revista Matadero 22 Exstinctio

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rescatado otrora de un circo abyecto. La mona cenaba en la mesa con mi abuela y dormía con ella, rebuscando en su pelo. Pero a mí me odiaba. Era mi archienemiga. Hoy su cráneo me espera enterrado a la sombra de una antigua palmera. Pero eso también es otra historia. Entre aquellos lares fui creciendo. Incontables horas de mi día a día pasé con una red y un bote en el Caño de Martinazo y lagunas temporales circundantes, fascinado por el mundo extraterrestre que se escondía bajo las aguas. Peces, anfibios, pero, sobre todo, invertebrados acuáticos: escorpiones de agua, escarabajos predadores, fósiles vivientes. La cuadra de Martinazo quedó inundada de terrarios y acuarios, por los que pasaron confortables vacaciones innumerables criaturas, desde víboras a grillotopos, que luego volvían, más gordos, al lugar del que fueron abducidos. Y allí fue creciendo y creciendo una tupida barba, y, por cuestiones de la vida, empecé a pasar largas temporadas solo. Explorando y escribiendo. Allí empezó la teoría filosófica que hoy ya tiene manifiesto. Está escrito. Y en lo material, la realidad desbordaba. Cada día emprendía largas peregrinaciones por el horizonte indómito. A todos los puntos cardinales. Me arrastré por las cuevas de zarza que forman los templos de los jabalíes y los ciervos. Muchos acuden allí a morir, en lo profundo. Con la tribu de los jabalíes fui confraternizando. Hasta tal punto que, cuando salía a la puerta de la casa, invocaba hacia el horizonte salvaje y allí aparecían, corriendo hacia mí, mis cuatro amigos jabalíes: Pumba, Timón, Pequeñito y Periferio. Los acariciaba y mimaba con cariño. También me hice amigo de un zorro salvaje, algo más distante, pero que también acudía a mi silbido, cuestión tumultuosa, porque a la misma llamada aparecían los jabalíes por un lado, el zorro por otro, y una gata en medio que los jabalíes temían, todos juntos en el patio de la casa en apoteósica estampa. La gata, bautizada Doña Anita, apareció un día escuálida, quizás transportada por accidente en el motor de un coche desde el mundo exterior. En aquel ambiente inverosímil se hizo carismática. Su maullido sonaba como la berrea de un ciervo, lo que se crió escuchando. Impuso su ley a los jabalíes, que le temían. Con el zorro, que era lo más parecido que había conocido a su especie, trataba de entablar amistad o noviazgo, revolcándose sugerente ante su mirada desconcertada. A 60


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