Desafio silencioso reto de la humanidad

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DesafĂ­o silencioso La humanidad ante un reto inaplazable: solidaridad o naufragio colectivo

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Índice

Prefacio ...........................................................................

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Introducción ....................................................................

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Capítulo 1: En la encrucijada ......................................... 15 Cuando no salen las cuentas....................................................................... Casino Global............................................................................................. Bienaventurados los pobres........................................................................ Los derechos sociales en retirada ............................................................... Una doble ceguera......................................................................................

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Capítulo 2: Regreso a la oscuridad................................. 33 El crepúsculo de la razón ........................................................................... Lo humano y lo útil .................................................................................... La hoguera de los ideales ........................................................................... Posmodernismo: el escenario perfecto ....................................................... Buscando con desesperación un enemigo ..................................................

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Capítulo 3: La ciencia de la vida y de la muerte ............ 49 Breve historia del disparate ........................................................................ La receta definitiva..................................................................................... Falacias y mitos.......................................................................................... Contra el primer mandamiento................................................................... A modo de corolario...................................................................................

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Capítulo 4: Sobre la libertad… y sobre la felicidad ....... 71 ¿Qué libertad? ............................................................................................ Coartadas y contradicciones....................................................................... Mi reino por una sonrisa............................................................................. Felicidad y Estado ...................................................................................... El juego de los espejos ............................................................................... Señales en el laberinto................................................................................

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Capítulo 5: Anatomía de la bestia ..................................

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Lucifer burlado........................................................................................... La soledad como marca.............................................................................. Pillados por sorpresa .................................................................................. La perversión de la moral........................................................................... La buena voluntad ......................................................................................

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Capítulo 6: El desafío ..................................................... 121 La trampa de la resignación ....................................................................... Trenes en vía muerta .................................................................................. Gigante con pies de barro........................................................................... El enemigo invisible................................................................................... Jugar no nos cuesta nada ............................................................................

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Algunos libros................................................................. 145

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Prefacio

Ahora que he dado por concluido este libro, me veo en la necesidad y en la obligación de hacer una aclaración previa. Cuando se escribe un ensayo cuyo contenido, en mayor o menor medida, está conformado por algún tipo de problemática global, se corre el riesgo de que la percepción de la realidad que se analiza haya cambiado radicalmente durante el tiempo que se tarda en llevarlo a término. Desde luego, es imposible que ningún texto se haga eco de la forma tan vertiginosa en la que se suceden los distintos focos de interés en el mundo actual. Si a partir del 11-S el epicentro del debate público se situaba en el terrorismo islamista internacional, a mediados de 2006 fue desplazándose a la amenaza del calentamiento global y desde 2008 sólo se habla de crisis económica. Curiosamente, en las páginas de este libro se anticipa el advenimiento de una gran crisis económica cuya antesala bien podría ser lo que estamos viviendo en estos momentos, pero no es ese ni mucho menos su argumento central. Prever el colapso del disparatado modelo económico que viene rigiendo el mundo desde hace 25 años no tiene mayor mérito, puesto que para ello basta con hacer un mínimo ejercicio de sentido común (o haber leído a Marx); pero es cierto que, sea del alcance que sea, la incipiente crisis financiera mundial parece haber eclipsado por completo problemas de mucho más calado que, no por haber perdido actualidad, han dejado de estar ahí. He considerado, por ello, que no era necesario revisar ni modificar ninguna de las afirmaciones o de los argumentos que en el libro se recogen en relación, bien con los asuntos más inquietantes de nuestro tiempo, bien con el desenvolvimiento de la economía (tema al que dedico un capítulo); máxime cuando nada de lo que está sucediendo actualmente contradice en lo más mínimo lo que el libro expone, sino más bien todo lo contrario. Pero sobre todo porque su intención no es la de centrarse en ningún tipo de crisis o problemática concreta, sino trascender a todas ellas para ir en busca del verdadero origen de nuestra situación actual y ofrecer una alternativa capaz de devolvernos a la senda del progreso social y humano que, a todas luces, hemos abandonado.

Septiembre de 2008

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Introducción

Ante todo, me gustaría dejar claro que ésta es una reflexión que se centra en lo importante, mucho más que en lo urgente. Este libro no fue concebido con vocación salvadora sino liberadora. Desde sus páginas se aspira más a la justicia en el mundo que a su salvación; se apuesta mucho más por la dignidad que por la supervivencia; por la vida amable que por vivir a cualquier precio. Esto significa que la situación es de tal naturaleza que, si no se aborda lo importante, lo urgente se me antoja no sólo irremediable, sino también por completo irrelevante. Pensemos, por ejemplo, en el calentamiento global y sus aterradoras consecuencias para la supervivencia de nuestra especie. Imaginemos que el orden global quedara en suspenso por unos años y que toda nuestra capacidad tecnológica y humana se pusiera al servicio de esa causa hasta conseguir conjurar el peligro. ¿Merecería la pena? ¿Merece esfuerzos y sacrificios mantener en pie lo que hemos construido? ¿La civilización del expolio, la exclusión y la codicia puede alentar una lucha como la que se avecina? ¿Hay algo hermoso que merezca sobrevivir? ¡Desde luego que lo hay!... Bueno, todavía lo hay. Pero si se deja seguir actuando sin cortapisas a la globalización neoliberal durante algunas decenas de años más, no quedará ni una brizna de humanidad encima de la Tierra por la que merezca la pena luchar. Todo será poder, dinero, opresión, consumo abúlico, exclusión, lujo insolente, desesperanza, hastío… Unos pocos señores del dinero absortos en sus luchas titánicas por dominarlo todo mientras el resto de la humanidad se afana por sobrevivir con lo que aquéllos tengan a bien dispensarles. En el tiempo que se tarda en leer esta introducción –si he sido lo bastante ameno para que se lea de un tirón–, habrán muerto 28.000 personas en el mundo por falta de recursos básicos; se habrán vertido en la atmósfera 1,7 millones de toneladas de CO2; habrán sido reclutados 25 niños para la esclavitud sexual, bélica o industrial; se habrán extinguido 2 especies por la acción directa del hombre; se habrán dilapidado 1.000 millones de euros en lujo suntuario… A esta breve descripción se le llama, desde la jerga justificadora, «demagogia». Para cada crítica o análisis, por muy fundamentados que estén en datos reales, hay una palabra, una etiqueta o incluso un insulto. Así, a un programa político que se centre en las necesidades de los desfavorecidos se le llama «populismo»; a las incertidumbres provocadas por la especulación financiera se les llama «turbulencias», y cuando esas incertidumbres desembocan en crisis se trata de «desajustes imprevistos». Si las diferencias entre las rentas altas y bajas se vuelve desmesurada, eso es debido a las «imperfecciones del mercado»; y cuando en los llamados países emergentes los niños se ven obligados a trabajar desde los 8 años de edad se habla de «fase de transición eventual». A la especulación se le llama «capacidad de riesgo», a 8


los bajos salarios «competitividad», a la merma de los servicios públicos «alineamiento con el mercado» y al hambre «coyuntura indeseable». Todo un glosario de expresiones y términos engañosos (aunque tranquilizadores) ha ido creciendo al mismo tiempo que crecía el despojo moral y material del mundo durante los últimos treinta años. Un selecto minidiccionario alimentado sin cesar con nuevas entradas que tienen la misión de conjurar el mal con sólo ser nombradas. Es lo que conforma la retórica de lo políticamente correcto en un mundo en el que llamar a las cosas por su nombre se ha convertido en la expresión más grosera del mal gusto. “Dejad que se adueñen de los vocablos, y os tendrán por entero”, escribió Fernando Lázaro Carreter. ¿Qué fue del bien y del mal? Se nos dijo que el segundo venía siempre emboscado en las certezas de hombres que decían perseguir el primero. Partiendo de esa incontestable ley, desde el púlpito liberal-conservador se proclamó haber por fin desenmascarado al mismísimo diablo. No el odio, ni la ambición, ni la vanidad, ni el ansia de poder, sino la verdad misma. La mejor manera de evitar que los tiranos se escondan tras de alguna supuesta verdad para realizar sus maquiavélicos planes es aniquilar las verdades; no una ni varias, sino todas... ¿Todas?, bueno, casi todas. La clase dirigente actual es mudable, flexible y ambigua en relación con todo excepto con la doctrina del libre mercado. Es tolerante y equívoca con lo que más firmeza exige (las calamidades y padecimientos de la humanidad), mientras se niega a revisar una sola coma del catecismo neoliberal. Robert Victor Sampson, un psicoanalista inglés que escribió páginas memorables acerca de la irreconciliable dualidad del ser humano, ya supo ver con una clarividencia admirable, en pleno esplendor del Estado del bienestar, que el relativismo que se estaba apoderando de la cultura occidental iba a ser el talón de Aquiles del progreso social conseguido a trancas y barrancas por la humanidad (o una parte de ella) a lo largo de los últimos cien años. Fue consciente de que se estaba librando una soterrada lucha ideológica en la que las fuerzas reaccionarias abandonaban los viejos ideales de fraternidad e igualdad que nos legó el Siglo de las Luces –y en los que en realidad nunca habían creído–, para atacar sin rodeos la línea de flotación del buque del progreso: la verdad. Con el inestimable apoyo del pensamiento posmoderno y la complicidad de una izquierda cada vez más desconcertada y aburguesada, consiguieron dar por muerta la verdad y enterrarla junto a su embarazoso séquito: la moral, la justicia, la igualdad, el bien común… Sin embargo, una vez aniquilada esa verdad que apenas había empezado a ser esbozada por la modernidad tras milenios de confusión bajo la égida de la religión y las supersticiones, algo había que poner en su lugar. Y lo que ha ocupado su lugar es ese conglomerado de dogmas irracionales y premisas infundadas que ha venido en llamarse «pensamiento único». Un fundamentalismo excluyente que, con sus mitos, sus promesas de felicidad y su catálogo de recompensas y castigos, vuelve a sumergir a la civilización en las tinieblas de la ignorancia y en la dependencia del infantilismo. Se trata de una ideología cerrada e incontestable que se presenta sin embargo enmascarada de no-ideología, de multiculturalismo, tolerancia y «sociedad abierta». Tal ver por ello pueda ser tachada de la peor de las ideologías. No se impone por la fuerza, sino desarmando las conciencias de toda capacidad de cuestionamiento a través de una progresiva aniquilación de la capacidad que tiene el hombre para pensar y para pensarse. Se establecen taxativamente las necesidades humanas y la manera de colmarlas; se apela a verdades universales cuyo mero cuestionamiento es digno de reprobación, burla o persecución y se traslada a un futuro incierto la felicidad universal. Pero, por encima de todo, se consigue la resignación de las masas mediante la ficción de que la realidad no puede ser de otra manera. Se reinterpreta la historia, se falsea la memoria, se niega la evidencia o se desacredita cualquier dato incompatible con la doctrina. Una vez que el principio de realidad («todo lo que es, debe ser»), es acatado mayoritariamente, un sistema de dominación empieza a tenerse

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a sí mismo por conclusivo e inexpugnable. ¿No se refieren a él con la más petulante y aterradora de las expresiones: «fin de la historia»? Sin embargo, la historia ha mostrado hasta la saciedad que tiene una inagotable capacidad para levantarse de la tumba y seguir su curso, y que toda Gran Mentira con la que se trata de amordazar y maniatar a los pueblos siempre termina cayendo. Para que otra mentira ocupe su lugar, tal vez; pero sin olvidar que, entre mentira y mentira, el progreso no se detiene. La gente de bien sigue avanzando, tomando conciencia de su realidad y queriendo cada día un poco más. Los métodos de aleccionamiento y control deben hacerse, por ello, más sutiles y sofisticados; el abuso mucho más razonable; y la infamia completamente rutinaria. Pero afortunadamente todavía está lejos el día en que puedan jactarse de haber creado la cárcel perfecta. En la primera mitad del siglo pasado Aldous Huxley y George Orwell describieron en sus respectivas novelas, Un Mundo Feliz y 1984, las dos pesadillas futuristas en las que podría desembocar la civilización industrial. Dos metas antagónicas para un mismo itinerario: el hedonismo nihilista programado y la entrega forzosa a un terrible Absoluto. ¿Quién de los dos ha llevado razón? Parece que estamos siendo capaces de arreglárnoslas para tomar lo peor de ambos mundos. Tal vez no sea tan distinto lo que subyace a esas dos formas de cerrar el progreso. O tal vez la civilización real que ha surgido de aquél presente que tanto inquietaba a ambos autores sólo represente una oscilación del péndulo que se puso en marcha con la Ilustración. Tras el riesgo durante los tres primeros cuartos del siglo XX de haber desembocado en un mundo orwelliano se pasó, en su último cuarto, a la realidad más que palpable de entrar en un universo huxleyano. Con la salvedad de que nosotros no contamos con algo que, ante una amenaza global, sí habrían tenido ellos: el control absoluto de la situación. Porque lo que caracteriza nuestra particular pesadilla es que el control se ha logrado mediante el descontrol. La parálisis social ha sobrevenido con sólo dejar hacer a las fuerzas económicas y dejarnos ir ante los vaivenes morales. Nos hemos entregado a una orgía de relativismo a la vez que se lo confiábamos todo a la Santísima Mano Invisible. ¿Quién habrá de venir a socorrernos ahora que nadie está al mando? Hemos decidido jugar a cara o cruz, pero parece que la dichosa moneda sólo tenía dos cruces. “Otro mundo es posible, otro mundo es posible… ¡pero cómo!” exclamaba verdaderamente enojado José Saramago en una entrevista televisiva. Efectivamente, ¿cómo? Porque llega un momento en el que los motivos, los análisis y los deseos empiezan a sobrar y la conciencia reclama acción. ¿Hay algo eficaz que pueda hacerse más allá de adherirse a los buenos propósitos, comprometerse con alguna ONG o manifestarse bajo la inoperante consigna de «eso que hacen ustedes no está bien»? Es más, ¿todo eso no se viene haciendo desde hace ya muchos años sin que en lo esencial haya cambiado nada? La cuestión es: ¿qué podría hacer que surja una política global, unas nuevas instituciones adecuadas al nuevo marco de interdependencia de todos hacia todos, unas reglas del juego y unas normas de convivencia que aseguren una vida digna presente y la posibilidad de un futuro? No que eso haga falta, sino cómo lograrlo. Cada vez está más claro que un problema global necesita una respuesta global, y que una crisis sistémica radical sólo se resuelve con un cambio sistémico también radical. Habría que hacerles ver a los responsables gubernamentales que tienen que revisar el modelo, que atiendan a los datos, a los argumentos y a su propio sentido común; que no hay un solo motivo razonable para esperar que el mercado libre, impulsado por el capital aún más libre, llegue a resolver algún día los problemas, sino más bien todo lo contrario; y que se está pretendiendo superar las más groseras contradicciones encomendándonos a una especie de sabia providencia que nunca termina de llegar. Pero, ¿es posible movilizar a los gobernantes sólo con información, gráficos, memorandos y manifiestos? ¿Está siendo acaso posible con el amontonamiento de excluidos (y de

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cadáveres) delante de sus propios ojos, o con los efectos cada vez más dantescos del cambio climático? Efectivamente, no es suficiente, como creía la optimista Donella Meadows∗, con poner información en sus manos. Las más de las veces ni se paran a leerla y, mucho menos, a considerarla. La realidad se niega sistemáticamente o se atribuye a una fatalidad extrahumana ante la que se pide resignación y entereza. Cualquier analista de los mercados que les traiga los últimos avatares sobre fusiones empresariales, opas, índices bursátiles o acuerdos financieros y comerciales entre los verdaderos caciques globales obtiene mucha más atención que todos los comités de estudios sobre calentamiento global, crisis humanitarias o precariedad social. Este libro se propone, principalmente, dar una respuesta a ese «cómo» cuyo escaso protagonismo entre los críticos y los contestatarios tanto exaspera al bueno de Saramago. Pero no podría hacerlo sin tratar de esclarecer previamente los fundamentos de esa Gran Mentira cultural y antropológica en la que se sustenta el sistema. Aquí se hablará sin rodeos de razón y sinrazón, de tinieblas y de luz, de verdad y mentira, de bondad y maldad... E intentará hacerse, por supuesto, huyendo de ese «poquito de cada» que caracteriza a los enfoques ponderados y condescendientes, maestros en el arte de no irritar y expertos en no apostar por nada. Parafraseando a Felipe González, me atrevo a decir que este libro está escrito con las tripas antes que con la cabeza, si se me permite la expresión. Prefiero errar mil veces en una búsqueda honesta de la verdad que renunciar a ella. Mi objeto no es hacer un inventario de desafueros ni un análisis cargado de datos, índices y pruebas estadísticas, sino intentar dilucidar cómo hemos llegado a un punto en el que, sea cual sea la magnitud de los números, la dimensión de las tragedias o lo sombrío de las amenazas, el sistema lo asimila todo con una frialdad pasmosa, lo digiere sin el más mínimo empacho y lo regurgita encima de los ciudadanos en una forma tal que la mayoría ni sienten ni padecen; ni siquiera cuando son los propios ciudadanos el blanco de las desdichas. Reconocer que somos objeto de manipulación, que se nos está destejiendo como personas, es un paso previo para vencer la resignación y adherirse a la esperanza del «aún se puede». Del mismo modo que lo es reconocer nuestra condición inefablemente biológica, nuestra carga natural, lo que nos ata al río evolutivo de la vida y cuyos límites hay que ser capaces de superar para hacer un provecho digno de la paciente obra de creación que nos hizo posibles tras tres mil millones de años de azaroso trabajo. En este libro se hablará también de economía. No es posible un mundo más humano sin una economía más humana, por lo que habrá que poner en su sitio tan venerada ciencia, sentándola en el asiento de atrás del vehículo en el que viajamos todos. Pero no se presentarán en sus páginas fórmulas económicas al uso, muy en boga últimamente, para erradicar la pobreza allí donde más golpea o para alcanzar los objetivos del desarrollo sostenible. No se hablará de microcréditos, ni de comercio justo, ni de condonación de la deuda externa, ni de la donación del 0,7% del PIB de los países ricos al mundo subdesarrollado para que éste se vuelva más competitivo. Tampoco serán cuestiones de relevancia las recientes medidas que se vienen proponiendo para atajar los problemas medioambientales: el sistema de bonos de contaminación, las cuotas de consumo energético o los incipientes mercados de CO2. Todas esas fórmulas pueden mejorar la situación a corto plazo y, en el mejor de los casos, retrasar el colapso; pero adolecen de cortedad de miras, ya que dejan en manos del mercado toda posible solución. Allí donde el mercado parece estar fallando: más mercado. No deja de ser más de lo mismo, por mucho que algunas de esas medidas tengan la apariencia de estar basadas en la ∗

Donella Meadows es autora, junto con otros científicos, de Informe al Club de Roma: Los límites del crecimiento; una obra que, aunque olvidada, ha sido paradigmática de los intentos que los científicos vienen realizando desde hace muchos años para llamar la atención de los políticos en relación con los riesgos y amenazas que se ciernen sobre el futuro de la humanidad.

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justicia social y en el bien común. Si lo que subyace a su aplicación sigue siendo el afán productivo, la competitividad y el enriquecimiento, poco durarán sus beneficios iniciales. Son muchas las reformas que necesita el modelo económico actual para conducirnos a un mundo no sólo más acogedor y más justo, sino meramente posible; pero no podemos esperar que el problema forme parte de la solución. Nadie intentaría curar a un toxicómano incrementándole la dosis diaria de droga. Las reformas habrán de producirse, posiblemente hasta un punto en el que las nuevas estructuras que rijan la organización social, la producción, el reparto de bienes y el propio comercio, serán de tal naturaleza que ahora ni siquiera podemos imaginarlas, pero no serán impulsadas por los políticos ni instrumentadas por los tecnócratas, sino alentadas por una nueva forma de concebir la vida, forzadas por una voluntad inquebrantable de querer aprovechar la existencia para algo que de verdad merezca la pena. Serán las nuevas motivaciones y una vocación de auténtica libertad las que harán que la economía se pliegue a los hombres y no al contrario. Y como de toda esta realidad que tan poco nos gusta hay un único y último responsable, el ser humano, también de él hablaremos: de lo bueno y lo menos bueno que hay en él, de sus miedos más íntimos y sus pasiones más arcanas, de lo que puede y lo que no puede, de lo que nos une y lo que nos enfrenta, lo que nos eleva y lo que nos arrastra. Cae en el olvido con demasiada facilidad que la realidad la construye ese ser frágil y desvalido al que llamamos hombre; que el mundo se mueve en tal o cual dirección porque hay una miríada de íntimas voluntades queriendo esto o aquello y que no es posible un cambio de rumbo global si no conocemos un poco mejor por qué y cómo son impulsadas esas voluntades. Si hay alguna opción, ha de estar en el alma de cada cual. Este libro va dirigido a todos los que dudan; a los optimistas y a los realistas bien informados; a aquéllos que desesperan de nihilismo y quisieran conformarse consigo mismos; a los que creen en el hombre y a quienes lo desprecian; a los apóstoles de la última oportunidad y a los agoreros incorregibles; a los cansados y a los engañados; a los que buscan y a los que se buscan.

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La verdad es una fruta muy rara, pero todavĂ­a mĂĄs raro es encontrar a alguien capaz de digerirla. Pompeyo Gener

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En la encrucijada

La economía de mercado ha hecho una promesa en los términos de un viejo refrán anglosajón: después de haber devorado la tarta, la tarta seguirá ahí; más aún: sólo devorando compulsivamente la tarta nos aseguramos de que nunca se acabe. Ha hecho otra promesa: todo el que se lo proponga de verdad se saciará en el festín. Y ha rematado con una tercera: quien quede hambriento que no pierda la esperanza, porque la tarta del mañana será mucho mayor que la que estamos devorando hoy. Ese horizonte móvil, siempre presto a renovarse más allá de sus propios límites, es la piedra de toque del nuevo liberalismo, el sistema de pensamiento y acción que organiza el mundo de hoy. Tres son las premisas: 1) la productividad es inagotable, 2) cualquiera puede hacerse rico si se lo propone y se esfuerza lo bastante, y 3) todos arribarán, antes o después, a la Tierra Prometida. Desde luego, un ejercicio de credulidad y optimismo a prueba de toda crítica. Cuando se niega la realidad y se invoca un futuro indeterminable cualquier paraíso es posible. Pero los problemas crecen, como se titulaba aquella vieja serie televisiva del siglo pasado. Y no sólo crecen para los que tienen verdaderos y acuciantes problemas, sino también para quienes creían no tenerlos. Decía Woody Allen que “más que en ningún otro momento de la historia, la humanidad se encuentra ante una encrucijada. Un camino conduce a la desesperación y a mayores tribulaciones; el otro, a la extinción total. Recemos para que se nos conceda la sabiduría para saber elegir sabiamente”. Lo primero que salta a la vista es que nunca antes de ahora habíamos dispuesto de un poder de transformación del medio tan descomunal ni nuestras necesidades y cotas productivas habían alcanzado tamañas cimas. Lo más singular de esta situación actual es que la simple actividad cotidiana de los seres humanos, llevada a cabo sin más intención que la de conseguir los fines de subsistencia, desarrollo y prosperidad, puede dar lugar, si son ciertos los datos y advertencias que llegan desde cada vez más sitios, a la insostenibilidad y el colapso. Y no sólo en el terreno ecológico, sino también, y quizá principalmente, en el plano social y económico. ¿Terminará pasándonos la Naturaleza una factura imposible de pagar? ¿Se podrá seguir tensando la cuerda de la desigualdad sin que se deterioren las relaciones sociales hasta el punto de no ser ya posible la convivencia pacífica entre los hombres y los pueblos? Hay una enorme literatura acerca de lo que ha sido llamado el «nuevo desorden», un estado de cosas que empezó a fraguarse cuando las reglas del juego económico fueron drásticamente cambiadas bajo la excusa de intentar dar respuesta a la crisis inflacionaria que se desencadenó en la década de los años 70 del pasado siglo; que se apuntaló de forma decisiva con el nuevo orden político internacional surgido tras la caída del Muro de Berlín, la desapa16


rición del bloque comunista y la progresiva descomposición de la URSS; y que se ha consolidado definitivamente con los acontecimientos relacionados con el terrorismo islamista internacional. Esos libros, informes y análisis, aunque centrados inicialmente en el riesgo de guerra nuclear y crisis energética, se hicieron más tarde extensivos a una amplia gama de amenazas y desequilibrios, todos ellos con una raíz común: la globalización neoliberal y sus imprevistas consecuencias en términos de exclusión, descomposición social y crisis medioambiental. Tras más de 30 años de advertencias y llamadas a la cordura se ha llegado sin embargo a un punto en el que da la sensación de estar ante una cuestión de pareceres, como si el debate hubiera que plantearlo en el terreno de las opiniones. «Usted piensa que las cosas no van bien, pero yo opino que van mejor que nunca, así que no sigamos discutiendo, porque jamás nos pondríamos de acuerdo». Pero cuando se habla de límites físicos en la disponibilidad de recursos no renovables, de acumulación de CO2 en la atmósfera y cambio climático, de niveles nunca conocidos de desigualdad entre personas y países, de refugiados medioambientales, de escasez de agua potable, de extinción de especies, de muertes por hambre o por enfermedades curables…; eso no son meras opiniones, sino datos reales que desgraciadamente no pueden ser rebatidos con los datos contrarios. Por otro lado, la realidad social y cultural que se manifiesta día a día parece desafiar abiertamente todas esas cuestiones: el consumo privado crece sin cesar entre quienes pueden permitírselo, las ofertas de diversión y ocio son cada vez mayores, el lujo y la ostentación proliferan hasta en los rincones más depauperados del planeta. Evidentemente, si la conducta de las masas fuese sinónimo de sabiduría nadie podría negar que nos aguarda un futuro esplendoroso. Pero he aquí como los destinos trágicos gustan del disfraz de bufón. Así ha sido en toda ocasión histórica en que alguna civilización se encontraba en la antesala de su ruina o desaparición. ¿Quién puede sospechar que bajo el ropaje festivo del titiritero de la Corte se agita impaciente la avidez de la muerte? Da la sensación de que el ciudadano de a pie, tras haber optado por ponerse una venda en los ojos, se apresta a agotar su última voluntad en la exuberante prodigalidad del mercado, en su ilimitada oferta de baratijas y placeres efímeros. Incluso se presenta tal actitud como la prueba irrefutable de que nunca estuvimos mejor. Es precisamente ese ambiente de aparente optimismo, deducido a la ligera de la euforia consumista, uno de los argumentos de base para no acometer cambio alguno. Proporciona a los poderes económicos la prueba de que el modelo capitalista hace feliz a las personas y ofrece una coartada a los poderes políticos para justificar su inmovilismo. …Un trozo de plástico, una simple muñeca, un inocente juguete que alguien regaló rutinariamente a mi hija de siete años; una pieza entre artesanal e industrial con un acabado primoroso: sus ropajes, sus zapatitos, el pequeño biberón, el envoltorio impecable… ¡dos euros! ¿Qué hay detrás de ese ridículo precio? ¿Se trata de la «magia» de la globalización, capaz de poner en manos de cualquier niño un trozo de felicidad por tan módica cantidad? Una buena dosis de autoindulgencia y esa tendencia que todos tenemos a «blindar» la felicidad exigen quedarse ahí, pero yo no lo consigo. ¿Quién la fabricó? ¿Qué pudo quedar para las manos que se esmeraron en confeccionarla, una vez descontados la materia prima, las instalaciones, el equipamiento, los costes energéticos, el transporte a miles de kilómetros, la ganancia del fabricante, la del intermediario, la del mayorista, la del tendero…? Las plantas de montaje donde se paga un euro por jornadas de catorce horas hacen posible el milagro… De nuevo el zarandeo, la toma de conciencia, la realidad.

La realidad es tozuda, no se doblega ante interpretaciones mistificadas, velos de falso optimismo o análisis maquillados por lo políticamente correcto; muy al contrario, lo penetra todo para instalarse en el corazón de las personas y llenar de inquietud y desaliento su devenir

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cotidiano. El nihilismo, verdadero paradigma de nuestro tiempo, es algo que se instala en el alma y de ésta pasa al rostro de forma inevitable, aunque ni se comprenda ni nunca se haya oído hablar de él. El propósito de este primer capítulo es hacer un breve recorrido por algunos de los aspectos más inquietantes del mundo actual e intentar mostrar que el mercado no sólo es incapaz de resolverlos, sino que también es responsable de ellos. Como ya manifesté en la introducción, mi compromiso es el de no hacer acopio de datos y cifras, los cuales, según mi propia experiencia, abruman la conciencia pero apenas si dicen nada de por qué esos números y no otros. Son ya demasiados los libros publicados en los que se expone el qué con todo lujo de detalles, pero casi nunca se profundiza en el por qué. Por otro lado, pienso que la encrucijada en la que nos encontramos en relación con el medio ambiente, la desigualdad y el deterioro de la convivencia está ampliamente argumentada y contrastada, por lo que huelga seguir insistiendo por ese terreno. Las fuentes son innumerables, las voces de una probada credibilidad y los organismos e instituciones que llaman a la cordura están fuera de toda sospecha. La problemática de este inicio de milenio es multidimensional y tiene un alcance global en un sentido tanto físico como social, abarcando desde el agotamiento de recursos naturales hasta la crisis de valores, desde la contaminación hasta la desigualdad extrema, desde la descomposición social hasta el malestar espiritual. Pero el que todos estos aspectos parezcan haberse confabulado para salir simultáneamente a la luz no es tanto una cuestión de fatalidad como de necesidad y coherencia histórica. Todos son consecuencia, de un modo u otro, del modelo que hemos elegido para organizarnos y de una concepción de la vida que pone el énfasis de forma casi exclusiva en lo material. En otras palabras, el modelo económico y el paradigma cultural imperantes a partir del último cuarto del siglo pasado no podían haber generado una realidad distinta de la que ahora tenemos. Hay, qué duda cabe, un estado de opinión diametralmente opuesto que asegura que ninguno de los atolladeros en los que nos encontramos metidos, «caso de ser reales», tienen que ver con el libre mercado. A éste se le llegan a admitir ligeros «desajustes e imperfecciones que se corregirán con el tiempo», pero nada más. El capitalismo ha encontrado en las cifras macroeconómicas un filón inagotable para la justificación y el autobombo. Cuanto más grueso es el cristal que se coloca entre el ojo y la realidad más difícil es ver los detalles y más fácil ignorar los daños colaterales. Si usted es de los que opina que vivimos en un mundo razonablemente próspero y feliz, que cada día lo es un poco más, tal vez le resulte algo incómodo seguir leyendo.

Cuando no salen las cuentas

Hablar de una crisis medioambiental de proporciones globales es hablar de la testarudez de los números, de la inexorabilidad de la aritmética. Hace muchos años que a los científicos y a los expertos en la materia no les salen las cuentas. Actualmente se vierten al año 25.000 millones de toneladas de CO2 a la atmósfera como consecuencia de la quema de combustibles fósiles; el tercio del total de la superficie de bosque maduro ha desaparecido del globo desde los años 50 del siglo XX; el suelo fértil se envenena con 40 millones de toneladas de pesticidas y herbicidas cada año; los desiertos avanzan a un ritmo de 50.000 Km2 anuales; la pérdida de biodiversidad y la extinción masiva de especies animales y vegetales se revisan al alza año tras año… Hay un concepto que vienen manejando los expertos desde hace tiempo para describir la situación: extralimitación. Según todos los indicios y datos disponibles, desde finales de la 18


década de 1980 el consumo anual de todos los habitantes del planeta supera la capacidad que éste tiene para regenerar los productos consumidos. Los límites que se han sobrepasado no son sólo los límites de la regeneración de recursos, sino también los de absorción de desechos, o sea, los que afectan a la contaminación. Sin embargo, el concepto en cuestión es un arma de doble filo, puesto que da pie a una contraofensiva simplista pero eficaz por parte de la postura oficial: «si se han rebasado los límites, ¿por qué seguimos creciendo?; o sea, ¿por qué cada año se produce más y se consume más?» El término «límite» se entiende comúnmente como una barrera que no es posible traspasar. El simple hecho de reconocer que estamos más allá de esos límites es prueba suficiente de que las barreras, aunque las haya, no se encuentran ni mucho menos donde dicen los alarmistas. Algo parecido ocurre con el famoso concepto de la huella ecológica (la porción de terreno necesario para proporcionar los recursos y absorber los residuos que necesita una persona o un país para mantener sus niveles de consumo). Si se dice que la huella global de los habitantes del planeta equivale ya a una superficie casi dos veces superior a la disponible, esto es, que harían falta casi un par planetas como el nuestro para mantener los niveles de producción y contaminación actuales, «¿por qué nos las arreglamos tan bien con uno solo?» Los límites sostenibles pueden sobrepasarse sin que apenas se note o incluso sin que se note en absoluto, y esa es la terrible fatalidad de la situación actual. Si las señales de sobrepasamiento no son lo bastante fuertes y dramáticas el sistema no reaccionará; es más, la experiencia demuestra que ni siquiera lo hará en tales casos (recuérdese cómo el huracán Katrina hizo arrodillarse y dejó sin respuesta al país más poderoso de la Tierra sin que ello le hiciese cambiar su postura en relación con el «Protocolo de Kioto»). La presión a la que se está sometiendo al medio natural es comparable a la de un puente del que se desconoce su capacidad de resistencia. Imaginemos que ese puente separa una meseta de pocos recursos de otra abundante y próspera. Todos querrán pasar por él lo antes posible al otro lado. Para hacer la travesía hay que pagar unas tasas a los que han construido el puente, quienes aseguran que es irrompible. Una vez que ya hay dentro un ingente número de personas empezarán a oírse las voces de algunos ingenieros y de la gente sensata en general alertando de la posibilidad de que el puente se hunda. No están en contra del viaje, sino que instan a que éste se haga de forma ordenada y controlada. Sin embargo, los promotores de la obra, que están lucrándose; y los líderes de masas, que han prometido un futuro esplendoroso para todos, siguen alentando a que entre cada vez más gente. Y puesto que el puente sigue en pie circulará de un sitio para otro el optimismo oficial: «es mucho más resistente de lo que dicen los aguafiestas de siempre; los alarmistas han vuelto a equivocarse». Poco a poco se irán notando signos de que la carga es demasiado pesada, pero el magnánimo horizonte que aguarda en el otro extremo sigue hipnotizándolos a todos. Los optimistas tienen la prueba inmediata: el puente sigue resistiendo. Los realistas sólo tendrán la prueba cuando el puente se hunda, ¿pero de qué servirá entonces? Esa es la trágica realidad de los problemas ecológicos. No se puede saber hasta dónde podemos llegar en la explotación y deterioro del medio sin rebasar el punto de no retorno, pero ignorar esa posibilidad y seguir actuando de espaldas a ella es sencillamente suicida. Lo que anda detrás de esa resistencia férrea a aceptar la realidad no es sólo un cúmulo de intereses creados alrededor de numerosas industrias y empresas que ven peligrar sus cuentas de resultados si se actuara en consecuencia, sino principalmente la reverencia hacia el «Primer Mandamiento» que el catecismo neoliberal ha conseguido imponer como dogma de fe: el crecimiento económico no puede detenerse. Y, desde luego, afirmar rotundamente que sólo las libertades económicas son capaces de asegurarlo. Evidentemente, se han de hacer auténticos encajes de bolillos para intentar convencer al gran público de la compatibilidad entre libre mercado y desarrollo sostenible. Se habla de avances tecnológicos que el propio mercado dará a la luz de un momento a otro, del inevitable ajuste que tendrán que hacer las

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empresas ante la creciente sensibilidad de los consumidores (sólo terminarán vendiéndose los productos con certificado verde), del poder de contención que van a proporcionar los bonos energéticos («quien contamina paga»), de la próxima rentabilidad de las energías renovables y el consecuente abandono de los combustibles fósiles, de márgenes todavía enormes en la eficiencia energética o en la productividad, etcétera. En definitiva, «hay que tener fe». El problema es que el margen de maniobra con el que contamos se estrecha día a día y el milagro no tiene visos de producirse. Baste el siguiente ejemplo para poner de manifiesto cómo funciona en realidad el mercado en relación con los problemas medioambientales: “Ustedes piensan que la industria ballenera es una organización que está interesada en mantener las ballenas; en realidad se trata más bien de una enorme cantidad de capital que espera generar el máximo rédito posible. Si exterminando las ballenas en diez años obtiene un beneficio del 15 % mientras que sólo obtendría el 10% mediante una captura sostenible, las exterminará en diez años. Después el dinero se irá a otra parte para exterminar otro recurso.”

Esta afirmación, que aparece en el libro de Paul Ehrlich Extinción Animal: Lo que todos deberíamos saber, es la respuesta que le dio un periodista japonés al autor cuando éste se interesó por la obstinación del país del Sol Naciente en seguir adelante con su industria ballenera. Se trata de una cita casi obligada en cualquier libro sobre temas ecológicos por su escalofriante crudeza. Pero aquí lo que interesa destacar, más que el escándalo que en sí misma encierra, es la forma tan gráfica y certera con la que esa afirmación describe la imposible cohabitación entre libre mercado y naturaleza. Por eso es tan absurda la siguiente lindeza (una de tantas con las que nos ha venido obsequiando el presidente norteamericano George Bush Jr. durante los últimos años): “El mercado es amigo del medio ambiente”. El mercado no tiene más motor que la búsqueda de beneficios, y para conseguirlos de la forma más eficaz siempre elegirá el camino más corto y el procedimiento más rápido y barato. Es posible que ese camino sea en algunas ocasiones compatible con los intereses medioambientales (como cuando un recurso virgen escasea tanto que es más rentable reciclarlo que seguir extrayéndolo), pero la gran mayoría de las veces no será así, porque la naturaleza ofrece un activo de incalculable valor que el mercado no dudará en tomar sin miramientos y sin contabilizar los costes para hacer cumplir su objetivo último. Es precisamente esa voracidad del mercado la que invalida cualquier solución a medio plazo que pueda aportarnos la tecnología. Los avances tecnológicos requieren un tiempo de investigación, desarrollo, prueba e implantación que el mercado no está dispuesto a conceder. Esa es la que podríamos llamar contradicción contable del desarrollo sostenible tal y como nos lo presentan los poderes establecidos. En su dimensión antropológica y social la contradicción es aún más radical, si cabe. Contradicción que viene dada por una concepción reduccionista del bienestar humano en virtud de la cual hay una relación directa entre bienestar y consumo. Es más, no cabe hablar sensatamente de otro tipo de bienestar. En tal sentido son emitidos todos los mensajes y signos culturales, económicos y sociales; de tal suerte que la frustración empieza justo donde no llega la capacidad de comprar. Consumir no sólo es bueno en sí mismo, sino que tiene la importantísima función social de incentivar la economía. La ética de la contención y el ahorro como una forma de concebir la vida y de producir bienestar espiritual se ha empezado a entender como algo antisocial e incluso inmoral. Así pues, se crean en las personas constantemente nuevas necesidades y se las convence para que enfoquen toda su vida hacia el consumismo, pero se sigue hablando cínicamente de desarrollo sostenible, cuyos objetivos pasan inevitablemente por una reducción del consumo y del derroche. ¿Pero cuál es la postura del común de la gente ante todos estos problemas y contradicciones? No hay que olvidar que muchos de los aspectos de la encrucijada ecológica son abso-

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lutamente inocultables. La mayoría de las personas, que hasta fechas bastantes recientes sólo eran conscientes de los problemas medioambientales a través de las algaradas y protestas de los grupos ecologistas, ahora están viendo afectada su vida cotidiana por inclemencias climatológicas de carácter extremo o por niveles de contaminación menos tolerables que de costumbre. Están soportando, por ejemplo, golpes de calor que, como el del verano de 2003, se cobran vidas por millares incluso en latitudes tan benignas como las de los países del centro y norte de Europa; o son testigos en tiempo real de las devastadoras consecuencias de huracanes, inundaciones y sequías –no como algo más o menos intermitente y aleatorio, sino como algo recurrente y habitual–. Ahora bien, al tratarse de fenómenos ancestralmente asociados a los designios de la providencia o a ciclos más o menos azarosos de la naturaleza, la reacción natural es la de la resignación. Son acontecimientos que por su magnitud y complejidad parecen escapar de la escala humana y adquieren un tono bíblico, casi apocalíptico: «¿Qué puedo hacer yo ante ellos?» Si a esta visión fatalista le unimos la ambigüedad informativa que hay en relación con estos problemas y la interesada ambivalencia mostrada por todos los que ven peligrar su posición o sus ganancias si se empezaran a tomar medidas serias para atajarlos, se comprenderá fácilmente por qué está habiendo una reacción tan tímida y poco resolutiva tanto por los gobiernos como por los propios ciudadanos.

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Hay economistas a quienes el descontrol de los mercados financieros nacido del laissez faire de la economía de mercado y posibilitado por las nuevas tecnologías de la comunicación para efectuar transacciones astronómicas en tiempo real ya les parece tan potencialmente peligroso como el almacenamiento masivo de armas nucleares. Un accidente financiero de grandes proporciones, sea provocado deliberadamente o resulte de algún fallo en los entresijos del sistema, puede causar más miseria y muerte a medio plazo que la II Guerra Mundial. Hasta algunas cabezas visibles del capitalismo rampante de los últimos años como el financiero George Soros o el expresidente de la Reserva Federal americana, Allan Greenspan, han manifestado en reiteradas ocasiones estar sobrecogidos ante las dimensiones que están cobrando los riesgos asociados a la libre circulación de capitales y reclaman un poco más de control en los mercados financieros. Aunque se trata en gran medida de pura retórica –un salirse de la manada de lobos para ponerse del lado de las ovejas que dignifica mucho–, cuando los mismos gurús del capitalismo empiezan a manifestarse de ese modo tal vez debiéramos prestarles algo de atención. Estamos ante una especie de juego de estrategia económica a escala mundial sin reglas ni restricciones donde todos quieren ganar ya, ganar más y repetir jugada sin esperar turno alguno. Quienes lleguen primero (aquellos que tengan información privilegiada) y quienes apuesten más fuerte (las grandes fortunas, los fondos de inversión y las entidades financieras) se lo llevan todo; dejando tras de sí, si se tercia, un auténtico páramo económico y social. El huracán financiero-especulativo que se ha desatado con la liberalización de los mercados de capitales está detrás de todas las crisis económicas ocurridas durante los últimos 20 años, ha alentado la proliferación de paraísos fiscales en todos los rincones del mundo y es el instrumento perfecto para que el crimen organizado multiplique sus actividades y blanquee sus ganancias sin la más mínima dificultad. Sin embargo, la consecuencia más grave que ha tenido esa estrategia liberalizadora ha sido la de bloquear cualquier iniciativa o reacción por parte de los poderes públicos de los distintos países para defender a la población del poder destructivo del capital. Porque no hay que olvidar que, más acá de la revolución, el pueblo sólo puede defender sus intereses a través de quienes los gobiernan, hayan sido o no elegidos democráticamente. No siempre esos 21


gobernantes se hacen cómplices de los poderes económicos, o al menos no inmediatamente, pero sean cuales sean sus programas políticos, sus compromisos o sus aspiraciones, en lo que toca al orden económico, no tienen nada que decir, y mucho menos nada que hacer. No caben los ajustes ni las reformas porque no hay reglas que ajustar ni normas que reformar. El modelo económico global sólo acepta una norma: quitarlas todas. Por eso las reformas son sólo posibles allí donde quedan leyes que derogar, sectores que desproteger y controles que levantar. El ámbito de decisión de los gobernantes, incluso en los países más poderosos del mundo, hace ya muchos años que, más allá de desregular al dictado de los poderes económicos, sólo puede ceñirse a lo meramente anecdótico. Veamos cómo funciona realmente y cuales son las consecuencias de esta verdadera economía de casino, presentada sin embargo como expresión de los nuevos tiempos y como una simbiosis perfecta entre mercado global y nuevas tecnologías. Según las clases dirigentes la libre circulación de capitales es el combustible del crecimiento económico y lo único que tienen que hacer los distintos gobiernos para atraer a sus países esos capitales es la aceptación y el cumplimiento de unos sencillos criterios: apertura de los mercados internos, estabilidad presupuestaria, reducción del déficit público, control de la inflación, una baja tasa impositiva a las rentas del capital y, si se trata de países del Tercer Mundo, el compromiso de liquidar la deuda en un periodo dado. Bien, así dicho, ¿qué hay de malo en ese paquetito de buen quehacer político y económico? Pasemos sin embargo un buen paño por encima de esos criterios y limpiémoslos de retórica. ¿Qué veríamos entonces? En cualquier parte del mundo veríamos una pérdida de derechos sociales, un recorte en los servicios públicos y una mayor precariedad laboral; una pérdida de poder adquisitivo entre las clase populares y una injusta rebaja de los impuestos al capital. Ahora bien, si dirigimos la mirada particularmente a los países en desarrollo veríamos mucho más: explotación laboral (esclavitud en muchos casos), trabajo infantil, expolio medioambiental, unos gastos mínimos en necesidades o servicios públicos, persecución sindical, gobiernos autoritarios y/o corruptos, etcétera. Pero es que por una lógica elemental no puede ser de otra manera, puesto que el capital no se va a distribuir sabiamente acudiendo allí donde es más necesario, sino simplemente donde más produce, donde esté asegurada una alta rentabilidad. ¿Alguien ha leído en algún manual de economía que las inversiones se hacen para ayudar al prójimo?1 Ahora bien, cuando los organismos multilaterales como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional se dedican a la noble tarea de estimular el desarrollo de los países atrasados o de sacarlos de algún aprieto nunca hablan de privatizar servicios públicos, sino de «alinearse con el mercado»; no exigen flexibilidad y precariedad laboral, sino competitividad; no obligan al monocultivo y a la liquidación de formas ancestrales de vida, sino a que no se pongan trabas a la explotación intensiva y a las exigencias de la pronta rentabilidad. Lo que hacen esos famosos programas de ajuste es imponer una lógica perversa en virtud de la cual los más necesitados, para ganar, tienen que perder; confiándose a la promesa de que algún día los parabienes del crecimiento también les llegarán a ellos. Pero es más, aun cumpliéndose a rajatabla esos criterios, como ocurrió en México en la década de los 90 del siglo pasado y en Argentina durante los primeros años de este siglo, puesto que la voracidad del dinero es absolutamente irracional y la liberalización de los mercados de capitales lo permite, el capital especulativo acudirá como un tiburón hambriento allí donde esas reformas están logrando engordar a la presa y la devorará de unas cuantas dentelladas. Y voilá, ya tenemos servida la 1

Por supuesto, la estabilidad política y el orden interno también puntúan muy alto a la hora de elegir las mejores plazas para invertir; pero estas condiciones, al contrario de lo que pretende vender la ideología neoliberal, no suelen venir dadas en los países en desarrollo por un sistema de gobierno participativo tal y como lo entendemos en Occidente, sino por formas administrativas tutelares, corruptas o abiertamente autoritarias. En una economía de casino el lugar perfecto para invertir es aquel donde la libertad económica es absoluta mientras el resto de libertades son absolutamente ignoradas.

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crisis, cuyo verdadero nombre es «recesión, millones de parados, pobreza, hambre infantil, desesperanza, conflictos sociales, represión…» ¿Qué ocurre si en algún cercano o remoto lugar del mundo llega al poder un gobierno que intenta resistirse a esa lógica? En relación con esto hay que hacer una puntualización previa que a muchos les resultará chocante. Por mucho que se difunda la imagen del líder corrupto y/o ineficaz del mundo en desarrollo, hay que recalcar que no sólo no siempre es así, sino que muchas veces responde a un interés indiscutible de los poderes globales para que en Occidente se tenga un perfil estereotipado de esos líderes al que recurrir en cuanto la ocasión lo requiera; esto es, cuando alcance el poder alguien que intente hacer frente a la lógica de dominación Norte-Sur y recabe para ello el apoyo de la opinión pública internacional. ¿Y cual es ese perfil? Supongo que ustedes ya lo saben, puesto que los gobernantes merecedores del sambenito suelen ocupar más tiempo en los informativos occidentales que sus propios líderes políticos. Ese perfil no es otro que el de un botarate inculto y arrogante, populista y megalómano en el mejor de los casos y psicópata en el peor. Sin embargo, no es tan difícil que un «ser humano» llegue al poder en el Tercer Mundo. Todo lo contrario, merced al principio de proximidad, es en esos países donde es más probable que la política tenga en cuenta las necesidades de la gente. Eso lo saben bien los cooperantes y los misioneros, que han visto cómo han sido derribados innumerables gobiernos y asesinados numerosos líderes políticos por situarse precisamente en esa posición de resistencia. Desgraciadamente también lo saben los poderes que manejan el mundo, los cuales ponen tanto o más ahínco hoy en día en controlar la posibilidad de que acceda al poder un gobierno redistributivo que el que pusieron en su momento para impedir que gobernaran partidos políticos o grupos revolucionarios de ideología marxista. Veamos un ejemplo de lo que venimos diciendo en relación con el tan satanizado populismo con el que han sido bautizados algunos recientes gobiernos de Iberoamérica. “La Constitución que se perfila en Bolivia tendrá mucho de novedad histórica… si sale adelante se habrá conseguido la soberanía estatal sobre los recursos naturales, el pluralismo político, el reconocimiento de las minorías, el respeto por las lenguas indígenas, la potenciación de la economía familiar y comunitaria para hacer factible el desarrollo sostenible y la distribución equitativa de la riqueza. A Europa sólo se le pide no poner zancadillas al proceso jurídico-político que conduciría al nuevo orden constitucional”

Así se expresaba Francisco Fernández Buey, catedrático de filosofía de la Universidad «Pompeu Fabra» en un artículo de opinión aparecido en el diario El País en su edición del 28 de abril de 2006. ¿Es posible ver algo perverso en esa declaración? ¿Por qué quien así se manifiesta pide –casi suplica– a Europa (a los EEUU ni siquiera se atrevería) que se les deje al menos intentarlo? ¿No se trata, ahora sí, de un paquete de objetivos razonables y humanos que mejorarían las condiciones de vida de la gente? Pues bien, ese es el tipo de declaraciones que el capitalismo neoliberal considera poco menos que demoníacas2. 2

Puede parecer abultada la palabra, pero si alguien tiene la estéril ocurrencia de perder el tiempo leyendo libros o artículos de opinión firmados por alguno de esos insufribles intelectuales que se dicen liberales (se quedan con la segunda parte del término «ultra-liberal» cuando en rigor sólo les corresponde la primera) comprobará hasta dónde son capaces de llegar con sus retorcidos argumentos y teorías. Y siempre parapetándose en un concepto del que se creen dueños, pero del que en realidad no saben absolutamente nada: la libertad. Por ejemplo, nunca han tenido empacho alguno en culpar a Salvador Allende de los crímenes cometidos por Pinochet. Apoyándose en el terco e infame argumento ultraliberal de la responsabilidad diferida («las víctimas siempre son culpables»), nos dice que si el presidente legítimo de Chile no hubiese intentado poner trabas al mercado con su programa de socialismo económico, no habría incitado a la revuelta militar. En fin, que si Allende no se hubiese atrevido a tocar el bolsillo de los ricos para aliviar las necesidades de los pobres, no habrían sido asesinados, secuestrados o torturados tantos miles y miles de chilenos inocentes. Y lo dice en términos de una supuesta conmiseración hacia las víctimas del régimen pinochetista. Se entiende que lo que conculcó Allende fue la sagrada libertad que tenían los chilenos de morir según sus propias preferencias: si se estaban muriendo tan a gusto de hambre, ¿por qué los llevaban ahora a morir ante las bayonetas del tirano?

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Ahora estamos en condiciones de responder la pregunta que nos hacíamos: ¿Qué ocurre cuando un gobierno pone el énfasis en sacar de la miseria a los más necesitados con medidas reales que los favorezcan y no apelando a la incierta y quimérica exuberancia del mercado; cuando intenta respetar, aunque sea mínimamente, los derechos de los trabajadores; cuando procura no destruir el medio natural, lucha contra la especulación o grava razonablemente las rentas del capital? Pues que no sólo hará huir a los inversores como si de la peste se tratara, sino que se procurará desde todas las instancias globales de poder que sus objetivos no salgan adelante y, antes o después, el «buen gobierno» será convencido, derribado o corrompido para que se impongan esas condiciones que tanto gustan al dinero. Para terminar de cerrar el círculo, cuando se produce la inevitable quiebra del sistema en algún país o región del mundo, no sólo no se contempla desde los organismos multilaterales llamados al rescate (FMI y BM) la posibilidad de que la dinámica perversa de la que venimos hablando esté detrás del problema, sino que se culpabiliza a las propias víctimas (normalmente con los manidos argumentos de la corrupción de los gobernantes locales y/o la poca abnegación de los pueblos afectados) y se condicionan los planes de ayuda a dos requisitos: que se restituya a los inversores el capital volatilizado durante la crisis y que se adopten las medidas necesarias para restablecer la confianza del capital, esto es, que las condiciones económicas y sociales del país sean lo más atractivas posible para que vuelva el dinero. De tal suerte que la mano de obra se abaratará todavía más; los gastos sociales tendrán que seguir reduciéndose; cualquier vestigio de protección de los mercados interiores tendrá que desaparecer, etc. En su dinámica natural, la libertad de acción de los mercados financieros no entraña en sí misma una cuestión ética; no hay bondad o maldad intrínsecas a los actos y decisiones individuales que, en su conjunto, hacen circular los capitales de acá par allá, sino más bien una lógica incontestable: el dinero sólo busca crecer y multiplicarse, por lo que tenderá a buscar un ambiente propicio para ello. El que de forma colateral incremente el bienestar o la miseria de la gente es completamente ajeno a sus objetivos primarios y naturales. Ahora bien, los efectos de esta alocada partida con las cartas marcadas son casi siempre contrarios a los intereses de la mayoría de las personas puesto que, por una incontestable cuestión de lógica, para que unos pocos ganen mucho hace falta que muchos pierdan algo, o lo pierdan todo. Y todo ello de la forma más aséptica, porque nadie sabe realmente dónde ni cómo se juega su dinero cuando lo coloca en un fondo de inversión o contrata un plan de pensiones. ¿Acaso el ciudadano corriente que busca garantizarse el futuro encontrará alguna relación entre su plan de pensiones y la recesión económica de algún remoto país? ¿Será capaz de relacionar su intento de sacarle partido a sus ahorros y la precariedad y el abuso con los que están siendo contratados sus propios hijos?

Bienaventurados los pobres

No cabe imaginar un mundo en el que las cosas pinten tan bien desde un punto de vista celestial que de cada diez mortales que lo habitan ocho ya tengan ganada la Gloria por pura miseria en vida. Y el porcentaje aumenta sin cesar. Cuando los doctos Padres de la Iglesia concibieron Infierno y Paraíso, atribuyéndoles superficies y espacios de similar magnitud, no tuvieron en cuenta los incontables ejércitos de pobres de solemnidad que habrían de venir en un futuro, todos ellos con el bien ganado derecho a sentarse a la derecha del Padre. El Cielo se va a que24


dar pequeño para compensar a tantas almas del sufrimiento terrenal. Bienaventurados los pobres… Pero que nadie se espante o se sienta abatido; como veremos a continuación, es sólo cuestión de gustos. Cada cual puede apuntarse al que mejor encaje con su temperamento y con su forma de ver la vida. “La globalización, sencillamente, nos hace más ricos o enriquece a un número de personas suficiente para hacer que todo el proceso sea válido”

Así se expresan sin el más mínimo pudor unos tales J. Micklethwait y A. Wooldrigge en su libro, creo que de 2002, Un Futuro Perfecto –uno de entre los incontables títulos que vienen apareciendo en los últimos años para glosar los prodigios de la globalización–. Habría que preguntar a los autores qué consideran ellos un número de personas suficiente. ¿A partir de cuantos perdedores (o de cuantos cadáveres) el proceso dejaría de ser válido? Como contraste a tan burdo triunfalismo, veamos el siguiente relato: El visitante del Primer Mundo se acercó a aquella mujer en una remota aldea africana para ver qué estaba cocinando mientras la miraban atentamente los tres pequeños que estaban tendidos en el suelo de la humilde choza que les servía de cobijo. Su sorpresa fue mayúscula cuando vio que en el interior de la cacerola sólo había agua y unas cuantas piedras, por lo que se apresuró a preguntarle qué estaba haciendo. –Dar de comer a mis hijos– respondió ella. –¿Pero cómo van a comerse esas piedras?– dijo el hombre entre incrédulo y enojado. –Verá señor –le explicó la mujer en un tono sereno– la verdad es que no tengo nada para darles, y así van ya muchos días; por lo que hiervo estas piedras y cuando ellos ven salir humo de la cacerola comienzan a preguntarme –¿cuándo estará, mamá?– a lo que yo respondo –ya falta poco–. Así una y otra vez, hasta que sin darse cuenta se van quedando dormidos. –¿Y de qué puede servirles eso?– dijo el hombre, cada vez más perplejo. A lo que ella le respondió: –durante unas horas, mientras les dure el sueño, apartarán de sí el dolor y vivirán felices– Ahora el tono del hombre se volvió más áspero: –¿Por qué los alimentas con sueños en lugar de enseñarles a buscar y obtener lo que necesitan? Que recorran los alrededores con los ojos bien abiertos o vayan a la ciudad, allí siempre hay oportunidades. –Ya han recorrido kilómetros y han estado en la ciudad– fue la respuesta de la mujer, –pero la única manera de conseguir algo es quitándoselo a otros que están tan hambrientos como nosotros, y ellos no saben hacer eso. Además, si lo hicieran no sólo seguirían sintiendo hambre porque es muy poco lo que hay para robar, sino que la mala conciencia les impediría disfrutar de una «buena comida» durante sus horas de sueño.– Y el hombre se alejó cabizbajo y avergonzado de la escena.

Un relato estremecedor que todos quisiéramos que fuera pura ficción, pero que desgraciadamente describe una práctica habitual en algunos pueblos africanos cuando son azotados por el hambre. Pues bien, la globalización no sólo no se justifica por el enriquecimiento de un número suficiente de personas, sino que un solo caso como el que aquí se narra la desacredita por completo. Ese relato trae también a colación el argumento de moda, el gran justificador de la barbarie del hambre y de la miseria. «Enséñalos a competir y se acabarán sus problemas». «No se te ocurra darles dinero; deben aprender a buscarlo». Ahora bien, pedir que las distintas formas de concebir la vida, las diversas trayectorias étnicas, sociales y culturales; las variopintas maneras de relacionarse con el mundo se hagan todas una y asuman que la competencia y el mercado, entrando hasta en el último rincón de sus tradiciones, les van a traer el pan y la sal, es pedir lo imposible. Pero es más, ojalá nunca sea escuchada una petición así. Porque el mercado no sólo no les traerá el pan, como no lo está haciendo, sino que se llevará la sal; aca-

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bará con la poca alegría que aún pueda reportarles a esos pueblos una forma mucho más humana de entender la vida y relacionarse con sus semejantes. El mercado acabará con la pobreza en el mundo. Esta es una de las grandes proclamas de la ideología dominante. Y bien, ¿por qué no lo ha hecho ya? Explicaciones y argumentos los hay sin duda para llenar volúmenes enteros de hipocresía y de cinismo, pero la única verdad es que llevamos 30 años de medidas neoliberales en todo el planeta sin que se haya avanzado prácticamente nada en este terreno. Es más, si no hubiera sido por la llamada revolución verde, traída de la mano de la ciencia y no del mercado, la situación del hambre en el mundo sería actualmente infinitamente peor de lo que ya es. A pesar de que a los teóricos y a las élites del sistema parece traerles sin cuidado la terquedad de los datos, hace ya años que desde las posiciones de poder se alentó una guerra de cifras para enturbiar la evidencia. Con una batería de «criterios renovados, instrumentos de medida más fiables y estándares comparativos más objetivos» la gran maquinaria de desinformación que tienen a su servicio empezó a lanzar un discurso optimista sobre la reducción de la pobreza en el mundo. Mediante una especie de contabilidad creativa, como la que emplean las empresas para teñir de negro sus números rojos, lograron convencer a muchos y confundir a casi todos acerca de la cruda realidad. Lo que pasa es que esa realidad, si no tan palpable (al menos en Occidente) como las inclemencias provocadas por el cambio climático, tampoco es fácil de ocultar. Del mismo modo que no es posible decir que el clima global es cada vez más estable sin provocar carcajadas, tampoco se puede decir que la humanidad en su conjunto vive cada día mejor sin provocar indignación. Los números tienen la cualidad de enmascarar el dolor, por eso se acude a ellos una y otra vez. Pero, independientemente del tamaño de los números y de la magnitud de la tragedia, el discurso oficial permanecerá inamovible: la erradicación de la pobreza y el fin del hambre en el mundo son una cuestión de tiempo. ¿Cuánto tiempo? Eso depende de la determinación de los propios países pobres para subirse al victorioso corcel del mercado. Así, si los objetivos no se cumplen, como no se están cumpliendo, al menos quedará lavada la conciencia de los gobiernos del Norte –y de no pocos de sus ciudadanos–, puesto que los culpables han sido señalados de antemano. Un modelo que se juzga a priori poco menos que perfecto para incrementar la producción y crear riqueza no puede contener fallos intrínsecos, por lo que sólo la tibieza, la ignorancia o la deshonestidad de quienes lo aplican pueden estar detrás de unos malos resultados. ¿Por qué hay tantas personas en el mundo padeciendo penurias y necesidades materiales en un momento histórico en el que los avances científicos y técnicos, la división del trabajo y la flexibilidad del mercado permiten una producción de bienes y servicios que está muy por encima de lo que todos los habitantes del planeta necesitan para vivir dignamente? Quien se queda pasmado o se siente profundamente decepcionado ante ese sinsentido presupone que el ser humano y sus instituciones están guiados por el bien común. Pero si así fuera lo único que estaría fallando sería el sistema de distribución. Habría que sentar en el banquillo inmediatamente a los funcionarios de aduanas, a los controladores del tráfico aéreo, marítimo y terrestre, a los almacenistas y a los transportistas. «¿Por qué las mercancías no llegan a su destino? –¿Qué mercancías?–, responderían todos ellos». No, desgraciadamente no se trata de un problema de distribución, sino de apropiación. Las mercancías existen, pero no están disponibles, porque tienen dueño y señor. Sin embargo, a pesar de la aparente obviedad, se trata de algo mucho más complejo de lo que parece. De entrada, parece claro que, en un mundo abundante, si hay pobres es porque hay ricos (siempre y cuando no queramos culpar de ello a los funcionarios de aduanas). Pero, para que no haya ricos o para que éstos lo sean algo menos habría que poner coto a la riqueza, controlar la acumulación de bienes, poner bajo sospecha la propiedad privada… ¡Un momento! ¿Acaso no fue eso lo que pretendió el comunismo? La línea argumental, si ha sido capaz

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de llegar hasta aquí, no sigue adelante. Quien sigue reflexionando por ese camino, casi sin notarlo, empieza a sentirse cómplice de ingenierías sociales de malvado propósito; las personas se tornan en su imaginación autómatas deshumanizados, deseosos de escapar a toda costa de la prisión en la que viven; todo lo bueno de la vida es prohibido o vigilado; quien habla es callado; quien protesta, deportado; quien huye, ejecutado... Tal ha sido la eficacia de la cruzada liberal-capitalista contra su enemigo número uno, que no es otro que la aspiración racional y humana de repartir entre todos lo que debiera ser de todos. Cualquier ataque al enriquecimiento individual, cualquier propuesta para controlar la concentración de los medios de producción o el disfrute de casi todo lo producido por parte de unos pocos privilegiados, es hacer apología de colectivismo deshumanizador y apostar por la tiranía. Esa cruzada ha logrado que en el inconsciente colectivo el bien común se identifique con el gulag. Ha conseguido que rechacemos inconscientemente cualquier forma de contestación o crítica que abogue por la única posible solución: impedir que unos pocos acumulen y retengan para sí lo que necesitan todos los demás. Pero la lógica por la que se justifica el reparto desequilibrado e injusto de los bienes es aún más perversa, ya que quienes se encargan de ponerla en curso no cesan de recordarnos a los ciudadanos medios de los países desarrollados que nuestra seguridad material y nuestras comodidades dependen de ese expolio tanto como la buena vida de los ricos, por lo que si estos perdieran sus privilegios nosotros también perderíamos los nuestros. En definitiva, se da por sentado que las élites económicas y la ciudadanía media juegan en el mismo bando y tienen intereses comunes que defender. Por eso la ideología neoliberal considera las aspiraciones solidarias del ciudadano de a pie del mundo rico muestras de irracionalidad, snobismo o hipocresía a las que no hay que prestar demasiada atención. Si contemplamos la globalización como lo que realmente es, como una red intrincada de recursos limitados a los que se accede a través de innumerables vasos comunicantes conectados todos entre sí, es fácil comprender que lo que se extrae en exceso de alguno de ellos repercute en la escasez de otro u otros, sea donde sea que estos se encuentren. Siempre hay una relación directa entre la acumulación de bienes por tal o cual persona o país y las carencias que se padecen en algún otro lugar, próximo o remoto. Lo que unos obtienen de más, otros lo obtienen de menos, siendo tan directa la relación que podrían hacerse números acerca de los niños que tienen que morir de hambre en cualquier parte del mundo para que una señora acaudalada se desplace en Jet privado desde Nueva York hasta París, esté un par de días de compras y vuelva a su casa cargada de artículos que, a buen seguro, ni necesitará en absoluto ni en el fondo le dirán nada. ¿Cuánto cuesta comprar un modelo de la última colección de Dior? ¿Tres niños, cinco, tal vez ocho? Porque el silencioso genocidio de los excluidos no tiene nada de gratuito; no sólo es perfectamente evitable, sino que está provocado por causas y agentes concretos. Cuando esos niños mueren es porque todo lo que les había correspondido a sus vasos comunicantes alguien lo extrajo sin miramientos para sí desde cualquier otro sitio, desde cualquier otro «vaso», tal vez más accesible o más fácil de explotar. ¿Fatalidad o crimen? Que cada cual elija según su conciencia...

Los derechos sociales en retirada

Si un sindicalista, un intelectual progresista o un simple trabajador de los años sesenta o setenta del siglo XX hubiese sido advertido de que en un futuro no muy lejano las clases trabajadoras devolverían a los potentados capitalistas todo aquello que habían conseguido arrancarles a sangre y fuego durante un siglo de revoluciones y luchas, seguramente pensaría que le estaban tomando el pelo. Sin embargo, tal es la suerte que están corriendo los derechos socia27


les penosamente conquistados a lo largo de más de un siglo. Algo que se creía conseguido para siempre, se esfuma sin ambages ni cortapisas. No cabe duda que hablar de pérdida de derechos sociales en los países desarrollados no deja de tener un toque de amargo cinismo después de haber visto cómo se las gasta el sistema en el Tercer Mundo. Desde luego, tal debate allí no puede tener lugar, porque nunca ha llegado a haber derechos sociales que salvaguardar. Bastante tienen con intentar sobrevivir, que no es poco. Mientras las 400 familias más acaudaladas del planeta dispongan de tantos recursos como los cuatro mil quinientos millones de personas más pobres, o mientras con lo que se gasta en alimentación y cuidado de mascotas en los países ricos se pueda evitar el hambre en el mundo, habrá muchos que consideren el debate sobre el bienestar del mundo rico una muestra más de nuestro egoísmo y nuestra insolidaridad. El problema es que esa postura, que suele brotar de una profunda preocupación por los demás, coincide con la perversa manipulación que viene haciendo la clase capitalista desde hace años para desacreditar cualquier reivindicación social o laboral en el mundo desarrollado. El mensaje que vienen lanzando, ya sea solapadamente o de la forma más grosera, es más o menos el siguiente: «¿Cómo queréis que los pobres del mundo prosperen si no compartís vuestro trabajo con ellos; si no os gusta que nos llevemos allí las industrias o pedís que se exijan estándares laborales y medioambientales más altos en sus países antes de que invirtamos allí? ¿Por qué estáis en contra de la entrada de mano de obra inmigrante en vuestros propios países u os quejáis de recortes de plantilla aquí que reportarían inversiones y puestos de trabajo allí? ¿No será que estáis protegiendo vuestros suntuosos derechos a costa de los más necesitados?» El cinismo y la demagogia pueden alcanzar lo esperpéntico, pero lo más triste es que muchas veces consiguen confundir a la gente. Por supuesto que ambos fenómenos no tienen la más mínima relación. Lo que hay que distribuir es la riqueza, no la miseria. Para la casta dominante, desalmada por definición, la manera de aliviar la pobreza no será nunca desprenderse del más mínimo privilegio o renunciar a un solo capricho, sino que los parias de allí repartan con los parias de aquí sus acuciantes necesidades; así el sufrimiento, acarreado por muchos más, se volverá más ligero. Pero son precisamente esos estándares de vida alcanzados por la gente sencilla de las democracias occidentales a costa de incontables luchas e innumerables vidas el principal activo de los pueblos oprimidos de hoy para soñar con un futuro mejor. El desmantelamiento del Estado del bienestar allí donde éste llegó a instalarse algún día no aportará a los pobres del mundo una sola brizna de prosperidad, sino que volverá aún más ricas a esas 400 familias que ya están en posesión de casi la mitad de la riqueza del planeta y liquidará, por añadidura, la única experiencia en toda la historia de la humanidad en la que grandes masas de gente sin poder, rango social o derecho de cuna han logrado vivir dignamente por varias generaciones. Hubo un tiempo en el que los hombres lucharon los unos por los otros, olvidándose de sí mismos, muriendo muchas veces en países lejanos y desconocidos por causas que ellos consideraron nobles. Lucharon por un mundo mejor para todos, por un ideal de justicia universal y por el logro de una humanidad compartida e inviolable. Y lo hicieron allí donde se encontrara el enemigo común, que no es sino la explotación por parte de los fuertes, de los que siempre han hecho y seguirán haciendo de la existencia una cuestión de dominio implacable, sometimiento, abuso y prepotencia. Por eso es vital conservar el bienestar del que hemos disfrutado durante los últimos 50 años y que ahora se bate en retirada. No sólo por lo que nos trae a cuenta o para honrar la memoria de todos los que, con su entrega y sacrificio, lo hicieron posible; sino sobre todo para recordarnos que, cuando la voluntad humana es movida por ideales nobles, también es capaz de transformar el mundo. Pero no hay que engañarse; en esto, como en todo lo demás, el mercado impone también su ley. Un sistema de protección social universal que asegure el acceso de todos a unos bienes básicos capaces de proporcionar una vida material digna no es insostenible, como se

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nos dice una y otra vez, sino sencillamente incompatible con esa ley. El libre mercado teje una red de interacciones sociales y económicas basadas en el egoísmo y la competitividad que entran en contradicción con cualquier forma de bien común. Para la ideología neoliberal, como veremos en otra parte de este libro, el bien común nunca debe ser diseñado ni establecido deliberadamente, sino que hay que dejarlo surgir espontáneamente de ese prodigio milagroso al que llaman mano invisible3. Así pues, puesto que había que elegir, el mercado, que es libre y soberano, ya hizo su elección: los sistemas de protección social y los servicios públicos, de forma más o menos súbita, más o menos transparente, con sus tira y afloja, con su pasito adelante y sus dos pasitos atrás, con rechazo social o sin él, de manera más o menos conflictiva, nos guste más o nos guste menos, terminarán desapareciendo. De hecho ya llevan años haciéndolo. En aras de la eficacia y la competitividad las empresas públicas se privatizan; para conseguir el equilibrio presupuestario se recortan las prestaciones médicas, bajan los estándares en la enseñanza pública, se descuidan las infraestructuras o se colapsa el sistema judicial; los convenios colectivos se hacen en flagrantes condiciones de desigualdad en favor de la patronal, ya que cuenta con la poderosa amenaza de deslocalizar la producción o llevar a cabo recortes de plantilla que serán aprobados en aras de la viabilidad y la competitividad. Y así todo un rosario de medidas que, paulatinamente, casi sin hacer ruido, se están llevando por delante uno de los pocos obstáculos que aún le quedaban al mercado para cumplir no se sabe qué designios ineluctables. El llamado Estado del bienestar (expresión acuñada a la sombra de los buenos tiempos para designar un sistema de organización social que, si bien no asegura el verdadero estar bien, sí que proporciona las condiciones mínimas para llegar a estarlo), inspirado en las teorías económicas de J. M. Keynes y fundamentado en la lógica del bien común, alcanzó su punto álgido de desarrollo a mediados de los años 70 del pasado siglo. Se apoyaba en el principio ético de la justicia social y en el valor humano de la solidaridad; y fue posibilitado en la práctica por una política fiscal firme y fuertemente progresiva que detraía de los individuos más acaudalados altos porcentajes de sus ingresos para, entre otros fines, poder financiarse holgadamente. Ya casi nadie recuerda que en los EEUU de Richard Nixon, a quien no se puede acusar precisamente de socialdemócrata, el tipo impositivo más alto para determinadas rentas era del 91%. Resulta llamativo contemplar el sinnúmero de hipótesis que se han hecho para explicar la quiebra del Estado del bienestar, así como las propuestas formuladas para volver a hacerlo viable (casi todas más que de revitalizarlo de lo que hablan es de privatizarlo, si eso fuera posible). Con simplemente haber mantenido una política fiscal verdaderamente progresiva no sólo no se habría colapsado, sino que habría podido seguir desarrollándose; con retomar sin más esa política, recuperaría toda su viabilidad. Si volviéramos a los regímenes fiscales de mediados del siglo pasado, piénsese en lo que el mundo podría hacer con 910 de los 1000 millones de dólares ganados en un solo año por algún tiburón financiero de los de ahora; de esos que todo lo ganan a golpe de movimientos especulativos de capital y no crean un solo puesto de trabajo (y lo que éste todavía seguiría haciendo con los 90 millones restantes). Pero ni siquiera hay que ir tan lejos; si todos los millonarios del planeta entregaran sólo un 2% de 3

El siguiente ejemplo ilustra bastante bien la gran carga ideológica que subyace al desmantelamiento de los sistemas de protección social. George Bush Jr. sólo ha ejercido su derecho de veto a las proposiciones del Congreso de los EEUU en cinco ocasiones a lo largo de sus dos mandatos. Una de ellas fue la que pretendía ampliar la escasa cobertura sanitaria del sistema público para los niños desfavorecidos. El objetivo de esta propuesta, cuyo coste era infinitesimal en relación con el presupuesto de la Unión, no era ni más ni menos que evitar que los niños americanos pobres murieran a causa de dolencias que el resto de capas sociales sí podían permitirse curar. Sólo un férreo desprecio ideológico hacia los débiles puede llevar a la beligerancia que muestran los neoliberales hacia cualquier beneficio social financiado con fondos públicos. Están convencidos hasta lo indecible de que ni es «justo» gastar dinero público en problemas sociales ni los destinatarios de las ayudas salen beneficiados con ello, ya que se vuelven pasivos y dependientes. Así pues, dejemos que un niño pobre muera en medio de la opulencia y el derroche, que siempre será mejor que convertirlo en un parásito de la sociedad.

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su fortuna podrían erradicarse el hambre y las enfermedades curables, se financiaría el desarrollo de los países más atrasados y se abordarían los problemas más urgentes de la crisis medioambiental. No lo olvidemos, las mercancías están ahí, lo único que hay que hacer es tener la voluntad y la determinación de tomarlas y redistribuirlas. Claro que esto, aparte de con expropiación, sólo se consigue mediante unos impuestos más altos y mucho más progresivos, algo que ningún político en su sano juicio se atreve tan siquiera a insinuar hoy día. Sin embargo, en los buenos tiempos de la redistribución hacia abajo –actualmente la redistribución, como veremos en otro capítulo, se hace de abajo arriba– no era posible ganar unas elecciones si se proponía una rebaja de impuestos; lo cual es perfectamente racional, ya que dicha rebaja siempre favorece fundamentalmente a las clases adineradas y supone una pérdida de recursos en forma de prestaciones sociales y servicios públicos para todos los demás, que no pueden costeárselos por su cuenta. La gente tenía bien claro que una rebaja generalizada de impuestos sólo iba a suponer calderilla en los tramos medios y bajos, que son los que se aplican a la gran mayoría de la población, y no estaba dispuesta a sacrificar a cambio de ello unos estándares elevados de prestaciones y servicios que salían fundamentalmente de las obligaciones fiscales de las clases acomodadas. De este modo, las distintas facciones políticas competían en sus campañas por ver quien era capaz de mejorar aún más esas prestaciones. Cabe mencionar aquí, por ser especialmente ilustrativa, la propuesta que, a instancias de un personaje del que volveremos a hablar llamado Milton Friedman, se incluyó en el programa de gobierno de Richard Nixon en la campaña electoral para las presidenciales de 1972: nada más y nada menos que el llamado impuesto negativo sobre la renta, algo que ni los más osados partidos socialdemócratas del norte de Europa se hubieran atrevido a proponer. Dicho impuesto consiste en aplicar tipos impositivos negativos a partir de un nivel de renta considerado lo bastante bajo. En otras palabras, los impuestos irían descendiendo conforme la renta es menor hasta un punto en el que el ciudadano no sólo no tendría que pagar, sino que comenzaría a recibir cantidades compensatorias por su bajo nivel de ingresos, recibiendo cantidades mayores cuanto menos ganara. Por supuesto, Friedman se arrepintió posteriormente de semejante osadía y la consideró su principal error, por lo que habría que concluir que sólo se aprestó a formularla con la intención de hacer más atractivo a los electores el programa del Partido Republicano y atraerle votos de las clases americanas más necesitadas. Ni qué decir tiene que tal propuesta nunca llegó a ponerse en práctica, pero es interesante constatar hasta qué punto estaba concienciada la sociedad en relación con las bonanzas de un régimen fiscal sólido y progresivo. ¿Cómo se ha podido pasar de no poderse ganar unas elecciones si se proponía recortar los impuestos, a no poderse ni siquiera hablar de volver a subirlos? Sólo cabe argumentar algo que se volverá irremediablemente lugar común en este libro: el trueque de lo irracional por lo racional, la caída bajo mínimos del sentido común, la fatal condición humana de dejarse arrastrar por lo comúnmente aceptado y la ingenua confianza del hombre en todo aquello que se presenta como justo y cabal por quienes son considerados hombres justos y cabales. ¿Por qué se está aceptando tan dócilmente el despojo de un patrimonio común de tanto valor para todos? ¿Por qué prácticamente nadie se apresta a defenderlo? Se trata posiblemente de una de las paradojas sociales de los últimos tiempos a la que es más difícil buscar explicación. Además del modo gradual y poco transparente como se está haciendo y de la machacona insistencia oficial en que es algo inevitable, algo consustancial al progreso, hay que tener en cuenta que los perjudicados no pueden reaccionar porque no cuentan con alternativa. Una vez enterrado el socialismo real, y con él toda opción política que lo hubiera tenido como meta, no se vislumbra respuesta alguna al capitalismo. Todo se queda en protestas aisladas y desarticuladas de tal o cual grupo de damnificados sin otro objetivo que el de intentar recuperar el estatus perdido. A eso y poco más se reducen la acción sindical y la contestación social de los

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últimos años. En otros tiempos los distintos colectivos sociales solían prosperar o hundirse juntos. Cuando prosperaban lo hacían en bloque y, en caso de crisis, todos o casi todos sus miembros se resentían por igual. Ese hecho favorecía la conciencia de clase y la articulación de respuestas comunes a problemas comunes. Hoy, sin embargo, conviven puerta con puerta la exuberancia con la precariedad, los patrimonios sólidos con las dificultades para llegar a fin de mes. No puede haber mejor ejemplo para los que dudan ante la necesidad de volverse competitivos, ni manera mejor de formar en la desigualdad. Esto hace que surjan la envidia y el rencor dentro de la comunidad (si es que aún queda comunidad) y que prosperen el individualismo y la desconfianza entre quienes debieran estar llamados a resistir juntos. En la dinámica del todos contra todos que se está imponiendo lo que hay es un desencuentro de intereses entre los distintos grupos que intentan hacer valer sus derechos, ya que lo que consigan unos será en detrimento de todos los demás. Y no hay que olvidar que los fondos de rescate social son cada vez más escasos, por lo que si no hay una conciencia de colectividad expoliada que nos aglutines a todos, lo único que prevalece es la pugna por escapar de la exclusión, ese «sálvese quien pueda» que tanta satisfacción debe estar proporcionando a los que arramblan con todo. Deben estar viviendo los ricos, sin duda, momentos de gloria sin precedentes. Nunca antes hicieron ostentación más flagrante de su opulencia ni se sintieron más seguros y convencidos de su impunidad. Con cuanta razón afirmaba el secretario general de la UNESCO, Federico Mayor Zaragoza, que estamos en una permanente guerra de los ricos contra todos. Y cómo aflige comprobar día a día con qué facilidad la están ganando.

Una doble ceguera

Después de lo visto hasta aquí, la pregunta que asalta con urgencia el proceso de reflexión es muy clara: si las cosas son tan manifiestamente así; si los estudios e informes de expertos de la ONU y otros muchos organismos advierten de la insostenibilidad del sistema en términos ecológicos y sociales; si la liberalización de los mercados financieros sólo ha servido para aumentar la especulación y conferir inestabilidad a la economía; si las reformas en favor de la concentración del capital, además de éticamente inaceptables, han demostrado ser absolutamente inútiles para combatir los problemas más acuciantes de la comunidad humana; si la descomposición del tejido social se hace cada día más dramática, con un descenso sin precedentes en los estándares educativos, culturales, de cohesión social, de comunicación interpersonal, de solidaridad, de vida comunitaria…. ¿Qué hace que los que gobiernan no alcancen a verlo? Porque entiendo ridículo pensar que lo ven con la misma nitidez que cualquier observador ajeno a los círculos de poder y que, sin embargo, sigan profundizando en un tipo de decisiones que avivan, antes que sofocarlo, el incendio civilizatorio que se declaró hace años. Creo que para dar una explicación medianamente coherente de esa negación de la realidad que subyace a toda actuación política, o más bien a la ausencia de actuación política alguna en relación con la problemática que venimos exponiendo, hay que hablar de una doble ceguera. Una primera ceguera, de la que ya advirtiera Emmanuel Todd en La Ilusión Económica, es de orden antropológico y opera a nivel inconsciente. Tiene su fundamento en la tanatofobia, en ese miedo a la muerte que concibió el psicoanálisis como una ineludible representación de la conciencia humana que el individuo tiene que conjurar mediante los mecanismos represivos de la psique si quiere funcionar con normalidad. Efectivamente, si el hombre quiere vivir con tranquilidad debe olvidar de algún modo la inevitabilidad de la propia muerte. Y tal mecanismo no sólo tiene un valor indiscutible para el individuo, sino que también aporta considerables ventajas al grupo, ya que el hombre eficaz es aquel que es capaz de negar a cada instante ese destino fatal. Se trata, por tanto, de una ceguera natural, de algo que, en lugar 31


de presentarse aislado y en circunstancias excepcionales, forma parte de la naturaleza humana y cumple una función adaptativa importante: cuando la realidad es demasiado compleja, demasiado amenazante o dolorosa, es evitada o sencillamente negada. Esta primera ceguera tiene, por consiguiente, un carácter universal y explicaría tanto la negación activa y militante de las élites ante los acuciantes problemas de nuestro tiempo como la negación pasiva y resignada de la población general ante los mismos. La segunda ceguera es patrimonio exclusivo de las élites gobernantes y, al contrario de la anterior, requiere de un ejercicio de voluntad consciente por parte de quienes la padecen. Se trata de un autoengaño imprescindible para superar contradicciones que, observadas desde fuera, suelen parecer insalvables al común de los mortales. Si aceptamos que todo acto humano que no sea meramente vegetativo ha de tener una justificación moral y no puede explicarse en función simplemente de sus consecuencias, sean éstas lo ventajosas que sean para quien lo realiza, concluiremos que a quien ostenta el poder político le trae más cuenta, por decirlo así, convencerse que resignarse. Si uno es capaz de convencerse de que en el marco de sus decisiones las cosas van o pueden ir mejor para todos, se consigue establecer un fundamento para permanecer en el cargo pase lo que pase (o lo pasen los demás como lo pasen) que conjura de algún modo la intolerable fractura moral que le provocaría lo contrario. Pensemos en los ministros de economía de izquierdas o socialdemócratas, en cuyas baterías de reformas (al igual que en las de sus colegas conservadores) se encuentran sin excepción el abaratamiento del despido y la rebaja del tipo más alto de gravamen fiscal. Si no estuvieran convencidos de que lo primero confiere competitividad a las empresas y, por consiguiente, mayor capacidad para crear empleo; y que la rebaja fiscal pone en manos de empresarios y capitalistas un extra monetario que a buen seguro invertirán mucho mejor que el propio Estado, la disonancia cognitiva que se produciría en su psique les llevaría a desajustes personales difíciles de soportar. Veríamos muchas más renuncias y dimisiones de las que se dan en la práctica. Por lo tanto, creo que la tesis de la resignación, el tan recurrido argumento de que los políticos, una vez alcanzado el poder, se sienten maniatados por fuerzas incontenibles conducidas por la economía global, no tienen margen de maniobra o están a merced de poderes que los superan, no se sostiene. No es que tales fuerzas no existan o que la capacidad de acción de un gobierno no esté condicionada por ellas, sino que, a mi modo de entender, es aún más relevante el hecho de que, excepto en casos de flagrante corrupción o de grosera hipocresía, los gobernantes de los últimos tiempos están plenamente convencidos –cuando son conservadores– o fatalmente seducidos –si se dicen de izquierdas– de que el modelo liberal de mercado es el más benigno para el conjunto de la sociedad. Ese convencimiento es la verdadera salvaguarda para su salud mental y la principal clave para responder a la pregunta que nos hacíamos al principio. Lo que de verdad otorga tranquilidad de conciencia a un gobernante que ejerce su labor bajo la tiranía de la ortodoxia ultraliberal es comulgar sin tiento con ella. En resumen, la primera ceguera niega la realidad, la segunda la distorsiona. Una explicaría las conductas de indiferencia y pasividad, el hacer oídos sordos a toda advertencia, a toda prueba y a todo argumento razonable; la otra hace que se vea blanco lo que es en realidad negro, que se crea irreflexivamente en axiomas indemostrables o que se busquen explicaciones extravagantes y enrevesadas a lo que es de una claridad meridiana. Lo que hay que abandonar, por tanto, es la idea de que quienes nos gobiernan están simplemente manipulados o son meramente deshonestos. Si usted les dice: “hay que humanizar la economía” o “el pueblo debe participar en las decisiones importantes, y no sólo a través del ritual del voto cada tantos años”; si les sugiere: “el trabajo debe tender a la dignidad y no a la explotación” o “los países del sur deben ser tratados con justicia comercial”; todos ellos, sin excepción y sin titubear, suscribirán sus anhelos. Sin embargo, intente ir un poco más lejos; dé un salto cualitativo y dígales: “antes de establecer ningún acuerdo comercial impongan unas normas estrictas para las transacciones entre partes que las supediten al valor de la soli-

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daridad y de la justicia social; primero eso y después la eficacia y el beneficio”; o bien dígales: “establezcan un sistema fiscal verdaderamente progresivo y reviertan lo recaudado en servicios públicos al alcance de todos y en ayuda al desarrollo”; o: “pongan límites a la acumulación privada de riqueza”. Dígales también: “sometan las grandes decisiones económicas al dictamen popular tras un proceso abierto y limpio de información y debate”; o bien: “arbitren los convenios laborales vigilando y sancionando, si es preciso, cualquier tentativa de abuso contra la parte más débil, que siempre es la del trabajador”. Intente sugerir cosas así y, sencillamente, le llamarán loco. Pero sigamos adelante con esta ficción de diálogo imposible. Usted, un tanto desconcertado pero bastante seguro de la bondad de lo que propone, preguntará: “Bien, ¿si no es con medidas de este tipo, que la razón me dicta y hasta me obliga a creer que no hay otras, cómo pretenden ustedes alcanzar esos objetivos de los que hablábamos al principio y en los que estábamos tan de acuerdo?” Y entonces escuchará un coro tan sincronizado y tan al unísono que le parecerá prodigioso cómo lo consiguen sin ensayar unas cuantas horas todas las semanas: “Dios nos libre de hacer nada; el mercado es quien se encarga de todo eso. ¿Acaso no se ha dado cuenta de su prodigalidad inagotable? ¿Es que no conoce las cifras del crecimiento económico? ¿No ha visto cómo está la Bolsa? ¿Sabe cuanto han ganado las corporaciones el último año?” Si aún le permitieran una última cuestión (antes de que llegue el equipo de salud mental para llevárselo), usted seguramente diría lo siguiente: “Sí, pero todo eso no está mejorando en nada la suerte de los más necesitados; tampoco está haciendo que los asalariados tengan un mejor nivel de vida ni está dando lugar a un planeta más limpio y más habitable”. Y entonces volverá a escucharse el coro de los satisfechos: “El mercado tiene imperfecciones, claro que sí; pero para eso estamos nosotros, para allanarle el camino. Con el tiempo la abundancia será tal que todos se beneficiarán de sus bendiciones. ¿Usted no conoce la teoría de la competencia perfecta, que tanto favorece al consumidor? ¿No ha oído hablar de la Ley de Say, que postula el pleno empleo por los siglos de los siglos? ¿No cree acaso en el justo equilibrio que, antes o después, proporciona la mano invisible?...” Y antes de que pueda responderles diciendo que, efectivamente, no cree en ninguna de esas absurdas patrañas, se lo habrán llevado los loqueros.

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Regreso a la oscuridad

ALQUIMIA SOCIAL Primero acéptese una pluralidad interminable de valores o no se acepte ninguno; después acúsese de arrogante a todo el que se atreva a buscar la verdad y decirle a los demás que pueden estar siendo engañados; más tarde bórrense a golpe de brocha gorda todos los horizontes que algún día unieron a los hombres y, por último, quítese de debajo de sus pies el suelo que pisaban y sustitúyase por la cinta de una cadena de montaje.

Desde que el hombre es tal y la civilización se puso en marcha, si la fuerza está de por medio –y nunca deja de estarlo–, hasta el más insignificante capricho del fuerte se antepone a la acuciante necesidad del débil. Pero la mera violencia nunca es suficiente para conseguir la inacción de los agraviados. El reparto desigual de privilegios y bienes debe plegarse a las exigencias de la escasez y a la metafísica de la preeminencia, de donde resulta que por cada favorecido siempre habrá decenas, cientos o miles de parias. La fuerza bruta, por sí sola, nunca puede doblegar la ira de los desposeídos, ya que éstos, en última instancia, elegirán morir luchando por lo que necesitan antes que hacerlo lentamente en la miseria y en el olvido. Por eso el brazo armado del poder sólo puede asegurar una pequeña fracción de la dominación de los fuertes sobre los débiles. El grueso de esa dominación es responsabilidad de estructuras ideológicas y culturales que logran convencer a la gran mayoría de que su situación viene dada por un orden natural ante el que es inútil rebelarse. Inculcar la conformidad en las masas; convencerlas o, más bien, poner los medios para que se autoconvenzan de que las cosas han de ser como son, es lo que de verdad tiene importancia para mantener en pie un régimen de desigualdades. Cuanto más perfeccionado esté el sistema de dominación ideológica tanto más se podrá tensar la cuerda de la desigualdad. Si tuviéramos que decirlo con pocas palabras seguramente emplearíamos una expresión muy nietzscheana: «llevar por caminos erróneos, guiar equivocadamente». Y si tuviéramos que decirlo con una sola: «mentir». Pero ese simplicísimo y descarnado programa de dominación tropieza con un insobornable y fiel detector de mentiras: la razón humana. De ahí que los que se benefician de un régimen de desigualdades no tengan otro remedio que desactivarla. Creo que existe una alta correlación entre lo que alguien atinadamente ha llamado «esclerosis de la razón» y la generalizada conformidad que se observa ante los desequilibrios y amenazas que han terminado por hacerse endémicos de nuestro tiempo. El mundo está demos34


trando una capacidad infinita para soportar la ignominia, pero también una indolencia sin límites ante la forma en que algunos están jugando con el destino común de la humanidad. Después de todo, es difícil no estar de acuerdo con Ernst Bloch cuando decía que “el impulso fundamental más fiable es la propia conservación”; y lo que parece que nos estamos jugando es algo más que una simple redistribución de la hacienda o una reordenación del poder. “¡La razón es una ramera!”. Esa soflama que lanzara Lutero hace ya varios siglos contra la soberbia de querer entender el mundo al margen de las Sagradas Escrituras y que sigue siendo el distintivo más cualificado del variado muestrario de fundamentalismos que medran por el mundo de hoy, parece haberse hecho extensiva a la orgullosa cultura occidental, por más que aquí nos creamos libres de semejante reliquia. Se la encuentra soterrada en la diatriba política, en las teorías económicas, en los sistemas educativos, en el discurso de los medios de comunicación, en el coloquio popular, en los mensajes publicitarios… Lo que se proclama no es ya, al menos en Occidente, la infalibilidad de verdades reveladas y confinadas en los textos sagrados, sino la autoridad incontestable del principio de necesidad: «todo lo que es, debe ser». No contamos con otra cosa para cuestionar lo que «es» e intentar transformarlo que con el poder del pensamiento. Si se logra que no se crea en ese poder la resignación está servida; o peor aún, la zozobra mental. Si pensar no sirve para nada, para qué pensar (el tan popular «para qué comerse el coco» con el que se abraza la pereza mental y se va retirando uno al mundo de los títeres). Imperceptiblemente nos hemos vuelto banales y frívolos. La banalidad trágica, ese mal que decía Hannah Arendt nacer de rutinas cotidianas e irreflexivas, es mucho más posible cuanto más uniforme y obediente es una sociedad, cuanto menos se piensa y más se hace (sea lo que sea lo que se esté haciendo). Hay que reconocer que es de un enorme mérito haber conseguido la conformidad –y hasta la parálisis– de una civilización que se suponía ilustrada; esto es, si se tiene en cuenta que los convencidos no son ya los integrantes de un populacho inculto y supersticioso, sino los hijos del método científico, de la división de poderes, de las revoluciones sociales, de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, de la democracia, de la descolonización, de la exploración espacial, de Internet… Cuando se habla tan a menudo (y tan a la ligera) del atontamiento de las masas, de su entrega al consumismo abúlico, de su falta de compromiso, de su corderismo, de su obediencia de relojería, etc., no suele caerse en la cuenta de que eso le está sucediendo a las generaciones más y mejor instruidas de la historia, a las que tienen un mayor y más rápido acceso a la información y, desde luego, a las únicas que tienen la posibilidad de tomar en cuenta los errores cometidos por todas las demás. ¿Cómo ha podido abrirse paso de nuevo y con tan aparente facilidad una concepción acrítica y premoderna de la realidad? ¿Cómo en apenas un par de generaciones se han vuelto a cerrar las ventanas por las que corría el aire fresco traído por el programa humanista de la Ilustración, cuando hicieron falta decenas para conseguir abrirlas? No es este ensayo el lugar adecuado para abordar a fondo tan escurridizo enigma; pero ya que nos hemos propuesto no quedarnos en un mero recitativo de los asuntos más turbios de nuestro tiempo, algo habrá que decir al respecto. Porque “antes de diseñar las herramientas que pudieran ponernos en condiciones de enfrentar los desafíos del mundo actual hay que rastrear el origen de los sucesos, identificar la savia que los alimenta y delimitar las condiciones que los hacen brotar” (Zygmunt Bauman).

El crepúsculo de la razón

Dice P. W. Atkins en su libro La Creación que “una vez acaecido el Big Bang, andando el tiempo habrá elefantes”. Alude con ello a la inexorabilidad que rige en el proceso de comple35


jización del cosmos, el cual, con un buen puñado de eones por delante, producirá primero los elementos pesados, después las moléculas, más tarde la vida y finalmente la inteligencia. Algo parecido podría expresarse en relación con la historia del hombre: una vez echada a andar la civilización, andando el tiempo la humanidad despertará a la razón y –podría añadirse–, si no es capaz de hacer un buen uso de ella, volverá a las tinieblas. Si el pecado original, aquello que nos expulsó para siempre del Paraíso, fue la toma de conciencia del hombre sobre su existir y tener que vérselas consigo mismo; en una unidad organizativa mayor la fruta prohibida que imprudentemente probó la cultura no fue otra que la fruta de la razón. Se creyó ingenuamente que si la toma de conciencia individual, el despertar de cada cual a sí mismo, nos había expulsado del Edén, la toma de conciencia colectiva en la que todo el género humano se hace dueño de sus designios, habría de devolvernos a él. Al fin libres de superstición, de religión y de mitos, pero trágicamente impelidos a elegir nuestro destino y, por tanto, a equivocarnos y a zozobrar. Se dio sin duda de bruces la civilización occidental con un corcel demasiado indómito, demasiado salvaje y libre para dejarse montar por cualquiera, y mucho menos ser conducido al antojo de jinetes desmañados y ávidos de conquistas prontas y definitivas. Cuan pronto iban a ser descabalgadas las quimeras reformadoras que pretendían conducir a la comunidad humana a una especie de idílico final de la historia, a un estado de equilibrio y justicia permanentes en el que no habría cabida para la insensatez ni para el dolor. Ese fue el sueño de perfección que llegaron a albergar los ilustrados de los siglos XVIII y XIX, pero nada más lejos de la realidad: nunca se habría de aferrar el hombre con más ahínco a su lado oscuro. La razón ha demostrado, efectivamente, ser incapaz por sí sola de gobernar los asuntos humanos, pero es que nunca fue esa su verdadera esencia. La extralimitación de su capacidad transformadora no emanó de la propia razón como facultad para comprender el mundo, sino de quienes quisieron hacer de ella un mero instrumento para adocenar voluntades, ya fuera por un afán más o menos honesto de mejora de la humanidad, ya para colmar ambiciones personales. Como se verá más adelante, en toda tergiversación de lo humano siempre anda solapado lo que Jung llamaba la sombra; una mezcla de instintos primarios y ego insaciable que, siempre que bajamos la guardia, está ahí para tomar el mando y conducir a su antojo nuestra existencia. Lo que trato de destacar es que en nombre de la razón se han cometido numerosos atropellos, pero que quienes la han esgrimido como estandarte de sus designios y programas totalizadores han estado dominados por las mismas oscuras y primitivas fuerzas que siempre han movido a actuar a todos aquellos que no ven en sus semejantes y en cuanto les rodea más que un medio para el enaltecimiento personal y el ejercicio del poder. Y esa vocación de dominio sobre los demás ha estado siempre ahí, mucho antes de que apareciera en escena el afán universalizador de la razón, mucho antes de que el hombre se desembarazara de sus tabúes culturales más adormecedores. Culpar a la razón misma –en lo que ésta tiene de búsqueda de la verdad, de guía lógica y coherente del entendimiento– de los excesos en los que desembocó una vez deformada por la soberbia de los hombres, sería tan injusto como culpar al método científico del holocausto ocasionado por las bombas atómicas en la II Guerra Mundial. Hay que distinguir muy claramente entre lo que ha sido la razón instrumental a lo largo de los dos últimos siglos y lo que es la razón humanística1, respecto de la cual hay que reconocer que nunca tuvo una verdadera oportunidad entre los gobiernos del mundo. Cuando en cuestiones sociales se pasó de lo utópico a lo práctico se hizo bandera de ella para instaurar todo tipo de regímenes tiránicos, y es precisamente a ese hecho al que se han aferrado sus detractores para intentar exiliarla del acervo intelectivo del ser humano en todo lo que no con1

Uso la expresión razón humanística para referirme a una razón de raíz humana, distinguiéndola de lo que sería la razón humanista, la cual hace referencia más bien a la razón preilustrada que hunde sus raíces en el Renacimiento.

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cierna a cuestiones estrictamente ancladas en el mundo natural; en el universo de lo social habría que aproximarse a la realidad con la mente abierta a la sorpresa, a lo absurdo, a lo caótico, todo ello consustancial con el devenir humano. La política, la economía y sobre todo la ética, como asuntos básicos para la organización social, se han de regir por esa hermosa cualidad del hombre que es la espontaneidad, el ser siempre uno mismo. Desde esta nueva perspectiva la herramienta privilegiada es la intuición. Hay que organizarse no buscando metas ideales, cuales serían la igualdad entre los hombres o la justicia social, sino dejando que se expresen las distintas tendencias que ponen en juego los individuos para conseguir sus fines. Inclinaciones y puntos de vista que son inconmensurables entre sí, irreductibles a patrón de medida alguno. Se acabaron las verdades a las que se llega mediante un riguroso proceso de discernimiento y análisis, simplemente porque tales verdades no existen; y quien crea haber arribado a alguna isla de certeza, se autoengaña. Estaría, por el contrario, más cerca de la verdad quien la ignora que quien se ofusca en descubrirla. En la esfera de lo social lo que es, sencillamente, debe ser; porque si lo que surge como resultado de la interacción de numerosas y anónimas voluntades es cuestionado en nombre de la racionalidad, si se pretende que las comunidades o los grupos están equivocados o desorientados en su búsqueda de la felicidad, ya se estarían sentando las bases para el adoctrinamiento y la tiranía. Esta es la línea argumental del ataque que hace el liberalismo clásico, desde John Stuart Mill hasta Isaiah Berlin, a las pretensiones de la razón como guía de los asuntos humanos. Pero esta crítica, aunque dirigida principalmente contra la razón instrumental y sus más que lamentables consecuencias, también se lleva por delante la razón humanística y el potencial que ésta ofrece como emancipadora del pensamiento e inspiradora de anhelos que van más allá de las apetencias puramente animales. No es posible atacar la búsqueda y el deseo de alcanzar la verdad sin dar paso al enseñoramiento de la mentira; no se puede ir en contra de los valores superiores sin arrasar también el deseo de un mundo mejor. De este modo, pensadores claramente comprometidos con el progreso y la mejora del género humano, abrieron una grieta en el pensamiento occidental por el que de nuevo terminaría colándose algo que parecía desterrado para siempre: la irracionalidad; la tiranía del orden natural, la aceptación de lo que sea, sólo por serlo. El ensanchamiento de esa grieta hasta dimensiones difícilmente reparables sólo era cuestión de tiempo. Pero, como decía Tolstoi, “el hombre está obligado por la ley de su ser a buscar la verdad y vivir de acuerdo con ella”. La renuncia a la verdad y el relativismo van siempre de la mano. Quien se aleja del dogmatismo mediante la negación de la verdad cae en una espiral de devastación ética mucho más perniciosa que cualquier postura doctrinaria. Al pasar a tener todo un valor relativo se ponen en igualdad de condiciones el bien común y la ambición personal, la supervivencia de los débiles y el derecho al enriquecimiento de los fuertes. Al no ser ya posible encontrar una guía común para el comportamiento humano fundamentada en principios universales, no queda más remedio que intentar llegar a posiciones de compromiso entre los distintos afanes de los hombres, pero sin que pueda desterrarse ninguno de ellos, por irracional o inhumano que pueda parecer. Encontraría así la casta dominante una nueva base ideológica en la que sustentar sus privilegios; los cuales, al igual que todas las formas imaginables de desigualdad e injusticia, volverían a ser legitimados. Aunque el programa de la modernidad se empezó a tambalear casi desde el principio con el advenimiento del Romanticismo y recibió un fuerte revés con la traición napoleónica a los ideales de la Revolución, no hay duda de que el historial político y bélico del pasado siglo ha sido lo que más ha contribuido al naufragio de esos ideales. En el arsenal de argumentos que se han utilizado para enterrar a la razón como herramienta privilegiada para organizar la sociedad destaca el acusarla de haber sido mentora y guía de las tiranías más diabólicas del siglo XX; las cuales se han convertido en coartada inagotable para atacar cualquier intento de racionalización económica que busque el beneficio de la mayoría. Así, cuando a la vista de los

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espeluznantes datos que en términos de apropiación de riqueza y exclusión social arroja el sistema capitalista ya no se tienen argumentos para justificar la irracionalidad del mercado, siempre se apela a los totalitarismos del siglo XX para decir que la solución es peor que la enfermedad y que toda planificación social es sinónimo de tragedia colectiva. Lo que no se dice es que si el comunismo fue capaz de matar a 200 millones de personas durante los 80 años en que dominó buena parte del espacio geopolítico mundial, el capitalismo salvaje ha hecho lo propio con 500 millones en sólo 25 años2. No se trata, por supuesto, de elegir entre esos dos sistemas de dominación, idénticos ambos en sus fundamentos, sino de ponerlos en su sitio. Que no se pretendan legitimar los abusos actuales de uno de ellos en base a los abusos pasados del otro. Tanto uno como otro son ajenos a la razón humanística y sin embargo hacen uso y abuso de la razón instrumental: ambos se tienen por científicos, han identificado las necesidades humanas y saben como satisfacerlas; justifican cualquier número de bajas en aras del cumplimiento de un destino abundante y glorioso para todos; disponen de instrumentos represivos y de control para aplastar la disidencia; ponen al hombre al servicio del sistema; todo lo juzgan en función de su utilidad; manipulan la voluntad humana hasta hacerla desaparecer… Sinceramente, excepto por el hecho de que el capitalismo ha terminado revelándose una máquina de matar mucho más eficaz, taimada y aséptica que cualquier forma de comunismo, en todo lo demás no encuentro demasiadas diferencias.

Lo humano y lo útil

En un sentido instrumental el cálculo que pueda hacerse sobre cuánta degradación es capaz de aguantar la naturaleza antes de que se produzca un colapso ecológico irreversible o sobre cuantas personas pueden ser excluidas por el sistema antes de que éste salte por los aires, es perfectamente racional; como lo es el cálculo que hacía Nerón acerca de los ciudadanos romanos que se pondrían de su parte tras arrojar varios miles de cristianos a las fieras. Lo que repugna a la razón en su vertiente humana es el proceso mental capaz de concebir y llevar a efecto semejantes cálculos, el simple hecho de que éstos se hagan. De donde sea que surja la verdadera razón, y no el mero cálculo de lo útil, el hombre como ser dotado de conciencia y sensibilidad moral es soberano absoluto, se erige en medida y límite de toda acción, rehusando cualquier componenda con la realidad que, en nombre de lo práctico o lo conveniente, lleve a la negación o al abuso de sí mismo. El acto psicológico que hace de los seres humanos un factor más de la ecuación contable por la que se pretende agrandar el producto, maximizar el beneficio o apuntalar el poder, a pesar de su aparente racionalidad, es profundamente irracional. Y lo es porque ese acto hunde su raíz en lo más primitivo que hay en nosotros, en ese afán de domino y ventaja sobre los demás que, ignorando todo principio ético, se guía de forma ciega por la ley del más fuerte. Ese acto es asimismo irracional porque no persigue fin alguno que verdaderamente interese a los seres humanos, sino que se justifica en sí mismo, en una supuesta utilidad o eficacia que se realiza en el vacío. Una razón que campa a sus anchas, al margen del hombre, sin aceptar ningún tipo de límites, se convierte en instrumento de lo irracional, de lo impuesto por el orden natural o por designios teleológicos, precisamente de aquello que la razón ilustrada quiso desterrar.

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Aunque, en rigor, las víctimas del liberalismo económico es imposible contarlas. Siempre dependerá de dónde se tracen las líneas de responsabilidad y de cómo se quieran interpretar las relaciones de causalidad. Para sus hagiógrafos no hay nada que pueda demostrar que alguien haya sido nunca aniquilado por el modelo de libre mercado. Al contrario que en los atropellos del socialismo real, donde el culpable siempre ha sido el comunismo en sí, en los atropellos del capitalismo la culpa siempre recae en coyunturas imprevistas o en actos individuales de personajes corruptos.

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La razón sólo tiene sentido si está en relación con el hombre. Si el género humano desapareciera de la faz de la Tierra y sin embargo todavía quedara en ella un enjambre de máquinas produciendo nuevas máquinas, construyendo carreteras, drenando ríos o incluso creando obras de arte, ¿quién puede decir que ese es un mundo racional? Y el hombre es, por naturaleza, un ser moral; de otro modo no sería libre, puesto que ser moral significa poder elegir. Es así como se llega a la conclusión de que no hay razón sin ética. Y puesto que la razón instrumental se conduce al margen de toda ética, no es en esencia razón. Pero como lo irracional repugna consustancialmente al hombre, lo pone en tensión consigo mismo y alberga la semilla de la contestación social e incluso de la revolución, el sistema no puede sentirse seguro sólo con el triunfo de ese marco teórico e ideológico que exilia a la razón de los asuntos humanos, sino que le es de vital importancia acometer con éxito una doble empresa: por un lado debe hacer pasar por racional lo que no lo es en absoluto y por otro tiene que deshumanizar al hombre hasta unos niveles en los que esa tensión deje de producirse. La deshumanización, de la que trataremos más adelante, ha sido principalmente tarea de eso que ha venido en llamarse cultura posmoderna. En cuanto a la apariencia de racionalidad, veamos el siguiente párrafo. “La clase dominante está obligada, para lograr sus fines, a concebir su interés como el interés común de toda la sociedad o, para expresar las cosas en el plano de las ideas: esta clase está obligada a dar a sus pensamientos forma de universalidad, a representarlos como los únicos razonables, los únicos universalmente válidos.”

Un párrafo de una actualidad innegable, que condensa en un par de certeras frases la forma en que ha surgido eso que llamamos pensamiento único. Sin embargo, está extraído de La Ideología Alemana, escrito por Marx y Engels en el año 1846, donde también se dice: “La clase que posee los medios de producción material también posee los medios de producción intelectual”. Luego la triste realidad no parece haber cambiado gran cosa en los últimos 160 años: se trata de que el mundo en el que una selecta minoría se hace dueña y señora de todo cuanto se puede poseer, sea visto como el más racional de los mundos por todos los que son a su vez desposeídos. Hoy esos «medios de producción intelectual» no sólo comprenden los tradicionales centros del saber (universidades, institutos, fundaciones, círculos académicos, centros de investigación social, etc.), sino también, y principalmente, los medios de comunicación de masas: televisión, radio, prensa, cine, literatura y, con más dudoso éxito, Internet. Se trata de un arma mucho más poderosa que cualquier ejército, más eficaz que cualquier cuerpo policial. Un arma así consigue que la disciplina se autoimpulse y se autorreproduzca sin necesidad de capataces ni de sargentos que supervisen a los dominados. Se cumple así el mito del negrero sin látigo, del tirano sin ejército, de la prisión sin muros. Lo importante es que la gente esté convencida de que todo a su alrededor tiene sentido, de que hay unas causas lógicas y universales para que las cosas sean como son y de que cualquier deseo de cambiar la realidad no es sólo pueril e inútil, sino sobre todo irracional. El progreso científico-técnico, al que se le atribuye una «racionalidad evidente», se alía con la doctrina del libre mercado para presentarse como el verdadero vehículo de todo logro económico y social. Lo humano ha quedado atrás, pero una vez hechas las cuentas, las cifras tienen ahora más ceros a la derecha que nunca ¿Quién puede ser tan insensato como para cuestionar la validez del modelo? Lo único que éste necesita para dar la apariencia de progreso y para que la gente tenga la sensación de que se sigue avanzando es que se sigan inventando artilugios y que el PIB siga incrementándose. El progreso humano se confunde con los avances técnicos y con la abundancia material, aun cuando esos avances sean en su mayoría superfluos y esa abundancia sólo esté al alcance de unos pocos. Y es esa preferencia reverencial por lo útil

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frente a lo humano lo que trata de universalizar el pensamiento único actual a través de los medios de producción intelectual de los que ya hablara Marx.

La hoguera de los ideales

En la construcción del andamiaje ideológico en el que se sujeta el neoliberalismo para autoproclamarse forma suprema y definitiva de ordenar la sociedad, dos conceptos que emanan de la razón humanística han sido sus peores enemigos: igualdad y bien común; sobre todo si se ponen en relación con el de dignidad humana, que tanto estorba a sus propósitos. Sin embargo, y a pesar de lo que nos jugábamos todos con el menoscabo y el envilecimiento de tales conceptos, han sido primero tergiversados, después suplantados y por último aniquilados de una forma tan simple y llana que se queda uno atónito ante la capacidad que tiene el sistema para realizar sus fines sin la más mínima resistencia. El primer y mayor enemigo que tuvo que enfrentar la idea de igualdad, y ante el que ha quedado a todas luces derrotada, ha sido paradójicamente su hermana de ideario y alumbramiento histórico, la libertad. Efectivamente, desde el primer momento ya se veía que ambas aspiraciones iban a tener serios problemas de convivencia. A poco que se reflexiona se da uno cuenta de que, tomados al pie de la letra y aplicados al ámbito de la persona individual, esos dos conceptos son bastante incompatibles entre sí. La contradicción es la siguiente: cualquier medida que se tome para incrementar los niveles de igualdad redunda en una merma de libertad; o, expresado en otros términos: la libertad que se realiza plenamente no sólo reflejará las diferencias individuales entre las personas, sino que las traducirá en diferencias sociales y económicas. Una incongruencia que no pasó inadvertida para el pensamiento político liberal de los siglos XIX y XX; el cual, como no podía ser de otra manera, se decantó claramente en favor de la libertad. Desde el otro extremo del espectro ideológico, sin embargo, lo que el socialismo entendió desde el primer momento por libertad se reducía a un mero romper las cadenas con las que la burguesía y la aristocracia sojuzgaban al proletariado, por lo que la toma del poder por parte de éste se consideró, sin más, sinónimo de libertad. Al obtenerse ésta de una vez y para siempre con el triunfo de la revolución, el camino para lograr la igualdad queda despejado, por lo que los regímenes comunistas se creyeron exentos de esa contradicción. Pronto se pondría de manifiesto la ingenuidad de tal creencia, máxime cuando el programa revolucionario fue postergando sine die el ideario marxista para ajustar sus pasos a las exigencias del viejo realismo político y de un entramado burocrático cada vez más ajeno a la realidad humana que trataba de administrar. Que la preferencia por la libertad haya calado profundamente entre la gente es fácil de entender, entre otras razones, porque el concepto de igualdad contradice la evidencia que brinda el orden natural, en el que las diferencias de atributos físicos y psicológicos entre las personas son incontestables. Por otro lado, los forjadores de ideas, desde Platón hasta Ortega o Heidegger, siempre se han tenido a sí mismos por «excelentes», por hombres llamados a un destino superior, primus inter pares; por lo que la idea de igualdad, cuando no la han atacado abiertamente, han procurado dejarla al margen de sus consideraciones. Hay, no obstante, una razón mucho más poderosa por la cual la igualdad pierde irremisiblemente su batalla con la libertad, y es que mientras ésta se nos presenta intuitivamente como la más noble de las tendencias que alberga el hombre, como algo sin lo cual la vida no merecería ser vivida, la igualdad es un concepto puramente racional al que se llega por un acto de voluntad reflexiva que tiene su origen en lo más profundo de la conciencia humana, y sólo si ésta no ha sido previa40


mente menoscabada o confundida. La igualdad no se siente, se opta por ella. Hay que querer ser igual a los demás, o más bien querer a los demás como iguales, otorgarles la dignidad que nos otorgamos a nosotros mismos; y ello a pesar de las diferencias, doblegando si es necesario la engañosa evidencia de esas diferencias. Porque lo básico, lo inalienable, es la dignidad humana, y en relación con ella no cabe desigualdad alguna, ni siquiera la que se justifica enarbolando la bandera de la libertad. Pero como lo que hace posible ese acto moral por el que se asume con todas sus consecuencias la igualdad de todo el género humano es un esfuerzo de humanización constante, de no dejarse arrastrar por lo aparente o por las tendencias instintivas que nos empujan sin cesar hacia la distinción y el privilegio, es fácil comprender por qué ha terminado teniendo tan poco predicamento entre los hombres la búsqueda o la exigencia de igualdad. No menos controvertida que la idea de igualdad, la noción de «bien común» también fue de más a menos a lo largo del siglo XX. Se me viene a la memoria un elemental concepto de bien común que aparecía en una afamada saga de filmes de ciencia ficción de la segunda mitad del pasado siglo (Star Treck) y que invariablemente guiaba el comportamiento de sus protagonistas. Cuando se planteaba a los héroes la disyuntiva de elegir entre dos o más males inevitables, siempre optaban por aquél que perjudicara a menos personas. Se trataba de algo básico e inviolable, comúnmente aceptado por todos, excepto por los villanos. Parece algo muy razonable que debería estar a la orden del día aquí y ahora, pero si nos fijamos con un poco de atención, ese principio de conducta está prácticamente ausente en el normal proceder del mundo actual. De hecho, a juzgar por la forma en que hoy nos conducimos, esa norma de conducta se me antoja una quimera moral capaz de hacerse valer únicamente en el ámbito de la ciencia ficción3. Por supuesto, el bien común es algo mucho más complejo que lo que se ha planteado en ese anecdótico ejemplo, pero no deja de ser significativo cómo hasta su más elemental expresión (el beneficio de la mayoría) ha dejado de constituir un faro para la organización de la sociedad y para el comportamiento de sus dirigentes. Y ello es completamente coherente con lo que venimos diciendo, puesto que una tal noción del bien común sólo sería generalmente aceptada si se creyera, también de forma generalizada, en la igualdad entre los seres humanos. Lo cual, como ya se ha dicho, dista mucho de ser así. Si todos los seres humanos fuesen tenidos por igualmente dignos, la vida de uno no valdría más que la de otro y, mucho menos, la voluntad y los deseos de algunos podrían anteponerse a las necesidades de los demás. Sin embargo, si la dignidad humana es tasada como cualquier otra mercancía, sólo quienes tienen bastante dinero podrán comprar una dignidad mucho más digna, esto es, mucho más valiosa. Y en ese mercadeo de dignidades, verdaderamente repulsivo para la razón humana, la dignidad de los opulentos vale infinitamente más que la de los desheredados, si es que la de éstos vale algo; por lo que esa razonable y elemental expresión del bien común, fácilmente asequible para todos, deja de tener la más mínima opción de hacerse valer. Para el liberalismo la idea de bien común es, de por sí, aberrante. Si la voluntad humana, la búsqueda de la felicidad y la realización personal se sustancian en el logro de intereses particulares, no debe haber nada a lo que éstos tengan que sacrificarse. No existe, pues, el bien común, sino una multitud de bienes individuales irreconciliables entre sí. Lo común, lo de todos, conlleva la idea de compartir, de tener en cuenta al «otro», de anteponer al yo el nosotros; y por ahí el liberalismo fundamentalista ve asomar siempre al diablo. Pero lo especialmente relevante de este egoísmo radical, que se exhibe como la más encomiable expresión 3

Resulta significativo que, a partir de los años 90, dejó de hacer su aparición ese principio de conducta en las entregas de la serie Star Treck. En los nuevos episodios la pasión heroica sustituyó a la razón como guía valida para resolver las encrucijadas; y la expresión libre de esa pasión era mucho más importante que las consecuencias a que pudiera dar lugar (consecuencias que, por supuesto, siempre eran benignas, por arriesgada e irracional que fuera la opción elegida)

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de libertad, es que la aniquilación del bien común es el paso previo para poner del revés la idea de justicia y, sobre todo, para enterrar en el más profundo de los hoyos (no sea que intente levantarse) la justicia social. ¿Qué clase de bien pretende proveer la justicia social? ¿Existe acaso algo que pueda aglutinar en uno solo los múltiples intereses de los hombres? ¿Cercenar esos intereses en favor de algo invisible y abstracto no es tiranía? Así, en uno de esos malabarismos axiológicos con los que la ideología neoliberal le da la vuelta a cualquier aspiración humana para ponerla del lado de la ley de los fuertes, la justicia, que tiene su fundamento último en el reconocimiento universal e igual de la dignidad humana, termina convirtiéndose en un instrumento incierto que no puede guiarse por bienes superiores a la hora de dirimir las diferencias entre los hombres. La justicia pierde la venda que la hacía imparcial y se vuelve sensible, como todo lo demás, al variado muestrario de dignidades puesto a la venta en el supermercado de las desigualdades. Así pues, es la igualdad el atributo básico de la condición humana que confiere sentido a cualquier valor social. Si no se reconoce la igualdad, el bien común y la justicia carecen de sentido: habrá jueces y leyes, pero no verdadera justicia. Y, como se ha visto, la igualdad hace tiempo que ardió en la hoguera de los ideales, allí donde se transformaron en tristes pavesas los anhelos de progreso, el afán de justicia y la vocación de verdadera humanidad. No es ya que se oculte un hecho a todas luces incontestable, que se postergue todo debate serio sobre la desigualdad o que se anime a vivir de espaldas a ella, es que se presenta como algo que beneficia la organización de la sociedad y la buena marcha de la economía; como un ingrediente imprescindible en la receta del éxito: sin una buena dosis de desigualdad la competitividad deja de tener sentido; si después de la ardua lucha en la arena del mercado apenas si me voy a distinguir de los demás, si no voy a poder mirarlos desde atalayas inalcanzables para ellos, ¿dónde está la gracia? Posiblemente la clave para desatar el nudo gordiano que representa para la humanidad esa necesidad de elegir entre igualdad y libertad a la hora de buscar la mejor manera de organizarnos esté en descubrir qué es la verdadera libertad, pero esa cuestión será abordada en otra parte de este libro. Por ahora baste decir que hoy la igualdad se considera algo enterrado por el devenir histórico, algo que ha perdido su razón de ser una vez que la modernidad ha sido superada, algo que contradice la verdadera naturaleza humana y lleva a la negación de su anhelo más radical: la preeminencia social y el privilegio material. Lo que todavía queda en la sociedad de vocación de igualdad se presenta como mero reclamo de menesterosos y resentidos, de todos aquellos que se sienten inferiores y que, por envidia o rencor, quisieran ver a todos los demás en su misma situación o alzarse ellos a una a la que no han sido capaces de llegar por sus propios méritos. Son la meritocracia, junto con el principio de necesidad («todo lo que es, debe ser»), los legitimadores oficiales del orden social imperante. La prueba concluyente de que alguien debe ser pobre y, por lo tanto, excluido, es que efectivamente lo sea. ¿Acaso no hay un tufo de doctrina calvinista en todo ello? El calvinismo no sólo ensalza la abnegación y el trabajo como comportamientos privilegiados para cumplir con Dios, sino que consagra la inefable predestinación que Éste dicta para todos y cada uno de los hombres. Quien está en el fango es porque así lo ha querido Dios y nada puede hacer para cambiar su suerte. Sería interesante analizar la relación existente entre el vertiginoso ascenso de estos y otros axiomas irracionales en la bolsa de valores culturales de Occidente durante los últimos años y el aplastante dominio político y cultural de los llamados «cristianos renacidos» en los EEUU durante el mismo periodo. Pero eso sería tema de otro libro.

Posmodernismo: el escenario perfecto “El hombre del siglo XXI será cada vez más un modelo mestizo, rico en identidades y de pertenencias múltiples; en el supermercado mundial de la cultura escoge-

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rá los artículos diversos según su humor, sus valores y sus creencias, y lo hará, no de una vez por todas, sino que su vida irá desplegándose como un exuberante bricolage” (Vicente Verdú: El Estilo del Mundo. La vida en el capitalismo de ficción)

He aquí una descripción que podríamos considerar arquetípica del hombre posmoderno. No es fácil adivinar si el autor está elogiando la estampa que ha trazado o si recela de ella. Por lo que a mí respecta cabe más bien imaginar a tres de cada cuatro hombres del siglo XXI luchando por sobrevivir, excluidos de toda cultura, sin un céntimo en el bolsillo para acceder a supermercado alguno y con un humor de perros. Me resulta mucho más sugerente esta otra descripción, puesta en boca de Dios en el ensayo de Giovanni Pico de la Mirandolla Sobre la Dignidad Humana. “No te dimos ningún puesto fijo, ni faz propia, ni un oficio peculiar, ¡oh Adán!, para que el puesto, la imagen y los empleos que desees para ti, esos, los tengas y poseas por tu propia decisión… Tú, no sometido a cauces algunos angostos, definirás tu naturaleza según tu arbitrio”

Podría tomarse como un glorioso antecedente de la concepción posmoderna del hombre, pero no es ésa ni mucho menos la significación que quiso darle el humanismo renacentista a su nueva noción de la naturaleza humana. Definir la propia naturaleza no significa definirse según la naturaleza, sino hacerle frente. La vida fluye, pero como ocurre con cualquier sustancia que se encuentra en estado líquido, si no se la encauza adecuadamente anegará de entrada mucho terreno, pero pronto se evaporará y filtrará sin dejar el más mínimo rastro. Esa pasión por lo mudable, lo fugaz, lo transitorio, lo desarraigado; esa idea del gusto por el gusto, del mestizaje de valores, de la tolerancia sin límite; todo eso que con términos seductores y argumentos débiles ha planteado el posmodernismo como nuevo paradigma del devenir humano y que arranca de la negación de todo sentido histórico y de cualquier idea de progreso, no es sino vulgar relativismo y cobardía intelectual, un bajar los brazos ante los caprichos del destino y un dejarse arrastrar, sin más, por las pulsiones instintivas. A la luz de la posmodernidad virtudes como la franqueza, la coherencia, la rectitud o la claridad caen bajo sospecha y son desacreditadas. Quien se mantiene fiel a sí mismo nos traiciona a todos porque nos pone en evidencia. Se trata de ser ambiguo, multiforme, mudable, polivalente, flexible… Si alguien no sabía de dónde había surgido esa tiranía de lo políticamente correcto (la renuncia a llamar a las cosas por su nombre, la palabrería circular, la ambigüedad en las declaraciones públicas, la equidistancia, las posiciones de compromiso, las opiniones vacías de contenido, el no manifestarse a favor ni en contra de nada...), aquí tiene la respuesta. La cultura posmoderna se caracteriza por la ausencia de grandes proyectos, por la fragmentación ad infinitum de los grandes relatos (Lyotard) –hay tantos relatos como narradores para dar cuenta de ellos–, por el fin de la utopías y, en última instancia, por la negación misma de la historia (no tanto porque ésta haya llegado a su fin como por el lúcido descubrimiento de que nunca la hubo). El individuo apuesta por el presente, se instala en el consumismo y el narcisismo, huye de todo compromiso y se conforma sin rechistar con los hechos consumados. La verdad es, en último término, la víctima central de este nuevo paradigma cultural. No es ya que valga cualquier verdad, legitimada por el simple hecho de articular alguno de los microrrelatos en los que se ha descompuesto el sentido histórico, sino que no vale ninguna: la verdad, como tal, no existe. Cabe preguntarse, ¿si cae la verdad, qué nos queda para soportar la existencia? El resultado de todo ello es esa realidad que tanto nos desconcierta y de la que nos sentimos esclavos por su aplastante necesidad. La ausencia de sentido y el marchar hacia ningún sitio –que es equivalente a quedarse quieto, por mucho que todo parezca cambiar– nos precipita en un vacío del que sólo parece poder arrancarnos la memoria: memoria de un pasado 43


inserto en la historia, de una sociedad que quería avanzar, de unos padres abnegados, de unas escuelas que enseñaban, de unos lugares de encuentro, de unas miradas sin miedo… ¿Quién no cambiaría todo ese montón de artilugios electrónicos, ropa de moda, viajes masificados y tardes abúlicas en los shoppings por una sola Navidad de las de antaño? Podría pensarse que el proceso cognitivo que articula la provisionalidad y el relativismo del mundo posmoderno es la duda; pero nada más lejos de la realidad. La duda, como bien nos enseñaron los griegos, es un componente básico del discernimiento, por lo que no puede formar parte de ese mundo. Al contrario, el hombre posmoderno padece de certeza absoluta, y tal es así porque no necesita pensar: todo está ya definido, tasado y etiquetado. Se sabe de antemano qué decir, donde callar, cuando comprar, por qué reír, cómo amar… ¿Qué hace, pues, que ese hombre se agite tanto, transite por sucesivas creencias, se afane en objetivos contradictorios, modifique constantemente su círculo de amistades o sus hábitos cotidianos? La respuesta la tenemos en la sospecha y la inseguridad, en el no poder confiar en nada ni en nadie; y de ahí el individualismo y el repliegue sobre sí mismo. Un repliegue que sin embargo no puede ir más allá de la propia piel, porque ese hombre ha sido vaciado por dentro. La ética posmoderna, si acaso existiera, coloca el centro de gravedad en el sentimiento (¡qué entrañable!). Pero en el contexto del que estamos hablando ese término es sinónimo de gusto, de emoción placentera. La acción no se rige ya por el deber, sino por el placer. El imperativo categórico que responde a la pregunta «¿qué debo hacer?», es invariablemente «aquello que me guste» –o «lo que menos me disguste»–. Las instituciones tradicionales (Familia, Iglesia, Estado…), cargadas de deberes, son un obstáculo para el despliegue de la nueva moral, de ahí que se derrumben como marco de referencia y que su puesto lo ocupen espacios regidos por la ausencia de obligaciones y la abundancia de gratificaciones inmediatas: las grandes superficies para el consumo y el ocio, la televisión, Internet, las místicas alternativas (que ofrecen una espiritualidad enlatada y facilona) y otros muchos no lugares característicos de la cultura posmoderna. Pero la inteligencia del hombre tiende a echar raíces; tiene hambre de conocimiento y de verdad; se instala allí donde la realidad cobra sentido; huye de lo inestable y resbaladizo, no por rigidez o cobardía, sino porque repudia la mentira, que siempre se embosca en lo ambiguo antes de asestar su golpe definitivo. E inseparablemente unida a esa avidez de verdad subyace una necesidad de trascendencia que empezó en el mismo instante en que el ser humano alcanzó la conciencia de sí mismo. Esta es la naturaleza humana que ha ignorado el posmodernismo, y de ahí la enorme brecha entre sus promesas de felicidad fácil e inmediata y la realidad que se nos muestra día a día. No vivimos precisamente en un mundo de satisfacciones, sino de desilusiones; en un mundo en el que a la iniquidad ética y humana que supone el desahucio irreversible de cientos de millones de seres se le une la abulia y la frustración de todos los demás, por más que éstos estén bien alimentados y dispongan de medios para cumplir innumerables deseos materiales. Sin embargo, sí que es este el mejor de los mundos posibles para el despliegue de la doctrina ultraliberal. Efectivamente, no cabe imaginar un escenario mejor para el pleno desarrollo del capitalismo en su forma más materialista y salvaje. La fragmentación de la conciencia en múltiples unidades de procesado de la información y de toma de decisiones, cuando no su total aniquilación, hace que las fuerzas irracionales del mercado no tengan ya que vencer hombres enteros y determinaciones sólidas, sino que arrasan de un soplo las frágiles piezas que configuran el puzzle que es hoy la voluntad de vivir. Nadie sabe lo que quiere ni por qué lo quiere, simplemente se agita de pronto como impulsado por un resorte oculto, siente un cosquilleo de incierta localización y se mueve hacia tal o cual artículo, creencia o moda como si fuera manejado por hilos invisibles en un macabro escenario repleto de atolondradas marionetas, a cada cual más apresurada y más ignorante de su realidad. Tiene así el sistema capitalista al hombre del siglo XXI donde siempre quiso tenerlo: dispuesto a aceptar cualquier cosa que le

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venga dada desde la esfera de poder y absolutamente condicionado para adquirir sin cesar nuevas necesidades, condición sine qua non para que su maquinaria se mantenga bien engrasada y a pleno rendimiento. Cuando desaparecen los pilares para una existencia plena, cuando se ha tirado por la borda todo aquello que nos tejía como seres humanos: la honestidad con uno mismo, la lealtad con los amigos, el amor a la familia, la pasión por la verdad, el sentido de justicia; cuando todo eso se considera pasado de moda o una carga de la que hay que deshacerse para entrar cuanto antes en el fabuloso mundo de las sensaciones sin límite, de las relaciones efímeras y cambiantes, de los valores con derecho a devolución, de la ausencia de responsabilidades… lo normal es que dejemos de ser personas y comencemos a funcionar como autómatas, desprovistos de toda capacidad de reacción y hasta de la simple consciencia de lo que está ocurriendo. También en esto, como en todo lo demás, no cabe señalar a los culpables; no hay nadie detrás, o más bien, todos lo estamos. El posmodernismo no se ha instaurado por decreto ni ha diseñado nadie un programa para implantarlo entre las gentes. Los paradigmas culturales se suceden unos a otros cuando se dan las condiciones históricas y sociales propicias para ello y, sobre todo, cuando el paradigma anterior se encuentra herido de muerte. Tal ha sido el caso de la tan nombrada crisis de la modernidad, esto es, el derrumbe de los ideales de la Ilustración y su abandono como proyecto capaz de orientar el devenir de la humanidad. Son muchos los factores que han intervenido en la gestación y desarrollo de esa crisis, pero tal vez uno solo el que la ha convertido en quiebra definitiva. Entre los primeros suele destacarse el advenimiento de los totalitarismos del siglo XX y su resolución catártica en forma de Guerra Mundial – aunque está cada vez más claro que fue la Gran Depresión de los años 30 (consecuencia precisamente de otro periodo de capitalismo desbocado) la verdadera causa de la frustración social que precipitó la contienda–. Sin embargo, el acontecimiento que de verdad hizo que los ideales de la Ilustración se transformaran en pura retórica y desapareciera de facto la Edad Moderna fue el hundimiento del socialismo real y la vertiginosa transformación de los antiguos países del bloque comunista en caóticos regímenes pseudodemocráticos donde campan a sus anchas el turbocapitalismo y la consumocracia. Viejas y nuevas naciones donde se ha pasado sin solución de continuidad del pleno empleo, la educación superior y de calidad para casi todos o la sanidad pública y universal a unas tasas de pobreza que compiten con las de los países del Tercer Mundo, a la desnutrición y mendicidad infantil, a la muerte por inanición o por frío, a los sistemas educativos precarios y elitistas, y al saqueo de los bienes públicos. Se dice que el socialismo real vacunó para siempre al mundo del terrible colectivismo, de la fusión del hombre en una unidad mayor, el Estado, el Bien, el Progreso; pero esa vacuna no hubiera sido eficaz por mucho tiempo si no llega a ser por el bárbaro espectáculo que se precipitó tras su hundimiento. Cuando tantos millones de personas renunciaron sin pestañear a su cuota de justicia distributiva para lanzarse en hordas incontenibles sobre todo aquello susceptible de ser poseído o de ser consumido, aun cuando la riada se llevara por delante no sólo a los débiles, los torpes y los lentos, sino también la seguridad y el futuro de todos, ¿quién se iba a atrever a seguir hablando de igualdad y justicia social?; ¿quién iba a ser capaz de decir que en el ser humano hay algo más que avidez, sensualidad, hedonismo o afán de vivir a tope el presente sin ninguna otra consideración? Se hablará sin duda en el futuro (si somos capaces de arribar a él) de la gran oportunidad perdida de finales del siglo XX, porque tal vez en ninguna otra ocasión histórica se había abierto al género humano un horizonte tal de esperanza. Como siempre, las gentes de bien se equivocaban, porque sus esperanzas de paz y fraternidad no eran ni de lejos las esperanzas de poder y dominación que los verdaderos dueños del mundo venían acariciando desde hacía tiempo con la sola posibilidad de que llegara ese momento. Ni los más optimistas ideólogos

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de la corriente ultraliberal pudieron soñar nunca que tal acontecimiento fuera a dar tanto de sí. De un solo golpe condenó al ostracismo y a la marginalidad política a todos los partidos representantes de la verdadera izquierda europea, venció las últimas resistencias que las viejas recetas keynesianas aún oponían al neocapitalismo, incorporó al circo del mercado mundial a buena parte del planeta, exilió definitivamente del debate público la cuestión de la justicia social, haciendo de la desigualdad un mal necesario e inevitable y, lo más determinante de todo, erradicó de la conciencia colectiva los proyectos comunes, los ideales, la fe en el progreso y la aspiración a un mundo mejor para todos.

Buscando con desesperación un enemigo

Si al advenimiento del posmodernismo no cabe encontrarle tramas conspirativas, dado que ningún conglomerado de poder es lo bastante fuerte e inteligente para trazar las líneas maestras de un paradigma cultural, no puede decirse lo mismo en lo que respecta al orden geopolítico. La asimilación al capitalismo de los países del bloque comunista fue una maniobra rápida y eficaz, pero como todo lo que procura el ciego afán de poder, absolutamente torpe. Mientras se cantaban las alabanzas de un nuevo mundo libre de las tensiones de la guerra fría se ponía en marcha a todo correr el recetario neoliberal; el cual no sólo se aplicó con todo rigor en los países recién engullidos por el triunfante capitalismo, sino que también aceleró las reformas iniciadas en los 80 en las democracias occidentales. La ocasión la pintaban calva y no era momento de pararse a remolonear con estrategias escalonadas ni con sutiles programas de reestructuración a largo plazo. El capital lo quería todo y lo quería ya. Habían sido muchos los años de hambre atrasada. Como veremos en el siguiente capítulo, en ese momento las corrientes económicas dominantes ya habían dado un giro de 180º en relación con el keynesianismo imperante durante las últimas cuatro décadas. Fue la época de las grandes fusiones empresariales, de los acuerdos comerciales multilaterales, de la deslocalización de las industrias manufactureras buscando mano de obra en condiciones de explotación, de la conquista y apropiación privada del patrimonio biogenético del planeta, de los recortes de plantilla draconianos, de la privatización a ultranza de empresas y servicios públicos, de la constitución de fortunas privadas mayores que el PIB conjunto de varios países, de la multiplicación de los paraísos fiscales, del tráfico de capitales atolondrado y voraz, de la crisis asiática, la crisis rusa, la mexicana. La riqueza empezó a fluir de abajo a arriba, los salarios medios comenzaron a descender en todos los países, muchas poblaciones indígenas fueron acorraladas y expulsadas de sus entornos naturales, las normas medioambientales empezaron a ignorarse en nombre de la productividad, la mano de obra infantil se volvía a ver con buenos ojos; se desahució definitivamente el continente africano, se alentó el capitalismo salvaje en las antiguas repúblicas soviéticas… Como era de esperar, ante tal acumulación de crímenes y atropellos se produjo una reacción popular: se empezaron a multiplicar los estudios y publicaciones que ponían al descubierto la verdadera cara de la transformación que estaba ocurriendo, se alertó ante la tiranía global del capital, se aportaron datos incontestables de la herida ecológica y social que se estaba infligiendo al mundo, se llamó a la solidaridad de los pueblos, nacieron los movimientos antiglobalización, reapareció la lucha callejera, algunos economistas se desmarcaron de la corriente dominante para llamar a la cordura, líderes políticos como Felipe González hablaban del hartazgo de las políticas deshumanizadoras (aunque su gobierno, como todos, actuaba al dictado del poder económico). Empezaban a ser demasiadas las voces, demasiados los que se daban cuenta, demasiados los que querían revisar el modelo. Era el momento de encontrar un enemigo que amalgamara de nuevo un sistema que una vez más, debido a su propia torpeza y

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voracidad, empezaba a resquebrajarse. Un enemigo capaz de llenar el vacío que había quedado en el imaginario colectivo del mundo occidental tras el desmoronamiento del bloque comunista. Sólo había dos alternativas posibles: o se insistía por el trillado camino del anticomunismo, concentrando toda la batería ideológica en lo que aún quedaba de él, o se desempolvaba el ancestral enfrentamiento entre Occidente y el mundo islámico4. La vía del peligro amarillo se descartaba por sí misma, ya que por muy problemático que pudiera adivinarse un futuro dominado económicamente por China, en el fondo no se trataba de un enemigo para el sistema, sino de un competidor más (con el atractivo añadido de mil doscientos millones de consumidores en ciernes). En cuanto al resto de naciones bajo régimen comunista, su peso específico en el concierto estratégico mundial era (y es) despreciable. Y el riesgo de contagio (lo que antaño se conocía como «capacidad para exportar la revolución») completamente nulo; más bien todo lo contrario, puesto que su pobreza y aislamiento es el perfecto aviso para navegantes tentados de añorar las viejas utopías. Por lo tanto, sólo quedaba el fanatismo islámico y su variado muestrario de irracionalidades y crueldades: genocidios en Argelia y el Kurdistan, regímenes tiránicos desde Marruecos hasta Indonesia, violación indiscriminada de los derechos humanos, esclavitud institucional de la mujer y, por encima de todo, un terrorismo sin fronteras alentado por líderes religiosos que parecían salidos de la Alta Edad Media. Con tal caldo de cultivo pudo parecer sencillo espolear viejos odios culturales y religiosos, pero lo cierto es que la gente de a pie, sobre todo en Europa, no parecía muy entusiasmada con retroceder unos cuantos siglos en su forma de concebir el mundo. Ni la invasión de Kuwait por parte de Iraq ni la escalada terrorista en Oriente Próximo parecieron convencer a nadie de la necesidad de una nueva cruzada, sino más bien al contrario. Se hacía cada vez más perentorio un suceso con verdadera capacidad para quebrar la historia, algo que sin tener las dimensiones de una guerra, provocara sin embargo los efectos psicológicos de varias. Por supuesto que no hay pruebas (ni seguramente las habrá nunca) de que el mayor ataque terrorista de la historia hubiera sido, si no planeado, sí aceptado (¿y facilitado?) por aquellos que más podían beneficiarse de él; pero no cabe duda de que sucedió en el momento justo y de que sus consecuencias fueron exactamente aquellas por las que los grandes jugadores del póquer económico mundial hubieran pagado cualquier precio. Así pues, como por arte de birlibirloque, el tan ansiado enemigo apareció cuando más falta hacía. El capitalismo volvió a respirar tranquilo. Quedó aparcado el debate sobre la globalización neoliberal; los movimientos contestatarios quedaron reducidos a algaradas testimoniales sin el más mínimo interés mediático; las publicaciones sobre la materia empezaron a escasear y la gente dejó de interesarse por ellas; debates como el de la desigualdad y la polarización de la sociedad pasaron a formar parte de lo políticamente incorrecto; los intelectuales se convencieron definitivamente de la inevitabilidad y las bonanzas del modelo; las clases medias de las democracias liberales, tan comprometidas sólo unos pocos años antes, se felicitaron a sí mismas por haber caído en el lado bueno del mundo y se entregaron al desenfreno consumista, tal vez para espantar su miedo al futuro o sus problemas de conciencia. ¡Cuánto ha cambiado el mundo desde el 11 de septiembre de 2001! Ahora sí que ha dejado de tener significado cualquier cosa que vaya más allá del aquí y el ahora. Se ha instalado en nuestras conciencias el fantasma de un monstruo que vigila cada uno de nuestros proyectos y aspiraciones para recordarnos constantemente que todo es provisional y aleatorio, empezando por la propia vida. Ésta ha sido la gran aportación del 11-S a la cimentación del 4

Esta equivalencia entre la amenaza roja y la amenaza de la media luna era un rancio principio de la política exterior y de defensa norteamericanas. Durante la Guerra Fría Dean Acheson, el Secretario de Estado que había urdido el Plan Marshall y la OTAN, solía manifestar que el peligro que para Occidente representaba la URSS guardaba gran paralelismo con la amenaza islámica de siglos atrás, ya que ambos tenían dos importantes rasgos en común: poder de lucha y fiebre ideológica.

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nuevo orden antropológico y social: la aniquilación del futuro como paradigma para la articulación de todo proyecto humano. El futuro, ese incierto lugar donde reposa la utopía, herido de muerte por el posmodernismo, terminó siendo rematado y enterrado por Al-Qaeda. ¿Qui prodest? ¿Quién se beneficia del nuevo orden geopolítico? ¿Quién sufre su descabellada insensatez? ¿A quienes ha hecho desistir de sus anhelos de solidaridad y justicia? ¿Quiénes continúan ufanos acumulando sin límites? No sólo se ha conseguido poner el terrorismo islamista en el centro neurálgico de las preocupaciones y los debates públicos mundiales, sino que se han confundido interesadamente las raíces de las desavenencias y los odios. Ni se trata de una cuestión visceral y endémica como se presenta desde la esfera de poder del mundo occidental, ni de un simple problema de pobreza y marginación, como se ve desde su frente contestatario. Los mártires de la guerra santa son reclutados sin duda de entre la desesperación y la miseria, pero quienes los alientan no buscan ni mucho menos una reparación de esos agravios. Lo que de verdad ha encendido la llama de su odio ha sido el nacimiento de un nuevo «Dios» omnipotente y voraz al que el suyo manda combatir sin demora. Conviene recordar que lo que hizo que se fueran desactivando los resortes de la confrontación histórica entre el mundo cristiano y el musulmán fue el creciente laicismo del primero hasta encerrar la cuestión religiosa en el ámbito privado de cada creyente, dejando con ello de representar una amenaza para la cosmovisión teocrática del segundo. Cuando las lumieres exiliaron de su lugar central a la fe cristiana como guía para la acción común e instauraron una visión del mundo anclada en la razón, perdieron todo su sentido las guerras de religión, incluidas las guerras intestinas de las distintas facciones cristianas. Es más, el mundo occidental llegó a gozar de una cierta «carta de superioridad» sobre el resto de civilizaciones, si bien en virtud no tanto de su progreso técnico y material como de su progreso moral. La mejora de las condiciones de vida del pueblo llano, el respeto de los derechos humanos, la búsqueda de la justicia social como fundamento de la convivencia, la limitación de los poderes del Estado o la participación de los ciudadanos en la elección de los gobernantes no podían ser vistos por esas sociedades sino como algo digno de admiración y objeto de imitación. Pero cuando Occidente empieza a dejar de lado sus valores, a ponerlos en cuarentena, convertirlos en retórica o hibernarlos de por vida para abrazar el único y soberano principio de supeditarlo todo al poder del mercado y sustituir el bien común por las ambiciones individuales, las aspiraciones humanas por el ánimo de lucro, la libertad de pensamiento por el adoctrinamiento en el consumo, la división de poderes por entregarle todo el poder a los fuertes; cuando esa transformación es guiada, además, por una mística irracional, cargada de ídolos y abstracciones ilusorias y, sobre todo, sometida a una nueva fe que entrega el trono celestial a un «Dios» que es mucho más terrible e insaciable que todos los dioses conocidos hasta entonces, es completamente natural que en Oriente se pase de la admiración y el respeto, de querer ser como tú, a no querer ni que te acerques para no contaminarse. Vuelve a cobrar todo su sentido el imperativo coránico de desenvainar los sables y hacer la guerra a los infieles: “para tu Dios, mi Dios”, parecen estar diciéndonos. De nuevo son dos cosmovisiones teocráticas las que están frente a frente, pero ahora es la religión del Mercado la que quiere extender su dominio por todos los rincones del planeta, puesto que el imperativo del Dios Dinero es mucho más perentorio y avasallador que el que pueda emanar de ningún texto sagrado.

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La ciencia de la vida y de la muerte

Este libro reivindica al hombre en todas y cada una de sus frases, pero lo reivindica vivo. Porque lo primordial, y en esto creo que es difícil no estar de acuerdo, es vivir para contarlo, estar aquí para sentirlo, tener la oportunidad de experimentarlo… sea lo que sea lo que haya de depararnos la existencia ¿Qué sentido pueden tener el amor, el arte, la espiritualidad, el crecimiento personal o la libertad para quien está muerto? Suele pasar desapercibido para la mayoría de la gente, pero la economía es, hoy por hoy, la ciencia de la vida y de la muerte. Hablar de economía es hablar de asignación de recursos, de producción y reparto de bienes, de esperanza y posibilidades de futuro, de voracidad y ambición, de desigualdad y miseria. Las decisiones económicas dictaminan cuántos van a sobrevivir y cuántos se quedarán en el camino; y de entre los que sobrevivan, cuántos y quiénes lo harán dignamente y cuántos otros soportarán una existencia infrahumana. Y puesto que el mundo actual, a pesar de producir bienes y recursos suficientes para proporcionar a todos sus habitantes una vida digna desde un punto de vista material, mantiene a un quinto de su población al borde del exterminio y amenaza a otras tres quintas partes con ponerlas en una situación similar, habrá que ver por qué esa sacralizada ciencia que parecía tener las claves de la abundancia para todos está funcionando tan rematadamente mal desde un punto de vista humano. Insisto en lo de «humano», no sólo porque tal concepto constituya el hilo argumental básico de todo el ensayo, sino para hacer hincapié en algo que no debe perderse de vista: el pensamiento liberal-capitalista, en el marco de la búsqueda frenética del crecimiento y el acopio de bienes, no considera que haya anomalía alguna en el creciente amontonamiento de perdedores, sino todo lo contrario. Dado que ese marco ideológico está al servicio del grupo social que rentabiliza para sí las decisiones económicas, la única anomalía que suele reconocerse en el funcionamiento de la economía es la de que los beneficios del capital o de la inversión privada desciendan, o bien que crezcan por debajo de lo previsto. Sólo si se prescinde de la dignidad humana es posible un mundo en el que se escuchan las mayores lamentaciones y se dan los más efusivos golpes de pecho cuando caen los beneficios empresariales o sube la inflación (en ambos casos los ricos lo son un poco menos porque disminuyen las rentas del capital), mientras se es completamente condescendiente con la muerte o la miseria de millones de personas por falta de recursos económicos. Ya decía Keynes, y no hay más que mirar el estado de cosas actual para comprobar cuanta razón tenía, que la economía es una ciencia que, si se deja evolucionar a su antojo, 50


tiende a la insensatez. Y es este el punto de partida que debe inspirar cualquier análisis del porqué y el cómo de las actuales estrategias económicas. Lo esencial es, precisamente, que no hay tales estrategias, sino que se ha permitido primero, y alentado después, que todo lo que tenga que ver con lo económico se conduzca a su antojo, marche a la deriva. Pero esto, puesto en relación con lo que decíamos al principio, es dejar en manos del azar, confiar a un destino incierto la suerte primera del hombre como ser vivo, que no es otra que la de seguir viviendo. La radical prohibición que tácita o expresamente pesa hoy sobre cualquier tipo de intervención en la economía, sobre cualquier planificación racional de la misma que tenga en cuenta las necesidades de todos los seres humanos y no sólo las de unos pocos, es en realidad el mayor crimen de lesa humanidad jamás cometido, porque significa abandonar a su suerte a cientos de millones de personas, de quienes se sabe a ciencia cierta que serán condenados a la exclusión, la esclavitud o la muerte. En primer lugar, hay que tomar conciencia de que las cosas, en un pasado tan reciente como para poder ser abarcado con la memoria, eran muy diferentes de como lo son ahora. No sólo porque estuvieran en vigor unas normas que obligaban a los actores económicos a jugar de una determinada manera, sino también y sobre todo porque esas normas, sin ser perfectas, intentaban anteponer el bien común a los intereses particulares; lo cual, excepto para quienes son guiados exclusivamente por la ambición y el ánimo de lucro, parece bastante razonable. Por lo tanto, aunque la situación actual es deudora de una particular corriente de ideas, esas ideas no han surgido de la nada ni se han impuesto por mor de fuerzas misteriosas e irresistibles, sino que son productos humanos perfectamente analizables, discutibles y modificables. Nada de lo que hoy forma parte de esa dolorosa realidad a la que es cada vez más difícil dar la espalda es producto de una voluntad superior ni ha venido dado por la inexorabilidad de un orden económico preexistente al que toda sociedad debe someterse para seguir adelante, sino que todo es consecuencia de decisiones humanas tomadas en el ámbito de instituciones estrictamente humanas. En definitiva, debemos ser conscientes de que todo podría ser de otra manera si las cosas se hubieran hecho de otra manera por quienes han preferido instalarse en la mentira o resignarse ante lo supuestamente inevitable. Conviene también advertir que los principios de la economía liberal-capitalista, así como las presuntas leyes antropológicas y sociológicas en las que ésta pretende fundar su legitimidad, gozan de un claro atractivo en su significado literal, en lo que podríamos llamar el ropaje exterior o escaparate conceptual de lo que expresan. En una primera impresión incluso parecen gozar de unos estimables componentes de racionalidad y obviedad. Encantan, por así decirlo, al entendimiento. Encajan, además, de forma prodigiosa, con prejuicios y convencionalismos de indudable arraigo, por lo que no entran en conflicto con lo que las personas quieren creer. Es fácil entender cómo de un estatus de simple juicio o idea pasan a la categoría de axioma o verdad primera que no necesita demostración y que es inmune a la refutación. Juicios tales como que la mejor manera de regular el mercado es renunciar a toda regulación, que la competitividad es buena y la desigualdad estimulante, que la iniciativa privada es más beneficiosa que la pública, que los impuestos son malos en sí mismos, que la intervención estatal es sinónimo de ineficacia y corrupción, que las prestaciones sociales provocan irresponsabilidad y holgazanería (curiosa contradicción ésta: quitar a los ricos mediante subidas de impuestos los desincentiva; quitar a los pobres eliminando los subsidios los vuelve más honestos y trabajadores), que los ricos son quienes más y mejor invierten, que libre mercado y justicia social son una misma cosa o que las libertades económicas conducen irremisiblemente a la prosperidad y a la democracia han llegado a transformarse en máximas incuestionables, en verdades que no admiten duda ni discusión. Entiendo que esto sea así entre la gente de a pie, que se encuentra sujeta a la tiranía de lo cotidiano, sin más horizonte muchas veces que el de resolver pequeños o grandes proble51


mas para meramente salir adelante; lo que me cuesta más trabajo aceptar es que quienes han sido capaces de hacer de su capacidad de pensar una profesión, quienes se autoproclaman garantes de la cultura y «dueños» del conocimiento se conformen tan fácilmente y hasta se adhieran de manera entusiasta a ese fantástico mundo de apariencias que brindan las máximas del pensamiento neoliberal. No se encuentran fácilmente críticas de fondo a la formulación de tales principios, ni siquiera entre quienes se tienen por intelectuales progresistas, sino más bien una llamada de atención sobre las consecuencias a las que está llevando su aplicación; casi siempre sin cuestionar el modelo en sí, sino sólo sus extralimitaciones. Mi duda, que no deja en todo caso de ser irrelevante, está en saber si esa actitud tan complaciente por parte de quienes debieran constituir la vanguardia de la crítica y de la contestación social lo es por adhesión interesada o por simple ignorancia. ¿Se conocen los problemas y sus causas pero se mira para otro lado para no molestar al poder y seguir optando a su mecenazgo o se cuenta con tan poca talla intelectual que cualquier cosa con la apariencia de razonable y beneficiosa se toma como tal? Es interesante observar, por último, que hay una diferencia radical entre el liberalismo y el capitalismo clásicos y sus formas modernas denominadas con los mismos vocablos precedidos del prefijo neo. El auténtico liberalismo y el primer capitalismo se diferencian fundamentalmente de lo que sea que tengamos hoy en que aquéllos son hijos directos de la Ilustración y éstos, por el contrario, descuelgan del posmodernismo; y éste, como hemos visto, no es precisamente la culminación o un desarrollo enriquecido de aquélla, sino su verdadera antítesis. La diferencia más importante entre la modernidad y lo que ha venido después está en la cuestión ética, en lo que es lícito al hombre desde una perspectiva moral. Ya hemos visto como el posmodernismo se declara libre de toda moral; como para el hombre posmoderno lo único que cuenta es el aquí y el ahora, el placer del momento, sin ataduras ni compromisos; como ese hombre sólo reconoce al otro en función de su utilidad, de lo que de él pueda obtener; pero como, en contrapartida, cada cual debe resignarse a su vez a ser mero objeto para los demás. Evidentemente, no era esta la clase de hombre en la que pensaba Adam Smith cuando sistematizó los principios del capitalismo clásico. Nada puede negar que al postular la famosa mano invisible del mercado estaba introduciendo en la historia de las ideas una de las quimeras más falaces e irracionales de que se tiene noticia, pero hay que decir en su descargo que es más fácil dejarse engañar por una idea así cuando el marco de referencia en el que se propone toma en cuenta la moralidad humana. Y no hay que olvidar que Smith era un filósofo moral y que los temas morales le preocuparon durante toda su vida. Confiaba el famoso economista en la existencia de una «simpatía» o fuerza de atracción entre todos los hombres capaz de impulsar el respeto mutuo y poner freno a su voracidad. Pero al mismo tiempo era consciente de que muchas personas, víctimas de debilidad moral e incapaces de contenerse a sí mismas, harían todo lo posible para buscar ventaja mediante la manipulación fraudulenta de la dinámica del mercado; así como de que determinadas actividades e instituciones de indudable utilidad para la sociedad nunca serían promovidas por los particulares debido a que los costes superaban con mucho a los beneficios. De ahí que considerara el libre mercado puro, en realidad, una utopía, y que no viera otra manera de corregir sus imperfecciones que la de controlarlo de algún modo mediante normas gubernamentales e instituciones neutrales. Hasta tal punto es así que el neoliberalismo, después de acudir a él para conferir autoridad intelectual a sus pretensiones, no ha dudado en tacharlo de ¡intervencionista! Si Adam Smith dudaba de los principios que él mismo propugnaba en cuanto a que fueran capaces de conducir a una organización social equitativa y humana, mucho más lo hacían otros representantes del capitalismo clásico. Pero esas reticencias y temores, que no dejan de asomar en la obra de todos ellos, han sido completamente ignoradas en su moderno revival. Es particularmente significativa la posición de John Stuart Mill en relación con algo

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que hoy nadie se atreve a discutir y que está en el meollo del desvarío en que ha terminado cayendo la economía de nuestro tiempo: el reverenciado e inviolable crecimiento –más adelante abordaremos detenidamente esta cuestión–. Decía el famoso liberal (contraponiendo lo que él denominó “estado estacionario” a la idea de crecimiento del capital y la riqueza): “No puedo contemplar el estado estacionario con la profunda aversión con la que se manifiestan respecto a él los economistas políticos de la vieja escuela. Me inclino a creer que sería, en su conjunto, una considerable mejora en relación con nuestra condición actual... Una condición estacionaria de la población y el capital no implica un estado estacionario de la mejora de la humanidad. Habría tanta amplitud como siempre para todo tipo de cultivo de la mente y el progreso social y moral”

Recuerdan patéticamente los fundamentalistas del mercado a los comunistas utópicos (cada uno en su estéril quimera, por supuesto) cuando anhelan el imposible del mercado puro. Nunca hubo ni habrá precios ajustados a la oferta y la demanda (siempre habrá especulación); nunca hubo ni habrá competitividad limpia y sin distorsiones (siempre habrá clientelismo y corrupción); nunca hubo ni habrá soberanía ni elección libre por parte del consumidor (siempre habrá engaño y manipulación) y, desde luego, nunca hubo ni habrá mano invisible alguna que se encargue de todo ello. Quienes practican de verdad el modelo (los banqueros, los grandes industriales y los tiburones de las finanzas) saben a ciencia cierta que todo eso es imposible; del mismo modo que quienes practicaban de verdad el socialismo real (los burócratas y los jerarcas) aprendían pronto que el comunismo de manual no llegaría jamás. Pero así es la fuerza de las ideas cuando consigue echar raíces en las mentes de los hombres. Y mientras aquéllas sigan cegando éstos permanecerán en las tinieblas. Breve historia del disparate

Hacer un recorrido histórico por la realidad económica del mundo, aunque sólo se abarquen los últimos 50 o 100 años, cae fuera de las pretensiones de este libro y, por supuesto, de la competencia del autor. Sería además superfluo, redundante (por la ingente cantidad de material que hay publicado al respecto) y seguramente bastante insufrible para el lector. Lo que sí resulta inevitable, por ser de una especial relevancia en la búsqueda de una explicación razonable a la insensatez con la que se desenvuelve actualmente la sociedad en relación con los asuntos económicos, es indagar la sucesión histórica de decisiones que han sido capaces de generar esa insensatez y, sobre todo, constatar cómo esas decisiones, la mayoría de las veces fundamentadas en convicciones doctrinales, han sido tomadas por líderes políticos y responsables institucionales en un marco de actuación que ha ido de bastante posibilista a absolutamente determinista. Dicho en otros términos: se empezó decidiendo con un alto grado de autonomía y, merced a lo inapropiado de muchas decisiones, ahora no puede decidirse prácticamente nada. Si hay algo que define con claridad el estado en el que se encuentran hoy día los gobernantes con respecto a las fuerzas económicas, es la impotencia. No hay actualmente poder gubernamental alguno capaz de luchar contra la irresistible fuerza de los mercados globales. Ninguna medida puede tomarse de espaldas a ellos y, mucho menos, en contra de ellos. Pero paradójicamente esa fuerza les ha sido otorgada, en un acto de irresponsabilidad y eutanasia sin parangón histórico, por los propios poderes públicos. Es como si en un acceso de enajenación mental inexcusable, los responsables de custodiar al monstruo que podía devorarnos a todos, hubiesen soltado sus cadenas. Veamos cómo se forjó tan monumental disparate.

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Ocioso sería recordar aquí las aterradoras circunstancias vitales que la lógica capitalista impuso durante la revolución industrial a las masas oprimidas si no fuera porque esa es la lógica que se está abriendo paso de nuevo en el mundo. El principio de la maximización del beneficio imponía que un obrero fuera remunerado por su trabajo con el mínimo indispensable para asegurar su supervivencia física en las condiciones requeridas por la actividad laboral de que se tratara. Es más, dada la abundancia de mano de obra disponible, no eran raros los casos en los que el industrial calculaba los costes teniendo en cuenta el desgaste de los trabajadores como si de cualquier otra maquinaria se tratara y prefiriera su sustitución por otros sanos y fuertes antes que pagar a los primeros un salario capaz de asegurarles condiciones de vida aceptables para seguir trabajando. Cuando el trabajo consistía en tareas carentes de toda especialización y se ejercía en pésimas condiciones de salubridad, como en la extracción de carbón en las minas, esa era la opción más rentable para los propietarios del capital. Si se piensa que tales criterios eran aplicados con un rigor todavía mayor cuando los trabajadores eran niños (a partir de los 3 años de edad en el caso de las minas) llega uno a preguntarse hasta dónde son capaces de llegar los humanos cuando sólo los alienta el egoísmo y la avaricia. Resulta desgarrador leer cómo los capitalistas «filántropos» de la época, en iniciativas famosas por su osadía y su carácter antieconómico, reducían la jornada de trabajo infantil en sus plantas industriales a doce o trece horas diarias para que a los niños “les quedara tiempo para jugar y aprender”. Así se aplicó el capitalismo hasta que las revoluciones sociales y su propia crueldad consiguieron arrancar de los poderes políticos y económicos algunas reformas. Y, por más que se niegue o se quiera ver como un imposible, así se volverá a aplicar en un futuro no muy lejano si las reformas actuales siguen profundizando en su lógica inapelable de la búsqueda del beneficio al margen de toda consideración social y humana. Quien crea que esos tiempos no pueden volver, que se informe sobre cómo funcionan muchas plantas de montaje industrial o explotaciones mineras en numerosos lugares del mundo actual. No obstante, una vez suavizadas las condiciones de los trabajadores y consolidados los sectores productivos y las redes comerciales que aseguraban el buen funcionamiento del sistema, a principios del siglo XX el capitalismo en su forma más ortodoxa (lo que ya entonces se conocía como laissez-faire económico) alcanzó su momento álgido. Alfred Marshall (gran sistematizador de las teorías clásicas) era el economista más influyente de la época, imperaba la ley de Say (la oferta crea su propia demanda) y Marx había perdido influencia a pesar del triunfo de la Revolución Rusa. Lo cierto es que hasta el crack bursátil del 29 y la Gran Depresión de los años treinta, las cosas parecían desarrollarse tal y como las habían predicho los teóricos del capitalismo clásico –aunque no hay que olvidar que una concepción económica diametralmente opuesta se empezaba a desarrollar en Rusia y que en la Europa de entre guerras los países germanos sobre todo, pero también algunos otros como Suecia, se habían decantado por una economía de mercado sujetada y dirigida por el Estado–. Y fue precisamente de Austria de donde emigrarían dos economistas que se terminarían instalando en EEUU y cobrarían una importancia capital para el renacimiento del sistema clásico durante el último cuarto del siglo XX: Ludwig Von Mises y Friedrich Von Hayek1.

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Comenta irónicamente Jonh Kenneth Galbraith (auténtico azote de la ortodoxia ultraliberal) que lo mejor que pudo pasarle a Austria, a la vista del buen funcionamiento de su economía –Austria consiguió, tras la Segunda Guerra Mundial, precios estables, pleno empleo y tranquilidad social; atribuibles en gran mediada a la aplicación de su tradicional economía social de mercado, que tantos dolores de cabeza producía a sus dos ilustres emigrantes– fue que estos dos pájaros volaran de allí sin hacer valer sus ideas. Efectivamente, Austria se libró de ellos, pero el mundo habría de padecer, 50 años después, toda la crudeza de esas ideas a través de la obra e influencia de su más aventajado seguidor, Milton Friedman, y de la omnipotente escuela de Chicago.

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Pero cuando más felices se las prometían los países industrializados (los «felices años 20»), sobrevino el famoso crack. Una característica del sistema clásico es que no ha abordado nunca una teoría de las depresiones, precisamente porque según sus postulados la economía se autorregula automáticamente, y cuando sobreviene algún desajuste, en un breve periodo de tiempo vuelve a estabilizarse por sí sola. Así pues, cuando se produjo el aciago acontecimiento, la postura teórica dominante aconsejaba no hacer nada –excepto en lo relativo al clásico recurso de abaratar el dinero (bajar los tipos de interés) para incentivar la demanda–, y así se hizo. Pero esta vez la recuperación no se iba a producir por su cuenta, sino todo lo contrario: el problema se fue agudizando mes tras mes, año tras año. En marzo de 1933, en un ambiente de profundo desánimo general, elevado desempleo y estancamiento económico sin precedentes (se inventó la palabra recesión para designar el insólito hecho de una depresión dentro de otra depresión) accede al poder Franklin D. Roosevelt y, junto con él, algunos jóvenes economistas caracterizados por su postura crítica ante la ortodoxia clásica y un intento de encontrar vías alternativas a las soluciones económicas al uso2. Ahí encontramos el punto de inflexión a partir del cual la intervención estatal en los asuntos económicos desplaza al dogma de la libertad sin restricciones que arrancara con las ideas de Adam Smith allá por el año 1776 cuando publicara La Riqueza de las Naciones. Medidas tales como la intervención de precios, la protección de la agricultura, la legislación antitrust, la inversión pública a gran escala o el aumento de los salarios de los trabajadores (todas ellas anatemas puros para el capitalismo de manual) fueron tomadas sucesiva o simultáneamente, no sin encontrar una resistencia feroz por parte de la élite económica. El monstruo de un capitalismo desbocado y salvaje, aunque a trancas y barrancas, pudo ponerse a buen recaudo. Fueron los años del New Deal, que tanto alivio proporcionó a las clases americanas menos favorecidas, aun cuando sus efectos en términos de crecimiento absoluto no fueran tan espectaculares. Y fue en ese contexto donde hace su aparición la Teoría General del Empleo, el Interés y el Dinero de John Maynard Keynes, publicada en 1936. Obra que tiene el mérito no tanto de proponer algo nuevo, puesto que la necesidad ya había forzado a la práctica a marchar por esos derroteros, como el de dar un soporte teórico y racional a lo que, según los axiomas clásicos, no debería haber funcionado en absoluto, y sin embargo lo estaba haciendo. Se encarga en primer lugar Keynes de refutar la ley de Say, demostrando que el sistema puede alcanzar su equilibrio en un punto de subproducción y subempleo muy por debajo del máximo teórico que postula esa ley, según la cual el pleno empleo y la producción máxima de bienes y servicios están asegurados por la dinámica natural del mercado. Evidentemente, los largos años de depresión daban la razón a Keynes, quien urgía a los gobiernos a tomar cartas en el asunto y a no quedarse pasmados esperando que se cumplieran las predicciones apriorísticas de los “maestros del pasado”. Pero en un plano teórico, que en lo que afecta a este libro es mucho más relevante que el aspecto técnico, lo que fundamentalmente aporta la obra de Keynes, que ahora se pretende enterrar a toda costa, es la idea de que un mayor reparto de la riqueza (sin anular la iniciativa privada) da lugar a un mejor funcionamiento de la economía; y que ese reparto no lo proporciona la mano invisible de Smith, sino la intervención racional y sistemática de los poderes públicos. De ahí salen las escalas de impuestos sobre la renta altamente progresivas (pagan mucho más quienes ganan mucho más), las restricciones al tráfico de divisas y a la especula2

Es interesante llamar la atención sobre el hecho de que un equipo de asesores que se conforma por individuos de una u otra orientación teórica, puede dar lugar a un cambio radical en toda una forma de administrar un Estado. Si se trata, además, del país económicamente más poderoso del mundo, ese cambio tendrá consecuencias, antes o después, en todo el planeta. Claro que para que un equipo de asesores tenga una determinada orientación es necesario que quien los elige también parta de una cierta sensibilidad. Una sensibilidad de la que hizo gala con creces Franklin D. Roosevelt y de la que hoy carecen los más importantes líderes políticos mundiales.

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ción financiera, la atención prioritaria de los intereses de los trabajadores frente a los de los empresarios, la creación de las instituciones de Breton Woods (el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, que nacieron con una vocación de auxilio internacional totalmente ajena a la lógica de dominación que tienen ahora) o la red de seguridad y servicios públicos que se conoce con el nombre de Estado del bienestar. No se trataba de caridad ni de socialismo encubierto, sino de eficacia económica, el argumento de base con el que tradicionalmente se justificaba el libre mercado. Progreso, justicia social y crecimiento económico en el mismo saco; esto era demasiado hasta para los poderosos e influyentes mentores de la teoría clásica y sus valedores naturales, los multimillonarios. No tuvieron más remedio que replegarse en sus nichos académicos o institucionales y alejarse de la controversia en cuestiones prácticas, ya que la llamada revolución keynesiana ganaba por goleada en ese terreno. Siguieron sin embargo luchando en el terreno de las ideas, aferrándose sobre todo a una que habían secuestrado para sí desde el momento en que la modernidad empezó a bajar la guardia: la idea de libertad. El neoliberalismo desnudó ese término de todo contenido humano y lo ató para siempre a un destino materialista e instrumental. Hayek, concentrado en ese terreno, publicó en 1944 Camino de Servidumbre, un encendido alegato contra la razón, el bien común y la justicia social que, sin embargo, fue presentado como antídoto de los totalitarismos y tuvo una enorme influencia en todos los que añoraban el viejo orden. El mundo real, por su parte, se había olvidado de ellos. La intervención económica no sólo afectaba al reparto de la riqueza, éticamente incuestionable, sino que ese hecho parecía ejercer una influencia positiva en otros aspectos, tales como la calidad de la democracia, la responsabilidad y el compromiso social, la honestidad en los negocios, la conciencia fiscal o la preocupación por el «otro». Eran los buenos tiempos de la redistribución hacia abajo en los que, sin embargo, hacer negocios o enriquecerse tampoco era difícil, sólo que ahora se tardaba más en consolidar una empresa y era prácticamente imposible dar un «pelotazo». ¿Por qué si a casi todos les iba mejor, tantos potentados y tantos teóricos se revolvían indignados en sus sillones? ¿Acaso su amado capitalismo no había sido rescatado del colapso cuando ya nadie daba un céntimo por él? Pero esa es precisamente la lógica de la ambición, que no es alentada por lógica alguna, sino que siempre busca más, espera más, aspira a mucho más. Quien enfoca enfermizamente su vida hacia la riqueza y el poder nunca tiene bastante y, por supuesto, ver como casi todos prosperan no es motivo de satisfacción alguna, sino una verdadera afrenta. ¿Y qué decir de los teóricos? ¿Por qué simples funcionarios o profesionales liberales, por muy alto rango académico o intelectual que tuvieran, se enrocaron en sus cerriles posturas durante más de 30 años esperando una nueva oportunidad?3 En este caso habría que acudir al mismísimo Freud para encontrar alguna explicación al visceral radicalismo con el que se han venido expresando los teóricos neoliberales durante los últimos 50 años ¿Qué daño puede hacerle a quien no pierde nada con ello que la gente corriente viva dignamente? ¿En qué oscuro rincón de su conciencia quedaron enterrados los ideales más encomiables del género humano? Haría falta sin duda todo un tratado psicoanalítico para desentrañar ese misterio. El caso es que la tan anhelada oportunidad les llegó durante la década de los 70. Bastó con que hiciera su aparición la inflación, algo no previsto por el enfoque macroeconómico de Keynes, para que todos ellos se lanzaran cual lobos con hambre atrasada a descuartizar los sistemas de economía social que, con distintos grados de penetración, imperaban en los países occidentales desde hacía ya tres décadas. 3

Los frustrados pero recalcitrantes ultraliberales se conjuraron en Mont Pelerin (Suiza) en 1947 para hacer renacer algún día el capitalismo libre y soberano; fundaron la llamada «Mont Pelerin Society», a la que se han ido incorporando todo tipo de apasionados defensores de la ley de la jungla; y se siguen reuniendo periódicamente en distintos lugares del mundo.

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Como veremos más adelante, la inflación no perjudica a los asalariados, ya que basta con incrementar los sueldos para compensar la pérdida de poder adquisitivo. El problema es sobre todo para la élite económica, cuyos miembros soportan en mayor medida sus efectos, dado que en un contexto de intervención pública sobre la economía la inflación dará lugar a mayor presión fiscal (impuestos que, en un sistema progresivo, afectan más a los que más tienen) y a un control sobre los precios (algo que suele gustar poco a los grandes consorcios industriales, acostumbrados a manejar a su antojo los stocks y los precios del mercado). Por otro lado, la inflación reduce el valor de los capitales acumulados, por lo que había que estar allí para escuchar los improperios y juramentos de los acaudalados capitalistas. Urgía hacer algo y bien que lo hicieron: se culpó de la inflación a la ambición desmedida de los trabajadores, a los «desorbitados» gastos sociales que conlleva el Estado del bienestar y a lo equivocado del enfoque keynesiano. Sin embargo, a la escalada en los precios del petróleo, verdadera causa del descontrolado repunte de la inflación, se le asignó interesadamente un papel menor. Ahora de lo que se trataba era de convencer a la gente en general y a los gobiernos en particular de que no había nada peor para el futuro de un país que el fantasma de la inflación, y que el regreso al sistema clásico reactivaría la economía y volvería a traer la prosperidad. Sería difícil determinar qué factor fue más decisivo de entre los que contribuyeron al asalto y derribo de una economía sujetada e intervenida por el Estado y que tan buenos réditos sociales estaba reportando. Aparte del ya mencionado descontrol de la inflación, suele hablarse de un agotamiento del sistema, de un menor compromiso por parte de quienes se encargaban de aplicarlo, de una relajación en las instancias sociales llamadas a defenderlo, de una contraofensiva bien organizada e intensamente apoyada por el poder económico, etcétera. Pero hubo también, como vimos en el capítulo anterior, poderosísimos factores sociológicos y culturales, entre los que destacaron el despliegue del posmodernismo como forma de entender la vida y el colapso de la economía comunista. En cualquier caso, la coyuntura económica y un terreno culturalmente abonado dieron la alternativa a Milton Friedman y la escuela de Chicago, de quienes hay que reconocer que venían haciendo gala de una paciencia digna del Santo Job. ¿Y qué proponían todos ellos? Pues nada más y nada menos que volver a las recetas liberalizadoras que habían llevado al mundo occidental a sus mayores desastres económicos y bélicos, pero ahora con un plus de fanatismo y desprecio por el hombre como no se habían conocido jamás. Durante la negra década de los 80 (la década de Reagan y Thatcher), mientras la sociedad occidental entraba en una especie de estado catatónico de manos del incipiente posmodernismo, se produjo el asalto del poder económico a la cada vez menos sólida fortaleza del bien común, sin que nadie hiciera nada para remediarlo. Poco más tarde, una vez caído el muro de Berlín y desmoronado definitivamente el socialismo real, ni siquiera hizo falta que siguieran justificándose, sino que se dio la historia por concluida, se consideró marginal y anacrónico todo intento de hacer prevalecer algún vestigio de keynesianismo y se empezó, ya sin enemigos a la vista, la ardua tarea de desmontar piedra por piedra todo el edificio de racionalidad económica y justicia social que costó medio siglo edificar. Ahora bien, una cosa es saber lo que se quiere, y eso el neoliberalismo lo sabía sin fisuras, y otra muy distinta instrumentar ese deseo. Las prescripciones estaban claras, así como sus doctrinales fundamentos, pero no se podía llamar a las puertas de un gobierno para decirle que se derogaran las leyes de protección social, se levantaran los controles financieros o se privatizara de golpe todo el sector público. Los responsables políticos estaban deseosos de encontrar soluciones a la crisis, y probablemente se hubieran dejado seducir por las viejas quimeras de la mano invisible o de la infinita sabiduría del mercado, pero había algo con mucho más poder de seducción para ellos: conservar el cargo. Por lo tanto, las reformas tenían que ser forzadas desde fuera, y para ello nada mejor que empezar liberalizando los mercados financieros. Era algo que podía hacerse de espaldas a

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la opinión pública y capaz de desatar una fuerza incontenible para cualquier Estado, por poderoso que fuera. Entre 1970 y 1992 todos los países industrializados fueron abandonando el sistema de cambios fijos de Bretton Woods y eliminando toda barrera legal que obstaculizara el tráfico de capitales. Se acometió también la liberalización comercial, con acuerdos bilaterales y multilaterales que permitían la deslocalización de las industrias y abrir o explotar mercados en cualquier rincón del planeta. Los propios políticos, que tomaban tales decisiones o firmaban esos acuerdos, cavaron la tumba de los estados. Una vez asumido el poder por el capital, los gobiernos hubieron de limitarse a administrar sus intereses. Quien no se plegara a esos intereses estaba condenado al ostracismo financiero y comercial. Así pues, en una cadena interminable de reformas, unas veces sin pasar por el control de los parlamentos y otras presentándose como lo contrario de lo que de verdad se proponían, los impuestos al capital no han dejado de disminuir, las empresas públicas de privatizarse, el Estado del bienestar de desmantelarse, el despido de abaratarse, los salarios de los trabajadores de perder poder adquisitivo y así sucesivamente. Friedman prometió que los ciclos económicos se acabarían con las reformas neoliberales, y así ha sido: la gente corriente ve cómo su calidad de vida se desliza por una pendiente descendente sin altibajos, mientras que las clases pudientes contemplan con alborozo el constante aumento de sus fortunas.

La receta definitiva

Es innegable que la escuela de Chicago de economía política –les gusta autodenominarse así para dejar claro que su vocación no es puramente técnica o académica, sino que aspiran a organizar la sociedad y a dirigir el mundo–, con Friedman a la cabeza, supo aprovechar su oportunidad. Hizo sonar la voz de alarma ante un fenómeno económico inusual como era la estanflación (estancamiento económico con inflación), culpó del mismo a los postulados keynesianos y se propuso a sí misma como tabla de salvación ante la crisis. Fueron desempolvadas todas las recetas liberalizadoras del más rancio capitalismo y, para fortalecerlo ante los posibles vaivenes económicos, se estableció una fórmula correctora única que habría de sustituir en adelante a la política fiscal: el monetarismo. El monetarismo, que consiste en incentivar o retraer la demanda mediante un tira y afloja de los tipos de interés, conjuga dos rasgos que son idolatrados por el pensamiento neoliberal: pone en manos de órganos independientes de los gobiernos (los bancos centrales) la llave para dirigir la economía y asegura tanto el crecimiento del capital como la concentración del mismo en manos de quienes más lo merecen y mejor lo invierten, evitando de paso que pierda valor con el alza incontrolada de los precios. Combate, por lo tanto, los dos grandes fantasmas del capital: los elevados impuestos y la inflación. Esto, así dicho, pudiera parecer enormemente positivo para todos, y así se ha venido vendiendo durante estos años; pero si se mira con un poco de detenimiento es fácil darse cuenta de que lo único que aseguran las políticas monetaristas es que quienes más tienen sigan acumulando en cualesquiera circunstancias; esto es, que los ciclos económicos dejen de afectar a las élites económicas y se ceben exclusivamente en las clases menos favorecidas de la sociedad, incluida la mayor parte de la clase media. La evidencia empírica de lo que se acaba de decir es ese régimen de desigualdades crecientes del que venimos hablando a lo largo de todo el libro y que sólo los que sacan provecho de la situación o los cegados por la ideología se empeñan en negar. Pero existe también, como no podía ser de otro modo, una lógica elemental que explica por qué se viene produciendo esa dinámica de redistribución hacia arriba desde que los principios de la escuela de Chicago medran por los gobiernos del mundo en forma de asesores y tecnócratas que prometen poseer el secreto del éxito económico.

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En primer lugar, la inflación puede ser un auténtico flagelo para los dueños del capital, pero no tiene por qué constituir un problema para la gran masa de trabajadores. De hecho, una inflación moderada es un motor para la creación de empleo, puesto que una elevación de los precios es precisamente la señal que necesitan los mercados para incrementar la producción, y eso se consigue normalmente contratando más mano de obra. Si estamos en un contexto económico medianamente racional (como ocurría hasta los años 80 del siglo pasado) los salarios subirán de forma proporcional a la inflación y casi nadie saldrá perjudicado (excepto tal vez las grandes fortunas, para las que una pérdida de valor ocasionada por un par de puntos de inflación suele suponer millones). Evidentemente, una inflación demasiado alta terminará siendo perjudicial para todos, pero afectará mucho más a las clases adineradas si se combate con política fiscal (subida de impuestos para enfriar el gasto e inversiones públicas para compensar el retraimiento del sector privado). Atacar la inflación con política fiscal es un ejercicio de estricta justicia social, dado que quienes más se han beneficiado en la época de bonanza son quienes más deben aportar cuando las cosas no van tan bien. Además, para un millonario, un desembolso fiscal, por importante que sea, no afectará en absoluto a su forma de vida; mientras que una cantidad de dinero similar, aun repartida entre muchos miembros de las clases más desfavorecidas, se convierte en dificultades y penuria para incontables familias. Lo que viene a realizar la política fiscal es una redistribución de la riqueza entre todos los miembros de la sociedad sin necesidad de cambiar el sistema político ni el económico. Curiosamente, cuando se aplica esta política en un contexto de moderada inflación, el acercamiento de las rentas entre los que más ganan y los que menos ganan, se acelera. Pero hay más, las posibilidades de salir de una crisis son mucho mayores cuanto más repartida esté la riqueza. Eso ha sido demostrado en numerosas ocasiones a la largo del pasado siglo, y es bien sabido que la concentración de la riqueza nacional en unas cuantas multinacionales y algunas decenas de millonarios locales es uno de lo mayores hándicaps que tienen los países en desarrollo para salir de la trampa de la pobreza. Pues bien, ¿qué es lo que hace el monetarismo? Ataca la inflación subiendo hasta donde haga falta el precio del dinero (un dinero que sólo necesitan realmente quienes no lo tienen) y, dado que la inversión tenderá a retraerse ante los elevados intereses de los créditos, pone en manos de los más ricos un extra monetario rebajándoles los impuestos con la esperanza de que se animen a invertir. De este modo, esté la economía en expansión o se esté contrayendo, los dueños del capital siempre verán incrementarse sus rentas. Así es como se cumple el final de los ciclos económicos que prometía la escuela de Chicago. Lástima que los únicos beneficiados por esa lucrativa estabilidad económica sean los que más tienen. Estamos ante una flagrante injusticia y una manifiesta insensatez. Nótese que reducir el flujo monetario con subidas de los tipos de interés es radicalmente distinto de hacerlo con medidas fiscales. En el segundo caso las capas más débiles de la sociedad no se verán afectadas, puesto que apenas si pagan impuestos. Cuando sube el precio del dinero, sin embargo, son precisamente esas capas, junto con los pequeños empresarios y comerciantes, quienes padecen todo su rigor. Esto es así porque viven al día y dependen casi siempre de préstamos de terceros. Ese no es precisamente el caso de los ciudadanos acaudalados, quienes no sólo no dependen para vivir del dinero ajeno, sino que son ellos quienes lo prestan (a un generoso interés) a través de fondos y depósitos bancarios. Ahora bien, si la injusticia es flagrante, todavía más evidente es la insensatez. ¿Hay algo más aventurado que trasladar a manos privadas (en forma de rebajas de impuestos) los medios para incentivar la economía de un país? ¿Por qué tendrían los ricos que invertir los excedentes de dinero que les está regalando el sistema? ¿No será mucho más interesante para ellos llevarse el dinero a otro sitio o colocarlo en paraísos fiscales hasta que vuelvan los buenos tiempos? ¿Y si lo invirtieran, no lo harían principalmente en operaciones especulativas a

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corto plazo antes que en la economía productiva, mucho menos rentable? ¿Cómo se tapará el agujero social que dejan los malos tiempos ahora que el Estado ha renunciado a parte de sus ingresos en favor de los capitalistas particulares? Tal vez se piense que éstos se prodigarán en limosnas y donativos para rescatar a los necesitados (recordemos que esa es la única política social que aceptan los neoliberales). En fin, toneladas de ideología que contradicen el más elemental sentido común. Ideología que se ha edificado en torno a una serie de mitos engendrados en las viejas obras del capitalismo clásico, pero que han sido puestos al día con un absoluto desdén por el contexto histórico en el que nacieron e ignorando las reticencias con las que sus propios creadores se refirieron a ellos. Y es que quienes han diseñado y puesto en práctica esa receta infalible comprenden perfectamente los entresijos de los flujos de capital; saben lo que significa una rebaja del impuesto de sociedades, una propuesta de tramo único para el IRPF o una transferencia de los impuestos directos a los indirectos (del IRPF al IVA); saben que todo eso hará mucho más ricos a quienes ya lo son y provocará que todos los demás tengan que apretarse el cinturón, despabilar y aligerar el paso. Pero es eso precisamente lo que su ideología considera una sociedad justa: todas las recompensas para quienes han sabido buscarlas y un merecido escarmiento para los que, desde su pasividad y comodidad, pretenden aprovecharse de aquéllos.

Falacias y mitos

Dada la ingente cantidad de fábulas e irracionalidades con las que se valida y justifica la doctrina del libre mercado, no es fácil hacer una selección mínimamente comprensiva de las mismas que sirva a nuestros propósitos sin que su exposición termine haciéndose interminable. Muchas de ellas habrán de quedarse en el tintero, y las que se expongan, sólo lo serán de pasada. Algunas son axiomas indemostrables que sólo cabe aceptar mediante un acto de fe; otras, verdades a medias o mentiras deliberadas supuestamente basadas en la evidencia empírica; otras más, posturas doctrinales ligadas a una ideología que niega la parte más noble de la naturaleza humana; otras, por último, aparentes pruebas de la infalibilidad, eficacia y bondad intrínsecas al modelo. ¿Por dónde empezar? Harían falta varios tomos para desmontar esa inagotable riada de fraudes embaucadores gestados en los centros de producción de ideas, pruebas y argumentos que vienen trabajando sin descanso, sobre todo en las últimas décadas, para legitimar el orden económico y social. Todo sistema de dominación necesita invertir un enorme porcentaje de su energía en mantenerse a sí mismo. Eso, traducido a términos de mercado, implica que un buen bocado del PIB mundial está dirigido a evitar la propia desestabilización del sistema. Ahí se incluyen estructuras militares y policiales; financiación política y cultural; todo tipo de producciones audiovisuales, publicaciones y propaganda; mantenimiento de centros de estudios e investigación, fundaciones, observatorios sociales, etcétera. Todo ello amén de una inestimable cantidad de talento y creatividad que, pudiendo estar al servicio de causas nobles, se dedica sin embargo a la torpe y estéril labor de engañar y engañarse. No sé si están hechos los cálculos, pero si toda esa capacidad productiva se canalizara hacia el bien común y el interés general –supuesto un orden mundial justo que permitiera prescindir de la maquinaria represora y aleccionadora– estaríamos sin duda en condiciones de solucionar todos los problemas que ahora nos aquejan. Si me apuran apostaría a que aún quedaría margen suficiente para que los codiciosos irrecuperables siguieran practicando (eso sí, controladamente) su enfermizo juego de la acumulación.

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Habremos de centrarnos, por tanto, únicamente, en los que podríamos llamar axiomas primeros o verdades a priori con los que el sistema se presenta a sí mismo como definitivo e incuestionable. El mito de la Mano Invisible.- Hay que advertir ante todo que, a pesar de ser la piedra angular de toda la doctrina económica liberal, no es fácil encontrar este dislate expresado tal cual en su discurso o en su literatura. Y no precisamente por vergüenza intelectual o anacronismo histórico, sino porque la supuesta ley a la que alude se da tan por sentada que no necesitan sus ideólogos hacer constante mención de ella. El neoliberalismo reverencia de tal modo la alegoría postulada por Adam Smith que casi toda su batería argumental la hacen depender de su ilimitada capacidad justificadora. En lugar de mano invisible bien podrían haberle llamado mano de santo, porque no hay situación económica o social, por extremas que sean, que su misterioso poder no sea capaz de corregir. Inspirada en el opúsculo de Bernard de Mandeville La Fábula de las Abejas o los Vicios Privados hacen las Públicas Virtudes, la mano invisible del mercado sería una misteriosa fuerza neutralizadora que pone freno a las ambiciones de unos mediante las ambiciones de otros, llevando a una comunidad, una nación o un grupo de naciones a un estado de equilibrio natural en el que todos sus miembros salen beneficiados. En su reformulación actual, que es más deudora del libro de Mandeville que de la obra de Smith, presupone dos cosas: que el egoísmo es lo único capaz de hacer progresar al género humano y que la suma de los egoísmos individuales no es más egoísmo, sino menos. De este modo, más codicia sería más justicia social, más agresividad mayor amabilidad y más odio más amor. No porque cada cual busque lo bueno para los demás, sino porque así lo impone la influencia de esa benefactora fuerza cuando confluyen numerosos intereses particulares en libre competencia. Ni una sola prueba fáctica; ni un solo estudio de investigación; ni la más mínima base antropológica, sociológica o psicológica; ninguna evidencia empírica o correlato en el mundo natural, únicamente una especie de seductora obviedad de esas que, por engañosas que sean, suelen conquistar la credulidad de la gente. Pero lo obvio es precisamente lo contrario, y en este caso sí, con innumerables pruebas y fundamentos que lo sustentan: la ambición produce desigualdad, el egoísmo insolidaridad, el individualismo desconfianza y la competitividad rencor; del mismo modo que el odio sólo da lugar a más odio y la violencia sólo engendra violencia. Bien mirado, el mito de la mano invisible no es más que una elaboración sofisticada del viejo y consolador refrán no hay mal que por bien no venga, sólo que aplicado a las relaciones económicas entre los hombres; las cuales, según los neoliberales, son las únicas relaciones posibles. Lo más terrible de esta fantasía es que sirve para justificar cualquier tragedia humana que pueda producir el mercado en su afán por incrementar el producto y el beneficio, incluidas las aberraciones más intolerables, como la explotación laboral infantil o la aniquilación de culturas. Todo lo corregirá con el tiempo la infalible sabiduría del viejo mito capitalista. Tal vez habría que escribir un epitafio común en las tumbas de tantos y tantos millones de damnificados: «Esperando a la Mano Invisible». La irracional exuberancia del mercado.- Expresión de moderno cuño que invoca otro misterio irreducible a cánones científicos pero que, según sus mentores, viene siendo demostrado una y otra vez por la evidencia empírica. Se trata de la aparente prodigalidad con la que el mercado es capaz de multiplicar las tasas de crecimiento económico o de extraer riqueza de donde parece no haberla. Cuando ya parece que un sector, un país, una región del mundo o toda la economía global están rozando el límite de sus posibilidades, el mercado siempre inventa algo para que el crecimiento no se detenga.

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La fatalidad de este mito consiste en convencer a unos y otros de que no existen límites para el modelo, ni siquiera los impuestos por el espacio físico en el que se desarrolla: un planeta con recursos finitos. Se encontraría esta superchería, por tanto, en el centro mismo de la negación de límites al medio natural y el consiguiente aplazamiento «hasta nuevo aviso» de un debate serio sobre la sostenibilidad. Curiosamente, en este caso se admite la irracionalidad del prodigio, pero no como una constatación de su debilidad, sino como algo que, debido precisamente a su gloriosa naturaleza, escapa a la pequeñez del entendimiento humano. Aceptemos el milagro tal y como acontece y no retemos a Dios Todopoderoso (al Mercado) intentando comprenderlo. En fin, toda religión tiene sus misterios impenetrables y esta no iba a ser menos. Pero, como habré de seguir insistiendo, la economía es tan deudora de la aritmética que en su desarrollo práctico, menos que cualquier otra ciencia social, admite milagro alguno. Réstese del crecimiento económico de los últimos 25 años la irreparable herida ecológica que se ha causado al entorno natural; réstese el incremento de productividad logrado mediante la explotación de mano de obra barata y sin derechos; réstese el abrumador aumento de las operaciones llevadas a cabo por la economía criminal (favorecida por el nuevo marco económico del todo vale y la ausencia de controles financieros); réstense las desorbitadas transacciones económicas virtuales sin respaldo alguno en la economía real; réstense, en fin, la abusiva especulación con la que se fijan los precios y el endeudamiento sin precedentes de las clases medias y se tendrá la auténtica medida de la exuberancia del mercado y su milagrosa capacidad para hacer crecer la economía sin tomar en cuenta límite físico o humano alguno. La falacia de la infinita sabiduría del mercado.- Fuertemente emparentada con la «mano invisible» de Smith, este dogma prohibiría la injerencia de los poderes públicos durante la fase de producción mientras la «mano invisible» haría lo propio durante la fase de reparto. Cualquier problema que enfrente el sistema productivo capitalista puede y debe ser resuelto siempre por el propio mercado. Es este principio de fe el que se esgrime para exigir la no intervención estatal ni siquiera en caso de crisis severas. Basándose en supuestas lecciones dadas por la historia esgrime ejemplos tales como el de la encrucijada de la leña, cuya escasez como fuente de energía en el siglo XVII (por la sobreexplotación de los bosques y el incesante incremento de la demanda) dio lugar a que se probara a quemar coke para sustituirla, de donde se pasó rápidamente a la era del carbón, sin cuyo concurso no hubiera sido posible la Revolución Industrial. Uno de los ejemplos paradigmáticos actuales es el de las energías renovables, virtualmente inagotables a escala humana y cuya entrada masiva en escena ocurrirá, dicen, en cuanto las fuentes baratas de energía (carbón y petróleo) se encarezcan lo bastante para que el mercado considere interesante invertir en aquéllas (lo que dará lugar a avances tecnológicos e inventos insospechados que incrementarán su eficacia hasta los niveles exigidos por la sociedad de consumo actual). Es bien conocida, por otro lado, la postura del liberalismo económico en relación con los problemas ecológicos: el mercado los solucionará antes o después y, ciertamente, ya lo habría hecho si los poderes públicos no intervinieran con tasas, normas sobre emisión de gases y obligaciones en relación con los residuos (inmovilización, reciclado, eliminación…). Lo que vienen a decir es que los residuos industriales, dado que proceden de la misma materia prima que el producto útil, antes o después, merced al empuje de la competitividad, serían reducidos a cero (o casi) para abaratar costes. En cuanto a la contaminación, igual que en la naturaleza, donde no hay virtualmente ninguna materia orgánica residual que no sea aprovechada por algún organismo, antes o después evolucionarían las empresas y actividades comerciales precisas para reciclar y convertir en valor contable todo tipo de contaminantes. En fin, todo un monumento a lo que en Psicología se conoce como «pensamiento mágico».

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Por supuesto, la fe ciega en el mercado se complementa con una fe ciega en los avances tecnológicos y científicos, pero se ignoran absolutamente los límites que, merced precisamente al progreso de la ciencia, se conocen sobradamente en relación con sus posibilidades de desarrollo. El «ya inventarán algo» de toda la vida ha sido sustituido por «el mercado lo inventará, seguro». Ahora bien, lo que se constata una y otra vez es que el sector privado se inhibe cuando el problema se precipita, sobre todo si se trata de crisis sociales o medioambientales –aun cuando la mayoría de las veces sea responsable de ellas–; del mismo modo que cuando no se dan las señales adecuadas (condiciones rentables de producción o precios generosos) el mercado nunca se pone en marcha. Esta es la razón por la que su infinita sabiduría nunca hace aumentar el producto de las comunidades más necesitadas ni hace llegar lo producido allí donde más falta hace. Y esta es la auténtica razón de tragedias como las de África y buena parte de Asia y América latina: que se sigue esperando a que el mercado las resuelva. El mito del héroe emprendedor.- Parece como si todo se lo debiéramos a ellos, a los empresarios, financieros y hombres de negocios; como si cualquier aspecto de nuestro bienestar presente y futuro fuera deudor de su imaginación y sacrificio, de su abnegada dedicación a aumentar la producción y su impagable predisposición a asumir riesgos. Son encumbrados por los medios de comunicación, agasajados por políticos y gobernantes, endiosados por la cultura ¿Qué sería de todos nosotros sin ellos? He aquí el mito que justifica cualquier desigualdad social y económica, por extrema que sea. Cualquier recompensa es poca para lo que merecen. Pero veamos si efectivamente hay una relación de causa-efecto entre la actividad de los hombres de negocios y la prosperidad social. Porque esa clase de individuos siempre estuvo entre nosotros, como mínimo desde los tiempos de los fenicios: mercaderes y almacenistas; comerciantes e intermediarios; importadores y exportadores; banqueros y prestamistas; tratantes, aventureros y oportunistas. Gente inquieta y audaz que, como los de hoy, vivían por y para enriquecerse. Sin embargo, el progreso material del mundo sólo comienza a partir del siglo XVIII, y lo hace como consecuencia de los avances técnicos y científicos que posibilitaron la revolución industrial, mejoraron la agricultura, incrementaron la salud y longevidad en la mano de obra y desarrollaron sustancialmente las comunicaciones marítimas y terrestres. Así pues, los hombres de negocios siempre estuvieron ahí, durante siglos y siglos, sin producir con su afán de lucro la más mínima mejora en las condiciones de vida de la gente. Es más, cuando los avances técnicos tuvieron lugar, todos ellos debidos, de uno u otro modo, a la pasión por la verdad que nos trajo la Ilustración, la riqueza generada fue a parar, como siempre, a una reducida élite. Y huelga decir que no habrían de ser los hombres de negocios ni los industriales quienes abogarían por el reparto de esa riqueza entre todos los miembros de la sociedad. Pero he aquí que ahora todo se lo debemos a ellos. No se pretende descalificar aquí el papel que tiene la iniciativa privada para una buena organización social. Considero fundamental esa iniciativa, pero hay que tener muy presente que nunca se da en el vacío. Es la sociedad en su conjunto la que teje las condiciones para que esa iniciativa sea posible y, una vez arrancada, la que de un modo u otro la sostiene. Por lo tanto, la sociedad no sólo está legitimada para limitar y encauzar la iniciativa privada, sino que está obligada a ello. Lo que se pone aquí en cuestión es la mitomanía que se ha impuesto en relación con los acumuladores de riqueza: por un lado se les otorga un protagonismo tal en el progreso económico y social que se anatematiza cualquier intento de poner límites a las recompensas que reciben (no muerdas la mano que te da de comer), y por otro se insta continuamente a que esos héroes libren sus batallas en el mercado sin ningún tipo de restricciones (¿acaso alguien habría osado intervenir en los combates librados por los héroes de la antigüedad o los dioses del Olimpo?). Los demás, meros comparsas en la historia que se está escri-

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biendo, debemos aceptar humildemente nuestra condición mientras damos muestras de respetuoso agradecimiento. El infundio del parásito social. Como ya dije al principio de este epígrafe, son inagotables los artificios embaucadores que configuran ese pensamiento que se autoproclama único. Antes o después había que poner fin a este breve repaso, y lo vamos a hacer con uno de los más perversos y dañinos para las esperanzas de los que todavía nos resistimos a aceptar este estado de cosas. Y lo es por dos razones: no sólo tiene un índice de penetración mucho mayor en el conjunto de la sociedad sino que es, con mucho, el más paralizante. Hace ahora unos 30 años que un oscuro senador republicano de los EEUU, sin apenas apoyo institucional (al principio ni siquiera de su propio partido), pero con un buen respaldo de los poderes económicos y un afilado discurso demagógico en la línea de los más furibundos predicadores mediáticos de aquellas latitudes, lanzó una campaña de ámbito nacional en contra del gasto público y el exiguo Estado del bienestar del que disfrutaban sus conciudadanos, culpando a ambos del enorme déficit presupuestario y de las más «inadmisibles injusticias sociales». Con argumentos tales como que cada recién nacido americano llegaba al mundo con una deuda de 50.000$ o que los impuestos de las abnegadas clases medias iban a parar a los bolsillos de drogadictos, negros y prostitutas que vivían de la asistencia social, consiguió con inusitada facilidad y en un tiempo récord preparar a la gran mayoría de los ciudadanos americanos para que no sólo aceptaran de buen grado las reformas neoliberales que en breve empezaría a aplicar la Administración Reagan, sino que las ansiaran desesperadamente. ¿Coincidencia o diseño programado? ¿Qué importancia puede tener ya? El caso es que así fue como nació la ficción del parásito social, que no es que se tratara de algo nuevo, pero que ahora aparecía con una vocación colonizadora de la que había carecido hasta entonces. El concepto en cuestión no estaba poniendo en el blanco de sus miras a la underclass de la época, sino que apuntaba mucho más lejos. Efectivamente, en un proceso imparable e implacable, la noción de parásito social ha ido ampliando el perímetro de su radio de acción hasta alcanzarnos a casi todos. Quien no es capaz de vivir de su propia iniciativa, quien no es autónomo en el juego de la economía global, se aprovecha de algún modo de los que sí lo son. Poco a poco todos, excepto los elegidos, vamos pasando a formar parte de la casta cobarde, abúlica, pasiva y conformista. Este mito complementa el del héroe emprendedor como se complementan entre sí las dos mitades del Yin y el Yang. Hablan de lo mismo, pero desde ópticas contrapuestas: la de los ganadores y la de los perdedores. Y es el gran justificador del desmantelamiento del Estado del bienestar allí donde lo hubo. Promete libertad a cambio de seguridad: te quito las prestaciones y los servicios sociales y tú, a cambio, te haces a ti mismo. Ciertamente acaba con la seguridad, pero a cambio sólo entrega incertidumbre y humillación. Lo peor de todo es que quienes sufren en sus carnes este fraude, o sea, el grueso de la sociedad, son quienes más convencidos están de su realidad. Cada uno se siente merecedor de un poco más porque es consciente de su propio esfuerzo, pero infravalora el de todos los que están a su alrededor. No son quienes se quedan con casi todo los que te restan posibilidades de prosperar, sino tus propios pares: siempre pidiendo más, medrando por las redes del bienestar en busca de ventajas y ayudas, expoliando las arcas públicas, trabajando poco y exigiendo mucho. El profesor desconfía de la honestidad del fontanero, el obrero de la dedicación del funcionario, éste de las subvenciones de los agricultores, todos del arribismo de los inmigrantes. Pero nadie se acuerda de los banqueros o de los grandes accionistas; nunca se mira al promotor inmobiliario o al dueño de la cadena de hoteles; todos se olvidan de lo ejecutivos y de los directivos de empresas. Cualquiera de éstos es un valioso aliado, alguien que crea riqueza y hace que tú sobrevivas. Aquéllos, sin embargo, son enemigos de tu causa, quienes te

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van a disputar las mejores «piezas» que brinda el vertedero donde los global players arrojan las sobras. Pero así es como funciona esta interesada argucia en la lógica de la dominación. Su sustento psicológico es esa combinación de incertidumbre e impotencia que nos han traído la globalización económica y la fragmentación social. Y sus consecuencias son, como ha mostrado con creces la psicología experimental, la inhibición y la conducta irracional; esto es, ante la imposibilidad de reconocer e interpretar las señales que puedan guiarnos en el laberinto, o nos quedamos paralizados o arremetemos aleatoria e irreflexivamente contra quienes tenemos más a mano (que no son otros que nuestros compañeros de fatigas). En todo caso, el héroe emprendedor siempre sale indemne de las acometidas de la frustración global. Su reino no es de este mundo. Se ha exiliado voluntariamente de la comunidad y se ha hecho extraterritorial. Según la «metáfora del jardinero», las malas hierbas deben ser arrancadas para que el jardín social pueda florecer hermoso y sin mácula. En el «mundo perfecto» de la posmodernidad, puesto que el jardinero (el Estado) ha sido suprimido de facto, la élite triunfadora, horrorizada de compartir su espacio vital con la podredumbre general, se exilia del jardín común y busca un espacio virtual y global para florecer. Las flores elegidas adquieren así el don de la ubicuidad: están en todas partes a la vez, absorbiendo aquí y allí el jugo del jardín comunal, donde poco a poco se marchitan y mueren las malas hierbas. Quien no posea los medios, el coraje o la astucia suficientes, está condenado a permanecer en su exigua parcela terrenal, viendo como cada día que pasa los nutrientes que ésta puede aportarle son más escasos; de ahí que mire a su alrededor y culpe a las plantas cercanas de estar privándole de lo que le es vital. Contra el Primer Mandamiento

Si existe un presupuesto económico del que nadie duda (excepto algunas voces críticas a las que se hace oídos sordos) es el de la bondad incuestionable del crecimiento económico. Se tiene que crecer como sea o sería la perdición para todos. ¿Es realmente imprescindible el crecimiento? ¿Podríamos arreglárnoslas sin él? Estas son preguntas prohibidas por absurdas: nadie medianamente cuerdo se atrevería a hacerlas. Sin embargo esas son las preguntas que más urge hacer; porque lo que está meridianamente claro, a no ser que se crea en los milagros, es que el crecimiento ilimitado de un sistema de recursos finito es física y matemáticamente imposible. Antes o después se acabará. Desgraciadamente vivimos en una época abonada a lo irracional, es decir, a lo milagroso. Veamos por qué no se pone en cuestión en ningún momento lo que a todas luces debiera ser objeto de permanente debate. Lo primero que resulta chocante después del análisis que venimos haciendo es la machacona insistencia del frente neoliberal en la necesidad de que no se pare el crecimiento. Si ese conglomerado ideológico sólo sirve a los intereses de la élite económica y, como se ha visto, para la acumulación de capital se ha vuelto irrelevante que la economía se expanda, se estanque o se contraiga, ¿por qué se pone tanto énfasis en que sólo es admisible lo primero? Una buena razón es que si se crece, el botín aumenta, por lo que el proceso de acumulación se vuelve más intenso; pero no se trata, ni con mucho, de la principal razón. De hecho, una vez puestas en marcha las medidas monetaristas y profundizado el proceso de liberalizaciones económicas, los capitales privados mantienen prácticamente constante su tasa de crecimiento anual independientemente de la tasa media de crecimiento del país o países donde se inviertan. Si el crecimiento económico se computara por tramos sociales veríamos cómo el 5% más adinerado de la población viene disfrutando de tasas de crecimiento sostenidas de más del 10%, incluso en los malos años. Las clases medias y bajas, sin embargo, se encuentran

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desde hace dos décadas en una permanente recesión económica, con tasas anuales de crecimiento negativo de sus rentas que están entre el –1% y el –3%, llegando a picos del –5% cuando la economía va a la baja, ya que en tales circunstancias deben asegurar el crecimiento de los millonarios con un plus de transferencia de renta. El hecho de que el crecimiento económico se haya erigido en el índice privilegiado, por no decir único, de la buena marcha de un país, responde, una vez más, a motivos ideológicos y estrategias de dominación antes que a razones puramente económicas. Se ha logrado inculcar en todos los actores sociales, desde los gobernantes hasta el más humilde trabajador, un fanatismo por el crecimiento que ha adormecido toda preocupación sobre algo que hasta no hace muchos años era lo que verdaderamente marcaba el paso del progreso social: la distribución de la riqueza. Si se hace un mínimo ejercicio de memoria se recordará que, dejando fuera a los países comunistas, la escala de las naciones más avanzadas en desarrollo humano y modernización social estaba invariablemente encabezada por aquellas en las que la distribución de renta entre sus ciudadanos era más equitativa (los países del norte de Europa), mientras que se iba descendiendo en dicha escala de manera directamente proporcional al aumento de la concentración de la riqueza y de las desigualdades sociales. Se ha conseguido, además, que no quede un solo partido político en el mundo occidental con posibilidades de formar gobierno que mencione siquiera el tema de la redistribución. Se ha trasladado la cuestión humana (¿cómo repartir lo que se tiene o se pueda tener?) a la cuestión instrumental (¿cómo aumentar lo que se tiene?), siendo que la estrategia de la nueva economía es dejar sin respuesta la primera pregunta y prodigarse en respuestas para la segunda. Ahora bien, para la mayoría de la gente, si no se responde de manera satisfactoria la primera cuestión, ¿de qué sirve tener tan claro lo segundo? Si por mucho que se crezca voy a ver cómo cada año me cuesta más llegar a fin de mes; cómo los puestos de trabajo a los que accederán mis hijos serán mucho más inseguros y estarán peor pagados que los que había cuando yo me incorporé al mercado laboral; cómo se multiplica la miseria, bajan las prestaciones sociales, se deteriora el medio ambiente y se destruye la convivencia, ¿de qué me sirve a mí el crecimiento? Se posterga sine die el debate de la redistribución con la excusa de que lo verdaderamente relevante es el crecimiento económico. Pero es aún peor, se hace incompatible lo primero con lo segundo, de tal modo que cualquier medida redistributiva se presenta como una forma de echar arena en las ruedas de la economía: o se crece o se reparte, pero ambas cosas no son posibles. A pesar de tratarse de una perversa mentira que contradice la experiencia histórica y entra en conflicto con el sentido común, cobra éxito en el imaginario colectivo con una pasmosa facilidad4. Pero tampoco es difícil mostrar por qué esto es así. En un escenario de libre competencia llevada a sus extremos, cuando la ley del más fuerte (más flexible, más rápido o más eficaz en terminología políticamente correcta) se ha impuesto con toda su crudeza, puesto que los recursos son limitados, sólo hay dos formas de maximizar la posesión de bienes: quitándoselos a los demás (supuestamente en «libre competencia») o produciendo los suficientes para que todos puedan satisfacer sus necesidades de forma creciente. Aunque el ultraliberalismo considera legítimos ambos métodos, advierte que sin el segundo (sin crecimiento económico) 4

La experiencia histórica la tenemos en las economías occidentales de posguerra, las cuales, bajo la batuta del hoy denostado keynesianismo, alcanzaron unas tasas medias de crecimiento durante más de 30 años que están a años luz de todo lo que ha podido dar de sí la economía ultraliberal de las últimas décadas. Incluso ahora, los mayores crecimientos se registran en lugares donde el Estado interviene activamente en la economía y practica (eso sí, a su manera) algún tipo de redistribución y proteccionismo social. En cuanto a lo que dicta el sentido común: ¿Cómo se asegura mejor la circulación monetaria y la retroalimentación económica, con un pequeño porcentaje de millonarios y un enorme volumen de insolventes o cuando todos los ciudadanos cuentan con un nivel adquisitivo decente? ¿El consumo privado, del que ha hecho la nueva economía su motor, está mejor asegurado a través del lujo y los caprichos de unos pocos o mediante las necesidades básicas de los muchos? (Como siempre, la simple y llana aritmética los pone en evidencia)

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los menos dotados para la lucha pronto empezarán a pasarlo mal. Y así lo entienden todos. Sin embargo, la primera fórmula para acumular riqueza (quitársela a los demás) no deja de cumplirse por mucho que se cumpla la segunda. Lo que consigue esta dinámica de competencia sin cuartel es que se instale en la gente un miedo atroz a que les vaya aún peor de lo que ya les va. La mayoría son conscientes de su caída lenta pero inexorable por la pendiente de la condición económica y social, pero temen que esa caída se acelere en cuanto se pare el crecimiento. La resignación y la incertidumbre nos han hecho renunciar a nuestros verdaderos derechos para implorar que las migajas que caen de las mesas de los ricos no dejen de caer; con el agravante de creernos que cuanto más copioso sea el banquete que ellos se den más nos quedará a nosotros para rebañar. Pero la obsesión por el crecimiento no sólo se ha convertido en una trampa de consecuencias devastadoras para el equilibrio social, sino en algo tal vez peor; o, cuando menos, mucho más peligroso: una amenaza a corto plazo para nuestras posibilidades de supervivencia. Para ver esto con claridad hay que terminar de contar esa “breve historia del disparate” con la que hemos intentado dar cuenta del desvarío en el que ha ido cayendo la economía a lo largo de las tres últimas décadas. Como hemos visto, la doctrina monetarista pone el énfasis en el dinero como actor central de la organización económica (despreciando o minimizando factores tales como el trabajo o las condiciones de producción); aboga por una fórmula única para su puesta en escena (jugar con los tipos de interés) y consagra lo privado como principio inviolable para que todo funcione correctamente. No obstante, su entrada triunfal en escena durante la década de los ochenta del siglo XX tuvo como coartada principal y misión perentoria el enfriamiento de la economía para contener la inflación, por lo que en un primer momento se limitó a encarecer el precio del dinero hasta donde hizo falta con objeto de desmotivar la demanda y forzar una bajada de precios. Puesto que cuando el dinero está demasiado caro se paralizan el consumo y la inversión, la crisis no hizo más que agudizarse, pero ahora el manual neoliberal prohibía acudir al Estado para que se hiciera cargo de reactivar la economía con inversiones públicas, por lo que se optó por reducir drásticamente las cargas impositivas de los ricos para que el dinero volviera a sus legítimos dueños y fueran éstos quienes lo reactivaran todo con su «buen hacer» inversor y sus «dotes naturales» para emprender. Complementariamente, se desreguló a ultranza para que las inversiones se hicieran en condiciones de fluidez, eficacia y competitividad (¡qué hermosa retórica!). Tras largos años de espera para todos y de penurias para la mayoría, debido a que los precios del petróleo se terminaron por estabilizar a la baja y, sobre todo, merced al «factor pillaje», la economía volvió a retomar la senda alcista5. Y en breve se produciría, para alborozo de los profetas de la nueva abundancia, uno de esos milagros inesperados en los que tanto confían, que rescató temporalmente del más que previsible colapso un modelo ya desbocado y cada vez más incierto: el boom de las punto.com de la segunda mitad de los noventa. Aunque al final, como no podía ser de otra manera, la llamada burbuja tecnológica pinchó, ya nadie se atrevía a hablar de desmesura o insensatez, y mucho menos a desenterrar las difuntas recetas del keynesianismo; sino que rápidamente se puso la vista en otro objetivo al que poder extraerle todo el jugo posible a corto pla5

El factor pillaje es un fenómeno que, debido a los dictados de la naturaleza humana, se produce necesariamente como consecuencia de toda desregulación (y no sólo en el campo de la economía). Cuando en el juego económico se dan las condiciones propicias –ausencia de reglas de contrapeso y equidad–, pronto se perderá el sentido de la decencia (competitividad obliga) y atacarán con toda su virulencia la especulación, la corrupción, el oligopolio y la explotación despiadada del medio natural y de seres humanos. Por supuesto que se incrementa el producto, faltaría más, pero de una manera harto ficticia, puesto que en el debe contable no se tienen en cuenta las pérdidas sociales y medioambientales que se van acumulando en el proceso. Si se quiere alcanzar un buen índice de crecimiento líbrese una buena guerra o déjese actuar sin cortapisas a los cárteles de la droga (conste que esto último llegó a ser propuesto en su día por uno de los padres del neoliberalismo, el mismísimo Von Mises).

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zo, mientras se desempolvaban viejos odios civilizatorios para desviar la atención (y para asegurar la provisión energética, cada vez más precaria ... ¡Bendito 11-S!). Lo importante era haber desechado del discurso oficial y de los anales socioeconómicos todo índice de progreso que no fuera el crecimiento económico puro y duro: el sacrosanto PIB. Pero claro, había que hacerlo crecer o todo el andamiaje construido con mentiras y promesas ficticias pronto podía venirse abajo. Y hete aquí que el tan versátil y multifacético monetarismo del Sr. Friedman encuentra raudo la solución: se pone mucho dinero en circulación mediante (adivínenlo) el recorte de los tipos de interés, y la magia se encargará del resto. Se crea así un ambiente de dinero fácil que pronto se alía con la inmediatez, el hedonismo y el desapego ético del momento para que entre triunfante en escena el hiperconsumo, de cuyo ritmo uniformemente acelerado se hace inmediatamente deudor el crecimiento económico. Los instrumentos para activar y mantener la vertiginosa circulación monetaria que requiere el hiperconsumo han sido la concesión rápida y poco exigente de préstamos, la desactivación de las señales sociales y económicas que impulsan al ahorro, la estimulación de la compra-venta de bienes raíces (sobre todo vivienda), la multiplicación de la oferta de ocio y entretenimiento, la sustitución de bienes durables por bienes fungibles, etcétera. Ahora bien, si como venimos diciendo, las clases trabajadoras no han dejado de perder poder adquisitivo en los últimos tiempos y el sistema no para de producir nuevos pobres, ¿quiénes son los actores del hiperconsumo? Los ricos del mundo, por suntuaria y ostentosa que sea su forma de vida, no dan para absorber ni el 25% de la producción6. Por otro lado, basta con mirar a nuestro alrededor (en el mundo rico, por supuesto, pero también entre los sectores privilegiados del mundo pobre) para comprobar cómo casi todo el mundo consume de forma desbocada. ¿Un nuevo «milagro» del mercado? ¡Por supuesto que no! De nuevo simple aritmética. No hay más que meter en los cálculos el endeudamiento privado y cuadra hasta el último céntimo. Efectivamente, si se tienen en cuenta las enormes cifras del endeudamiento privado y los plazos de amortización de los créditos, que en el caso de los hipotecarios (hasta 50 años) son de facto deudas intergeneracionales, se acabó el misterio. Estamos consumiendo con el dinero de nuestros hijos y de nuestros nietos; a costa de ellos y de sus posibilidades. Del mismo modo que el exceso de producción necesario para mantener el hiperconsumo sale de la sobreexplotación de recursos naturales, de un extra de recursos que también se los estamos arrebatando a ellos. Es por tanto, a costa del futuro, como se está creciendo. Cabe argumentar aquí también el símil de los vasos comunicantes, sólo que ahora esa red de acceso a los recursos está interconectada en el tiempo en lugar de estarlo en el espacio. Lo que se extraiga de más en el momento actual será en detrimento de lo que esos vasos puedan dar de sí en el futuro. Los perjudicados en este caso no son nuestros contemporáneos, sino quienes vendrán detrás de nosotros. Si ya se condena a muerte a millones de personas que están ahí, con rostro, nombre y apellidos, ¿cómo esperar solidaridad o mera compasión por los que aún no han nacido? A modo de corolario

Si se ha entendido bien todo lo expuesto hasta aquí, a estas alturas ya se tendrá bastante claro que el mundo, como siempre lo ha sido, no ha dejado de ser una lucha sin cuartel para la ob6

Aunque la reorientación de volúmenes cada vez mayores de producción y servicios a los deseos y caprichos de los millonarios puede darnos una idea de lo que se espera del consumo de masas en un futuro nada lejano. Parece que la economía sistémica (la oficial, influyente o autorizada) se está adentrando por unos derroteros que desafían hasta las más inamovibles bases en las que se asienta dicha ciencia. Si se ha dado por muerto el consumo de masas, que nadie lo dude, también se han dado por muertas las masas.

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tención y el mantenimiento de privilegios; que las necesidades de la mayoría no cuentan en absoluto para los triunfadores del sistema y que la economía, cuanto más ilógica e irracional, más y mejor servirá a la constitución y cimentación de las desigualdades que hacen posible el ascenso y el dominio de los pocos sobre los muchos. También habrá quedado claro que el capital libre es la consagración de la codicia y que el crecimiento, puesto que se alimenta de una dedicación plena de la riqueza a aumentar las fuerzas productivas antes que a mejorar la vida de la gente, no tiene freno imaginable, excepto el que, antes o después, vendrá impuesto por una crisis de materias primas o un colapso medioambiental. Se habrá comprendido, en fin, que la clave para solucionar los problemas y posibilitar el futuro está en una mayor distribución de la riqueza, y que alcanzarla es perfectamente posible sin acudir a soluciones políticas extremas y sin hacer la vida menos libre o menos satisfactoria. Si se me permite, me gustaría hacer algunas aclaraciones finales en relación con el keynesianismo, del que, a juzgar por lo expuesto en este capítulo, podría esperarse que fuera el camino más razonable para evitar o, en última instancia, superar la más que previsible crisis que se nos viene encima. Lo que se necesita para afrontar los retos más exigentes de la economía en el momento actual es una buena dosis de sensatez en la fase de producción y otra no menos buena de justicia en la fase de reparto. Para hacer esa afirmación se parte de la idea de que el objetivo final sería el de superar los límites impuestos por la naturaleza al crecimiento económico y, por supuesto, que la humanidad en su conjunto, o la mayor parte de ella, sobreviva en el intento. No sé si la élite económica comparte este objetivo o si sus intereses, en consonancia con su forma de proceder en todo lo demás, no serán más bien los de asegurarse su propia supervivencia, independientemente de lo que les ocurra al resto. Los principios de la economía keynesiana estaban inspirados en la sensatez y la justicia, pero no hay duda de que fueron aplicados en un momento histórico y cultural muy diferente del actual, y que su principal cometido fue sacar al capitalismo del callejón sin salida en el que se hallaba metido. Pero el capitalismo se basa en principios totalmente antagónicos a esos: la producción la deja en manos de la irracionalidad del mercado (insensatez) y el reparto consiste en maximizar los beneficios del capital en detrimento de los del trabajo (injusticia). Desde este punto de vista, la obra de Keynes adquiere un mérito mucho mayor, puesto que hizo entrar al capitalismo por donde no cabía en un encomiable ejercicio de creatividad y flexibilidad que sólo es posible encontrar en las soluciones dadas por las mentes más geniales a los problemas más abstrusos. Sin embargo, el keynesianismo adolecía de un problema que terminaría derribándolo: su exceso de modernidad, su carga de utilitarismo y técnica; o sea, un sobrepeso metodológico en ausencia de auténticos fines. Superar las torpezas capitalistas o reactivar la industria no eran objetivos acordes con sus posibilidades; ni siquiera incrementar las rentas de las clases más desfavorecidas o crear millones de puestos de trabajo. Es indudable que tuvo consecuencias humanas, pero no partía de fundamentos humanos. Al no insertarse en una corriente ideológica (como lo estaban la economía marxista o el propio capitalismo) que fuera más allá de la pura técnica para resolver problemas económicos concretos, estaba obligado a tener todas las soluciones previstas para todos los problemas posibles, y eso es completamente imposible. Estaba claro que antes o después tenía que fallar, y como ya vimos, la simple aparición de la inflación lo dejó sin respuesta. Posiblemente si las ideas de Keynes se hubieran entretejido en un marco más amplio de concepción del mundo y del hombre, en una dinámica de progreso moral consustancial con sus resultados y no meramente circunstancial a los mismos, hubiera dispuesto de muchos más argumentos para resistir al oportunismo de sus detractores ante la aparición de un problema meramente técnico. En todo caso no fue así y ya no cabe lamentarse. Lo que esto nos enseña es que una economía que favorezca al conjunto de la humanidad no puede sostenerse si no se enmarca en un contexto cultural y social que tenga lo huma-

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no como centro. Por otro lado, no es posible obviar lo económico en ningún proyecto global, por muy humanista que sea, puesto que la condición básica para gozar de lo humano es estar vivo, y la economía proporciona los medios para asegurar la subsistencia material. Las recetas keynesianas, si bien indirectamente, estaban humanizando el mundo. Un mundo todavía cargado de injusticias y sinsabores, pero con un horizonte de esperanza para los que iban rezagados y una posibilidad real para todos de rescatar el futuro de un destino que se volvía cada vez más incierto. Y aunque pueda considerarse insuficiente su alcance para lo que ahora necesitamos, si esas recetas se insertan en un contexto moral adecuado, podrían ser el punto de partida para una economía hecha por y para el hombre. Cualesquiera medidas que favorezcan la redistribución (impuestos progresivos, tasas al movimiento de capitales, inversiones en servicios públicos, expropiación de bienes privados abandonados o en desuso, impuestos al lujo, convenios laborales justos, etc.), no sólo podrían –en contra de todo lo que se viene diciendo– establecer las condiciones para un mejor funcionamiento de la economía, sino que tejerían las redes de solidaridad necesarias para que, sin traumas excesivos, se ralentizara o incluso se detuviera el crecimiento y poder así afrontar el reto global de la sostenibilidad. Sin duda, este tipo de medidas harían que más de uno perdiera el sueño, castañeara los dientes e incluso enloqueciera de ira ¡Allá ellos! La inmensa mayoría (incluidos casi todos los que ahora se benefician del modelo) antes que después empezarían a sacarle partido al nuevo orden económico y social. Muchos porque recuperarían esa seguridad que ha sido secuestrada por el «desorden global» o, sencillamente, porque empezarían a vivir dignamente (o a dejar de morirse indignamente), y todos porque se iría restableciendo el tejido social amable y acogedor que posibilita un goce auténtico de la vida. ¡Que no se nos confunda con ese torpe argumento de que nada se movería en un mundo más igualitario y más justo! ¡Que no se nos diga que la imaginación se quedaría anquilosada, el afán por el riesgo desaparecería y el progreso se detendría! Las grandes empresas de los hombres: los descubrimientos científicos, las exploraciones, las creaciones artísticas y culturales, los sistemas éticos…; todo ello es mucho más antiguo que el capitalismo y plenamente posible sin él. La innovación científica y tecnológica siempre han sido espoleadas por el ansia de verdad y la curiosidad inherentes a la inteligencia humana, y no por el ánimo de lucro; las comunidades tienen un enorme margen de desarrollo social y humano, con o sin depredadores de mercado (mucho más sin ellos), y ya hubo empresarios con las mismas ganas de emprender que los de ahora (y mucho más honestos), a pesar de pagar hasta un 95% de impuestos. Nadie debería dudarlo, los empresarios, excepto los que se hayan ahogado en su propio vómito de ira y odio, seguirán emprendiendo; pero ahora espoleados por unos incentivos mucho más fuertes y gratificantes que el dinero, porque lo harían en un clima de auténtico reconocimiento y respeto hacia su iniciativa, en un mundo donde la dignidad humana sería la medida de todas las cosas y donde lo material no sería sino un medio para alcanzar fines mucho mas nobles y valiosos… Bueno, parece que ha llegado el momento de las ingenuidades. Tal vez, aunque yo más bien las llamaría «utopías». Desde el mayo del 68 se nos viene hablando de los males causados en el mundo por los utópicos y los idealistas. En el fondo, lo que se ha pretendido con esto es que toda aspiración a un mundo justo (utopía) y a una mejora de la especie humana (idealismo) sean considerados peligrosos, que la gente reniegue de ellos y los rechace de su conciencia como se rechazan los pensamientos incestuosos. Al mismo tiempo que se ha inculcado en la sociedad una reverencia por la realidad a prueba de toda crítica. Pero atacar la utopía es tan estéril como denunciar los sueños. Mi utopía se fragua en las distancias cortas, es de alcance íntimo, por así decir. La utopía como perspectiva de la «posibilidad» respecto de uno mismo; un no conformarse con lo que se es, para explorar lo que se puede ser. Porque los hombres estamos siempre en el cami-

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no y esperamos que lo mejor esté aún por llegar. Considero que hablar de utopías es hablar del hombre; y que no se puede decir nada verdaderamente importante de éste si no tenemos presente a cada instante que lo posible está surgiendo siempre de lo real; esto es, que la utopía no deja nunca de realizarse. A partir de aquí, quien sea partidario del viejo realismo revolucionario o quien no crea en la bondad humana, mejor que no siga leyendo.

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Sobre la libertad... y sobre la felicidad

“En el mundo de hoy sólo los seres insensibles, estúpidos o millonarios son optimistas” (José Saramago). Lo que queda de optimismo en las sociedades actuales parece brotar de la ceguera autoinfligida o de la cuenta corriente. Mucha gente de bien, una vez asumida su impotencia, sencillamente «no quiere verlo» ¿Para qué añadir un problema gratuito a otro, de por sí, insoluble? Se trata de una maniobra psicológica recomendada desde Goleman hasta Osho, desde la pragmática autoayuda occidental hasta la mística espiritualidad de Oriente: si ya hay una desgracia frente a la que no puedo hacer nada, afligirme por ella no servirá para solucionarla, y sí que estropeará mi equilibrio personal y mi capacidad para ser feliz. Es un mecanismo de defensa comprensible, pero no por ello inocuo. Quien «no quiere verlo ni oírlo para no sentirlo», no sólo no conjura el mal –como no lo hace el avestruz que entierra la cabeza en la arena para no ver el peligro–, sino que se coloca en la categoría de espectador ciego, una forma de «estar-en-el-mundo» que satisface especialmente al poder. Los que, incluso viéndolo –porque en un mundo de redes de comunicación instantáneas y globales es imposible no verlo–, no lo ven, vienen a demostrarle al sistema que caben cualquier injusticia y cualquier atropello; que la infamia, por delante de los ojos que se tenga, se ha vuelto invisible. ¿Y si no se sintieran tan seguros de la impunidad de sus actos? ¿Y si sospecharan, aunque sólo fuera de forma remota, que la desolación que se va acumulando a su paso no ha dejado de verse, está inflamando la justa ira de la gente y, antes o después, terminará volviéndose contra ellos? Es por ello que no conviene cerrar los ojos a la barbarie; por más que duela, por inútil que parezca. Si no mantenemos firme la mirada, aun a sabiendas de que la nublarán las lágrimas, difícilmente entrará en nuestro corazón el otro que nos necesita. ¿Se puede ser optimista aun «queriendo verlo»? Más todavía, ¿se puede disfrutar de la vida con un ojo puesto en sus exigencias, sus sinsabores y sus dones, y otro pendiente de la maldad y las amenazas? ¿Está acaso el ser humano preparado para tamaña carga? Si al menos supiéramos algo cierto de nosotros mismos, si fuéramos capaces de

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pararnos un momento a otear ese abismo insondable que somos. Pero no, deambulamos torpes por laberintos desconocidos dejándonos guiar por engañosas luces de neón. Somos reflejo de la realidad antes que realidad misma; dependemos de su forma para configurar la nuestra; husmeamos sus olores y contemplamos sus colores, pensando que son los nuestros. Pero seguimos ignorantes de nuestra auténtica condición, completamente huérfanos de conocimiento, aferrados por desesperación a lo que se nos dice que somos. Hay muchos motivos para desafiar la realidad social, para plantarle cara a la ignominia; pero hay todavía más para rescatarnos a nosotros mismos de la ignorancia y el engaño. No se puede concebir otro mundo, y mucho menos hacerlo posible, desde la confusión interior. Si de mí sólo sé lo que me dicen que soy; seré, fatalmente, lo que otros quieran que sea. La naturaleza que se me ha asignado, dando por zanjado cualquier cuestionamiento a su evidente verdad, es la de un ser dominado por el egoísmo y la ambición, ávido de ventajas sobre los demás y deseoso de poseer riquezas; alguien que sólo se mueve alentado por recompensas materiales o privilegios de poder. Todo lo que creo ver en mí más allá de esa forma de ser es, o un espejismo creado por la mala conciencia, o pura hipocresía. Cuanto antes entierre mis remilgos, enaltezca el espíritu combativo y me lance a la lucha, antes me haré dueño de mi destino y podré empezar a tenerme por un verdadero hombre. Todo ello se resume en pocos términos: «aceptar nuestra condición natural». Y lo «natural» es, por supuesto, ignorar toda dimensión trascendente y toda cualidad humana más allá de los instintos, apetitos y pulsiones. Somos diferentes de los animales, claro que sí, pero sólo en el sentido de tener poder para rediseñar la naturaleza a nuestro antojo y así sacarle mucho más partido. Lo que te dan la inteligencia y la razón es poder sobre las cosas, arbitrio para transformarlas y capacidad para multiplicarlas; y también un tanto de refinamiento a la hora de disfrutarlas. Más allá de la cobertura de las necesidades básicas de subsistencia, las cualidades superiores humanas constituirían una herramienta para producir objetos de deseo y sofisticar los placeres que, de forma un tanto burda, proveen los sentidos. En definitiva, nuestra condición natural es la misma que la de cualquier otro animal y, por lo tanto, la actitud correcta ante la vida es la que se observa en la naturaleza: agresión, huida, territorialidad, dominio, acecho, oportunismo, astucia, egoísmo, desconfianza, impiedad. Este reduccionismo radical del hombre, así expresado, puede parecer grotesco e irreal, pero sólo si se parte de una hipótesis así se vuelve comprensible el mundo de hoy. Por supuesto que no somos así; nadie lo es, ni siquiera los más brutos de entre los brutos; pero sólo es posible comprender todo lo demás si aceptamos que la idea de que «sí lo somos» está detrás de la forma en la que se ha decidido que debemos organizarnos. Es a esto a lo que yo llamo «pesimismo antropológico radical», uno de los elementos más relevantes de entre los que configuran el zeitgeist de nuestros días. Toda la retórica sobre la competitividad, la eficacia, la iniciativa personal, la responsabilidad sobre el propio destino o el amor por el riesgo; articulada a través de lo que se ha llamado darwinismo social, tiene su origen en esa concepción profundamente pesimista de la naturaleza humana. Y es a ese pesimismo al que hay que oponer el optimismo de creernos y sabernos algo más –en realidad mucho más–; siendo a través del optimismo como se puede sobrevivir «aun viéndolo». Es más, si no nos aferramos con pasión a esa creencia, la única manera de no caer en la desesperación es convertirse, como ya se ha dicho, en espectador ciego. Por lo tanto, para querer «verlo» y empezar a hacer algo, es imprescindible sacudirse el pesimismo radical que gravita sobre nosotros. Sólo si se cree verdaderamente en el ser humano se está en condiciones de apostar por el «otro»; sólo desde el más intenso optimismo se puede volver la mirada hacia un mundo agonizante y ya no apartarla de ahí.

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F H, de 83 años de edad, fue encontrado muerto en su casa tras varios días sin dar señales de vida. Su hijo J H, de 62 años, que padece síndrome de Down, se encontraba sentado a los pies de la cama donde yacía el difunto cuando entró la policía local en el domicilio de ambos. El cadáver se encontraba ya en estado de descomposición y desprendía un fuerte olor. Al parecer, F H había fallecido de muerte natural hacía varios días, pero su hijo pensaba que sólo estaba dormido. Los vecinos venían extrañándose de que F H no saliera a hacer la compra como todos los días y que fuera su hijo quien, sin dinero en el bolsillo, acudiera a la tienda del barrio a pedir cosas para comer. Las autoridades han acordado el internamiento de J H en algún centro para deficientes mentales, puesto que no tiene familiares que puedan hacerse cargo de él.

El suceso tenía lugar en una localidad de la provincia de Sevilla (no recuerdo el lugar ni la fecha exactos) allá por el año 1999. La noticia aparecía en un rincón de la página de sucesos de un diario cuya cabecera tampoco consigo recordar. No tuve la precaución de recortarla, a pesar del profundo impacto que me provocó en su momento y lo determinante que ha sido para cambiar mi visión del mundo; pero no he olvidado en ningún momento su contenido ¿Qué fue lo que hizo que algo tan aparentemente intrascendente calara en mí de esa manera? ¿Qué pequeña –o gran verdad– encierra ese ocasional suceso? Soy consciente de que las percepciones de la realidad son muchedumbre, y lo que para mí pudo ser de una importancia trascendental a otros muchos los dejaría indiferentes; pero, para quien se hace preguntas, lo que cuenta no es el vehículo por el que se manifiestan las respuestas, sino lo que éstas desentrañan. Fue a través de esa humilde noticia como comprendí que la magna obra del Universo no eran la inteligencia del hombre ni sus más orgullosos logros; no era la filosofía de Platón ni la elegante teoría de la relatividad de Einstein; tampoco las grandes obras de ingeniería o los viajes espaciales; no eran el Guernica de Picasso ni el Hamlet de Shakespeare; ni siquiera las grandes civilizaciones del pasado o la arrogante cultura racional de la modernidad. La verdadera obra maestra del Cosmos ha sido algo mucho más cotidiano y al alcance de cualquiera; algo que se deja ver poco y que, cuando lo hace, apenas si despierta interés; algo más objeto de burla que digno de admiración; pero algo, en definitiva, sin lo que esta soberbia especie elegida habría perecido al poco tiempo de comenzar su andadura por el mundo: la bondad humana. La evolución cósmica ha sido un arduo camino hacia la conciencia y la libertad. Esa es la grandiosa hazaña del Universo. Un caos de energía primigenia, plegada hasta el infinito sobre sí misma, explosionó misteriosamente para alcanzar –después de 15.000 millones de años de creciente orden– la conciencia de sí misma. El Cosmos ha sido capaz de conocerse, de saber de su propia existencia; y lo ha hecho a través de la más perfeccionada de sus obras (de que se tenga noticia): el ser humano. Pero ha sido capaz de algo mucho más prodigioso y hermoso; ha dotado esa conciencia de una facultad aparentemente contradictoria con un sistema de leyes infranqueables, relaciones de causa-efecto de sentido único y predeterminismo forzoso: la libertad. Se sacó de la chistera el «más difícil todavía» para dotar a su criatura predilecta de la capacidad de elegir. Y desde entonces esa criatura, tal vez muy a su pesar, se convirtió en un ser moral. Desde entonces todo lo que le concernía como humano dejó de ser neutro para adquirir alguna de las dos nuevas dimensiones que se entrelazaron para siempre con su devenir: lo bueno y lo malo. Sé perfectamente que esa dicotomía entre mal y bien es lo que más repudia la cultura posmoderna y su brazo armado, el capitalismo neoliberal; que los cimientos de

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su antihumana concepción del mundo tiemblan con sólo oírla nombrar; que negar su existencia es vital para todo lo demás... ¿Por qué les aterra tanto? Pues porque hacer esa distinción, aceptar que las acciones pueden tener una dimensión moral, pone al descubierto el abuso atroz contra hombres, culturas y pueblos; porque el «todo vale» zozobra en sus aguas y cuesta mucho más disfrutar del poder y digerir el placer; porque evoca unos ojos escrutadores y severos que se creían definitivamente cerrados; porque te ata a ti mismo sin escapatoria posible...

¿Qué libertad?

El de libertad es uno de esos conceptos por el que hubiese merecido la pena luchar mucho más de lo que se hizo. Y es que, en la subasta de valores en que terminó desembocando la modernidad, el ala derecha de la sociedad, mucho más despierta que su ala izquierda, pujó por uno solo de ellos, pero apostando a él toda su fortuna. La izquierda, en su ingenuidad, creyó estar haciendo el negocio de su vida al quedarse con todos los demás: justicia, fraternidad, progreso, igualdad, utopía... ¡Todo para ellos! Recientemente, hasta la noción de democracia, que en un principio cayó en el saco de la derecha por simple exclusión, también está cediéndose a los desorientados «progres de los nuevos tiempos» con tal de que no pongan sus sucias manos encima de la sacrosanta libertad. La historia ha demostrado que todos esos valores que quedaron para la izquierda, incluido el de democracia, estaban destinados a ser arrojados, antes o después, a la hoguera de los ideales; y que la apuesta de los liberales fue, en realidad, la mejor inversión que se haya hecho nunca en la bolsa de valores culturales. La libertad ha demostrado ser capaz de arrojar, por sí sola, más dividendos que todos los demás ideales de la modernidad juntos; sin olvidar que aquélla cada vez renta más, mientras que éstos no cesan de caer en picado, si es que todavía no han tocado fondo. El liberalismo se adueñó por completo del concepto de libertad, hasta el punto de hacer uso de él para nombrarse a sí mismo. Y el neoliberalismo, una vez asegurada la presa, la “ató para siempre a las tinieblas”1. Lo que ha hecho el neoliberalismo con la noción de libertad ha sido vaciarla de todo contenido humano y ponerla al servicio, de modo exclusivo y excluyente, de los intereses económicos privados; esto es, convertirla en un arma de los fuertes para someter a los débiles. La libertad, en una burlesca contradicción, se transforma en el instrumento privilegiado para hacer esclavos. Que la libertad de los lobos significa la muerte de los corderos es algo meridianamente claro; lo que resulta humillante es que se nos quiera hacer creer que la libertad de los lobos aumenta la libertad de los corderos, y que si estos mueren será por no haber sido capaces de vestir la piel de lobo con determinación y presteza. Para legitimar esta absurda noción de libertad lo único que se requiere es que haya unas cuantas pieles de lobo esparcidas por el bosque y que todos los corderos tengan la posibilidad de luchar en igualdad de condiciones para intentar conseguir alguna. En un infausto y rocambolesco viaje desde –como diría Zigmunt Bauman– la modernidad sólida hasta la modernidad líquida, el liberalismo, que empezó abrazando 1

"Un Anillo para gobernarlos a todos. Un Anillo para encontrarlos, un Anillo para atraerlos y atarlos a las tinieblas". El maravilloso libro de J. R. R. Tolkien El Señor de los Anillos contiene una extraordinaria metáfora de lo que ha ocurrido con los ideales de la Ilustración, una vez que el más preciado y poderoso de ellos cayó en manos del “Señor Oscuro”. Sin duda Tolkien no pudo tener en mente lo que iba a ocurrir una vez liquidada la Modernidad, entre otras cosas, porque no vivió para verlo, pero su relato es un relato universal sobre la lucha del Bien contra el Mal; un relato sobre fuerzas siniestras, corrupción, ambición desmedida, esclavitud humana y expansión creciente de la sombra ¿No les recuerda algo?

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un concepto pleno de libertad y comprometiéndose con él en todas sus dimensiones, ha ido podándolo poco a poco de sus más nobles atributos hasta dejarlo en un desnudo y triste ramal que sólo concierne a la libertad para enriquecerse. Narrar aquí la historia de ese viaje está por completo fuera de lugar, pero conviene hacer algunos apuntes de cara a una mejor comprensión de lo que se ha terminado entendiendo por libertad. La corriente dominante del liberalismo clásico, con la obra de John Stuart Mill como eje central, estuvo siempre interesada en conjugar libertad individual con bienestar social. Pero eso es harto difícil de conseguir sin limitar las libertades económicas; de ahí que, para no autocontradecirse, se limitara a invocar la buena voluntad o la conciencia humanitaria antes que a proponer medidas reales para atajar la injusticia social. El Estado social y las herramientas para ponerlo en marcha fueron llegando, o bien de la mano de las recurrentes crisis del capitalismo, o bien forzados por los amagos revolucionarios de la sociedad; y terminó por implantarse definitivamente (tras la dolorosa experiencia de la II Guerra Mundial) como un antídoto contra la barbarie a la que puede llevar una economía completamente desregulada –y no para prevenir la llegada al poder del comunismo, como tantas veces se ha dicho–. Ahora bien, como el Estado social democrático no sólo no reduce el conjunto de las libertades sino que las aumenta significativamente (excepto una: la libertad para enriquecerse), ya no se podía decir que cuando caen las libertades económicas caen todas las demás, por lo que urgía adelgazar el concepto de libertad hasta ligarlo casi exclusivamente al derecho de propiedad privada y a la facultad de no ser interferido en la búsqueda de intereses particulares (el primero de los cuales es el de acumular dinero, ya que mediante éste, supuestamente, se accede a todos los demás). Y es en ese terreno donde el liberalismo apacible y elegante de Isaiah Berlin (en contraste con las rudas proclamas y los burdos argumentos de la mayoría de sus correligionarios ideológicos) hace el impagable trabajo de elevar a los altares una noción de libertad que lleva irremisiblemente a un estado primitivo de la sociedad en el que los fuertes se liberan de toda atadura para dominar y explotar a los débiles. Berlin establece su famosa distinción entre libertad negativa (la que se deriva de la no interferencia de los demás en el curso de mis actos) y libertad positiva (la libertad en pos de algo, la que busca la realización personal según los propios ideales), las analiza ambas y termina concluyendo que la libertad negativa es merecedora de mucha más atención y defensa que la positiva. Y ello no sólo porque sea mucho más fácil trazar los límites y establecer criterios objetivos para la primera, sino sobre todo porque estaba convencido de que la segunda constituía el camino más corto hacia los totalitarismos. Según Berlin, si se pone el énfasis en el deseo de alcanzar ideales de perfección, antes o después, algún tirano intentará inculcar en toda la sociedad sus propios ideales de perfección. En definitiva, y para no adentrarnos en el farragoso terreno de la filosofía política, lo que hace Berlín (y a partir de él todo el liberalismo) es poner bajo sospecha todo deseo de libertad que brote del interior del individuo, sea lo que sea lo que se entienda por ello: desde la creación de un marco de convivencia regido por valores superiores hasta el anhelo de realizarse como ser humano. La única libertad que cuenta es la que aumenta cuando se remueven los obstáculos que me impiden actuar. Cuidado con la otra, que bajo la máscara de los ideales y de la bondad, encierra la semilla del mal. Sinceramente, no alcanzo a imaginarme al abnegado padre de una criatura «incompleta», a la que le entrega toda su libertad negativa, toda su capacidad de acción; o al cooperante incansable, que no sólo entrega su libertad sino la misma vida a los demás, intentando imponerle nada a nadie. Esos y otros muchos dueños de sí, indiscutibles hombres libres, pueden ser movidos por cualquier fin menos por el de someter a nadie. ¿A qué ese terror a la libertad positiva? ¿Por qué llamarla de manera tan confusa? ¿Por

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qué no la llaman por su auténtico nombre: libertad humana? ¿Por qué a la otra, que tanto ensalzan, no la nombran también con propiedad: libertad animal? ¿O es que el perro o el camello no disfrutan de más libertad cuantos menos obstáculos encuentren en su camino al ser guiados por sus instintos? La confusión es, por tanto, mayúscula... ¿Qué libertad? Desde luego no la del protagonista de la noticia de prensa con la que introducíamos este capítulo. F. H., seguramente sin demasiada conciencia de ello, pero indudablemente con un notable esfuerzo personal, hace alarde de una libertad sublime, de esa libertad con la que la evolución cósmica obsequió a su creación predilecta: la libertad de rebelarse contra sus propias leyes, de sobreponerse a lo que la tiranía de la naturaleza empuja inmisericorde, de anteponer un deseo humano a una miríada de impulsos biológicos. Para la otra libertad, para esa que es más libertad cuanto más te permite hacer aquello «que te pide el cuerpo», no hubieran hecho falta estas alforjas. Podría disfrutarla, y de hecho la disfruta, hasta el más humilde protozoo. Pero ahondemos un poco más en la noción de una libertad superior, de auténticos humanos; intentemos verlo con más claridad. F. H. seguramente pudo elegir lo contrario de lo que eligió; pudo, en sus circunstancias de persona viuda y de avanzada edad, con unas condiciones de vida humildes y apenas ayuda externa, haber solicitado la institucionalización de su hijo en un centro para discapacitados. Nadie se lo habría reprochado, y los Servicios Sociales no sólo lo habrían visto con buenos ojos, sino que posiblemente se lo venían proponiendo desde hacía tiempo. Sin embargo, eligió mantenerse al lado de su hijo hasta la muerte; dando lugar, entre otras cosas, a que la vida de éste se prolongara más allá de los 60 años, algo realmente extraordinario en alguien que padece síndrome de Down y que sólo es posible si vive colmado de afecto. Si F. H. hubiera obrado del modo contrario su libertad de acción habría aumentado considerablemente, y sus obligaciones y quehaceres cotidianos se habrían vuelto mucho más llevaderos. Pero esa decisión habría obedecido a un impulso natural –esto es, no controlado– hacia la comodidad y el placer2. La elección de F. H. fue genuinamente humana, racional si se quiere; pero, por encima de todo, moral. En definitiva, una acción libre. ¿Lo hubiera sido si elige lo contrario? Mi opinión es que elegir lo contrario no es un acto libre, puesto que viene forzado por tendencias que escapan a la voluntad; y cuando la voluntad es secuestrada por tendencias de esa índole hay que intentar rescatarla mediante un esfuerzo racional y moral. Dejarse llevar no se elige, se padece. Nadie elegiría ser esclavo… ¿o sí? Hay muchas maneras de desperdiciar la vida, pero estoy convencido de que todas ellas tienen su origen en una renuncia a la verdadera libertad humana. En el ser humano existe una permanente tensión entre sus tendencias e instintos y su libertad. “La civilización se construye sobre una renuncia al instinto”, decía Freud. Si los obstáculos que se remueven para hacer aumentar la libertad negativa permiten que campen a sus anchas los instintos, no sólo se estará destruyendo la civilización, sino que se estarán sentando las bases para que gobierne en el mundo la tiranía del orden natural, que es mucho más implacable que cualquier otra capaz de concebir el hombre y, por supuesto, infinitamente más cruel. Sin embargo, en el día de hoy gana cada vez más terreno, no ya una tolerancia respecto de esa posibilidad, sino una auténtica veneración por la misma. Pareciera que tomar como modelo a la naturaleza fuese algo encomiable, que no hay nada más decoroso que observar las leyes de la biología y acatar los impera2

Esa capacidad para la renuncia es exclusiva del hombre. La generosidad y la entrega no se encuentran en ningún otro lugar de la naturaleza en el que busquemos. Tal vez fuera esa visión de lo extraordinario a través de lo humilde lo que tanto me deslumbró. Por un fugaz momento pude comparar la acción de F. H. con las de los más grandes hombres de la historia y me pareció ver a los Julio César, Aristóteles, Dante, Newton, Napoleón o Picasso completamente ínfimos al lado de mi repentino héroe.

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tivos de la selección natural. Todo parece encajar a las mil maravillas con los principios de competitividad, individualismo y riesgo que gobiernan los entresijos del mercado. «¡Ea!, copiemos de los animales; que esos sí que saben». Ni qué decir tiene que la ley de la selva la observan los humanos de forma completamente distinta a como lo hacen los animales merced a un aspecto fundamental: éstos no padecen la infinita ambición que atormenta a aquéllos. Eso es lo que nos hace tremendamente peligrosos para nosotros mismos y para el mundo que habitamos; pero ese tema lo abordaremos en otro capítulo. La libertad, en el sentido que aquí se ha expuesto, es la libertad de escapar de las pulsiones, de aquello que obliga a todos los demás seres vivos sin excepción; es la libertad de ser algo más, de realizarte en algo más. Y, en rigor, no existe otra; puesto que dejarse llevar por las pulsiones no implica elección alguna ¿Qué clase de libertad cabe encontrar en el mundo animal? La libertad, por tanto, no tendría más que una dirección: elegir lo bueno3. De donde se deduce que ser libre y ser bueno son una misma cosa. No elige quien agrede a otro para zanjar una discusión, ni quien fuerza sexualmente a una mujer; tampoco lo hace quien traiciona a un amigo para obtener un cargo o quien invierte en una empresa que explota mano de obra infantil; ni mucho menos está eligiendo el buscador incansable de placeres o quien entrega su vida a hacerse rico. Ninguno de ellos es libre en un sentido humano, sino que se dejan arrastrar por impulsos biológicos o instintos naturales. Pero no por ello dejan de ser responsables. Lo que cabe exigir del hombre es que luche por su libertad interior, que aunque puesta a su alcance, no es en modo alguno gratuita. Quien no lucha por esa libertad se pone en situación de infligir dolor a sí mismo y a los demás. Quien no aprende a ser libre está perdido, y nos pierde a todos. El neoliberalismo, que repudia el bien común y sólo ve en el «otro» un competidor al que batir o un incauto al que sacarle algún provecho, jamás entendería la noción de libertad de la que venimos hablando. De hecho, cuando acuden a Berlin para justificar lo injustificable, no reconocen que pueda existir tal libertad. No saben ni pueden saber a qué se refiere. ¿Qué es la autorrealización? ¿Cómo se come el crecimiento interior? ¿Cuánto cuesta el entendimiento mutuo?... ¡Allá ellos con su miope concepción de la naturaleza humana y su enfermiza obsesión por lo útil, si no fuera porque ostentan el poder, absolutamente todo el poder! Y, por supuesto, no están dispuestos a ceder ni un ápice del mismo. Si alguien aún sigue esperanzado en que antes o después se convencerán de que hay que poner algún remedio al dolor y a la miseria, es que no tiene la menor idea de con quienes está tratando. Ellos lo ponen todo del revés y logran, en nombre de su libertad, que la gente asuma en silencio una naturaleza repulsiva para la conciencia y dolorosa para la razón. Pero no pueden esperar que el mundo se conforme con este infierno para siempre. Aun cuando consiguiéramos salir airosos de la encrucijada ecológica que amenaza nuestra supervivencia; por mucho que las civilizaciones terminaran aliándose y el terrorismo y las guerras dejaran de suceder; si la historia hubiera llegado a su fin como afirma Fukuyama o hubiese perdido su razón de ser, como nos dice el posmodernismo... ¿Se imaginan un mundo parado en un punto en el que la lucha por la vida ha anulado toda conciencia de humanidad compartida, toda capacidad de encontrarse en el «otro» y saber de sus alegrías y sus miedos? ¿Se imaginan un mundo donde ha desaparecido todo atisbo de solidaridad y empresa común?; ¿un mundo en el que hay que estar en constan3

El liberalismo transforma esta máxima ética con un «insignificante» añadido, que la pone completamente del revés: es libre quien puede elegir lo bueno «para sí». Aunque desde un punto de vista ético, sólo es bueno para mí lo que también lo es para los demás, en un mundo regido por el mercado y por las relaciones instrumentales entre los hombres, lo bueno para mí, casi sin excepción, es perjudicial para alguien.

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te alerta; sin otra ocupación que la de descargar golpes a diestro y siniestro para subir al tren de los incluidos, o para no ser apeado de él?; ¿un mundo en el que se es víctima o verdugo, pero nunca se es neutral, porque no hay espacio para la retirada? Y así por los siglos de los siglos; generación tras generación; para ti y para tus hijos, y para los hijos de tus hijos… ¿Y a cambio, qué? ¿Una que otra piel de lobo escondida en la maleza para, si soy capaz de encontrarla y disputarla con éxito, empezar a ser como ellos, poseer lo que ellos poseen, vivir como viven? ¿Perder mi libertad para abrazar su esclavitud? Si es ese el premio, aunque no tuviera que traicionarme a mí mismo ni luchar con nadie para conseguirlo, se lo pueden guardar. Bajo el estandarte de la libertad se ha cocinado un engendro social mucho más monstruoso y terrible que todo lo que habíamos conocido hasta ahora. Se trata de una bestia de paso lento pero firme, un Leviatán que todo lo engulle sin la menor conmiseración. Vida, muerte, territorialidad, conquista, conservación; pautas ciegas de conducta en las que no caben la razón ni la palabra, sino sólo la necesidad. Tal es lo que procura esa libertad que se presenta como un bien innegociable: la eliminación de obstáculos que entorpecen la expresión de los instintos más primitivos ¿Quién desea la libertad del molusco, la capacidad de acción de la ardilla, el libre proceder de una araña? «¡Esa no!», dirán muchos apasionados de la ley del más fuerte; pero sí la eficacia depredadora del tiburón, el poderío inigualable de un león, la suprema capacidad de acción de las águilas. No, todos lo sabemos –y ellos tanto como cualquiera–, que no es esa la libertad que importa. En nuestro fuero más íntimo todos hemos experimentado alguna vez la sublime alegría de habernos vencido a nosotros mismos. En alguna ocasión, por remota que quede en nuestra biografía, hemos sabido de la auténtica libertad. Una libertad que comienza justo donde termina la otra; allí donde desaparecen las señales del camino, y hasta el camino mismo. Una libertad que no depende de las puertas que se nos cierren o se nos abran, que no es mayor o menor en función de lo que otros hagan o dejen de hacer, sino que siempre está en manos de cada cual. Nadie te la puede arrebatar, pero tampoco nadie puede dártela. Cada uno ha de aprender a ejercerla y, quien da por perdida la batalla, no tiene más remedio que aferrarse a la otra y gritar hasta la extenuación que sólo hay esa.

Coartadas y contradicciones

Desde el momento en que un hombre cercó un trozo de tierra y tomó posesión de él la historia ha sido una sucesión de formas con las que justificar el dominio de los pocos sobre los muchos, la acumulación desigual de bienes, la asignación arbitraria de privilegios y la instauración de un poder capaz de impedir que un orden tal fuera quebrado. El hecho de que tales justificaciones hayan sido necesarias siempre y en todo lugar, no importa cuan brutal fuera el sistema imperante ni cómo de primitiva la comunidad que se analice, es prueba poderosísima de la existencia de una ley moral universal que obliga a todo ser humano a reconocer, por muy sutil e inconscientemente que sea, que la explotación del hombre por el hombre, adopte la forma que adopte, siempre es un crimen contra uno mismo. Hay algo que nos obliga a reconocernos parte indisoluble del género humano, a identificarnos con nuestros semejantes y a compartir conjuntamente nuestro dolor. Se podrá argumentar que la justificación de los abusos sólo busca apaciguar la ira de los agraviados, y no pongo en duda que ese sea uno de sus objetivos; pero su principal cometido siempre será el de acallar la voz interior de quienes los cometen. 79


La pasividad y la indolencia de la clase adinerada en relación con el sufrimiento de los más necesitados ha tenido siempre múltiples formas de justificación: desde apelar a los dictados de la Providencia hasta acusarlos de no querer trabajar; desde considerarlos moralmente indignos hasta sostener su inferioridad genética. En todo caso, cualquiera que sea el argumento por el que se justifica la desigualdad extrema, para el liberalismo actual es de vital importancia poder decir que los pobres son tan libres como cualquiera; que la pobreza no implica falta de libertad. Si admitieran lo contrario, la piedra de toque de todo su discurso doctrinario, esto es, la afirmación de que las libertades en general aumentan si y sólo si aumenta el libre comercio, se vendría abajo. Que carecer de dinero no supone tener menos libertad es algo que choca con el más elemental sentido común, por eso ha sido en este terreno donde más han tenido que retorcerse las razones y ponerse del revés los argumentos. Sin embargo, es precisamente en este terreno donde más de acuerdo están todas las corrientes liberales, desde las más moderadas hasta las más extremas. Y lo es porque el liberalismo no pasaría de ser una risible contradicción si se admitiera que el bien que persigue, cuanto más se hace para que aumente, más se aleja de nosotros. En efecto, si se admite que se goza de menos libertad cuanto menos dinero se tiene, el modelo liberal de mercado estaría traicionando sus propios principios, porque al aumentar las libertades económicas hace enormemente ricos a unos pocos mientras empobrece a la mayoría. Una mínima parte de la población aumentaría su libertad a costa de la de todos los demás. Los liberales vienen a decir que no es lo mismo libertad que recursos. Quien no puede permitirse hacer algo, no sería por falta de libertad, sino de medios. De nuevo es Isaiah Berlin quien escribe las páginas más convincentes al respecto y quien más hizo para persuadir a politólogos y filósofos de esa idea; pero como dice G. A. Cohen (discípulo precisamente de Berlin), “es absurdo perder el tiempo demostrando que la falta de dinero entraña falta de libertad, porque se trata de una verdad demasiado evidente como para requerir demostración”. Está claro que si se entiende por libertad «capacidad de acción», cuanto más dinero se tenga más cosas se pueden hacer. Puesto que la libertad no se pone en relación con el ser sino sólo con el tener, el dinero –y únicamente el dinero–, confiere libertad; luego un mundo rebosante de pobres es un mundo con muy poca libertad. Esto es lo que no quieren ni pueden admitir los liberales. Si todo se viene legitimando en nombre de la libertad, es fundamental convencer a la gente de que, pese a las bajas colaterales, a los riesgos ecológicos, a la creciente desigualdad y a la más que palpable precariedad, el sistema, al menos, es capaz de aumentar la libertad. Ni qué decir tiene que la libertad de la que venimos hablando es esa que llaman negativa, puesto que sólo esa libertad puede comprarse con dinero. La libertad que lleva a reducir los instintos a su mínima expresión de poder y a rescatar la voluntad de la tiranía de las pulsiones inconscientes ni siquiera entra en el análisis. La libertad en pos de algo, de una mejora como ser humano o de unas relaciones incondicionadas con tus semejantes no es tomada para nada en consideración. Uno, por ejemplo, puede querer que el sistema educativo enseñe a sus hijos a ser personas antes que –o por encima de– especializarlos en lo que demanda la maquinaria productiva; o que no se fomente el culto a la violencia como forma de hacer valer los propios deseos. Podría querer que no se propague a través de la cultura mediática un mensaje exclusivamente materialista ni se engañe a la gente con una constante asociación entre posesión de objetos y felicidad; o que se preserven los espacios naturales para entregarlos en condiciones óptimas a las generaciones venideras. Uno puede aspirar a que se proteja la verdad y se promueva la justicia; a que no se abandone a nadie a su suerte ni se exija de nadie más de lo que pueda dar de sí, o a que se considere su trabajo tan digno y útil como el de cualquier otro y no tenga que ver cómo cien horas de su esfuerzo valen menos que un solo minuto de

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quienes poseen el capital. Uno, en fin, querrá poder expresar su libertad interior – abandonar su papel de comprador de objetos y consumidor útil– sin que a cambio sólo obtenga desprecio y marginación. Si las normas por las que nos regimos posibilitaran todo ello una inmensa mayoría se sentiría más libre pero, a cambio, una exigua minoría (aunque mil veces más poderosa) habría tenido que renunciar a parte de la única libertad que les vale, ya que esas normas limitarían necesariamente su capacidad para emprender y desarrollar actividades comerciales que van en contra de esas aspiraciones. Las posibilidades para satisfacer su afán de lucro se verían constreñidas a un marco mucho más estrecho. Pero cuidado, ellos nunca dirán que están defendiendo su libertad, sino que es la libertad de los ciudadanos la que se ve amenazada. Cualquier medida que trate de incrementar la auténtica libertad humana será presentada como un ataque a las libertades individuales; y los sufridos ciudadanos, que sólo son libres para elegir con qué salsa quieren ser cocinados, se terminarán poniendo del lado de los cocineros. El lector podría estar preguntándose por qué insisto tanto en contraponer libertad positiva a libertad negativa, por qué no apostar por las dos. Es indiscutible que la libertad positiva también es deudora de la capacidad de acción. Si se me impide acudir en auxilio de las víctimas civiles de una guerra no podría ejercer mi libertad positiva. Y no se puede decir que cuando tus instintos «eligen» por ti, siempre te alejan de lo bueno. Muchas de esas elecciones forzadas son completamente neutras e imprescindibles para la supervivencia física. Pero, como ya hemos dicho, no hay libertad en hacer lo que te impone tu naturaleza instintiva, sino sólo necesidad. Ensanchar más allá de lo necesario el margen de acción por el que se expresa esa necesidad es poner en manos de nuestros rasgos más primitivos la dirección de las cosas. Y éstas, una vez dirigidas por impulsos de necesidad, ahogan toda posibilidad de expresión de la libertad humana. Decía Tolstoi que “la humanidad debe ser movida por fuerzas morales y no por necesidades animales”. Ser libre significa, ante todo, tener la posibilidad de gozar de nuestras potencialidades superiores, desde la imaginación o la creatividad hasta los vínculos de afecto que nos unen a nuestros semejantes. La libertad positiva que me lleva a concebir a un extraño como un ser humano con los mismos atributos y los mismos derechos que yo me haría exigir que se legalice a todos los inmigrantes que entran en mi país y que se vigilen las condiciones en que son empleados por los empresarios. Pero la libertad negativa que lleva a los dueños de las empresas a buscar el máximo beneficio se satisface mejor si el tráfico de personas y la «vista gorda» de las inspecciones de trabajo les permiten obtener mano de obra barata. La libertad negativa que aumenta al pagar menos impuestos disminuye la libertad positiva de querer tener más bibliotecas, mejores escuelas o unos salarios sociales más dignos. La libertad negativa que se ve colmada con la posibilidad de enriquecerse urbanizando salvajemente el litoral, aniquila la libertad positiva de querer expandir el espíritu mediante la contemplación de un entorno natural más limpio y más bello. Berlin era consciente de esa tensión entre ambas libertades, sabía que la una sólo podía crecer a costa de la otra, y por eso se vio obligado a elegir. Y eligió, como se ha visto, la libertad negativa. Ahora bien, lo que nunca estuvo dispuesto a aceptar, como no lo hace ningún liberal –y mucho menos un ultraliberal– es el hecho de que la libertad que estaba eligiendo pudiera entrañar contradicción en su seno. ¿Qué fue lo que no entendió Berlin? ¿O más bien, qué fue lo que su biografía, sus vivencias más íntimas, le impidieron ver? Ser testigo de duras experiencias durante los años más cruentos de la Revolución Rusa y una especie de mítica deuda con aquello que prohibieron los bolcheviques y que hizo que su familia se exiliara de su Letonia natal en 1921 (su padre se dedicaba al comercio), fue lo que enrareció el prisma con el

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que observaba la realidad. Estuvo obsesionado de por vida con una única forma de totalitarismo, la que conoció de niño; y eso le impidió ver hasta qué punto podía su radical opuesto, el librecambio sin restricciones, ocasionar dolor a la humanidad. Berlin no era insensible, pero estaba dominado por un insofocable odio a las formas socialistas de gobierno. No fue capaz, como nunca lo ha sido el pensamiento liberal, de distinguir entre un ideal noble y su manipulación por parte de los que sólo buscan poder. Pero él fue aún más lejos: señaló con el dedo acusador al propio ideal antes que a quienes lo tergiversaban. Lo peligroso no sería la ambición humana en sí, sino ambicionar el bien. El solo hecho de desear el bien ya te hace sospechoso; la debilidad de soñar un mundo bueno te convierte en cómplice. Berlin había ido, evidentemente, demasiado lejos; y hasta él mismo, al final de su vida, pareció darse cuenta de lo injusto que había sido con sus apreciaciones y argumentos. Llegó a decir que no se le había entendido bien y que la libertad positiva merecía, en realidad, mucha más consideración que la que él le había otorgado4. Pero no por ello pensó nunca que el aumento de la pobreza disminuyera la libertad global. Su conmiseración por los desvalidos le había llevado a admirar el New Deal de Roosevelt y a repudiar el salvajismo social de la señora Thatcher, pero no era capaz de encontrar la más mínima relación entre el incremento de las libertades económicas y las dificultades de buena parte de la población. Como cualquier otro liberal de mercado, parecía ver en esas dificultades y en las mismas crisis económicas una especie de fatalidad que estaba más en relación con un déficit de libertad negativa que con su hipertrofia. En definitiva, lo que el liberalismo no aceptará nunca es que su adorada libertad para comerciar, la que dicen que es la madre de todas las libertades y la expresión de la parte más noble del hombre pueda llevar, como en realidad lleva, a una tiranía tan enajenadora y falta de libertad como los colectivismos que tanto repudian (con el agravante de que los parias de su modelo económico y social no sólo son privados de libertad sino, en última instancia, hasta del mismo derecho a la vida). Lo que cabe adivinar en todo el liberalismo es un trasfondo de pesimismo radical acerca de la condición humana. Reduce al ser humano a una condición que no le es propia; niega que exista eso que llamamos naturaleza humana. Los liberales no creen en el hombre, sino en el individuo, un concepto que sólo entienden ellos ¿Qué es el individuo? ¿Una especie de ente aislado que lucha contra todo y contra todos para afirmarse en el mundo? ¿Un organismo autónomo que no debe nada a nadie ni se debe a nada? «Individuo» designa a un ejemplar cualquiera de una especie determinada; en este caso, la especie humana. Con uno solo se conoce y describe a toda la especie, como con un helecho se conoce a todos los helechos. Pero estudiando un solo hombre apenas lograríamos saber nada del hombre. Lo humano empieza con el lenguaje, el entendimiento y la cultura y, pese a quien pese, sólo se es persona a través de los demás, sólo se trasciende la condición animal caminando juntos: o todos o ninguno. Así pues, si queremos saber del hombre, tendremos que atender a sus formas de convivencia y de entendimiento mutuo; si sólo nos interesa el individuo, basta con que nos compremos un atlas de anatomía y un manual sobre conductismo. La deriva del liberalismo hacia el neoliberalismo ha sido precisamente una negación creciente de los 4 Recuerda un poco la biografía de Sir Isaiah Berlin a la del Papa Juan Pablo II, en lo que a su posición ideológica y sus tormentos interiores se refiere. Tanto uno como otro fueron testigos en su juventud de las atrocidades del comunismo, fraguando una visceral repulsa hacia todo lo que evocara, aunque sólo fuera remotamente, sus formas políticas. De ahí su permanente y beligerante campaña contra el bloque comunista y cualquier intento revolucionario guiado por sus principios teóricos. Sin embargo, al final de sus vidas, y ya con la globalización neoliberal haciendo estragos en todo el mundo, ambos parecieron arrepentirse de sus férreas posturas en contra de toda tentativa de racionalización social y económica. Y ambos sabían hasta qué punto ellos habían contribuido a la implantación del nuevo desorden.

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atributos humanos en esa especie a la que llamamos homo sapiens5. A partir de ese reduccionismo construyen todo su edificio ideológico. A partir de ahí se produce el desanclaje del prójimo y es válido romper cualquier compromiso. Nada debo a la humanidad porque la humanidad no existe. Ni siquiera lo humano existe; sólo hay ejemplares diversos de la especie homo sapiens, unos más aptos que otros, luchando entre ellos por sobrevivir y posicionarse en la manada. Si se parte de ahí no hay por qué dar más explicaciones ni argumentar nada más: «todo está permitido». Pero, ¿qué es lo que debemos entregar a cambio de ello? ¿Qué se nos pide a cambio de ese paraíso que consiste en liberarse de la carga de que los actos puedan ser buenos o malos? Precisamente la capacidad de elegir. Tenemos que abdicar de nuestra racionalidad y convertirnos en prisioneros de un mecanismo primitivo. Cuando corremos tras el dinero y el éxito estamos jaleados por unos vociferantes atavismos que nos impelen a posicionarnos, dominar, tomar ventajas en el apareamiento o ser los primeros en alimentarnos de la pieza cobrada durante la cacería. Cuando rigen las apetencias puramente animales surge el espejismo de creer que se es más libre cuantos menos obstáculos se opongan a su satisfacción. El liberalismo reduccionista de nuestros días se ahoga en sus propias contradicciones, la primera y más básica de las cuales es la de considerar libertad justamente a lo contrario de lo que la libertad es. Nadie considera libre a ningún animal en el sentido que esa palabra tiene para los humanos. Si se abre la puerta del gallinero el zorro no es más libre por poder entrar sin dificultades y hacer lo que su instinto le pide en todo momento, sino que es una fuerza ciega de la naturaleza, no deliberada, la que se expresa más libremente. El zorro sólo es el vehículo mediante el cual se manifiesta esa fuerza. Se trata de algo que lo supera y ante lo que no puede oponerse. El zorro sólo sería de verdad libre si fuera capaz de dominar esa fuerza y optar por no entrar en el gallinero; pero eso no puede hacerlo, ya que su condición natural se lo impide. Sólo reduciendo la condición del hombre a su naturaleza animal es posible afirmar que su libertad aumenta cuando se deja hacer a sus tendencias instintivas. Es evidente que «algo» queda liberado cuando se remueven los obstáculos externos para actuar; pero si la acción no nace de la voluntad humana, sino de fuerzas primarias y autónomas, remover esos obstáculos no habrá aportado nada a la libertad humana. Y el rasgo distintivo del neoliberalismo es, precisamente, que pone el énfasis en algo que sólo abre puertas a esas fuerzas primarias y a nada más: la libertad para enriquecerse (a la que eufemísticamente llaman libre comercio). ¿Pero qué nos mueve a hacernos ricos?; ¿qué nos lleva a seguir acumulando bienes más allá de los necesarios para satisfacer las exigencias de una vida digna? Únicamente el instinto de territorialidad y poder que arrastramos desde formas arcaicas de existencia. Si se ponen impedimentos a las manifestaciones instintivas se podrá decir que estamos haciendo exactamente eso, coartar la expresión de una fuerza de la naturaleza que desencadena conductas autónomas capaces de destruir la convivencia humana, pero no que eliminamos la libertad del hombre. A pesar de todos los ropajes sociales y culturales, las conductas encaminadas a la adquisición y acumulación de bienes materiales no son más que la expresión externa de nuestro afán de dominio y posicionamiento en el grupo. Es, por tanto, a los más descarnados instintos a quienes entregamos la dirección de nuestros asuntos cuando apostamos por el libre mercado. No hay, en realidad, mayor esclavitud que ese todos contra todos que nos devuelve a la selva y le entrega todo el control a lo que de animales aún conservamos, que no es poco. 5

Permítanme usar, tanto aquí como en adelante, el término con el que se designaba a nuestra especie hasta hace pocos años, antes que el más preciso de «homo sapiens sapiens». Ya me parece bastante arrogante lo de un solo sapiens como para que ahora le hayan puesto dos. ¿Por qué más bien no se habrá matizado el primer sapiens con un cuasi («homo cuasi sapiens») o un demens («homo sapiens demens»)?

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Los neoliberales tienen poco más que decir en relación con la libertad, ya que otorgan a todas las demás libertades el papel de bienes menores a los que sólo es legítimo aspirar cuando no entran en conflicto con ese bien supremo que es para ellos la posibilidad de hacerse rico. Por supuesto que su retórica intentará ocultar por todos los medios esa verdad, pero pensemos por un momento qué considera aceptable el neoliberalismo en el plano político. Desde luego, cualquier cosa menos los intentos de frenar el afán de lucro, incluidas determinadas libertades económicas que vulneran los intereses de los más fuertes: el trueque, el cooperativismo, la venta directa de productos agrícolas al consumidor final, la libre circulación de patentes, etc. A los neoliberales se les llena la boca hablando de las excelencias de China o de cualquier dictadura donde los más aventajados pueden hacerse multimillonarios en tiempos record. Milton Friedman, su adorado gurú, fue un solícito asesor del gobierno de Pinochet, de quien admiraba su férrea fidelidad a la doctrina del mercado; de la Rusia turbocapitalista y oligárquica de Boris Yeltsin y del propio gobierno chino. ¿Qué fue de su defensa de las libertades? Lo que subyace a todas esas contradicciones es algo que va más allá del pesimismo antropológico que impregna todo el pensamiento liberal y que encontramos ya en el poco edificante concepto del hombre que tenía Maquiavelo. El ultraliberalismo radical de nuestros días, mucho más deudor de las arengas fundamentalistas de un Hayek o un Nozick que de las ideas relativamente moderadas de Berlin, ha ido del pesimismo al nihilismo, de no creer en el hombre a negarle todo atisbo de humanidad. Nos dicen: no busquéis el bien ni el progreso humano porque seréis esclavos de un Absoluto y arribaréis a la tiranía; permaneced como estáis; aceptaos como sois y, los que podáis, disfrutad de la vida. En lo único que el hombre, vil criatura, puede progresar, es en la posesión de riquezas; lanzaos cuanto antes a por ellas, no sea que otros os las arrebaten. Y consideraos libres si nada se interpone en vuestro camino. La elección que la comunidad humana tiene que hacer es entre la libertad de ser y la libertad de tener. Si elige la primera se organizará en pos de un mundo crecientemente justo y solidario. Si, por el contrario, opta por la segunda, como parece ser que ha optado, lo que no dejarán de crecer serán la desigualdad y la opresión. La libertad de ser emana de la lucha interior, no exige nada de nadie excepto de uno mismo. La libertad de tener brota de la lucha con los demás, exige la rendición y el sometimiento del «otro». Se podrá argumentar que nadie sabe cómo habría de organizarse la sociedad para incrementar la libertad superior del hombre, incluso que ni siquiera podemos saber con certeza qué pueda ser eso; lo cual es cierto, puesto que nada ni nadie puede hacer por ti lo que es de tu exclusiva responsabilidad. Sin embargo, eso no debe ser coartada para renunciar a un mundo más humano ni debe paralizarnos a la hora de buscar formas de entendimiento que lo posibiliten. Porque sólo la libertad de ser permite la manifestación de las infinitas formas en que puede ser esculpida la esencia humana. La reducción de todos esos posibles a un único principio aglutinador es justo lo que pretendieron los totalitarismos del pasado siglo, y es exactamente lo que pretende el modelo neoliberal de nuestros días. Por más reflexiones que se hagan es imposible determinar cual de esas dos formas de destruir al hombre es más abominable6.

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Los neoliberales han acusado hasta el empacho al socialismo de dar lugar a un «colectivismo deshumanizador», sin ser conscientes de que estaban definiendo magistralmente su propio modelo de aniquilación humana. El mercado da lugar a un individualismo radical en la producción y acaparamiento de bienes, y a un colectivismo absoluto en la búsqueda de sentido vital. Somos múltiples y rivales para los actos de supervivencia mientras somos sólo «Uno» para los actos de conciencia. En realidad, debiera ser todo lo contrario: tendríamos que funcionar al unísono para producir y repartir los bienes que nos proporcionaran a todos una vida material digna, y permitir que cada cual siguiera su propio camino para llegar a ser «él mismo».

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Lo que es innegable es que otorgándoselo todo a la libertad de tener la realización del «ser» se vuelve de todo punto imposible. Si todos estamos obligados por la competitividad, no sólo los que deciden por sí mismos atarse a su lado oscuro se habrán perdido lo mejor de la existencia humana, sino que los demás, por muchos esfuerzos que hagamos, tampoco seremos capaces de disfrutarla. Cuando se consagra la ley de la fuerza nada escapa a su influencia. El único ámbito de retirada es la muerte.

Mi reino por una sonrisa GLOBALIZACIÓN Pero, ¡ay de ellos! Muchos de esos hombres y mujeres, y casi todos esos niños y niñas eran depositarios de una insultante alegría. Jamás desfallecían ni se doblegaban ante la escasez; disfrutaban de cada minuto de su existencia, por corta que fuera. Festejaban rabiosamente la vida y parecían no necesitar nada de lo que a ellos les resultaba imprescindible, no ya para alcanzar una felicidad de la que a todas luces nunca disfrutarían, sino para meramente sobrevivir ¿Por qué esa maldita mueca de hastío y odio que se había instalado en sus rostros, y que ni la más costosa cirugía lograba disimular, nunca aparecía en las caras de esa caterva de desdichados y miserables? ¿Qué demonios estaba fallando? ¿Por qué la alegría no había entrado en el lote? A esa altura de ambiciones consumadas, de riqueza acumulada, de enemigos aplastados y de atalayas conquistadas, si la alegría no había aparecido aún, es que nunca lo haría. Y como en la lógica de la codicia la norma es que aquello que no pueda ser tuyo que no lo sea de nadie, pronto habrían de pagar los pobres de la Tierra la osadía de recordar a cada instante a los «amos del mundo» que la alegría no sólo es posible, sino que está fuera del mercado y que, por lo tanto, no pertenece a su reino. Ante tan lacerante realidad algo había que hacer: urgía colonizar sus corazones, mucho más que sus depauperados bolsillos, aunque a éstos tampoco les hicieron ascos. Con su fabuloso ejército financiero, industrial y mediático tomaron posiciones en cada rincón del mundo, derribando fronteras y arrasando culturas. Ganaron primero para su causa a las élites locales y luego se lanzaron como alimañas con hambre milenaria a arrancar de cuajo esas risas nobles y verdaderas que retumbaban inmisericordes en sus largas noches de insomnio.

Esa es la verdadera guerra que se libra en el ámbito de la conciencia humana. Lo que de verdad importa imponer es el modelo mental por el que la vida cobra significado. Nada desestabiliza más a la psique que dudar acerca de la propia elección vital; la sospecha de que todo haya sido en vano; el descubrimiento de que esa rarísima y sublime oportunidad que te concedió el Cosmos para, como decía Shakespeare, asomar en escena, agitarte un instante y luego volver a desaparecer entre bambalinas, haya sido tristemente desperdiciada; que tu papel en el mundo se haya reducido a una grotesca bufonada o al desvarío de un sueño equivocado. Y saber a ciencia cierta que esa oportunidad no regresará jamás. Quien haya leído La Muerte de Ivan Illich de Tolstoi o haya visto el filme de Orson Welles Ciudadano Kane comprenderá perfectamente el terrible abismo de impotencia y desengaño que se cierne ante quien descubre, sin saber muy bien por qué y sin previo aviso, que ha desperdiciado su vida. La búsqueda de la felicidad es tal vez lo único acerca de lo cual están universalmente de acuerdo todos los hombres. Lástima que nadie sepa en qué consiste ser feliz. La idea de felicidad parece estar en todas partes, pero su realidad en ninguna. Se sabe mucho más de la felicidad por defecto que por exceso. La experiencia de la infelicidad 85


es, para todo el mundo, mucho más inequívoca que la de felicidad. Todos saben decir cuándo son infelices, de ahí que la mayoría partan de esa experiencia negativa para intentar determinar qué les podría hacer felices. Así pues, no solemos tender a la felicidad en positivo, sino que más bien intentamos huir de lo que sabemos con certeza que nos hace desgraciados. Desde ese punto de partida, que es sin duda el más universalmente aceptado, se llega rápidamente a la conclusión de que la ausencia de frustraciones es el mejor contexto posible para la experiencia vital. Es bien sabido que la frustración genera ansiedad, y que ésta es una forma de dolor psíquico, por lo que evitar la frustración es un imperativo de la buena vida. Y puesto que la frustración surge cuando no se realizan los propios deseos, cuantos más deseos seamos capaces de cumplir menos frustrados nos sentiremos. ¿Y cuál es el instrumento privilegiado para cumplir los propios deseos? Aquí también hay consenso universal; casi nadie parece dudar de que el dinero, de una forma o de otra, puede dártelo todo: propiedades, lujo, estatus, seguridad, poder, amor… De esta manera, a pesar de que todos parecen estar de acuerdo con ese adagio tan popular que dice que «el dinero no hace la felicidad», en su fuero interno no dejan de pensar que «cuando menos, es capaz de comprarla». Sin embargo, es fácil constatar cómo los sabios de todas las épocas, independientemente de su origen cultural o religioso, invitan a la renuncia de lo material o, cuando menos, le niegan sistemáticamente la llave de la felicidad. Las enseñanzas de todas las tradiciones, los credos religiosos, la mitología, los proverbios, los cuentos populares, las fábulas, las grandes obras de la literatura, el discurso filosófico...; todos sin excepción llaman a la cordura del ser humano y le muestran mil ejemplos y pruebas de que la felicidad puede estar en cualquier parte antes que en el apego a lo material. ¿Qué hemos aprendido de todas esas enseñanzas? ¿En qué proporción han influido en el acontecer histórico? Si hemos de ser sinceros habrá que admitir que la capacidad de todos esos consejos y exhortaciones para modelar y conducir las acciones humanas ha sido prácticamente nula. Ni siquiera las ansias de trascendencia o el miedo a la condena eterna, que durante largos siglos dominaron la conciencia colectiva de buena parte de la humanidad, hicieron que se abandonara la idea de que la posesión de riquezas abre de par en par las puertas de la felicidad. Los filósofos, al contrario que los profetas, las más de las veces dan tan por sentado el absurdo de perseguir la ostentación y el lujo, que apenas si le conceden espacio en su obra o en sus sistemas; es como si no mereciera la pena hablar de ello. Hay que tener en cuenta que el verdadero filósofo –o el verdadero sabio– no busca la redención de nadie, sino sencillamente hacer su camino. Que de sus encuentros con la Verdad, con Dios o con la Nada se pueda sacar algún tipo de enseñanza es para él una cuestión menor que incumbe solamente a quien se avenga a leerlo o a escucharlo. De ahí el hermetismo de toda sabiduría. Lo que nos enseña esto es que la lucidez, si es acerca de uno mismo, no tiende a fecundar en los demás, sino que más bien se hace simbiótica de quien la alcanza, excluyendo de su ámbito de influencia a quienes no han sido capaces de llegar autónomamente hasta ella. Lo que no seas capaz de comprender a través de ti mismo no te lo van a poder infundir sus doctrinas, por mucho que las veas con toda nitidez y te identifiques plenamente con ellas7. Lo que parece estar al alcance de la reflexión de cualquiera, y para ello no es necesario acudir a ningún mentor espiritual, es que las satisfacciones más profundas, aquéllas que hacen vibrar unos misteriosos resortes capaces de proporcionarnos un goce que 7

“Uno solo, ¡ay, nada más que uno!, ¡y este gran bosque, esta selva virgen!” Con este lamento evoca Nietzsche lo imposible de acudir a nada ni a nadie cuando te atreves, por fin, a la “gran caza”; esto es, a indagar en el alma humana y sus confines. Y es que “uno tiene que hacerlo todo por sí mismo para llegar a saber algunas cosas”.

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va mucho más allá de todo lo que pueda darnos el dinero o cualquiera de sus derivados, siempre surgen de un encuentro sincero y afectuoso con uno mismo o con los demás. Siempre vienen de la mano del autodominio o de la atención desinteresada del «otro». Complementariamente, también sabemos que la posesión de bienes materiales o la persecución de distinciones sociales nunca aportan nada a ese goce. Todos sabemos que no hay dinero en el mundo capaz de comprar el amor de una madre o la lealtad de un amigo; como no hay poder capaz de acallar la voz de tu conciencia ni riquezas bastantes con las que pagar un solo instante de verdadera alegría. Sin embargo, nada de ese conocimiento íntimo acerca de lo que de verdad importa en la vida es capaz de disipar la confusión humana acerca de la felicidad y de romper ese espejismo que, con una machacona insistencia, nos dice a cada paso que damos que no dejemos de buscar sensaciones nuevas, que consigamos de inmediato ese fabuloso artículo que promete la experiencia más embriagadora o que no se nos escape ninguna oportunidad de subir un peldaño más en la escalera del éxito social. El peor enemigo de la felicidad verdadera (desde Séneca deberíamos saberlo) es la felicidad falsa. Y puesto que vivimos en una edad falsificada, donde hay que adorar al becerro de oro para no ser expulsados del paraíso, donde el gobierno de los instintos ha puesto alguaciles en cada recodo de la existencia para cerrar el paso a los embajadores del espíritu y donde la «sociedad del simulacro» no deja de tenderle trampas a tus deseos de identidad, deshacer ese espejismo se antoja, a día de hoy, más complicado que nunca. En lo que atañe a la felicidad, a lo último a lo que hay que acudir es a la opinión de la mayoría; en el último sitio en el que hay que mirar es en las alforjas de los demás. La auténtica felicidad, como la auténtica libertad, forma parte de ese pequeño prado del alma humana donde sale a pastar el «ser». La responsabilidad de cada cual es no permitir que la hierba se seque. Decía Kant que la filosofía moral no es el estudio sobre cómo alcanzar la felicidad sino de cómo ser dignos de ser felices. Y esa dignidad, al contrario que otras muchas dignidades con las que el mercado trapichea a diario, ni se compra ni se vende. El principal drama del hombre del siglo XXI es no sentirse querido. Pero la perspectiva del amor ha caído en desgracia en la cultura posmoderna y se ve como un verdadero azote para la realización del sueño capitalista. El amor está lleno de ataduras, fidelidades y compromisos; estorba tanto al placer como a la libre circulación de ambiciones. Si se le diera la más mínima oportunidad empezaría a contaminarlo todo con su manía por la pausa y el sosiego; con su querencia por los armisticios y los encuentros tranquilos; con su consabida improductividad y su más que lamentable apego a lo inútil. Pero la ley del amor exige ser acatada si se quiere conocer el entusiasmo. Ronald Victor Sampson, en su libro Igualdad y Poder, hace un análisis del poder desde una perspectiva psicoanalítica y llega a la conclusión de que enfermamos porque cometemos ofensas contra la verdad y contra nosotros mismos, y que una vida dominada por el ansia de poder está destinada a no conocer el amor y, en consecuencia, a ser desdichada. Su tesis central es la de que el ser humano puede desarrollarse, en mayor o menor grado, en dos direcciones antitéticas, eligiendo entre el amor y el poder para relacionarse con los demás. En la medida en que aumenta nuestra competencia para el poder debilitamos nuestra capacidad de amar, luego quien ha sido capaz de colocarse en una posición social de dominio sobre los demás no ha tenido más remedio que dejar en el camino su potencial de genuino entusiasmo. El amor y el poder son fuerzas antitéticas, aunque estrechamente relacionadas entre sí; no puede aumentar una sin que la otra disminuya, y viceversa. El relativismo moral niega ese principio diciendo que se puede ser bueno en un plano de la realidad y malo en otro, generoso en determinados asuntos y cicatero en otros, competidor implacable en los negocios y altruista en la intimidad.

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Pero el relativismo moral es contradictorio de raíz; la moral, sencillamente, o es universal, o no es moral; o es para todo, o no es para nada. Estaremos hablando de otra cosa, de tradiciones culturales, creencias populares o prejuicios sociales; de pareceres, gustos u opiniones, pero no de moral. De puertas afuera, es posible servir a dos señores a la vez (y a tres, y a cientos); de hecho, una mente dominada por la ventaja y el egoísmo funciona, por definición, de esa manera. Lo que no es posible es servir a dos señores antagonistas entre sí en el ámbito de la conciencia. No se puede optar simultáneamente por el poder y por el amor sin que el alma humana salte hecha añicos. Esa es la razón que impide que la alegría entre en el corazón de los ricos y los poderosos. Felicidad y Estado

Nunca antes de ésta hubo época alguna en que la felicidad calara más de lleno en el devenir político de la sociedad. Nunca había sido hasta tal punto sustraída del discurso de la filosofía o de la sabiduría popular para ser colocada en el centro mismo del debate público. El derecho a la felicidad, a pesar de lo absurdo de tal pretensión, se ha convertido en el arma ideológica por antonomasia. ¿Pero respecto de la felicidad no habíamos quedado en que lo único cierto es que nadie sabe por dónde queda? ¿No habíamos concluido que, aparte de su universal demanda, poco más sabemos de ella? Bueno, eso puede ser así para los profesionales de la duda o para los hombres de poca fe; para la ideología que gobierna el mundo no hay misterio alguno que desentrañar. Su idea acerca de qué cosas producen satisfacción es mucho más básica que todas esas elucubraciones sobre la bondad, el encuentro desinteresado, el consuelo mutuo o el amor. Todos esos conceptos huérfanos de utilidad no son más que mojigaterías de pusilánimes, consejas de curas o refugios de perdedores. Pone Platón en boca de Sócrates en el Fedón una frase que sintetiza muy bien esa actitud materialista que las élites de todas las épocas muestran hacia la vida: “Podría ocurrir que alguien a quien molestaran todas estas opiniones despreciara de por vida y se burlara de toda conversación sobre el ser; pero de esta forma renunciaría a la verdad y sufriría una gran pérdida”.

Lo único que el pensamiento neoliberal considera objetivamente probado es que

la satisfacción de deseos provoca bienestar en el hombre, mientras que lo contrario le hace sufrir. Y, en un ejercicio de portentosa coherencia con esa noción reduccionista de la naturaleza humana que, como vimos, fundamenta todo lo que son capaces de decir acerca de la libertad, consideran que los deseos inequívocamente humanos, aquellos que están presentes en todo hombre y en cualquier circunstancia, son los que procuran placer a los sentidos y reposo a los instintos. La estimulación de los sentidos, el lujo, el encumbramiento social y ejercer la propia voluntad por encima de la de los demás son la clave del bienestar humano. Existen otras cosas, claro que sí, no se atreverían a negarlo; están el afecto, el altruismo, la pasión por el arte, el deseo de trascendencia espiritual y muchas más; pero todas ellas tienen significados distintos para cada uno de los hombres, a ninguna se le puede otorgar el atributo de la objetividad. En su inmaculado muestrario de evidencias superevidentes ocupa un lugar de honor la de que todos sin excepción nos sentimos bien (y quien lo niegue no es más que un hipócrita) si alcanzamos una elevada posición social y/o nos constituimos un jugoso patrimonio. En definitiva, lo único razonable que puede decirse acerca de la felicidad es que, aunque no sepamos muy bien en qué consiste, sí que se encuentra mucho más cerca de los que tienen que de los que no tienen; de los que pueden que de los que no pueden. 88


Puede parecer que, en el plano individual, carece de importancia lo que se acaba de decir ¡Allá quien se entregue a una visión de la vida tan vacía y estéril! Si alguien quiere malgastar su existencia persiguiendo cantos de sirena o cazando viento, sea. El hombre es libre hasta para ir en contra de su propia dignidad. Lo que sucede es que no se trata de una opción, sino de la opción; la única elección posible en un mundo hecho a su medida. En un mundo que funciona guiado por semejante credo antropológico cada vez hay menos lugar para la búsqueda de otra felicidad que no sea esa. También aquí, como en el caso de la libertad, la ley de la fuerza nos obliga a todos. Pero, si se quiere ser coherente, habrá que aceptar las únicas conclusiones que cabe sacar de tales premisas. Si de la única libertad que podemos gozar es de esa que rige en el mundo natural, la única felicidad a la que tendremos derecho también ha de ser la que impera en la naturaleza. O, si se me permite decirlo con toda su crudeza, quien es libre como una rata, también experimentará los placeres de los que ella goza. Hasta los más humildes animales marcan el territorio, se aparean, experimentan placer sensorial y, si son lo bastante fuertes, ejercen su dominio, se aparean más y disfrutan de la mejor carroña. Los centros neuronales que se estimulan en sus cerebros son exactamente los mismos que hacen sentirse exultante a cualquier hombre arrastrado por su condición natural. Del mismo modo que a la doctrina neoliberal le resulta vital reducir al hombre a su condición natural para hacer pasar por incrementos de libertad lo que sólo son cadenas y grilletes, no le es menos fundamental para ejercer su dominio que la felicidad humana también se haga deudora de esa condición natural del hombre. “No pretendáis establecer la felicidad entre los hombres por medios políticos” decía con severidad Karl Popper. No, la felicidad debe ser establecida por medios económicos; que cada cual la busque compitiendo y medrando en el mercado. Lo que ocurre es que toda relación económica es de naturaleza violenta; es un acto de agresividad en el que se busca aumentar las propias posesiones mediante la desposesión de otros; unos ganan y otros pierden. Por supuesto que no se debe y, sobre todo, no se puede establecer la felicidad por medios políticos; la felicidad es algo que sólo está en tus manos alcanzar. Lo que hay que pedir a esos medios políticos es que nadie te hurte la posibilidad de alcanzarla; que nadie reduzca tu existencia a la brutalidad de la lucha desnuda por sobrevivir; que nadie ejerza sobre ti la violencia que los medios económicos permiten ejercer. Pero como todos tristemente sabemos, no son esos los derroteros que viene tomando la política en los últimos tiempos. Las cosas han de ser aceptadas en su estado natural. El fin de la historia es la aceptación valiente y con todas sus consecuencias de esa verdad. La humanidad ha arribado, casi sin proponérselo, a su destino. Precisamente cuando dejó de obsesionarse con ello, cuando renunció a la búsqueda de todo sentido histórico es cuando, de manera inesperada y casi milagrosa, encuentra su realización más plena. Henos aquí a todos luchando con nuestros propios medios por los dones de la vida; ebrios de nobles ambiciones que, si peleamos con ahínco, serán plenamente satisfechas. Se nos había negado la auténtica esencia de la vida, su más exquisito sabor. Hasta el glorioso advenimiento del capitalismo universal sólo unos pocos habían podido gozar de la vida; los demás eran burdamente engañados por los más pueriles ideales, desde el de alcanzar regocijo eterno después de la muerte hasta el de conseguir una sociedad terrenal justa e igualitaria. De lo dicho a la formulación de la «teoría del Estado mínimo» sólo hay un paso. Esta teoría, propuesta por Robert Nozick y orientadora de buena parte de las políticas neoliberales de los últimos tiempos, está tejida alrededor de una idea de la felicidad circunscrita al dinero y al éxito, y tiene su fundamento «moral» en que nadie debe ser sacrificado a otros por un bien social. El Estado tendría que limitarse a impedir que los

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hombres se terminaran devorando unos a otros mientras se enfrentan en la arena del mercado por mayores cuotas de felicidad. Sus funciones habrían de reducirse al mero control policial y judicial, asegurando el orden y obligando al cumplimiento de los contratos. Las condiciones en que éstos se hagan no serían de su incumbencia, como tampoco lo sería procurar la subsistencia a todos aquellos que han sido incapaces de superar las exigencias mínimas de la lucha y, mucho menos, proveer los medios para el desarrollo integral de la personalidad humana (educación, cultura, salud, espacios de comunicación, redes de participación, etc.). Y todo ello apelando a la libertad como medio y a la felicidad como fin. Así pues, ya tenemos el fundamento básico de la ideología neoliberal: una burda asimilación de la felicidad al dinero (o a cualquiera de sus derivados: poder, éxito social, adulación, vasallaje...) El derecho a la propiedad es el derecho más inalienable del hombre porque equivale al mismísimo derecho a la felicidad. A partir de ahí toda su jerarquía de valores se establece sola y todos los desmanes quedan legitimados8. Pero basta un único argumento para echar por tierra esa especie de moral invertida con la que se está sometiendo al mundo. Ni un solo deseo del hombre, ni el más fuerte y sincero, ni el más inaplazable, ni el más noble –y ni qué decir tiene que los deseos que satisface el dinero carecen, por definición, de toda nobleza–, absolutamente ninguno, es más valioso que la vida de un semejante. Nada concebido por mente alguna puede superar en valía a la posibilidad de que otra mente llegue a concebir lo mismo. Si para que los deseos de los hombres se cumplan, por loables y altos que sean, es necesario que mueran otros hombres, esos deseos han dejado de valer nada; y perseguir su cumplimiento, establecer vías para su realización, dictar normas u organizarse en pos de ello, no es más que una prueba más de lo lejos que estamos de ser verdaderamente humanos.

El juego de los espejos

El principal error de las personas corrientes en lo que atañe a la felicidad es pensar que quienes ocupan las posiciones más altas de la pirámide social disfrutan más de la vida; su fatal equivocación es creer que llegando donde ellos están o, cuando menos, poseyendo algo de lo que ellos poseen, practicando sus deportes favoritos o vistiendo a su modo, también ellos probarán el néctar de los dioses. El ser humano es algo sólo cuando proyecta, cuando se propone esto o aquello mirando al futuro; pero se borra a sí mismo cuando se proyecta, cuando quiere ser como otros o estar donde ellos están. Ese es el origen del desconcierto; y el mundo es tanto más desconcertante cuantas más imágenes crea de lo que se ha de ser, cuantos más arquetipos muestra como señuelos a hombres y mujeres que tratan, no sin notable esfuerzo, de ordenar su existir. La sociedad de consumo nos hace jugar a todos el juego de los espejos, un juego en el que nadie sabe ni puede saber qué está experimentando el otro, pero en el que todos nos comportamos como si lo supiéramos. La conducta básica de ese juego es la emulación y la regla a seguir la de mirar siempre a los que están arriba. Todos parece8 La exclusión, la miseria y el dolor del prójimo se vuelven admisibles en el momento en que se considera que la felicidad llega de la mano del dinero. Si una persona es más feliz cuanto más posea, negarle el derecho a poseer más es negarle el derecho a la felicidad. Desde este punto de vista, la limitación de la propiedad privada y el reparto de bienes siempre traen la insatisfacción generalizada: sobrevivirían todos, pero nadie sería feliz. De donde se deduce que lo que hay que tomar en cuenta no es el número de los que se ahogan en la miseria, sino el de los que nadan en la abundancia. El mundo, en su conjunto, es más feliz cuantos más ricos produce. Es a esto a lo que se referían Micklethwait y Wooldrigge cuando decían aquello de que “la globalización enriquece a un número de personas suficiente para hacer que todo el proceso sea válido” (ver capítulo I).

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mos estar convencidos de que una experiencia doblemente costeada procurará también el doble de emoción, que una posesión tres veces más cara nos satisfará triplemente o que disponer de 50 subalternos nos enorgullecerá dos veces más que si sólo tenemos 25. Hacemos una evaluación de la experiencia meramente cuantitativa y le asignamos a cada objeto aún no poseído o a cada situación aún no vivida una cuota de placer proporcional a lo que ya hemos experimentado. Si conseguir un pequeño utilitario ya me ha hecho sentir así de bien, ¿qué no sería tener un Ferrari? Si pasar un fin de semana en el pequeño apartamento de la playa es tan agradable, ¿hasta dónde llegará el placer de disponer de una isla privada? Si hacer un humilde viaje ya me gusta, ¿cuánto no disfrutaría dándole la vuelta al mundo? Es esa especie de ridícula contabilidad con la que administramos nuestras vivencias la que alimenta el juego de los espejos a través del cual nos proyectamos en otros para intentar vernos a nosotros mismos. La sociedad de consumo y la economía de mercado necesitan para su sustento que ese juego no deje de jugarse; de hecho, no necesitan nada más para autorreproducirse indefinidamente. Ese espejismo que nos hace correr a todos de un lado para otro recolectando sensaciones, acumulando objetos o emulando, en la medida de nuestras posibilidades, a los superhéroes de la felicidad –o sea, los millonarios–, no resiste la más mínima prueba de la razón ni cumple los requisitos mínimos del genuino deseo. Éste no es mero apetito. Nos damos cuenta de que vivir experiencias soñadas, alcanzar posiciones sociales largamente perseguidas o poseer por fin algo intensamente apetecido, no pone un ápice de felicidad en nuestras vidas. El ropaje exterior se modifica en mayor o menor medida, pero por dentro nada se mueve. Todo se reduce a una pequeña taquicardia inicial que dura poco más que un suspiro. El desencanto siempre llega en el mismo tren en el que vino la euforia. Pero eso no nos hace desistir fácilmente: «tal vez me equivoqué; no sería esto lo que de verdad estaba deseando; quizá si la experiencia hubiese sido más fuerte o si me hubiese comprado el modelo ese que venía con todos los extras... ¿Me habré quedado corto?» En el proceso psíquico mediante el cual se elabora la necesidad hay siempre una pugna, cuya intensidad dependerá del grado de autogobierno de cada sujeto, entre el análisis racional y la pulsión emocional; el primero tratará de objetivar la situación, se pregunta por qué y para qué; la segunda simplemente exige: ¡lo quiero! Es la pugna entre los viejos conceptos freudianos del ello y el superyó para conseguir el control del yo. Y puesto que vivimos en un mundo dominado por el narcisismo y el hedonismo, plagado de señales que nos invitan constantemente a capitular, esa pugna es cada vez más breve y se inclina casi siempre del lado del placer. En apariencia, apenas si deja huella; no hay sentimiento de culpa ni tiempo para experimentarlo, porque la propia incapacidad del artificio para rebajar la pulsión hace que el individuo pase a toda velocidad de una necesidad a otra. Así se perpetúa el espejismo de la satisfacción a través del consumo: el vacío que deja un acto de consumo hay que llenarlo inmediatamente con otro, que provoca un agujero todavía mayor, y así sucesivamente, hasta el agotamiento. Cuando sobreviene el hastío, que cortocircuita el proceso, el individuo se toma un respiro, recarga las pilas (o la cartera), y vuelta a empezar. Aun en casos en que el deber moral se opone vivamente al deseo la mente tiene una enorme facilidad para el autoengaño, fabrica argumentos y motivos más que suficientes para optar, sin remordimiento alguno, por el placer del momento. Con cada episodio de esa naturaleza, con cada acto de rendición, se produce una merma de nuestro caudal humano, a la vez que se asientan con mayor fuerza nuestros instintos primarios. Es de este modo que perdemos opciones para disfrutar de la vida con todo nuestro potencial y nos vamos asimilando al resto de las criaturas vivientes en la capacidad para ser felices.

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En el consumismo hay dos tendencias que normalmente cohabitan con distintos grados de intensidad: la compulsión, alentada por esa carrera en pos de una satisfacción que se hace cada vez más esquiva; y la competitividad, movida por los deseos de distinción e identificación. Esta última explica la obsesión por las marcas, el querer estar siempre a la moda e incluso el llamado consumo contracultural, a través del cual mucha gente pretende estar al margen del juego capitalista. Ahora bien, ya esté guiado por la compulsión o impulsado por la competitividad, el consumismo cumple una función despersonalizadora esencial para que el hombre de nuestro tiempo no se desplome sobre sí mismo tras haber sido vaciado de toda sustancia humana; y es, por añadidura, el mejor combustible del crecimiento económico. ¿Alguien encuentra mejores argumentos para que se esté poniendo tanto énfasis y se estén empleando tantos medios para convencernos a todos de que comprando se goza de la felicidad? Lo esencial es que en el juego de los espejos nadie gana; siempre hay «algo» que se ha ido cuando tú llegas, o que no estaba realmente ahí cuando creíste verlo. A pesar de lo contradictorio que parezca, lo que está aumentando entre la gente con la creciente abundancia material de los últimos tiempos no es la felicidad, sino la frustración. Y no sólo entre los que menos tienen, sino también entre los que más tienen. Los primeros tal vez no lleguen a saber nunca si teniendo más serían más felices, pero los segundos lo saben por exceso. Los unos maldicen su suerte; los otros maldicen la vida. Nada más cierto que el viejo refrán que dice que no es más feliz quien más tiene sino quien menos necesita. Por eso alentar hasta lo esperpéntico las necesidades de la gente es un verdadero atentado contra la felicidad. Porque aunque ésta no pueda ser establecida por decreto, la frustración sí que puede serlo. El libre mercado es un monstruo insaciable que se alimenta del desconcierto y la insatisfacción humanas; cuanto más consigue que éstos aumenten, mejores son sus cuentas de resultados. Generar constantemente nuevas necesidades entre los consumidores acomodados del mundo rico y estar persuadiéndolos sin descanso de que su felicidad depende de satisfacerlas lo antes posible es ya un despropósito digno del mayor rechazo, pero cuando las víctimas del tinglado son los desdichados habitantes del Tercer Mundo o los propios pobres de los países desarrollados la cosa alcanza tintes de auténtica crueldad. ¿No es acaso este concepto de felicidad lo primero y más importante que había que globalizar? Quienes algún día aprendieron a ser felices de otra manera son los peores enemigos del capitalismo; y no porque su manera de alcanzar la alegría pueda llegar a ser contagiosa o porque sean clientes permanentemente fallidos para el mercado, sino sencillamente porque están ahí, porque sobreviven entre los residuos, resisten lo abominable… y continúan riendo.

Señales en el laberinto Cierto día un monje, en su deambular por uno de los poblados a donde acudía de cuando en cuando a pedir limosna para su sustento, vio brillar intensamente un objeto y se agachó a recogerlo. Se trataba de una enorme gema de valor incalculable. La contempló unos instantes y la guardó en su bolsa. Cuando se disponía a abandonar la aldea para volver a su retiro en el bosque se cruzó con otro monje que llegaba al poblado con su misma intención. Tras saludarse, éste se detuvo y le preguntó al primero si había tenido suerte; a lo que éste le respondió que los lugareños eran muy generosos y que podía compartir con él las monedas que le habían dado, aligerándolo así de la carga de tener que mendigar ese día. Al vaciar su bolsa apareció entre las monedas la piedra preciosa y el segundo monje se quedó atónito.

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–¿Cómo conseguiste eso?– le preguntó ansioso. –La encontré a pocos metros de aquí– respondió el primero. Inmediatamente el otro le pidió que se la diera; le dijo que esa misma mañana había decidido abandonar la vida contemplativa y que necesitaba esa joya para tener una vida mundana confortable, mientras que a él no le serviría de nada. El primer monje, sin dudar ni un instante, se la entregó y siguió su camino. Al cabo de un año ambos hombres volvieron a encontrarse, pero ahora el segundo monje ya no vestía hábitos e iba rodeado de sirvientes. Éste se acercó al asceta y le dijo que llevaba largo tiempo buscándolo. –¿Y para qué me buscas?– preguntó el monje –Porque quiero que me enseñes el tesoro que guardas– respondió el otro–¿Acaso piensas que la gema que te di forma parte de un tesoro mayor?– preguntó extrañado el monje. –No, sé que no es así –fue la respuesta–, lo que quiero es que me muestres «eso» que te hizo darme la joya. Cuento budista

Si hay algo que parece decirnos callada pero insistentemente por dónde habría que empezar a buscar aquellas contingencias capaces de hacernos dignos de la felicidad es la noción de desapego. Todo lo que sea poder administrar nuestros deseos sin dejarnos arrastrar por el mayor o menor brillo de los objetos que reclaman nuestra atención ya tranquiliza el ánimo y nos hace sentirnos dueños de nuestro destino ¿Es el desapego la clave de la felicidad? Desde Buda lo es para buena parte de la humanidad, aunque someterse a sus exigencias haya estado siempre al alcance de muy pocos. Sin entrar a analizar el significado y la validez que pueda tener ese apremio por doblegar el «yo» que encontramos en toda doctrina basada en la renuncia, hay que reconocer que la propuesta que hace el desapego seduce de inmediato; entra en sintonía con la voz queda, pero siempre audible, de la razón. El apego, por el contrario, como estado compulsivo de vinculación emocional a algo, desentona estridentemente con el imperativo de libertad al que obliga aquélla. El apego es la forma visible del fanatismo posesivo que se ha desatado entre la gente como respuesta al vacío moral que ha impuesto la mercantilización absoluta de todo. El apego no siempre es dañino; el apego a la vida es un imperativo biológico y el apego a unos principios es la base de la honestidad, pero apegarse a las posesiones materiales o a los deseos de obtenerlas es la forma de esclavitud más ruin a la que puede encadenarse el espíritu humano. No merecería la pena desperdiciar ni un minuto más en desgranar una verdad tan obvia si no fuera porque la falsa felicidad, a la que tanto han temido los sabios de todas las épocas, suele venir travestida de una especie de secreta habilidad para disfrutar de la riqueza y el lujo sin apegarse a ellos. En el epicureismo cutre (popularmente llamado sibaritismo) encuentran los obsesos de la acumulación la mejor excusa para seguir persiguiendo placeres cada vez más costosos, con la esperanza de que, dosificándolos sabiamente, antes o después aparecerá el «punto». ¡Y cuánto han contribuido los teóricos del nihilismo dionisiaco, legión en los últimos tiempos, a afianzar esa idea en las mentes más ávidas del planeta! No paran de recordarles que vivir, en su significado más glorioso, es hacer exactamente eso que ellos están haciendo. Acaso nunca fueron las clases adineradas demasiado sensibles a las amonestaciones y reproches de los filósofos, pero es que ahora no paran de escuchar desde todos los rincones de la cultura que son la cima del mundo, el pináculo del destino humano; que personifican el apogeo de todos los anhelos e incluso que encarnan al mismísimo superhombre nietzscheano. Pero ya hubiera mil coros en cada ciudad del mundo cantando sus alabanzas y un millón de doctos sabelotodo heroificando su carácter, que no harían cambiar en un solo átomo la realidad de las cosas. La riqueza condena a la miseria y, por lo general, la pena es de cadena perpetua. Triste fatalidad que no sólo condene a la miseria humana de quien está apegado a ella, sino también a la miseria material de muchos millones de seres, desposeídos de hasta lo más básico, para mayor gloria de tan insignes esclavos. 93


Hay multitud de argumentos, imposibles de exponer aquí, para explicar esa esclavitud consentida, y en muchos casos ansiada, a la que se someten innumerables individuos. Lo que se presenta con una meridiana transparencia para la razón es que el apego al éxito y a los placeres mundanos, ya sea en la forma de desear lo que no se tiene como en la de amarrar lo que se tiene, es una de las mayores fuentes de infelicidad para el ser humano. El apego es una condición de dependencia que, sencillamente, hace sufrir al hombre. Eso no significa ni mucho menos que la mente, por claro que lo vea, sea capaz de sobreponerse a ello. Las evidencias de la razón, por más que nos duela reconocerlo, raras veces son suficientes para modificar la conducta; pero sí que bastan y sobran para enturbiar el buen vivir, incluso para hacerlo insoportable. La felicidad, nos dice Bauman, es “el suelo en el cual las semillas de la humanidad común se siembran, germinan y florecen”. Ser feliz es construirse como ser humano, disfrutar al máximo de la humanidad que nos ha sido dada; es reconocerse en el «otro» y sentir cómo el «otro» se reconoce en ti. El entusiasmo que proporciona lo humano, exento de la necesidad que impone el imperativo natural y de toda evaluación útil de los seres y de las cosas, está más próximo a la auténtica felicidad que todos los placeres que puedan dársele a los sentidos, mucho más que cualquier borrachera de poder o que la vanagloria del éxito social. Por aquí habría que continuar la búsqueda. En una sociedad en la que nadie puede ser reconocido por los demás, cada individuo termina siendo incapaz de reconocerse a sí mismo; y ahí es donde empieza a hacerse añicos la propia identidad. Desde el punto de vista social sólo hay un proyecto que merezca verdaderamente la pena, el proyecto de una humanidad compartida. Y lo humano sólo se alcanza a través de los demás. Los individuos no necesitan a nadie para ser individuos, pero las personas sólo lo son en comunión con otras personas. Por más que pese a los devotos del individualismo feroz, lo humano sólo pueden dárselo los demás; esos a quienes sólo reconocen como objetos instrumentales de sus ambiciones. Se puede pretender estar libre de tales imperativos renegando de lo humano, diciendo que no nos concierne o que no nos hace falta; que nuestros intereses van por otro sitio y que preferimos placeres más tangibles y directos; que nos es más que suficiente una mesa bien servida, abundantes concubinas y la cabeza del enemigo servida en bandeja de plata; pero nadie goza de ese poder, nadie puede abolir su naturaleza; ni siquiera Dios, que todo lo puede, excepto hacerse Diablo. Hay un caso citado por numerosos sociólogos (Wilkinson, Sennet, Verdú, Wolf…) que sirve como inmejorable ejemplo de que el dinero no sólo no trae la felicidad, sino que más bien la arranca de la comunidad. Puesto en relación con la hermosa metáfora de Bauman, parece como si el dinero actuara de calamitosa riada que se lleva por delante esa tierra donde brotan las semillas de la humanidad común, dejando a su paso roca desnuda donde nada germina. El caso es el de la localidad de Roseto, una ciudad del Estado de Pensilvania, en los EEUU, fundada a finales del siglo XIX por inmigrantes italianos. A mediados de la década de los 50 del pasado siglo los médicos descubrieron que en dicha ciudad la tasa de fallecimientos por ataque cardiaco era un 50% inferior a la media del Estado, dando ello lugar a numerosos estudios epidemiológicos, nutricionales y genealógicos para intentar descubrir la causa de tan sorprendente hallazgo, sin que ninguno de ellos concluyera nada definitivo. A partir de los años 70 el sueño americano penetra con fuerza en la comunidad firmemente cohesionada de Roseto y numerosos jóvenes emigran en busca de mejores oportunidades. Cuando la mayoría de ellos regresan al cabo de diez o quince años muchos lo hacen como millonarios o gente acomodada. Se empiezan a construir lujosas casas en las afueras, se vallan las parcelas, vehículos ostentosos circulan por las calles, las relaciones estrechas se rompen a pesar

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de que casi todos tienen vínculos de parentesco… Un nuevo estudio a mediados de los 90 sobre las enfermedades coronarias en la ciudad revela que éstas tienen exactamente la misma tasa de incidencia que en el resto del Estado. En 1998 Stewart Wolf concluye que el secreto de Roseto radicaba en su vida social: conocimiento personal, apoyo mutuo, participación en la vida de la comunidad, relaciones desinteresadas, etc. El dinero tiene un poder de corrupción ilimitado: enfrenta a las familias, rompe los lazos más indisolubles, hace añicos la honradez, está detrás de los crímenes más odiosos, corroe el espíritu… y ¡qué poquito ofrece a cambio! ¿Caprichos materiales?, ¿seguridad?, ¿distinción?, ¿poder?... Entre todos ellos no juntan ni una fracción del valor que tiene para un ser humano una mano tendida. El caso de Roseto, que también pone de manifiesto cómo las desigualdades económicas generan malestar psíquico (y no sólo entre los que salen perdiendo en el reparto), es sobre todo una muestra de algo que todos intuitivamente sabemos: el desafecto humano es la puerta por donde con más facilidad penetra la tristeza. Los experimentos que en Psicología se conocen como de deprivación afectiva no dejan lugar a la más mínima duda: el bienestar personal decrece con la pérdida de vínculos afectivos, del mismo modo que la insatisfacción –en forma de stress emocional– está en relación directa con la instrumentalización de las relaciones humanas. Y eso es así hasta el punto de generarse no sólo malestar psíquico, sino también enfermedades orgánicas, como se puso de manifiesto en la ciudad de Pensilvania. No es una mera intuición o un simple tópico la idea de que el dinero, más allá del necesario para vivir dignamente, es superfluo e irrelevante. Es una experiencia demasiado cotidiana, demasiado común como para convertirla en anecdótica. Ocurre una y otra vez. Parece una maldición a la que nadie pudiera escapar. Y hay, por añadidura, cuantiosos estudios sociales, psicológicos y antropológicos que lo vienen confirmando desde hace muchos años. Es notable cómo las encuestas sobre bienestar humano que indagan estados de ánimo y no se limitan a meros índices de prosperidad material suelen colocar a la cabeza del ranking de la felicidad a países con rentas bajas o muy bajas, mientras a la cola se encuentran casi sin excepción las naciones más ricas. Encuestas, por cierto, que son plenamente coherentes con la distribución epidemiológica del suicidio, la depresión, la violencia o el consumo de drogas9. Lástima que esto se presente siempre como una paradoja curiosa y no dé lugar a análisis más profundos sobre una contradicción tan flagrante entre la noción oficial de felicidad y lo que de verdad está sucediendo. Posiblemente sea el desconocimiento de nosotros mismos y, lo que es peor, la resistencia a conocernos, lo que ande detrás de toda la sinrazón social. Una sinrazón a la que los líderes mundiales se enfrentan con grandes proyectos de transformación económica y política, como quien intenta cazar moscas a cañonazos. Decía Lacan que el amor es dar aquello que no se tiene, es decir, aquello que se es. Por eso el amor nunca aumenta con la abundancia material. Sin embargo, sí que es normal que ésta llegue de la mano de todo lo que contradice al amor: individualismo, competitividad, egoísmo, frialdad... Allí donde el amor es desterrado también es aniquilado el proyecto ético de felicidad. Por supuesto, no es de amor pasional de lo que aquí se habla, sino de ese invento sublime de la Naturaleza que ha sido el amor humano. Éste es sinónimo de generosidad del ser, y se realiza en un encuentro desinteresado con los demás; un encuentro del que nada se espera, como no sea una franca sonrisa. Puede 9

No resulta nada extraño que, según proyecciones de la Organización Mundial de la Salud, se prevea que la depresión sea para el año 2020 la enfermedad con mayor incidencia entre la población mundial. Un dato sobrecogedor si tenemos en cuenta que el 80% de los casos de depresión se dan en los países desarrollados, cuyos habitantes sólo suponen un 20% del total. Es el precio que se paga por estar viviendo en contra de nuestro verdadero ser.

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sonar a púlpito de iglesia, pero no hay mayor felicidad que la que nace de hacer felices a los demás. Y esto sí que es difícil de explicar con psicologismos o principios antropológicos. Sencillamente sucede. Es simple, es inmediato, está al alcance de cualquiera, puede llenar cada día de innumerables momentos de goce, pero… casi nadie lo hace; casi nunca lo hacemos. Darse no es nada más –y nada menos– que mostrar a los demás nuestro lado humano ¿Qué puede hacerlo tan poco frecuente? ¿Qué nos lleva a desperdiciar por cientos, por miles, las mejores oportunidades que tenemos para disfrutar de la vida? No hace falta decir que el mundo que estamos construyendo es cada vez más refractario a la voluntad de darse, o sea, a la voluntad de mostrar lo que se es. Todo a nuestro alrededor invita a enseñar lo que tenemos y ocultar lo que somos. Nadie debe pretender ser algo distinto de un consumidor ejemplar deseoso de experimentar nuevas sensaciones y provocar envidia en los demás; ese es el ser oficialmente reconocido. Pero nuestra «conciencia de ser» nunca puede ser engañada hasta sus últimas consecuencias. Los rescoldos de la hoguera que aviva el soplo de la razón no pueden ser completamente extinguidos. Lamentablemente, aunque íntimamente lo sepamos, una vez más nos paralizan el miedo y la falta de fe en nosotros mismos. Si queremos darle una oportunidad a nuestro lado humano no sólo tendremos que vencer la resistencia interior, sino también ese miedo a la diferencia, la exclusión y el ridículo. No es de poca importancia esta enésima contradicción del sistema: se pide al hombre eficaz y productivo una inquebrantable confianza en sí mismo mientras se le niega toda opción de ser él mismo. El significado que para la sabiduría oriental tiene el desapego como vía de encuentro con la felicidad lo tiene en Occidente eso que los filósofos llaman «contemplación racional». Desde Grecia hasta Kant ese ha sido el hilo conductor de toda reflexión autorizada sobre el buen vivir. Luego llegarían, con Schopenhauer y Nietzsche, las filosofías de la voluntad, que abjuraron, en cierto sentido, de esa larga tradición; pero el conocimiento, en el sentido de sacarle todo el partido posible a una conciencia inteligente, no ha abandonado nunca su lugar central en la ética occidental. Al menos hasta ahora, porque parece que ese imperativo de una existencia plena a través de la razón también ha sido puesto en tela de juicio por las corrientes posmodernas. Todas ellas se reclaman herederas del vitalismo deslumbrante y desvergonzado de Nietzsche. Claro que eso no es decir mucho en su favor, puesto que la ideología nazi y un sinfín de interpretaciones de la realidad, las más de las veces contradictorias entre sí, también hacen del creador del Zaratustra el primer exponente de sus doctrinas. En todo caso, lo que sí parece claro es que la inscripción del templo de Delfos «conócete a ti mismo» que inspiró a Sócrates y, a través de él, a todo el pensamiento occidental, está ya tan desterrada del discurso filosófico que aludir a ella con pretensiones fundadoras provoca poco más que indulgencia piadosa entre los profesionales de las ideas. Pero en los asuntos del «ser», como ya se ha dicho, lo que opinen todos los expertos del mundo no cambia un ápice la realidad de las cosas. De lo que se nos habla es de una verdad que todos atesoramos pero que nadie posee. Hay actos y experiencias que acrecientan el grado de conciencia y otros que lo disminuyen. ¿Hace falta un recetario? ¿Es necesaria una lista? ¿Es que no los conocemos todos? ¿Acaso no estamos vivos para saberlo? ¿O es que, ciertamente, no estamos vivos? El abandono es una forma de abreviar el tiempo, una búsqueda apresurada del fin, un ansia de morir. Abandonarse es renegar del conocimiento, ponerse orejeras para no salirse del camino trazado y comulgar con las certezas oficiales; es querer por decreto, emocionarse al son de la mayoría y someterse a la autoridad del gusto social. En una palabra, aborregarse. Dejamos de sentir el peso de la vida. ¿Cómo habríamos de sentirlo

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si ya no está con nosotros? Si se quiere renunciar sin dolor a la contemplación consciente del propio ser y de las cosas sólo hay un camino: la muerte. O, en su defecto, el coma existencial. Este último es lo que la sociedad de consumo nos ofrece como única salida a la deserción; y el soma10 con el que administramos nuestra inconsciencia nos lo da el dinero; a más tengamos, más muerte podremos comprar, o más negra y solitaria será la que compremos. El autoconocimiento es la vía para llegar al autogobierno, y sin éste no es posible el encuentro pacífico con uno mismo. ¿Se puede acaso alcanzar la alegría mientras retumban en tu interior los ecos de una guerra sin cuartel? No pocas patologías del espíritu vienen de la mano de ese conflicto nunca resuelto. Y tal vez sea esta la causa por la que es tan fácil adoctrinar a los seres humanos. Éstos están dispuestos a aceptar cualquier cosa antes que tener que enfrentarse consigo mismos. Pero… ¿quién dijo nunca que sería fácil? *** Con este breve recorrido por algunas de las claves de la felicidad no he pretendido establecer los fundamentos morales de la buena vida ni ofrecer un mapa bien señalizado con el que poderse guiar en la búsqueda de tan anhelado tesoro. Para eso ya están los concienzudos tratados de los filósofos y las tradiciones místicas y religiosas –sin olvidar los manuales y guías al uso que atiborran los escaparates de las librerías y los quioscos de prensa–. Mi objetivo, mucho más modesto, ha sido el de mostrar, apelando a la experiencia íntima de cada cual más que a leyes axiológicas o pruebas objetivas – por otro lado imposibles de aportar en este terreno–, que la felicidad es tan ajena a lo material que resulta ridículo comprobar cómo el mundo se empeña en organizarse para que en él sólo aumenten la producción de bienes materiales y el derecho individual de cada uno a acaparar todos los posibles. ¿Para qué? Por más que queramos convencernos de lo contrario, una vez asegurada una supervivencia digna, el dinero sólo parece ser capaz de enturbiar lo mejor de la vida, alentar la codicia, producir desigualdades y esquilmar el planeta. Lo cual no quiere decir que haya que ignorar el poder del dinero; puesto que si bien llenarse los bolsillos no proporciona ni un gramo de felicidad, vaciárselos a los demás sí que aumenta su dolor y su frustración. Por eso no basta sólo con despreciarlo, sino que también hace falta vigilarlo; velar para que no sea usado como factor de violencia. Lo único que de verdad trae el mayor bienestar para el mayor número es la posibilidad de vivir en una comunidad acogedora, donde se fomenten los lugares de encuentro, se reconozcan la generosidad y la honestidad como los valores más preciados, se impulse el espíritu de colaboración y se considere innegociable (defendiéndolo hasta la muerte si es preciso) todo aquello capaz de tejer lazos de afecto entre las personas. ¿Que quien se encargaría de producir en una comunidad así? Partiendo de que llenar el mundo de objetos superfluos es radicalmente absurdo y de que lo producido se ajustaría a las necesidades humanas y no éstas a lo que se produzca, no sólo nos bastaría con mucho menos, sino que se trataría de algo que podría hacer cualquiera. No hay nada más fácil en una sociedad con el grado de desarrollo científico y tecnológico con el que contamos. Tómense en cuenta esas posibilidades técnicas, sustitúyase el principio de competitividad por el de cooperación, sustitúyase también el afán de lucro individual por el deseo de progreso común y las expectativas de la comunidad humana carecerían 10 Con este término nombra Aldous Huxley en su clásico de ficción social Un Mundo Feliz a la pastilla que era administrada regularmente a los miembros de su infierno futurista para que estuvieran permanentemente sumidos en un estado de placer artificial y olvido de sí mismos.

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de límites. Hay mil formas de hacerlo, mil maneras de organizarlo. Abandonemos ya el mito del emprendedor solitario que movido por el egoísmo y las ansias de destacar sobre los demás termina salvándonos a todos. Se puede con él y sin él, pero quien está arriba sólo quiere que se le tenga por insustituible. Hay muchos economistas que vienen proponiendo desde hace años otros métodos, tan eficaces como los de ahora, pero mucho más humanos, más racionales y más justos. Y si no, sólo hay que inventarlos. Ahora se tienen los medios y el saber suficientes. ¿Se imaginan toda esa capacidad y empeño que se dedican ahora a crear necesidades superfluas entre la gente, enfocadas a idear nuevos sistemas productivos, ajustarlos a nuestras necesidades reales y ponerlos al servicio de toda la sociedad? ¿Para qué se nos dio la inteligencia y la creatividad, para hacerlo todo como lo haría una tribu de babuinos, para organizarnos sometiéndonos a los mecanismos de identidad y dominio que rigen hasta en las criaturas más primitivas? Para creer en esto no hace falta ser un iluso, sino ilusionarse; no hace falta esperar un milagro, sino tener esperanza; no hace falta querer lo imposible, sino tomarlo a manos llenas; porque está ahí, tan real como lo que ahora tenemos, pero interesadamente oculto, deliberadamente ignorado o tenido por inalcanzable.

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Anatomía de la bestia

LUCIFER BURLADO (Pieza en un solo acto)

Encuentro entre Lucifer y su lugarteniente Melkifo en algún lugar de la Tierra (un vertedero, una central nuclear, una ciudad recién bombardeada…) LUCIFER –¿Dónde estás Melkifo? ¿Cómo osas hacerme esperar? ¿Acaso has olvidado que mi tiempo no es ya oro, sino diamante puro? ¡Hazte presente, mentecato! MELKIFO (apareciendo de una nube de humo) –Aquí estoy, mi Amo. Perdonad mi retraso, pero es que mi reloj atómico ha sufrido algunas perturbaciones a causa de la contaminación de este hediondo planeta. LUCIFER –¿Hediondo has dicho? –(respira profundamente)– ¡Qué delicia! Ya decía yo que me empezaba a sentir como en casa. Eso es lo único bueno que puede encontrársele a este mundo olvidado. ¿Sabes cuanto he tenido que desviarme de mi ruta para hacer la ronda por estos confines de la galaxia? ¿Cómo se le ocurriría a Ese –(mirando al cielo)– colocar vida racional en este rincón del Universo? ¡Seguro que sólo lo hizo para fastidiarme! MELKIFO –¡Cuánta razón tenéis, Amo!, pero el verdaderamente fastidiado soy yo, que me ha tocado montar la guardia tan lejos de mi querido hogar. LUCIFER –Bueno, bueno, menos lloriqueos y dame el parte rápidamente. Tengo que partir de inmediato; asuntos de más enjundia me aguardan. Veamos… ¿Índice de competitividad? MELKIFO –Nueve con nueve sobre diez. LUCIFER –¡Magnífico! ¿Proporción riqueza / pobreza? MELKIFO –15 / 85. El 15% más rico posee el 85% de todos los recursos. 350 personas acumulan casi la mitad de la riqueza total. Cada día mueren cerca de 200.000 pobres en el más completo abandono. LUCIFER –Bien, eso no está mal, aunque es mejorable. Recuerda que la media cósmica está en 8 / 92, y que ya hay acumuladores por ahí que poseen planetas enteros… (suspira) –¡Ah, criaturas deliciosas esos multimillonarios! Les tengo reservado un lugar de privilegio en las estancias más ardientes de mi Casa… en fin, ¿deterioro del hábitat? MELKIFO (exultante) –Ahí seguro que no hay quien nos gane. La Tierra quedará completamente inhabitable en menos de 100 años. No van a sobrevivir ni los escarabajos. LUCIFER (enrojeciendo de ira) –¡Maldito incompetente! Pero, ¿quién te ha enseñado a ti a ser diablo? MELKIFO (por lo bajo) –Vos, Señor LUCIFER –¡Inútil! ¡Chupacirios! ¡Bombero! ¿Cuándo he dicho yo que la destrucción de mundos sea más importante que el servicio a mi causa? ¿Acaso

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no es este un planeta aislado cuyos habitantes están condenados a no salir nunca de su pequeño rincón del Universo? MELKIFO –Así es, mi Amo. LUCIFER –Entonces ¿cómo habrán de servirme si desaparecen? ¿No te das cuenta de que no tienen posibilidad alguna de extender su maldad más allá de los confines de su insignificante mundo? MELKIFO –Bueno, yo no había pensado en eso, Señor… LUCIFER –¡Claro que no lo habías pensado! Aquí todo lo tengo que pensar yo. ¡Menuda corte de soplahogueras me traje al exilio! El destino de estos mezquinos seres es sobrevivir todo el tiempo posible sirviéndome sus pecados en copas de oro. ¡Que se maten entre ellos, que se odien y se desprecien, que roben y esclavicen; pero que no se extingan! MELKIFO (tras una larga pausa en la que sólo se oyen los resoplidos de su Amo) –Si me permitís una pequeña observación, Señor... LUCIFER –¿Aun te atreves a decir algo? ¿Todavía te quedan ganas de hablar?... ¡Está bien, di lo que sea, pero que sea rápido! No estoy dispuesto a perder ni un minuto más en este lugar. MELKIFO –Bien Señor, es muy cierto que un miserable mundo aislado, condenado a la soledad cósmica, sólo puede seguir sirviéndoos si no se autodestruye; pero he aquí que la cosa se complica, puesto que la única posibilidad que tienen estas ínfimas criaturas de sobrevivir es, precisamente, dejando de serviros. LUCIFER (más encendido ahora que nunca) –¿Cómo? ¿Qué estás diciendo? ¡Explícate de inmediato! ¡Y procura no decir ninguna tontería! MELKIFO –Es bien sencillo, mi Amo. Como Vos siempre habéis dicho y nos tenéis bien enseñado, la vanidad es vuestro pecado preferido; es el Pecado con mayúscula; la madre de todos los pecados. “Si alguna vez os forzaran – nos dijisteis un día– a renunciar a vuestro poder sobre algún pecado de los hombres, jamás renunciéis a la vanidad; entregad todos los demás si es preciso, pero nunca la vanidad”. LUCIFER –Bueno, bueno, veo que te lo tienes bien aprendido, pero ahora abrevia. MELKIFO –Pues veréis, Señor; la vanidad, ya lo sabemos, es la savia que nutre todos los males de la humanidad; pero también se nutre a sí misma en un círculo vicioso que no tiene fin. Es un pozo sin fondo que el hombre nunca puede llenar. ¿No es acaso por eso por lo que la vanidad humana sirve tan bien a vuestra gloria? Si no fuera por la vanidad... LUCIFER (interrumpiéndolo bruscamente) –No me atosigues con lo que ya sé. ¿Pretendes dictarme una lección de metafísica de la maldad a Mí? ¿A dónde quieres ir a parar? MELKIFO –Disculpadme, Amo; intentaré ir al grano. Una vanidad infinita no sólo alimenta infinitamente la ambición humana, sino que es el veneno que hace que esos pobres mortales se crean dioses. Siempre habéis dicho que eso os divierte tanto como enoja a nuestro Enemigo. Ningún dios es temeroso de Dios y eso nos llena de gozo, pero… ¿qué dios temería el fin del mundo? LUCIFER –¡No sigas! ¡Es suficiente!… (se hace un silencio sepulcral mientras Lucifer se muestra derrotado) –Ahora veo su burla con toda nitidez. Ahora sé por qué hizo brotar conciencia racional en este apartado mundo. ¿Cómo no fui capaz de sospechar sus intenciones?... Él hizo juramento de no intervenir hasta el final de los tiempos; pero, a cambio, yo juré que nunca traicionaría mi naturaleza, que nunca rechazaría ningún pecado de los hombres. Y ese juramento ni siquiera yo lo puedo romper. El destino de estas criaturas es dejar de adorarme o desaparecer. Si ocurre lo primero habrá triunfado; si es lo segundo lo que sucede se habrá reído de Mí… (alza la vista) – Esta partida la has ganado, pero ¡por todos los fuegos del Averno que no será la última!

Está dicho hasta la saciedad: es necesario un mayor conocimiento del hombre acerca de sí mismo si se quiere conseguir una mejora de la humanidad. Y si ésta no mejora, la

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tentativa humana –rarísimo propósito de una naturaleza poco dada a lo descabellado– no habrá sido más que un fugaz segundo en el devenir de la vida. La especie sapiens sólo sería una especie más, sin porvenir ni destino, como tantas otras que ya se fueron y como tantas otras que están aún por llegar. No cabe ni mucho menos hacer aquí un estudio de la naturaleza humana por modesto que fuera. Se trata de un tema inagotable, incapaz de ser confinado en los tratados más voluminosos, cuanto menos en un humilde ensayo que sólo pretende descifrar algunas claves de la realidad sin otro fin que buscarle algún flanco débil a la superestructura ideológica que la sustenta. Mi punto de partida es el de considerar que hay una presencia íntima de lo real, una configuración del mundo a nivel intrapsíquico, que determina cómo éste se manifiesta en el plano exterior. Y que esa íntima percepción del mundo es lo que de verdad está siendo modelado consciente o inconscientemente por el sistema imperante de ideas. El mundo que nos es dado conocer no emana de sus propias leyes, sino de cómo se nos hace que lo veamos. En este sentido, la globalización no iría de fuera hacia adentro, sino en el sentido contrario. Primero son globalizados nuestros sueños y nuestras esperanzas y, a partir de ahí, la realidad exterior se va globalizando sola. Defender nuestro primario e íntimo nivel de conciencia es la tarea de toda persona prendida de la verdad y prendada de la libertad; gestionar autónomamente la propia realidad es el primer paso para transformar la realidad exterior. Y el fundamento ineludible de todo ello está en alcanzar un mejor conocimiento de nosotros mismos. Aproximarse a la naturaleza humana con el fin de explicar algunas cosas, fundamentar determinadas afirmaciones y proponer una línea de acción no pretende ser nada más que eso, por lo que necesariamente se ha de tratar de una tentativa parcial y probablemente torpe; pero no encuentro otra manera de justificar y aclarar todo lo que aquí se está intentando decir sin pasar, aunque sólo sea de puntillas, por la filosofía, la psicología, la antropología, la ética y, si se me apura, hasta la metafísica. Cuando nos movemos por el incierto terreno de las intuiciones para dar cuenta de atributos humanos paradójicos o ilógicos, pero aun así aparentemente universales, lo que buscamos, más que una explicación razonable, es una solución elegante a una ecuación de una sola incógnita, pero sin argumentos conocidos con los que plantearla y, menos aún, resolverla. La frenética actividad humana en pos de un todavía más que nadie sabe a dónde conduce es una de esas ecuaciones y, tal vez debido al crucial momento en el que nos encontramos, la de más urgente resolución. Puede que algún día se conozcan los argumentos capaces de resolver objetivamente ese enigma mediante el descubrimiento, por ejemplo, de la mutación genética capaz de alterar hasta tal punto las leyes de la vida como para inscribir en el genoma humano ese no poder parar que nos puede llevar a una autodestrucción voluntaria y consentida; algo tan ajeno al programa evolutivo como la libertad o la sed de trascendencia. Pero en tanto ese descubrimiento no tenga lugar, y algo me dice que no llegará a tenerlo, a lo único que podemos aspirar es a encontrar (intuitivamente, desde luego) la explicación que mejor prenda en la experiencia íntima de cada cual.

La soledad como marca

No le encuentro mejor motivo a la enorme vastedad del Cosmos que el de servir de contrapeso a la infinita arrogancia humana. Quien mirando al cielo en una noche clara no es capaz de sobrecogerse ante su propia insignificancia, es que está irremediablemente perdido. Pero el hombre hace mucho tiempo que dejó de mirar a las estrellas. 102


Ahora sólo tiene ojos para lo que puede agarrar con las manos y hacerlo suyo. Algún día, si su ciencia llega a permitírselo, volverá de nuevo la vista a las estrellas, pero para intentar tomarlas en su poder. El ser humano tiene capacidad para quererlo todo. Esa insignificante pavesa que escapa de la hoguera del devenir para dejarse ver durante un efímero y conmovedor instante encierra toda la creación. No hay más mundo que el mundo de cada cual. El afuera sólo existe en el adentro. Cuando una conciencia se extingue todo un universo muere también. El mundo es algo que se nos debe, porque con nosotros se crea y con nosotros se destruye. ¿Qué hay, pues, de misterioso en que el hombre desee poseerlo todo? ¿Acaso no lo posee ya? ¿Es que no nace poseyéndolo? La conciencia reflexiva no nos fue dada a cambio de nada. Algo tuvimos que entregar como contrapartida. Lo primero que aquélla nos trajo fue la libertad; sin embargo, como ya se dijo, a cambio tuvimos que entregar la inocencia. La acción neutra y amoral dejó de ser posible en el momento mismo en el que pudimos elegir. Íbamos a tener acceso a algo que no estaba al alcance de ninguna otra forma de vida, pero también habríamos de padecer algo que ninguna otra especie padece: la responsabilidad sobre las propias acciones. Ser responsable es no poder eludir el veredicto de la razón. Podemos ser absueltos por todos los tribunales del mundo, incluso puede que seamos jaleados por la opinión pública o por los aduladores ebrios, pero si la sentencia de nuestra razón es condenatoria, habremos de cumplir la pena correspondiente. Con todo, el verdadero precio que tuvimos que pagar por la autoconciencia no fue tanto el peaje moral de la libertad como el hecho de quedar irremisiblemente atados a nuestro más poderoso estigma: el estigma de la soledad. Una soledad primigenia e insondable a cuyo imposible alivio nos vemos obligados a entregar casi toda nuestra fuerza vital. La conciencia es, en primer lugar y ante todo, conciencia de soledad1. El hombre sólo es experiencia interior, sólo siente por dentro, sólo vive por dentro; todo lo que sabe lo sabe desde dentro. ¿Cuál es el juego de la mente para salvar el abismo que se extiende entre el yo y todo lo demás? Para soldar esa fractura la mente incorpora lo exterior a lo interior. Hace de la representación del mundo y de nuestra propia representación una única realidad en la que nada existe si yo no existo; nada es antes de mí ni nada será después de mí. Eso es lo que nos hace dueños de todo y eso es lo que nos lleva a quererlo todo. Un ser hecho de soledad tiende al infinito, y sólo algo inagotable en sí mismo es capaz de impulsarlo. El hombre está poseído por una ambición infinita porque nace con la marca de la soledad. Mientras haya algo que escape a su dominio no habrá consumado su instinto más básico, no se habrá realizado su naturaleza en toda su plenitud, y algo seguirá abrasándole el alma. ¿Hay algo que pueda explicar mejor esa avidez casi agónica que vemos en los acumuladores de riqueza y en la competencia por el poder? ¿Por qué tanta gente sigue presa de la ambición y del stress a pesar de acumular riquezas que no podría gastar a lo largo de varias vidas? ¿Por qué casi nadie se para a disfrutar de lo 1

A muchos les resultará chocante esta afirmación. No en vano, la cultura contemporánea ha asumido sin resquicios que la conciencia de muerte es el sello más inequívoco de la condición humana y que cuanto hacemos no tiene otro objeto que el de olvidar, ignorar o conjurar el miedo a la muerte. No seré yo quien niegue el arraigo de ese íntimo e ineludible «morir tenemos» en la estructura cognitiva del hombre, pero no creo que constituya el contenido más esencial de nuestra conciencia. Ya dije que en relación con determinados atributos humanos sólo hay lugar para las intuiciones; y éstas, al contrario que las razones, sólo pueden seducirnos, pero jamás convencernos. Por mi parte, yo no me he topado aún con el angustioso abismo de la nada eterna (puede que ande un tanto falto de hondura), pero sí que he percibido en numerosas ocasiones el inmenso vacío de la soledad. Excepto entre tal vez los ancianos y algunos neuróticos veo a mucha más gente huyendo de la soledad que acongojada ante la idea de la muerte. El propio suicidio, que rebate descarnadamente el supuestamente universal no-querer-morir, no deja de ser un último y desesperado grito para intentar comprobar, aunque sólo sea postreramente, si realmente no estamos solos, si hay alguien ahí capaz de reparar en nosotros.

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conseguido, por ejemplo, retirándose a vivir plácidamente a las orillas de un hermoso lago? Estamos ante un impulso que no se corresponde con nada que podamos encontrar en la naturaleza. En ésta todo tiende a una cierta quietud, a una especie de estado de espera que se extiende desde la satisfacción de una pulsión hasta la aparición de una nueva o la repetición de la anterior. Lo natural es el reposo homeostático, sólo interrumpido temporalmente por la satisfacción de necesidades. En el hombre sucede todo lo contrario, ya que lo que lo domina es una constante agitación sólo salpicada de esporádicas pausas para reponer las fuerzas que exige seguir en la briega. Pero la marca de la soledad no solamente está detrás de ese pozo sin fondo que es la ambición humana. El hombre lleva un interrogante por sombrero, es el animal que pregunta. Y es desde su íntima soledad desde donde cada uno es precipitado a la búsqueda de respuestas. No ¿quién?, ¿por qué? o ¿para qué? –esas son preguntas de segunda generación de las que es posible zafarse–… simplemente «¿QUÉ?». Una pregunta que encierra una angustia más remota, mucho más profunda y absolutamente ineludible. Ese interrogante es como un alzarse brusco de telón que dejara ver un único actor desnudo buscando desesperadamente entre el decorado algo que le alcance a descubrir que obra se representa. En el teatro de la existencia hay un único actor y un único espectador, y ambos la misma persona. La soledad, cuando te alcanza de lleno, es para decirte que nadie asistirá a tu representación y que tú no asistirás a la de nadie. Por eso la vida humana es una búsqueda desesperada de público, un intento de vender a toda costa entradas para nuestra obra teatral con la esperanza de que la mirada ajena le dé carta de existencia a nuestro exclusivo mundo y, a partir de ahí, empezar nosotros también a existir. La soledad básica es una moneda que tiene en una cara la ambición y en otra la vanidad. Nos hace dueños de todo pero también los seres más desvalidos de la creación. De ahí que lo queramos todo y a la vez deseemos ser queridos por todos. La ambición es el medio por el cual tratamos de transformar en poder real el poder virtual de nuestra mente. Pareciera que estamos obligados a dar carta de realidad a lo que no es más que una quimera metafísica. Ahora bien, nada ambicionaríamos si no creyéramos que conseguir más atraerá la mirada del «otro». Lo que buscamos, en última instancia, es atención ajena, ser alguien para alguien, existir, en una palabra. Por eso es la vanidad el rasgo más definitorio de la condición humana y por eso anda detrás de todos y cada uno de los peores desatinos de nuestra especie. De lo dicho podría deducirse que estamos ante un instinto ingobernable. ¿No hay otro modo de mitigar el peso de la soledad que intentar convertirnos en dioses? Parece claro que si todos persiguiéramos eso con el ímpetu que proporciona una voluntad insaciable el mundo terminaría dividido en un pequeño grupo de vencedores de muchas batallas, pero sin posibilidad alguna de obtener la victoria definitiva; un gran número de combatientes que las han perdido casi todas, y por ello condenados a la frustración y el rencor; y grandes masas de guerreros fallidos que ni siquiera tuvieron la oportunidad de empuñar las armas, y por lo tanto definitivamente excluidos de (o aniquilados en) la contienda. Ese es, en apariencia, el mundo que tenemos hoy; aunque, afortunadamente, sólo en apariencia. Si la dinámica de acción fuera sólo ésa, aquí ya no habría nadie para contarlo. No se puede negar que la realidad parece ir configurándose cada vez más en esa dirección, pero hay que resistirse a creer que lo hace por un imperativo de nuestra naturaleza. Es eso precisamente lo que el grupúsculo de conquistadores invencibles desearía ver confirmado; y no tanto porque crean, como su corte de ideólogos aduladores, que la dinámica de lucha global hace crecer el botín o permite la realización plena del hombre, sino principalmente porque es la única manera que tienen de asegurarse que

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están en el camino correcto, que no están dilapidando imperdonablemente su vida. Sólo la confirmación sin resquicios de que todos buscan lo mismo que ellos –aunque la mayoría sin éxito– puede conferir algún sentido a sus vidas; tan cargadas por lo demás de vacuidad y hastío. Ir a la conquista de «todo» no sólo no es la forma más juiciosa de cumplir con nuestra naturaleza sino que se trata del peor de los desvaríos. No olvidemos que lo que estamos tratando de llenar es un vacío ilimitado. Correr por ese sendero es equivalente a quedarse quieto. Como en la banda de Moebius o en la rueda por la que corre en hámster, no hay punto de llegada; ningún lugar en el que te encuentres está más cerca de la meta que cualquier otro. Lo que aún queda por delante es tanto como lo que has dejado atrás. Sin embargo, la ansiedad y la codicia sí que se van haciendo cada vez mayores. El alma se va corrompiendo hasta llegar un momento en el que ya no hay marcha atrás. Quien se lanza en pos de «todo» no tiene posibilidad alguna de alcanzar su objetivo, pero en su intento sembrará el mundo de cadáveres. Pero volvamos la vista de nuevo hacia esa herida de nuestra conciencia que parece estar detrás de todo lo que nos mueve. Lo único que se nos presenta con claridad es que la autoconciencia necesita de alguna manera aliviar el peso de la soledad para no caer en el solipsismo y aun en la locura; y eso hace del reconocimiento del «otro» un imperativo existencial. Sólo reconociendo a los demás es posible reconocernos a nosotros mismos: si nadie hubiera ahí, ¿quién podría confirmar que yo estoy aquí? “Que los demás están en nosotros no es una vana inclinación sentimental, sino una condición básica. Es la mirada de los demás la que nos define y la que nos conforma. No somos capaces de comprender quienes somos sin la mirada y sin la respuesta de los demás. Incluso quien mata o quien viola pretende de quienes humilla el reconocimiento del miedo y de la sumisión.” (Umberto Eco)

El alma es capaz de dos movimientos antagónicos para aproximarse al «otro» y hacerlo partícipe de su mundo: un movimiento empático y generoso en el que se pone el mundo propio al servicio de los demás, comunicando experiencias y vivencias, tomando en cuenta la ajenidad y haciendo un esfuerzo por comprenderla; y el movimiento contrario, esto es, intentar arrebatarle a los demás su mundo para ponerlo a nuestro servicio, sin reconocimiento alguno de la mismidad ajena. En el primer caso la fuerza impulsora que nos lleva a buscar al «otro» es la fragilidad; en el segundo, la soberbia. El método para conseguir lo primero es el cuidado, algo sin lo que nada perduraría; lo que posibilita lo segundo, el atropello, algo que termina arrasándolo todo. Pensar la realidad humana en términos de competitividad y lucha por la existencia implica negar ese movimiento del alma que tiende al «otro» como necesidad básica para existir plenamente y no como un objeto más del decorado teatral en el que nuestra exclusiva obra se está representando. Si los demás sólo sirven para alimentar nuestro egocentrismo radical seguiremos solos de por vida; por más pegajosos que se vuelvan los amigos interesados y por más ojos que estén pendientes de nuestras hazañas. La manera de obtener atención ajena de forma empática es tan sencilla como estar dispuestos en primer lugar a prestarle atención al prójimo; interesarnos por lo que le ocupa y le preocupa. Hacer eso comporta una respuesta inmediata de reconocimiento que nos da lo que buscábamos: una confirmación verdadera de nuestra presencia en el mundo. Y lo hace sin que le arrebatemos a nadie su propio mundo. El premio se comparte; pero, curiosamente, compartir ese bien no lo hace más pequeño para cada uno, sino que lo agranda a los ojos de ambos. Si las experiencias de reconocimiento mutuo

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consiguen ser eficaces la herida de la soledad cicatriza de forma natural. Si no es así, intentaremos cerrarla con apósitos y ungüentos que lo único que consiguen es que escueza todavía más.

Pillados por sorpresa

No todos los rasgos aparentemente irracionales de la naturaleza humana son deudores de fuerzas tan misteriosas ni impulsos tan insondables. Hay muchos comportamientos y tendencias en el hombre que, aunque bien descritos y cartografíados por la ciencia moderna, precisamente debido a ese componente de irracionalidad que los caracteriza, no han querido ser aceptados por la cultura ni en su génesis ni en su explicación. Piénsese por ejemplo en la agresividad intraespecífica, cuya manifestación más sofisticada y brutal es la guerra; o en los nacionalismos intransigentes, el racismo y los genocidios étnicos; piénsese en la exclusión sistemática del prójimo y la indiferencia generalizada hacia su suerte; piénsese en el terrorismo suicida o en las incontables dependencias físicas y psíquicas que empujan al ser humano a mil formas de autodestrucción personal. Todos ellos, y otros tantos capaces de encadenarnos a una experiencia vital ciertamente indeseable, han encontrado en muchas modernas ramas de la ciencia explicaciones contrastadas y convincentes, pero sistemáticamente negadas por una especie que, a pesar de la evidencia en contra, se empeña en atribuirse un poder que va mucho más allá de lo que realmente puede. La cultura, que tan dada es a celebrar los logros científicos y artísticos, y no digamos ya los logros económicos de la sociedad, desde que las disciplinas genuinamente enfocadas al hombre empezaron a mediados del siglo XIX a arrojar luz empírica e incluso científica sobre la naturaleza humana, se ha resistido sistemáticamente a aceptar los resultados presentados por los estudios e investigaciones o, en el mejor de los casos, se ha dedicado a cribarlos y reinterpretarlos para ponerlos al servicio de tal o cual corriente de ideas. Podría decirse que la cultura se emborracha de lo que hace el hombre mientras no quiere saber nada de lo que es el hombre. El evolucionismo, la antropología social, el psicoanálisis, la teoría del aprendizaje y la etología son algunas de las disciplinas que, cuando más seguro se sentía el hombre moderno en su papel de hombre-dios, hacedor de la historia y dueño de su destino, lo pillaron por sorpresa para ponerlo delante de su propia realidad, rebajarle los humos y decirle, una vez más: «conócete a ti mismo»; o más bien, «conócete primero y ponte luego a esculpir el Universo». Permítanme llamar la atención, en primer lugar, sobre algo que hace ya un siglo que puso sobre el tapete la psicología del aprendizaje y que vino a corroborar milenios de sabiduría. Lo que tantas veces se ha dicho y lo que tantas veces nos dice nuestro catálogo de pequeñas verdades acerca de la futilidad de buscar la felicidad a través de experiencias mundanas o placeres corporales tiene, por añadidura, una base científica. Las simplicísimas leyes de la habituación y la generalización, corroboradas hasta la saciedad por la psicología experimental, incapacitan para el disfrute creciente de placer a través de la estimulación de los sentidos, las experiencias novedosas e incluso las vivencias de logro personal. Pudiera decirse que estamos programados para el hastío. La habituación va reduciendo a cero la experiencia reforzadora conforme se repiten los estímulos que provocaban la gratificación; y el aumento de la dosis es incapaz de compensar el proceso, ya que la ley de la tolerancia obliga a aumentar exponencialmente la estimulación para conseguir cuotas de placer que, de todos modos, siguen disminuyendo. «Más grande», «más espectacular» o «más abundante» sólo sirven para impresionar a quienes lo ven 106


desde fuera, pero dejan totalmente indiferente a quien está experimentándolo. La habituación también explica por qué renovar el vestuario, mudarnos a otra ciudad o cambiar de trabajo se vuelve rutinario casi de inmediato. Esto es algo tan evidente para la experiencia de todos que cabe preguntarse si era necesario perder el tiempo demostrándolo científicamente. Mas, ¿qué problema hay?, a placer muerto, placer puesto. Sólo basta con estar abiertos al cambio y poseer una saneada cuenta corriente que nos permita ir de un placer a otro, de una aventura a otra, de un ambiente social a otro. Cuantas más cosas probemos, más posibilidades hay de estar en permanente éxtasis. ¿No es esa la máxima reguladora de la sociedad de consumo? Lo es, sin duda, como también es la mayor falacia que anda detrás de la fiebre del oro. El dinero es tenido por el principal antídoto contra el aburrimiento, dada su capacidad para comprar estímulos. Pero aparece en escena la ley de la generalización, un componente de la capacidad sensitivo-perceptiva sin el que sería imposible organizar la realidad, y el poder de la novedad para devolvernos lo que la habituación nos había quitado también es echado por tierra. Este principio psicológico hace que sea la propia capacidad de sentir placer, independientemente del agente que nos estimule, lo que se vaya perdiendo. La habituación se va generalizando, por así decir, y son categorías completas de situaciones y experiencias las que van perdiendo la capacidad para estimular al sujeto. Ir repetidamente a comer a restaurantes hace que odiemos la acción de ir a comer a cualquier restaurante; hacer continuos viajes satura el deseo de viajar en sí mismo; adquirir constantemente lo último en ropa o en tecnología nos provoca una indiferencia cada vez mayor hacia la moda o los avances técnicos. No es necesario seguir dando ejemplos de algo tan común a la experiencia de todos. Lo importante es que la espiral del hastío va ensanchándose progresivamente hasta alcanzar prácticamente todas nuestras vivencias. El organismo se va volviendo insensible y opaco al bombardeo de novedades, y cualquier intento de revertir el proceso se vuelve inútil. No hay nada capaz de provocar aquel antiguo temblor, ya casi olvidado, que acompañaba a las experiencias novedosas. Evidentemente, cuanto más resuelta y febrilmente se entregue alguien a esa forma de vivir la vida, mucho antes dejará sin respuesta los resortes psicofisiológicos de la gratificación y el refuerzo. Al coma existencial de haber renunciado a lo genuinamente humano se une ahora el coma de los sentidos, absolutamente aletargados e incapaces de despertar ante nada. La situación (sobre todo para quienes disponen de medios bastantes para llevarla a sus extremos) se vuelve desesperante, por lo que no debe extrañarnos que intenten salir de ella adoptando alguna de las siguientes posturas –o un poco de cada una de ellas–: una huida hacia adelante buscando placeres inauditos o aventuras más intensas, la estimulación artificial a través de fármacos o drogas y el intento de comprar espiritualidad a cualquier precio. En todo caso, lo que nunca vemos es una verdadera toma de conciencia sobre el origen de la vacuidad. Al contrario, parece como si el hastío reafirmara más en su error a quienes lo padecen. Casi siempre se intenta superar acelerando el paso y buscando un todavía más que nunca cumple sus promesas. Pareciera que lo que se acaba de decir tuviera tintes de fatalidad existencial. Si en este valle de lágrimas hasta los efímeros momentos de felicidad que nos dan los estímulos mundanos van a terminar por no decirnos nada, a ver cómo se soporta la vida. Claro que esa no es más que una visión bastante miope de la cuestión. Las sensaciones corporales están para lo que están, para comunicarnos con el mundo exterior, canalizar el aprendizaje y también para proporcionarnos determinadas tasas de placer y de dolor. Las funciones puramente físicas para proporcionar placer son muy limitadas y, por su origen y desarrollo filogenéticos, plenamente adaptadas a situaciones ambientales concretas. Esto significa que el placer que se obtiene de ellas, además de burdo, localizado y primitivo, es difícil de renovar y más aún de incrementar. La naturaleza prohíbe la

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sobreestimulación, entre otras razones, porque tal cosa es perjudicial para la supervivencia del individuo y de la especie. Si se abotargan los sentidos la discriminación ante las señales amenazadoras del ambiente no es posible. No podemos querer estar atados a nuestra condición natural cuando nos favorece (asumiendo la lucha por la vida y la ley del más fuerte como algo que nos viene dado) y desembarazarnos de ella cuando no nos interesa. ¿Estamos abocados a no disfrutar de la vida más allá de un determinado límite impuesto de antemano por nuestra constitución biológica? ¿Toda experiencia o vivencia del hombre están sujetas a las leyes de la generalización y la habituación? ¡Desde luego que no! Como en todo lo demás sólo nuestra naturaleza animal se encuentra regida por ellas hasta en el más mínimo detalle. No hay límite para el goce que nace de la conciencia racional porque ésta tampoco tiene límite alguno. Podemos llegar hasta donde queramos a través de ella. Esa es la contrapartida amable de la soledad existencial con la que nos hace cargar nuestro lado humano. Jamás nos saturaremos de amor, ni de sonrisas amables, ni de palabras cálidas, ni del acto de dar, ni de la pasión por conocer, ni de la contemplación serena de las cosas, ni de soñar un futuro mejor. Los bienes del espíritu no sólo no cansan sino que son los únicos que aumentan con su derroche. Donde de verdad empieza el hombre deja de regir la naturaleza. Si esta hace algo bien es precisamente poner límites, acotar conductas y estandarizar apetitos. Su sabiduría consiste, precisamente, en lograr fines que están muy por encima de los intereses de los individuos. Estos nunca cuentan como tales. Por eso resulta tan grotesco ver cómo desde el púlpito de la libertad individual se nos reclama con ardor que aceptemos nuestra condición natural y nos sometamos a las leyes de la vida. Las leyes de la vida han de ser tomadas en cuenta, ¡qué duda cabe! No es otra cosa lo que sus estudiosos vienen reclamando de la clase política desde hace décadas. No nos podemos quedar con esa antropología hobbesiana («el hombre es un lobo para el hombre») que sólo conviene a las clases dominantes; ni con la demagógica negación de toda pauta innata de comportamiento que sólo sirve para generar políticas ilusas y frustrantes. La base genética de la agresividad humana está ampliamente constatada, pero no lo están menos los fundamentos biológicos del altruismo. Dice el antropólogo Marvin Harris, con singular perspicacia, que si la especie humana hubiera sido observada en cualquier momento desde que descendió de los árboles hasta el dominio de la agricultura, esto es, durante el 99% del tiempo que lleva medrando sobre la faz de la Tierra, nadie dudaría de que el principio rector de su comportamiento es la cooperación. El egoísmo puede ser un arma poderosa en el proceso evolutivo, pero más allá de determinado límite, cuando se va a alcanzar el nivel superior de la autoconciencia y el lenguaje, se convierte en una auténtica rémora. En tales circunstancias sólo el comportamiento solidario es capaz de asegurar la supervivencia de una especie que, precisamente para poder desarrollarse intelectualmente, ha perdido casi todos sus medios de defensa naturales. En un contexto humanizador el egoísmo, sencillamente, lleva a la extinción. Autores como Paul Gilbert han destacado cómo en la era paleolítica y, probablemente mucho antes, las presiones selectivas habrían fomentado la evolución de un impulso a rechazar aquellos comportamientos que dificultaban la cooperación grupal. El altruismo dominaba las relaciones sociales primitivas. Cuando alguien quería dominar, imponer su voluntad, aprovecharse del esfuerzo ajeno o apropiarse de lo común, sencillamente era ignorado y, en ocasiones, abandonado a su suerte. Como ha mostrado Harris –incluso en sociedades primitivas que aún sobreviven entre nosotros–, lo esencial era el acto de dar, que siempre se imponía a la lógica del mérito. Esto era así hasta el punto de que incluso los remolones a la hora de conseguir comida recibían su parte en el

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reparto. Si la lógica del mérito lograba abrirse paso, pronto los cazadores más fuertes y más hábiles se habrían quedado con la mejor parte de la pieza o con toda ella. Debieron ser muchos los grupos que ensayaron la lógica del mérito, dado que era mucho más coherente con la animalidad recién superada que con una norma incondicionada (generosa). Sencillamente, no sobrevivieron. Cualquier ventaja evolutiva (mayor inteligencia, posición erecta, visión binocular, lenguaje…) habría sido vana sin el impulso a cooperar. Resulta tentador pensar que algunos miles de años más como cazadores y recolectores hubieran erradicado del patrimonio genético de la humanidad la tendencia al egoísmo. La invención de la agricultura llegó tal vez demasiado pronto. Y lo hizo, entre otras cosas, para cambiar drásticamente las reglas del juego en el arte de la supervivencia. El sedentarismo y los excedentes alimentarios hicieron que el egoísmo, por entonces probablemente marginal, puesto que habría ido condenando a quienes nacían con él a una existencia breve y poco exitosa, se convirtiera súbitamente en el rasgo más valioso para adquirir poder y estatus en el nuevo escenario; esto es, en el rasgo que reportaba mayores ventajas reproductoras. El egoísmo, en la forma de falta de escrúpulos para maquinar cómo apropiarse de los bienes conseguidos por todos, empezó a proliferar de nuevo hasta recuperar su antigua prevalencia prehumana. El hombre-dios ya anidaba en nuestra especie; y en muchos de sus especímenes tenía un empuje irresistible. Desde entonces y hasta el siglo de las luces la desigualdad y la competencia feroz por las posiciones de privilegio se hicieron simbióticas de la civilización y se inventaron mil y una estructuras ideológicas para justificarlas y legitimarlas. Luego llegó el intento fallido de la Ilustración para rescatar aquello (fraternité, egalité) que nos había hecho humanos; pero la razón, con la que se quiso llevar a cabo aquel intento, se instrumentalizó demasiado pronto como para tener alguna probabilidad de éxito. Y ahora… bueno, ahora ya lo estamos viendo. Bajo el discurso todavía rentable de la modernidad, pero traicionándolo hasta en su última coma, se ha entregado a la humanidad a su lado más oscuro y primitivo, se ha aceptado la fatalidad natural como algo que no podrá ser nunca superado y se han establecido las condiciones que permiten a esa bestia invencible que todos llevamos dentro realizar su destino en el mundo. Y para sazonar de sentido todo este gran disparate antropológico y cultural se rescata a Nietzsche (eso sí, sin entenderle una sola frase), se le coloca a la vanguardia del vitalismo pecuniario y se celebra universalmente el advenimiento del tan largamente esperado superhombre: los Gates, Trump, Murdoch, Abramovich, Buffett, etc. están por fin entre nosotros2. Efectivamente, la antropología y la biología nos enseñan muchas cosas, queramos o no prestarles atención. Y la primera de ellas es que no siempre nos hemos organizado bajo la ley de la competitividad. No son pocas las voces provenientes del mundo de la ciencia que tratan de llamarnos la atención sobre esto. Como también lo hacen sobre el hecho poco halagüeño de que muchos de nuestros comportamientos, si bien matizados por la cultura y escenificados con gran ritualización y simbolismo, no dejan 2 Hay una más que sugerente analogía entre la preponderancia que están adquiriendo los individuos más fuertes en la actualidad (los supermillonarios) y la que siempre tuvo el macho dominante en nuestra etapa evolutiva prehumana; no en vano, como ha analizado Richard Conniff en su Historia Natural de los Ricos, podemos identificar en ambos grupos gestos, actitudes y comportamientos que son básicamente idénticos. Lo singular es que ahora, por primera vez en la historia de la humanidad, se acepta la dominación sin necesidad de agentes sobrenaturales que medien entre el dominador y el dominado. El tótem, los espíritus, los ídolos o los misterios religiosos, todos ellos imprescindibles durante milenios para desactivar el mecanismo cooperativo que unía al grupo frente a las aspiraciones de los abusones, han dejado de ser necesarios. La dinámica social de la dominación se sustenta ahora, como en la época de nuestros ancestros prehumanos, en el reconocimiento y sometimiento sin más de la mayoría a los derechos de los más fuertes; como si de nuevo un instinto insuperable nos empujara a ello. Cabría preguntarse si el gran programa deshumanizador del tardocapitalismo y el posmodernismo no se estará cumpliendo a rajatabla.

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de estar predeterminados filogenéticamente. Y ello es independiente de que sean ya más o menos aptos para nuestra supervivencia. Para decirlo con otras palabras: la agresividad, el miedo al extraño o el instinto de dominación no van a desaparecer así como así de nuestro patrimonio genético sólo porque ya no nos sirvan o sean, de hecho, un auténtico factor de riesgo en un contexto de alta tecnificación y enorme poder destructivo. Lo relevante no es que nos guste más o menos cargar con ello, sino tener la valentía y la honestidad de aceptarlo y, a partir de ahí, contraponer a sus manifestaciones todas las fuerzas culturales que sean necesarias. Es completamente absurdo querer fomentar la tolerancia hacia otras razas u otras culturas mientras el marketing publicitario, las arengas políticas y los programas educativos se dedican a estimular hasta donde haga falta el sentido de la identidad grupal; o querer acabar con la violencia de género mientras se incita constantemente al macho a ser competitivo (esto es, a vencer a los demás e imponerles su voluntad). Quienes toman las grandes decisiones están plenamente convencidos del poder de los resortes biológicos para controlar a las personas, pero en un nuevo alarde de hipocresía y de cinismo niegan completamente que existan las pautas innatas de comportamiento o los llamados mecanismos disparadores hereditarios, tantas veces investigados y demostrados por la etología. Si nadie estuviera atado a ellas, ¿por qué iban a intentar vender propuestas políticas o artículos de consumo estimulando las tendencias instintivas de la gente antes que convenciéndolas con argumentos razonables? Hoy día vemos que se usa y abusa por doquier de nuestras inclinaciones innatas con fines de mercado o de control social mientras se anatematiza cualquier descubrimiento o investigación que confirme nuestras debilidades en ese terreno. ¿Qué se pretende realmente con esto? ¿Por qué igual que se nos dice que nos sometamos a la norma de la supervivencia de los más aptos también se rechaza que nuestras predisposiciones biológicas puedan estar detrás de muchas de nuestros rasgos más indeseables? En realidad lo que se intenta, como con cualquier otra faceta del conocimiento, es utilizar lo que se sabe a favor de obra; esto es, poner ese saber al servicio de quienes cuentan con el poder y los medios para difundirlo e instituirlo. Si no se reconocen los mecanismos innatos de la conducta humana no hay por qué intentar controlarlos; si dejaran de reconocerse los imperativos sociobiológicos de la lucha por la vida (el darwinismo social), los excluidos y los perdedores tendrían derecho a quejarse. He aquí una muestra más (y ya hemos perdido la cuenta) de las groseras contradicciones que conforman el llamado pensamiento único de nuestros días; el cual, como venimos observando, no se agota ni mucho menos con las falacias económicas y políticas. Uno de los comportamientos humanos que más ha estudiado la etología y sobre el que más ha insistido en llamar la atención por la trascendencia que tiene para nuestras posibilidades de supervivencia es el de la agresión intraespecífica sistemática; esto es, el acto de agredir hasta la muerte, a veces con saña o con intención de aumentar innecesariamente el dolor de la víctima, a un congénere; algo que sólo se presenta tan esporádica y accidentalmente en el resto de los vertebrados superiores que puede considerarse exclusivamente nuestro, tanto como puedan serlo el don de la palabra o el sentido religioso. Este comportamiento, cuya manifestación más extrema y dramática es la guerra, lo explican los etólogos acudiendo al concepto de pseudoespeciación cultural. Mediante un proceso de autodiferenciación cultural los grupos se irían distanciando unos de otros hasta llegar un momento en el que los individuos de cada grupo terminan por convencerse de que los que no pertenecen al mismo han dejado de tener los atributos humanos que ellos sí conservan, por lo que estarían legitimados a comportarse con ellos como lo

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harían con cualquier otra especie animal. La norma biológica del «no matarás», que cumplen todos los animales en relación con sus congéneres, es vencida por la norma cultural del «mata a tu enemigo», sólo presente en el hombre3. Es posible que muchos crímenes contra nuestros semejantes puedan ser explicados en base a patologías de la personalidad de origen oscuro, pero cuando se trata de la guerra, el genocidio, la limpieza étnica, el terrorismo indiscriminado o la esclavitud, no encuentro una hipótesis más convincente que ésta. Lo más aterrador tal vez sea que la pseudoespeciación puede producirse en espacios de tiempo enormemente breves si media la palabra de un demagogo y el autoconcepto colectivo de injusticia, como ocurrió en la Alemania nazi. Cada vez que un líder desquiciado quiere iniciar la persecución de alguna minoría sólo tiene que apelar al «sano sentir de nuestro pueblo». La pseudoespeciación, por encima del egoísmo o la comodidad, es también la mejor hipótesis para explicar la indiferencia por la suerte de los excluidos en un mundo globalizado y permanentemente informado de lo que nos está ocurriendo a todos en cada momento. Pero en este aspecto hay un proceso de autodiferenciación con tanta o más fuerza que la pseudoespeciación cultural y que, en todo caso, la complementa admirablemente: la pseudoespeciación social. Algunos autores como Richard Conniff la han mencionado, aunque sin darle toda la relevancia que merece. Podría describirse este proceso como el progresivo distanciamiento que se produce entre los distintos grupos humanos en función de su posición social y/o sus medios económicos. Se trata de algo distinto de la pseudoespeciación cultural como lo prueba el hecho de que las élites económicas defiendan con mucho más ardor sus posiciones y privilegios comunes que los que puedan afectar a sus respectivas naciones o grupos étnicos. Es evidente que nadie es invitado a un cóctel de ricos sólo por haber nacido en el mismo pueblo que el anfitrión. Lo único que da la medida de un individuo en esta nueva forma de radiación evolutiva son los ceros de su cuenta corriente. La pseudoespeciación social lleva a distanciamientos aún mayores que la pseudoespeciación cultural porque en el proceso no sólo intervienen la identificación y el aislamiento grupales, sino también ese progresivo endiosamiento personal que acompaña a cualquier forma de éxito. Los individuos que están en la cima dejan de ver al resto de los mortales como sus congéneres y se enfrascan en una enfermiza obsesión por distinguirse de ellos. Sólo a los que están a su altura les conceden el beneficio de considerarlos personas, si bien desconfían enormemente de ellos y están constantemente a la defensiva. Así, al igual que un nacionalista exaltado mata sin misericordia a los enemigos de su pueblo, los millonarios derrochan o acaparan sin remordimiento alguno lo que podría salvar a miles de sus semejantes. Tanto en un caso como en otro los que mueren no son tenidos por seres dignos de respeto, sino por miembros de una especie diferente y, desde luego, infrahumana. La perversión de la moral …O de cómo extirpar de uno mismo todo vestigio de humanidad para gozar ilimitadamente del mundo. 3

Es difícil concebir la prosperidad de una línea evolutiva e incluso la evolución en su conjunto si la norma biológica que inhibe la agresión intraespecífica no se hubiera implantado tempranamente en el programa de la vida. Es evidente que si los individuos de una misma especie se agreden sistemáticamente hasta matarse sus posibilidades de prosperar conjuntamente son mínimas. Sólo esto ya es prueba suficiente de que la agresividad humana es llevada a sus extremos sólo mediante imperativos culturales. Pero ello no ha de verse como una mala noticia, ya que también prueba que los imperativos biológicos pueden ser vencidos con no demasiada dificultad. La violencia social, el miedo al extraño, el afán de notoriedad, la posesividad compulsiva o las ansias de poder, todas ellas conductas fuertemente impulsadas por los instintos, si se ponen los filtros culturales adecuados, podrían ser reducidas a su mínima expresión y hasta erradicadas.

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La quimera de llegar a ser dios sin dejar de ser bestia; esto es, pretender emborrachar hasta el éxtasis nuestra naturaleza animal aprovechándonos para ello de nuestra naturaleza divina (ilimitada), es tan vieja como el propio hombre. No hay nada como que la voluntad se dirija a tal o cual objeto movida únicamente por apetitos espontáneos y primarios, sin mediación ni vigilancia alguna de instancias ajenas al propio impulso vital; y que ese movimiento no se detenga nunca, sino que se acelere permanentemente en una espiral de éxtasis inagotable. Nada como que la propia voluntad decida en cada momento qué es absolutamente bueno y qué absolutamente malo. La fantasía de colocarse más allá del bien y del mal para sacarle el máximo partido a la existencia, que llegó a su expresión más apasionada en la obra de Nietzsche, ha recorrido la mitología, la literatura y la historia del pensamiento desde tiempos inmemoriales. Pero toda tentativa que se adentre por ese camino está abocada al fracaso. Es evidente que para Nietzsche no se trataba únicamente de despojarse de la moral para gozar de la vida o ejercer el poder sin ningún sentimiento de culpa. La tarea del superhombre sería más bien la de crear sus propios valores. La moral del señor es aristocrática porque se gesta a sí misma, no es deudora de nada ni de nadie; mientras que la del esclavo es una moral impuesta desde fuera y acatada con servidumbre. Según Nietzsche, sólo puede estar preparado para gestar su propia moral quien acepta el imperativo vital con todas sus consecuencias; quien no reniega de su naturaleza y es capaz de multiplicar la propia vida tomándola de los que no la necesitan por haber nacido para la sumisión y el sacrificio. Sin embargo, la tarea del superhombre no se agota ahí, como lo demuestra el hecho de que su hora aún no hubiera llegado. ¿Qué pudo faltarles a un Alejandro Magno o a un Napoleón Bonaparte para alcanzar la categoría de superhombres? ¿Acaso no se bebieron a grandes tragos la vida de miles de seres para glorificar la suya?, ¿no fueron dueños del mundo y dispusieron de un poder ilimitado? Está claro que el poder del que ellos gozaron no era condición bastante para elevarse a una “raza superior”. Creo que Nietzsche anduvo sumido en una contradicción insalvable para todo el que desde una posición extramoral se atreve, para usar una expresión suya, a “saber algunas cosas”. Él se atrevió, sin duda, y tal vez pagara con la cordura el precio de su osadía. Quiso hacer del infierno la antesala del paraíso. Pensaba que sólo quien hubiera sido capaz de dar rienda suelta a su lado más oscuro y salvaje sería compensado con el manjar de la sabiduría. ¿Achicharrar el alma para que se nos abran las puertas del cielo? ¿No es ese un empeño delirante? Estar más allá del bien y del mal no es lo que define a un dios, sino lo que define a toda forma de vida que todavía no es humana. Un simio es mucho más autónomo moralmente que un ser humano. No es posible generar un hombre superior a partir de lo que nos une a los seres inferiores. Pero el individualismo materialista de Nietzsche le impedía considerar otra fuente de superación personal que no fuera nuestra naturaleza instintiva. Si volvía la mirada hacia el amor, algo a lo que su corazón debió empujarlo a menudo4, se topaba de frente con el mortal enemigo de su doctrina, por lo que rápidamente tenía que apartarla de ahí y conjurar la tentación con un ensañamiento todavía mayor hacia él. Pensó que la renuncia a la propia humanidad despeja el camino a un destino superior, pero lo que eso hace en realidad es privarnos de él. Quisiéralo o

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A juzgar por quienes lo trataron en vida el carácter de Nietzsche era diametralmente opuesto a lo que defendía en sus terribles y abismales textos. Se le describe como una persona amable, sosegada e incluso dulce. Desde luego, al contrario que a muchos de sus seguidores, nunca se le ocurrió poner a prueba sus teorías. Quizá por ello –o bien por no querer aceptar que tanta enigmática sabiduría y tanto coraje mental hubieran sido puestos al servicio del Enemigo– numerosos filósofos e historiadores han querido rescatar a Nietzsche para la buena causa con el recurrido argumento de las múltiples lecturas de sus escritos… pero Nietzsche dijo lo que dijo.

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no, ese era el resultado que obtenía Nietzsche una y otra vez al tratar de resolver su ecuación imposible. Hay en ello motivo más que suficiente para caer en la locura. Conviene señalar que recurrir a Nietzsche se ha vuelto hoy en día de lo más recomendable cuando se trata de pisotear los derechos del prójimo, especialmente el derecho a la vida. No en vano hay asesores empresariales que recomiendan a los altos ejecutivos viajar siempre con un ejemplar de Más Allá del Bien y del Mal por si entre una decisión «depredadora» y la siguiente asaltaran los remordimientos (particularmente útil cuando se aniquilan puestos de trabajo, santuarios ecológicos o pueblos indígenas). Nada como una lectura superficial de esa obra para calmar la mala conciencia. Hoy se interpreta la voluntad de poder como expresión de todo aquello que pueda llevar al éxito económico y social, algo que al propio Nietzsche le habría resultado detestable y patético. ¿Poder para qué?, ¿poder sobre quién? ¿No será que quien no puede nada sobre sí tiene que realizar su voluntad de poder sometiendo a los demás? ¿No será que la fuerza del hombre es sólo una, indivisible y constante, y que para emplearla en el dominio de lo exterior haya que sustraerla del dominio de lo interior? ¿Acaso no sería el espíritu, el ser, el alma o como quiera que se le llame el guardián de esa fuerza, a quien hay que robársela con malas artes para emplearla en rastreros propósitos? ¿Y no podría ser que la igualdad inviolable de todo el género humano la otorgara un suministro de esa fuerza igual para todos? Realizar la propia voluntad, imponerla a los demás, no es un acto de poder sino un abuso de la fragilidad humana. Sólo la autoridad moral es una verdadera expansión de la propia voluntad, la cual consigue adhesiones y se engrandece con otras muchas voluntades, puestas a su servicio libre y generosamente. ¿Qué voluntad diríamos que se hizo realmente grande, la de Julio César o la de Jesús de Nazareth; la de Adolfo Hitler o la de Mahatma Ghandi? Nadie como Shakespeare fue capaz de expresarlo mejor y con menos palabras: “Lo bello es feo y lo feo es bello”. Las brujas del primer acto de Macbeth anuncian con esa concisa frase el contenido de toda la obra. Cuando se intenta la inversión de los valores todas las promesas de felicidad se transfiguran en monstruos dispuestos a no concedernos ni un minuto de paz. El asesinato del rey guiado por la mano de la ambición se termina volviendo contra Macbeth y su esposa. “¡Oh, amor mío; mi mente está llena de escorpiones!”. Es la picadura venenosa de una conciencia traicionada. El médico real hace un memorable diagnóstico a propósito de la extraña locura que aqueja a Lady Macbeth: “los actos contra la naturaleza engendran disturbios contra la naturaleza”. La conciencia no nos permite gozar en el egoísmo ni sacarle partido a los frutos de la ambición. Shakespeare acierta hasta con el calificativo. No hay nada mejor para describir una sociedad de moralidad invertida que el concepto de fealdad. Es el adjetivo que mejor traza esa vivencia interna y pocas veces confesable de estar manteniéndonos a flote – bajo la carga de un inequívoco sentimiento de culpa por no hacer nada para evitarlo– en medio de una insoportable realidad, contraria a nuestra naturaleza y a nuestros anhelos como seres humanos. El mundo se está volviendo feo y desagradable, en el significado más feo del término. Parecía que el mundo iba a ser un lugar de encuentro, un sitio en el que ibas a comunicarte con otros, ampliar tu campo de experiencias, conocer gente, ver qué estaban haciendo, qué podías hacer tú con ellos; en definitiva, un mundo en el que se caminaba hacia algún sitio y en el que la consigna era caminar juntos. Pero el escenario no ha dejado de cambiar en los últimos tiempos: poco a poco desaparecen las ágoras públicas, los sitios de convivencia, y en su lugar son colocados circos y campos de Marte. No se nos quiere amigables, comunicativos o confiados, sino agresivos, calculadores

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y despiadados. Tenemos que elegir entre empuñar las armas y saltar a la arena o perder toda esperanza de disfrutar de una vida material digna. Si las relaciones económicas y sociales son concebidas de tal suerte que sólo es posible ganar algo cuando otros lo pierden o simplemente no lo obtienen, henos aquí lanzados al más puro salvajismo, a la barbarie de la lucha por la vida que creíamos superada. Bajo la superficie engañosa de una realidad todavía maquillada por la cultura moderna y al abrigo del paraguas cada vez más desvencijado de unas instituciones nacidas bajo la égida de otra moral medra, crece y se multiplica una auténtica moral de la charca de las amebas. Cuando la moral es puesta del revés no sólo queda todo automáticamente permitido, sino que se vuelven ejemplares y dignas de imitación las costumbres más egoístas y las conductas más insolidarias. Los faros por los que empieza a guiarse la sociedad son las deslumbrantes orgías consumistas de los opulentos. Se veneran el egoísmo y la soberbia como antaño se estimaron la generosidad y la modestia; asoma a la pasarela mediática un elenco de seres zafios y abotargados, aburridos del mundo y de sí mismos, inmersos en existencias anodinas, animalizadas y superficiales; se proclama mundialmente la última adquisición o la extravagancia multimillonaria de tal o cual potentado; se confeccionan listas y ranking de superricos5... Y es todavía peor, ya que en la otra cara de la moneda se colocan los débiles y los necesitados. No sólo no hay por qué rescatarlos, sino que se los hace responsables de su situación en base a sus supuestas «faltas morales». No falta todo un argumentario con el que victimizar al poderoso y criminalizar al excluido. En este universo «moral» Bill Gates sería «esclavo» de los sin techo que viven junto al puente de Brooklyn, ya que con sus impuestos se están costeando las mantas y los platos de sopa con los que se les socorre sin que aporten nada a cambio. “Los poderosos se han vuelto maestros en el arte de colocar sobre sus rostros la máscara de los humillados” (Pascal Bruckner). No querer la propia humanidad o conducirse como si no se la quisiera también debe ser una opción. ¡Allá cada cual con lo que quiera hacer de su existencia! Zambullirse de nuevo en la charca de las amebas para no tener que soportar la pesada carga de la libertad; volver al apremio de los instintos, a las conductas predeterminadas, a las pulsiones inaplazables… ¡Nadie debe impedirlo! Ahora bien, que no se nos quiera obligar a todos a vivir de esa manera, y mucho menos que se amenace la conservación del medio natural o la dignidad de casi todos sólo para que unos pocos puedan llevar hasta sus extremos las exigencias de una vida primitiva y amoral. La inversión de los valores es absolutamente imprescindible para que se acepte ese crimen organizado de proporciones descomunales al que llaman libre comercio y que se sustancia en la acumulación creciente de los recursos que todos necesitan en manos de los más aventajados o los más pillos –para no decir los más inmorales–. Ya no se trata sólo de aceptar la maldad humana tal y como es (Maquiavelo es un ingenuo aprendiz en comparación con los actuales devotos del «realismo antropológico»). No es sólo apuntarse a esa metáfora kantiana que tanto gusta a los liberales: “del fuste torcido de la humanidad no es posible obtener nada recto”. La raison d’etat o la venia de los intereses superiores tenían al menos la decencia de organizar, cometer y esconder sus crímenes sin cambiarles el nombre: necesarios, según sus perpetradores, pero crímenes al 5 ¿Hay algo más obsceno que la lista Forbes o el ranking Fortune? ¿Es soportable una sociedad que alardea de contar entre sus miembros con individuos que podrían con un solo acto de su voluntad salvar la vida de millones de seres y que sin embargo los dejan morir sólo para no perder posiciones en esa carrera de ambiciones enardecidas? Se podrá decir que nadie es responsable de nadie y que ellos han hecho su fortuna de forma «legal». Pero no lo olvidemos, lo que es legal no tiene por qué ser legítimo y, mucho menos, moral. La legalidad de la esclavitud en el siglo XVIII no la legitimaba en modo alguno, ni hubo nada que exculpara las fechorías de los nazis cuando invocaron en Nüremberg haber actuado bajo la legalidad alemana del momento. Las leyes pueden ser injustas y crueles. En tales casos es un deber moral abstenerse de cumplirlas o de ampararse en ellas para sacar un provecho que perjudique a otros.

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fin. La inversión de la moral llega mucho más lejos, porque no sólo acepta el crimen, sino que también quiere que se le cambie el nombre; quiere que se le llame «desarrollo», «crecimiento», «prosperidad», «justicia»... CODICIA ¿Qué es la codicia? Encerrar en cajas fuertes ingentes esperanzas y deseos de vivir hasta que se marchiten para siempre; acumular en cuentas corrientes millones de sonrisas hasta que se transmuten en muecas de dolor; cercar con alambradas y convertir en territorio de caza cualquier valle donde todavía pasten alegres un puñado de almas sencillas y confiadas.

Todo lo que incrementa innecesariamente el dolor de los seres vivos es cruel; si además esos seres vivos son seres humanos, es infame. La codicia, sin ningún género de dudas, es la principal fuente de dolor en el mundo y, con mucho, la principal amenaza para la continuidad de las condiciones que hacen posible la civilización; desde las condiciones ecológicas de nuestro hábitat hasta las condiciones morales de la sociedad. La codicia tal vez sea el estado más virulento de dependencia que se conozca; el más resistente al cambio y, sin duda, el menos aceptado como problema. La esclavitud a la que somete es además la que más hiere, porque nada ni nadie la fuerzan, sino que nace de la más vergonzosa impotencia personal, de la cobardía más humillante. Querer poseer sin querer nada más es estar poseído sin más. Como cualquier otra dependencia es incapaz, excepto en sus inicios, de proporcionar el más mínimo placer; pero no puede ser abandonada porque se ha vuelto imprescindible para ahuyentar el síndrome de abstinencia. Una vez al timón de nuestra vida es mucho más implacable y apremiante que ningún otro vicio. Sin embargo, se ha consagrado la codicia como principio básico de convivencia y prosperidad. ¿Es posible un mayor despropósito? La codicia, puesto que se ceba en la desposesión y el sometimiento del «otro», sólo cuenta con un arma para ser satisfecha: la violencia. Una violencia que el mercado, con su red de interacciones aparentemente libres y sus órganos de arbitraje presuntamente neutrales, ha logrado disfrazar de mil y una formas. Es violencia la amenaza de deslocalización o regulación de empleo con la que las empresas consiguen rebajas fiscales o revisar a la baja los convenios laborales. También lo es imponer a las comunidades y países más débiles unas condiciones comerciales draconianas o hacerles la competencia desleal mediante el dumping. Es violencia ofrecer a un demandante de empleo un trabajo por debajo de los estándares legales a sabiendas de que si éste no lo toma ya lo hará otro con necesidades más acuciantes. También es violencia exigir y conseguir que los planes educativos ignoren toda formación humanística para centrarse exclusivamente en lo que necesita el mercado. Como lo es permitir el abuso del marketing comercial sobre las debilidades humanas sin importar en ningún momento lo que se le pueda estar robando a los grupos más indefensos de la sociedad, empezando por los niños6. Todo eso es de una violencia brutal, inenarrable, aunque sea puesto en escena de forma rutinaria y con toda la naturalidad del mundo. Un mundo que se ha llenado de 6

Hace ya mucho tiempo que los niños son un objetivo para el mercado de primerísimo orden, y eso lo sabemos todos con sólo observar la carga publicitaria que está enfocada exclusivamente a ellos. El sector sabe perfectamente que los padres, a los que el propio mercado ha obligado a abandonar la crianza de sus hijos (exigiéndoles más horas de trabajo para mantener su nivel de vida), harán cualquier cosa (esto es, comprarán a sus hijos lo que pidan) con tal de aliviar su sentimiento de culpa por no poder atenderlos como quisieran. Lo que tal vez ya se conozca menos es la enorme presión que ejercen los consorcios empresariales con intereses en el mercado infantil para que no se impongan restricciones a una mercadotecnia invasiva y abusiva de la que se sabe a ciencia cierta que arruina el desarrollo emocional de los niños, mucho más indefensos que los adultos ante las técnicas de adiestramiento y control de la sociedad de consumo.

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violencia porque se ha consagrado un modelo violento de convivencia. Las sociedades humanas han ido progresando conforme conseguían arrinconar los instintos individuales y aplacar la violencia. Una comunidad estaba más desarrollada en tanto que se alejaba del estado salvaje en el que los instintos se hacían valer mediante la fuerza. Pero ahora se rescatan esos instintos y se allana el camino para que se expresen libremente. La violencia como forma de realizarse en el mundo se vuelve de nuevo soberana. Han cambiado los medios; ya no se ejerce con la espada o con el mosquete, sino con la cuenta corriente y los paquetes de acciones. Antes las víctimas de un solo violento no podían ser muchas: a mandoble limpio no se puede uno llevar por delante a mucha gente. Ahora un solo poderoso, armado de capital hasta los dientes, puede ejercer su violencia simultáneamente sobre millones de personas. La violencia que puede ejercerse por medios económicos ha demostrado que puede llegar mucho más lejos que ninguna otra violencia y que tiene un poder de devastación que lo alcanza absolutamente todo. No sólo el medio natural y el patrimonio biológico del planeta; no sólo las culturas menos aptas o los grupos sociales más débiles; no sólo las tradiciones, las costumbres y las instituciones sin valor contable; no sólo los torpes, los tímidos o los lentos… sino también la belleza, la palabra, el encuentro, la esperanza, las ilusiones y los sueños. La violencia que viene de la mano de la economía destruye la convivencia en sus más hondos cimientos, llegando a corromper y confundir hasta las almas más limpias, las almas de los niños. ¿Hubo alguna vez algo más terrible sobre la faz de la Tierra? Es evidente que la perversión de la moral, si consigue salir de la esfera privada – de las bajezas íntimas de cada cual– y convertirse en guía de la vida social, son las relaciones humanas en su conjunto las que se tornan feas y desagradables. Los encuentros son cada vez menos humanos y más instrumentales; el apaciguamiento es tomado por debilidad, la generosidad por estupidez y la modestia por hipocresía; se deja de esperar algo bueno de los demás y tú tampoco te sientes obligado a ofrecer nada a nadie; los círculos afectivos se hacen cada vez más reducidos e impermeables, y te pasas la vida sumido en un ambiente de hostilidad larvada que amenaza constantemente con salir a la luz. No debe extrañar que intentemos huir de todo ello a través de un consumismo absurdo, desordenado y alienador. Pero hay algo todavía peor. En una comunidad de valores invertidos, el embudo por el que hay que pasar para alcanzar posiciones dominantes se va estrechando poco a poco. Esto significa que el poder y el encumbramiento social cada vez exigen más deshumanización de quienes los persiguen, rasgos de egoísmo y ambición más acentuados, una mayor labilidad y mucha más impiedad. Si la corrupción moral continúa aumentando pronto sólo serán capaces de alcanzar posiciones de poder quienes estén en posesión de los rasgos más indeseables. Si no le paramos los pies a la bestia, pronto estaremos en manos de auténticos «psicópatas».

La buena voluntad Tu osadía y tu resolución no te dan ningún derecho a quedarte con lo que otros necesitan. Ni siquiera tu esfuerzo titánico o tu voluntad inquebrantable pueden darte ese derecho. No valen más que la habilidad de ese carpintero o la dedicación de ese labrador; no son mejores que la abnegación de una madre o los versos de aquel poeta. Todos aportamos, todos construimos el mundo. No serías nada ni nada podrías si no fuera por nosotros. Tu poder, tus conquistas y tus cuentas de resultados dependen del esfuerzo callado de muchos. ¡Tu propia existencia como ser humano depende de tantos!... Puedes creerte mejor o más imprescindible, pero si sobra alguien eres pre-

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cisamente tú. Lo que tú haces lo haría cualquiera, o lo haríamos todos. No requiere mucha ciencia, y aún menos sabiduría. Pero lo haríamos de otra manera, porque no podemos ser como tú… ¡no queremos ser como tú! Nos gusta más la palabra cooperación que la palabra competitividad; mucho más que individualismo, solidaridad; nos seducen el apoyo mutuo y la generosidad, pero el afán de riesgo y la competencia no nos dicen nada. Si te fueras no se pararía el mundo… pero te invitamos a que te quedes. Carta abierta a un «amo del mundo»

Suelen tomarse de la naturaleza las pruebas más incontestables para fundar el elogio de la competencia. Allí donde los individuos medran y luchan la evolución avanza, se perfecciona. Donde no hay más ley que la que es capaz de imponer la fuerza todo acaba ordenado y equilibrado. Y la hegemonía de lo que tiene más fuerza es buena en sí misma porque preserva lo mejor, condenando y extinguiendo lo peor. He aquí la falacia naturalista a partir de la cual se fundamentan todas las teorías sociales y políticas que encuentran en el orden natural el mejor canon para inspirar las leyes de los hombres. Favorézcanse el individualismo y la libre competencia y el mundo será cada día un poco más perfecto. Sin embargo, esa falacia no solamente es objetable desde su propio enfoque, puesto que lo fuerte no es lo más evolucionado (nadie diría que el Tiranosaurus Rex es el ser más perfecto que ha poblado la Tierra), ni el éxito evolutivo margina el espíritu de concordia (los insectos sociales llevan algunos cientos de millones de años contándose entre las especies más prósperas), sino que es fácil observar cómo, se mire hacia donde se mire, en el universo físico en el que nos movemos el paso de los simple a lo complejo, del caos al orden, de lo inerte a lo animado, de lo condicionado a lo libre tiene un factor posibilitador ineludible: la cooperación mutua. El orden natural que conocemos se pliega al requisito de la unión entre individuos para alcanzar unidades más perfeccionadas y con más posibilidades; desde el átomo de hidrógeno hasta el cerebro humano. Tal vez en otro Universo, sujeto a otras leyes, las cosas pudieran ser de la forma en que se nos dice que son; pero no en el nuestro. ¿Habría algo distinto de una sopa amorfa de materia y energía si el átomo no hubiera querido ser molécula; si ésta rechazara su destino como parte del ADN; si éste no se sintiera a gusto dentro de la célula; si la célula no quisiera ser órgano; si los órganos se negasen a asociarse entre sí...? Todo progreso, tanto orgánico como inorgánico, está basado en la «cooperación», en la unión de fuerzas individuales para conseguir una fuerza mayor y, en ocasiones, distinta. Sin las fuerzas que unen, verdadero impulso de la dinámica cósmica, la energía nunca se habría organizado en materia, ni ésta se hubiera hecho compleja, ni la vida habría aparecido, ni mucho menos el hombre hubiera sido posible. Pero tampoco tendríamos lenguaje, ni cultura, ni civilización, ni nada de nada. Así pues, y aunque no tiene mucho sentido seguir insistiendo por este terreno, conviene dejar claro que la falacia naturalista por la que se nos invita a luchar y a mirarnos el ombligo para perfeccionar el mundo, es completamente contraria a lo que de verdad lo perfecciona. Desde luego, eso que llamamos amor humano, una forma sofisticada de apoyo mutuo mediatizada por la conciencia reflexiva, pertenece a un estadio evolutivo posterior al de cualquier otra facultad puesta en juego por la naturaleza. Como ya hemos dicho, sin un fuerte impulso a cooperar nuestra especie no hubiera sido capaz de abandonar su estado de predeterminismo biológico y comenzar a ser verdaderamente libre. Lo uno vino por lo otro. La afirmación espontánea y soberana a través de los instintos hubo de ser dejada de lado para tener acceso a una función muy superior, un auténtico salto cualitativo de alcance similar al que supuso la propia aparición de la vida. Ninguno de

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nuestros antepasados eligió dar ese gran salto; la naturaleza eligió por todos, tal vez porque ya iba siendo hora de tomar conciencia de su obra, de saber un poco de sí misma. En todo caso, una vez ese salto tuvo lugar, algo completamente nuevo hizo su aparición en el gran teatro del mundo. De un modo u otro ha sido el amor lo que nos hizo posibles. Sin él quizás hubiésemos sido capaces de desarrollar un cerebro de 1.800 cm³, usar herramientas y dotarnos de alguna forma rudimentaria de lenguaje, pero la humanidad nunca la hubiéramos alcanzado. El amor fue, he de decirlo una vez más, el gran invento del cosmos; algo sin lo que la libertad nunca habría conseguido salir adelante. Y conste que hablo de amor, de ese sentimiento difuso de apego a todos los seres humanos que nos impulsa a tenerlos en cuenta, comunicarnos con ellos, ayudarlos cuando nos necesitan, compartir una suerte común y lanzarnos juntos a conquistar el futuro. No se trata de un impulso modelado por la evolución e inscrito en los genes para incrementar las posibilidades de éxito adaptativo al modo de lo que hace que las hienas vivan en jaurías o de lo que organiza la vida social de las abejas. El amor es la fuerza de unión que hace posible lo humano como las fuerzas nucleares fuerte y débil posibilitan la organización de la materia. Y surgió de una forma tan misteriosa como surgieron éstas. Toda la historia atestigua que la ley del amor, antítesis de la ley de la violencia, en modo alguno es impotente para mover el mundo. Sin embargo, mirar a nuestro alrededor y encontrar hombres y mujeres entregados a la búsqueda de pequeños placeres y vanos honores; observar cómo cunden el orgullo y la envidia, los rumores malintencionados, los celos, la animadversión y la burla, es todo uno. Tal vez habría que empezar por limpiar la mirada. Porque si contemplamos la realidad desde donde se nos dice que lo hagamos, si el hombre fuera ese fuste torcido del que no es posible sacar nada recto, si la doctrina del amor sólo es un apaño de místicos y resentidos para soportar una vida menguada y cobarde, si la ambición humana está detrás de todo progreso y avance de la historia… ¿Cómo no dar infinitas gracias a la creación por ser tan benévola con nosotros y permitirnos seguir adelante en medio de tanta torpeza y afán destructivo? El pensamiento político, la filosofía moral y la ciencia histórica han construido siempre sus análisis alrededor de las gestas de hombres ilustres, famosos o notables. Sólo la selecta minoría de quienes estuvieron sumergidos en la lucha por el poder y la gloria ha sido tomada en consideración. ¿Qué concepto puede extraerse del ser humano si sólo nos han contado las hazañas y fechorías de los más ambiciosos? ¡Qué poco han llamado la atención, por el contrario, las gentes sencillas y anónimas, reducidas a simples guarismos con los que ilustrar los grandes acontecimientos! Con el cristianismo se inauguró el deporte favorito de los pensadores occidentales: acusar a las masas no sólo de sus propias desgracias, sino de todo de cuanto malo hay sobre la faz de la Tierra. La doctrina del pecado original, tal y como fue fijada en el Concilio de Cartago (año 393 de nuestra era), establecía la noción de una corrupción fundamental de la naturaleza humana. Y de ese viejísimo arcano ni la Ilustración fue capaz de zafarse. El paganismo nunca tuvo al oprimido o al esclavo por un ser marcado de nacimiento, sino por un contendiente sojuzgado. Su culpa no era la de estar maldito, sino la de no ser lo bastante fuerte. Pero a partir del cristianismo el hombre deja de ser la cumbre de la creación, sólo superado por los dioses, para convertirse en un saco de bajezas e imperfecciones. Desde entonces únicamente los excelentes, nobles de cuna o de carácter, son capaces de elevarse por sobre la canalla y poner un poco de orden en semejante tropel. Acusadas unas veces de ignorancia, otras de ligereza o desenfreno, casi siempre de pereza e invariablemente de rencor hacia los fuertes, las masas forman parte del pasivo de la gran empresa histórica reservada a los ilustres; muchedumbres

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siempre a punto de desbocarse, incapaces de dar un solo paso sin la tutela de los grandes hombres. La verdad, sin embargo, está en las antípodas de ese modo de escribir la historia. Los avances de la humanidad no han sido gracias a los grandes hombres, sino a pesar de ellos y sus ambiciones. A la gente de bien siempre le ha tocado llorar a los muertos y reconstruir lo devastado por los egos insaciables. Si no hubiera sido por el contrapeso de la buena voluntad, por infinitas toneladas de buena voluntad, la civilización no hubiera pasado de un patético amago. La ecuación no puede ser más simple: hacen falta cien buenas voluntades para vencer a una sola mala voluntad. Hay una especie de ley de la entropía cultural que hace que las fuerzas necesarias para lograr un pequeño avance sean mucho mayores que las que son necesarias para deshacerlo. Es algo parecido a lo que ocurre con la entropía física: apenas hace falta energía para abrir la mano y dejar caer una copa de cristal que se hará añicos; piénsese en toda la que hizo falta para producirla. Sin embargo, siguen sin tomarse en cuenta todos esos millones de seres que, desde la retaguardia y el anonimato, y sin otro motor que el de la esperanza y otra fuerza que la del amor, han construido el mundo7. La historia pasa de puntillas por la fuerza de lo normal, o sea, de lo bueno. Estamos programados para atender a lo extraordinario, a lo que puede ser una amenaza por no entrar dentro de lo previsto. Hay una economía de la energía vital que nos impide responder indiscriminadamente ante cualquier estímulo. Por eso atendemos antes a la traición, el robo o el asesinato que a los infinitos pequeños actos de tolerancia y aceptación que hacen posible la convivencia. Los cronistas que escriben la historia no son ajenos a este principio. También ellos seleccionan lo extraordinario (esto es, lo amenazante, lo peligroso) y, a partir de ahí, deducen que los hechos sociales y culturales se derivan de lo peor que puede dar de sí la condición humana: ambición, guerras, conspiraciones, masacres, traiciones… Es así como se gesta la falacia de la maldad y se deja de creer en el hombre. Es una tentación muy fuerte odiar al género humano. Y lo es por dos razones: por un lado es tanto el mal que estamos obligados a soportar a lo largo de nuestra vida, tanta la crueldad, la sinrazón y la injusticia, que nos parece imposible que todo ello no venga ya inscrito de algún modo en nuestra naturaleza; y por otro, la imputación a todos los demás de nuestra propias bajezas hace que nos sea mucho más llevadero cargar con ellas. El infierno somos todos, o todos podemos terminar siéndolo; pero también todos podemos ser el paraíso. Que las distintas tendencias humanas estén presentes en todo individuo cual semillas prestas a germinar si se dan las condiciones adecuadas no es sinónimo de que todos seamos moralmente iguales. Del hecho de que cualquiera pueda ser el infierno no se deduce que ya estemos todos achicharrados. El gran error de la filosofía política de todos los tiempos ha sido adherirse ciegamente al punto de vista del poder, según el cual todos los seres humanos son igual de malvados. Ahora bien, si la burda lógica del ventilador, según la cual la inmundicia debe salpicarnos a todos para esconder la indecencia de unos pocos, ha sido no sólo acatada sino incluso revestida de rigor filosófico y científico por personas instruidas e inteligentes, ha sido porque, como 7

Podrían considerarse la ciencia y el arte excepciones a esta regla, puesto que detrás de los grandes descubrimientos científicos y de las más espléndidas obras de arte casi siempre ha habido egos hipertrofiados, deseosos de gloria y reconocimiento. Sin embargo, es indudable que la simple ambición nunca es suficiente para avivar la llama que alimenta el genio creativo y, en todo caso, las cumbres innovadoras o creativas a las que son capaces de llegar determinados espíritus privilegiados sólo son las rocas que coronan montañas levantadas previamente por innumerables personas sencillas con su quehacer infatigable y su cuidado de las cosas. En esto, como en tantas otras cosas, son los lazos humanos que tejen la comunidad los que permiten que el saber se vaya acumulando, que la cultura se vaya perfeccionando. Quien haya de poner la última piedra en esas montañas de progreso es irrelevante en comparación con el hecho de que las montañas hayan sido levantadas.

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decía Bertrand Russell, “la injusticia colma el mundo; y quienes se benefician de ella están en condiciones de distribuir recompensas y castigos, siendo las recompensas para los que son capaces de inventar ingeniosas justificaciones de la misma”. La filosofía política, excepto notables excepciones, ha consistido siempre en buscar los argumentos más sutiles y resolver las ecuaciones más inverosímiles para demostrar que todos somos malvados y que sólo las circunstancias favorables o un carácter excepcional permiten que unos suban mientras otros se arrastran impotentes. Después, por arte de una misteriosa alquimia, toda esa maldad a la que nadie escapa se transmuta en beneficio para todos: orden, seguridad, racionalidad, progreso, prosperidad… …Pero yo he mirado a los ojos de mi hija y he visto más; la he contemplado mientras se formaba lentamente su sonrisa, como si de un instante eterno se tratara, y he visto mucho más. Y también he visto mucho más en tantos y tantos rostros amables, serenos a veces, otras inquietos o temerosos, pero siempre limpios de maldad. Y si acaso no lo estaban he sabido que mi mirada era capaz de limpiarlos, embellecerlos porque sí. ¡Pero cuesta tanto! ¡Hay que soltar tanto lastre!

La buena voluntad está por todas partes, pero quien se la ha negado a sí mismo se empeña en negársela a los demás. Y a los demás nos cuesta tanto verla como a quienes nunca creyeron en ella. No nos queda otro remedio que limpiar la mirada e interrogar sin prejuicios el rostro del «otro». Porque si no es a través del rostro, si no es mirándolo a los ojos serenamente, sin ánimo de avasallarlo ni miedo a ser retados, ¿cómo redimir al género humano?, ¿cómo volver a creer en el hombre? 8 Forma parte de la experiencia de todos, porque el «espécimen» afortunadamente abunda, haber conocido a un hombre o a una mujer auténticamente humanos. Seres que agigantan su impulso vital dándose a los demás hasta que su vida es tan exuberante que inunda todo cuanto les rodea. Seres en permanente estado de alegría, apasionados del prójimo, de una generosidad inagotable, positivos hasta lo increíble, sin un no por respuesta, inquebrantables ante la adversidad, regalando a manos llenas toda esa vida que les sobra. Posiblemente ese exceso vital se alimente de sí mismo y se refuerce constantemente en una especie de círculo virtuoso del amor. Creo que nadie es capaz de concebir mayor héroe. ¿Por qué son tan admirables los dadores de vida? Pues nada más y nada menos porque culminan la maravillosa obra del Universo, encarnando sus dos logros más sublimes: la bondad y la libertad. Siendo que sólo ellos pueden ser considerados personas felices. Quien ha logrado la felicidad es, por fuerza, el más admirado de los seres, puesto que ha culminado el proyecto que todos llevamos grabado en el corazón. Resulta paradójico comprobar cómo, en una suerte de círculo que termina cerrándose en el mismo punto en el que tuvo su origen, el homo sapiens vuelve a tener que elegir entre amar o morir. Al principio de los tiempos nuestra especie, para dar un salto evolutivo sin precedentes, tuvo que ir renunciando a muchas de sus ventajas adaptativas: bajar de los árboles (poniéndose al alcance de muchos más depredadores), adop8

No es un mero dato anatómico que el homo sapiens posea cuarenta y seis músculos faciales para poder expresar sus emociones con una infinita riqueza de matices. ¿Para qué tanto detalle si en todos los demás mamíferos superiores, incluidos nuestros parientes más próximos, basta con unas cuantas muecas para expresar lo único que les permite su repertorio de pautas innatas: agresión y apaciguamiento? En un contexto básicamente competitivo no se necesita nada más. Sólo la adquisición de una facultad radicalmente distinta a todo lo conocido hasta entonces, con sus propias necesidades expresivas y su universo de posibles insospechados, le confiere sentido a tamaño derroche de fuerzas evolutivas. El rostro, mucho antes que el lenguaje, le sirvió a nuestra especie para que los individuos pudieran decirse unos a otros: “¡eh, mírame!, soy igual que tú y te necesito; llevo dentro de mí lo mismo que tú llevas y me gustaría compartirlo contigo. ¡Hagamos algunas cosas juntos!”

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tar el bipedismo (perdiendo velocidad para la huida), incrementar el volumen craneal (dificultando el parto); alargar el tiempo de cría (perdiendo flexibilidad adaptativa); modelar la cavidad bucal para favorecer la fonación (desapareciendo la función agresivo/defensiva de dientes y mandíbulas), etc. Sin el apoyo mutuo nunca hubiéramos podido compensar esa pérdida de competitividad para adaptarnos, sin apenas defensas naturales, a un mundo extremadamente hostil. Apenas una docena de generaciones hubiéramos durado si la ley del amor no se impone a la ley de la violencia. De nuevo, como cuando no tuvimos más remedio que caminar juntos para vencer un destino incierto, las circunstancias han vuelto a ponernos ante un dilema similar. Las amenazas que se ciernen sobre nuestras posibilidades de supervivencia en el mundo actual, si bien generadas por nosotros mismos antes que por condiciones de la naturaleza, nos obligan como entonces a aferrarnos una vez más a esa capacidad para unir fuerzas que es la bondad humana, la compasión por los demás, el querer el bien de todos antes que el propio bien. No hay otra salida, como en nuestra primera infancia tampoco la hubo. Ahora más que nunca la opción, como ya advirtiera Hannah Arendt hace casi 50 años, es entre la solidaridad de la humanidad común o la mutua destrucción. Si para salir de la encrucijada en la que nos encontramos elegimos lo que nos ha llevado a ella, esto es, la violencia a través de la codicia y la competitividad, habremos demostrado ser la especie más estúpida de cuantas hayan poblado nunca este mundo. O más bien habría que decir que la fuerza de los brutos ha llegado a tal magnitud que, elijamos lo que elijamos todos los demás, nuestro destino está ya sellado.

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El desafío

…Y seguir esperando, entre la rabia y la impotencia, que a los fuertes se les abra el corazón, que a los gobernantes se les abran los ojos o que a los justos y valerosos les rebose la infamia, enarbolen sus banderas y nos llamen a la sagrada revolución. Nada de eso es ya posible. Lo primero lo prohíbe la naturaleza humana, lo segundo lo contradice la implacable lógica del poder y lo tercero pertenece al ámbito de la ficción histórica.

“Todo acto de consentimiento en un mundo que se destruye es un acto de autodestrucción” (Raoul Vaneigem). Las cosas no cambiarán porque sí. Nunca quien tuvo poder lo entregó de buen grado ni quien poseyó riquezas se deshizo de ellas por amor al prójimo. Jamás quien vivió el sueño del «demiurgo» quiso volver a mezclarse con los simples mortales; y mucho menos la mera visión de la miseria o la injusticia le hizo renunciar a nada. Ni siquiera la lucidez ante una vida dilapidada en pos de gloria pasajera hace desertar a casi nadie. Este es el primer mito que hay que desechar en relación con un proyecto de cambio global. Mucha gente piensa que está próxima la hora en que las élites privilegiadas se verán forzadas a promover ellas mismas el cambio; que se movilizarán cuando la amenaza del calentamiento global o alguna otra de las que se nos anuncian se haga lo bastante aterradora para todos; que basta con que el destino apriete lo necesario para que se pongan en marcha. Seguro que no quieren que se acabe ese mundo al que tanto partido le sacan. Los más optimistas llegan incluso a hablar de ocasión histórica y de oportunidad única, puesto que nunca hasta ahora tuvo que vérselas la humanidad con amenazas que comprometieran a tantos. Desgraciadamente, creo que aferrarse a esa ingenua esperanza es no querer entender nada. No es fácil ponerse en la mente de un «amo del mundo», como tampoco lo es colocarse en la de un déspota cuya voluntad se transforma en poder con sólo ser expresada. Cualquiera de ellos vivencia la realidad de forma completamente distinta a como lo hacemos el resto. Determinados rasgos de su psique se han hipertrofiado hasta extremos imposibles de concebir por los que mantienen los suyos dentro de unas coordenadas normales. Una mente enferma de infinito egocentrismo no concibe más realidad que la que existe para satisfacer sus propios deseos. En esa mente nada que vaya más allá de su tiempo vivido tiene ningún sentido; ni los hechos que acontecieron antes de su llegada ni los que hayan de suceder después. Pensar que una mente así sacrificaría la más

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mínima prerrogativa aquí y ahora para asegurar el futuro de todos es saber bien poco de la naturaleza humana. Una de las peores pesadillas que asaltan a quienes se aventuran a imaginar el desenlace de un mundo desbocado y sin alma es la de un futuro factible sólo para unos pocos. No es descabellado imaginar un planeta arrasado por catástrofes provocadas por la voracidad humana en el que aún queden algunos rincones al socaire de la Tempestad donde se refugien los pocos que tuvieron dinero y poder suficientes. Probablemente allí seguirán tan en lo suyo como siempre, disputándose los despojos y persiguiendo sin descanso placeres mundanos por lo que cuesten. Con sólo pensar que la historia del hombre concluya de esa manera un escalofrío mortal nos recorre de arriba abajo. Sería el mundo más abominable y decadente que imaginarse pueda, y nadie dudaría que una situación así terminaría devorándose a sí misma, pero seguramente daría para unas cuantas generaciones más, por lo que en el corto plazo no deja de mostrarse como una manera de escapar al destino común. Si les aseguraran que sus vidas no correrían peligro y que no tendrían que renunciar a su microcosmos de lujo y poder, muchos de ellos no dudarían en firmar inmediatamente el advenimiento de la tragedia global. Después de todo –deben pensar–, ¿qué mejor que una buena sacudida para aligerar el planeta del exceso de carga humana?1 Un segundo mito que circula en relación con la forma de detener una carrera hacia el abismo es el del poder político. El sentir general es que cuando las cosas se pongan realmente feas los representantes del poder público sabrán colocarse en su sitio y meter en cintura a los que están llevándonos hacia el desastre. Después de todo, el control militar y policial sigue estando en manos de los gobernantes y no de los caciques económicos. ¿Estarán a la altura de las circunstancias los políticos de la posthistoria y la postmoral? Mi pregunta es bien simple: ¿por qué habrían de estarlo? Si su pasividad de ahora fuera a consecuencia únicamente de la impotencia, esa esperanza tendría algún sentido. De hecho, hasta hace diez o doce años esa era la gran excusa de la capitulación de la política frente a la economía; pero entonces los propios gobernantes se lamentaban de ello y mantenían la esperanza de que, a unas malas, serían capaces de darle un vuelco a la situación. Hoy ya no queda ni rastro de eso; al contrario, los grandes valedores de los millonarios son los gobiernos de uno y otro signo. Y creo que no tanto por una cuestión estratégica como emotiva. Se ha producido una especie de hermanamiento en las alturas entre los que de verdad pueden y los que creen que pueden. En su conjura triunfal los Señores del Dinero han entendido que las alforjas de los mandatarios públicos más que llenarlas de oro hay que llenarlas de lisonjas; hay que hacerles un huequecito en su exclusivo club y pasarles condescendientes la mano por el lomo. Que se crean estar pisando terreno celestial… Recado para devotos: ¿Qué esperáis con vuestros ruegos y súplicas? ¿Qué con vuestras ofrendas y sacrificios? ¿Qué con vuestras traiciones al pueblo al que decís represen1

Susan George plantea esta posibilidad en Informe Lugano, una ficción social en la que un cártel de poderosos encarga a un grupo de especialistas en diversas materias (llamado en el libro «Grupo de Trabajo») un informe en el que se recojan las principales amenazas para la supervivencia del capitalismo y las mejores estrategias para combatirlas. Puesto que los sabios predicen el colapso del sistema por causa fundamentalmente de la superpoblación, las medidas que se proponen están encaminadas todas ellas a un aligeramiento del excedente humano sobre el planeta. Mediante un impulso deliberado –pero con la apariencia de fortuito– de fenómenos como la guerra, las enfermedades contagiosas o el hambre se aseguraría el exterminio a medio plazo de buena parte de los individuos sobrantes, esto es, de todos aquellos que forman el pasivo del sistema capitalista: “…personas analfabetas, sin posibilidad de encontrar empleo, superfluas y degeneradas”, según los describe el «Grupo de Trabajo».

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tar? ¿Pensáis acaso conmoverlos y enternecerlos? ¿Se acordarán así de los pobres mortales y dejarán caer algún maná de su lujoso cielo? Ya los adoráis sin excusas ni disimulo. Ya ni siquiera decís hacerlo obligados por una marea de fuerzas que podría destruirnos a todos. Os habéis mezclado con ellos, habéis temblado de emoción al deambular entre dioses y ahora ya sólo anheláis su roce, extrañáis sus caricias, soñáis su presencia…

Nunca antes había sido la política tan deudora de la economía ni se habían inclinado tanto los representantes de los ciudadanos ante los representantes de sí mismos y de sus intereses privados. El posicionamiento que ha terminado adoptando buena parte de la élite gobernante en relación con las grandes ideas de la economía liberal es el corolario inevitable de ese dejarse seducir, a falta de auténtica capacidad de decisión, por la fastuosidad del cargo y el arrumaco de los que de verdad mandan. Es triste reconocer que los representantes del pueblo hayan podido terminar jugando en el mismo equipo que los que lo oprimen. Es doloroso pensar que los que debieran estar llamados a velar por los intereses de todos puedan haberse convertido en la guardia pretoriana de los opulentos. ¿Qué sucedería si hubiera que «salvaguardar el orden»? En efecto, si vivimos en el mundo real y no en esa Arcadia neoliberal de ilimitada abundancia que se han inventado algunos, antes de que cualquier catástrofe ecológica se vuelva definitiva se hará inevitable una gran crisis económica. Y ante ella las excusas y las soluciones están dictadas de antemano. Se reproducirá a nivel mundial el discurso que ahora se emplea frente a las crisis locales: se dirá que el mercado no era lo bastante libre y se acusará a la intervención de los poderes públicos, al gasto social o a las exigencias de los trabajadores. De hecho, eso fue exactamente lo que se dijo tras el Crack del 29 y la Gran Depresión, único ejemplo de gran crisis capitalista del que podemos tomar nota. Los empresarios y los economistas influyentes de entonces se apresuraron a pedir reducción del gasto público, libertad de las empresas para fijar salarios y precios, eliminación de barreras y aranceles, rebaja de los impuestos al capital, etc. Sólo que entonces hubo un tal Roosevelt que no dudó en cerrarles el paso. Soy de los que opinan que la civilización occidental se habría colapsado en la primera mitad del siglo XX si nadie le hubiera hecho frente a todos esos teóricos del capitalismo que tanta influencia ejercían sobre las potencias industriales de entonces. Lo que sucede es que ahora no se vislumbra ningún Roosevelt en el horizonte que les pueda plantar cara, ni mucho menos un Keynes a quien nuestros mandatarios actuales se dignen escuchar… ¿Quién vendrá a rescatarnos ahora? Así llegamos al mito ilustrado por excelencia: el de la revolución popular. Esa es la tercera de las formas en las que se espera que desemboque una crisis sistémica. Según este mito las clases populares, cuando se vean desposeídas de su modus vivendi, intentarán recuperar sus derechos por los medios que haga falta; incluida, desde luego, la lucha revolucionaria. Se pasa por alto lo difícil que es que prenda la llama de la revolución en un mundo dominado por el vacío de sentido y huérfano de utopías. En contra de lo que se suele decir, la revolución no ha quedado desactivada por haber conducido a soluciones fallidas o perversas de las que ya nadie quiere ni oír hablar, sino porque el sujeto revolucionario se ha quedado sin motivos para llevarla a cabo. El alma revolucionaria exige algo que el hombre del siglo XXI no tiene: ideales. Eso es lo que ha comprendido al fin la lógica de la dominación; y por eso todo el empeño de los últimos años ha ido en una única dirección: aniquilar uno por uno todos los ideales que alguna vez guiaron a los hombres. Saben bien que un hombre sin ideales es un ser resignado, dispuesto a acatar hasta la propia muerte si llega el caso.

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Las masas no se levantarán al toque de corneta de la necesidad; y si lo hacen será de forma caótica, desarticulada y errando mayormente el objetivo. Según se viene demostrando en las últimas décadas, las situaciones sociales extremas no llevan a la lucha de clases sino a simple malestar y violencia dentro de las propias clases desfavorecidas. A veces se producen escaramuzas contra las clases acomodadas o contra las estructuras de poder, pero no pasan nunca de algaradas testimoniales o de simple pillaje a la desesperada. Lo normal es que la frustración termine golpeando de un modo u otro sobre los propios perdedores o sobre sus intereses. En todo caso nunca se trata de auténtica revolución, sino de actos puntuales, sin un programa de acción ni cauces de continuidad; pero, sobre todo, sin un horizonte claro hacia el que moverse. Aunque nos gustara, que no nos gusta, la solución revolucionaria es tan descartable como la de esperar que la élite económica renuncie voluntariamente a sus privilegios, o asuma repentinamente su responsabilidad la élite política. Pero es que tampoco hay revolucionarios a los que agarrarse. ¿Dónde están los filósofos indignados?, ¿dónde los intelectuales beligerantes?, ¿dónde los regeneradores de la moral?, ¿dónde los líderes resueltos y carismáticos? Retórica y buenas intenciones las hay por doquier, pero ni un sólo amago de auténtica rebeldía. Nunca estuvieron más ociosos los pensadores ni más domesticadas las ideas. Así pues, esta es una empresa más que nunca –o más bien, como nunca– de la gente corriente, del ciudadano de a pie que ve cómo se descompone el mundo a su alrededor y necesita aferrarse a una esperanza. Nunca estuvo tan solo el hombre de bien, ese ser anónimo que, a despecho de príncipes y conquistadores –y a pesar de sus estériles ambiciones–, ha hecho posible el verdadero avance del mundo y ha sabido garabatear en las páginas de la historia los únicos trazos auténticamente humanos que cabe adivinar en su, por lo demás, patético curso.

La trampa de la resignación

Sé cómo sería el mundo en el que me gustaría vivir, y en el que me gustaría que vivieran mis hijos, y los hijos de mis hijos… …un mundo en el que ningún ser humano tuviera que venderse a sí mismo para salir adelante y en el que nadie tuviera que comprar a otro ser humano para sentirse bien.

Nos gustaría que el mundo se encaminara a un mayor entendimiento entre las civilizaciones y los pueblos; que la ciencia y la tecnología se pusieran al servicio de las necesidades de los hombres y no exclusivamente del capital; que cada año pudiéramos constatar cómo hemos dado un paso más hacia la humanización, la solidaridad y la concordia. Nos gustaría tener otras metas más allá del consumo material y vivir sin miedo a quedarnos rezagados. Nos gustaría, sencillamente, ir despacio; tener tiempo para contemplar, para aprender, para conocernos… ¡Nos gustarían tantas cosas que se nos dice que son imposibles! Cuando intentamos hacer inventario de las fuerzas y las energías con las que contamos para encaminarnos hacia un objetivo deseable lo primero que salta a la vista es que “las herramientas para la felicidad, a diferencia de los vehículos para la desgracia, parecen todas demasiado pequeñas” (Zygmunt Bauman). Con cada avance de la globalización parece como si la brecha entre las herramientas capaces de causarle algún

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daño al sistema y las que éste tiene para prevenirlo o repararlo se hiciera cada vez mayor. Tiene algo de terrible la sensación de que se vive en un mundo que nadie controla y que, sin embargo, está férreamente apuntalado. Las fuerzas que hay que enfrentar tienen el don de la ubicuidad, están en todas partes y en ninguna. ¿Por dónde habría que empezar? ¿Alguien es capaz de decir dónde reside el corazón del sistema? ¿Se trata de las multinacionales, de los gobernantes obsequiosos con el capital, de los organismos multilaterales: la OMC, el FMI, el Banco Mundial? ¿Serían los grandes multimillonarios o sus foros de encuentro; Davos, el G-8, los mandatarios corruptos, las instituciones adulteradas, la mentira…? ¿Contra todos y contra todo? Si algo ha demostrado la lucha antisistema de las últimas décadas es que no consigue hacerle a éste ni arañazos. Al contrario, parece como si hubiera conseguido más bien apuntalarlo tras difundirse una imagen de las protestas que sólo habla de violencia, caos o simple algarabía festiva. Lo cierto es que al Leviatán de la mercantilización no se le adivinan puntos débiles; tiene una capacidad portentosa para engullirlo todo y reciclarlo en argumentos a favor de obra. Hasta los ataques más belicosos, lejos de debilitarlo, lo que hacen es aportar su granito de arena a la consolidación de su hegemonía. Así pues, la simple tarea de delimitar los contornos del enemigo ya se hace descomunal. Todos parecemos saber lo que queremos, pero cuando intentamos imaginar la manera de conseguirlo sólo somos capaces de señalar a diestro y siniestro sin saber dónde hay que detenerse primero. Las fuerzas que nos oprimen están por todas partes, pero no adoptan formas concretas ni se sabe con certeza quienes las manejan ni cómo lo hacen. Se le ha puesto el nombre de globalización porque alguno había que ponerle, pero sin que haya dos personas que entiendan lo mismo cuando oyen ese término. ¿Cómo enfrentarse a algo ilocalizado e innominado? A muchas personas la constatación de ésta realidad las precipita directamente, si todavía no se han rendido por otros medios, al abatimiento y la resignación. Sin embargo, no deberíamos olvidar que la resignación no sólo nos hace conformistas con respecto a lo que no nos gusta, sino que también nos desarma ante contingencias inesperadas. La crisis que asoló Argentina nada más comenzar este siglo es paradigmática de cómo la trampa de la resignación está cumpliendo fielmente sus promesas. Se trata del mejor ejemplo de lo que se espera del pueblo llano si se produce una coyuntura inesperada que se lleve por delante la prosperidad o el mero «ir tirando» de los ciudadanos. ¿Hubo allí levantamiento generalizado de la población, a pesar de haber sido víctima del expolio más infame y del pillaje institucionalizado más descarado de los últimos tiempos? ¿Se lanzaron a una lucha sin cuartel para evitar que murieran de hambre cientos de niños en uno de los países más ricos del planeta? ¿Se paralizó la nación hasta que fueran detenidos, juzgados y castigados los culpables? ¿Aparte de unas cuantas caceroladas y algunos cortes de carreteras, todos ellos dirigidos a la defensa de intereses gremiales, qué más hizo la gente?... Pues asumir su suerte como caída del cielo. Se miraron unos a otros de reojo y se puso cada uno a defender lo poco que no se había llevado el vendaval. Se recurrió al viejo trueque, se malvendió la hacienda, proliferó el pillaje y cundió la delincuencia; algunos emigraron, otros esperaron, los más se fueron adaptando como pudieron a su nueva condición de pobres, pero nadie se alistó a una columna revolucionaria, porque a nadie se le ocurrió formar ninguna. Un ser resignado es, por definición, un perdedor nato. Y eso lo hace especialmente despreciable a los ojos de quienes se sienten fuertes en un mundo básicamente competitivo. No serán ellos quienes derramen una sola lágrima cuando a aquél le llegue su hora. Pero la resignación no es cobardía, sino la manera con la que se encadena al ser humano en el mundo de hoy. Resulta pasmoso que los que con más ahínco huyen de sí

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mismos nos acusen a todos los demás de abdicar y conformarnos. El mundo está hecho a su medida; la partida se juega en el terreno que a ellos les interesa y con las normas que ellos han establecido; y las armas, desde luego, son aquellas que mejor manejan: la astucia, la anticipación, el desafecto, la ambición… Si el mundo se moviera al son de cualidades humanas ninguno de ellos tendría nada que hacer. Pero el escenario se ha ido adaptando cada vez mejor a las exigencias de un combate sin cuartel de todos contra todos mientras se arrasaban las condiciones que permiten articular un proyecto humano de estar-en-el-mundo. No es ese un decorado que haya sido elegido por la sociedad en su conjunto, sino algo que los individuos que mejor navegan en esas aguas han logrado imponerles a todos los demás. Si todos luchan con las armas en cuyo manejo ellos son especialmente diestros se aseguran una victoria fácil2. No se trata, por tanto, de una cuestión de cobardía, sino de formas de ser. Lo que en realidad ocurre es que los que nacen con un plus de fragilidad o con un déficit de ferocidad, que son casi todos, no se pasan la vida maquinando la forma en la que pueden doblegar a los demás. La resignación, vista de este modo, no es más que abuso de la vulnerabilidad humana; un resultado más del ejercicio de la violencia de los fuertes sobre los débiles. Los sistemas democráticos por los que se elige «libremente» a los legisladores tampoco son argumento para cargar en las espaldas de la gente corriente la responsabilidad de la situación en la que se encuentra el mundo de hoy. No hay un solo partido político que se atreva a desvelar en sus programas lo que luego harán entrar en la sociedad por la puerta falsa. El mundo del capital y de las finanzas, que es quien ostenta la fuerza, toma sus decisiones al margen de todo debate y en el más completo oscurantismo. Lo que la sociedad conoce de esas directrices es lo que con demagogia y retórica engañosa le venden los políticos. Esa es la verdadera trampa del modelo mercantilista, que nos creamos que lo hemos elegido y que en el fondo nos satisface tanto que no podríamos vivir sin él. En realidad eso es tan falso como cuando el politburó soviético proclamaba que el pueblo ruso en el fondo había elegido vivir del modo en que lo hacía; “después de todo –decían– tampoco hay tantas deserciones”. Lo cierto es que ni en el universo orwelliano del socialismo real era posible desertar ni en el universo huxleyano del capitalismo «feliz» es posible hacerlo. El coste de intentarlo es, tanto en un caso como en otro, demasiado elevado; sólo al alcance de auténticos héroes. Por eso no seré yo quien me ensañe con las masas. No entraré en el juego de tantos y tantos análisis sociológicos, columnas de opinión y tertulias ilustradas llenas de “somos incorregibles”, “tenemos lo que nos merecemos”, “no se nos puede dejar solos”, etc. Si en el mundo hay mal es, sencillamente, porque hay malvados. Me resulta infame cargar en el debe de todos lo que en realidad sólo es alentado por unos pocos. Sé que desde Hannah Arendt la distancia entre el mal planificado y el mal consentido se acorta hasta lo imperceptible; aceptándose con ello la tesis del «pueblo asesino». Pero creo que en esa tesis se despreció, tal vez por tratarse de algo demasiado asociado al análisis 2

La «permisividad» que se observa hoy hacia los comportamientos agresivos no es más que una consecuencia lógica de que para triunfar haya que ser agresivo. Los rasgos que llevan al éxito social son los que más van a ser recompensados una vez que quienes los poseen toman el mando. Cuando se encumbran individuos agresivo-competitivos tenderán a promover medidas que permitan ejercitar su cualidad con la menor oposición posible. La desregulación económica es una manera de conseguir eso; pero la eliminación de cualquier tipo de control social y la permisividad en general también contribuyen a ello. Para que la comunidad rebaje su estado de guardia frente a la manifestación de los instintos agresivos hay que vestirlos con un hábito que los haga aceptables, normalmente con el discurso de la libertad como telón de fondo. Ya hemos visto cómo el capitalismo hace pasar por libertad lo que no es más que codicia; pero también la equidistancia política, el multiculturalismo, la tolerancia indiscriminada o el culto a la diferencia, todos ellos hijos aventajados del posmodernismo, tienen un lado perverso que teje una red eficaz por donde circula la agresividad vestida de libertad.

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marxista, el peso de la alienación humana. Nunca hay que olvidar que el mal consentido es el primer factor que toma en cuenta el mal planificado en el diseño de sus fechorías. Si no se empieza por debilitar el alma de la gente sencilla y confiada hasta volverla inerte o se la confunde hasta ponerla de su parte, la auténtica maldad, que en realidad anida en muy pocos, nunca provocaría más que crímenes ocasionales y desaguisados menores. Las primeras víctimas del mal planificado son todos los que no participan de esa planificación pero terminan actuando como colaboradores necesarios. Y hay muchas maneras de conseguir eso cuando se dispone de un poder casi ilimitado y de unos sofisticadísimos medios técnicos para la difusión e implantación entre la gente de cualquier verdad interesada. Baste recordar lo que fue capaz de conseguir el régimen nazi solamente con arengas radiofónicas, octavillas y mítines callejeros. Luego, aceptemos la resignación, la conformidad, la ceguera si se quiere, pero nunca la cobardía y todavía menos la culpabilidad. Porque éstas se fundan en el autodesprecio, mucho más paralizante que todo lo demás. Podemos estar dormidos, sobrellevando una vida vana, insustancial e incluso aborrecible, pero no desoigamos todas las llamadas ni nos neguemos a despertar sólo por sentirnos indignos.

Trenes en vía muerta

No puedo cargar contra el género humano, a pesar de tantas pruebas en mi contra, porque el hombre, al final, sólo se tiene a sí mismo. Si lo destruimos por convicción toda esperanza se pierde. Nunca debemos olvidar que seguimos teniendo algo que no se nos puede robar y que es más fuerte que los grandes motivos revolucionarios: el deseo de una humanidad compartida. Es decir, y para expresarlo de una manera categórica: seguimos queriendo ser lo que somos; y eso nos confiere una fuerza que ni los más férreos sistemas de poder han conseguido nunca doblegar. El malestar de nuestra cultura, contrariamente a lo que escribiera Freud, no emana de la represión de los instintos, sino de la coerción del espíritu. No somos hombres y mujeres de presa. Al ser humano no le queda bien el atavío de la fiera: se le rompen las costuras por los cuatro costados. Pero hay que reconocer que el programa deshumanizador puesto en marcha por el neoliberalismo y el posmodernismo ha logrado cotas de alienación en la sociedad contemporánea que superan con mucho a las que obtuvieron otros modelos de dominación a lo largo de la historia. Si por humano entendemos libre, y por libre, moral; cuesta encontrar una época en que la moral haya estado más bajo mínimos. Creo que la revolución debe ser de orden moral. Porque lo que anda detrás de la insostenibilidad ecológica y la insostenibilidad social es una insostenibilidad moral. Ahora bien, ¿cómo aumentar la moralidad común?, ¿cómo hacerla crecer? No hay duda de que esa es la primera pregunta que debe responder cualquier programa de acción que aspire llegar a buen puerto. La historia nos ha enseñado en demasiadas ocasiones que tomar atajos en el terreno de la transformación social, a la larga, sólo conduce a la frustración y a la reproducción de viejos esquemas de dominación vestidos con nuevos hábitos. Cuando hablamos de mejora moral de la sociedad inmediatamente se nos viene a la cabeza el que, por derecho propio, ha de ser el método natural para conseguirlo: educar adecuadamente. Ya los padres de la Ilustración entendieron que sin un programa dirigido a instruir al pueblo, éste nunca sería libre; y de esa convicción nació el enciclopedismo. Hoy se requiere mucho más que simple instrucción, pero sigue pareciéndonos ésta una viga maestra para la construcción del futuro. Muchas personas seguimos pensando que la mejor manera de transformar el mundo pasa por la educación. La fórmula 128


sería bastante simple: ¿y si en lugar de prepararnos para el combate se nos preparara para el encuentro? Pero hay que ser realistas, aplicar esa fórmula significa ni más ni menos que educar contra el mercado. Las instituciones forman parte del sistema y no hay ninguna razón para pensar que, aun contando con reformadores inspirados y voluntariosos, que los hay, se les iba a dejar actuar en contra de los intereses supremos que lo guían: utilidad, rentabilidad y competitividad. En este sentido, más bien habría que decir que se nada contra corriente. Sería inútil abundar aquí acerca del creciente deterioro y de las absurdas contradicciones en las que han ido cayendo los sistemas educativos de un tiempo a esta parte. Algo, por otro lado, que afecta poco a las exigencias del mercado, ya que los «expertos» que éste necesita se forman en entidades privadas enormemente especializadas y al alcance de muy pocos. Para todos los demás se prefiere una formación superficial y acrítica, ya que terminarán en lugares intercambiables de la cadena productiva donde lo mejor que se espera de ellos es que cobren poco y se quejen menos. Nos guste o no nos guste, hay que admitir que el sistema no sólo no está interesado en una mejora moral de la sociedad, sino que ha apostado decididamente en contra de ello. Ya vimos en el capítulo anterior cómo incluso se ha llegado a consagrar una especie de antimoral como guía de convivencia. Por mucho que el discurso oficial se llene de «consumo responsable», «llamadas al civismo», «políticas de género», «alianzas de civilizaciones», «objetivos del milenio», «loas a las ONG», «tolerancia multicultural», etc., está claro que la vía institucional es una vía tan muerta como la vía revolucionaria. En fin, puesto que tanto el tren de la lucha revolucionaria como el de la reforma institucional han quedado varados en vías muertas, montémonos en el tren de la resistencia cívica y tomemos la vía informal. Aún nos queda la movilización comprometida, la participación en proyectos de socorro a través de organismos no gubernamentales, la acción solidaria, las comunidades de base, la denuncia social, las manifestaciones contra la injusticia o la guerra, el apadrinamiento de niños… el «granito de arena». Este libro podría concluir, como otros muchos, con una llamada a la solidaridad ciudadana y una apología de la acción no gubernamental. No cabe duda de que en las actividades de las ONG y de los movimientos sociales alternativos encontramos mucho de lo bueno que todavía es capaz de mostrarnos el mundo. Pero ustedes comprenderán que no hubiera hecho falta embarcarse en un agotador análisis de causas históricas, políticas y económicas, y mucho menos lanzarse a bucear por las procelosas aguas de la naturaleza humana para terminar proponiendo un alistamiento en las fuerzas altersistema o el apoyo, ya sea testimonial, económico o moral, a las innumerables causas justas que se nos van presentando a cada paso que damos. No que ese alistamiento o ese apoyo no sean valiosos, sino que no son suficientes para producir el cambio que estamos buscando. Los argumentos y los motivos que subyacen a las organizaciones no gubernamentales me merecen el mayor respeto –aunque no tanto sus estructuras organizativas y sus modelos de gestión–, pero no han conseguido superar la prueba definitiva: el transcurso del tiempo. Ha sido el tiempo el que ha demostrado que la acción de las ONG es bastante competente para paliar los efectos más dramáticos y virulentos del modelo neoliberal, pero completamente ineficaz para pararle los pies. Y es que en el mundo multidimensional y variopinto de las ONG hay prácticamente de todo, excepto una cosa: la búsqueda audaz del origen del mal y una apuesta sin reservas por un cambio radical del modelo. De hecho, muchas de ellas están firmemente posicionadas en una visión amable del mercado, al que intentan poner de parte de la solidaridad y la justicia social. Una

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especie de intento de domesticar a la Bestia que se contradice a sí mismo de raíz, por más que en el anecdotario localista aporte numerosas pruebas de que se puede rescatar a tal o cual familia o hacer prosperar a alguna que otra pequeña comunidad. El problema radica en que cualquier acción de resistencia y denuncia debe hacerse en medio de la tragedia cotidiana, donde lo urgente lo es tanto que obliga siempre a dejar para otro momento lo importante. Y, lo que es todavía más determinante: cuando hay acción ideológica de por medio las entidades de ayuda o colaboración ni siquiera tienen la oportunidad de acercarse a los lugares donde más se las necesita. Simplemente, no se las deja hacerlo. Unas veces porque su presencia pondría en peligro los intereses estratégicos de las naciones del norte, y siempre porque inquieta a las élites de los países del sur. El argumento de la puerta cerrada, en virtud del cual la actitud diplomática de no irritar a los gobiernos locales es fundamental para acudir allí donde es más urgente hacerlo, es comprensible; pero nunca he entendido la poca beligerancia ideológica y política que todos estos grupos (con notables excepciones, por supuesto) llevan a cabo en el propio mundo desarrollado. No basta con desear otro mundo, hay que denunciar este permanentemente. Es indudable que el filtro de lo políticamente correcto ha ido eliminando o marginando a las organizaciones no gubernamentales más ideologizadas y más contestatarias, tal y como ya lo hizo con las apuestas políticas más audaces. En el contexto actual de la preocupación por el otro todo está permitido, excepto querer cambiar algo. Las organizaciones y movimientos sociales alternativos son elementos que suman en la balanza de lo que nos hace humanos, pero no compensan ni remotamente el avance de las fuerzas que nos deshumanizan. Lo cual no quiere decir que haya que subestimar en modo alguno la labor que innumerables personas llevan a cabo a través de ellos. Una labor de la que depende el día a día de mucha gente, por lo que en ningún caso debería dejar de hacerse (por más que irrite muchas veces la sensación de que toda esa fuerza moral se está invirtiendo en una suerte de juego perfectamente asimilado y controlado por el sistema). En el «haber» de la acción informal hay que anotar el hecho de que la actividad de los cooperantes es, en sí misma, una manera de mostrarle al mundo que hay motivos para actuar más allá del dinero y el éxito social. En otra parte de este libro ya he hablado de los dadores de vida, esos auténticos héroes que iluminan todo cuanto les rodea con su sola presencia y que están permanentemente dispuestos a entregarse a los demás. Todos ellos están movidos por algo tan rancio y anacrónico para la cultura posmoderna como es el amor al prójimo. Y es que, pese a quien pese, no hay nada que pueda con él. Bueno, parece que ahora sí que nos hemos topado con algo capaz de hacer crecer la moralidad común. Nadie le puede negar al «amor al prójimo» el valor de ser el valor por excelencia. Si consiguiéramos que aumentara lo suficiente, la mala voluntad quedaría arrinconada y el mundo funcionaría de manera muy distinta a como ahora lo hace. El capítulo anterior lo concluimos diciendo que la especie humana se había vuelto a colocar, como cuando empezó a dar sus primeros pasos, en una situación en la que tendría que elegir entre «amar o morir». ¿No sería este el momento de afirmarnos en ello y hacer una llamada al amor universal? Esa sería una buena manera de cerrar este libro. Poco original, desde luego, pero perfectamente coherente con todo lo que aquí se ha dicho. ¿Por qué no darle una oportunidad al amor? Invocar la fuerza del amor es de inmediato estimulante; parece como si la misma palabra ya encerrara un mágico poder. Pero todo planteamiento que parta de ahí tiene, de entrada, una prueba en contra bastante rotunda. ¿No ha sido esa la exhortación cristiana durante más de dos mil años? ¿Dónde están los resultados? Si unas pocas décadas

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de acción alternativa han bastado para descartar a los grupos informales como fuerza capaz de oponerse a la globalización, ¿qué decir de dos milenios de concienzuda evangelización sin conseguir que la caridad cristiana abandone los púlpitos y se instale de verdad en el corazón de la gente? La buena voluntad es tan antigua como el propio hombre. De hecho, no existiríamos sin ella. El cristianismo llegó hace apenas un suspiro en cronología antropológica; y no es más que una llamada a lo que siempre nos ha acompañado como seres humanos. Se trata sin lugar a dudas de una doctrina encomiable basada en un relato prodigioso: el de alguien capaz de considerar hermanos suyos a todos los hombres sin excepción y redimirlos mediante el suplicio de la cruz; alguien que muere por los que lo ofenden; que sacrifica la propia vida no para expiar su culpa, sino la de los demás… Como dijo Umberto Eco, aun cuando no fuera cierta la historia de Jesús de Nazareth, el simple hecho de que hayamos sido capaces de inventarla y de que una historia así haya seducido a tantos millones de personas a lo largo de los siglos, ya nos confiere una dimensión de dignidad y grandeza que nos redime de todo lo demás. Pero la llamada que hace el cristianismo es harto exigente y poco realista. Lo que éste propone no es muy distinto a algunas de las cosas que aquí se han dicho. Aquí también se ha hecho una defensa del amor como guía de las relaciones humanas, pero con ello no se estaba perfilando ni mucho menos una propuesta para producir el cambio. Mi postura, al contrario de lo que pueda parecer, no aboga por un buenismo ingenuo. El elogio que en este libro se ha hecho de la bondad y la razón humanas buscaba más refutar ese reduccionismo pesimista que funda la ideología neoliberal que mostrar el camino a seguir. La fe que tengo en el ser humano raya en lo inverosímil, pero creo que he dejado claro que somos demasiado deudores de imperativos biológicos y dictados filogenéticos como para pensar que basta un acto de voluntad, un mero querer, para desembarazarnos de ellos. Sostener, sin más sostén que la conciencia de una humanidad compartida, un proceder justo y generoso hacia los demás, es mucho pedirle a la naturaleza humana. Al contrario, conducirnos como personas antes que como individuos de la especie homo sapiens es realmente difícil, y mucho me temo que en estos tiempos de relativismo y desconcierto moral, todavía más. Puede que seamos capaces de quererlo todo, pero evidentemente no lo podemos todo; y donde menos podemos es en el ámbito de nosotros mismos. Hay que ser honestos y reconocer nuestras limitaciones. Estamos abocados al error y a la flaqueza. Nos pasamos la vida hincando la rodilla ante el poder de nuestros impulsos más primitivos y nuestros deseos más engañosos. Sólo unos pocos son capaces de mantenerse erguidos ante el envite de su lado oscuro. ¡Dichosos ellos! A los demás nos flaquean las piernas con demasiada frecuencia. Esperar que un número significativo de personas se convenzan de que la fuerza del amor puede cambiar las cosas ya es bastante iluso, pero lo es mucho más esperar que lo pongan en práctica. No es sólo que sea francamente difícil mostrar una y otra vez nuestro lado humano, sino que la fibra capaz de tejer una red de interacciones basadas en el respeto y el apoyo mutuos está cortocircuitada en demasiados puntos. No sé si lo que queda de esa red será suficiente para que baste con repararla o, si por el contrario, habrá que volver a tejerla desde cero; pero, en todo caso, no es algo que parezca poder hacerse únicamente con suplicatorias y hermosas palabras.

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Gigante con pies de barro

Todo parece llevarnos a una única conclusión: «no hay nada que hacer». Mirado de un vistazo parece como si las cosas no pudieran ser de otra manera, como si se tratara de una maldición que nos ha tocado vivir. Esa es la realidad que nos aplasta sin conmiseración y ante la que nos sentimos impotentes. Pero no podríamos vivir si no logramos espantarla de algún modo, de ahí que nos apresuremos a subir en alguno de los innumerables tranvías que la exuberancia del mercado pone a nuestra disposición. Y eso sí que lo sabe hacer bien. A llenar el mundo de baratijas y cuentas de vidrio no hay quien le gane. No puede hacer que el mal desaparezca, pero sí consigue que dejemos de verlo. La perversidad está en que el gran problema se erige también en la única solución: sólo podemos escapar de la angustia de vivir en contra de nuestro «ser» adhiriéndonos a aquello que lo aniquila. A cambio de claudicar se nos otorga el don de la ceguera y es borrado de nuestro horizonte visual todo aquello que nos inquieta. Es así cómo la resignación se convierte en conformidad y el mundo se va llenando de espectadores ciegos. Cuando las contradicciones sistémicas no pueden ser enfrentadas con respuestas colectivas la única salida es la solución biográfica. Esto significa que, tras un periodo de resistencia más o menos tenaz, terminamos volviéndonos interiormente también contradictorios. De ese modo la realidad interior adopta la forma de la realidad exterior y se consigue aliviar la tensión. Una vez hecho ese ajuste somos ya seres plenamente adaptados. Desaparece el duelo, nos secamos las lágrimas y empezamos a disfrutar plenamente de la vacuidad consumista. Es básicamente en ese proceso, responsable por otro lado de gran parte de la tristeza que inunda el mundo rico, donde se ha gestado el triunfo aparentemente definitivo del capitalismo3. Donde hay seres vivos hay una actividad encaminada a preservar esa vida: merodeo, caza, olfateo, huida… Si hablamos del hombre esa actividad comprenderá también abrigo, vestido, fabricación de utensilios y armas, recolección de alimentos, etc. Y si hablamos de civilización la susodicha actividad se extenderá a un sinnúmero de necesidades, cada vez más alejadas de las tareas de subsistencia. La actividad de los seres humanos para procurarse lo que necesitan siempre va a tener lugar, sea cual sea el sistema productivo que las canalice. La diferencia entre el capitalismo y todas las otras formas de producción es que aquél no dice quién, cómo ni cuándo hay que hacerlo, sino que se limita a observar en todo momento hacia donde se dirige la gente para idear modos de sacar un provecho de ello. Lo único que pide (o mejor, exige) es que cualquier incremento de valor sea para quien ponga el dinero. Lo que necesita, por tanto, es que la gente esté constantemente moviéndose de acá para allá. De ese movimiento constante extrae el capitalismo el jugo que nutrirá su funcionamiento. El capitalismo se alimenta del plus de movimiento que sobrepasa el necesario para cubrir necesidades de subsistencia. Una vez satisfechas las que nos mantienen vivos no nos quedamos en reposo, como todas las demás. Al contrario, a menudo gastamos nuestras energías en satisfacer apetitos que nada tienen que ver con la superviven3

El malestar psíquico de la sociedad contemporánea es uno de los secretos mejor guardados por el discurso oficial; pero también por los propios ciudadanos. Nunca como hasta ahora se había producido una demanda de ayuda psicológica tan desmesurada, pero tampoco habían arrojado nunca las escalas medidoras de la felicidad unos resultados más halagüeños. Manifestar la propia insatisfacción es una muestra de debilidad severamente castigada en el mundo competitivo de hoy, en el que hay que ser feliz por decreto. Cada cual que lidie con sus tristezas como buenamente pueda, pero que no nos afee el paisaje sacándolas a pasear. Lo que ocurre es que las estadísticas de salud mental, las listas de espera de los psiquiatras y las cifras de ventas de psicofármacos ponen de manifiesto una verdad bien distinta. Si a la búsqueda de ayuda especializada estándar uniéramos todo el malestar que se intenta aliviar con los manuales de autoayuda, la terapia trascendental, el yoga, la homeopatía, los curanderos, la astrología, los consejeros espirituales, los chamanes, etc. ¿qué diríamos de este mundo tan oficialmente feliz?

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cia; incluso descuidando ésta hasta el extremo de ponerla en peligro. Es evidente que el ser humano tiene que nutrir algo más que el cuerpo, y que ese «algo» requiere un esfuerzo y una dedicación que han ido en aumento conforme hemos podido dedicar menos tiempo a la tarea de mantenernos vivos como animales y más a la de cultivarnos como personas. Ese plus de movimiento que nos exige nuestra conciencia racional (al llevarnos más allá de las simples apetencias orgánicas) y nos permite nuestra inteligencia (al capacitarnos para obtener más con menos tiempo y esfuerzo) es lo que ha hecho posible la cultura y la civilización. Sacarle provecho a ese plus de movimiento constituye la esencia del capitalismo. Lo primero que éste hace es preguntarse: ¿qué desean los hombres? Y a continuación… se sienta a mirar. Tras descubrir determinadas señales que le informan de ese algo más que necesitamos los humanos, simplemente idea formas de aprovecharlo. Pero no siempre tiene la paciencia de esperar a que la gente se ponga espontáneamente en movimiento, por lo que intentará forzar la situación de alguna manera para que nadie se quede quieto. Y ahí es donde se ceba en nuestros deseos más indómitos y en nuestros impulsos más indeseables4. Para conseguir sus objetivos el sistema capitalista normalmente lanza señuelos para ver cómo reacciona la gente (mercadotecnia). Si consigue que nos movamos, toma nota e idea la forma de aprovecharlo; pero si no se produce el deseado movimiento, siempre puede forzarlo mediante el engaño (manipulación publicitaria), convenciendo a los poderes públicos para que dicten normas que favorezcan el consumo de determinados productos (corrupción, clientelismo, tráfico de influencias...) o haciendo subir artificialmente los precios de los productos básicos (especulación). Una vez que una línea de generación de necesidades funciona bien, el mercado se lanza a explotarla hasta la extenuación y a convertirla en pura rutina. Desde ese momento ya sólo sirve para consolidar beneficios pero no para generar nuevo valor, por lo que el capital pone sus ojos en otro sitio y vuelve a comenzar el ciclo. Tras 150 años de existencia, el capitalismo moderno ha ido perfeccionando esta dinámica de acción y ahora apenas si necesita esforzarse para mantener a todo el mundo en un febril movimiento del que obtiene unos beneficios nunca soñados. El capitalismo es sólo un «monstruo producido por el sueño de la razón». Simplemente, no es real. Nosotros lo hacemos posible en tanto que se adueña de nuestros impulsos más primitivos. No se trata de una forma «razonada» de producir bienes y servicios. No se rige por unas normas ni por unas leyes. No se ajusta a ninguna estructura preconcebida ni se dirige hacia ningún fin. Le llamamos capitalismo a lo que ocurre cuando las debilidades humanas, capitaneadas por la vanidad y la codicia, se expresan libremente con un resultado contable. No existe el modelo capitalista porque el capitalismo no se debe a modelo alguno. Cualquier otro tipo de economía, desde el primitivo trueque hasta la economía social de mercado, pasando por el feudalismo y el marxismo, se inscriben en una forma de pensar la realidad económica y de pensar el mundo. El capitalismo reniega del pensamiento, al que considera su principal enemigo. Sus supuestas leyes siempre son a posteriori: «si sale bien, la ley queda confirmada… si sale mal, alguien tuvo la culpa». Si un día nos levantáramos pensando que el capitalismo no está ahí y que no estamos obligados a dar los pasos que él nos va marcando nos percataríamos de que su 4 La forma de producción capitalista (y esta es la mayor de sus contradicciones) tiene dos grandes enemigos: la libertad y la felicidad. La primera hace que las personas sean capaces de sobreponerse al consumo compulsivo e irracional y dediquen su tiempo a actividades mucho más gratificantes (aunque mucho menos mercantiles), como leer un libro o pasear con sus hijos. Y la felicidad, incluso en sus formas menos exigentes, supone un estado de satisfacción vital, de estar conforme con lo que se tiene, que es plenamente contradictorio con ir de aquí para allá rebajando pulsiones consumistas. El capitalismo, para funcionar bien, necesita de una sociedad infeliz y escasamente libre.

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fuerza para obligarnos es nula. Recordemos a Max Weber: “El hombre es un animal inserto en tramas de significación que él mismo ha tejido”. Si el capitalismo no lo creáramos cada día, entonces no existiría. Si concebimos la revolución como algo que nos permita detener esa creación, entonces se desvanecería. Como cualquier otra pesadilla, está dentro de nosotros. Pero como en toda pesadilla, cuando brilla un rescoldo de lucidez, por efímero que sea, nos damos cuenta de que podemos detenerla, cambiar su curso, convertirla en sueño inocuo. El capitalismo lo creamos nosotros, pero luego es él quien nos crea. Como en la metáfora de la película Matrix, donde el hombre real creó la máquina que terminaría creando al hombre virtual, el capitalismo termina adoptando la forma de un Leviatán poderosísimo, ubicuo e ineludible, en virtud del cual todo lo que quiera existir ha de hacerlo a su manera. Pero eso no lo hace más real. Sus teorías, sus instituciones y sus instrumentos parecen más creados para darle carta de naturaleza a ese universo virtual que porque realmente sirvan para algo. Si existen es para que parezca que hay todo un poder alrededor del sistema dispuesto a defenderlo. Son contradictorios en sí mismos. Nadie le encontraría ningún sentido ni le haría el menor caso a una cuadrilla de pintores que dicen estar especializados en pintar las nubes. El capitalismo, llegue lo lejos que llegue, no deja de ser un gigante con los pies de barro. Sólo existe porque hay una convicción íntima en millones de personas de que hay que vivir de esa manera. Su fuerza nace de haber conseguido organizar lo imperceptible y orientarlo en una determinada dirección. Pero si consiguiéramos orientar eso mismo en una dirección diferente surgiría algo distinto del capitalismo. Y fuera ello lo que fuera, lo haría de forma tan espontánea y natural como ahora se engendra éste. Dejemos por ahora de lado qué sería lo que terminaría tomando forma si el manantial de donde se nutre el capitalismo dejara de manar. De lo que hay que dejar constancia es que donde hay que apuntar no es a líderes maquiavélicos, a grandes estructuras de poder o a organismos internacionales siniestros que se han confabulado en contra de la humanidad. Si reuniéramos las fuerzas suficientes y nos lanzáramos a destruir esos entes fabulosos que parecen controlarlo y dirigirlo todo, el empeño, aun coronado con el éxito, serviría de poco. Antes o después volverían a reproducirse. Y lo harían porque entre todos volveríamos a crear las condiciones básicas para que se reprodujeran. No es necesario recordar en qué se han terminado convirtiendo todas las revoluciones sociales de la historia. El problema reside en que cuando pensamos el «sistema» siempre nos ponemos a hacer inventario de las fuerzas que ejercen algún poder sobre nosotros: los tiranos, el capital, las multinacionales, los ideólogos serviles, los líderes obsequiosos y corruptos, los centros de producción y difusión de mentiras, los falsificadores de la moral… Nunca nos paramos a preguntarnos lo más básico: ¿de dónde toman todos ellos ese poder? No hay leyes ni ejércitos que nos obliguen; ningún duende malvado nos susurra al oído lo que tenemos que hacer ni se nos amenaza con severos castigos si decidimos no hacerlo. El error está en mirar a nuestro alrededor, cuando lo cierto es que el enemigo lo llevamos dentro. Sobre lo que hay que actuar no es sobre personas o instituciones, sino sobre tendencias y rutinas. Si reenfocamos éstas, aquéllas cambiarán solas. Es en el interior de todos y cada uno de nosotros donde hay que mirar.

El enemigo invisible

Después de lo dicho parece claro que lo primero que tenemos que hacer es identificar ese «algo» imperceptible de donde toma su aliento el orden social y económico que nos 134


gustaría transformar. Si en los capítulos anteriores he conseguido argumentarlo con bastante claridad ya se debería estar sobre la pista. Ahora tal vez se entienda mejor por qué este libro ha insistido tanto en sacar a la luz aspectos recónditos de la condición humana y en desentrañar el modo en que se gestan nuestros motivos más profundos. Si no se tuviera en cuenta todo eso, lo que se va a decir a partir de ahora podría parecer un desvarío intelectual o una broma pesada. En el capítulo anterior dijimos que el hombre lo quiere todo. Estamos constituidos para no detenernos: siempre esperamos más, aspiramos a algo más; sea lo que sea lo que ya hayamos conseguido. El motor de ese movimiento sin reposo que nos caracteriza es el deseo de «ser»; o, si se quiere, la necesidad de existir. Propuse la angustia de la soledad como sustrato metafísico de esa necesidad básica porque no sólo explica la insaciable ambición humana sino que también da cuenta de la sed que tenemos de reconocimiento ajeno. Representamos las más irrisorias farsas, adquirimos objetos inútiles o superfluos, nos embarcamos en absurdas empresas, escalamos montañas cuya cima se aleja conforme avanzamos… Todo para «ser vistos». ¿Qué otra cosa puede haber detrás de esa agitación histriónica que significa vivir? No más que una delirante cacería de miradas. El afán de reconocimiento es lo que está detrás de todo movimiento humano que va más allá de la satisfacción de necesidades básicas. Al margen de éstas, nadie busca nada que no sirva para obtener un plus de reconocimiento. En el fondo no se trata más que de una necesidad primordial de pertenencia, de formar parte de algo que nos libere de la insoportable experiencia de vernos arrojados y solos ante la urgencia inaplazable de «existir». Basta con imaginar la vida sin nadie a nuestro alrededor, o llena de personas ignorantes de nuestra presencia, para que se desencadene en nosotros una ansiedad insoportable. Para aliviar el peso de la soledad estamos abocados al «otro». Esto significa que nadie puede prescindir de nadie porque nadie es nadie si no es a través de alguien. Ahora bien, como ya dijimos, hay dos formas de obtener reconocimiento; o, si se quiere, dos maneras de «contar» con los demás: como espectadores pasivos de nuestra ridícula bufonada o como coprotagonistas de esa gran obra común que es la existencia humana. Pienso que el sistema de libre mercado ha conseguido orientar ese impulso primario que nos empuja a ser reconocidos por los demás en una única dirección: la de la competencia y el éxito a través de la confrontación de todos contra todos. El materialismo consumista nos confunde en cuanto a la manera en la que podemos cerrar la herida de la soledad. Nos asegura que la mirada ajena siempre se queda hipnotizada ante la ostentación, el lujo y el encumbramiento social, por lo que hay que tender a esos «bienes» a costa de lo que sea. Quien más batallas gana a los demás y más riqueza consigue exhibir es quien más existe. No se trata de una simple metáfora, sino de una realidad incontestable. Quien no está posicionado de algún modo en la carrera por el éxito y el poder es literalmente «invisible». Pero, en contrapartida, todos los que así logran «ser vistos» se convierten inmediatamente en esclavos de los demás. Entre otras razones, porque esa es una manera de obtener atención ajena que vincula mucho más a quien la recibe que a quien la otorga. El capitalismo, puesto que sólo sirve para producir y multiplicar bienes tangibles, tiene una única manera de aplacar el deseo de «ser»: la acumulación del máximo posible de esos bienes. La intención no es tanto poseerlos como usarlos como moneda de cambio: se exhiben para provocar admiración o se usan para alcanzar posiciones de poder, de las que también se espera obtener un plus de reconocimiento. Si el capitalismo sólo fuera un sistema productivo y no un sistema integral de vida, la posesión de bienes materiales por encima de los necesarios para asegurar un sustento digno resultaría tan

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ridículo como ver a alguien rotulando las aguas del mar con una vara o saliendo con una red a cazar viento. Pero como hemos dicho, ha conseguido crear la falacia de que las otras necesidades, las que son específicamente humanas, también se satisfacen a través de esos bienes. En pocas palabras, su máxima es la de que todo lo puede comprar el dinero. O, a la inversa: cualquier cosa, material o espiritual, se puede capitalizar. Nadie es tan obtuso como para creer eso en su fuero interno. Bastan unas cuantas experiencias de la vida cotidiana (de cualquier vida cotidiana, por risible y artificiosa que sea) para echar por tierra ese materialismo reduccionista y ridículo. Sin embargo, sea como fuere, eso es lo que ha terminado imponiéndose; y eso es lo que hay que tratar de desmontar. El gigante de la mercantilización absoluta no es más que la forma visible y operativa de una dinámica intrapsíquica dirigida básicamente por impulsos primarios: afán de distinción, deseo de destacar sobre los demás, ansiedad por ser admirados y valorados... Es de aquí de donde arranca mi propuesta para promover un cambio capaz de generar un mundo más humano que el que ahora tenemos. La cuestión se situaría, por tanto, en ver si hay algún modo de reorientar el impulso de ser reconocidos, de sacarlo del ámbito de la competencia y la vanagloria. Si consiguiéramos que se impusiera un modo humano antes que un modo instrumental de tener en cuenta a los demás y de que éstos nos tengan en cuenta, no sólo lograríamos «existir» de una forma mucho más plena y satisfactoria, que es equivalente a decir que seríamos más felices, sino que el sistema de relaciones basado en la preponderancia de unos sobre otros comenzaría a desvanecerse solo y a ser sustituido por otra cosa. ¿Cómo podríamos lograr eso? Lo primero que se nos ocurre es volverle la espalda al mercado: no hacer lo que nos dice que hagamos y no comportarnos de la forma competitiva en que quiere que nos comportemos. Para ello habría que orientar nuestra conducta en función de unos parámetros completamente distintos a los que ahora hacen que nos pongamos en movimiento. Esto implicaría llevar a cabo una resistencia personal y activa ante los señuelos del capitalismo: abandonar el consumo competitivo, el afán de subir peldaños en la escala social o los pequeños pecados de vanidad a los que se nos tienta constantemente. Se trataría de un ejercicio de autocontrol, de dominar nuestros propios impulsos cada vez que fueran estimulados por el ambiente de rivalidad y egolatría en el que ahora se vive. Habría que resistirse a jugar el juego de los espejos mediante el que se articula el sistema de libre mercado, y del que ya hablamos en el capítulo sobre la felicidad. Ahora bien, ¿es esto posible?, ¿no se trata de algo tan poco realista como la invitación al amor? Tal vez incluso menos realista, puesto que estamos hablando de una renuncia al «ego» prácticamente imposible de llevar a cabo si no se renuncia también a otras muchas cosas. La mística oriental nos enseña que desprenderse del «ego» es el colofón de un arduo y largo camino de renuncias que lleva a una desvinculación de casi todo (incluido el prójimo, por el que se puede sentir una compasión infinita pero por el que no se hace absolutamente nada). Incluso si nos fijamos en los intentos mucho menos exigentes de ejercer la opción del autocontrol como pueden ser las llamadas al consumo responsable, a la participación cívica, al cuidado del medio ambiente o a boicotear productos manchados de inhumanidad, nos damos cuenta de que el número de adhesiones, llamémosles permanentes, a todas esas causas justas es prácticamente irrelevante en relación con lo que sería necesario para que el sistema se viera realmente amenazado. El problema es, de nuevo, que es mucho más fácil decirlo que hacerlo. Suponiendo que una gran mayoría de gente de buena voluntad comprendiera y aceptara que ésta es una buena manera de producir un cambio global, practicar el autodominio y desvincularse del artificio y la farándula que florece en torno a la sociedad de consumo es

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demasiado pedirle a la condición humana. Los reclamos y cebos del capitalismo siempre se dirigen a nuestra zona oscura, allí donde los instintos más primitivos se afanan por hacerse valer. Creo que se trata de algo tantas veces experimentado por todos que no por poco reconocido deja de ser menos real. Y ya hemos dicho lo difícil que es desprenderse del homo y quedarse con el sapiens... Así pues, no nos queda otro remedio que seguir buscando. El que acabamos de describir es un modo de perseguir el cambio, llamémosle, en positivo. Implica un «dirigirnos a» valiéndonos de nuestras propias fuerzas; una opción personal que es independiente de lo que hagan todos los demás. Si yo me comporto humanamente con mi entorno y mis semejantes habré hecho que eso que hemos llamado moralidad común se vea incrementado, aunque sólo sea infinitesimalmente. Si cada vez fueran más los que proceden de esa manera el nivel de la moralidad común terminaría alcanzando una cota a partir de la cual posiblemente el sistema se vería desprovisto de su savia natural y empezaría a resquebrajarse por todos lados. Se trataría de llegar a eso que se conoce como «masa crítica», el punto a partir del cual un flujo de energía cambia de dirección o un sistema de fuerzas se reordena completamente. El «programa», en sí, no tiene un solo pero; excepto lo que ya hemos dicho acerca de lo difícil que es ejercer el dominio sobre uno mismo; sobre todo cuando se trata de hacerlo de forma sostenida, una y otra vez, sin bajar la guardia en ningún momento. ¿No habría otra manera, diríamos… más asequible, de elevar nuestro nivel de humanidad compartida? Vamos a ver ahora otro modo, esta vez en negativo, de dirigirnos a nuestro objetivo. ¿Qué pasaría si en lugar de afanarnos en una lucha contra nosotros mismos, las más de las veces abocada al fracaso, nos ocupásemos de la conducta de los demás? ¿Y si en lugar de vigilar nuestras tendencias indeseables hiciéramos lo propio cuando esas tendencias asoman en los otros? Desde luego, esperaríamos de ellos que también se ocuparan de ponerles freno a las nuestras; por lo que se trataría de una estrategia de ida y vuelta. Creo que este método estaría más en sintonía con nuestra forma «natural» de proceder. No en vano somos mucho más hábiles detectando la paja en el ojo ajeno que la viga en el nuestro. Pero lo más importante es que, si hiciéramos eso, el resultado, sobre todo a largo plazo, sería idéntico al que obtendríamos con el autocontrol; pero el método para ponerlo en práctica se me antoja infinitamente más asequible y estaría al alcance de mucha más gente. No hay que olvidar que lo que ahora estamos haciendo es justo lo contrario a eso. No dejamos de estar pendientes de los logros mundanos de los demás; ya sea para admirarlos, envidiarlos o criticarlos. Lo que conseguimos con eso es avivar la «hoguera de las vanidades», el lugar donde se fraguan la ambición y el egoísmo humanos. Es en los pequeños actos de admiración o asombro ante las posesiones y el éxito ajenos donde tiene su origen la espiral de vanidades que termina en los grandes actos de avidez y atropello perpetrados por los más poderosos. Si recordamos el concepto de banalidad del mal que nos legara Hannah Arendt, el «Gran Mal» no es tanto el resultado de la actividad enfebrecida de unas pocas mentes diabólicas como de la rutina de infinitas mentes cuyo mayor pecado es no plantearse nunca las consecuencias de actuar de tal o cual modo... ¡Hagamos que se lo planteen! ¿Qué se está proponiendo? En primer lugar, reconocer que el modelo mercantilista ha logrado poner a su favor la universal necesidad de reconocimiento ajeno, circunscribiendo su búsqueda al ámbito de la codicia y el éxito social. En segundo lugar, asumir que el enemigo lo llevamos dentro..., y lo llevamos todos. En tercer lugar, reconocer que aceptar rutinariamente las reglas del juego competitivo, aunque sea en sus

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formas de menor intensidad, conlleva un elemento de complicidad que potencia la espiral de devastación ética que está arrasándolo todo. En cuarto lugar, admitir que emprender una lucha personal y solitaria para refrenar los impulsos primarios de los que se nutre el modelo que queremos transformar, sobre todo tras haber sido enmascarados de mil y una maneras por el mercado, es tarea de héroes o de santos antes que de simples mortales. Y, en quinto lugar, adherirnos a un método de lucha mucho menos exigente en el que cada uno se convierte en un muro de contención para los demás. No se trata de una guerra de buenos contra malos, sino de todos contra todos. Seamos centinelas antes que santos. Posiblemente no seamos capaces de detener a la bestia cuando brota de nosotros mismos, pero hacerlo cuando lo hace de los demás no es tan difícil. Si la gran fuente de dolor en el mundo es la codicia, que se articula a través de la violencia; y su sustrato psicológico es la vanidad, que bebe de la mirada ajena, el plan de acción no puede ser más simple: sequemos en su raíz toda actitud prepotente, toda conducta arrogante, todo ejercicio de presunción, todo recurso a la fuerza, todo menosprecio del «otro». Y hagámoslo con la máxima educación, sin la más mínima acritud: un simple «lo siento, no me interesa», o darnos sencillamente la vuelta pueden bastar. El principio de la acción debe ser el de la desatención, el desoímiento y el desinterés; en pocas palabras y gráficamente: desviar la mirada. Si se ignoraran mayoritariamente las conductas que son emitidas para dar una satisfacción engañosa a los deseos de reconocimiento o para dejar sentado que se está de algún modo por encima de los demás nos daríamos cuenta de lo fácil que es, en el fondo, detener a la bestia. Y no sólo quedaría maniatado el “Viejo Adán que todos llevamos dentro”, como gustaba llamarlo Aldous Huxley, sino que también le pararíamos los pies a esa Gran Bestia que es el mercantilismo libre y soberano. Con sólo ignorar los logros mundanos, la posesión de objetos materiales, las actitudes soberbias, la búsqueda de aprobación a través del éxito, los gestos dominantes, las conductas ostentosas, el abuso de poder o cualquier otra manifestación perversa del «yo» para obtener atención de los demás, se secarían las fuentes de donde bebe el sistema capitalista. Desviar la mirada desactiva en su raíz toda conducta prepotente y le quita su razón de ser al afán competitivo. Quien ahora lleva hasta sus extremos ese modo de forzar la atención de los demás para sentirse «alguien» no tendría otro remedio que ir buscando otra manera de conseguir su cuota de reconocimiento. Desviar la mirada, sencillamente, puede cambiar el mundo. Me parece estar viendo la cara de perplejidad de muchas personas tras acabar de leer esto. «¿Así que esta era la fórmula? ¿Es así como vamos a transformar el mundo? ¿Cómo es posible decir que algo tan humilde puede vencer a algo tan poderoso?» En fin, soy consciente de que mi propuesta no es nada espectacular; que no se trata de un programa de acción capaz de enardecer los espíritus combativos ni de una tesis resplandeciente sobre el devenir histórico, pero me gustaría invitar a una pequeña reflexión acerca de ella. Si alguien duda de la fuerza que tiene la atención de los demás en la génesis y el mantenimiento de nuestra conducta que intente imaginar qué haría, tras haber cubierto sus necesidades de subsistencia, en una isla desierta o en una ciudad deshabitada. No hay nada que nos motive más que una respuesta positiva de otro ser humano. A veces, ni siquiera es necesario que esa respuesta sea positiva; basta con que se dé. “Ladran Sancho, luego cabalgamos”, le decía Don Quijote a su escudero, orgulloso de verse pisando tablas en su particular teatro de la existencia. Decir que la vanidad mueve el mundo no es decir nada nuevo. Ya el bíblico Eclesiastés lo dejó establecido de forma tan rotunda como elocuente. Sin embargo, vislumbrar lo que eso significa realmente y las posibilidades que encierra es una cuestión

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muy distinta. Hasta ahora parece que el libre mercado ha sido el único que ha sabido sacarle partido a una máxima que es tan vieja como el propio hombre. Y lo ha hecho sin necesidad de postulados filosóficos ni tesis antropológicas, sino por el simple método del ensayo y error. Ahora bien, toda forma de dominación que se sustente en la voluntad íntima de los dominados tiene un punto débil incontestable: la posibilidad de que esa voluntad empiece a cambiar. La enorme carga ideológica y propagandística que produce el capitalismo acerca de nuestra incontestable (e inconfesable) forma de ser busca, por encima de todo, protegerlo ante esa posibilidad. Uno de los empeños más denodados de este libro ha sido, precisamente, desmontar el reduccionismo antropológico con el que se nos encasilla. Nuestro destino no es vencer a los demás para brillar rutilantes y solitarios, sino encontrarnos con ellos para resplandecer juntos. Pero ni siquiera sería necesario convencernos de esto para pasar a la acción. Podríamos estar profundamente convencidos de que no hay nada mejor que reunir un buen capital y darle placer al cuerpo, y sin embargo constatar que no servimos para esa suerte de empresa; o no encontrarle el más mínimo sentido al consumo atolondrado y la acumulación de objetos; o admitir que el modelo actual nos lleva directamente al abismo; o sentirnos dolidos y perturbados por la suerte de tantos millones de seres que son condenados cada día a la exclusión y el olvido. Cualesquiera de esas condiciones debería bastar para apostar por un mundo distinto. Sabemos perfectamente qué clase de mundo resulta de dar rienda suelta al instinto; de dejarlo todo en manos de la ambición; de glorificar la competitividad y santificar la codicia. ¿Qué mundo surgiría si hiciéramos todo lo contrario? Creo que si algo puede prometer mi propuesta es que haría brotar un mundo diferente del que ahora tenemos. Aunque sólo cuento con la prueba a contrario para demostrar esto. Pienso que si empezaran a fallar la prepotencia y el autobombo en la búsqueda de reconocimiento la gente empezaría a intentarlo por otro sitio, y no tendría otro camino que el de la generosidad y el respeto por los demás. Si lo primero genera un modelo violento de convivencia y permite el medraje de los peores enemigos del progreso humano; lo segundo, necesariamente, produciría lo contrario. El mundo comenzaría a definirse en función de unos parámetros opuestos a los de ahora: solidaridad en lugar de competitividad, apoyo mutuo en lugar de individualismo, confianza en lugar de miedo, redistribución en lugar de acumulación, comunidad en lugar de adición gregaria, mansedumbre en lugar de violencia, humanidad en lugar de brutalidad... ¿Demasiado optimista quizá? Bueno, no podía ser de otra manera, puesto que una de las fibras neurálgicas de este ensayo es el optimismo incondicional acerca de la condición humana y una creencia ciega en nuestras posibilidades. Sin embargo, pienso que no se trata de algo disparatado. Es razonable suponer que unas relaciones entre las personas impulsadas por fuerzas antagónicas a las que ahora las impulsan darían lugar a unos modos de organización, unas instituciones y unas normas muy diferentes; o, en todo caso, a un funcionamiento mejor y más honesto de las que ahora tenemos. Se trata, por otra parte, de una práctica habitual en la vida cotidiana de todo el mundo. Todos hemos experimentado el poder casi mágico que tiene la desatención para modificar las conductas instrumentales en los niños (y en los no tan niños). Y en el plano social no constituye ni mucho menos una fórmula nueva: ya nuestros ancestros la practicaron con éxito cuando la dependencia de unos hacia otros era crucial para la supervivencia. Antes del dominio de la agricultura si alguien lo bastante fuerte o lo bastante diestro con las armas decidía adueñarse de lo común o imponer su voluntad a los demás, antes o después era abandonado y terminaba «reinando» en soledad5. 5

Marvin Harris, el antropólogo que mejor y con más acierto ha estudiado la transición de las sociedades prehistóricas igualitarias y distributivas a las sociedades jerarquizadas y competitivas, asegura que la forma habitual que tenía el

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Esta propuesta cuenta con dos activos por encima de todo: apela a la buena voluntad, que es infinitamente más abundante que la maldad en el mundo; y confía en la fuerza irresistible que pueden tomar los procesos de cambio cuando es una muchedumbre suficiente la que modifica, aunque sólo sea de modo imperceptible, su forma de proceder. Pero cuenta con otro activo mucho más determinante en lo que a su puesta en práctica se refiere. Desviar la mirada ante conductas de superioridad reduce la frustración porque supone una afirmación personal ante la prepotencia ajena. El fundamento último para su práctica es también un cierto ánimo o voluntad de afirmación, de no dejarse avasallar. Cuando estamos ante una actitud engreída o una conducta vanidosa estamos siendo víctimas en realidad de un acto de fuerza por el cual se nos exige la aprobación y hasta la humillación: «¡eh, mira lo que he conseguido, soy mucho más que tú y debes reconocerlo!». Lo mismo sucede cuando alguien trata de manifestar su superioridad apelando a la raza, el sexo o el estatus. Una respuesta de indiferencia lo que hace es devolverle el golpe a un competidor empedernido: «puedes creerte lo más, pero para mí ni existes». En este sentido, esta línea de acción tiene algo de pacto con el diablo. El acto de ignorar al «otro» cuando se manifiesta guiado por sus instintos (recordemos que el afán de notoriedad, la ambición o la vanidad sólo son elaboraciones más o menos complejas de los viejos instintos de dominación y de pertenencia) aumenta la humanidad en su conjunto, pero no es un acto humano en sí mismo. Al contrario, puede que no sea más que otra forma de enaltecimiento del «yo». Pues bien, eso es precisamente lo que la haría eficaz. Esta es la paradoja del desafío que estoy proponiendo: produciría consecuencias antagónicas a las del actual sistema sin contravenir su principio último, el de la competitividad. Nos agarraríamos a lo mismo que se agarra el modelo capitalista y que tanto poder de ordenación social tiene, pero con la gran diferencia de hacerlo conscientemente y con la voluntad de querer dirigirnos a otra parte. Es a esto a lo que me refería al decir que tendríamos que orientar lo imperceptible en otra dirección; no frenarlo ni reprimirlo, sino simplemente reconducirlo.

Jugar no nos cuesta nada ¿Un moobing mundial a la vanidad y la ambición? ¿Es eso posible? Desde luego, yo creo que lo es; si no, no me hubiera tomado la molestia de escribir este libro. De entrada, pienso que la estrategia que se está proponiendo tiene algunas innegables ventajas: no requiere de complicadas estructuras organizativas para ponerla en marcha; está al alcance de cualquiera que tenga uso de razón; exige muy poco de cada cual, pudiendo ser en muchas ocasiones gratificante en sí misma; no es violenta y ni tan siquiera rupturista; no requiere intelectualización ni está atada a abstracciones ideológicas o políticas; en fin, no le pide a nadie que se sacrifique en el asalto del Palacio de Invierno, sino que espera y confía en que se desmorone solo… La cuestión, para mí, no se situaría en si puede o no ser eficaz, sino en la forma de ponerla en práctica. Aunque estoy convencido de que eso tampoco entrañaría demasiadas dificultades. ¿Acaso no ha hecho Internet que vivamos todos en una gran aldea global? ¡Aprovechémonos de ello! No dejaría de ser llamativo que la herramienta que ha permitido que se globalice la codicia a través de la circulación vertiginosa y descontrolada del capital pudiera ser también la que sirviera para frenarla. grupo de reaccionar ante quien se levantaba un buen día diciendo que la tierra sobre la que acampaban o la caza de los alrededores le pertenecían de algún modo, era no hacerle el menor caso, levantar el campamento y marcharse a otro sitio… y que el aspirante a reinar disfrutara plenamente de sus dominios.

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Sin embargo, pienso que mi misión ha concluido. No es este libro el lugar adecuado para pormenorizar los detalles y articular la acción. Sus principios básicos están ya dichos, pero habría que afinar mucho más si se quiere pasar de la teoría a la práctica. Y esa no es tarea de una sola persona, sino de muchas. El manual de uso tendría que ser escrito por todos. Me gustaría invitar desde estas páginas a todos los hombres y mujeres de buena voluntad a los que haya sido capaz de convencer a que recapaciten y debatan acerca de ello. Sería para mí una recompensa de valor incalculable que tal debate tuviera lugar. Y para dar entrada a ese debate permítanme concluir este ensayo exponiendo algunas premisas que creo que habrían de ser tomadas en cuenta: Confianza. Ésta propuesta tiene, a primera vista, un aparente punto débil. ¿Cómo hacer llegar sus efectos a quien es más necesario hacerlo? Porque la desatención, en principio, es una conducta de tú a tú. Es fácil actuar allí donde es capaz de llegar la acción directa: el amigo, el hermano, el compañero de trabajo, el tendero… ¿Pero cómo conseguir que los verdaderos amos del mundo sientan el aguijón de la indiferencia? Con respecto a esto, pienso que el principio de irradiación, que ha hecho que los valores y los anhelos de los más poderosos se hayan extendido por toda la sociedad, también funcionaría en sentido contrario; aunque reconozco que se trata sólo de una esperanza. Los distintos estamentos sociales no son ya tan impermeables como en otras épocas y es razonable suponer que, una vez en marcha, el proceso terminaría por penetrar en cualquiera de ellos. Hay numerosos foros de encuentro donde se da una gran transversalidad social: las universidades, los partidos políticos, los clubes deportivos, las asociaciones, las logias, las hermandades y cofradías, etcétera. De todos modos, aunque no hubiera cauces directos para actuar sobre los poderosos, sí que contamos con numerosas maneras de hacerles llegar indirectamente lo que pensamos y sentimos acerca de sus ansias y sus motivos, de lo que tienen y de lo que pueden. Desde ignorar los actos sociales con los que se muestran al mundo hasta dejar de comprar los productos con los que amasan sus fortunas; desde no invertir un solo céntimo en sus imperios financieros hasta negarnos a intervenir en una conversación en la que se hable de ellos. No lo olvidemos, todo acto de vanidad es un acto recíproco; nunca se da sin espectadores, aunque su conexión con éstos sea remota y poco evidente. Por otro lado, aunque es difícil alcanzar directamente a los que manejan los hilos de la economía mundial, sí que estamos en condiciones de incordiar a los otros dos grandes pilares en los que se sustenta el sistema: tanto los ideólogos como los gobernantes están entre nosotros y son susceptibles de ser ignorados con bastante facilidad. Si hiciéramos alguna mella en la guardia pretoriana del capital estaríamos torpedeando su línea de flotación. Quien quiera seguir cantando las alabanzas de un sistema suicida y genocida, allá él, pero que no cuente con mi atención; y que mucho menos cuente con ella quien tiene poder para obstaculizar sus desmanes y sin embargo mira para otro lado o colabora impúdicamente con él. Hay que confiar, sobre todo, en la enorme fuerza que tienen los procesos movidos por conductas de masas, por pequeños que sean; en la gran capacidad de transformación que tienen esos pequeños, imperceptibles actos, cuando son multitudes las que los realizan. Alternativa. El principio de la acción es desatender, ignorar y pasar por alto cualquier gesto o acción que le robe sustancia a la condición humana; cualquier palabra u obra que nos animalice. Pero no podemos quedarnos ahí: no sólo hay que desatender los ac-

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tos soberbios, sino que hay que reforzar los actos humildes y generosos. Es tan crucial ignorar a la bestia cada vez que asome de su guarida como lo es tender una alfombra de flores a cualquier muestra de humanidad. La necesidad de «existir» es la necesidad más primordial del ser humano, y nadie debe perder el derecho de seguir contando para los demás. Si cortáramos la fuente de reconocimiento de la que ahora bebemos casi todos sin ofrecer una alternativa se generaría un caudal de frustración en la sociedad que terminaría desbordándose por todos sitios. Lo que hay que conseguir es que la bondad, la solidaridad y el respeto por los demás se conviertan en las grandes estrellas del intercambio social. No sería tan sencillo como lo es confundirnos mediante la exaltación del instinto y la estimulación de las pasiones, pero tampoco es imposible. Hemos aprendido tantas cosas y hemos dominado tantas artes que una más no tiene por qué ser demasiado. El mundo jamás se movería por impulsos altruistas… ¿o sí podría hacerlo? Quien emprendiera o participara en cualquier actividad que reporte un beneficio social recibiría la atención y la admiración que ahora sólo le damos a los que levantan imperios económicos movidos por su afán de lucro o alcanzan la fama pública impulsados por su egolatría. ¡No sigamos haciendo que se sientan héroes quienes menos lo merecen! Conocimiento. ¿Es posible saber qué es o no digno de indiferencia? ¿Quién, en medio de tanta confusión moral y tanto desconcierto vital es capaz de trazar los límites entre lo que nos eleva y lo que nos arrastra? En principio, todos sabemos reconocer una conducta ufana o prepotente; pero habrá, sin duda, distintas sensibilidades. No todos cuentan con los mismos recursos mentales y morales. Algunos comprenderán desde el principio y otros no entenderán prácticamente nada. Aunque es completamente absurdo intentar confeccionar un catálogo de conductas indeseables a las que aplicar el principio de la desatención, sí podemos al menos delimitar grosso modo las actitudes instrumentales para con los demás que deberíamos intentar erradicar. Éstas son de tres órdenes: las que buscan a toda costa el reconocimiento ajeno (el autobombo, la vanagloria o la presunción); las que se encaminan a una afirmación del «ego» (el egoísmo, la arrogancia o el abuso de poder) y las que alimentan los instintos identitarios (la xenofobia, el machismo o el nacionalismo excluyente). Pero no se trata sólo de combatir esas actitudes instrumentales, sino también el rol de espectador ciego. Decía Petruska Clarkson que “es espectador quien presencia sin enfrentarla una broma racista, misógina u homófoba; quien no se ocupa de un compañero de trabajo afectado por el stress o el bournout; quien no se involucra activamente en una situación en la que otra persona necesita ayuda”. Suele pasar desapercibido, pero la banalidad que se ha apoderado del mundo actual se gesta en innumerables charlas de cafetería, coloquios de mercado y conversaciones de peluquería. Si es mucho más relevante la boda de una persona de éxito que las acciones de solidaridad y rescate que puedan necesitarse en un momento dado para socorrer a un país azotado por la guerra o por catástrofes naturales es porque esas «inofensivas» tertulias callejeras lo están imponiendo así. ¡Quitémosles ese poder! Y todavía peor que el espectador ciego es el forofo incondicional: quien no tiene más tema de conversación que el dinero o el modo de obtenerlo; quien admira bobaliconamente el lujo y la ostentación; quien se pasa la vida escudriñando la vida de los famosos; quien se derrite ante las ristras de ceros de las cuentas corrientes de los millonarios. Son principalmente los forofos incondicionales quienes, de un modo u otro, emiten las señales oportunas para que los cegados por la codicia confirmen que están siendo «vistos».

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No violencia. Si hay una premisa que considero innegociable para la puesta en práctica de mi propuesta es la de la no violencia. No hay nada más contradictorio que querer cambiar un modelo violento empleando la violencia. Combatir la violencia con violencia es tan nefasto como querer atajar los males que ocasiona el mercado con más mercado. Si lo que queremos disolver son las formas violentas con las que ahora se nos empuja a relacionarnos, hay que tener muy claro que cualquier recurso a la fuerza sólo las afianzaría. La violencia no es apta ni como método principal de lucha ni como forma de apoyo para acelerar el cambio. Muchos piensan que hacer estallar una bomba, quemar automóviles o destrozar escaparates tiene el efecto inmediato de generar inquietud entre las clases acomodadas e insensibles. Proponer cosas así se considera realista y tiene el atractivo añadido de arremeter contra quienes más lo merecen. Pero eso no haría más que desvirtuar la acción y entorpecer la consecución de nuestros objetivos. Tal vez se piense que el acto de ignorar la conducta ajena con el propósito de que deje de emitirse es también una manera de forzar al «otro», pero nada más lejos de la verdad. Lo que buscamos con la desatención es un incremento de la carga humana a la hora de relacionarnos. Quien se deja arrastrar en su proceder por impulsos primitivos es quien está aportando el componente violento a la interacción social. No puede pretender que los demás estén pendientes de sus bufonadas o aprueben sus bravuconadas; no tiene derecho a sentirse víctima si no se le hace el menor caso. Nadie le niega la opción de abandonar ese camino. Suya es la elección: ser o no ser; existir entre los hombres o vagar entre las sombras. Hay, por último, un fuerte motivo de carácter práctico para rechazar de plano cualquier recurso a la fuerza. Si se ha entendido bien, se comprenderá que esta línea de acción no admite ni un solo gramo de agresividad; ni siquiera la burla o el desprecio. Si la desatención no es lo bastante amable y educada, si no se practica con un verdadero alarde de indiferencia, provocaría el efecto del quijotesco “ladran Sancho, luego cabalgamos”. Y no serviría para nada. Juego. He imaginado la puesta en acción de esta propuesta como una especie de juego. Y, para hacer honor al procedimiento que todavía emplean algunos pueblos bosquimanos para pararle los pies a los egoístas y los abusones, le he llamado el juego del hombre invisible. A pesar de la enorme trascendencia de su significado y la innegable seriedad de sus objetivos, creo que es preferible plantearse su práctica con un sentido lúdico que hacerlo como una cuestión de vida o muerte. Porque jugar, tengámoslo en cuenta, es tal vez el acto más espontáneo y libre del ser humano. El juego del hombre invisible trataría de hacerle frente a ese otro juego, mediante el que se articula el sistema capitalista, que es el juego de los espejos. Pero al contrario que éste, que se practica de manera inconsciente y bajo los efectos narcotizantes de la sociedad de consumo, aquél lo practicaríamos a conciencia, sabiendo por qué y para qué jugamos. Es por ello que habría que respetar unas mínimas normas y emplear algunas estrategias con objeto de maximizar su eficacia. No quiero ni debo ser exhaustivo en este terreno, pero me gustaría señalar algunas. La primera norma que habría que respetar es la de la simultaneidad. Habría que evitar quemar cartuchos innecesarios. Algo me dice que éste es un «plan revolucionario» de una sola oportunidad: si fracasa, será para siempre. Esto significa que antes de mover un solo dedo habría que darle la máxima difusión, sustanciar el debate del que hablábamos al principio de este epígrafe, concretar algunas pautas de acción, fijar una fecha (a ser posible emblemática) y hacer una convocatoria mundial con la antelación

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suficiente. Está claro que Internet es la herramienta necesaria e imprescindible para todo ello. Desde luego, cuantas más personas secunden inicialmente el «juego» más posibilidades habrá de éxito; y para ello la unidad es el lo más importante. Si no lo promueven al menos la mayoría de movimientos sociales, organizaciones ciudadanas y ONG, apenas si se notará que se está haciendo algo. Pero puesto que es de esperar que, de entrada, sólo sea una minoría la que se adhiera a la acción, la constancia se convierte en el factor fundamental. Una vez iniciado, el juego no debe detenerse. Hay que incorporarlo a las rutinas cotidianas como ahora damos los buenos días o pedimos disculpas tras un encontronazo. Dado que la estrategia de cambio es a medio plazo, posiblemente nada se mueva en meses o en años. Lo que hay que tener claro es que con cada acto de repulsa a la vanidad y la prepotencia estamos aumentando la carga de humanidad que hay en el mundo, a la vez que vamos cerrando los poros por donde transpira el sistema capitalista. El objetivo es que cada vez se vaya adhiriendo más gente (aunque sólo sea por contagio) hasta alcanzar esa masa crítica capaz de precipitar el proceso y hacerlo imparable. Y para conseguir la máxima penetración social y aumentar, consecuentemente, las posibilidades de éxito, aliémonos de nuevo con el diablo y usemos todos los recursos que emplea el marketing comercial cuando se dispone a lanzar un nuevo producto al mercado: camisetas, eslóganes, anagramas, símbolos, chapas, alfileres… Sería importante que quien haya decidido jugar se lo haga saber a los demás y se lo recuerde constantemente a sí mismo: «que nadie se llame a engaño, quien emita una conducta no deseable en mi presencia hará que desvíe la mirada y deje de interesarme por sus asuntos». Bastará con sonreír, señalar el distintivo y decir: “lo siento, pero no es de mi interés”. Un llamamiento, unas sencillas pautas, una fecha, algunos símbolos y eslóganes, fe en nuestras posibilidades… ¡Comienza el juego!

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Algunos libros

Para los propósitos de este libro me pareció poco apropiado citar fuentes originales a pie de página. He preferido citar a los autores, junto con alguna de sus más significativas frases, en el propio texto. Pero, evidentemente, no todos fueron citados. Por lo que me veo en la obligación de nombrarlos ahora. La siguiente relación no tiene carácter bibliográfico y sólo mencionará los nombres de los autores y los títulos de las obras. Es tanto un tributo a algunos de los libros que han inspirado muchas de las ideas y argumentos que aquí se han expuesto como la referencia obligada a los textos leídos o consultados durante su elaboración. De estos últimos proceden también los pocos datos que he empleado para ilustrar mi exposición. Pero no se distinguirá entre unos y otros.

ARAMAYO, ROBERTO R., La quimera del rey filósofo. ARENDT, HANNAH, La condición humana. – Los orígenes del totalitarismo. – Tiempos presentes. AYLLÓN, JOSÉ RAMÓN, La buena vida: una propuesta ética. – ¿Es la filosofía un cuento chino? BAUMAN, ZIGMUNT, Comunidad: en busca de seguridad en un mundo hostil. – La postmodernidad y sus descontentos. – La sociedad sitiada. – Vida líquida. – Vidas desperdiciadas: la modernidad y sus parias. BECK, ULRICH, Libertad o capitalismo. BERLIN, ISAIAH, Cuatro ensayos sobre la libertad. – Dos conceptos de libertad y otros escritos. – El erizo y la zorra. – El fuste torcido de la humanidad – Las raíces del romanticismo. BIFANI, PAOLO, La globalización: ¿otra caja de Pandora? BLOCH, ERNST, El principio esperanza. BOFF, LEONARDO, El precio de la libertad. BOIS, GUY, Una nueva servidumbre. CARBONELL, EDWARD Y ROBERT SALA, Aún no somos humanos. CASTELLS, MANUEL, La era de la información. CERVANTES SAAVEDRA, MIGUEL DE, Don Quijote de la Mancha. CHOMSKY, NOAM, Como nos venden la moto.

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CIORAN, E. M., Breviario de podredumbre. COFER, CHARLES N., Psicología de la motivación. CONNIFF, RICHARD, Historia natural de los ricos. DELIBES DE CASTRO, MIGUEL, La Tierra herida. DOMJAN, MICHAEL, Bases del aprendizaje y del condicionamiento. EIBL-EIBESFELDT, IRENÄUS, Amor y odio. – Guerra y paz. – El hombre preprogramado. ESTEFANÍA, JOAQUÍN, Contra el pensamiento único. – Diccionario de la nueva economía. – La cara oculta de la prosperidad. – Hij@, ¿qué es la globalización? FREUD, SIGMUND, El malestar de la cultura. – El porvenir de una ilusión. – Psicopatología de la vida cotidiana. FUKUYAMA, FRANCIS, El fin de la historia y el último hombre. GALBRAITH, JOHN K., Historia de la economía. – El crack del 29. – Introducción a la economía. – Una sociedad mejor. – La cultura de la satisfacción. GEORGE, SUSAN, Informe Lugano. – El pensamiento secuestrado. GESCHÉ, ADOLPHE, El mal. GIDDENS, ANTHONY, Un mundo desbocado. GIDDENS, ANTHONY Y WILL HUTTON, En el límite: la vida en el capitalismo global. GOETHE, JOHANN WOLFGANG, Fausto. GORE, ALBERT, Una verdad incómoda. GRANADA, MIGUEL ÁNGEL, Maquiavelo. HABERMAS, JÜRGEN, El discurso filosófico de la modernidad. HARRIS, MARVIN, Antropología cultural. – Caníbales y reyes. – Jefes, cabecillas, abusones. HEIDEGGER, MARTIN, Carta sobre el humanismo. HINKELAMMERT, FRANZ, Solidaridad o suicidio colectivo. HUXLEY, ALDOUS, Un mundo feliz. – Sobre la divinidad. INNERARITY, DANIEL, La sociedad invisible. KOPROTKIN, PEDRO, El apoyo mutuo, un factor de la evolución. KÜNG, HANS, Por qué una ética mundial. LOVELOCK, JAMES, La venganza de la Tierra. MARINA, JOSÉ ANTONIO, Por qué soy cristiano. MARTIN, HANS-PETER Y HARALD SCHUMANN, La trampa de la globalización. MAYOR ZARAGOZA, FEDERICO, Los nudos gordianos. MARX, CARLOS, El capital. MARX, CARLOS Y FEDERICO ENGELS, La ideología alemana. MEADOWS, DONELLA H., Informe al club de Roma: los límites del crecimiento. – Los límites del crecimiento: 30 años después. – Más allá de los límites del crecimiento. MILL, JOHN STUART, Sobre la libertad. MINC, ALAIN, Una nueva Edad Media. NACHET, ENRIQUE, Desde el primate aullador hasta el cerebro sapiens. NIETZSCHE, FIEDRICH, Genealogía de la moral. – Más allá del bien y del mal. – El Anticristo. – Ecce homo. ORWELL, GEORGE, 1984. PINILLOS, JOSÉ LUIS, La mente humana. RAMONEDA, JOSEP, Después de la pasión política. RAMONET, IGNACIO, Guerras del siglo XXI.

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REVEL, JEAN-FRANÇOIS, La gran mascarada. ROJAS, ENRIQUE, El hombre light. ROUSSEAU, JEAN-JACQUES, Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres. RUSSELL, BERTRAND, Sociedad humana: ética y política. SAMPEDRO, JOSÉ LUIS, El mercado y la globalización. SAMPSON, RONALD VICTOR, Igualdad y poder. SAÑA, HELENO, Antropomanía: en defensa de lo humano. SAVATER, FERNANDO, El contenido de la felicidad. – La vida eterna. – Idea de Nietzsche. SCHOPENHAUER, ARTHUR, El mundo como voluntad y representación. – Arte del buen vivir. SEBASTIÁN, LUIS DE, Razones para la esperanza en un futuro imperfecto. SÉNECA, De la brevedad de la vida. SENNET, RICHARD, El respeto. SHAKESPEARE, WILLIAM, Tragedias. SMITH, ADAM, La teoría de los sentimientos morales. SOROS, GEORGE, La crisis del capitalismo global. STIGTLITZ, JOSEPH E., El malestar de la globalización. TAIBO, CARLOS, Cien preguntas sobre el nuevo desorden. – Rapiña global. TARPY, ROGER M., Principios básicos del aprendizaje. TOCKQUEVILLE, ALEXIS DE, La democracia en América. TODD, ENMANUEL, La ilusión económica. UNAMUNO, MIGUEL DE, Del sentimiento trágico de la vida. – Inquietudes y meditaciones. VATTIMO, GIANNI, El pensamiento débil. VERDÚ, VICENTE, El estilo del mundo: la vida en el capitalismo de ficción.

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