2 minute read

Jesís González y Chencho Aguilera -- pág. 50/51 Carmen Campos -- pág. 52/53 Gabriel de la Riva -- pág. 54/55 Helena Llanos -- pág. 56/57 Tropo Tropo -- pág

Memoria de barro y tótem

Hay un lugar donde, en el atardecer, el sol se posa en la silueta del alcornoque como la garcilla bueyera se posa en el caballo. Allí me crié, en el corazón de la Reserva Biológica de Doñana, en la casa de Martinazo. Una atalaya blanca en medio de la llanura salvaje, con su azotea y el nido de cigueña en su cúspide.

Advertisement

La vida en Martinazo era una aventura diaria. Lo extraordinario era ordinario: el lince venía a comerse mis gallinas, a las que yo idolatraba. La situación se glorificó tanto que mi madre acabó tirándole las pinzas de la ropa al lince, después de que este hubiera cazado una hembra de gamo adulta a escasos metros de la casa y se hubiera encarado con mi hermano pequeño, entonces más pequeño que el lince, entre otras cosas. Ahí quedó el único niño traumatizado por un lince ibérico sobre la faz de la tierra.

Aquél tendedero desde el que mi madre disparaba las pinzas, tan arcaico como dos palos sujetando un alambre, se alzó aún más ilustre cuando el actual rey de España, Felipe, tuvo que levantarlo, bragas y calzoncillos incluidos, como adversidad inesperada en el camino hacia mi coleccción de cráneos, que iba a enseñarle. Pero esa es otra historia.

El caso es que, sin duda, la realidad supera a la ficción. Lo que llamamos ficción es, de hecho, una combinación creativa de referencias ya existentes. Los límites de la imaginación son los límites del mundo. Pero era la realidad la que se estaba imponiendo: en Martinazo, yo no tenía perro, sino zorro, una zorrita entrañable llamada Linda, rescatada de cazadores y criada a biberón. En la azotea decidió vivir con nosotros un gigantesco buitre leonado, bautizado Gordibuitri, que descendía con sus dos metros de envergadura a recibirnos cuando bajábamos del todoterreno a la vuelta del colegio. Cortés por lo general, protagonizó algún comprensible malentendido. Unos amigos vinieron de visita y se tendieron con mis padres a sestear en el llano. Las siestas primaverales en el llano de Martinazo podían ser interpretadas como un drástico genocidio, qué iba a saber él. Viendo cómo Gordibuitri descendía en círculos, los desperté con el buitre casi encima, que se abalanzaba en simpáticos saltitos. Supongo que para Gordibuitri fue presenciar una resurrección. Más allá, mi abuela vivía en un campo con una mona, la mona Lisa. Un cercopiteco de cara verde,

This article is from: