente de información lo ha alimentado en todo este tiempo y lo sigue alimentando todavía hoy. Por eso tiene esa mirada que es casi inquisidora y que traspasa. Ya ha vivido y visto tanto, nada lo asusta. Está dónde y con quién quiere estar, puede darse el lujo de decidir si así lo prefiere. Ya no es elegido, él es de los que eligen. Toma su trabajo como su vida, con seriedad. Pasó el tiempo del famoso Taller de La Merced –que aunque todavía es recordado y respetado– alimentó su juventud y le dio muchas experiencias que ahora dan sus frutos; dejó amigos entrañables y extrañables también (Aníbal Cruz, Obed Valladares, Dante Lazzaroni) pero que ahora ya no es nada más que eso, un recuerdo, una fuente de la que abrevan nuevos ojos, nuevas manos y nuevas personas. Ahora es él, solo frente a sus lienzos y sus reflexiones, tratando de hacer llegar ese mensaje que sea luz para nosotros y que, de ninguna otra manera, sino sabiendo decodificar sus signos, podemos interiorizar en nuestra memoria y nuestro corazón para transformarlo en verdadera conciencia de lo que somos y de lo que queremos hacer con nuestra vida.

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A Ezequiel Padilla Ayestas A

ma n da

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a s t r o

No sabés, Chequiel lo transparente que te ves en esa cama que bien podría ser tu ataúd Te ves cansado –cansado de todo– de llevar el deguello a cuestas –fiel candidato de la muerte–

Morite si querés al cabo has perforado con tus formas la esperanza y más tarde las aves empiezan a cantar

Morite si querés nosotros ya sabemos que vos no sos de la muerte sino más bien de barco y aldea con luz de ocote jacintos en la punta del pincel los ojos y la humedad en una y el doloroso acento de tu nombre por las cosas 101


El hachazo contra el hielo D

e n n i s

A

r i t a

SIN VANIDAD PUEDO decir que no sé nada de arte y nada de psicología y nada de la naturaleza y nada de economía pero hay en mí una cualidad que nadie podrá negarme aunque el mismo Dios de los judíos la haya lamentado en el principio de su Libro: estoy VIVO. La pintura de Ezequiel Padilla Ayestas me hace recordar una vez más ese detalle, que me concede el pobre recurso de la opinión y casi del grito y que el anonadamiento provocado por el mal o la estupidez puede apagar, porque algo en ella viene llamándonos desde la oscuridad y el miedo, porque de nuevo asistimos al espectáculo de nosotros desnudos, indigentes, crédulos, amablemente absurdos, malvados y acaso bondadosos, porque cuando es mejor o más grande que sí misma y que sus métodos puede golpearnos con esa virtud aplastante que poseen la buena prosa y la buena poesía. Kafka escribió que una buena historia es como un hachazo contra el hielo. La pintura de Padilla Ayestas se ajusta a la dureza varonil de esa frase y tiene, como ella, el coraje de los tigres y la bondad del acero. Cuando la vemos nos parece asistir al deceso de un hombre que muere con valor después de haber vivido sin jamás quejarse; sabemos que asistimos no a la culminación de algo, porque la vida de ese hombre ha sido siempre fin, entrega, fortaleza, y aunque en las palabras de otros no haya vivido lo suficiente porque nada sabe de otras geografías ni de los azares y los peligros que da el prestigio del movimiento, sentimos oscuramente que cada momento suyo es un obstaculo sobrepuesto con una extraña sonrisa en los labios. Si nos preguntaran qué nos gusta de la pintura de Padilla Ayestas habría que responder, con una mirada 102


de seriedad, que nada en ella nos gusta, y responderíamos así porque las palabras que señalan los afectos humanos han perdido en su tráfico la agudeza primitiva dejándonos de sí apenas redondeces, rasgos, siluetas. Cuando decimos que nos gusta algo hablamos casi siempre de valores endurecidos por el hábito: un azul celeste, un atardecer, una doncella, un palacio son hermosos idealmente, y si su presencia actual nos decepcionara seguiríamos guardando celosamente su perfección imaginada o apenas entrevista. La pintura de Padilla Ayestas no puede ser comparada con un ideal, una figura suya no tiene un semejante en el empíreo de las formas agradables, y un hombre suyo y una escena suya no obedecen al satisfactorio concepto que tenemos de las escenas y de los hombres. Si hablamos de gusto cuando vemos la pintura de Padilla Ayestas es forzoso no referirnos a las ideas tradicionales que están en la mente de quienes rechazan esta pintura; los que la aceptan y entienden son espectadores convulsos de un mundo que se nos vuelve incomprensible por la violenta cercanía a nuestro mundo cotidiano, y son capaces de avasallar su pretérito sentido de las formas para entrar en el universo de las formas posibles. La metáfora kafkiana tampoco obedece a las antiguas reglas. Un hachazo es violento, duro, pavoroso, súbito, y el hielo frío, lejano, quebradizo, transparente; el hachazo y el hielo quebrándose son inevitablemente imágenes que algo cardinal en nuestro cuerpo y nuestra mente rechaza y reprueba. Es así porque las cualidades de esas imágenes y de la metáfora que ayudan a formar evocan reacciones corporales, fuerzas que nadie es capaz de explicar sin aturdirse; el lenguaje literario se adueñó de esas virtudes para acercarnos a la materia elusiva de las palabras. Cuando alguien narra puntualmente una aventura en el mar, sentimos que se nos dice la verdad; si ese alguien acierta en las palabras que nos dan la inmensidad del mar y la física amenaza del cielo de borrasca, lo que se nos ofrece puede o no ser verdad: pero es arte y su verdad es artística. Tal vez el gran arte no es con exactitud el que nos aproxima esas realidades físicas, esa fuerza indescriptible que nos asalta de golpe arrebatándonos hacia otro espacio, pero nadie negará que esa cercanía a una verdad eminentemente humana, esa noción de que quien así nos habla comparte con nosotros una 103


sensación única y de que es capaz de transmitírnosla poderosamente, es una de las cualidades cardinales del arte. Hay artistas que han renegado de las otras cualidades del arte sin descuidar su importancia y se han concentrado en ésta, y por eso sus obras carecen casi siempre de la sutileza donde se oculta ese poder genésico; sutileza que es una coraza hecha de palabras, de colores, de volutas y que mas de una vez hurta un centro de vacío y de tristeza. La pintura de Padilla Ayestas es de alguna manera o de muchas ascética y sencilla, ya que en sus pinceladas hirientes como fustazos, en los desolados rostros que la pueblan, hay el deseo de salvar la distancia enorme que en la pintura de otros tiene la misma función que la mera destreza verbal tiene para la prosa y la novela. Cuando Padilla Ayestas pinta a un hombre que asesinan, lo que vemos no es la adecuada exhibición de alguna escenografia correctamente horripilante, de los ademanes melodramáticos de la víctima bajo el puñal, de la cara contraída e inequívocamente malvada del asesino a sueldo; obtenemos, en cambio, una cara y unos gestos que pueden o no perfeccionar la feliz distribución de los artículos escénicos pero que son, indudablemente, la cara y los gestos de alguien que muere sin justicia. Esa cara no refleja el horror: es el horror. Sabemos que el padre Guadalupe murió terriblemente y que unos hechos determinados –que constan en actas– nos conceden la ambigua tranquilidad del espectador, del hombre que conoce apaciblemente, en el calor del hogar, los detalles de esa muerte; Padilla Ayestas pinta ese crimen para darnos su terror: no quiere mostrarlo sino demostrarlo. Por ello el rostro de la víctima nos conmueve no como el de Cristo en la cruz sino, acaso, como aquel cuadro en que Van Gogh aparece con la oreja vendada mientras fuma en pipa: Dos sucesos que coinciden, el horroroso de la mutilación enajenada y el cotidiano y baladí de la pipa encendida y cálida hacen aflorar en nosotros y en la realidad el pavor de lo inusual en medio de lo habitual y conocido. Pero la comparación de ese cuadro de Van Gogh con la pintura de Padilla Ayestas tal vez no sea la mejor, y es así porque en toda comparación, aún la de dos cuadros de un mismo artista, hay algo de juego inútil y pretenciosa nadería. El problema aquí es de humanidad, de fracaso puramente humano: para conocer no podemos sino comparar. Nos con104


solamos pensando que no se trata únicamente de un defecto de escritura y de coherencia: Van Gogh fue humano y sufrió, y Padilla Ayestas sufre y es humano, y los dos incurren en la exhibición de lo convulso y lo rudimental para trasladarnos con fervor las formas de su angustia. En las pinturas que quieren describirnos el Gólgota, se nos ofrece una extensión en imagenes de los Evangelios, y por eso el pintor se ahorra los trabajos que las dimensiones de su cuadro le exigirían ordinariamente. Hubiera tenido que darnos el drama, la sangre, la traición, las palabras del Cristo y su ascenso final con querubines y trompetas en un lienzo con unas dimensiones determinadas por la economía doméstica y el precio del café y el pan. Como el ejecutor es un haragán, su cuadro se reduce al espectáculo de un Cristo que pende ensangrentado y a un cielo oscurecido y a unos soldados que juegan a los dados sobre un manto. Esto ocurre porque creemos entender la muerte con demasiada perfección: Cuando imaginamos la pasión del Cristo no recordamos la sensación de muerte que todos hemos tenido alguna vez, no la apacible del anciano de días sino la horrorosa del crimen, la muerte absurda e incomprensible que parece encerrar el pavor parcial de la inexistencia de Dios o de la profunda vacuidad de la vida. Cuando miramos cara a cara esta otra muerte recordamos esas pocas veces en que hemos mirado a los ojos a un malvado sin restricciones: nos quedamos sin palabras, y nos parece que cada uno de nuestros gestos está siendo sometido a juicio y que pendemos de un hilo sobre el abismo de la ridiculez y el hastío. En los rostros de muerte y desolación que Padilla Ayestas prodiga en sus cuadros asistimos mudos a una revelación semejante, en la que algo que en nosotros yacía hasta entonces incomprendido y silencioso nos salta a la cara como un relámpago en la noche. La historia que sus cuadros narran pertenece, como la leyenda iconográfica del Cristo, a una crónica de horrores e iluminaciones súbitas, de encuentros y desengaños, de muerte y consagración, de plenitud y vacío. Pero al revés de la iconografía cristiana tienen estos cuadros de Padilla Ayestas el valor definitivo de lo violentamente carnal, de la tempestad y la cólera. Si para comprender al Cristo 105


pintado nos es preciso haber examinado los Evangelios, que iluminan puntuales para nosotros las razones de la sangre y los clavos y las palabras gloriosas y los rostros llorosos, para sentir un cuadro de Padilla Ayestas basta ser humanos y haber vivido el rencor y la muerte y la incomprensible alegría. Es verdad que la historia es útil porque nos ayuda siempre a comprender el presente, aunque nunca seamos capaces de remediarlo o recomponerlo: se vive a trancos o a pasos medidos, pero nunca se da un paso sabiendo de antemano cuál será el siguiente. La historia no puede ayudarnos a entender ningún momento de nuestras vidas, porque al detenerlos para entender, la vida ha pasado de largo o encima de nosotros. Por ello son útiles el arte y sus métodos, la metáfora, la imagen, la comparación, el sueño, que nos conceden el horrible placer de ser más que humanos por un instante entre dos nadas poderosas. Las metáforas de Padilla Ayestas tienen la fortaleza de lo temible y lo inefable, y cuando contemplamos esas vasijas con caras, esas caras impasibles que nos ven desde sus rojas lejanías, esos monstruos embozados, esas sombras que acechan desde siempre la insultante riqueza de unos pocos, recibimos un latigazo: Nos enfrentamos a un hombre que podrá haber sido tocado por el horror y acaso por la dicha y sido capaz de examinar sus respuestas y disecarlas, como Proust pudo disecar la enfermedad que acabaría matándolo para poder entregar algunas páginas brillantes, pero en Padilla Ayestas y en su examen hay la virtud de la compasión, porque pudo salir de sí mismo y entrar en el dolor y el horror de los demás, no con la vanidad del que cree comprender, sino con el coraje del que comparte y siente.

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La mirada del otro F

e l i p e

R

i v e r a

B

u r g o s

El visor Todo gran artista es un hombre traicionado. Traicionado por la realidad y traicionado por sus propios sentidos. Traicionado por el objeto y traicionado por los medios. Traicionado por los procesos y traicionado por la idea. Trata de construir para sí una verdad sobre la cual sostener el universo, para vivir; una forma que no sea un código aprehendido y sea directamente una experiencia. La pintura de Ezequiel Padilla Ayestas aspira a ser en esa experiencia. Los trazos, las formas, las manchas aparecen en un estado anterior a los procesos contaminantes de la mente, tratan de convertirse en pintura antes de convertirse en lenguaje pictórico, tratan de guardar el testimonio de la primera visión, la imagen de una realidad semejante a los sueños. Toda pintura obedece a una idea del mundo; sin embargo, Padilla adivinó que la pintura pertenece a una idea del hombre, a una idea de sí mismo; por eso sus cuadros se manifiestan en ese estadío del conocimiento donde las estructuras cognoscitivas y sensoriales se confunden, donde el sujeto se abandona a aquel primer inocente contacto con la naturaleza, donde el mundo se interioriza sin intermediarios (ni prejuicios ni postulados), y los trazos son tan profundos y deformes como los golpes de la realidad, y los colores tan violentos y contaminados como la culpa.

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Como los grandes artistas, su materia es su propio pasado, sus pesadillas se constituyen en el primer hombre de su universo que inventa para sí un lenguaje del que pronto huye, quizá aterrorizado por su propia voz, como si la verdad susurrada desde su interior –fuera más ominosa que la que dictan los astros–. El artista no puede refugiarse en el niño que convive inseparado de la naturaleza como en una matriz; por el contrario, es un hombre perseguido. El agrimensor de Kaflka sufre porque no puede entrar al castillo (tal vez detrás de esa muralla se encuentra el paraíso, su redención), pero el artista desea salir de esas murallas, acosado por visiones o voces o el resplandor. La responsabilidad del artista es la autenticidad de su respuesta. Padilla no quiere separarse del mundo como un espectador frío e impávido; su fusión con la realidad es total o tan profunda como uno de sus trazos: estos colores que vemos son el reflejo de sus propios tormentos. Padilla no tiene que buscar al otro en la naturaleza, sino en sí mismo. La mirada del otro es la conciencia reflexiva en acecho sobre la parte mecánica, es la continua vigilancia de la voluntad y sus actos. Esa figura monstruosa, captada en el momento de girar la cabeza sobre sus hombros, puede ser ciega. Porque, si bien parece mirar, no es esto de lo que somos testigos. La mirada del otro es la mirada del artista sobre el hombre (que es él y, por ende, cualquiera), es la percepción de una amenaza o una súplica, de una materia que se aniquila o comienza a formarse, de la severidad o la vergüenza. La visión de ese sujeto-objeto, la cosificación de esa humanidad es lo que aterroriza al artista –el verdadero sujeto consciente en la historia del arte–, capaz de leer en la profundidad de la carne, en la más honda estructura de la materia, como en un árbol escritural, la abominación y la ruina; la mirada que contempla al otro que parece pedir una tregua o responder con cólera a un llamado; el mismo proceso en el cual Kafka veía a Gregorio Samsa en la noche de su escritura. 108


El otro Cada línea en Padilla es una herida en sí misma. El otro no es un ente abstracto reducible a lo que no soy yo; por el contrario, la visión de Padilla sobre el hombre obedece a los evangelios: yo lleno la medida de mis padres, yo soy el prosélito de mí mismo: El infierno no son los demás, el infierno soy yo. Para el pintor Padilla, el otro, el hombre, es el ciudadano común Ezequiel Padilla Ayestas, encargado de escribir una biografía mas o menos oscura, condenado a la improbable tarea de proveer experiencias, ese que permanece oculto a la mirada de quienes sólo ven en las superficies de estos cuadros una serie de manchas y formas, y sospechan –quizá con acierto– que tienen el único y fiel propósito de repugnar. La cosa amorfa que aparece en este cuadro –bañada no con la blancura de la pureza, sino la blancura del asco, la blancura de la lividez de la muerte, semejante a los monstruos de Cronenberg– ¿quién es?, ¿qué representa?. Padilla no quiere palabras ni abstracciones, aunque parezca que sus cuadros no sean sino lenguaje y símbolo, como una convención ideográfica; la representación es más profunda: cada forma contiene en su interior a otra, de la misma manera como una palabra –por un prodigio que no conocemos– es el depósito de los objetos; una figura se refugia en otra en una perpetua fuga o se sobrepone en una suerte de trazos contaminantes con un poderío semántico, que va separando la figura de su significante, de la denotación, hasta dejarla sola, connotativa, como una huella síquica en el mundo de los sueños. Esta cosa blanca no es una categoría, no es un ente, es la auténtica materia, vacía y muerta -pero con un alto sentido de la vigilancia, como un animal que defiende su territorio- que compone nuestra existencia. El otro es el Padilla que el artista no quiere revelar. La pintura de Van Gogh es comprensible para nosotros porque, junto a sus cuadros, surge la biografía que los complementa; pero Padilla no quiere ceder uno solo de sus actos. El arte es la forma del ocultamiento. Kafka se oculta detrás de personajes racionales en una 109


fábula delicada que poco a poco se desliza en la pesadilla; David Cronenberg en el excesivo desfile de personajes sin emociones y monstruos aceitosos donde –de tanto anunciarlo– se anula el asco. Ese asco que no logramos sentir es el horror más grande. El horror de este cuadro consiste en la brevedad del trazo, la simpleza de los colores, lo elemental de los recursos con los cuales se crea una historia de humillación o futura venganza, un protagonista anónimo confundible con nosotros mismos, sus actos y el escalofrío que nos estremece. Pero nosotros no somos el otro que contempla con asco. Somos la tercera mirada que testifica, casi con placer, el encuentro de esas dos categorías: el hombre que vive y el hombre que se hace vivir, el artista que representa y el hombre que se hace representar, la conciencia que busca y la experiencia donde se redime. La mirada pública La pintura de Ezequiel Padilla no requiere espectadores. Es más, su diseño es un catálogo de representaciones abominables para ahuyentar al público. Pero esta actitud no se reduce a un maniqueísmo estético: el antiacademicismo es también una convención académica. En la mayoría de los casos estas pinturas no nos gustan porque parece que el propósito deja de ser antiestético y obedece a una auténtica incapacidad. Tal originalidad oprime nuestros prejuicios. Hay algo detrás de esos lienzos que no desea ser visto. Hay un suceso que no quiere testigos. La repugnancia y el asco son mecanismos para guarnecer una puerta que ya está abierta, como los insultos de un hombre que no quiere dar a conocer sus lágrimas. Borges inventó el laberinto para extraviar al lector; Beckett, la deshilación del lenguaje. Como este último, Padilla quiere destruir la mirada del público destruyendo el lenguaje que lo acerca: no hay perspectiva ni armonía ni proporción ni figura ni nada. Algo quiere que110


dar a resguardo, mas allá de las formas que la pintura engendra; algo que fue revelado inevitablemente en el proceso de búsqueda y que, quien lo reveló –el Padilla artista, que está fuera del tiempo– debe ocultar, para que el otro –el Padilla histórico que conocemos– permanezca ileso. Un espectador es un intruso en una casa donde se acaba de cometer un crimen. La mirada acusadora es precisamente la última mirada, capaz de adivinar los sucesos detrás de los lienzos, cuando el pintor está aún con el pincel en la mano y su modelo no aparece por ningún lado. Los cuadros de Padilla no pueden contemplarse: no existen como suponemos. Debemos obligarnos a ver detrás de ellos al hombre que el artista diseñó. Como si nos acercáramos a una caverna, Padilla nos hace llegar desde la oscuridad trozos de cabellos, una uña, una oreja amputada –adivinamos en cada pincelada un pedazo de piel y alma y huesos que, para nuestro bien, había enterrado–. El temor de Padilla es que nuestra mirada no condescienda. Exige, para penetrar en su necrópolis, un pacto de humanidad a humanidad, de verdades ocultas y verdades reveladas en silencio, bajo un código aprendido a fuerza de leer en nuestra sangre la escritura del destino humano. La mirada de un tercero es también la mirada de Dios. Una mirada total, fría, implacable, donde ambos sujetos se reflejan y enjuician. Es la voz que reclama nuestra presencia en el huerto, ante la cual tememos mostrarnos desnudos, es la voz que pregunta dónde está tu hermano. Es también la mirada del tiempo, donde todas las perspectivas se pierden, donde el uno se funde con el otro, donde el enterramiento está plenamente justificado. La mirada que quizá desde hoy merezca su obra: la mirada de la inmortalidad.

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Indice La caída del hacha

Ezequiel Padilla. ................................................................................................................................................. 3

Prólogo

Julio Escoto......................................................................................................................................................... 5

Ezequiel a la vista

Rigoberto Paredes............................................................................................................................................. 13

La ciudad de Ezequiel

Roberto Castillo............................................................................................................................................... 15

De compartir la pintura

Juan Antonio Medina Durón.......................................................................................................................... 21

Ezequiel Padilla o la incomunicación del lenguaje

Leticia de Oyuela. ............................................................................................................................................. 25

Viento en Popa

Ramón Oquelí.................................................................................................................................................... 33

Todo un nombre

Augusto Serrano............................................................................................................................................... 37

Ezequiel Padilla Ayestas o la conciencia de la ignominia

Helen Umaña. .................................................................................................................................................... 43

Lista de cuadros a color

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Mano de obra Orden de captura

Allan McDonald. ............................................................................................................................................. 53

Ezequiel 99........................................................................................................................................................54 Ezequiel 97. .......................................................................................................................................................68 Ezequiel 93........................................................................................................................................................78 Ezequiel 92....................................................................................................................................................... 82 Palabras para Ezequiel Padilla Ayestas (Collage Verbal)

JosĂŠ AdĂĄn Castelar............................................................................................................................................ 92

El paisaje Urbano de Ezequiel Padilla

Yadira Eguigure................................................................................................................................................. 97

A Ezequiel Padilla Ayestas

Amanda Castro................................................................................................................................................ 101

El hachazo contra el hielo

Dennis Arita..................................................................................................................................................... 102

La mirada del otro

Felipe Rivera Burgos....................................................................................................................................... 107

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Reseñas biográficas de los/as autores/as Dennis Ricardo Arita Mejía. La Lima, Honduras, 1969. Ha publicado traducciones y cuentos en varias revistas literarias del país. Durante cuatro años, 1996-2000, fue co-editor de la página literaria Arlequín, del diario La Prensa. Actualmente tiene en proceso de edición su libro de cuentos Destrucción de Laura. Felipe Rivera Burgos. Nació en Tela, Honduras, en 1968. Se graduó en Literatura en el Centro Universitario de la UNAH, en San Pedro Sula. Fundó, con otros estudiantes universitarios, el boletín Literario Arlequín, que más tarde se convirtió en la sección literaria del Diario La Prensa. Actualmente es editor de textos educativos en la Secretaría de Educación. Tiene inéditos los libros Tristeza hermoso rostro (poemas) y En el sopor del estío (cuentos). José Adán Castelar. Poeta. Honduras 1941 Obras publicadas: “Entretanto”, 1979; “Poema Estacional”, 1989; “Sin olvidar la humillación”, 1987, “Rutina”, 1992; “Tiempo ganado al mundo” (Antología personal), 1989; “La noche en que a Superman le cortaron las alas” (cuento), 1991; “También del mar”, 1991; “Rincon de espejos:”, 1994; “Laodamia”, 1999. Premio Itzamna de Literatura, 1982. Roberto Castillo. (Honduras 1950). Escritor. Ha publicado: Subida al Cielo y otros cuentos (1980); El corneta (novela, 1981); Figuras de agradable demencia (cuentos, 1985); Filosofia y pensamiento hondureño (ensayo, 1992) y Traficante de ángeles (cuentos, 1996). Premio Nacional de Literatura “Ramón Rosa” 1991. Amanda Castro. (Honduras, 1962). Tiene una maestría en Ligüística Española por la Universidad de Pittsburg y un doctorado en Filosofía con especialidad en Sociolingüística Latinoamericana por la misma universidad. Yadira Eguigure. (Honduras 1971). Licenciada en Literatura por la Universidad Pedagógica Nacional.

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Juan Medina Durón. Lic. en Letras, Ensayista, Crítico Literario, Profesor universitario, se desempeña actualment como coordinador de relaciones internacionales de la Universidad Pedagógica Nacional Francisco Morazán. Ramón Oquelí. Nació en Comayagüela en 1934. Profesor del Departamento de Ciencias Sociales (UNAH). Ha preparado antologías de Paulino Valladares, José del Valle y Alfonso Guillén Zelaya. Autor de La viscera entrañable, Gente y situaciones (3 volumenes), Honduras, estampa de la espera. Leticia de Oyuela. Historiadora. Nació en Tegucigalpa en 1935. Obra Publicada: Notas sobre la Evolución Histórica de la Mujer en Honduras. Edit. Guaymuras. 1989; Cuatro Hacendadas del Siglo XIX. Edit. Universitaria. 1989; Fé, Riqueza y Poder, Publicaciones del Instituto Hondureño de Cultura Hispánica. 1992; Mujer, Familia y Sociedad. Edit. Guaymuras. 1993; Un Siglo en la Hacienda. Centro Editorial S.R.L. 1994; Ramón Rosa, Plenitudes y Desengaños. Edit. Guaymuras, 1994; Honduras: Religiosidad Popular, Raíz de la Identidad. Centro de Publicaciones, Obispado de Choluteca. 1995; Historia Mínina de Teguciglpa. Edit. Guaymuras. 1996; José Miguel Gómez, pintor criollo. Colección Cultural Banco Atlantida. 1992; La Batalla Pictórica, Centro Editorial SRL 1995; Confidente de Soledad, vida íntima de Teresa V. Fortín. 1997; Dos siglos de amor. Edit. Guaymuras. 1997; De santos y pecadores. Edit. Guaymuras. 1998. Rigoberto Paredes. Santa Bárbara, 1948. Poeta y escritor. Helen Umaña. Ocotepeque, Honduras, 1942. Licenciada en Lengua y Literatura Española e Hispanoamericana. Publicaciones: Literatura Hondureña contemporánea (1986), Narradoras hondureñas (1990), Ensayos de literatura hondureña (1990) y Panorama crítico del cuento hondureño (1999). Premio Nacional de Literatura “Ramón Rosa” 1989; Premio José Trinidad Reyes 1998, Premio de Estudios Históricos “Rey Juan Carlos I” Embajada de España 1998. Miembro de la Academia Hondureña de la Lengua.

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Editor Evaristo López Rojas. Honduras 1941. Formado en Artes Gráficas, fotógrafo autodidacta. Como editor ha publicado en coediciones: Honduras 40 pintores, 1989; Honduras: visión panorámica de su pintura; Monografías de los artistas: Ezequiel Padilla Ayestas, 1992; Pablo Zelaya Sierra, 1994; Gregorio Sabillón, 1993 y Obed Valladares, 1994.

Diseño: Bayardo Blandino Diagramación: Hektor Varela Revisión: Marisa Martínez Garrido Separación de color: Pixelcolor Impreso en: Litografía López, S. de R. L.

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