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DOMINGO 31 DE AGOSTO DE 2014 / CIUDAD COJEDES

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DACIEL PÉREZ: INDUCCIONES NARRATIVAS EDUARDO MARIÑO

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a narrativa breve suele definirse como un arte del asombro. Asimilando la nitidez de imágenes que caracteriza a la poesía contemporánea, con la fluidez narrativa de la anécdota pura, la narración corta

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DOMINGO

RAZÓN BELLEZA y REVOLUCIÓN

juega con la capacidad visual y recreativa del lector. En “Inducciones desde el banquillo” la narración tiende a la maravilla, no sólo desde la manera en que se presenta en cada texto la línea argumental sino como el lenguaje va descubriéndole al lector los diversos elementos compositivos. En ningún momento la imagen difumina la intención de Daciel Pérez por ir mostrando su realidad a fragmentos entrelazados. Cuando la poesía aparece es para matizar algún elemento (alimentándome de la ambrosia del vaivén de tus caderas…importas sólo tú y nada más) más no distrayendo de la centralidad desde la cual se escriben los textos. Hay una permanente sensación de frustración que atraviesa estos cuentos como un pesimismo histrióni-

co, más que filosófico. Como si al representar su entorno inmediato y sus afectos más cercanos, el autor quisiera mostrarnos cuán vacía está la vida, fuera de y sin, la literatura, lo cual le da un aire de intimidad confesional a las breves reflexiones de sus personajes, a sus posturas y actitudes, y con este tratamiento sencillo pero eficaz, Inducciones desde el banquillo desarrolla un estilo propio que se incorpora de esta manera a la larga tradición de la narrativa escrita en Cojedes.

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AURIGA

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reparen! Ordenaba la agreste voz sobre los veinte, al tiempo que rompía con la pereza de la tarde. ¡Apunten! Veinte fusiles se erguían señalando al hombre de espaldas al muro bermellón. ¡Fuego! Y veinte balas se desperdigaban al mismo tiempo, batiendo el cuerpo contra la tosquedad del suelo. Sólo el calor se cotejaba con tan detestable escena. El albor de la tarde se hacía más intenso y la sangre de aquel hombre se expandía vertiginosamente llegando hasta donde me encontraba extenuado. Sin noción alguna me encontraba en este aborrecible lugar, olores almizclados y sulfurosos lo inundaban, así como escombros monumentales que se interponían en mi búsqueda de horizonte alguno, los gritos y sus ecos jugaban con mis oídos en un vaivén insoportable. El dolor fue copando lentamente cada célula de mi humanidad, las nauseas vaciaron mi estomago; la sangre seguía expandiéndose infinitamente y tras ella la oscuridad. Pronto la sangre se convirtió en cenizas y luego en polvo, a la oscuridad no se le escapó nada, cerré los ojos con la esperanza de despertar.

Seguía allí extenuado, en el esfuerzo de recordar el dolor transgredía mi cuerpo progresivamente, impidiéndome escapar de la agnosia. La luz se hizo, sorprendiéndome exactamente en el mismo lugar donde presencie la grotesca escena, caminé a través de la inclemencia del calor con los pedregosos centinelas a mí alrededor. Miré mi reloj, eran las 3:15 p.m., ¿Por qué se me hacía familiar la hora? Algo sólido truncó mi andar, era el muro bermellón, intenté esquivarlo bordeándole, pero si me desplazaba tantos pasos hacia la derecha o la izquierda seguía encontrándome a la misma distancia como si no hubiese avanzado nada; pensé en saltar o escalar el mismo, intempestivamente el muro creció haciéndome sentir al tamaño de una nimia hormiga. Sin duda alguna era el fin del camino.

Al dar media vuelta veintiún seres de aspecto sepulcral emergían de la tierra, todos menos uno, fusil al hombro; ¡Preparen! Ordenaba el de la agreste voz sobre los veinte de rostros putrefactos. ¡Apunten! Veinte fusiles se erguían señalándome, mientras me retorcía internamente en una mueca de horror plantado sin poder moverme. ¡Fuego! Y veinte balas se desperdigaban al mismo tiempo batiendo mi cuerpo contra el tosco suelo. Mi sangre se expandió trayendo con ella la oscuridad, los gritos se hicieron presentes, el dolor no dejó cuartel. La luz me sorprende nuevamente en el mismo lugar, el hostigamiento y el dolor son partes inexecrables de mí. ¿Qué me trajo a este sitio? En mi reloj son las 3:15 p.m. Tras un insufrible intento vienen a mí las palabras del Caronte cuando pagué con el óbolo correspondiente. Al cruzar las puertas me dijo: -Te enfrentarás a tu infierno personal, un laberinto que sólo a través de la autoexpiación que proviene del recuerdo podrás encontrar salida. Me es tan doloroso recordar, la conciencia me flagela sin tregua. Vuelven a emerger el muro bermellón y los veintiún seres, la agreste voz rompe el silencio, mi cuerpo vuelve a caer abatido sobre la tosquedad del suelo…

DESDE EL BANQUILLO DEL ACUSADO

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ué nos hace más humanos a unos de los otros?… qué, si no más que el mismísimo regalo teológico del corazón, del que me obligaron a desarraigarme durante siete años de atrocidades. Hoy heme aquí, sentado en el banquillo del acusado, tratando de explicar que ningún hombre puede ser sometido a tal despojo, ¡semejante a la colonización española en tierras americanas! Pasaron siete años de destierro y sufrimiento. ¿Acaso no fueron suficientes? Me pregunto: ¿Por qué se me acusa hoy?, ¿Por qué me aíslan en contra de mi voluntad en la búsqueda de una reforma social de mis actitudes?, para la cual… mi mente y toda la extensión del cuerpo no dieron permiso alguno. Como sacado de una biografía grotesca me catalogan -como diría el Asterión de Borges- de un poco misántropo, de un poco lunático, y de un poco soberbio; afirmaciones éstas, “tan falsas como un intento de capitalismo sin la explotación del proletariado”. ¡No, no…no! En mi defensa alego que es cierto el hecho de que no pude salir alguna vez de mi morada, y por eso, con el tiempo llegué a desarrollar cierta agorafobia, por el miedo a ser nuevamente rechazado… miedo a hundirme. ¡¿Y por qué no había de sentirlo?! Si mi primer recuerdo cuando he llegado a pisar la calle, fue la discriminación de sus miradas, me increparon como extraño, se escondían y no bastando con eso me enfrentaban con escaramuzas. Si salí por la noche, fue por esa antipatía que aún hoy percibo de la gente, con sus caras pálidas y alargadas; ¡busco las causas sociales de tan despreciable efecto! pero no hacen gala de su presencia por mucho que mi cabeza se rompa en el experimento… no lo sé, me sigo diciendo. Pero aún siendo así, estaba yo predispuesto a recibir y disfrutar cualquier compañía, que en soledad es totalmente grata. “Que fuese a visitarme quien desease”, mujer, hombre, niño, anciano… yo no le limitaría, dejaría que se expresará como le pareciera; el único inconveniente sería pues, la escasez de muebles en mi residencia, sin duda alguna un hogar como pocos.

Lo espantoso –que daba vueltas en mi cabeza– es que con cada minuto que moría se reducían las posibilidades de que alguien –aunque sea por compasión– fuese a visitarme. Postrado sobre mi cama sólo me consolaba la esperanza de mi Redentor, el cual vendría a liberarme de ese confinamiento tan inhumano, de esa soledad, de ese sufrimiento que se calaba poco a poco en mis entrañas. De mis pasatiempos allí -pues como todo ser humano tengo distracciones- qué les puedo decir; jugaba con los escasos espacios de mi casa y los hacía infinitos en mi mente: la misma silla era otra, la ventana se hacía más alta, la cama era una de millares, del patio no les podría contar: “se me hacía eterna su extensión”. Algunas veces fingía que esperaba visita y al llegar le enseñaba de los recuerdos que estaban entre las paredes, no podía ver bien su rostro, lo observaba, parpadeaba, ya no era el mismo: había cambiado algún detalle de su borrosa cara, seguía parpadeando y era otro nuevamente y así con cada nuevo parpadeo, pero en esencia sabía que seguía siendo el mismo; conversábamos gratamente durante horas, a veces lo llegué a imaginar dotado de conocimientos universales, o tal vez alguien destacado en cierta área: comercio, deportes o literatura, arte esta que me ha llamado mucho la atención desde que entre aquí y que admito es la causa de mis incontables desvelos. Aprendo todo lo que puedo de mis fantasmas, más que fantasmas son un reflejo de esas pequeñas individualidades que se mezclan con las hojas y el polvo que a diario alimentan mi curiosidad, que además componen la suma de mi alma. Pero no me limitaba a eso. Mi juego favorito era soñar, porque sólo en ellos me deformo a lo deseado; fingía que olvidaba los gritos que me atormentan día y noche, pero en vano, era la voz de mi consciencia. Despertaba y por instantes creía dominar el tiempo, lo alargaba o lo achicaba, todo a mi preferencia como un Dios. Una tarde me visitó un hombre con la cabeza lustrada, nariz aguileña, ojos arrugados, de vestidos negros y plie-

gues alargados, con un libro grueso y negro entre sus manos, manos víctimas del paso de los años; lo que me hizo reflexionar si alguna vez yo llegaría a vejete. Conversó amenamente conmigo, no fue hipócrita e igual le correspondí, si llegamos a reírnos fue de manera espontánea, natural; sin conocerlo divisé que podría saberme mejor que cualquiera que haya estrechado su mano conmigo. Supe que era mi Redentor, había llegado la hora de decir adiós a Goethe, Schopenhauer, Hegel, Feuerbach, Marx, Engels, Lenin, el Che y a otros que se hicieron de mis pensamientos en esos siete años. Mi redentor abrió su libro, y con cada párrafo leído me llenaba de una tremenda paz interior al punto que no quedó ningún rincón de mi cuerpo que no fuese sacudido por esa corriente milagrosa. ¡Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia: porque de ellos es el reino de los cielos! le llegué a escuchar decir. Rodeado de barrotes, de pecados a los lados -custodios de historias diversas y profanas- marchaba camino hacia la redención, entonces recordé los vestigios de sangre que bordaban aquellas paredes que fueron testigos silenciosas de mi inoportunidad. Todo pasó en un instante, no sentí dolor alguno, aunque mis venas hayan sido invadidas por torrentes de sustancias emponzoñadas. “Al fin me había liberado del confinamiento”… Cuando soñaba que mi alma por fin se alejaba de su cuerpo hacía los ríos oscuros de la muerte, con el terrible destino de ser un condenado errante sobre la tierra, que padecería sed y hambre insatisfecha por la infinitud: ¡ABRÍ LOS OJOS!, y con no menospreciada exaltación ya no estaban los barrotes; frente a mí el cuadro de un hombre con aspecto griego, con su dedo índice y medio en su corazón cubierto de llamas brotándole del pecho; a mi derecha en la repisa un libro grueso y negro. Di unos cuantos pasos hacia el baño y al ver mi rostro en el espejo ¡para mi sorpresa!… la misma cabeza lustrada, la nariz aguileña, las mismas manos y ojos envejecidos de mi redención.


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Soy la máscara el amanecer la ausencia

en el establecimiento, pero seguro ya el dueño le había entrenado para servirle el café al fotógrafo como a él le gustaba. Se quedó parada frente a él esperando su impresión, conducta natural de alguien en su primer trabajo; como buen fotógrafo entendía el comportamiento humano a través de las expresiones del cuerpo y el rostro, pero no hizo más que precisar cuánto pesaba la bola de emoción que se le atoraba en la garganta; tampoco pudo evitar que la pequeña línea de su mirada se expandiera hasta dos grandes esferas que hicieron que ella se sonrojara y se retirara cortésmente con la bandeja de servir apostada a su pecho entre sus brazos. Un montón de imágenes cruzaron en cuestión de segundos por la mente del fotógrafo, emociones que explotaban una tras otras, como cuando miraba los juegos de Caracas vs. La Guaira, por allá en los ochenta. Pero ninguno, absolutamente ninguno le había producido una sobrecarga emocional como los ojos de esa muchacha. Se levantó y pensó alzarse con la Nikon y fijar para siempre sus ojos, pensó hacer planos cerrados a sus manos, pensó, pensó y siguió pensando… pero su pulso no le permitiría apretar con la calma del profesional el disparador de su cámara. De ese segundo en que el mundo había girado sobre sí mismo, para detenerse en ese encuentro fortuito, todo empezó a correr a velocidades siderales. Ella se le acercó y le preguntó con cierta preocupación, pero no más allá de la que puede originar un cliente ¿No va a tomarse su café? -No… digo si… No hay nada con el café es sólo que… que… me, este… he estado un poco ajetreado. Pero Ud. tranquilícese, yo me sentaré aquí como siempre. Vuelva a sus labores. Cuando ella se giró él se armó de valor e ingenió una estratagema para preguntarle su nombre, pero mien-

tras izaba la taza de café, observó en sus manos los profundos surcos de las palmas y las cicatrices del dorso, además de precisar en el espejo que jamás le había importado su grotesca figura. Mas como ya la había advertido, al girarse nuevamente hacía él, al fotógrafo no le quedó más que preguntarle: -¿Cómo hizo para saber que me gusta cargado el café? -Nuestra prioridad es el cliente. Ella volvió a girar y se retiró con la bandeja de servir apostada sobre su pecho y encerrada entre sus brazos, y aquellas palabras interpretadas en el tono de cualquier franquicia comercial, le parecieron tan duras y vacías. Él se sentó por un minuto sin pensar en nada, con la mirada hacía la taza de café, que reposaba entre la mesa y sus nuevas manos. Echó mano al bolsillo y sacó un avejentado billete, dejándolo sobre la mesa, se terció la Nikon al hombro y partió a paso suave, en silencio y sin voltear hacía el mostrador por miedo a caerse de sus piernas por culpa de esos ojos. Subió al LTD, como de costumbre el auto no quiso arrancar, trató de realizar la ceremonia de siempre: arranque, bornes, carburador, correa,… pero esta vez no se sentía tan cómodo como para pernoctar en él, menos frente al café; así que bajó el capó y lo dejó allí. Tomó rumbo hacía la licorería de la Bolívar, que era lo más cercano y gastó lo que le quedaba de efectivo. Llegó a la plaza, se sentó cerca del monumento y cuando destapó su botella la miró con cierto recelo. Se le acercó uno de esos paseantes de esquina a esquina con un aliento etílico peor al suyo, con la intención de pedirle un sorbo, Martín que entendía la conducta humana al punto de anticiparla se adelantó y le donó la botella entera. -Tome familia, Ud. lo necesita más que yo Martín partió con el sol muriendo en el horizonte, mientras le dolían sus nuevas manos, su nueva cintura.

LA CONFESIÓN DE LAS PAREDES

MANUEL DA SILVA, INVENTARIO DE SILENCIOS

yer tome la decisión. Me lo dijeron tantas veces. Nunca como hoy las pocas horas de sueño requeridas por mi cuerpo me habían endosado tanto castigo, sólo con ellas a mano puedo lidiar con tanta hambre y angustia lacerante. Como dice Coronel Urtecho “no todo el mundo puede, en el momento dado/ reconocer a su mujer y casarse con ella”; pero sucede que después de seguirla a todos lados ella te decreta muerte (que se llama olvido), agregándole que para sucumbir de tristeza cualquier esquina es buena, cualquier licor. Como puedes metes quijada entre el pecho y partes a ningún camino, sin los pies y con la cabeza revuelta entre risas y rabietas. En esta habitación hay rastros de sacrificios copulares sobre las sábanas, manchas de cuerpos bajo la cama, imágenes fragmentadas en grotescos reflejos; pero eso no importa ya he tomado la decisión. Mi cuerpo se topa con un fino y largo cabello oscuro, inmediatamente me ocupa la tarea de recrear la ficha técnica: profusa cabellera, espalda suelta, ma

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EL ARTE DE CAPTAR IMÁGENES

i había algo que le molestaba era la luz del sol tras haber pasado su punto cenital, no tanto por la temperatura a esas horas -cosa que solventaría con unos cuantos tragos- sino por como la cantidad de fotones quemaban la película de su Nikon. Por eso prefería la luz de las primeras horas de la mañana, adecuadas para fijar el pulso de la ciudad: El ajetreo de la gente, la heterogeneidad de coros humanos y automotores aglutinándose para formar la voz de la calle, parecía un oso que intempestivamente salía de su hibernación; de la noche sólo quedaba uno que otro paseante ebrio de esquina a esquina con una atroz canción en sus labios o insultando a quien lo mirase por cierto instante. La gente lo conocía como Martín, si tenía apellido poco importaba, eso a pesar de su conocida reputación de vida nocturna. No llegaba al metro sesenta de estatura, su voz aguda no inspiraba más que humor, tenía una cintura que la farra le había pronunciado cerca de los ciento veinte centímetros y un rostro muy ajado. A parte de la cámara no poseía más que un viejo LTD motor V8 390, que hacía las veces de barra, o de techo si la noche lo sorprendía con el capo abierto en una calle desconocida. Gozaba del alquiler de un pequeño garaje en el que además de su laboratorio, había una vieja colchoneta conseguida en vaya usted a saber dónde. Sin embargo se podía decir con total confianza que eso no le afectaba. Lo único que le gustaba de las cuatro de la tarde era el pequeño café bien cargado, en la pastelería de los evangélicos; se sentaba cerca de la ventana para contemplar la gama de colores de la luz natural al pasar a través de los vidrios de la misma. Una de esas tardes en el café, ese ruido de luz que odiaba impactó en los ojos claros de una muchacha como de diecinueve años, de cuerpo menudo y dedos gráciles. Era nueva

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nos inquietas y hábiles, planicies y colinas, piel humedecida por la batalla de los cuerpos tendidos uno sobre el otro… ¿busco variantes sísmicas en esta mujer?, ¿opiniones sagradas?, ¿desbordarme a gritos?... Meditando en torno de esta divina obsesión me doy cuenta que el silencio no necesita reclamar su puesto como lenguaje, más allá del batir de alas de las moscas se impone hondo y profundo en una sucesión grotesca de ecos, profesando certezas ocultas que patean todo raciocinio valedero. Por aquí pasaron Vanessa y Juan. Considero harto ridículo dejar mensajes de ese tipo sobre paredes de habitaciones desconocidas. Supongo por la reciente hora señalada que el cabello/fetiche pertenece a Vanessa; aunque el estado del baño confiesa las irregulares (o las nunca en cuando) visitas de la conserje; por tanto el cabello puede ser de María, Ana, Cristina, quién sabe. Aquí estuvieron José y Vanessa. La experiencia social de la desconocida comienza a asaltarme con inevitable enfado, ha desgajado un entrañable discurso, acalló el canto encendido de las hojas renaciendo. No importa, ya tome la decisión. Trato de dormir sin prestarle mucha atención a las frases sobre la pared, que explotan como la última hoja de adolescente cursi; sin embargo hay una que me impresiona por la fina tinta púrpura y la esme-

Hoy en portada: Daciel Pérez de Richard Oviedo (Mixta sobre papel, 20,5 cm x 27 cm). Dirección: Miguel Pérez / Coordinación Editorial: Daciel Pérez/ Diseño y Diagramación: Luis Daboe Correo electrónico: mediodiadeldomingo@gmail.com /Facebook: Mediodía del Domingo/ Twitter: @Mdíadeldomingo

rada rúbrica: En el peligro está lo excitante de la vida. Y más adelante en idénticos caracteres: Aquí Juan descubrió el sentido de la vida. En apariencia inofensivas y sin destino alguno, funcionan perfectamente como estructura proposición/derivación, que parte de lo verdadero y termina en ese patio. A medida que me interno en el sueño me agobian imágenes de espejos fragmentados, cerámicas bañadas en púrpura, sombras fijándose con firmeza sobre mi cuello, son ríos de cabellos oscuros muy hermosos. Es una sensación agridulce, inexplicablemente culposa y excitante, un astillero de fino terciopelo. En el peligro está lo excitante de la vida/Aquí Juan descubrió el sentido de la vida La excitación lleva mi mente hasta la confesión muda de Juan con el cuchillo reverberando en sangre, con ojos desorbitados de tanta excitación culposa en el olor que lo llama desde la tina plagada de moscas. En oleadas de transpiraciones comparto la excitación de Juan, soy su cómplice en medio de tanto silencio. Intempestivamente la puerta es derribada por tres figuras uniformadas, dicen algo relacionado con cuerpos desmembrados, pero desenfocados todos mis sentidos por la excitación sólo logro captar una voz gruesa que pronuncia: - En el peligro está lo excitante de la vida. Aquí Juan descubrió el sentido de la vida. En medio del éxtasis como un autómata replico: - Soy Juan y en el silencio está mi confesión.


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HISTORIA PARA ESCRIBIR EN SERVILLETA

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ntro al restaurante chino ubicado en la esquina de la Alcaldía; lo típico al entrar solo, los demás clientes asientan sus miradas en mi andar, nunca he llegado a saber con exactitud cuál es la causa que motiva tales instintos, tal vez les resulte extraño que un imberbe llegué sin la compañía habitual del padre o la madre y con un esbozo de naturalidad suficiente como para ordenar el número 3 al mesonero cerca de la barra, evitándole la incomodidad de traerme el fastidioso menú, el mismo de siempre, sin variación, los mismos siete platos de siempre con los típicos adornos. Parece que llegue a buena hora, hay varias mesas vacías. Mientras espero saco un libro de mi vetusto bolso… sí, igual que el menú el mismo de toda mi vida. Alguien interrumpe mi concentración en el tratado de “Ritos, fuegos, ceremonias y fantasmas” del Dr. Silva; no es más que un pobre diablo de los que usan imitaciones, andan acompañado de un hombre de perfil regular –al que dicho sea de paso no hacen más que lustrarle las botas– que desempeña cierto cargo en el gobierno o es familiar de algún diputado o concejal, usan un pacholí con jazmín que de ser funcionario de sanidad lo pongo en cuarentena inmediatamente; el atorrante ser en cuestión le pregunta al encargado de la barra por una legumbre de aspecto raro que uno de los distribuidores del restaurante trae religiosamente todos los martes; el chino por cortesía le responde que la hortaliza se llama lo mei, lu mua, … o algo por el estilo. ¿Qué diantres va a ser alguien como él, que sin

ánimos de despreciarlo, a simple vista se ve que vive de pedir prestados a los incautos y su techo es el que le ofrece la madre o el piadoso cuñado –con intervención de la hermana por supuesto– con saber eso? A priori se ve que no posee las ventajas corporativas ni comparativas para cocinar mínimo una lumpia. Tal hastía estupidez ha servido para darme cuenta del esbelto mausoleo u oda a la mujer que no noté al entrar, que casualmente está frente a mí y que tiene todo lo que he deseado o aspirado en la vida de una mujer, ojos, cuerpo, piel, color… Tomo rápido una servilleta, muy transparente por cierto para la labor a la que está destinada, pienso en escribirle cualquier estulticia, aunque sea mi número para que me llame, que estupidez digo ella no me va a llamar, pero nada pierdo con acercármele. Todo parece perfecto, como desearía detener el tiempo entre nuestras miradas huidizas, alguien tose devolviéndome a la realidad, es allí que observo al defecto que le hace compañía: un hombre pasado de los cuarentaitantos, a simple vista se deduce que es su pareja aunque pareciera más bien su padre; él le dirige la palabra, ella está inmutada, absorta en la puerta, si me vio entrar a lo mejor espera que alguien de mayor estatus y edad cruce la puerta. En más de tres minutos nadie ha pasado, además de mí, por esa puerta; trato de buscar su mirada, indagando un halo de seducción, escarbando empatías entre dos desconocidos que marchan divergentes, trato de ver lo intimo de su psique. El marido sigue hablándole y ella aún como si no le importará; empiezo a cuadrar cuentas, una esposa joven fastidiada + un marido pendejo = mujer necesitada, mujer necesitada + joven

libidinoso + intenciones de arrollar al mundo en su cuerpo = affaire, esto último algo muy bueno para mi currículo. Ya las cuentas están listas, nada es mejor, ya empiezo a imaginar tu nombre Marlene, Maryory, Miriam… es lo que menos importa, empiezo a sacar los análisis financieros de una tarde contigo, mi cuerpo cediendo ante tus manos, nuestros labios caminando juntos al beso eterno, alimentándome de la ambrosia del vaivén de tus caderas… importas sólo tú y nada más, ahora resuena en mis recuerdos aquel aforismo maquiavélico extraído del libro que le robé al portugués de la frutería, no he fijado los medios pero los objetivos ya fueron dados. Yo mientras entre mis fantasías observándote sin que te des cuentas, o acaso ¿Sí lo sabes? ¿Estarás jugando a ver si caigo en tu red? ¿Cuántos más habrán pasado por tus labios?, eso a mi moral le importa poco, total es fulgor de un rato. En eso llega el mesonero con el menú 3, el muy imbécil nubla mi panorama con su camisa otrora blanca hoy nácar, cuando por fin se aleja, algo ha cambiado, ¿De dónde salió ese niño?, un bebe de brazos, ahora me explico el tamaño de aquel par de monumentos, todos los sueños se han ido contra el suelo, las matemáticas ya no están a mi favor, las ecuaciones perdieron su configuración inicial por esa variable imprevista, una esposa joven fastidiada + niño + marido pendejo= mujer en búsqueda de candidato, mujer en búsqueda de candidato + joven libidinoso = affaire, affaire + mujer desilusionada = problemas, problemas + marido pendejo celoso + amigos medio mafiosos o cleptómanos de vidas a sueldo = mi mamá tomando chocolate y mis allegados hablando de lo bueno que era el muchacho.

Sobre el banquillo del lector. Aproximación a la obra narrativa de Daciel Pérez ISAÍAS MEDINA LÓPEZ

“I

nducciones desde el banquillo”, es la primera compilación de la obra narrativa de Daciel Pérez, y, también, una de las de mejor factura en nuestra cuentística, en primer lugar por acercarnos a las disímiles circunstancias existenciales —base de toda literatura que se aprecie como tal—, y luego, por la diversidad de las propuestas de sus textos, capaces de permitir la frescura del narrador que se descubre y del rigor en el lenguaje asomado a la poesía, a veces, incluyendo fragmentos poéticos completos o en la invocación del diálogo-drama con sí mismo, como esta: “¿Qué nos hace más humanos a unos de los otros?...qué, si no más que el mismísimo regalo teológico del corazón, del que me obligaron a desarraigarme durante siete años de atrocidades” (p.30), e incluso en el roce de abismos de fuerte tensión psicológica, según leemos: “Pronto la sangre se convirtió en cenizas y luego en polvo, a la oscuridad no se le escapó nada, cerré los ojos con la esperanza de despertar.” (p. 36).

Daciel Pérez

Inducciones desde el Banquillo Sistema Nacional de Imprentas Cojedes (2008)

Prólogo: Eduardo Mariño COLECCIÓN LITERATURA. Serie Narrativa Páginas: LVIII País: Venezuela

La panorámica general de esta entrega se desarrolla en piezas cortas y largas profundidades, que retan al lector contemporáneo a través de diez narraciones en las cuales hay instancias fotográficas e indagaciones entre secretos y sombras, que el mismo autor revela: “Si la soberbia de nuestra condición humana nos permitiera vivir cada momento como lo es, movimiento y no concreción…un flash que se queda allí deslumbrado por un instante y una mera acumulación de efectos cinematográficos” (p.13), caso que ahondará en cuentos como “El arte de captar imágenes”( pp. 44-47). Habría que detenerse, igualmente, en un detalle del título de este libro, pues el “banquillo”, no es del acusado, como de entrada supondríamos. Es en todo caso un asiento que nos permite dar ojeadas a situaciones inmersas en lo cotidiano, en lo familiar y en lo íntimo de seres dispuestos a explorar, dentro de cada cuento, historias de sus anhelos y desesperaciones, de sus miedos y acosos, de sus firmezas e imposturas, próximas al vacío quizá, o como anota Eduardo Mariño en el prólogo de esta primera edición: “Hay una permanente sensación de frustración que atraviesa estos cuentos con un pesimismo histriónico, más que filosófico. Como si al representar su entorno inmediato y sus afectos más cercanos, el autor quisiera mostrarnos cuán vacía está la vida fuera de y sin, la literatura, lo cual le da un aire confesional a las breves reflexiones de sus personajes”. El elemento motivador del contraste vida-muerte no tiene una dinámica única en la referida obra, al contrario este par tendrá una realización por vía del contraste, siendo esta característica uno de los principales méritos de este libro de cuentos. Por ejemplo en la narración “La Casilda de Paso Largo” (p. 21-25), el elemento mítico llanero de las mujeres fantasmas se hace presente tanto en la ejecución del crimen (“Eva, la frágil y tímida señora de aspecto loable, sostenía entre sus pequeñas manos un frasco lleno de algún líquido

transparente y dentro del mismo una cabeza”), como en la referencia inconfundible al “espectro más aterrador de la llanura venezolana”. Del otro lado, relatos como “Historia para escribir en servilleta” (pp. 2629), ambientado en un moderno restaurante chino, será, siempre la introspección, el norte de las pautas de un romance imaginario y de una certeza fatal que no se concreta. La obra que hemos referido es una edición conjunta entre el Sistema Nacional de Imprentas de la Fundación Editorial el perro y la rana y la Red Nacional de Escritores de Venezuela. La ilustración de la carátula es de Richard La Rosa y se editó en la ciudad de San Carlos en el año 2008. Varios de estos cuentos se encuentran divulgados en diferentes páginas web. En cuanto al autor, Daciel Pérez, es un escritor nacido en San Carlos, en 1986. En su carrera literaria se ha desempeñado como jurado evaluador en importantes certámenes literarios de amplitud nacional y regional. A la par ha formado parte del equipo organizador pionero de la Feria Internacional del Libro de Venezuela –Capítulo Cojedes. En su labor como coordinador de talleres literarios ha trabajo con la población reclusa y con jóvenes y niños de nuestro estado bajo el auspicio de la Casa Nacional de las Letras “Andrés Bello”. Entre otras publicaciones, resalta su inclusión en la III Antología de Jóvenes Escritores (Fundalea- Mérida, 2007). Obtuvo destacada figuración como finalista en el II Concurso Iberoamericano de Minicuentos “El Dinosaurio” organizado por el Centro Literario “Ornelio Jorge Cardoso” en Cuba. Es miembro de la Red Nacional de Escritores y Escritoras Socialistas de Venezuela. Fue encargado de la Librería del Sur, entidad adscrita al Ministerio del Poder Popular para la Cultura y se desempeña como especialista del libro del Gabinete Estadal de Cultura Cojedes.


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