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Noé Garrido -- pág
rescatado otrora de un circo abyecto. La mona cenaba en la mesa con mi abuela y dormía con ella, rebuscando en su pelo. Pero a mí me odiaba. Era mi archienemiga. Hoy su cráneo me espera enterrado a la sombra de una antigua palmera. Pero eso también es otra historia. Entre aquellos lares fui creciendo. Incontables horas de mi día a día pasé con una red y un bote en el Caño de Martinazo y lagunas temporales circundantes, fascinado por el mundo extraterrestre que se escondía bajo las aguas. Peces, anfibios, pero, sobre todo, invertebrados acuáticos: escorpiones de agua, escarabajos predadores, fósiles vivientes. La cuadra de Martinazo quedó inundada de terrarios y acuarios, por los que pasaron confortables vacaciones innumerables criaturas, desde víboras a grillotopos, que luego volvían, más gordos, al lugar del que fueron abducidos.
Y allí fue creciendo y creciendo una tupida barba, y, por cuestiones de la vida, empecé a pasar largas temporadas solo. Explorando y escribiendo. Allí empezó la teoría filosófica que hoy ya tiene manifiesto. Está escrito. Y en lo material, la realidad desbordaba. Cada día emprendía largas peregrinaciones por el horizonte indómito. A todos los puntos cardinales. Me arrastré por las cuevas de zarza que forman los templos de los jabalíes y los ciervos. Muchos acuden allí a morir, en lo profundo.
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Con la tribu de los jabalíes fui confraternizando. Hasta tal punto que, cuando salía a la puerta de la casa, invocaba hacia el horizonte salvaje y allí aparecían, corriendo hacia mí, mis cuatro amigos jabalíes: Pumba, Timón, Pequeñito y Periferio. Los acariciaba y mimaba con cariño. También me hice amigo de un zorro salvaje, algo más distante, pero que también acudía a mi silbido, cuestión tumultuosa, porque a la misma llamada aparecían los jabalíes por un lado, el zorro por otro, y una gata en medio que los jabalíes temían, todos juntos en el patio de la casa en apoteósica estampa.
La gata, bautizada Doña Anita, apareció un día escuálida, quizás transportada por accidente en el motor de un coche desde el mundo exterior. En aquel ambiente inverosímil se hizo carismática. Su maullido sonaba como la berrea de un ciervo, lo que se crió escuchando. Impuso su ley a los jabalíes, que le temían. Con el zorro, que era lo más parecido que había conocido a su especie, trataba de entablar amistad o noviazgo, revolcándose sugerente ante su mirada desconcertada. A
Doña Anita le dio por unirse a mis largas expediciones por el coto. Y ahí estábamos, en maravillosa estampa, la gata Doña Anita y yo recorriendo las lagunas ignotas, la marisma, el monte infinito, escalando alcornoques ancestrales. Cuando llegábamos a casa, a la caída de la tarde o ya de noche, se tumbaba en la puerta exhausta.
Entonces, en el apogeo del salvajismo, llegó el exilio, de cuyas circunstancias no quiero acordarme. Ya no queda nadie en Doñana. Solo algún último indígena que la lleva dentro, más allá. Peripecias laberínticas ocurrieron, y, tras viajar por el mundo y conocer tribus extrañas, como son todas las tribus humanas, encontré la tierra prometida en el exilio. En las montañas de la Sierra de Aracena, donde hace algo más de un año había una cuadra abandonada, ahora está mi choza, en un valle, junto a un arroyo. Aquí se está creando un nuevo mundo. Vivo con Luciérnago, gato de tres patas que sube conmigo a los árboles y a la cima del monte, loco genial, ejemplo para todos. Con Pícaro, gato de cuatro patas, guardián ejemplar de todos, corazón insuperable. Con Camellita, cabra que se cree perro, a veces mono, la cual si me despisto está en la mesa de mi salón comiendo mi pan. Y un burro nonato está en camino. Si es macho, se llamará Atlas, el titán que sostiene el mundo sobre sus hombros. Si es hembra, Atenea, diosa de la sabiduría, como reivindicación. Juntos haremos la entrada triunfal en Aracena y recorreremos el mundo.
Compañeros de piso son también salamandras y tritones que esquivo por el suelo de la choza. Un chochín ha anidado en un hueco en la piedra, arriba de la puerta. Las golondrinas han criado en el salón. El jabalí se está acostumbrando a mi presencia. La oropéndola resuena en los chopos con su canto selvático y exótico. El ruiseñor predica solitario en la noche de la montaña. La soledad no existe.
Mi agua corriente es un manantial inexplicable. Hay océanos dentro de la montaña. Al manantial de musgo y agua cristalina acudo con mis garrafas. La montaña provee. Uno de estos días, mi abuela Mercedes vino a visitarme por sorpresa. La magnitud de este acontecimiento no puede entenderse más allá de la idiosincrasia familiar. Mi abuela es un ser especial. Siempre lo ha sido. Ve lo que otros no ven. Ha sido, y es, una maestra para mí. Buena parte de mi esencia se la debo a ella.
Y vino mi abuela, y, mientras todos los anteriores huéspedes definían aquel mundo incipiente con palabras como "primitivo" o "prehistórico", mi abuela se quedó mirando aquél manantial, y me dijo: "Noé, lo que tú estás haciendo aquí es algo futurista."
El ermitaño tiene su choza. Donde había un océano de zarza, se están abriendo las aguas del mar verde, y habrá un huerto. Pero esto no es un fin, sino un medio para un fin. El fin es la creación de mi obra. Ora et labora es la regla. Muchos me preguntan que por qué me he alejado. Les respondo que no me he alejado, sino acercado.
Un día, en medio del desierto del Sáhara, en una expedición con los aissaoua, los encantadores de serpientes, (sí, también es otra historia), le pregunté a mi padre que por qué yo me llamaba así. Se tomó un silencio, me miró, y me dijo: "porque no había otra opción". Pues bien, así es mi vida; no porque yo crea que la vida deba ser así, sino porque no hay otra opción. Lo que es, es. Eso es aquello que llaman destino, llegar a ser lo que se es. Para lo cual hay primero que descubrir quién se es. Mi nombre es Noé. Noé de Martinazo, Noé de Doñana. Todo tiene sentido. Solo es el principio.
El horizonte es grande.
Noé Garrido (Texto y fotografías)
El árbol que a unos hace llorar de alegría, a ojos de otros solo es una cosa verde que se interpone en su camino. Algunos en la naturaleza solo ven ridiculez y deformidad, y esos no me servirán de guía. Y otros la naturaleza apenas la ven. Pero a ojos de la persona imaginativa, la naturaleza es la imaginación misma. Tal como uno es, así ve. William Blake