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El rapto de Gina Montes busca nalgas grandes dijo el policía maldito sonriendo mientras me obligaba a cantarte al oído no habrá banquete ni Partenón sabina huérfana todo rapto es la puerta a dos infiernos y no soporto los aplausos de las multitudes no temas, el auto estará listo Sydney es un buen tipo y la música será suave como el descapotable inhalaré procaz tu entrepierna besaré tus pies cada mañana pero no me pidas rodar como naranjas soy sólo otro niño obrero contra el dragón
Café Tacvba,
el deseo será trinchera y tú mi fabuloso costal anti aéreo amor de nota roja somos la estética del miedo un montón de muchachas tristes envueltas en papel periódico y ciertas llamas
la República perdida Por Menemérito Burrón
Bajé del auto con el guardaespaldas encendió un cigarrillo y lo puso en mi boca mi hermano murió en esta misma bahía, dijo al momento de cargar su arma y tronó los dedos todos somos fieras ciegas amantes del mismo deporte colectivo embellecer muchachas depresivas. José Luis Castillo González
José Luis Castillo González editor Francisco Calderón Magaña DISEÑO COLABORAN EN ESTE NÚMERO Alejandro Báez Antonio Monter El Gil José Lagos
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Érase que se era, una República perdida. Érase que fuimos, una República de remolinos. Nacimos a finales de los años sesenta y en la década perdida de la guerra sucia de los setenta que no conoces, porque le apostaron al enajenamiento. Crecimos vendaval emocional cual acetatos verdes girando por circunvalación. Luz inútil y crispada antes de la tormenta. Visores entre las olas que no acaban de reventar. Pero también fuimos el suave y maravilloso viaje a casa al final del mundo y en las mil formas que debimos de encontrarlo: De aventón al pedacito de cielo junto a Maruata, robando alacenas, tocando ventanas sobre los hombros del caifán, separando pubertas rodillas antes del intermedio en la película, traspasando la cuadra, luego la colonia para llegar finalmente a las vías del tren allende la aduana de los charcos negros. Poco queda ya de eso. No me malinterpretes. No se trata del todo pasado fue mejor. Ni siquiera del final feliz. Sino de poder tener final. Lamento el tono nostálgico y gimotero. Debimos quedar tendidos en esa banqueta o en un cargo directivo trasnacional, pero henos aquí. Tamborazos punk de tierra adentro. Música de
periferias entre la capital y provincia. Un sombrero de aquí, un guarache de allá. Ni Juárez ni José Vasconcelos lograron lo que la efervescencia noventera escupió. Mestizos ladinos danzando en torno al centro comercial en domingo. Y sí, Tzin-Tzun-Tzan nunca estuvo como en esa canción, tan cerca de mí. Los conciertos se convirtieron en la nueva Fiesta Grande y las bandas los santos patronos laicos de nuestra adolescencia. En la plaza éramos los nuevos toros y sin embargo dime ¿Dónde quedó la huella y sangre del último slam entre tú y yo? No me tientes a decir toda la verdad, ya no somos aquellos tiernos que apoyaban la revolución. No es lo mismo los tres mosqueteros que veinte kilos de estertor y discos después. Supondríamos ya lo suficiente para bajar la colina donde se aliviaron todas esas promesas fallidas. Y crecimos. Cada generación tiene derecho a fundar su propia fantasía: Comala, Aztlán, Macondo, El Noa-Noa, tiendita de la esquina, Torres de Satélite, Ciudad Universitaria, Tlatelolco, Zócalo, “Venus”, Studio 54, banqueta chelera o cablerío frente a tu casa. Y se acabo la gambeta y vivimos de la fama. Ahora nos llaman
ellos, los algunos. Los habitantes descalzos de un país que alargó su fin de la infancia como nunca. Ya apenas asomamos las orejas y las tocadas salieron de la clandestinidad, nos quitaron los cortes gruesos de carne, las tres vacaciones anuales y las nuevas batallas en el desierto de los lotes baldíos, se esfumaron en forma de auto lavados. El año pasado perdimos algo más que una elección presidencial frente al jodido dinosaurio. Trajimos finalmente a los Tacvbos. All access. El regreso de nuestro Quetzalcóatl. Sólo para topar hueso y darnos cuenta que llegaron los años cuarenta de nuestras vidas. Que el negocio apremia y los abrazos ya se dieron hacia tiempo. Entre canción y pulsión se fueron desenmascarando los días que vivimos por los otros hasta llegar a uno, solamente para volverse a ir zigzagueantes con boca sabor a chicle de plátano y tres canciones prohibidas. Carajo, tanto grito y sombrerazo para quedar, nuevamente igual. Sujetos extraños perdiendo otra vez el tren, mientras la república es migajas para gansos por no quitar el dedo de la tornamesa.
Los habitantes descalzos de un país que alargó su fin de la infancia como nunca. Ya apenas asomamos las orejas y las tocadas salieron de la clandestinidad, nos quitaron los cortes gruesos de carne, las tres vacaciones anuales y las nuevas batallas en el desierto de los lotes baldíos, se esfumaron en forma de auto lavados.
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Tacos de lengua con Paté de Fua Por Alejandro Báez “Tan solo sé que son felices / aquellos que abordo están / mientras los demás marchamos detrás / como grises payasos de arrabal…” Así estábamos todos, así estaba yo esa noche de 24 de noviembre de 2011. Morelia se vestía de frío que invitaba a bailar, a reír, a ser gregario. Pero pasada la una de la mañana, el estómago reclama su sustento. Desde el Centro Cultural Clavijero, donde aún resuenan los pies de mil seis cientos danzantes a ritmos de jazz y tarantela y tango mexicano pero con sabor sonora a porteño, el sabor de algo caliente entre pecho y espalda se impone. Alguien les dice a los argentinos Yayo y Guillermo y a los mexicanos Jorge, Alexis, Víctor y Rodrigo, quien es el único y mejor intérprete del
chupetófono, Vamos a Villalongín. Allí tenemos una invitación personal para ustedes, muchachos. Mi mecenas noctámbulo y musical me hace la señal de que no diga nada y que los siga, augurando ritmos cadenciosos y una comida de gorra.
Allí estaba Lupita, quien todo lo que sabe del amor, / lo aprendió mirando la novela, / se la pasa (…) en vela, / sola frente a la televisión (…). Pobrecita, la Lupita, / reina de la soledad, / cuantos besos, de tu boca, / mueren sin poderse dar.
La tropa fracasó pero fue el principio de una gran noche. Villalongín cerrado de par en par y un uniformado defendía la puerta a gritos y altanería que casi convierte el final del concierto en una batalla campal México-Argentina, pior que la defensa de las Malvinas.
Miré y olvidé por un momento a la tropa. Un suspiro se me escapó por la Lupita. Le dije, Tu boca pintada siempre fue mi perdición / junto a ti pensaba caminando bajo al sol / penoso y sin hablar la mano te tomé / sintiendo que temblaba el suelo bajo nuestros pies / Sé de quién te quiere te juré con ilusión / siendo la primera y más sincera confesión.
Luego del clásico empujoncito chilango, del tope de pechito, del Si me vuelvés a tocar te reviento, che, Yayo dijo cinco palabras mágicas: tres agudas bisilábicas y dos monosilábicas: Vamos por tacos de lengua. La tropa se trasladó al inframundo noctámbulo de la ciudad señorial de cantera. Chucho, en su cueva, fue nuestro Hermes anfitrión.
El churrasco porteño se metamorfoseó. El Tren de la Alegría era conducido por el Fantasma enamorado, quien dando bocanadas en su Buena Pipa, esperaba los Feriados Nacionales en el Viejo Puerto para seguir recordando a Los Enanos Negros de Praga, de quienes estuvo Celoso y Desubicado. Los músicos se disputaban el cilantro y la cebollita. Obvio, los mexicanos harto picante le ponían; los sudacas, no perdieron la ocasión pero fueron mesurados con el chilito. La comparsa que hacíamos las veces de damos de compañía, estábamos entre los tacos al pastor o los clásicos de bisté o los tradicionales de guisado. Los intérpretes, sentados en cónclave en su mesa, esperando su servicio, hablaban del Linyera de sus respectivos barrios; cada quién hablaba de la canción del vagando conocido cuando, desde la barra el grito cortó la música que nos rodeaba: --Los tacos de lengua, listos. Los tacos de lengua. ¿Para quién son los tacos de lengua? Para Paté de Fua.
Mis huevos serán tus canciones Por Antonio Monter Rodríguez
Si su cara era el vivo retrato del repertorio completo de las canciones de José José: ¿Qué?, al fin te lo han contado amor, bueno ya conocer mis defectos... su cuerpo anunciaba la posibilidad de una abundante noche entre la metafísica de Agustín Lara: sabes de los filtros que hay en el amor, tienes el hechizo de la liviandad; y los venenos pálidos de de un mezcal recio desde el esófago hasta el minotauro estomacal. Muy paradita en la esquina que hasta pensé si vendería caro su amor. Me le quedé viendo, como sólo los que apostamos por la furia intrapiernosa de los colgantes jolgorios. Bolas me sobran, hija de la clase media, a poco no has de querer. Se hizo la que no, como si delante de ella, en la otra acera, más que un peso completo, estuviera un celofán vidrioso por el estúpido calor. Ándale, ni que las tuvieras de garbanzo de a libra. Cuando mucho para una serenata y un rocanrol sin preludios de infantería. Carnes al asador. Allá como un Moisés partiendo la avenida Madero en dos. A su encuentro. Con la testosterona en la palma de la mano, para saludar, sin cortesías ni medianos previos.
¿Me esperabas? Ya Llegué. I cant get no, satisfaction... ¿Te sirve con eso o te la canto completa?, tú dirás: What’s your name dirty woman? Impávida. Estatua de marfil una dos y tres así. Come on baby light my fire, ¿o qué?, ¿o cómo?, ¿o qué te piensas? ¿Nomás por tu comprimida mini y tus muslos de avellana, te sientes la muy catarata o atractivo natural? Layla, you’ve got me on my knees. Layla, i’m begging, darling please. Layla, darling won’t you ease my worried mind. Tus chorros de agua, en efecto, siembran el bullicio crónico de los maledicientes. Mira, cómo le inflamas el galanteo a los albañiles, a los menesterosos, a los fumarola de verde guato y huracán blanquecino por la nariz, diosa de la periferia, aprendiz de turbia María Félix, carcelera de tus besos en mi lengua. Ni Jagger ni Morrison ni Clapton ni mis poéticas sutilezas. La mujer allí, cruz de cementerio, como si la mujer del puerto o Penélope de Serrat o pérfida Lot. Desvariada. Ida. Chabacana. Pedestre.
Eso y más te mereces por tus empeño en ignorarme. Muy caguama en el desierto. Muy ginebra en crudas intestinas. Muy inodoro con bestiales ganas de orinar. Va la última, te voy a dar chance, nomás porque me caíste bien, veterana de las mil tormentas. Mujer aguanta todo. Ruda. Flama y extinguidor. Coraza. Si me dejas ahora, no seré capaz de sobrevivir, me encadenaste a tu falda, y enseñaste a mi alma a depender de ti, ataste mi piel a tu piel, y tu boca a mi boca, clavaste tu mente en la mía, como una espada en la roca, y ahora me dejas como si fuera yo, cualquier cosa... -Señor, me dice tu compañera que intempestiva apareció, ya vamos a cerrar y tenemos que meter a la tienda el maniquí. No me aferro. Te suelto las nalgas. Huyes. Mañana volveré renovado con canciones más rifadas, más flechas para tu corazón.
5 Había una vez un pibe camino a casa tomado de la mano de mamá. Limpio, lindo y un poquito extraviado de ojos. Escucho el tun tun de “Caballo negro” resonando desde el interior de ese extraño inmueble, coronado de fotos de mujeres exóticas. Teatro “Tívoli” Se fundó la patria. Se soltó de la mano y desde entonces busca incesante, túneles más, túneles menos, la sombra de ese hecho fantástico, él, no tan lindo ya.
El niño topo
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El amigo pedinche Por El Gil
El perro pedinche
Promover el arte y la cultura es la última cruzada laica, que un buen grupo de descamisados hace por quien sabe que negras intenciones. Ya no fumen esa cosa y pónganse a escribir. Sigo esperando los dos de nana sin cilantro y mi mezcal para perpetuar el convite.
Un viejo amigo a quien llamaré “El amigo pedinche” ha sugerido que nos veamos. Hace más de un año que no sé nada de él. Quedamos alrededor de las seis de la tarde en los Makis del centro. Siempre es un gusto abrazar a tus camaradas después de un largo tiempo. Al llegar, está con otro amigo que llamaremos “El cómplice del pedinche”. Me pide acompañarlos a recoger “algo”. El paisaje de la Avenida Madero está vestido por el calor: Faldas, shorts, escotes y lindos ojos. Algo traman estos malhechores. En el camino platicamos de los lindos ojos, los nuevos tiempos y el calor. También hablamos del Festival Cultural “La Yoshokura” y su próxima edición; además del deseo de hacer una publicación para la misma. No tarde en descubrir que ese “algo” era una botella de ron. Tres vasos, hielos, sodas. Todo listo. Las manos no le sudan, está acostumbrado a estas situaciones y finalmente dispara “El amigo pedinche” “Carnal, me gustaría escribieras algo sobre las actividades culturales que pasaron en Cactux” A dos años de ese evento enmudezco. Digo, shhhh… Si no recuerdo mal, fue una borrachera. Se refaccionan los vasos y pienso: Esto es algo que sólo pediría el “Dúo pedinche”. En que pedo me he metido. No sé que representa mayor problema: Recordar el evento o mi separa-
ción de la escritura. El primero lo aminora mi “Amigo pedinche” al mandarme el cartel de las actividades del festival. El segundo tarda más en llegar. Domingo, lunes, martes, miércoles y nada. Puros párrafos desechados, el “Amigo-pedinche-Editor” ya comienza a presionar sobre el texto (que pedinches son los editores) Publica en Facebook que hay dos días más de plazo para entregar materiales. Suelto un suspiro de esperanza y frustración. Un día antes de la entrega pido a una amiga que llamare “Amiga abominable” lea lo que ni a mí me gusta. Destroza todo por todas partes, otra vez no tengo nada. De vuelta a la computadora recuerdo que ese día en que el amigo pedinche me solicitara este texto, mientras tomábamos el ron, comienza hablar sobre “El perro pedinche”, ese perro que encontramos en cualquier taquería a la espera de un trozo caído o la caridad de un individuo que no aguante la presión emocional que ejerce. Pero nunca, o casi nunca rebota el trozo deseado, o el alma noble desprendida de buche. Pero el canino no cesa, siempre está ahí, es un luchador necio, terco y sobre todo pedinche. Después de esto me quedé pensando en la similitud entre el “Perro pedinche” y el promotor cultural. Eso de andar con cara de perro tierno, necio, terco para juntar artistas y muestren su obra es una actividad
básica que fortalece la cultura. Crea engranajes para dar movimiento a una sociedad ansiosa de motivaciones y propuestas. Hay que ser necios y tercos con el arte, estar ahí a la menor provocación, fomentar y participar lo más posible. Sí, hay que ser verdaderos “Perros pedinches”. Una vez superadas las profundas reflexiones y para que el amigo pedinche no rezongue debo decirles que en el Festival Pedinche y Cactux, tuvimos la pintura de Juan Carlos Mori con sus retratos hiperrealistas y Mizael Sánchez con sus trazos desenfadados, la fotografía de José Juan Estrada Serafín donde mostró la lucha del pueblo de Cherán. En las tardecitas las palabras de poetas y escritores nos mecieron con las “Canciones del fin del mundo” donde participaron Gustavo Ogarrio, Mauricio Bares, Ramón Lara, Antonio Monter y José Luis Castillo. También se presentó “Ocaranza re-load” homenaje a Ramón Martínez Ocaranza, las “Perras de museo” también hicieron su aparición y por último la música experimental de PIRA.MD. Ahora sólo queda contar los días de larga espera hasta septiembre para de nuevo deleitarnos y embriagarnos del festín de música en nuestra ciudad con las grandes bandas que acompañan La Yoshokura y por su puesto las acciones pedincheras culturales como este “Sensacional de Letras”. Y todo por un ron.
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Nunca revivas a un campeón Por José Lagos Quizá motivado por los latigazos del vértigo que centellean contra los nervios esquizofrénicos, que a su vez cosquillean las piernas y las animan a pisar el acelerador hasta el fondo y azotar los caballos, tronar los pistones y consumir océanos de gasolina para desparramarla sobre los empedrados corredores de nostalgia y levantar estridencias frente a la cantera rosada, apareció Salvador “Sal” Sánchez Narváez en el Jardín de las Rosas. El boxeador se aproximó relampagueante. Casi como los tres ganchos al hígado que asestó al boricua Wilfredo Gómez un minuto antes de que éste se desplomara turbado entre las cuerdas del ring; y estallara el griterío en el escenario montado en el estacionamiento del hotel-casino Caesars Palace, en Las Vegas, en agosto de 1981. Las gargantas aceitadas del motor rugieron tormentas dibujadas a kilómetros por hora y, a pesar del apabullante enfrenón que esparció de inmediato azufre de la llanta quemada, el Porsche, modelo 81, se estrelló contra los barandales de roca que flanquean las escalinatas del teatro José Rubén Romero en Morelia, Michoacán. No pudo ser la parte trasera del presumible camión la que le arrebatara la vida a esta insondable promesa ochentera del boxeo nacional. Contra todo juicio y contra las portadas y los enlaces en directo del día siguiente, que anunciaban fatídicamente, hace más de tres décadas, la accidentada muerte del púgil de veintitrés años en una carretera de Querétaro el 12 de agosto de 1982; un año después de obtener, defendiendo por séptima ocasión el cinturón superpluma -de esos que no son de cartón-, la mítica victoria contra Wilfredo Gómez y ocupar, con un derechazo, la vacante de ídolo nacional y gloria popular en turno que dejó vacía, dos años antes, Rubén “El Púas” Olivares cuando el panameño Eusebio Pedroza lo derribó en un doceavo round. Después de recuperarme de la impresión provocada por el tremendo choque, “Sal” Sánchez, el mismísimo nacido en Santiago Tianguistenco allá
por el 60, abrió la puerta y descendió del Porsche ahora convertido en fierros retorcidos, y caminó con la misma imperturbable concentración que esgrimía arriba del ring. Vestido con traje color caqui, de finas y abundantes líneas cafés; camisa blanca Versace; corbata verde con figuras doradas espeluznantes; y zapatos de charól, de esos que tienen hoyitos, se acercó discreto a donde ya lo esperaba sentado en una mesa exterior del Jardín de las Rosas. El olor amargo del anticongelante derramado y del caucho fundido con el asfalto permanecía en la nariz. Tan pronto se sentó, un mesero se acercó y solicitó el primero de muchos autógrafos que despacharía Sánchez Narváez durante la noche. Lo que pretendía como una conversación tranquila e inédita, se convirtió rápidamente en un carnaval. Un grupo de jóvenes con las emociones desorbitadas cargó al boxeador con todo y silla. Lo pasearon por la plaza del Jardín y le dieron vueltas alrededor de la fuente. No faltó quién estaba dispuesto a tirar la estatua de Tata Vasco y montar ahí a Salvador Sánchez. Uno más, acostumbrado a los discursos, propuso que “Sal” se echara uno desde ahí. Poco faltó para que la propuesta prosperara. Y así, una avalancha desbordada de exaltaciones nacionales y lágrimas nostálgicas desfilaron durante horas por las calles aledañas. El representante plenipotenciario de la nación arriba del ring estaba sumergido en una marea de elogios. Tú-síe-res-me-xi-ca-no, le gritó alguien. Vi-va-Mé-xico. Vi-va-Sal-va-dor-Sán-chez, gritaba otro. Y la multitud respondía con “vivas” y con flashes. La multitud lo cargó hasta la puerta de un hotel y prometió eufórica volver al día siguiente. En la mañana, cuando la embriaguez resucitada de la fama cobraba sus primeras facturas y endosaba estragos al portador, por los muros virreinales del hotel en donde la turba desaforada había depositado al campeón, se colaban lo que parecían ser los rumores prolongados del griterío patriótico envuelto en banderas dispuestas al abis-
mo. “Sal” Sánchez se incorporó jubiloso y enjugó su rostro. Conforme avanzó rumbo al elevador, en su cabeza, las matracas y los vítores, los fanáticos y los reporteros, los gritos y los cláxones crecían en una nueva voragine de elogios. Parecía, después de todo, que los regresos no siempre son malos. Entró al elevador y oprimió el botón de planta baja que lo sacaría para siempre del recuerdo de bronce del siglo XX y lo pondría frente a frente con el futuro. Comenzó a descender. Las puertas se abrieron. Ningún estallido lo recibió. En la recepción nadie le advirtió de ningún tumulto, ni de fanáticos poseídos ni de fotógrafos colgados de los postes. Nada. Se abalanzó hacia la calle. Nada. Regresó desconcertado y se desplomó en un sillón. Así permaneció durante horas. No hubo desfiles ni cargadas. La expectación por el mítico campeón fallecido se diluyó durante el amanecer. Y es comprensible, ninguna leyenda que se baje una noche de su eterno pedestal dura más de un round. Ningún símbolo sobrevive contra sí mismo. Hace mucho que las resurrecciones dejaron de conmover. Estábamos advertidos, en algún momento los muertos jóvenes expulsarían a los muertos viejos de los féretros y las tumbas.
Al box como a la cama, sólo se llama una vez y la fama perdida no se contenta con la muerte. “Sal” Sánchez hace turismo cultural en la ciudad de las canteras rosas con puños y mueca arremangada para buscar el cetro de Vasco de Quiroga o Miguel de Cervantes Saavedra. Hagan sus apuestas.
Nación Zombi
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