Los cuatro magníficos (y 49 historias más)

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! ! ! ! ! José María González-Serna Sánchez

LOS CUATRO MAGNÍFICOS (Y 50 HISTORIAS MÁS)

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Publicaciones de Aula de Letras Sevilla 2016


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Textos: José Mª González-Serna Sánchez, 2016. Publicaciones de Aula de Letras. Sevilla, 2016. ISBN: 978-1-326-73420-6 Impreso por Lulu.


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ÍNDICE

Índice Los cuatro magníficos Tríptico febril Combustión espontánea Recortes La receta del microcuentista Piezas El viajero en el andén Pueblo sumergido La fila Bodas de oro Procesos inversos Costumbres El viento Argimiro Destino Extraños compañeros de anaquel El arte de las musas Lo inevitable La función Colapso

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Pensamiento divergente Caza mayor Conexiones razonables Lo natural Iniciativa El negro Juan Bridge Dies irae Spoilerman Dragones La vocación Negociación sectorial Mensaje en una botella Un buen empleo Escena familiar Oportunidad única Del viaje en el tiempo como actitud Cesarismo A Delio, otra vez El signo de las luces La ceguera A Ofelia, marzo de 1916 Dramatis personae Las fiestas Renta antigua Tu presencia Tríptico matinal Chico rayo, chico listo Verano del 43 Final

44 46 48 50 51 53 60 62 64 72 75 77 78 79 81 83 84 86 87 90 91 92 98 101 103 105 106 108 110 123


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LOS CUATRO MAGNÍFICOS

Son las cinco de la tarde y hace frío. La zona de trabajo está desierta a estas horas y nada queda ya del ajetreo matinal, apenas el eco del trasiego de camiones y el retumbar de la enorme grúa azul que, acariciada por un viento juguetón, ostenta el protagonismo del paisaje. Es en ese momento, precisamente entonces, cuando las cuatro figuras aparecen recortadas sobre el decorado fantasmal del muelle. Caminan alineados, hombro con hombro, con pasos breves. Es su territorio y lo saben. Tan sólo las tinieblas del anochecer discutirán su dominio; sin embargo, en este momento, las cuatro figuras, armas en ristre, son dueñas de la nada. Han dejado tras sus pasos la seguridad de la avenida y sus tristes comercios de efectos navales, el tráfico, el ir y venir de las ambulancias, el puesto de guardia donde dormita un marinero que siempre tiene la


misma mirada fija, aunque tras ella alumbren las playas del sur o el bravo mar de las costas del fin del mundo. A las cinco de la tarde de cada sábado, los cuatro magníficos se adentran en un territorio inexplorado que, aun siendo siempre el mismo, se torna nuevo por obra y gracia del deseo. No hay que esperar mucho para que la acción se dispare. A los pies de la gran grúa duermen algunos sacos que contienen restos del cereal transportado por el carguero que vieron partir al punto de la mañana. El más alto de los cuatro se acerca con sigilo y contempla los estragos que las alimañas han provocado. Aunque ya no queda ninguna por los alrededores, el rastro que han dejado es claro: una hilera de grano apunta directamente al macizo de adelfas que se encuentra a unos diez metros a la derecha. Los cuatro magníficos saben bien lo que han de hacer. No es la primera vez ni esperan que sea la última. Rutinariamente, se acercan a unos metros del blocao vegetal; dos de ellos hincan la rodilla en tierra, mientras que otro se mantiene en pie a su espalda. El más alto —quizás el líder de la escuadra— ha recogido un trozo de adoquín, pesado y voluminoso, y se sitúa entre la formación y el refugio enemigo. Guardan silencio. Sopla un aire húmedo procedente !8


del río que porta en su seno promesas de peligros jamás conocidos. Con meridiana claridad, el jefe del grupo de asalto da a entender que lanzará el trozo de piedra. Deben estar preparados, porque es seguro que tras el impacto los despreciables seres que cobardemente se esconden al abrigo de las flores se lanzarán en frenética carrera sin dirección. No conocen el número de oponentes y bien podría suceder que se vieran arrollados por la desbandada o, incluso, atacados y heridos por la salvaje horda. Han de ser precisos y rápidos. La primera andanada debe impactar sobre las unidades de vanguardia y modificar así la dirección de las alimañas supervivientes. Si la estrategia tiene éxito, dispondrán de una oportunidad más de diezmar las fuerzas enemigas tras recargar las carabinas con nuevos balines de plomo. La tarde se ha puesto espesa. No hay posibilidad ya de dar marcha atrás. El más alto grita mientras arroja el peñasco contra las flores. El efecto es el esperado: no menos de diez bestias de descomunal tamaño se precipitan contra el atardecer y la humedad del muelle. La escuadra dispara la primera andanada y derriba a dos de las que parecen guiar a un grupo que se dirigía feroz hacia los muchachos. La tropa que las si!9


gue, al verse sin enseña, rompe la disciplina y huyen en diferentes direcciones. Se oye el chasquido metálico de los cañones que se abren y el golpe seco del cierre. Hay espacio y tiempo para una segunda descarga, aunque ya sin el orden ni la precisión de la anterior. La escuadra se orienta en diferentes direcciones, cada uno de sus miembros fijo en un objetivo diferente. También el más alto se ha sumado a la matanza: dispara, carga, dispara, vuelve a cargar. Las bestias corren presas del desconcierto y caen unas tras otras, alfombrando de cadáveres el pavimento que rodea la gigantesca grúa azul. Al terminar la acción de castigo, no menos de seis cuerpos se suman al desolador paisaje que ofrece el muelle de carga del puerto. La escuadra contempla en silencio el resultado de su acción; pero, pasados unos instantes, los gritos de los cuatro chicos explotan al unísono para competir con los chillidos de las criaturas moribundas y con el canto del viento en la tarde del sábado. «¡Muchachos, —grita el que oficia de jefe de grupo— el Séptimo de Caballería ha sido vengado!».

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TRÍPTICO FEBRIL

Uno No es hábil con el cuchillo ni con la soga; sin embargo, se le da bien el contagio y disfruta sobremanera al contemplar la frente perlada de sus víctimas. «Es una forma elegante y cruel de matar», se dice mientras esconde el paracetamol en un lugar donde jamás podrá ser encontrado. Dos Llegó envuelto en bruma, angelical e inocente, como cuando eran novios. En su mano dormía una cápsula —un antipirético, decía él— que no estaba dispuesta a ingerir. «Timeo danaos et dona ferentes», pensó la mujer.

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Tres Si tengo fiebre no irÊ al cole y, a lo mejor, me muero; por eso salgo a la ventana con la boca bien abierta y me trago la nube que envuelve la ciudad. 

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COMBUSTIÓN ESPONTÁNEA

Empezó con un resquemor profundo que derivó en indignación y, posteriormente, en fiebre resistente. A las pocas horas, tan sólo quedaban unas breves cenizas en la Carrera de San Jerónimo.

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RECORTES

La epidemia asoló en pocos días la comarca. Aún hoy se escuchan las fantasmales protestas de quienes aguardaban turno en el consultorio.

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LA RECETA DEL MICROCUENTISTA

Ingredientes: Narrador en tercera persona. Dos personajes sin nombre ni apariencia física. Tiempo presente. Una instantánea. Espacio interior que favorezca cierta complicidad con el lector. Un objeto sugerente sin dejar de ser cotidiano. Un final inesperado. Preparación: Comiéncese el relato nombrando al personaje sobre el que recaerá el protagonismo y a su antagonista. Dialogando con la tradición, el autor puede valerse de un narrador inseguro, escéptico ante la trama y el carác!15


ter de los personajes o, incluso, iluminado por un cinismo vagamente insultante. Asegúrese el autor de que la totalidad de los sucesos relatados no excedan los límites temporales de una foto fija. Se trata, pues, de visualizar una escena, más que de desarrollar un proceso, tarea que podría encargarse al propio lector si así lo desease. Como cabe inferir de la estrechez de límites, la alusión al espacio se realizará en función de la significación del mismo, intentando que recaiga sobre un objeto o, a lo sumo, un par de ellos dotados de fuerte carga de sentido y evocación. Resulta muy efectivo situar la acción en un espacio interior, pues así se evita la dispersión entre vericuetos naturales, el azul eléctrico de un cielo deslumbrante o el avasallador espectáculo del anochecer. El final —punto climático del preparado— debe nacer de la ruptura con el horizonte de expectativa del lector. En este aspecto, debe atenderse a la posibilidad de que el receptor espere lo inesperado, por lo que, en determinadas circunstancias, un desenlace más o menos convencional podría estar indicado. Valórese la idoneidad de la decisión, ya que de ella dependerá el éxito de la propuesta. !16


Tras la mezcla de los ingredientes, dispóngase al emplatado. Dote de cohesión al conjunto, cerciórese de que ha incluido un arranque de impacto y de que no falten ni sobren elementos. Tenga siempre en mente la máxima de que menos es más, aunque a veces menos pueda ser, simplemente, menos: la tarea creativa es tozuda y se empeña, a menudo, en llevar la contraria a todo tipo de reglas. Sírvase con sencillez verbal, acompañando la ingesta —si fuera posible— con un buen Dry Martini. Mezclado, no agitado, por supuesto.

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PIEZAS

Estaban conectados, como un perfecto engranaje. Si uno miraba hacia el poniente, el otro dirigía sus ojos a levante; si a alguno le molestaba el pulmón derecho, el izquierdo del compañero se colapsaba. A veces, uno comenzaba alguna frase ingeniosa que había de terminar el otro, y a la inversa. También se daba el caso de que llorasen al unísono al ver una película o de que se estremeciesen con ese momento climático de los relatos de horror. La gente se admiraba del prodigio de coordinación y se congratulaba de que en estos tiempos de independencias y aislamientos pudiesen existir dos seres tan compenetrados que pareciesen uno solo. No obstante, las vidas coordinadas también se ven expuestas a los problemas cotidianos. La intervención quirúrgica que los separó fue todo un éxito; pero esa com!18


plicidad que dotaba sus vidas de sentido no pudo superar el postoperatorio. 

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EL VIAJERO EN EL ANDÉN

Se mantuvo entre nosotros hasta que la electricidad y el diésel lo condenaron al olvido. La silueta oscura que desaparecía entre la bruma artificial del vapor, marcando el paso al ritmo del silbido de la locomotora, se perdió irremisiblemente entre esas otras nieblas de los recuerdos compartidos. En ocasiones —divina casualidad—, he vuelto a encontrarlo en los versos de una canción nostálgica, donde el amor y la Gare d’Austerlitz batallan, en las páginas de alguna novela o en los fotogramas de esas películas añejas que se disfrutan en las noches de invierno. Bajo un intenso y falso aguacero parisino, cruzó conmigo su mirada no hace mucho: borsalino, gabardina ceñida y tinta que la lluvia difumina. Ha sido la última vez en que tuve la fortuna de topar con él. En su mirada de desconcierto sólo hallé la despedida.
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PUEBLO SUMERGIDO

Bajo el lago hay un pueblo sumergido. Todos los que vivimos en este valle lo sabemos. Los más viejos recuerdan todavía las protestas de los parroquianos al conocer la notificación que llegó de la capital: indignación general, ataques de ira, nostalgia anticipada y llantos. Pero de nada sirvió. Tan sólo un par de meses después se iniciaron las obras hidráulicas para el desvío de los arroyos y torrenteras de la comarca, el dique de contención comenzó a ganar altura y todas las aldeas se poblaron de gentes que iban y venían, gastaban y reían en los bares. En poco tiempo la protestas iniciales se disiparon y la solidaridad nacida de tan brutal decisión se desvaneció. Los habitantes del pueblo elegido parece que asumieron con resignación su papel de víctimas y la comarca volvió a mirarse a sí misma. !21


Tres años después llegó el agua y el olvido definitivo. En el más de medio siglo que ha transcurrido desde entonces, el pantano ha terminado por convertirse en uno de los centros de interés del valle: sobre sus tranquilas aguas se refleja la silueta de nuestras montañas, los senderos que lo circundan se pueblan cada domingo de caminantes solitarios en busca de las respuestas que se escapan entre calles y bullicio urbano. Incluso han venido gentes arriesgadas que invirtieron en mesones y hospedajes donde descansar al son del rumor del viento entre los álamos. Es de reconocer que el entorno de nuestro lago es hoy de una hermosura sin igual. Sin embargo, son muy pocos los paisanos que se atreven a adentrase en las aguas oscuras del lago. No sucede así con los visitantes ocasionales. A ellos es fácil encontrarlos nadando libres sobre sus aguas o aferrados al mástil de sus tablas de surf. Parecen disfrutar sobremanera de unas aguas que a nosotros, los autóctonos, nos son hurtadas. Aunque la envidia reconcome a las habitantes del valle, nadie se ha atrevido jamás a sumergirse en el lago. Sabemos que bajo la superficie aguarda nuestra culpa, agazapada y paciente, para tomarnos de los pies y llevarnos al fondo, !22


donde esperan los cuerpos de los vecinos que se negaron a abandonar sus hogares. La campana de la iglesia sumergida nos lo recuerda cada madrugada desde hace mås de cincuenta aùos. 

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LA FILA

Es importantísimo que no soltemos las manos, lo ha dicho la maestra. Allí fuera, si no mantenemos la fila, podemos perdernos o, incluso, algo peor. Por eso, la mayoría nos las apretamos con furia y guardamos el orden. Algunos niños, sin embargo, piensan que la señorita sólo quiere asustarnos y hacen como que se zafan y después ríen y ponen caras de susto. Yo me enfado mucho con estas burlas, porque sé que a veces ha pasado y de los niños que perdieron el orden de la fila no se supo nada más.

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BODAS DE ORO

Enfermó de gravedad al comprobar las constantes casualidades que un tiempo caprichoso se empeñaba en producir: «Es estremecedor asistir a la reiteración de hechos equivalentes —pensaba— y no poder hacer nada por evitarlo». Al pie de su lecho de dolor, la esposa asentía compungida mientras intentaba disimular un esbozo de sonrisa perversa. Sí, ella le había regalado, envuelto en un beso de amor, aquel grueso volumen de efemérides.

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PROCESOS INVERSOS

«Es curioso el funcionamiento de los procesos creativos», pensaba el microcuentista no hace mucho. Un novelista conocido suyo le había discurseado durante varias horas sobre cómo el origen de sus obras residía en un germen diminuto que iba ampliándose y ampliándose por obra y gracia del implacable trabajo posterior: añadir escenarios, crear físicos acordes con el comportamiento o valor asociado al personaje, construir situaciones y diálogos. «De esa manera —pontificaba el amigo— un embrión insignificante, apenas una idea miserable, se convierte en novela y puedo brindar al lector la posibilidad de protagonizar la experiencia contraria, viajar desde el todo a la semilla y habitar así el núcleo primigenio».

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Consciente de la humildad de su tarea, el microcuentista no quiso o no pudo hacer partícipe al amigo de que su proceso creativo seguía una orientación inversa. Él percibía la historia en su totalidad de anécdotas y variables, para proceder después a la dolorosa tarea de desnudarla hasta dejarla reducida a expresión breve. Habitualmente, se conformaba con reducir la selva imaginada a los tres momentos indicados por el maestro Lagmanovich: presentar la situación, introducir el elemento perturbador y finalizar con una decisión favorable a alguno de los opuestos o neutralizadora del contraste. Sin embargo, el relatista extremo intuía que el viaje al núcleo podía ir aún más allá; bien eliminando el final por corte seco, bien eludiendo la situación de partida y la posterior oposición. En cualquiera de estos casos, el éxito del relato quedaba siempre en manos de la competencia interpretativa del lector, algo incontrolable de antemano y, por ello, causa de sufrimiento en el autor. Aunque era arriesgado, a veces el escritor aceptaba el reto de lo realmente mínimo y escribía ficciones que abordaban lo que, a su juicio, era el verdadero problema de la tarea microcuentística. «Te odio» o «Fin (tú ya sabes por qué)» habían sido dos de !27


las obras entre las compuestas por él que más se acercaban a su visión radical de la microficción. En una salvaje vuelta de tuerca, hoy ha decidido avanzar en el proceso y dejar la página en blanco. Tiene muy claro que manifestarle una insultante indiferencia es lo que más dolerá a ese lector-cabrón con el que mantiene una tormentosa relación desde hace años.

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COSTUMBRES

Se trata de un mal hábito, como cualquier otro; pero no creo que colocar los pies sobre la mesa sea para poner el grito en el cielo, mesarse los cabellos, perder el habla o temblequear. Es una constumbre contraria a la higiene, lo sé, una falta de respeto y todas esas zarandajas que nos metieron en la cabeza con calzador, reprimendas, castigos y perseverancia: «¡Niño, que te lo tengo dicho mil veces: los pies en el suelo!». Sin embargo, no puedo evitarlo. En cuanto me relajo un poco y me abraza la agradable conversación, esa en la que las palabras fluyen desde el corazón a la epidermis, olvido el esfuerzo de cuantos se empeñaron en hacer de mí un hombre educado y retomo la vieja costumbre. Pese a lo recurrente de la reacción, siempre me sorprenden los ojos desorbitados de quienes contemplan la bota ortopédica sobre la mesita de café.
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EL VIENTO

A media mañana se levantó el viento. Las primeras rachas ya fueron devastadoras: secaron el ambiente, sembraron viejas dudas y permitieron el nacimiento de nuevas certezas. Por la tarde, aunque la intensidad del vendaval se redujo, el mal recién nacido había quedado firmemente asentado. Podía combatirse heroicamente, sí, pero sabiendo que la victoria era poco menos que imposible. ¿Cómo enfrentarse a lo que nos supera en cien veces? ¿Cómo vencer a quien no tiene cuerpo? El hombre, mal que bien, aguantó los embites uno tras otro; sin embargo, toda resistencia tiene su límite y sucumbió con la última gota de sus fuerzas. Nadie le oyó una queja, tan humilde y prudente era. El gancho que sostenía la lámpara se adecuaba a sus propósitos. Al mudarse, él !30


mismo lo había colocado ante las bromas de la mujer. «Tan sólo debe sujetar unas luces, no a ti». Recordaba la contestación envuelta en una sonrisa que lanzó desde la escalera: «Nunca se sabe, nunca se sabe». Hubiera preferido utilizar una cuerda; pero el alambre, sin duda, resultaba más práctico. Sucio y desagradable, quizás; aunque terriblemente efectivo. El viento desapareció en la madrugada. Había dejado a su paso un rastro de hojas y suciedad. También un trabajo bien hecho.

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ARGIMIRO

La vida escolar fue un auténtico infierno: «Argimiro, cara de papiro«, «Argimiro, inventor del autogiro», «Argimiro, me las piro», «Argimiro, pío, pío, pío». Mientras, el padre, severo y de rostro adusto, le sermoneaba sobre el orgullo, la dignidad, el saber estar y aguantar. Nunca llegó a comprender por qué un hombre tan racional se mostraba incapaz de asumir su error y decirle que sí, que se había dejado llevar por un mal pronto o por un instinto jocoso latente en lo profundo del ser. En ocasiones, incluso creía poder asimilar que el padre le espetase: «Jódete, es tu nombre. Te lo puse porque eres mi creación y punto. Sé un hombre y aguanta, Argimiro». Pero las antiguas elucubraciones han perdido buena parte de su sentido. Ahora, adulto ya, bien desarrollada su capacidad !32


argumentativa, el padre no puede encajar el aluvión de imprecaciones que Argimiro ha atesorado con dedicación artesana durante años. La imposibilidad de enfrentarse al causante de su rabia multiplica su odio. Ante la lápida, como cada 28 de junio, Argimiro se muerde los labios mientras deposita el ramo de flores.

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DESTINO

Hay momentos únicos y otros prescindibles. A menudo, los primeros se repiten o quedan fijados por el artificio humano o alguien alude a ellos más de lo deseable. Entonces, pierden su valor, pasan a engrosar las filas del segundo grupo y un pequeño vacío se abre. Llega una época en que vivir no es más que navegar entre el océano de vacíos diminutos, de momentos únicos ya transitados, digeridos, asimilados, revisados, vistos y oídos, disfrutados y padecidos. Nada nuevo se ofrece hasta que la memoria nos abandona para arrojarnos contra el desconcierto.

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EXTRAÑOS COMPAÑEROS DE ANAQUEL

En última instancia, casi todo se reduce a una cuestión de percepción, querido Dorian. Tus actos, al igual que los míos, quedaron reflejados en las páginas de una novela, expuestos al juicio estético y moral de lectores procedentes de culturas y épocas diversas. Tú quisiste permanecer eternamente joven y sólo alcanzaste la miserable decrepitud en las últimas páginas de tu historia; en mi caso, mi insultante juventud e inteligencia, mi pretendida superioridad moral sobre una vulgar usurera no me valieron más que el sufrimiento y la culpa. Tú y yo, Gray y Raskolnikof, somos similares y diferentes a la vez. Tú nunca aceptaste estar equivocado; a mí de nada me valió purgar mi pecado. Da igual cómo actuásemos. Al cabo, lo que de nosotros sea dependerá de esas gentes a las que tanto hemos despreciado. ¿Te das cuenta de la crueldad con !35


que se han conducido nuestros creadores, amigo Gray? ¿Comprendes ahora cómo nos han expuesto al juicio de los inferiores?

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EL ARTE DE LAS MUSAS

Comenzaba con Sol y después lo que el cuerpo le fuera pidiendo: a veces un Re que le había costado semanas ejecutar con suficiencia; otras se lanzaba hacia el Do Mayor o iniciaba otro compás en Sol. En la melodía resultante solía intercalar Mi y La Menor, y adornaba la pieza con múltiples variaciones de orden y rasgueo sobre el escueto conjunto de acordes. De cuando en cuando, incluso se atrevía con un solo que vagamente armonizaba en el conjunto. El vecino, un hombre por lo general comedido y de sonrisa bonachona, se acercó al poyete del patio interior donde practicaba cada noche. Vestía chancletas, calzonas deportivas y camiseta de canalé con tirantas, un atuendo informal muy apropiado para esas noches de verano en que la comunidad comparte con alborozo las intimidades a través de las ventanas abiertas de par en !37


par. «Tócala otra vez, Sam», le susurró al oído mientras aplastaba sus dedos con los alicates, «Tócala otra vez, si tienes huevos».

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! ! ! ! ! 18 LO INEVITABLE

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Parece mentira que la brevedad extrema, la búsqueda de la palabra sugerente que ha de convertirse en centro de la composición, la construcción —siempre con naturalidad— de un final de impacto que empuje a reinterpretar el conjunto o a meditar largo tiempo sobre lo narrado pueda llevar al autor hasta el agotamiento y el hartazgo. Es un breve descanso muy cansado, sí, Quevedo tenía razón. Por si fuera poco, el microcuentista sabe que es inevitable terminar por repetirse a sí mismo. Inconscientemente, se desenvuelve entre un limitado mundo de caracteres y situaciones que han funcionado con anterioridad y de las que no es capaz de liberarse si no es tras ardua lucha. Por eso ha descuartizado al lindo gatito siamés que le regalaron en Navidad: sus continuos maulli!39


dos y la molesta costumbre de frotarse contra la pantorrilla le impedían cuadrar una historia —por fin— sin sucesos violentos, sin morbosidad, sin falsos efectismos que golpearan la comprensión del lector.

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LA FUNCIÓN

Había ensayado el truco mil veces: la suave música in crescendo resaltaría la intensidad del momento, al tiempo que los contoneos de su partenaire indicarían a las miradas la dirección que habían de seguir. Esa noche, el silencio del auditorio presagiaba que algo importante podía al fin suceder: aislado del entorno, seguro de sí mismo, el prestidigitador introdujo la mano en la chistera. Tocó pelo y asió con fuerza, porque sabía que estas criaturas, por muy habituadas que estuvieran al contacto humano, solían estremecerse —quién sabe si por sorpresa, miedo o, simplemente, por naturaleza— y no quería verla escapar, con la consabida rechifla y potencial riesgo de extravío. Cuando estuvo seguro de haber hecho presa, extrajo la mano del sombrero y se mostró al público componiendo una bien estudiada figura. !41


En las primeras filas del patio de butacas, un chiquillo de pelo crespo y cara rabiosa se levantó empujado por un resorte: «Mira, mamá: el conejo está desnudo». Los asistentes explotaron en un estruendo de carcajadas que dieron fin a la tensión tan trabajosamente labrada. Las manos, enloquecidas, se metamorfoseaban alternativamente en flechas acusadoras, mordazas bucales o velos que protegían del sonrojo a unos espectadores incapaces ya de controlarlas. El mago hubo de renunciar al gag final, consciente de que nadie prestaba la suficiente atención. El homúnculo que había adquirido en una tienducha de Singapur tendría que aguardar mejor ocasión para triunfar en el mundo del espectáculo.

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COLAPSO

Taquicardia: sudor frío, problemas de ubicación, náuseas, pensamiento difuso. Alternativamente, camino por el pasillo y me derrumbo sobre el sofá: «del corazón a mis asuntos», como dijo aquel. Intento actividades que inhiban mi consciencia: tomo un libro, «Soñé que tú me llevabas por una blanca vereda»; relleno un crucigrama, «Yunque de platero»; miro la televisión, «Conectamos con la Casa». La taquicardia otra vez: bum, bum, bum. Las pulsaciones más y más rápidas. Palpitan mis sienes. El servidor sigue caído: «Odi et amo», en no más de ciento cuarenta caracteres.

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PENSAMIENTO DIVERGENTE

En la base de datos sobre intervención en la personalidad divergente no ha encontrado nada de utilidad para enfrentarse a un sujeto tan recalcitrante. Uno de los funcionarios viejos le ha sugerido que busque en la mediateca documentación anterior a la Gran Transición, por si pudiera extraer de ella alguna conclusión productiva. Como trabajador aplicado que es, ha revisado varias secuencias de un filme titulado Marathon Man y leído algunas páginas de un cartapacio polvoriento en el que se sugiere emplear roedores como medio de acercamiento. Obviamente, ha desechado ambas posibilidades. Lo más fácil, pues, será asumir la situación y cursar la orden de ostracismo. Sin embargo, le pesa renunciar a las primeras de cambio: intuye que si dedica un poco más de tiempo podrá comprender por qué el ente metamorfoseado ha entrado !44


en un bucle recurrente en torno a los conceptos «Babel» y «lengua edénica». Qué fácil sería si la existencia de corporeidad permitiese la aplicación de las estrategias de intervención que atesora la mediateca de la Agencia.

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CAZA MAYOR

He probado en los pasillos de las bibliotecas y en las mesas de novedades de las grandes librerías; pero nada puede compararse con los clubes de lectura como territorio de caza. Es habitual que en las sesiones iniciales los participantes se presenten con aquellos libros que revelan parte de su ser. Suele tratarse de obras conocidas que hablan de sus almas soñadoras, si optan por Jane Austen o la siempre presente Madame Bovary; o de sus pequeñas rebeldías y sutil histrionismo, si se han decantado por Las flores del mal, por ejemplo. Yo suelo asistir acompañado de 1984, porque me gusta jugar fuerte, arriesgarme a ser descubierto a las primeras de cambio, exponer algo de mi verdad ante quienes sean capaces de traspasar el umbral de lo evidente. Componiendo un gesto adusto, en un lateral de la sala observo y elijo mi objetivo !46


mientras siento también cómo me deconstruyen. La explosión de placer llega con las primeras luces de la mañana, al acariciar el cuello de la presa elegida y hundir la mano en su pecho. Es impagable el momento en que descubren que no soy víctima, sino verdugo.

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CONEXIONES RAZONABLES

Hay quien afirma que el general Custer no cayó en Little Big Horn junto al Séptimo de Michigan, sino que logró escapar de la rueda mortal de los jinetes sioux gracias a la intervención del mismísimo Crazy Horse. Los aficionados al esoterismo no niegan la evidencia del cuerpo encontrado, aunque se muestran convencidos de su no muerte y, entre susurros, hablan de una condena a vagar de despacho en despacho, intentando sin éxito influir en las decisiones militares de más alto nivel, de la campaña de México a la Tormenta del Desierto. El repique de espuelas —argumentan— en los vericuetos del Pentágono así parece confirmarlo. Sin embargo, un analista objetivo podría atribuir tan sutil tintineo a los herrajes del traje blanco que solía vestir Elvis en sus últimos conciertos. En un intento desesperado por resolver una situación de tal compleji!48


dad, se han elevado voces recientemente que aseguran que Custer y Elvis no son en realidad seres diferentes. El gusto de ambos por las ropas extravagantes no parece dejar lugar a dudas. 

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LO NATURAL

Después de perder ese trabajo de mierda, de ser ninguneado por la familia, ridiculizado en el barrio, asaeteado con los algo habrá hecho, los hay que acomodarse a lo que se tiene y los no es oro todo lo que reluce; después de embarcar a los viejos en un viaje sin retorno a través un océano de impresos de letra diminuta; después de que unos señores golpearan la puerta al punto de la mañana para arrojarlo a un no nos importa dónde pero recoja sus cosas y váyase pronto, que hay tarea; después de acercarse al balcón donde brota radiante una gitanilla y después de que los transeúntes cambiaran de acera; el juez certificó muerte natural.

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INICIATIVA

La asistenta es una emperatriz. Gobierna la vida familiar a su antojo, sin someterse a leyes y sin responder ante nadie. No hace mucho, por error, cambió la disposición de los objetos de la escribanía. Nada sucedió, ni una queja, ni una leve alusión sin maldad que demostrase interés alguno de los miembros de la familia. Espoleada por la impunidad de su acto, decidió alterar la configuración del salón—comedor, pues pensaba que con el nuevo orden se aprovecharían mejor los últimos rayos del sol vespertino. El ritmo de la vida en la casa no dio muestras de haberse alterado. Pensando en el bien de todos, esta mañana ha tomado la comprometida decisión de trasladar al abuelo a una sala más confortable, con agradables vistas y una suave luz tamizada por las copas de los árboles del !51


jardín. Sabe que a partir de ahora se verá obligada a emplear parte de las mañanas de domingo en visitarlo en la residencia; pero se convence al pensar que así es el compromiso adquirido por quien aspira a convertirse en una buena gobernanta.

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EL NEGRO JUAN

De Historias fingidas, obra original en prosa escrita por el agente de aduanas José Simón González de la Serra en la Muy Noble y Muy Leal Ciudad de Sevilla.

El negro Juan, por filiación completa Felipe Juan Nepomuceno Carabias y Guevara, era hombre de comunión diaria, servicial y devoto de la Virgen, Nuestra Señora. A la muerte de su amo, quien lo trajo de la plantación cubana en la que había nacido, recibió el beneficio de la libertad bajo la condición de emplear durante el resto de su vida al menos una jornada en el cuidado de la capilla de la cofradía de los negros situada extramuros de la ciudad. Hombre de palabra, pese a su origen servil, no faltó a su obligación ni un sólo día de su vida. Allá !53


podríais verlo todos los jueves cambiando la candelería del retablo, repasando con paño húmedo el marco de las pinturas, perfilando con pincel los vericuetos de los bordados y atendiendo en el minúsculo despacho los requerimientos de quienes se acercasen a la capilla para la entrega de ofrendas, encargos píos, demanda de trabajo, comida o simple consuelo. Entretenía el resto de los días en acercarse a las atarazanas, donde siempre recibía algún encargo de traslado de fardos, y en frecuentar las puertas del convento de San Agustín, pues los frailes solían contar con sus servicios para el mantenimiento de la huerta interior y el trasiego de productos a los mercados y talabarteros que en aquellos tiempos cosían las esquinas de la ciudad con sus pregones acerados, sus requiebros a las dueñas jóvenes y sus chismes. Pese a su condición de liberto, lo cierto es que el negro Juan era por aquel entonces hombre respetado y conocido, tanto por la piedad de sus actos y bonhomía como por no recordársele negativa alguna ante los ruegos de quienes con él pretendiesen contar. Precisamente por el carácter popular y entrante del personaje sorprende su protagonismo en los hechos que tuvieron lugar en la noche del Jueves Santo del año del Señor de 1604. !54


Era costumbre antigua que en los días señalados de la Semana Mayor las cofradías de disciplinantes tomaran las calles de la ciudad para hacer acto penitencial público que sirviera de purga de los propios pecados y expiación colectiva. Las motivaciones que llevaban a los disciplinantes a sacarse la piel la tiras ante los gritos de asombro, admiración y repugnancia de quienes transitaban plazas y callejones sería prolijo consignar en estas páginas. Para ello, los archivos documentales sevillanos ofrecen múltiples obras, sermones y documentos de toda índole en los que se describen y analizan con detalle. Sí ha de tenerse en cuenta que no era una costumbre plenamente aceptada por la jerarquía eclesiástica, que ya en el sínodo del mismo año 1604 se había manifestado en la línea de un mayor control de tales explosiones de fervor penitencial por no considerarlas fruto de la piedad, sino de otras pasiones humanas de todo punto censurables. Así queda de manifiesto en una carta inserta en la Regla de la Cofradía de la Sanctíssima Vera Cruz, en la cual se alude al «desorden que ai en este Arçobispado, i principalmente en esta ciudad de Sevilla». Desde la perspectiva que dan los años, se nos antoja que el artificio del acto peniten!55


cial público pudo estar en el origen de los acontecimientos que implican al negro Juan y que tantos pliegos de reflexión llenaron en los años sucesivos. Aunque tampoco pueden desestimarse las peculiaridades de una sociedad que sólo competía en condiciones de equidad en los días en que se conmemora la pasión de Nuestro Señor Jesucristo, pues, como se sabe, ante el Pastor Supremo todas las ovejas nos presentamos adornadas con las mismas cualidades. Es el caso que en la susodicha jornada confluyeron a la misma hora en la plaza del Divino Salvador los cofrades de la Hermandad de Nuestra Señora de la Antigua y los negros de la de los Ángeles. Los primeros, amparándose en su condición hidalga, forzaron la preeminencia de sus insignias y adelantaron el paso, encontrándose con la negativa de los negros a ceder un privilegio que ostentaban desde tiempo atrás. La disputa, según refieren algunos testigos, elevó el tono. El mayordomo de los negros, al parecer, adujo a grandes voces la falta de piedad de los de la Antigua, en quienes dijo no encontrar «ninguno de los hermanos, sino alquilados y disciplinantes de comercio». Suponemos que el tal mayordomo habría de referirse a la extendida costum!56


bre nobiliaria de enviar penitentes que ocupasen sus puestos en el cortejo, como se enuncia en los Fastos geniales, obra redactada en 1605 por viajero portugués Tomé Pinheiro en referencia a costumbres vallisoletanas que serían perfectamente equiparables a las sevillanas: «Los cofrades de sangre están obligados a disciplinarse, y cuando no pueden dan un criado, o amigo, o persona alquilada, y no faltan infinitos de estos Simones Cirineos por ocho reales».

Como suele ser habitual en esta ciudad, el conflicto discurrió durante buen tiempo en el terreno de las palabras y los amagos, no pareciendo que en ningún momento pudiese llegar a más. Sin embargo, para sorpresa de propios y extraños, Felipe Juan Nepomuceno Carabias y Guevara, portador de bastón de abedul con el que venía sajándose los lomos desde las afueras de la muralla este de la ciudad, se descubrió el rostro cubierto con el antifaz blanco virginal de la Señora de los Ángeles y arremetió contra el fiscal de disciplinantes de la Hermandad de la Antigua. Al ser hombre de cualidades religiosas conocidas por casi todos los presentes, la violencia de su acto fue entendida como un aldabonazo justificatorio y los hermanos de una y otra congregación asu!57


mieron que el momento de las palabras había tocado a su fin. A los pies de las sagradas imágenes, décadas de renuncias e indignidades, de artificios e hipocresías, de falso cristianismo exterior se sumaron para convertir la plaza en campo de batalla. Así lo muestra el testimonio incluido en el Pleito posterior que mantuvieron ambas cofradías: «Y con bastones que llevaban en las manos dieron muchos achaços, quemando con las dichas achas los rostros, mantos y capas, de que resultó aver muchos eridos y grave daño en las ropas y cuerpos de muchas personas, y llegó a tanto el atrevimiento que con las propias disciplinas davan y hacían mal a todos los que encontravan».

Según parece, la reyerta se extendió más allá de los miembros de las dos hermandades y de los límites de la propia plaza, convirtiendo esa madrugada de Jueves Santo en un concurso de carreras, ayes, improperios, persecuciones y golpes. No hemos podido saber más de las actuaciones del negro Juan en la noche de autos y fechas subsiguientes. Sin embargo, en una nota anónima depositada en la sede arzobispal y fechada en 1658 se alude a una figura espectral, ataviada con disciplinas y hábito de los negros, que cada noche de Jueves Santo aguarda en el Divino Salvador la llegada de !58


las hermandades que allí confluyen para conceder el paso franco a las cofradías y evitar así todo conflicto irreverente.

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BRIDGE

Las reuniones de bridge del club de madrastras no son, desde luego, un remanso de paz. La tensión reprimida por la exquisita educación de las participantes explota tras las primeras manos, el acero tiñe las miradas y renace la maledicencia contenida. Segura de su belleza incontestable, la madrastra de Blancanieves lanza torpedos verbales que impactan en la línea de flotación de una Fedra que se reconcome y maldice entre susurros un azar empeñado en negarle los dos hombres de su vida. La ajadísima madrastra de Cenicienta reparte cartas mientras tanto y disfruta como ninguna del choque de trenes que se avecina. Sabe que no puede competir en lides de amor con tan reales hembras; pero existen muchas otras formas de alcanzar placer. El agrio sabor de la cizaña puede llegar a ser dulce como la miel y su aspereza tan suave !60


como el delicado terciopelo de los labios de Hipรณlito.โ ฉ

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DIES IRAE

Dies iræ, dies illa, Solvet sæclum in favilla, Teste David cum Sibylla! Tomás de Celano

Ya está otra vez espiándome a través de la ventana, con sus ridículas calzas verdes y ese sombrerito que le pone cara de amanita phalloides, aunque sin la incertidumbre que el micorrizógeno atesora. A su lado chisporrotea como siempre esa lucecita que es su eterna compinche, tan enervante y presuntuosa. Sé que están deseando que les deje el camino franco, porque fuera hiela y la niebla envuelve el edificio como en las peores noches del invierno, y que si lo hago me contarán alguna historia delirante sobre la sombra o las fieras que habitan al oeste de la isla. Pero no voy a hacerlo, esta !62


vez no. No comprendo qué les pasa a estos dos. Al regreso de la última aventura fui lo suficientemente clara: «No estoy dispuesta a ser segundo plato de nadie», le dije intentando que dejase de gritar «¡Bangueran!» y borrase su estúpida sonrisa de la cara. No me dejan otra alternativa, así que desde este momento dejo de creer en las hadas y que se vayan al infierno el cocodrilo, los niños perdidos, Smee, Garfio, los indios, el Jolly Roger y, sobre todo, los insufribles Peter y Campanilla. Ni una lágrima pienso derramar por ellos. ¡Uf, cómo me duele el vientre! ¡Menos mal que sólo es así el primer día del ciclo!

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SPOILERMAN

Seguro que existen muchos y buenos motivos para viajar en el tiempo: la curiosidad puede ser uno de ellos, el afán filantrópico o, simplemente, el deseo de superar la última frontera que limita a la humanidad. En mi caso, sin embargo, fueron otras las razones que me empujaron a emprender el viaje intelectual, primero, y, posteriormente, la singladura del continuo espaciotiempo. No me siento especialmente orgulloso de los fundamentos de mi acción, pero son los que son, y nada de lo que diga o escriba alterará el resultado y las consecuencias de la misma. Únicamente espero que otros con mejores asientos morales sean capaces de proseguir el camino iniciado por mí. El caso es que me lancé a mi particular búsqueda del Grial llevado por la misan!64


tropía y la cobardía a un tiempo. Ha sido siempre tan grande el desprecio que he sentido por mis congéneres y tan limitadora mi incapacidad para expresar la opinión que me merecen, que hallé en la investigación y en mi laboratorio el refugio idóneo, esa especie de balsa salvadora que tras el hundimiento permite al superviviente del naufragio arribar al paraíso de la soledad. Allí, entre matraces y matrices, sorteando las trampas escondidas en los vericuetos de una inocente ecuación o en la confluencia nunca experimentada de unos compuestos, encontré la respuesta a mis desvelos y la posibilidad de expulsar al exterior toda la miseria humana en la que años y años de frustración me habían sumido. No creo que éste sea el lugar adecuado para exponer las conclusiones de mi proceso investigador, pues sería muy prolijo; ni tampoco me parece que el mundo se encuentre preparado para disponer de un conocimiento que, sin duda, acabaría por destruirlo, dada la mezquindad que habita en el corazón de los hombres. Basten estas líneas, por tanto, para dar simple noticia de la posibilidad real de romper la barrera del tiempo y también —¡ay de mí!— de la degradación moral que puede llevar aparejada tal acción. La carrera de la historia es !65


aún larga —doy fe de ello— y me he ocupado de que en el momento oportuno mis conclusiones afloren para iluminar un nuevo amanecer de nuestra especie. Como he dicho, mi incapacidad para manifestar la opinión que tenía de los seres humanos en general, y de algunos en particular, fue el acicate de mis esfuerzos, pero también la razón de ser de mis primeros viajes. No crean que soy un monstruo, porque no utilicé mi invento para causar un mal rotundo. Mis acciones fueron de baja intensidad, podría decirse, lo que en lenguaje coloquial suele nombrarse con la expresión «mala leche« sin más, pequeñas venganzas sin importancia que terminan por olvidarse sin dejar en la víctima una huella indeleble. Para vayamos sin dilación a la noticia de mis primeras experiencias más allá del tiempo. Corrían los primeros días de enero del año 1982 cuando, por fin, terminé el prototipo de la máquina y decidí realizar una primera prueba. Con una buena dosis de incertidumbre ante el resultado, manipulé los controles para avanzar unos días en el calendario, apenas un mes. Sorprendentemente, el artilugio funcionó a la perfección y me encontré en milésimas de segundo transportado a un domingo de la primera semana de febrero. Por supues!66


to, no pude conocer al instante el cambio de fecha, sino que hube de esperar para cerciorarme. Como ustedes sabrán por la literatura al uso, los viajes en el tiempo son exactamente eso, viajes en el tiempo, es decir, el lugar de partida y el de recepción no varía bajo ninguna circunstancia. Mi laboratorio me recibió, pues, pero no había en él signo alguno del cambio de fechas. Se me ocurrió entonces encender una pequeña televisión que dormía el sueño de los justos en un rincón en el momento en que una locutora de continuidad, casualmente, anunciaba que en breves momentos daría comienzo la emisión del décimo octavo capítulo de la serie Verano azul. ¿Cómo no iba a saber ahora la fecha? No me quedaba el más mínimo rastro de duda: era domingo, exactamente el domingo 7 de febrero de 1982. Mi viaje en el tiempo se había completado con éxito y, para celebrarlo, me senté a disfrutar de mi serie de televisión favorita. Ya sé que suena extraño, pero así fue. Una hora después, con los ojos inundados en lágrimas, tomé la decisión más importante de mi vida: Chanquete había muerto de un ataque al corazón y yo me vengaría de cuantos me rodeaban. La ciencia y la vida van casi siempre de la mano, no lo duden. !67


Cuando por fin pude dominar la congoja de mi corazón, regresé al interior de la máquina y accioné los controles para volver al punto de partida. Recuerdo bien que era jueves y muchas de las conversaciones giraban por aquel entonces en torno a ese increíble grupo de muchachos que compartían sus experiencias y maduraban a la sombra del pescador Chanquete. «Deja de comer, que se te va a poner la barriga del Piraña», bromeaban a costa mía sin apreciar el daño que me causaban. Yo oía y callaba, en apariencia como siempre, aunque vestido una sonrisa sospechosa que a un buen observador no le hubiera pasado desapercibida. «¡A ver si te buscas una novia, aunque sea una como Desi, la de Verano azul!», me decían quienes afirmaban estar preocupadísimos por mi actitud solitaria. Aguardé hasta el domingo siguiente a mi primer salto temporal para dar rienda suelta a todo el vitriolo que durante años había bebido dócilmente. Imaginen la escena. El salón de una casa familiar, y en torno a la mesa camilla, las dos tías del pueblo arremolinadas en sus toquillas, las hermanas pizpiretas que por vestir tacones altos y faldas cortas piensan que su reino no es ya de este mundo, el hermano casado, su insufrible esposa y el !68


pequeño vástago demoníaco que llora a intervalos constantes, y yo mismo, sentado en una silla, arrinconado y silencioso, pero armado con esa sonrisa que ya empezaba a levantar conjeturas. Son las cuatro en punto de la tarde. Suena la sintonía. Son las cuatro en punto de la tarde y la aparición de los títulos de crédito en la pantalla del televisor impone en la sala un silencio mágico, casi religioso. «En el penúltimo capítulo muere Chanquete», digo con una voz neutra al tiempo que recibo las flechas de las miradas hiriendo todos y cada uno de mis órganos vitales. «Lo he leído en una revista, en la barbería». Y la sonrisa se transforma en risa y, después, en carcajada. «¡Qué se muere el Chanquete, familia!», grité mientras abandonaba el salón camino del laboratorio dejando tras mis pasos un reguero de desolación. La primera vez es inolvidable. El sentimiento de superioridad, que me invadió en ese instante no puede compararse con nada. Me sentí plenamente vengado, lavadas todas las manchas que mi maltrecha honra había recibido durante años. Pero, una vez que se prueba la miel de la crueldad, es casi imposible detenerse. Fueron años duros para cuantos me rodeaban, pues tras cada salto yo volvía con informa!69


ción caliente y determinante sobre seriales de la televisión, eventos deportivos o noticias del corazón. Les estaba amargando la vida reduciendo dramáticamente la entropía de sus vidas, eliminando la intriga y, con ello, el interés por esas cosas sin importancia que impiden a las personas ser conscientes de sus miserables vidas. Durante décadas, esta práctica me ha permitido vivir con una tranquilidad espiritual razonable. Sin embargo, después de atravesar la tela del tiempo en tantas ocasiones, estos pequeños ejercicios de mala sombra, de malaje, como se dice en mi tierra, me resultan ya escasos. Necesito dar un salto adelante, porque el veneno de la venganza me ha penetrado tan profundamente que no puedo ya liberarme de él. Ese es el riesgo de mi descubrimiento y el motivo por el que no deseo que caiga en manos inadecuadas. Ahora mismo, en cuanto termine de emborronar estas líneas, voy a comenzar con los preparativos de un spoiler más rotundo. He sabido por una de mis hermanas que la mujer del vecino ha salido de casa algunos días a horas intempestivas. Es probable que la cosa tenga una explicación inocente, pero, por si acaso, tengo pensando dar algunos saltos para comprobar en qué termina todo. Si, como espero, hay un !70


desenlace desagradable en lontananza, pienso volver y en la próxima reunión de comunidad, después de que el lenguaraz del vecino se permita bromear sobre mi persona, como suele hacer, tendré una tranquila conversación con él. Ya me relamo al imaginar la descomposición de su cara y siento cómo se me dispara el nivel de adrenalina.

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DRAGONES

De Memorias de días extraños,
 de Jean-Cristophe de la Villebaune,
 gentilhombre.

Curiosamente, el sargento de dragones era benevolente en la batalla. Cargaba con fiereza, como los demás, sí, con su diabólica trenza al viento surgiendo bajo el casco bien bruñido y el rictus sanguinario que caracteriza a la tropa de élite del Emperador. Sin embargo, una mirada compasiva acompañaba cada una de sus estocadas, siempre dirigidas a los puntos vitales del enemigo: un tajo en el cuello para seccionar la aorta o un corte profundo en el pecho que parte el corazón del oponente en dos. Los compañeros de armas se mofaban de él entre acometida y acometida. Subrayaban su costumbre de dejar tan sólo cadáveres a !72


su paso, en vez de un reguero de sonidos lastimeros que aterrorizase a las fuerzas en retirada y se grabase a fuego en la memoria de aquellos soldaditos de infantería que habrían de encontrar, sin duda alguna, a la vuelta de cualquier loma por esos campos del demonio, de Austerlitz a Marengo, de Friedland a Wagram. Ante las burlas, el sargento se defendía: «Si he de matar, mato. Sin rencor«. «Nadie podrá negar que es usted un guerrero de moral intachable, sargento; un auténtico jinete del Apocalipsis», solía concluir alguno de los compañeros, provocando un estallido de carcajadas en el vivac. Tras cada campaña, el sargento volvía con su familia a Grenoble. Allí, con el blanco telón de fondo de los Alpes, intentaba olvidar la repugnancia de su oficio, los ojos abiertos de las víctimas y el olor nauseabundo que brotaba de los vientres abiertos. En la secreta intimidad del hogar, lejos del campo de batalla y al resguardo de las miradas inquisitoriales de sus correligionarios, golpeaba brutalmente con la vaina del sable a sus hijos y violaba a la mujer hasta que sus chillidos eran ahogados por la desesperanza. A los pocos días regresaba al cuartel del regimiento dispuesto, una vez

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más, a cabalgar en pos de un sueño al servicio del Emperador.

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LA VOCACIÓN

El hastío y la rutina terminan por afectar a los inmortales, como a cualquier ser humano. Resulta extremadamente tedioso repetir la vida una y otra vez durante toda la eternidad, y por ese motivo suelen cambiar drásticamente de ocupación cada tantos años. Solamente unos pocos somos capaces de mantenernos fieles a nuestra vocación y llevamos con alegría nuestro destino, aunque intentemos adaptarnos a las circunstancias y exigencias de cada época. En mi caso, he tenido la fortuna de poder desempeñar desde mis orígenes una única actividad que me colma por completo. He galopado a través de campos de batalla por toda Europa, sobre la llanura germana y a través del páramo castellano; me he enfrentado a la fiereza de los infantes gascones; he cabalgado bajo una lluvia de venablos ingleses; he cargado, al fin, contra ca!75


rros de combate en la frontera polaca. He vivido, perecido y renacido mil veces sin que en ningún momento se resquebrejara la certeza de que en cada golpe de sable estaba depositada mi vocación inquebrantable. Después de casi dos mil años, sigo en lo mío. Habrá quien piense que no corren tiempos para la carga épica y que no puede encontrarse honor y gloria en acometer masas desestructuradas que al primer encuentro huyen en desbandada; pero para quienes hemos arremetido contra las baterías rusas en Balaklava la gloria ya no es una necesidad, sino un simple añadido sin mayor importancia. Hoy me conformo con hacer lo que siempre he hecho y disfruto depurando los movimientos, llevándolos a su esencia y pureza: lanzar el caballo, esperar el impacto del pecho del animal contra la turba, elevar el brazo diestro y descargar el golpe. Echo de menos —¿qué duda cabe? — el silbido de la hoja al cortar el aire y el chasquido que indicaba la ruptura de piel y huesos; sin embargo no puede tenerse todo en la vida. Un inmortal que desee una existencia medianamente feliz debe aprender a conformarse con lo que pueda lograr. Encastillarse en comportamientos pasados es una insensatez que sólo conduce a la insatisfacción perpetua.
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NEGOCIACIÓN SECTORIAL

En aquel tiempo, se alzará Miguel, el gran Príncipe, que está de pie junto a los hijos de tu pueblo. Libro de Daniel

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No, si como idea vertebradora me parece enriquecedor eso de la igualdad entre todas las criaturas. No obstante, si se me permite, preferiría ser yo quien custodiase la trompeta y la espada flamígera para cuando sea menester. Llamadme suspicaz, si queréis.

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MENSAJE EN UNA BOTELLA

Walked out this morning, don’t believe what I saw: a hundred billion bottles washed up on the shore. Seems I’m not alone at being alone. The Police (1979)

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El náufrago bajaba cada mañana a la playa para otear el horizonte en espera de una vela, recoger moluscos y tomar el sol antes de los rigores del mediodía. Le crispaba que, día sí y día no, llegaran hasta sus pies botellas con mensajes que sólo hablaban de soledad, de frustración y del deseo de regreso. Sin embargo, no hace mucho, encontró una botella especial que contenía una mujer chiquita en su interior. La llamó «Viernes», por la diosa, y no se le ocurrió preguntarle cómo había llegado hasta allí.
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UN BUEN EMPLEO

La necesidad le lleva a escrutar cada día las ofertas de empleo. Sabe que poco cabe esperar de ellas: trabajo a comisión, organizaciones piramidales, puestos de baja cualificación, propuestas de inversión en proyectos empresariales de gran futuro y escaso presente. Pero el tiempo pasa y el fin del subsidio se acerca. «Se necesita víctima propiciatoria», lee en un recuadro del periódico. Esa misma mañana asiste a una entrevista, estudia a fondo las condiciones del contrato y se compromete a asistir a una reunión de contacto por la noche. Al amanecer sus preocupaciones han terminado. Curiosamente, después de meses de pertinaz sequía, una fina y persistente lluvia acaricia los campos de labor durante varias jornadas salvando así la cosecha. Los meteorólogos no son capaces de explicar el fenómeno, pues nada encuentran en los !79


modelos con que trabajan que pueda justificarlo. 

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ESCENA FAMILIAR

Mi mamá me dice que soy un niño terrible y no sé por qué. Yo sólo abro mucho los ojos y los clavo en los de otras personas; pero, al parecer, eso provoca que se vean reflejadas en ellos y se comprendan mejor. Yo creo que eso es bueno, aunque mamá piensa que nadie debe obligar a otro a entenderse a sí mismo. Papá suele callar cuando hablamos de estas cosas, porque está muy ocupado con sus maderas y no tiene tiempo para tonterías. Mamá se enfada un poco con la actitud de papá y le dice que ella tiene que llevar todo el peso y que no colabora y que la gente del pueblo terminará por hacernos emigrar otra vez. Cuando la conversación se pone ya insoportable, papá deja de cepillar la madera, me coje de la mano y me lleva a dar un paseo. Así, mamá puede descansar un poco de mí y pensar en sus cosas, que buena falta le !81


hace su poquito de intimidad, como dice el bueno de mi papá. Me gusta que este paseo con papá sea al caer la tarde, porque solemos salir del pueblo y vemos cómo los últimos rayos de sol bañan de luz rojiza las casas de Nazaret.

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OPORTUNIDAD ÚNICA

¡Aproveche el momento! Obra nueva. Primeras calidades. Amplio salón. Cocina independiente. Cuatro habitaciones. Azotea practicable. Amplia terraza. Hipoteca preconcebida del 100 %. Magníficas vistas a la miseria. Muchas posibilidades.

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DEL VIAJE EN EL TIEMPO COMO ACTITUD

Viajar en el tiempo, como concepto, es guay. El problema llega con el medio. Existen —todos lo sabemos— las máquinas de diferentes pelajes, formas y colores; sin embargo, es inevitable que en algún momento un fallo de diseño o funcionamiento arroje al viajero precisamente a esa época apestosa en la que jamás hubiera puesto los pies de otra manera. Qué duda cabe que pueden escogerse otras posibilidades: los túneles y galerías subterráneas que recorren los siglos, el tiempo plegado, los objetos mágicos que transportan a lugares inverosímiles o el desplazamiento mental, entre otros. Pero todos los sistemas, y digo todos, plantean problemas, encuentros inesperados, sorpresas desagradables, sinsabores. Mi experiencia me dicta que lo más inteli!84


gente es aferrarse al presente y no desfallecer, viviendo así en un pasado permanente que cada vez se alejará más de los presentes cambiantes de quienes nos rodean. En sentido estricto, no es un verdadero viaje, aunque a la larga la impresión y el efecto que produce puede llegar a ser equivalente. Por supuesto se debe estar dispuesto a asumir las sonrisas, primero, y la estupefacción, después, que nuestro vestuario causará en las personas con las que convivamos. El envejecimiento ajeno y nuestra eterna juventud también son aspectos a tener en cuenta. Hay quien llama inmortalidad a esta forma de viaje; no obstante, creo que se trata de una confusión lamentablemente muy extendida.

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CESARISMO

Émulo del divino Julio, el microcuentista llegó, vio y venció su pasión por las palabras. El Rubicón —gracias a los dioses— se había convertido en esta ocasión en una frontera infranqueable.

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A DELIO, OTRA VEZ

Te mentí, mi querido Delio. Hace ya siglos que te escribí avisándote de la certeza de la muerte y de la necesidad de huir de los extremos. ¿Recuerdas las palabras con que daba comienzo a mi carta? Acuérdate de conservar una mente tranquila
 en la adversidad, y en la buena fortuna
 abstente de una alegría ostentosa,
 Delio, pues tienes que morir,
 y ello aunque hayas vivido triste en todo momento
 o aunque, tumbado en retirada hierba,
 los días de fiesta, hayas disfrutado
 de las mejores cosechas de Falerno.

Ahora, tanto tiempo después, he de reconocerte que nunca desaparecemos del todo, sino que dejamos tras nuestros pasos un rastro imborrable. El sobrio Manrique, aquel castellano frío, ya me hizo dudar con !87


el dudoso consuelo de la memoria; pero mi gran error fue no atender a la clarividencia del divino Ronsard al hablarle a Helena como sólo él era capaz de hacerlo: Cuando seas anciana, de noche, junto a la vela
 hilando y devanando, sentada junto al fuego,
 dirás maravillada, mientras cantas mis versos:
 Ronsard me celebraba, cuando yo era hermosa.

¿Por qué no comprendí entonces que somos esclavos de nuestras palabras, que éstas nos hacen eternos? ¿Por qué no entendí que escribir es pactar con el diablo de la eternidad? ¡Ay, Delio, perdona a quien quiso aconsejarte vivir una existencia moderada para alcanzar así una muerte digna! No hay muerte, amigo mío, para quienes cometimos el error de empeñar nuestros esfuerzos en la palabra escrita. Es verdad que, en ocasiones, nos convertimos en sombra y ceniza, nuestros nombres se olvidan y el eco de nuestros versos se diluye en el viento; sin embargo, por mor de no sé qué maldición perversa, una coyuntura diabólica nos hace renacer del lodo, cual ave fénix, para arrojarnos una y otra vez contra el horror obsceno del uso ignorante de nuestras palabras. !88


Delio, tu miserable amigo Horacio sufre hoy cruel muerte en vida o vida en muerte, según lo mires. En los albores de este nuevo siglo me veo resucitado y mancillado y convertido en bandera que enarbolan salvajes huestes. Legiones de individuos acometen estúpidas, maléficas o inanes acciones mientras sus labios expulsan el brutal grito de YOLO. You only live once, dicen creyendo comprenderme. Salve atque valete.

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EL SIGNO DE LAS LUCES

«La modernidad no siempre ha traído experiencias agradables y satisfactorias. Tal es así que, en ocasiones, la pertinencia de ciertos avances es tan cuestionable que la mente reflexiva no puede evitar plantearse su razón de ser profunda». Así pensaba el despiadado ogro al verse cegado por el fulgor blanquecino de los neones que iluminaban la escuela. Sentía nostalgia de aquellos otros tiempos en los que podía dedicarse al rapto de criaturas bajo la cálida luz incandescente de los filamentos de tungsteno.

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LA CEGUERA

Mientras sucedía nadie fue capaz de imaginar que era el principio del fin. Enviamos a nuestros mejores hombres al frente, donde morían, quedaban mutilados o, simplemente, desaparecían. Los pueblos de la retaguardia quedaron en manos de mujeres que, ante la urgencia de la ocasión, crecieron en fortaleza; pero también de un residuo de varones incapacitados por la edad, las taras físicas y la pobreza de espíritu. Tan sólo fue cuestión de tiempo que el enemigo soplase sobre la llanura para que la frágil estructura de nuestra civilización se derrumbase. Quizás una inyección de sangre nueva hubiera fortalecido el organismo para resistir el viento devastador; no obstante, la venda con la que nos cegábamos nos impidió ver la realidad del destino.

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A OFELIA, MARZO DE 1916

Ofelia González de la Serra, de soltera Grazspitz, entregó su alma en la pacífica tarde del 23 de junio de 1999. Tenía ciento dos años y, desde que la recuerdo, vivía aferrada a un viejo costurero del que jamás se separaba. Tras un triste entierro al que tan sólo asistimos sus sobrinos, porque pocos más había que hubiesen conocido a la señora, hubimos de acometer la ingrata tarea de empaquetar y disponer de las escasas posesiones que conservaba. Había sido una mujer, sin duda, de costumbres moderadas y tan dadivosa en vida, que a su muerte poco le quedaba por dar. Pese a todo, después de deshacernos de aquello que no tuviera valor material o sentimental alguno, pudimos conformar algunos lotes de objetos, fotografías, viejos papeles, recuerdos. En el que me tocó en suerte figuraba su sempiterno costurero, una vieja !92


caja de madera derrotada por el tiempo y mil veces remendada en su interior. No valía nada, más allá de haber sido la fiel confidente de su propietaria durante décadas. Sin embargo, algo en mi interior me impedía deshacerme de ella. Algunos años después, la vieja caja desportillada se interpuso entre mi perro y su imperiosa necesidad de alcanzar un ratón huido en el desván. Las maderas se separaron con un grito de dolor antiguo para dejar al descubierto un doble fondo donde se marchitaban dos hojas de papel y una fotografía.

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Cumières-le-Mort-Homme, 6 de marzo de 1916. Mi muy amada Ofelia: Espero que al recibir esta nota te encuentres ya plenamente recuperada de aquellas desagradables molestias que me comentabas en tu anterior carta. Por tus líneas intuyo que has debido pasar por un duro trance y sólo deseo que la recuperación no se convierta en un tedioso ir y venir de acá para allá en busca del remedio para los males que te aquejan. La experiencia propia me dice que, a menudo, la convalecencia posterior no es más que un continuo recordar lo que no deseamos sino olvidar. Pero así nos imaginaron y hemos de asumir nuestra condición sin desfallecer jamás. Sólo la constancia y la perseverancia engendra la verdadera libertad, nos repetía hasta la saciedad aquel viejo profesor de moral de cuando el mundo era más joven. Aquí, en la trinchera, los anocheceres se hacen interminables sin ti. Ni la camaradería imperante ni los esfuerzos propios de la guerra ni la sorpresa de una primavera presentida inusitadamente seca consiguen que olvide el fulgor de tus ojos. En las estrellas que pueblan estas noches el firmamento me parece ver tu mirada fija en mi, !94


y allá donde deposite la atención no alcanzo sino a recordarte tal y como te dejé hace ya dos años. ¡Ay, Ofelia, Ofelia, cuánto ansío el final de este absurdo en el que nos vemos envueltos! ¡Cómo espero el momento en que nuestras manos tornen a encontrarse, secretamente! Quienes compartimos esta condena buscamos un acicate, un impulso que nos permita sobrevivir una jornada más y soportar el barro que se cuela hasta lo más profundo del ser. Necesitamos una razón, en definitiva, para ser fuertes, para soportar más allá de lo que las mermadas fuerzas son capaces. Cada cual busca la suya: la grandeza de la patria, quienes llegaron envueltos en idealismo; el pequeño taller que dejaron en manos de algún pariente, los que se vieron empujados a este sin sentido; los hijos pequeños, la esposa, la vieja madre, aquel trozo de tierra que dejaron por roturar. En mi caso es la promesa que habitaba en tu mirar, la frescura de tu cuello, el suave sonar de tus pies desnudos sobre la hierba. Ofelia mía, en ti reside mi constancia, a ti me encomiendo desde esta lejana casamata sepultada en la llanura. Tuyo hasta el infinito, Johannes. !95


! Fort Vaux, 8 de junio de 1916.

! Estimada señorita:

Con tremendo dolor me veo obligado a escribirle estas escuetas líneas y comunicarle el fallecimiento en el campo de batalla del soldado Johannes Reinhardt. Me cupo el inmenso honor de servir junto a él en las proximidades de Verdún. Allí compartimos alegrías y sinsabores, complicidades y esperanzas, recuerdos que nos mantenían con vida mientras todo a nuestro alrededor no era sino muerte y destrucción. Tenga por seguro que en sus últimos pensamientos la luz que lo alumbraba no era otra que la de sus ojos. Le envío también una fotografía del camarada Reinhardt y de mi humilde persona. La imagen la tomó un extrafalario fotógrafo itinerante pocos días antes de su deceso. Sé que le hubiera gustado que la conservase. Suyo afectísimo, Jakob Schuffler.

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DRAMATIS PERSONAE

A Jasper Gwyn, escritor de retratos.

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El desempleo golpea fuerte. Aunque durante algún tiempo he resistido con la ayuda de mis padres, los recursos de la familia son ya escasos y he aceptado la última oferta recibida. El reclamo era sugerente: «Se precisa personaje para obra de formato medio. Absténganse los habituales». Una dirección y una hora de cita. No había más indicaciones. Al llegar, ya aguardaban en la puerta otros desesperados que, como yo mismo, bucean en las páginas de los diarios hasta encontrar alguna actividad en la que ocupar las larguísimas tardes de primavera. Por sus rostros comprendí que tampoco tenían esperanzas de ser contratados, de modo que !98


las sobrias palabras del capataz («Cuatro de ustedes cojan escobones y recogedores; otros dos que me sigan») provocaron un atropello casi ridículo en aquel grupo de hombres acostumbrados al fracaso rutinario. El trabajo es extraño; pero se realiza mecánicamente y exige poco esfuerzo. En una sala bien iluminada, un viejo artrósico que nos fue presentado como el artista nos observa al tiempo que el capataz enlaza consignas leídas en un papel: agrupaos un momento y barred el suelo como si hubiera polvo de ladrillos sobre él, parad y tomad aire, repetid la operación, parad otra vez y dejad una mano en reposo sobre las rodillas, pensad que sois una sola persona. Mientras tanto, los dos hombres que lo acompañaron el primer día sostienen un gran marco de madera dorada, vacío en su interior. El artista contempla la escena de trabajo ficticio a través del encuadre, frunce el ceño, fuma en pipa, entorna los ojos y carraspea. Aproximadamente después de dos horas, cae rendido y se duerme. Entonces, el capataz nos despide hasta la tarde próxima, no sin entregarnos antes unos sobres con el jornal. Parece un empleo absurdo; sin embargo, después de varias semanas de faena hemos !99


ido descubriendo lo determinante de una labor precisa y preciosa que el artista aprecia en lo que vale. En ocasiones, al regresar a casa, un punto de rebeldía me lleva a imaginar qué sucedería si alguno de nosotros apoyase la mano equivocada sobre la rodilla equivocada, rompiendo así la perfecta composición. Pero esta pequeña crisis de autoestima dura poco, porque sé que eso no sucederá nunca. El azar ha reunido allí una cuadrilla muy profesional y entregada a su labor, un perfecto mecanismo que no puede fallar.

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LAS FIESTAS

Mamá me advirtió de que habría mucho ruido durante las fiestas; pero que no debía tener miedo, porque los vecinos eran muy escandalosos, sí, aunque no eran malos y no querían causarnos daño, tan sólo divertirse, a su manera, con esos petardos tan gordos que se escuchan en la madrugada o con las bengalas gigantes que iluminan la noche como si ya hubiera amanecido o con las bombas de peste que huelen a diablo, pero no son malas para el pecho y se puede respirar sin que exista riesgo alguno. Las fiestas del verano son así, hijo mío, me decía mi mamá, la gente deja escapar todo el aburrimiento del año en unos pocos días y exagera para divertirse. Pero aunque yo deba creer siempre lo que mi mamá me dice, me cuesta trabajo hacerlo cuando al despertarme veo la nube de polvo y escu!101


cho el llanto de otros niùos rasgar el amanecer. 

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RENTA ANTIGUA

Casi todos piensan que los inquilinos de renta antigua somos unos privilegiados. Es verdad que, a menudo, el paso de los años y la perseverancia nos han permitido habitar en inmuebles céntricos —y, en algunos casos, emblemáticos—, mientras que los propietarios se han visto obligados a pasar sus existencias en cómodas viviendas que, por otra parte, adolecen de esa pátina del tiempo que las convierta en especiales. Sin embargo, pocos de los que arremeten contra nosotros se detienen a meditar sobre el triste destino de quienes permanecemos como almas en pena en estos edificios abandonados por la mano de Dios, tan sólo llevados por el deseo de no perder el derecho que la ley nos concede. Por comodidad o pudor, muchos nos vemos arrojados a un tránsito sin sentido por escaleras, lavaderos y otras zonas comunes, al tiempo que ob!103


servamos a esas parejas y familias jรณvenes ocupando las que por tanto tiempo fueron nuestras habitaciones. En raras ocasiones, los inquilinos recientes creen sentir una presencia palpitante o una especie de temblor al entrar en sus domicilios; pero pronto olvidan la sensaciรณn al sumergirse en su nuevo mundo de dispositivos electrรณnicos. Ni siquiera es posible ya el recurso del miedo compartido para paliar nuestra insoportable soledad.โ ฉ

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TU PRESENCIA

Un beso de buenas noches es el mejor somnífero. Un gesto simple que se disfruta en el instante y mucho después, cuando el recuerdo del roce de las yemas de los dedos sobre la aspereza de la cicatriz lo haga presente. Un beso de buenas noches, eléctrico, que me demuestra ahora que piensas en mí y en el futuro será testimonio de estos días de verano.

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TRÍPTICO MATINAL

Uno La mañana los sorprendió abrazados. Él y su soledad formaban una pareja casi perfecta. Dos La calima de las mañanas de agosto encierra una promesa que solamente los iniciados en el Gran Juego son capaces de interpretar. La fugaz sensación de falta de aire permite al estrangulador conocer, aunque sea de manera tangencial, los últimos pensamientos de sus víctimas. Tres Al amanecer, el soldado olvida por un instante el fulgor de las luminarias nocturnas. Los rayos de sol que consiguen atravesar la barrera de neblina lo devuelven a los campos de Provenza, donde es posible que una !106


mujer amase pan mientras piensa si su hijo llevarå calcetines secos. 

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CHICO RAYO, CHICO LISTO

Era rápido el tío. Con catorce años ya había escrito sobre golondrinas que volvían a colgar nidos de los balcones, las muy pesadas; con quince recién cumplidos la pasión era tan insoportable, que no le quedó más remedio que compararse con los Leandro y Werther que pueblan los universos adolescentes. Pronto, sin embargo, el golpe de la historia le abrió los ojos lo suficiente como para escribir el epitafio de su infancia —un poco tarde, quizá— y abrir la puerta a los vientos del pueblo. Corrían años propicios y acababa de leer el primer poema de los Cantos de vida y esperanza de Rubén al tiempo que escuchaba una y otra vez el «A galopar» de Paco Ibáñez. Extrañas mezclas, o no tanto. Sí, era tan rápido, que apenas podía reparar en las miradas que le lanzábamos desde !108


nuestros pupitres, entre montañas de ecuaciones y abstrusos párrafos en los que la existencia de Dios quedaba perfectamente demostrada por vía racional. Con dieciséis ya estaba de vuelta de casi todo. Etapa otoñal, la llamaba. Después estudió Derecho, creo. Por lo que he podido leer en su timeline, sé que hace poco pontificaba sobre pragmatismo. Ayer mismo —qué casualidad— lo encontré en la calle y me llamó naïf y buenista. Otra etapa, supongo.

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VERANO DEL 43

De Historias fingidas, obra original en prosa escrita por el agente de aduanas José Simón González de la Serra y Villa en la Muy Noble y Muy Leal Ciudad de Sevilla.

Nota del editor No se conoce la fecha exacta en que González de la Serra (1819—1902) compuso los textos que conforman sus Historias fingidas, aunque todo apunta a que fueron escritos a lo largo de su larga vida, a modo de reflexión sobre algún episodio vivido o como medio para combatir las nubes de la memoria que, según indican los testimonios de quienes lo conocieron, empañaron sus últimos años de existencia. Sea como fuere, lo cierto es que cada una de las breves narraciones incorporadas en la obra debió ser escrita en épocas diferentes, si !110


nos dejamos llevar por la distinta naturaleza de las mismas y las peculiaridades del lenguaje y modalidad formal que presentan. En el caso concreto del texto que nos ocupa, todo apunta a que la redacción pudo realizarse en los primeros meses de 1897. La razón de fechar tan concretamente el texto no deriva del contenido abordado, sino de la presencia entre las páginas de un recorte del Noticiero Sevillano del viernes 8 de enero de 1897 donde se da cuenta de los efectos del temporal que azotó la ciudad en esos días y en el que se encuentra rodeado con trazo de tinta apresurado una nota sobre la inundación en la Puerta de Carmona y la referencia «El lugar donde cayó Vicente. ¡Cuánto tiempo ya!». Es de creer que el impacto de la riada en un hombre senil despertase los mecanismos de la memoria y deseara recomponer un episodio olvidado de su existencia. Por otra parte, se reproduce este relato sobre los acontecimientos de 1843 porque pueden observarse en él importantes diferencias con el tono general de la obra. La primera que salta a la vista es que el autor ha renunciado al uso del habitual narrador en tercera persona al que nos tiene acostumbrado. En esta ocasión, la narración se !111


realiza en primerísima persona, pues el yo presente no se sitúa como mero testigo de los hechos, sino como partícipe de ellos, aunque en un discreto segundo plano que, en ocasiones, pasa a ocupar mayor protagonismo. Resulta curiosa, también, la presencia de un receptor implícito en el relato, un personaje silente e incorpóreo a quien se dirige la narración y del que esperamos una intervención en algún momento que nunca llega a producirse. Este esquema narrativo nunca había sido empleado por González de la Serra y resulta bastante moderno, si se tiene en cuenta la fecha en que probablemente se redactó la historia. La narrativa del siglo XX nos ofrece abundantes ejemplos del procedimiento —recordemos, sin ir más lejos, el espléndido relato «Acuérdate», del mexicano Juan Rulfo—; pero a fines del XIX era un uso aún lejano en nuestras letras y el lector fiel al contexto creativo no puede sino esperar la irrupción de quien escucha tan larga perorata. La segunda «rareza» que hace destacar la historia de Vicente, el talabartero, es, precisamente, la ausencia de «rareza». Las restantes narraciones de Historias fingidas incorporan siempre un elemento sobrenatural o fantástico, algo que no es explicable desde los presupuestos realistas. No obs!112


tante, nada hay en «Verano de 1843» que no pueda ser justificable. Sí falta información, claro está; pero el lector puede aventurar una o varias hipótesis verosímiles que hagan razonable el comportamiento de los actores del relato. Salvando las peculiaridades indicadas, el relato que se presenta a continuación responde a las líneas dominantes de Historias fingidas. Figuran en la historia el habitual trazado urbano de la ciudad del ochocientos —en esta ocasión circunscrito a las zonas norte y este de la ciudad de entonces—, así como un marco histórico de los acontecimientos que responde verazmente a unos hechos comprobables: el bombardeo de Sevilla de julio de 1843 llevado a cabo por Antonio Van Halen Garci y Baldomero Espartero. El autor renuncia, como en otros relatos, a profundizar en el hecho histórico, empleado solamente como encuadre del comportamiento y la vida de los personajes, para centrarse en el recorrido vital del protagonista, que es ofrecido de manera sucinta y con notable escasez de datos biográficos y físicos. Probablemente no sea «Verano de 1843» uno de los relatos mejor acabados de la obra, aunque a nuestro juicio presenta el interés de ocuparse de algunos de los seres !113


corrientes que conformaban la caleidoscópica sociedad sevillana de mediados del siglo XIX, sometida no sólo al fuego de la artillería, sino también a la obsesión por ascender socialmente desde la nada.

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Verano de 1843 No sé si te acuerdas del talabartero de aquí mismo, de la Feria. Sí, hombre, que tenía la tienda un poco más allá de la quincallería del asturiano. Era un hombre corto de estatura y arrastraba un poco la pierna izquierda. Por eso se libró de entrar en quintas y pudo continuar ayudando en los coloniales del padre. Tienes que recordarlo, hombre, que no ha pasado tanto tiempo. La mujer era una morena guapa, algo entrada en carnes, que se paseaba arriba y abajo de la calle envuelta en un pañolón largo hasta la rabadilla. Cargaba siempre con dos chiquillos, uno sucio y harapiento, y otro pequeño y llorón que le duró poco, lo que quisieron unas malas fiebres que le entraron por derecho. ¡Ay, el talabartero! Desde zagal lo conocía. Corríamos como diablos por los alrededores del mercado, inventando mil trapacerías en una competición secreta. Un día, el muy canalla se coló en el convento del Espíritu Santo, no me preguntes cómo, y arrambló con un saco repleto de magdalenas, rosquillas de vino, buñuelos de azúcar, pan de leche y qué sé yo más. Pero lo mejor fue el hábito completo con que se presentó ante nosotros y que las pobres monjas habían puesto a secar en el patio trasero. Imagino los gritos que darían las !115


urracas cuando lo vieron trepar por la tapia, con el saco de viandas terciado en la espalda y el ropón de monja colgado del brazo. Debieron reconocerlo, porque al llegar a casa esa noche el padre lo recibió a correazos, me dijo. Lo menos veinte le propinó, los suficientes para sacarle a tiras el pellejo de la espalda y tenerlo en cama casi una semana. Después de aquello ya no volvió a ser el mismo. Cuando lo veíamos por la calle abreviaba el paso y hundía la cabeza entre los hombros. En ocasiones conseguíamos cercarlo en una esquina apartada de San Basilio o en la trasera de Omnium Sanctorum, donde ni su padre ni gente conocida pudiera vernos, y le preguntábamos por el hábito robado, por su ausencia, por su extraño comportamiento. Nos miraba entonces con tristeza y decía tener prisa, porque lo esperaban en el puesto del mercado o tenía que llevar mantequilla a una casa respetable de la calle Arguijo. Continuaba su camino mientras le gritábamos picardías e improperios. Pronto comprendimos que lo mismo que a él le sucedía nos había de acontecer a todos. Ya no éramos unos niños corretones criados al amor de la calle y los padres comenzaron a reclamarnos más y más. Había que echar una mano a la familia y labrarse un futuro. Yo tuve suerte, puesto que por intercesión de un !116


conocido de mi padre pude entrar al servicio del notario González de Andía, el de la plaza de San Juan de la Palma. Otros compañeros de aventuras, en cambio, hubieron de conformarse con labores de carga en el mercado y volvían a casa sucios de sangre de cerdo, malolientes, con los ojos empañados por la rabia. El talabartero del que te hablo, Vicente Herrera se llamaba, al menos tuvo la suerte de deslomarse por lo que ya era suyo, en vez de trabajar como un animal hasta el momento de servir a la patria. Ni Vicente ni yo tuvimos que pasar por el regimiento: él gracias a su cojera; yo por la fortuna de estar empleado con un hombre de bien que arregló no sé qué papeles para dejarme libre de cargas militares. Así que pudimos continuar con nuestras vidas. Vicente se había casado por aquel tiempo y la mujer estaba a preñada de su primer hijo. Vamos, como para que hubiera tenido el pobre que incorporarse a la infantería y lo hubieran enviado a Ceuta a que le pegaran tiros los de las cabilas. Cierto es que alguien tenía que ir; pero la ciudad estaba llena de muchachos sin oficio ni beneficio deseosos de construirse un futuro. ¡Qué locura la juventud! En esos años el talabartero hablaba mucho de política. ¿No te acuerdas del verano del 43? Claro, hombre de Dios, cuando la revuelta contra Esparte!117


ro. Ahora que ya peinamos canas vemos aquello como una estafa más de las muchas que hemos sufridos los españoles; no obstante, al calor de los acontecimientos realmente creíamos que los liberales y la reina niña iban a sacarnos de la miseria económica y moral en que nos enfangábamos. Muchos fuimos a vitorear la Constitución el 11 de junio y algunos cayeron bajo los cascos de los caballos. Mi notario estuvo desde el principio del lado del consistorio, participando —y yo con él— en las tareas de defensa de la ciudad, porque nadie dudaba de que Espartero no toleraría que Sevilla se le enfrentase y aplicaría contra la capital la misma receta empleada contra Barcelona el año anterior. Durante el tiempo que duró la revuelta charlé a menudo con Vicente. Ambos teníamos miedo del curso que tomaban los acontecimientos, sobre todo desde el momento en que nos enteramos de la llegada de Van Halen a Alcalá a principios de julio. Teníamos mucho, muchísimo, que perder: una familia casi recién estrenada, en su caso; un trabajo que me había permitido estudiar leyes y establecer un círculo de amistades prometedoras, en el mío. Ya no éramos niños ni jóvenes; sino ciudadanos honrados que habían logrado sepultar sus orígenes quincalleros, de mozos de cuerda, artesanos de manos sucias y muje!118


rucas que cantan sus penas de un balcón a otro de la calle Feria. La apuesta liberal y los derechos conculcados de la reina nos enardecían, qué duda cabe; aunque no tanto como para poner en riesgo las bendiciones del destino. Ese fue el motivo de que en los primeros días de julio, cuando la cosa se puso realmente fea, Vicente y yo dejásemos de asistir a reuniones subversivas y pasásemos de puntillas por lo corros que surgían espontáneamente en plena calle. Pero no era posible mantenerse al margen por completo. El 17 de julio, recuerdo que bebíamos vino en un tascón de la judería cuando se empezaron a escuchar vítores y estallido de salvas. Nos acercamos junto con otros parroquianos hasta la misma Puerta de Carmona, por donde desfilaba la columna del brigadier Moriones que al día siguiente combatiría bravamente en la Cruz del Campo contra la caballería de Van Halen. No sé si fue el vino o la exaltación revolucionaria, pero Vicente y yo participamos esa jornada en las tareas de defensa arrimando sacos terreros para proteger las naves de San Bernardo y la fábrica de cañones. Ya no vi a mi amigo el talabartero hasta seis días después, tumbado cara al cielo, en la calle San Esteban, con las piernas cortadas por una maldita bala rasa y el resto del cuerpo destrozado por esquirlas de me!119


tralla y lascas de ladrillo. No tenía rostro, el pobre Vicente, porque un balcón herido por un obús había caído sobre su cabeza. Según informaron los testigos del hecho, ya estaba muerto al ser sepultado por los escombros. ¿Te preguntarás cómo supe de su muerte en el maremagnum de aquel día? Lo cierto es que fue algo extraño. Poco antes de encontrarme con su cadáver, la esposa se había presentado en el gabinete del notario para solicitar mi ayuda: «Yo sé que usted tiene mano. Mi Vicente me tenía dicho que si alguna vez le ocurría algo que lo buscase a usted, porque eran conocidos de la infancia». Así me enteré de su muerte, pero no me preguntes cómo lo hizo la esposa. Al caer la tarde acompañé a la viuda hasta la Puerta de Carmona, pasamos el cordón de seguridad de las milicias gracias a una esquela que me entregó González de Andía y accedimos a la embocadura de la calle donde hacía varias horas que el bueno del talabartero dormía el sueño de los justos. Se oía el ruido sordo de los impactos de los obuses, gritos histéricos, maldiciones, llantos. Apremiados por un cabo de carabineros, cargamos el cuerpo del desdichado en un carro y nos alejamos de la línea de bombardeo. La mujer no derramó una lágrima y solamente repetía una y otra vez que le había pedido que no saliera hoy de casa. Vi!120


cente murió como uno más de los cientos que cayeron aquella tarde de julio del 43, verdaderos héroes que hicieron posible el destierro de Espartero; aunque de poco sirvió, que ya sabemos cómo el personaje no ha dejado de ser santo y seña de este país nuestro, pese a bombardearlo y masacrarlo a voluntad. El caso es que te cuento toda esta historia porque hará una semana se presentó Vicente Herrera en mi despacho. Sí, el mismo talabartero que di por muerto en julio de 1843. Venía acompañado de una mujer negra, grande, y de tres críos del color del chocolate que parloteaban sin parar en una lengua rítmica capaz de alegrar la más triste de las conversaciones. Aunque estaba viejo, como yo mismo me veo cada mañana en el espejo, con el rostro surcado de arrugas, no me cupo la menor duda de quién era. Así lo atestigüé en el documento que me solicitaba para hacer valer sus derechos de herencia. No quiso el hombre contarme su historia ni falta que hacía, pues los signos visibles dejaban bien a las claras lo vivido. Sin embargo, he de reconocer que me reconcome el deseo de conocer las razones por las que desapareció sin más en 1843, por las que abandonó a mujer e hijos para lanzarse a la aventura caribeña. No soy chismoso y me niego a adentrarme en vidas ajenas, sobre !121


todo cuando nada ha de cambiar por conocer las motivaciones que llevan a los seres humanos a dar un giro brutal a sus existencias. Tan sólo me dijo que había vuelto por lo que era suyo, ahora que el malhombre de su padre yacía enterrado y que Florentina, su hermana pequeña, había profesado en el convento de Santa Inés. Ni una palabra escuché sobre la esposa que había recogido el cuerpo de Dios sabe quién aquella tarde de julio de 1843. ¿Sabes lo que te digo? Que me alegro de no saber, amigo. Mejor es no revolver demasiado las cosas de otro tiempo.

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FINAL

La inmensa grúa azul, la del principio de este volumen, sigue en el mismo lugar. Inalterada. Inalterable. Inservible. Inútil. Todo lo demás es diferente. Creo —estoy seguro— que la dejaron ahí para burlarse de los niños que patrullábamos la zona porque no teníamos para jugar más que un muelle portuario y una grúa gigantesca que hacía las veces de padre y madre. Ahora, en cambio, la zona está repleta de entretenimientos, de padres y madres de carne y hueso que pasean junto a sus hijos y ríen y cantan y gritan en la noria que apabulla a mi pobre y olvidada grúa azul. ¡Está tan sola entre tanto bullicio! Por eso quiero destruirla. Por eso ya no existe, aunque siga allí. !123


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