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DOMINGO 22 DE JUNIO DE 2014 / CIUDAD COJEDES

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EGG: EL PERIODISTA QUE NO MERECE EL OLVIDO T

inaco, 1873-Caracas,1950. Escritor, ingeniero, periodista, pedagogo, historiador y político. Realizó estudios de primaria en el colegio Bolívar de Tinaco y en la Escuela Federal que dirigía en la esquina El Hoyo, en Caracas, Gaspar González. De nuevo en Tinaco, aprendió el oficio de telegrafista. Residenciado en Valencia, frecuentó las aulas del colegio Carabobo, donde cursó el bachillerato. En esta ciudad se inicia en dos actividades que cultivó a lo largo de su existencia: el periodismo y la pedagogía. Colabora en la prensa lo-

cal y funda en 1889, junto con Rafael Tovar, El Estudiante, en cuyas páginas publica sus primeros trabajos. De la mano de Arístides Rojas, se convierte en colaborador del diario La Opinión Nacional. En 1894 polemiza sobre literatura venezolana con el académico Julio Calcaño: sus artículos se publican en las columnas de El Republicano, diario político que dirigía y redactaba el periodista Luis Ramón Guzmán. Esta polémica garantizó el respeto de su nombre y le abrió las puertas de la revista El Cojo Ilustrado, de la cual llegó a ser asiduo colaborador.

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RAZÓN BELLEZA y REVOLUCIÓN

En 1895, se le nombró secretario del Centro Científico-Literario de Caracas, donde comparte responsabilidades con Manuel Revenga, Alberto Smith, Nicomedes Zuloaga, César Zumeta, Andrés Mata, Pedro Emilio Coll y otros. En los inicios de 1896, viaja hacia las naciones meridionales, investido con el cargo de secretario de la Legación venezolana en Brasil y luego como correo de gabinete en los gobiernos del sur. En 1897, regresa al país y le trae al presidente Joaquín Crespo, ad referéndum, un contrato para surtir de ganado en pie a los estados del norte de Brasil. Vuelve a su labor periodística y es nombrado director de Telégrafos del Ministerio de Fomento, empleo que dejó de ocupar al morir el general Crespo en el combate de La Mata Carmelera (1898). En septiembre de ese mismo año, entabló amistad con el general Cipriano Castro. Triunfante la Revolución Restauradora (octubre de 1899), González es llamado

a ocupar la Secretaría General de la Presidencia de la República. Se le atribuye la redacción de la proclama del 9 de diciembre de 1902, emitida con motivo de la agresión de la armada anglo-alemana contra el puerto de La Guaira y que empieza con la célebre frase: “...La planta insolente del extranjero ha profanado el sagrado suelo de la patria...”. Su vasta producción literaria se encuentra en diversos periódicos y revistas: El Constitucional, Atenas, Venezuela Contemporánea, Actualidades, El Nuevo Diario, Cultura Venezolana, Sagitario, Élite, Billiken, Arte y Labor, El Heraldo, La Esfera, El Universal, etc. Fue senador por el estado Cojedes (1929). Su preocupación educativa y su vocación de historiador están igualmente presentes en su libro Instrucción cívica y en los 3 tomos de su Historia de Venezuela. Fue individuo de número de la Academia Nacional de la Historia (16.5.1909) y de la Academia Venezolana de la Lengua (16.11.1932). Incursionó en la investigación del folklore venezolano pero fundamentalmente ejerció el perio-

dismo de manera singular, por su constancia y calidad de sus columnas. Su data de servicio, pocos la exhiben. Eloy G. González no merece el silencio de los hombres de la cultura. FUENTE Diccionario de Historia de Venezuela. (1997). Fundación Polar. 2da Edición. Caracas. MIERES, ANTONIO. (1974). La concepción historiográfica en Eloy G. González. Universidad Central de Venezuela. Caracas. TOSTA VIRGILIO. (1983). Eloy G. González. Separata del Boletín de la Academia Nacional de la Historia. Caracas.

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ELOY G. GONZÁLEZ RAMÓN J. VELÁSQUEZ Un joven venezolano de 1890 uando se escriba la historia del pensamiento venezolano, en el capítulo dedicado a la década comprendida entre los años de 1888 y 1898 tendrá el interés y la apasionante novedad de los redescubrimientos pues vendrá a señalar una de las etapas más fecundas en el debate de las ideas. Al movimiento de renovación científica y filosófica que desde mediados de la década del 60 venía operándose en el país con la introducción de las ideas evolucionistas y positivistas, a la renovación literaria que derrotaba venerables normas consagradas, se unía en este final del siglo XIX, la liquidación de las trabas que, por obra y gracia de la poderosa autocracia guzmancista, habían impedido analizar los problemas nacionales y aportar a la política venezolana la contribución del examen y de la sinceridad. Picón Febres, Gil Fortoul, Luis Beltrán Guerrero, Uslar Pietri, Sánchez Raulet, J. L. Salcedo Bastardo, Julio Febres Cordero, Marisa Khon, Alicia de Nuño, José Ramón Luna y Domingo Miliani, entre otros, han escrito la historia y hecho el análisis de la gran empresa ideológica del positivismo en Venezuela. 1890 señalaba el comienzo de la tercera década del predominio de un pensamiento filosófico, científico y político que vendría a ejercer durante setenta años, una influencia determinante en el rumbo de la vida venezolana. Porque durante estos treinta años finales de nuestro siglo XIX, las ideas evolucionistas y positivistas ejercieron en la formación ideológica de las juventudes venezolanas la misma influencia avasallante que las ideas marxistas han logrado en las juventudes de nuestro tiempo. Darwin, Comte, Taine, Lubbock, tuvieron entre los jóvenes venezolanos de las décadas de 1870, 1880 y 1890 el mismo sitio de admiración y preferencia que a partir de 1930 han tenido los nombres de Engels y de Marx. La introducción en la universidad venezolana de los estudios de ciencias naturales, la creación de las cátedras de sociología, etnología, antropología, historia natural, historia universal, más que desplazar una concepción imperante vinieron a llenar un vacío, porque la universidad vivía tan ajena a los grandes cambios universales de la cultura, tan estre-

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Eloy G González, notable escritor cojedeño de principios del siglo XX. cha era en sus miras y tan adocenados sus métodos que realmente no puede hablarse de una batalla entre viejas y nuevas concepciones del mundo y de la ciencia. Para la llamada segunda generación positivista, para los universitarios Gil Fortoul, Lisandro Alvarado, Nicomedes Zuluoga, Luis Razetti, David Lobo, al igual que para quienes sin ir a los claustros de San Francisco eran valores muy altos de su generación como Luis López Méndez, César Zumeta y Manuel Vicente Romero García, el estudio de la economía política, del derecho constitucional, de la criminología constituían claves fundamentales para descifrar el destino del país. A la retórica la reemplaza el frío análisis de los hechos históricos. Hay como un paréntesis en ese clima de violencia y enguerrillamiento en que vive el país y que destruye o dilapida sus mejores días. Venezuela parece recuperar el viejo camino perdido. A la generación que tiene su más altas cifras en Fermín Toro y Juan Vicente González va a reemplazarla esta otra, dotada de armas científicas y filosóficas indispensables para liquidar la situación de atraso intelectual y político. Es tiempo de polémicas y protestas. Pero los polemistas tienen que conformarse con un examen general de las ideas que defienden, exhibir su sabiduría pero cuidarse de las alusiones de la realidad venezolana pues el intempe-

Se inscribe en la Universidad como estudiante de ingeniería civil, pero su interés por las ciencias sociales y su vocación de historiador van finalmente a determinar el rumbo de su vida. Sus primeros amigos son los viejos historiadores y los jóvenes sociólogos. Se incorpora a las luchas de su generación y va a estar presente en todos los tumultuosos episodios de su tiempo estudiantil”

Hoy en portada: Eloy G. González de Richard Oviedo (Mixta sobre papel, 20 cm x 26 cm). Dirección: Miguel Pérez / Coordinación Editorial: Daciel Pérez/ Diseño y Diagramación: Luis Daboe Correo electrónico: mediodiadeldomingo@gmail.com / Twitter: @Mdíadeldomingo / Facebook: Mediodía del domingo

rante dictador no admite observaciones, ni críticas a su obra. Él había estimulado este cambio fundamental en la vida universitaria, pero ahora rechaza sus frutos, considera como sus enemigos a los jóvenes que se habían formado en las nuevas disciplinas. Se fundan sociedades de amigos de la ciencia y se organizan farsas para coronar orates como una forma de criticar los gestos y los actos de Guzmán Blanco. Coincide el final de esta larga dominación personalista con la llegada de Eloy Guillermo González a la universidad. Generacionalmente pertenece este ilustre llanero, cuyo centenario de nacimienro conmemoramos, a la brillante promoción que integraron Laureano Vallenilla Lanz, Pedro Manuel Arcaya, José Ladislao Andara, Elías Toro, Ángel César Rivas, Julio César Salas y Samuel Dario Maldonado, nacidos todos en la década del 70. González es nativo de El Tinaco, un pueblo de la llanura cojedeña, patria de esforzados varones de la guerra. Venía de un linaje de héroes y su abuelo asistió como soldado al increíble combate de “Las Queseras del Medio”, figurando su nombre entre los ciento cincuenta que en ese lugar de la gran historia se dieron cita. Desde su adolescencia, González demostró su ánimo batallador y vocación por las letras. Estudia bachillerato en Valencia cuando realiza sus primeras empresas en el campo del periodismo y se entrena como polemista a los quince años de edad. Las adulteraciones históricas que localiza en un estudio sobre la personalidad de José Laurencio Silva lo sublevan y decide anotar los errores del cronista. Nace su vocación por la polémica que lo ha de caracterizar hasta el final de sus días. Se inscribe en la Universidad como estudiante de ingeniería civil, pero su interés por las ciencias sociales y su vocación de historiador van finalmente a determinar el rumbo de su vida. Sus primeros amigos son los viejos historiadores y los jóvenes sociólogos. Se incorpora a las luchas de su generación y va a estar presente en todos los tumultuosos episodios de su tiempo estudiantil. Toca en suerte a su generación, el comienzo de un tiempo de libertades que de manera excepcional va a mantenerse en el país durante diez años. Podrán ejercer a plenitud sus derechos políticos y han de vivir experiencias que no pudieron realizar Gil Fortoul, Alvarado, Razetti estudiantes en una época de temores y amenazas. Con la llegada de Rojas Paúl al poder y luego durante el gobierno de Andueza Palacio, se abre el debate político en el país, no habrá cortapisas para

expresar el pensamiento, se podrá hacer críticas a la gestión oficial y proponer audaces fórmulas de cambio, no habrá amenazas para quienes quieran denunciar los viejos males del personalismo, de la corrupción y el nepotismo. El positivismo se ha convertido en un moderno liberalismo que no quiere relaciones con los prohombres de la dominación guzmancistas. Esta era de libertades no se interrumpe con la llegada de Joaquín Crespo al poder. Es un caso excepcional en la historia de nuestras dictaduras. Combinando la tolerancia con el desdén por el debate, Crespo permitirá el ejercicio de todas las libertades, la organización de la oposición en partidos y el más implacable examen de sus actos. Sólo que no toma en cuenta las críticas, ni atiende las recomendaciones de la opinión. Aquellos fueron años de intensa actividad literaria y científica, de duro combate político. En todos los episodios aparece la figura de Eloy Guillermo González, ya como Delegado al primer Congreso Venezolano de la Educación celebrado en 1894; como Secretario de la Sociedad de Amigos del Saber; como miembro muy distinguido de la Sociedad Científico-Literaria; como interesado en la realización del primer Congreso Obrero Venezolano, o como miembro prominente de la Sociedad de Librepensadores de tan activa existencia y que congregaba en su seno figuras de la importancia futura de Rufino Blanco Fombona, Leopoldo Baptista y Leopoldo Torres Abandero, al lado del maestro Rafael Villavicencio. Este período de liquidación y cambio también debía abarcar al mundo literario. Y la reacción no se hizo esperar en la lucha contra los desvencijados moldes, contra la crítica literaria mezquina, contra una manera de escribir que ya no era clásica ni romántica. Pérez Bonalde de regreso a Caracas venía a representar para las nuevas generaciones, el mismo papel que Adolf Ernst en el mundo de la ciencia y de Villavicencio en el terreno filosófico. Expresión del combate entre quienes defendían tesoneramente la tradición y la permanencia del pasado y la gente nueva que proponía otras formulas y participaba de novedosas concepciones del arte fue la polémica que a mediados de 1894 sostuvo Eloy Guillermo González con Don Julio Calcaño, sobre literatura y escritores venezolanos. Resumióla cumplidamente Virgilio Tosta en su agudo y documentado ensayo sobre la personalidad de González. En realidad, la discusión que, aparentemente, versaba sobre una cuestión local, tenía mucha mayor latitud pues iba a definir los puntos de vista de dos


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generaciones, las diferencias que los separaban, las fórmulas que iban a reemplazar los principios consagrados. Para el académico Calcaño, en el panorama de las letras venezolanas no hay valores que puedan reemplazar a Fermín Toro, a Juan Vicente González, a Felipe Larrazábal. Se queja de la desolación del panorama que contempla. No hay un solo arbusto que adorne el paisaje, sólo ruinas. Para Don Julio, las nuevas figuras intelectuales del país: José Gil Fortoul, César Zumeta, Luis López Méndez, Andrés Mata, Manuel Vicente Romero García son simplemente bohemios, sin talento, sin cultura, sin porvenir. Y Don Arístides Rojas y J.A. Pérez Bonalde, a quienes los jóvenes letrados miran como a sus maestros, no pasan en la clasificación de Calcaño de simples padrinos de los bohemios. González replica una y otra vez, califica a Don Julio de mezquino, de cegato. No es posible que no vea en esos nuevos valores a los continuadores de la mejor tradición intelectual venezolana. Y con una ventaja, apunta González, han tenido mejores oportunidades para lograr una cabal formación intelectual que la vida y las circunstancias no les brindaron a sus antecesores. Gil Fortoul, Alvarado, Zumeta saben más de filología y de filosofía que aquéllos a quienes un país sometido siempre a los padecimientos de la guerra y la pobreza no permitió alcanzar una suficiente prepara-

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ción para el combate cultural. Fueron insignes, con méritos excepcionales, de virtudes innegables, pero Venezuela no terminó en ellos. Y en las nuevas generaciones, tienen sus continuadores. Pero Don Julio Calcaño replica para señalar en la nueva generación de intelectuales los pecados de la frivolidad y la decadencia y denuncia a las corrientes literarias naturalistas a las cuales se han afiliado los nuevos intelectuales como enfermizos y de desastrosos resultados sociales: “Generación decadente, frívola, vacía”, vuelve a repetir Calcaño y califica al Maestro Adolf Ernst de “nocivo, extranjero, revolucionario e impío”. Desde París le responde Gil Fortoul a Don Julio Calcaño: “los tiempos han cambiado y con ellos los hombres”. Y “El Cojo Ilustrado” al reseñar la polémica hace un comentario consagratorio al otorgar la palma de la victoria e Eloy Guillermo González. “El viejo concepto de las letras –afirma El Cojo Ilustrado– se puso de frente a la edad nueva, y un joven universitario de veinte años ha sido el contentor en la defensa. Ese joven se llama Eloy Guillermo González. No hay ejemplo reciente de duelo posible…”

Un destino incierto Siempre he lamentado que Eloy Guillermo González no hubiera escrito las memorias de su juventud. En su cátedra sin muros de la Plaza Bolívar y en los corredores de la vieja casa del Instituto Peda-

Ramón J. Velásquez, historiador por excelencia, autor de una obra reconocida, de la que sobresale La cáida del liberalismo amarillo.

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gógico Nacional, lejos del salón de clases, le oí extraordinarios capítulos de esa obra que no escribió. Se hizo ingeniero por cumplir la promesa contraída con su padre el General Eugenio Mariano González Herrera. Pero en la Universidad siempre prefirió las clases de Ernst y de Villavicencio a las explicaciones del Licenciado Aveledo sobre matemáticas o las lecciones de dibujo lineal de Don Gerónimo Martínez. Y la gente de mayor edad entre quienes buscó sus amigos la encabezan Don Arístides Rojas y el poeta Pérez Bonalde. Había elegido el mundo de las letras y ahora iba a transitar su incierto camino. En reciente elogio de la vida y la obra de Eloy Guillermo González, apunta el académico Pedro José Muñoz el contrataste en cuanto a facilidades para la preparación cabal y el cumplimiento de su misión entre las actuales generaciones y los intelectuales venezolanos del pasado, pasado que avanza hasta las primeras décadas de este siglo. Apenas uno que otro afortunado elegido por la suerte de viajar a Europa a completar sus estudios y a ponerse en contacto directo con los grandes centros de la cultura universal. Esos eran los elegidos por el gobernante de turno, tres, cuatro, la cifra nunca llegó a diez, que tras la pasantía de unos cuantos artículos de elogio o unas notas de calculada oposición podían convertirse en cónsules o secretarios de embajadas para poder hacerse una formación intelectual o científica que en su tierra no podía lograrse. Para los que se quedaban en Venezuela, que eran los más, los mismos pasos, iguales privaciones, las mismas antesalas, la promesa incumplida, el destino infeliz. La cátedra en el colegio, el grado de una escuela, la mal pagada plaza de redactor en un periódico, la secretaría de un tribunal. O en el mejor de los casos, la secretaría de un caudillo de provincia que también hace antesala en la capital. Cuando el tiempo ha pasado, las ambiciones empiezan a marchitarse y ya la conformidad vence la rebeldía, un acta de Diputado de una provincia casi siempre desconocida para su futuro representante. Y loa obra que pensó realizar en los días cálidos de la juventud queda reducida a un esbozo, a un remedo del sueño. Las páginas que entre sobresaltos escribe van cayendo a retazos en el incierto camino, como pedazos de su propia vida dramáticamente inconclusa. Sobre esa dura tierra hostil piso con arrogancia Eloy g. González. Fue catedrático en la universidad, maestro de escuela, periodista, original cronista, excelente crítico, pero por sobre todas las cosas

Fue el orador por excelencia de nuestra generación, dijo Key Ayala, al hablar de González. Quienes lo oyeron en la tribuna recuerdan el maravilloso espectáculo de su elocuencia, la riqueza de sus conceptos, la novedad de sus frases, el brillo y el diapasón de voz.”

historiador de vocación y oficio. A nadie oí pintar mejor las personalidades y el mundo de Joaquín Crespo y de Cipriano Castro que a Eloy G. González. En sus andanzas juveniles figuró su amistad con estos dos caudillos de nuestra historia republicana. A Crespo lo unían dos fuertes lazos: eran llaneros y liberales. Entre Castro y González se extendía el camino abierto por el gusto y regusto por la oratoria sonora, por las grandes figuras de la historia y la admiración de ambos por el tribuno Presidente Andueza Palacio. La escena de la pensión de Efraín Rendiles relatada por Eloy G. González a Vicente Gerbasi, es un gran cuadro de esa historia que llamamos menuda, doméstica o pequeña pero que en oportunidades sirve mejor que un largo estudio para descifrar la clave de una situación nacional. Como Crespo había muerto, Eloy G. González pierde la posición oficial que le había brindado el caudillo desaparecido. Vive en una pensión cercana al Palacio Presidencial. En la pieza vecina habita el joven General Cipriano Castro que ha venido desde su exilio en Cúcuta a visitar al nuevo Presidente. Pero pasan los días y la afrenta de las largas antesalas termina por incomodar al jefe tachirense. Al correr los días Castro y González se hacen amigos. Bolívar, Napoléon, Crespo, Guzmán Blanco, Andueza son los temas de la diaria conversación. Pero sobre todo, los une el odio a Ignacio Andrade que se ha empeñado en hacerlos victimas de su recién estrenada soberbia. Es abril de 1899. La noche en que se despide Castro, los papeles están repartidos: Castro será el jefe de una nueva revolución; González redactará las

proclamas y será el secretario del nuevo caudillo y el posadero Rendiles, quien ha facilitado algún dinero a Castro para su viaje de retorno, será altísima figura del próximo gobierno, tal vez Ministro de Hacienda. El último domingo de octubre de 1899 el sueño se convierte en increíble realidad. Castro es el Jefe; González, el Secretario; Rendiles. El Ministro. Pero esta no es una situación definitiva, sino uno de los vaivenes del péndulo. Castro vanidoso y olvidadizo tendrá muy pronto otros amigos y González vuelve a sus labores de periodista, a su escritorio en “El Cojo Ilustrado”, regresa a sus cátedras y antes de que Cipriano Castro abandone el poder y la patria, antes de 1908, Eloy G. González habrá concluido la redacción de los tres libros fundamentales de su obra como historiados: “Al margen de la Epopeya, Dentro de la Cosiata y La Ración del Boa”. “Fue el orador por excelencia de nuestra generación”, dijo Key Ayala, al hablar de González. Quienes lo oyeron en la tribuna recuerdan el maravilloso espectáculo de su elocuencia, la riqueza de sus conceptos, la novedad de sus frases, el brillo y el diapasón de voz. Marco Antonio Saluzzo, para hablar de las virtudes tribunicias de González recordó a Fermín Toro, a Jacinto Gutiérrez, a Pedro José Rojas, a Ildefonso Riera Aguinagalde, a Raimundo Andueza palacio, los gigantes de la oratoria venezolana en un tiempo en que la palabra podía tremolearse como una bandera sobre las multitudes. Y repitió el dicho de Andrés Eusebio Level acerca de Don Jacinto Gutiérrez: “pequeño de estatura cuando calla, máximo cuando habla”. Ya hemos dicho que entre los políticos venezolanos de finales del siglo XIX que admiraba Eloy G. González tenía puesto de especial predilección el Doctor Raimundo Andueza Palacio, el único político y abogado que en el pasado venezolano llegó a la Presidencia por la escala del verbo. En la oportunidad de su elogio a Elías Toro, González calificó a Raimundo Andueza Palacio de “arrogante Hortensio de la Protesta, poderoso insuflador de tempestades sobre el espíritu de las muchedumbres”. Si soñó transitar los mismos caminos del otro llanero, la vida le burló su aspiración, pues le tocó crecer, madurar y casi morir en una Venezuela sometida al silencio.

TOMADO DE:

Velásquez, Ramón J. (1981). Individuos de Número. Academia Nacional de la Historia. Caracas. Pp. 99-107.


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NUESTRA VITALIDAD ELOY G. GONZÁLEZ

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ería imposible precisar el límite de longevidad del llanero, si se lograse neutralizar las causas externas de debilitamiento y destrucción que reinan en su país. Es sorprendente que en aquella tierra baja, tórrida, especifica del paludismo y de la fatiga, los hombres posean una resistencia y alcancen a una edad vencedoras de todas las agresiones morbosas, al punto de que el índice de mortalidad nunca es superior al de las regiones más salutíferas de Venezuela. Se ven turbas languidescentes, extenuadas, anémicas, errantes por el poblado, habitadoras de la campaña, que sobrellevan victoriosamente la carga de su miseria corporal, más grave de año en año, sin que sucumban bajo sus progresos y su pesadumbre. Los mendigos, los invalidados por lentas e inerrables dolencias, se hacen tradicionales en nuestros poblados, padeciendo afecciones progresivas y acarreando una vida dolorosa y mísera, capaz para vencer cualquiera fortaleza en otros medios más favorables a la economía. Esto se le da un semblante triste, doliente, compadecible, a la muchedumbre desvalida del llano. Pero este fenómeno, esta suerte de morbización, de inmunización contra todas las virulencias y las crueldades, seguramente viene garantizada desde la infancia del llanero, en orden biológico y en orden sociológico. En efecto, la alimentación compleja que le suministran al hijo de la pampa los reinos vegetal y animal, es rica y abundante: leche, carnes y granos, son de la mejor calidad exigida por la ciencia y provista por la naturaleza. En el llano no hay que recurrir, en cuanto a alimentación, a ninguna de las indicaciones y ni de los procedimientos artificiales que cercan de guardia protectora la vida ciudadana: todo responde, en ese sentido, al objeto primero de la conservación y de la prolongación de la existencia. La especie vacuna llanera es soberbia, por lo que hace a producto alimenticio: descontada la incuria del criador, que no se preocupa por los constantes y exquisitos cuidados que hacen de la cría y de su industria una tarea rudísima en las ciudades y en los países foráneos de la llanura, nuestras reses necesitan apenas una brevísima temporada de atención inteligente, para hacerlas competidoras de las más famosas. Su alimentación discre-

cional contribuye decisivamente a la excelente calidad de la leche y de la carne; y su número permite prescindir de los cuidados higiénicos y reparadores que se exigen fuera de nuestro país. Si la calidad de la leche no responde, prácticamente, para el llanero, a los índices teóricos señalados en los laboratorios por el lactoscopio, el cremómetro, y el lactodensímetro, se larga la res a la llanura y se cosecha otra, que a su vez es remplazada con otra, por deficiencia, y así sucesivamente. Ningún temor, tampoco, a falsificaciones: ¿aqué, cuando el azumbre (dos litros), nos importaría, en un caso imprevisto, medio bolívar? La carne ofrecida al consumo desaparece bajo densa capa de grasa; los huesos están nutridos de gruesa médula; los músculos resplandecen, rojos, bajo la sangre que destilan; la vaca no se abate sino entre los cinco y los siete años, cuando posee su carne, precisamente una perfecta proporción de fibrina y tejido gelatígeno, y de ella no consumen sino los cuartos musculares, róseos, firmes, elásticos, de olor suave y fresco. En cuanto a su preparación, el llanero es maestro en este género de cocina: no tiene otro rival en América sino el gaucho argentino. Pero, hay también allí una causa poderosa de longevidad, un almacenamiento inicial de la vida desde la infancia: la madre llanera cría a su hijo. Y lo cría sin mandatos de la ley, sin prescripciones de la ordenanza policial, sin fórmulas de buen parecer: como cría a todos los suyos la poderosa y sabía naturaleza. En mi país desde que la mujer es madre, quedan abolidas para ella todas las preocupaciones, todos los cuidados que no se relacionen directamente con la salud y la vida de su hijo, desde la campesina, que procede como hija espontánea de la sola tierra, hasta la patricia, que se transforma en nodriza. Para siempre jamás se ausentan del pensamiento de nuestras mujeres, hechas madres, la coquetería, la presunción, la vanidad, la gloria orgullosa de la edad y de la belleza: la mujer llanera llena de majestad de su vida con la íntima profunda dignidad de ser madre; y la siente, la reverencia, la respeta y la ejerce con el fervor, el celo y la santidad de un sacerdocio. No son, para ella, la belleza personal, ni la prestancia corporal, ni la juventud palpitantes las que alumbran y hacen risueña la felicidad doméstica: la fide-

lidad conyugal, la paz leal e imperturbable de nuestros hogares llaneros, no están sostenidas por esos vínculos tan frágiles y miserandos, tan peligrosos y decorativos, que los rompa las más tenue brisa adversa, soplada de improvisto por la naturaleza misma, en el ala sutil de una dolencia, o por los eventos de la vida, desde la faz nefaria de una vicisitud social. Algo poderoso y magnífico enriquece allí la caución de la longevidad: el eterno amor consolidado por la transmisión secular de generaciones ancestrales, enseñadas al efecto respetuoso y a la piedad cariñosa; amor seguro y sereno, sin revestimientos frágiles de artificios, sin zalemas irritantes de mujerzuela, ni fingidos aspavientos de hembra… En mi país no habría necesitado M. Roussel invocar ese extraño derecho a que se ha apelado en Francia: el derecho del hijo a su madre. Entre nosotros no se efectuará jamás esa estúpida inversión de los términos inamovibles de la naturaleza, por la cual un

deber rudimentario. un ejercicio cuasi mecánico de animalidad, requiera las fórmulas prescriptivas del código, para ser cumplido. El orden moral como el orden físico están incesantemente satisfechos por nuestras madres: en la llanura no hay mamilas mercenarias, que envilezcan el cuerpo y el alma del hijo ajeno, creando generaciones para una futura Bizancio…. Las ideas de familia y de madre tienen en mi país un altísimo sentido moral, rigoroso, estricto y solemne: allí no se promiscua la adusta y altiva irreductibilidad de los lares sacrosantos. Burdos, si queréis, desgarbados de cuerpo y rudos de espíritu; pero la sangre que corre por aquellas venas es inalterable sangre abolenga, que viene descendiendo por pisos de genealogía en un insospechable raudal ancestral; y mientras en otros medios se distienden y se debilitan las túnicas arteriales humedecidas por jugos bastardos, hinche las nuestras la vieja sangre llanera, –sorbida en el

pezón materno–, que atraviesa triunfante por entre los homicidas agresiones de nuestra propia tierra, solamente en tardes centenarias vencida por las virulencias de la llanura. El niño está constantemente en el regazo materno; y cuando infante, y todavía adolescente, bajo el techo familiar, sufriendo aquella enseñanza vigorizante del quehacer llanero y aprendiendo aquella escuela inmunizante de la tiranía doméstica, que lo enseña a ser dominador; haciéndolo olvidar, más tarde, de que ha sido esclavo. Pero esos cerrojos son profilácticos: bajo ellos, mientras el llanero no es hombre, salva su vida eficiente de los cercenamientos reiterados y hace adelantada provisión de vitalidad, para luchar contra su llanura y domarla y someterla hasta que se pone, remotamente, el sol de su existencia.

FUENTE El Cojo Ilustrado, 15 de octubre de 1906. año XV. Nº 356. Pp. 631-632.


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