MEGAPOST® (Destrucción)
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Once upon an off-line time había un Viejo Crítico muy erudito y admirado y reputado. El Viejo era bastante delgado y calvo. Tenía cara de mala leche y para leer se ponía unas gafas de pasta marrones escandalosamente pasadas de moda. Nadie recordaba haberlo visto andar. Su Vieja Asistenta le traía cada mañana a su despacho los enormes paquetes de libros que, incesantemente, llegaban a su domicilio. Sin abandonar la expresión huraña, el Viejo los ordenaba en montones desiguales cuyo significado sólo él conocía. Muchas veces le enviaban varios ejemplares de la misma novela por diferentes vías: la editorial, el autor, su agente e incluso espontáneos anónimos admiradores de su vasta erudición. El Viejo no se deshacía de ninguna 2
unidad repetida, constando que aprovechaba tales circunstancias para leer la misma obra en distintos ejemplares abiertos por diferentes páginas. Su fama provocaba que revistas y suplementos literarios se disputaran el privilegio de publicar una crítica suya, aunque apenas si fuera una brevísima reseña. Editoriales independientes recién nacidas le ofrecían, pegados a fajas promocionales irónicamente vacías, sustanciosos cheques a cambio de un mísero blurb que ellas ya tipografiarían adecuadamente. En esos casos el Viejo utilizaba la parte trasera del cheque para escribir su crítica, que enviaba tal cual a la publicación de turno. Pero siempre después de haber leído el libro. Lo que significaba que el Viejo era, al menos, incorruptible. Escribía dos tipos de críticas: las publicables y las atesorables. Con las primeras subsistía e incluso, si hubiera querido o hubiera leído menos, podría haberse pegado la Vida Padre. Las otras las guardaba en carpetas baratas de gomas que iba clasificando y amontonando en un ala de las estanterías que, por así decir, decoraban su espacio de trabajo. Las críticas públicas se subdividían en críticas demoledoras, críticas empujón, críticas salvíficas, críticas filológicas, críticas críticas y, ocasionalmente, un combinado de todas éstas a la vez. Hubo quie3
nes dijeron que el Viejo, además de ser el mejor escritor de críticas de la época, era un puto viejo caprichoso. Con todo, la característica común a todas sus críticas publicadas era la seriedad. Nunca vio la luz ningún texto suyo en el que pudieran asomarse unas míseras trazas de humor. Cuando había que señalar fallos, no dudaba en ponerlos de relieve; lo mismo cuando era dable deslizar un moderado elogio. Pero nunca hizo chistes, añadió guasa o quiso suscitar curvaturas labiales cóncavas, como tampoco gastó sorna ni echó mano de la procacidad. Ésta era en el fondo la razón básica de que el Viejo fuera tan respetado en los medios crítico y lector de aquellos off-line times. El Viejo también era prácticamente inaccesible. Muchos quisieron entrevistarlo pero nunca lo consintió. Los pocos que franquearon la puerta de su despacho lo hicieron bajo pretextos elípticos y en calidad de postulantes a los que el Viejo, de manera aleatoria, concedía cita previa con meses de antelación. En esas charlas, invariablemente, no estaba permitido hablar de literatura. Los invitados se dedicaban a desgranar con torpes balbuceos el falso motivo de su visita mientras escudriñaban, nerviosos, el entorno material del Viejo. Las dos torres de libros recién impresos. El suelo de parqué en 4
espiga. El ala de estanterías repletas de carpetas baratas de gomas. Otro gigantesco flanco rebosante de todo tipo de volúmenes. Una mesa de caoba deslustrada que sorprendía en su pequeñez. Cortinas raídas. Una televisión enana y un teléfono góndola. Las dos puertaventanas tras el sillón de cuero gastado donde se sentaba. Un bolígrafo Bic. Un taco de folios en blanco y un impresionante fajo con críticas ya escritas, al lado de un cerro de sobres y una colina de sellos de correos. Un vaso de agua y una radio portátil. Un pequeño montón de cheques cuyos reversos lucían garrapateados con letra minúscula. No había calefacción ni tampoco tarros de Tippex. Con el tiempo y a raíz de estas intrusiones, multiplicáronse y extendiéronse los rumores y teorías sobre sus, así llamadas, críticas ocultas. A grandes rasgos, había dos escuelas de pensamiento enfrentadas. Una aseguraba que esas críticas versaban sobre obras que el Viejo veneraba en la soledad de su despacho —y cuya publicación hubiera mermado su prestigio y su famosa objetividad—. Entre sus adeptos se contaban autores hoy en día retirados e incluso fallecidos, quienes llegaron a decir que si una novela era enviada al Viejo Crítico y finalmente no obtenía crítica suya en los medios signifi5
caba que aquélla era una obra maestra, y que tal circunstancia merecía ser puesta de relieve mediante titulares de cuerpo medio que rezaran: “Novela enviada a X y no criticada por él... porque no tiene crítica posible”. Por otro lado estaban quienes defendían que en realidad se trataba de críticas que refutaban las efectivamente publicadas, y que la mera falta de tiempo provocaba que el Viejo no pudiera emplearse con todos los títulos que recibía. No faltaba una tercera vía, marginal y emparentada con el maximalismo, cuyo ethos descansaba en una supuesta desviación escoliar y caudalosa de la escritura del Viejo, para la que esas carpetas guardarían anexos, excesos e incluso abscesos de las otras críticas. Algo así como sobrantes, notas al pie, delirios, prólogos y exordios, desvaríos, notas marginales, escritura automática, desperdicios, traducciones a lenguas muertas, epílogos, borradores, ecolalias, caligramas, tablas periódicas, rosas de los vientos, cajas de pandora... Todo lo cual no contribuía sino a aumentar la ya de por sí legendaria talla profesional del Viejo Crítico. Y un día —esto se supo por los vecinos y no por la Vieja Asistenta— aparcó delante del edificio el camión de la Teletienda y unos hombres subieron a la casa un paquete en cuyo 6
frontal ponía Toshiba y que tenía toda la pinta de contener un ordenador portátil. Algo que pareció confirmarse mediante la posterior visita de una furgoneta de Telefónica de la que salió un joven con una caja donde una impresora de fabricación alemana había serigrafiado la palabra router. Corría el Año del Señor de 2006 y el Viejo debía de rondar los ochenta años. Hasta ese momento, la labor del Viejo había sido ininterrumpida. Que se recordara, para él no hubo meses de Agosto ni Semana Santa. Nunca tomó el sol ni se puso unos esquíes. Jamás celebró la Navidad. Sólo bebía agua y no tenía Canal+. Se alimentaba de libros y escupía o cagaba magníficas críticas en cantidades industriales. Pero, desde aquel extraño día del camión de la Teletienda y el router, sus apariciones escritas fueron espaciándose hasta convertirse en raras avis y terminar desapareciendo del todo. Las revistas, preocupadas por la pérdida progresiva de lectores, comenzaron a publicar, como nuevos, antiguos textos del Viejo. Los consumidores dejaron de comprar Novedades y las editoriales se vieron obligadas a reeditar los antiguos libros criticados en su día por él. La literatura entró en fase terminal. Nada nuevo lograría sobrevivir sin contar con el beneplácito del ahora ágrafo Viejo, cuyas puertaventanas, 7
por la noche, emanaban un resplandor terminado en -ente.
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El 6 de enero de 2010 era miércoles. Yo estaba en casa mirando al techo y con el portátil encendido. Un mi y un do seguidos me avisaron de que tenía un email, algo extraño porque yo casi nunca recibía emails, ni siquiera propaganda o spam. Me lo enviaba un notario que aseguraba que había sido nombrado albacea del legado de un personaje antaño famoso. Ese personaje me había dejado algo en herencia, a mí. Se me citaba en una dirección un día y hora concretos. Como no tenía nada mejor que hacer, fui. El notario era un señor mayor y muy delgado vestido con un traje anticuado. Me recibió en la puerta de una vetusta casa de vecinos situada en el centro histórico de la ciudad. Pasamos al interior y me ofreció asiento en un des9
pacho atiborrado de libros, papeles y carpetas baratas de gomas. —Celebro que haya acudido a la cita — dijo. Al lado del pequeño escritorio había una mesa auxiliar sobre la que descansaba un monitor de proporciones exageradas. El polvo en la habitación hacía lo que acostumbra a hacer el polvo en este tipo de escenas. La figura del notario aparecía nimbada de un gaussiano halo de luz que desbordaba su perfil, impidiéndole manifestarse en toda su plenitud. —Sólo puedo ofrecerle un vaso de agua — dijo. Nunca pensé que nadie pudiera guardar tantos libros en un espacio así. Habría al menos veinte mil. Los calculé contando su número en dos de las cuadrículas seleccionadas al azar y deduciendo la media de ejemplares en ambas. El factor obtenido lo multipliqué por la constante 2.5, deducida a su vez del número de hileras en cada hueco: dos superpuestas y la mitad de una descansando en precaria formación horizontal al borde de cada balda. El resto fue fácil. El notario comenzó a contarme la historia que he escrito en las páginas 2 a 8. Mi transcripción es en esencia fiel a su narración excepto en un par de irrelevantes aditivos de cosecha 10
propia. El notario me dijo que el Viejo descubrió Internet a través de la Teletienda. Era el único programa de televisión que solía ver, a altas horas de la noche. De las cosas del mundo se informaba por la radio. De mentiras sabía mucho, pues todas vienen en los libros y se repiten en las noticias, dijo el notario. Sonrió, el pícaro, y me contó que en Internet el Viejo se atiborró, en primer lugar, de pornografía gratuita. Luego, probablemente harto, se entretuvo navegando por el interior de Amazon. Y después se aficionó a la lectura de bitácoras personales o blogs. Recorrió ese camino educacional en cuarenta días agotadores en los que se desenganchó por completo de la crítica literaria. Siguió leyendo en ratos muertos, sobre todo cuando fallaba la conexión ADSL de Telefónica, pero ahora era más selectivo y las críticas ya no las escribía en papel sino en un procesador de textos de pago cuya clave de activación consiguió en Taringa. —Ha estado cuatro años escribiendo críticas —subrayó esta palabra— en diferentes ordenadores. El portátil lo jubiló un virus que vendría adjunto en cualquier Xvid o mp3 descargado en Emule o Rapidshare. Aún tuvo dos equipos más antes de esta preciosidad que puede ver aquí —desde luego aquella máquina 11
causaba impresión—. Todo su trabajo de esta última época está en su interior —añadió palmeando una coqueta CPU gris marengo que no había advertido anteriormente. —Muy interesante —dije—. Pero todavía no sé el motivo de que yo esté aquí y ahora oyendo esa historia que acaba de contarme. —Y añadí—: No he leído un libro en mi vida. —Ya sabemos que es usted un inculto, hombre. Ésa es una de las razones por las que el Viejo, como usted va a llamarle a partir de ahora, le ha elegido para dar vida a su obra secreta, o crítica oculta según algunos, y para ejecutar su misión. —¿Yo? Pero... Será imbécil... —Por favor, no se enfade —recompuso el gesto, que no puedo decir que se le hubiera alterado gran cosa, y continuó—: Verá, inculto no es sinónimo de zoquete. Si lo prefiere, usaremos iletrado, ignorante o descuidado en lugar de ese otro término que parece gustarle poco. Será por adjetivos... Tenga presente que mi cliente ha comido de la palabra toda su vida. Se las conoce todas. Sus buenos y sus malos usos. Y sus contextos y ecosistemas, tanto los adversos como los beneficiosos —bebió de un vaso de agua y antes de que yo pudiera decir algo, alzó la mano libre y dijo—. Déjeme que 12
le aclare de qué va todo esto y después podrá hacerme las preguntas que quiera, ¿de acuerdo? —Está bien... —dije, sin tener demasiado claro por qué no me levanté en ese momento y me largué de allí estampándole antes el vaso de agua en su cara de capullo. Me quedé, sin embargo, y el notario me desveló lo que en realidad había dentro de las misteriosas carpetas baratas de gomas. —Todo se reduce a una cuestión de contexto —dijo—. Cuando mi cliente comenzó a hacer crítica literaria, ésta se practicaba casi solamente por Licenciados en Filosofía y Letras. Antes de proseguir, ya que veo la ignorancia pintada en su cara, le aclararé que por crítica literaria cada cual entiende lo que le da la gana o le conviene. Digamos, no obstante, que hay dos tipos de crítica: la académica y la dedicada a los mass media. Esto es así desde antes que Borges (supongo que sabe quién fue Borges) — ni torcí el gesto— copara aquellos memorables espacios en revistas como Sur y El Hogar. Esta distinción es absolutamente gratuita en el fondo, y se debe más a la extensión o profundidad, o efecto soporífero en el lector, que uno y otro medio admiten debido a sus diferentes formatos. Digamos que intentar incluir crítica académica en un suplemento literario de los actuales 13
sería como insertar un cómic de Alan Moore en el lugar reservado a las tiras de Garfield. El símil es malo por la diferencia de calidades entre ambos ejemplos, pero quédese con la imagen, ya sabe que valen... —Más que mil palabras —anticipé; ésta me la sabía. —Eh... Sí. Bien. Sigamos. Mi cliente escribió sólo dos volúmenes de la llamada crítica académica. Uno, Epistemología de la función crítica, vendió exactamente setenta y dos ejemplares, de los cuales algo más de la mitad fueron adquiridos por bibliotecas universitarias. El libro tenía, tiene —me lo señaló con el dedo índice extendido hacia una de las estanterías—, ochocientas setenta y cinco páginas. Y el segundo, acabado sólo seis meses después de la publicación del primero, fue planteado a modo de manual práctico de aplicación efectiva de las conclusiones alcanzadas en el otro. Nunca se publicó —esta vez me indicó el comienzo del ala izquierda de estanterías—. Nunca le reveló a nadie su existencia, sino que se reservó su uso para sí mismo. Tenía la acertada creencia de que la degradación de las sinapsis neuronales causada por el paso del tiempo le irían dificultando la capacidad de ajustarse a una metodología clara y sencilla que le permitiera, con un en 14
la práctica casi infinito número de permutaciones estructurales, la redacción de textos críticos legibles y enfocados a un claro objetivo: orientar a los lectores en la búsqueda de la calidad literaria. »Se comportó como un avaro del conocimiento. La razón de su éxito no sólo radicaba en la ausencia de humor en sus textos, sino en la inmersión a que los sometía tras una caótica y diletante redacción inicial —ahora su mano izquierda se refería a la totalidad de estanterías rebosantes de carpetas baratas de gomas—. Esos miles de borradores fueron uno por uno y a lo largo de décadas revestidos e investidos del método de invención propia, jugando con un cuadrante de estructuras morfológicas y semánticas que nunca devolvía la misma combinación de elementos, lo que creaba en sus admiradores la sensación de creatividad constante. Antes debía leer el libro, por supuesto, y pensar cuatro o cinco, o seis o siete, payasadas intertextuales la mayoría de las veces imposibles de objetivar y que casi nunca se les hubiera pasado por la cabeza ,como trasfondo intencional, a los propios autores de los libros así criticados. —Un farsante —me atreví a decir, aunque en realidad no me había enterado de nada. —Más bien un genio de la simulación de 15
roles, si me permite la distinción. No olvide que ejerció su profesión durante cincuenta años sin que nadie descubriera que, en realidad, sus textos no aportaban ni decían nada. —¿Tiene título el libro no publicado? — pregunté. —Provisional —respondió—, Random Criticism. Es inglés: Crítica aleatoria. —Entonces, ¿todas esas carpetas baratas de gomas...? —Borradores. Basura. Vamos a destruirlas entre usted y yo. —¿Para eso me ha llamado? ¿Para que le ayude a romper papeles? Me parece que me voy a... —levantándome del sillón. —¡Espere! Sólo un poco más —pero yo ya me había levantado y avanzaba a grandes zancadas hacia la puerta—. ¡El Viejo es su verdadero padre! Me detuve con el pomo en la mano o con la mano en el pomo. Siempre sucede así. Uno oye las frases que van a cambiarle la vida en los lugares y situaciones más insospechadas e inverosímiles. Mi padre. Si la cámara estuviera al fondo de la habitación, por ejemplo escondida entre las cortinas, ahora se me vería en la pantalla volviendo lentamente la cabeza y sin soltar el pomo de la puerta. Un viejo. Otra cá16
mara lateral podría grabar un primer plano mío de perfil, mejor el izquierdo, porque es el que tengo libre en estos momentos. Dijo verdadero. Preguntar retóricamente ¿Qué ha dicho?, aparte de constituir ecolalia y por tanto repetir un término poco usado en una narración breve, implica caer en el enésimo lugar común en un texto ya sin más pretensión que esclarecer la verdad. También dijo es. Es. —¿Qué ha dicho? —caigo, pues, en la retórica y en el lugar común. —Lo que ha oído —más de lo mismo—. Intente ser original, hombre. Venga, siéntese de nuevo y déjeme terminar lo que es necesario que escuche. Su misión. Por lo que le he citado. Por lo que ha venido. —¿Mi misión? —joder..., y encima repitiendo itálicas. — El Viejo Crítico es su padre, y la Vieja Asistenta su madre —dijo mientras yo volvía lenta y dócilmente a mi sillón de orejas y me sentaba con, digamos, la mandíbula algo temblorosa y caída—. Lo tuvieron a usted hace cuarenta y dos años, debido a una imperdonable lectura tardía y sesgada que hicieron juntos del Trópico de Capricornio de Henry Miller. Follaron y ¡premio! —se rió un poco—, nunca mejor dicho. 17
»En aquellos tiempos tener, y criar, un hijo sin estar legalmente casados dejaba ciertas secuelas inmateriales. Y el gradiente de la trayectoria profesional del Viejo era mejor que óptimo. Un bebé no hubiera hecho más que entorpecer lo que ya se revelaba como la más brillante carrera literaria post-Borges de alguien sin producción propia jamás conocida. Además, usted hubiera crecido en un ambiente malsano y enrarecido de literatura inservible para los asuntos sociales que sí interesan en los ineludibles asuntos del estómago. »Conocían a una pareja más joven, sin hijos, recién venidos a la ciudad desde el campo. Una pareja joven y más pobre que las ratas pero digna y trabajadora y con todos los años por delante. Vivían en una especie de edificio-chabola, no sé si recuerda su primera residencia... Claro que me acordaba. Un cuchitril infame. Conforme fueron naciendo mis seis hermanos, no teníamos espacio ni siquiera para dormir. Vivíamos hacinados y... —Déjese ahora de pensamientos maccourtianos —el muy cabrón me cortaba el rollo cada dos por tres—. Por raro que le parezca, usted le gustó a su madre adoptiva desde el primer momento. Instinto maternal seguramente, una de las manifestaciones químicas y mundanas 18
de la entropía. Pero su marido, el hasta ahora padre suyo declarado y firmante, era orgulloso e incumplió su parte del trato. Quiero decir que nunca aceptó dinero alguno de su otro padre, el Viejo Crítico, para su manutención y educación. Era demasiado autosuficiente... —Ahora es usted quien se está metiendo a guionista —dije. —Tiene razón. Touché. Lo cierto es que pasaron los años y sus padres adoptivos consiguieron relegar a sus padres biológicos a la categoría de concepto mental subconsciente, aunque éstos nunca dejaron de enviarles cheques todas las semanas, los cuales eran sistemáticamente devueltos a su origen. Esos cheques sobre los que usted ha escrito en el primer párrafo que provenían de editoriales independientes corruptas. —Yo no he dicho eso —protesté. —Lo ha insinuado con tanta torpeza que le ha faltado involucrar a Berlusconi en la frase. Tampoco es cierto que escribiera críticas en sus dorsos. Se trataba de poemas al hijo perdido y sensiblerías por el estilo. No se preocupe, se curó de todo aquello y dentro de poco los romperemos todos —seguía con su manía destructiva, y con la idea de que yo lo ayudase en la tarea—. Ahora lo que importa es su misión 19
—otra vez esa palabra—. Su padre quiere que retome usted su trabajo. Pero dándole un enfoque totalmente distinto. Ya está. Ya lo había dicho. Como en todas las novelas sobre padres e hijos, el mío había dejado por escrito en su testamento que aquel sujeto que no crió por motivos tan espurios como el mero afán profesional heredara el cargo por decreto sucesorio. Y para comenzar, una particular ración de dar cera, pulir cera, como acostumbraba Miyagi-san en Karate Kid: destruir las pruebas físicas del fraude masivo a la audiencia. La literatura como la política. O como el fútbol. La pasión y la mentira, dos socias indisociables. Imposible averiguar cuál sujeto y cuál mero súcubo de la otra. —Ustedes me han tomado por un imbécil —dije—. Si no fuera por la diferencia de edad y por esa educación de la que según usted carezco, le daba ahora mismo un par de hostias y lo dejaba en el sitio —hizo de nuevo ademán de intentar calmarme, pero yo ya estaba lanzado.— Espera que crea que mis padres no son mis padres. Que mi verdadero padre es un payaso que se ha pasado la vida sentado en un sillón destrozado escribiendo gilipolleces sobre mierdas literarias. Que enviaba dinero para mi mantenimiento como quien paga a plazos la co20
munidad o el recibo de la basura. Y que antes de morir dejó un testamento en el que al parecer sólo soy beneficiario de obligaciones, nada de bienes o derechos, ni siquiera de réplica... Mientras yo seguía escupiendo lo que me pasaba por la cabeza, el notario encendió el ordenador y en la pantalla gigantesca apareció un pingüino y al momento un raro escritorio cuyo fondo lo ocupaba una foto mía a los diez años. Un típico retrato de colegial. En él llevo puesta una versión obsoleta de mis gafas favoritas de pasta marrón y me hace falta un urgente corte de pelo. Una de las escasas ocasiones en que hice caso al “Sonríe” de un fotógrafo. No parecía ni yo. —¿Qué hace? —pregunté— ¿De dónde ha sacado esa fotografía? —Hay muchas más —dijo, haciendo clic en uno de los iconos y desplegando una especie de carrusel de mi vida—. Miles. Nos las enviaba su madre. Me refiero a su madre adoptiva. Las imágenes se sucedían. Prefiero ahorrar detalles infantiles. Baste decir que aquel tipo tenía en su ordenador mi vida condensada en conjuntos de píxels con una resolución hollywoodiense. Algunas fotos no las había visto jamás, aunque puede que no las recordara. Me quedé mudo. El hombre callaba y también mi21
raba al monitor. El notario aceleró las transiciones hasta llegar a los diecinueve años, mis diecinueve años. Y entonces comprendí que a partir de ese momento la mayoría de imágenes eran instantáneas tomadas con teleobjetivo y sin que yo me diera por fotografiado. Había sido objeto de cientos de robados, como los famosos televisivos. Aparecían novias que tuve. Amigos. Imágenes de ciudades europeas. De mi boda. De las oficinas en que he ido trabajando. De enemigos declarados que en su día tuve. De mi mujer con mi hija recién nacida en el hospital. De un amigo que había muerto recientemente. Yo tirado como un fardo sobre una toalla en una playa levantina. Yo medio borracho en un Biergarten de Eichstätt. Yo bailando con mi mujer en la Feria de Sevilla. Yo leyendo un periódico gratuito en el metro de Barcelona. Yo examinando de lejos el edificio en que me encontraba ahora viéndome a mí mismo hacía solamente un rato. —Ésta se la he hecho esta tarde —dijo el notario—. Disculpe la tentación. De todas formas, como puede ver, no nos hemos separado de usted en toda su vida. Me hundí en el sillón. Sí, ése era yo. Aquella amalgama kitsch de banalidad y lugares comunes era mi propia vida. Una vida como la de 22
decenas de millones de indocumentados occidentales clónicos a mi persona. La nada en un fichero flash listo para ser subido a Youtube y que no tuviera más que treinta o cuarenta visitas, todas mías. —No sé qué decir. ¿Qué quieren de mí? —Mejor que se lo cuente su padre. Al fin y al cabo fue él quien diseñó toda esta situación. Y cerró el programa para hacer clic en otro icono que lanzó un vídeo. En primer lugar aparecieron un título y un lema sobre fondo blanco. Decía así: «Tu misión. Todo lo que no te pude dar, te lo vas a ganar tú solo». No cabía duda de que mi “padre” era un hombre al que le gustaba jugar fuerte. Fundido a negro y cielo azul con algunas nubes, viento moderado y palmeras. La cámara abandona el plano cenital y aparece un mar picado de marejadilla y lo que interpreto como un efecto de zoom decrece y gira a la derecha hasta enfocar al busto del notario, sólo que este notario no tiene pelo y está bastante moreno. —¡Pero es usted! —exclamé. —Por favor, escuche. El notario de la pantalla lleva una camiseta blanca que le queda holgada. El algodón flamea por efecto del viento. El objetivo se aleja todavía un poco más y tras el notario puedo ver lo 23
que claramente es un clásico paraje subtropical con playa virgen y alfombra de vegetación al fondo. Contra este decorado, el notario sonríe y comienza a hablar a cámara.
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(Lo que siguió fue un largo mensaje grabado por mi padre, cuya revelación me reservo, por ahora, y una adaptación al mundo literario del célebre manifiesto de Unabomber. A los efectos que interesan en esta parte, el Viejo Crítico me pedía que siguiera las instrucciones de su hermano notario, que aceptara recibir parte de su herencia en forma de cómodas mensualidades y que intentara por todos mis medios salvar lo que aún quedaba de la literatura. En ningún momento pedía perdón por sus actuaciones del pasado o dejaba entrever sentimiento de culpa alguno. Sólo órdenes bajo un torpe simulacro discursivo.)
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—Entonces, ¿ustedes dos son hermanos gemelos...? ¿Usted es mi tío? —Efectivamente. Si quieres llamarme así. Creo que deberíamos tutearnos. —Eh, sí, claro —dudaba entre darle un abrazo o salir corriendo de aquel manicomio. Pero logré controlarme—. ¿Y se puede saber cómo piensa mi padre que voy a ponerme el día en tan poco tiempo? Eso no lo ha dicho, ¿o quizá aún hay más? —No, sí —dijo—. Habrá, desde luego. Ya lo has oído, y visto. Durante el tiempo que consideremos necesario, sólo podrás entrevistarte conmigo, siempre que quieras. »En cuanto al cómo, no es difícil imaginarlo. Ya has visto cómo cualquier don nadie se hace famoso en Internet en un decir Jesús. 26
Abres un blog con las indicaciones sobre avatares y alegorías que te ha dado tu padre, y cuando estés preparado comienzas a publicar posts. La base erudita nunca debe ser demasiado explícita, pues corres el riesgo de que te desenmascaren, todavía hay quienes recuerdan las críticas de mi hermano y ahora se divierten leyendo blogs cochambrosos. Así que tendrás que extremar las precauciones. Te propongo comenzar con una obra brutalmente irónica sobre el oficio crítico, Pálido fuego, de Vladimir Nabokov, ya te informarás sobre él. En este fichero rar que voy a darte —extrajo un pen-drive de la CPU molona— tienes para leer hasta la náusea y formarte e incluso un puñado de textos como ejemplos a los que recurrir en caso de duda o cuando no sepas qué dirección tomar. He añadido una selección fotográfica de tus mejores momentos, y también unos cuantos vídeos de la primera comunión de tu hija que igual le gustan a tu familia. Regalo de la casa. »También —prosiguió, abriendo uno de los cajones de la mesa— tengo esto otro para ti. Era un flamante Reader™ Sony, a estrenar, con funda de cuero negro y mi nuevo nombre en clave grabado en letras hundidas en su esquina inferior derecha: Bolmangani, vaya payasada. —Esto, para leer... —pregunté. 27
—Eres un genio. Cada texto incluido en el fichero comprimido va numerado del 0000 al 5000. Nos hemos tomado la molestia de crear un sistema didáctico. Hay algunos best-sellers banales y obras pretenciosamente literarias pero anodinas. Para educar y construir un criterio es necesario conocer antes el zoo completo. »Todos los meses recibirás una transferencia del fondo que tu padre fue constituyendo con los cheques devueltos por tus padres adoptivos. Sin embargo, te aconsejo que no abandones totalmente tu trabajo actual. No olvides el párrafo 36 del Manifiesto original de Unabomber. »Ahora, si te parece, pasemos a la acción. Palabra con la que dio comienzo un brutal orgía de destrucción de papel.
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