Los años sabandijas

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XVI El festín de Lulú

La de Lulú es la típica historia que cada uno cuenta diferente, quizá porque parece de mentiras y hace falta esmerarse para hacerla creíble. O porque es demasiado suculenta para no incluir efectos especiales. O tal vez por ese ánimo protagónico al que suele apelar cada correveidile cuando viste un infundio de testimonio. Sobran los que aseguran que estuvieron ahí, o que conocen a uno de los testigos del penoso incidente, aunque lo más común es que de todos modos la audiencia se lo trague con enorme entusiasmo. Porque claro, si el chisme es un chismazo, ¿quién se va a interesar en verificarlo? Tal como lo sugiere la coexistencia múltiple de versiones distintas y distantes, la historia de Lulú ha sido objeto de incontables condimentos, desde el cambio de nombres y escenarios hasta la maliciosa inclusión de toda suerte de detalles truculentos y patrañas flagrantes, como ésa de que el padre la encerró en un convento luego de que la madre se pegara un balazo. Otros cuentan que el novio fue el suicidado, tras verla trabajando en un burdel. Y hay también quienes juran que la infeliz salió con los pies por delante de un hospital psiquiátrico. Paparruchas, señoras y señores. La verdad de la historia de Lulú —por algo está presente en todas sus versiones— tiene que ver con el fugaz instante, un parpadeo casi, que la echó de cabeza a la ignominia, precipitó la ruina de los suyos y persuadió a la tierra de tragársela. Si se trata, por tanto, de relatar con pelos y señales la historia de Alma Luisa Gómez Luna, es preciso aclarar que lo que medio mundo cree su historia no es sino un accidente que igual sirve 103

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de epílogo o prefacio. Escandaloso, sí, pero no suficiente para seguir sus huellas tierra abajo y rastrear su destino más allá del bochinche. Pues una cosa es que uno quiera morirse y otra que ya por eso vaya a dar a las manos del forense. ¿Quién dijo que las ruinas no tienen su mañana? —Pues por eso, mamá, es mi cumpleaños —se defendió Lulú por enésima vez, todavía en la víspera de aquel viernes fatídico. —¿No te digo que tengo que estudiar? —¿Y no te dije yo que te lleves tus libros al rancho de tus tíos? —insistió la mamá, ya en un tono de súplica vencida. —¿Tú crees que allá me voy a concentrar? —torció la boca la hija, con los brazos cruzados y la vista en el techo. Luego probó a ponerse pedagógica: —Necesito estar sola, mamita. Vete con mis hermanas, otro día festejamos. Esa noche, Alma Luisa se fue a la cama con la ilusión de un niño en Nochebuena, pero la perseguía un vago sentimiento de culpa. Cierto, sus argumentos eran irrebatibles. Tantos años de oír que trabajo y estudio están siempre primero le daban la razón por knock out técnico, pero igual su coartada estaba coja. ¿Qué tanto iba a estudiar, en el mero principio del semestre? Nunca lo había hecho, ni tenía la fama de estudiosa. La prueba era que varias de sus viejas compañeras eran ya licenciadas y ella estaba empezando otra nueva carrera, después de tres intentos desganados. ¿Lo pasaba por alto la mamá, a modo de regalo de cumpleaños, o le compraba el cuento de la formalidad instantánea? Contenta como estaba por la cita secreta del día siguiente, Alma Luisa jamás imaginó que de esa disyuntiva colgaba su destino, como un péndulo. Se despertó temprano en la mañana y no volvió a dormirse por el puro placer de anticiparse a paladear la lengua de Jimmy Papacito, mientras mamá y las niñas la pasarían bomba correteando gallinas y pescando ajolotes sin su ayuda. Saboreó, de una vez, la envidia de tantísimas pendejas que darían cualquier cosa por mínimo salir con Jimmy Campomanes. Ya pasadas las siete las oyó venir (de puntitas las tres por el pasillo, llenas de happybirthdays con su nombre) y se hizo la dormida para darles el gusto de despertarla. —¿Seguro que te quieres quedar sola? —puso cara de niña la mamá y Lulú hizo una jeta de fastidio. 104

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—¡Se va a quedar a dormir con su novio! —gritó Ana Ofelia con puntería infantil. —¡Niña! —respingó a tiempo la mamá, sacudió la cabeza y se volvió enseguida hacia Alma Luisa. —Y tú no me hagas caso, Lulucita. La verdad, la verdad, estoy muy orgullosa de que seas así de responsable. Ya eran más de las nueve cuando cruzó la reja de la calle y leyó el titular del periódico. ¿Qué quería decir que hubiera en adelante dos tipos de cambio, «libre» y «preferencial»? ¿Qué pasa cuando el Banco de México «se sale del mercado»? Si no se equivocaba, igual habían dicho hacía seis meses, cuando el dólar se fue de veintiocho a cuarenta. Pensó en dar marcha atrás y llevarle el periódico a la madre, pero prefirió huir antes de que el remordimiento le creciera. Por otra parte, ¿no ella misma decía que tenía sus buenos dólares guardados? Además del montón de modelitos que se habían traído de San Antonio, ya con el dólar a cincuenta pesos. Les subiría los precios, por supuesto. Por unos jeans Ellesse se dejaría pedir cuatro, cinco mil pesos. Y cada chamarrita Members Only la iba a dar en un ojo de la cara. Le quedaban vestidos, blusas, tops, un pequeño tesoro en fayuca de moda. ¿Qué tal que en una de ésas les iba hasta mejor? Según había advertido a sus hermanas, mamá iría por ellas al colegio y saldrían directo para la carretera. Aún suponiendo que algo se les olvidara y tuvieran que hacer una escala en la casa, no pasaría de las tres de la tarde. Jimmy había sugerido que mejor fueran al autocinema, pero ni hablar. ¿Qué tal que los veían entrar o salir juntos? Además, era el día de su cumpleaños. Llamarían amigas, primos, tías, y ni modo que no la encontraran, si según esto iba a estar estudiando. Por otra parte, Lulú tenía claro que a un galán como Jimmy Campomanes no se le atrapa en el autocinema (donde ha ido con tantas, según cuentan). Tres semanas de ser novios secretos, mientras todos la hacían muy feliz al lado del pelmazo de Beto Bedoya, eran más que bastantes para saber lo que quería y no quería en la vida. ¿Y qué iba a hacer, por cierto, si a Adalberto le daba por festejarla? Era capaz de mandarle unas flores. O peor aún, traérselas. Estaba harta de que el loser aquel diseminara el cuento de que andaba con ella, pero antes de ocuparse en desmentirlo tenía 105

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que esperar a que Jimmy cortara con su novia chilanga: una flaca mamona que conoció en Polanco y no es ni la mitad de guapa que ella. Y de cuerpo ni hablemos, si está más plana que una hoja de papel bond. Eso se iba a notar en unas horas, cuando al fin le saliera al joven Campomanes con uno de esos vestiditos escotados monísimos que apenas se trajeron de San Antonio. ¿O no había hecho ya mucho con pasarse esos días en San Antonio colonizando los probadores de JCPenney, Sakowitz, Marshall Field’s, Joske’s, Foley’s y varias otras con y sin apóstrofe, ándale, hijita, tú eres mi modelo? Contra las predicciones del sentido común, se diría inclusive que sospechosamente, Lulú vería llegar las ocho de la noche sin recibir noticias de Adalberto Bedoya. Vamos, ni la llamada de rigor. 17:58, había informado la videocasetera que compraron de paso por Nuevo Laredo, cuando Lulú oyó el timbre de la calle. Estaba ya arreglada, pero tenía el pelo medio empapado. Bajó en una carrera, cepillo en mano, se miró en el espejo del bañito de abajo y comprobó que no era casualidad que tanto su mamá como sus primas insistieran en su tal-vez-no-tan-remoto parecido con la famosa Olivia Newton-John. Sobre todo con el pelo mojado. ¿Y no se lo decía el mismo Jimmy: Te pareces a Olivia, Dolly, nada más que en bonito? Let’s-get-phy-si-cal… phy-si-cal, entonó y dio una vuelta en redondo, contoneando caderas, hombros, muslos y costillas. Todavía cantaba cuando abrió la puerta. En prevención de alguna visita intempestiva (Beto Bedoya odiaba a Jimmy Campomanes: igual que todo el mundo, lo había visto pasar quinientas veces en su Jeep rojo con franjas amarillas), Lulú le sugirió al amante furtivo que moviera su coche a la calle de atrás, a lo cual accedió de mala gana porque un Jeep Renegado nadie quiere esconderlo. Y menos al piloto, claro estaba. Lo dejó, finalmente, dando vuelta a la esquina, cerca de la caseta de vigilancia. ¡Sirve que me lo cuidan!, celebró, sin sopesar el riesgo de una eventualidad. Le llevó de regalo un cassette de Journey y un corazón de vidrio repleto de Kisses. También traía prestado de su casa un original de Xanadu en VHS. ¡La heroína es tu doble, Dolly!, la animó, muy galante. Sabía, por lo demás, que en casa de Lulú había solamente una Betamax —desde que regresaron de McAllen, ella no 106

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se cansaba de mencionarlo— pero al fin su objetivo no era ver la película sino usar la ocasión como pretexto para subir directo a la recámara. No se lo había dicho: pensaba irse por ahí de las diez. O por lo menos a eso se comprometió con tres de los amigos que lo iban a esperar a esa hora en una mesa del Andy Bridges. ¡Órale, pinche Jimmy, le das su regarrote y nos alcanzas! Ya casi había ocurrido, afuera de Las Aguas, en la Zona Azul, pero había muchos coches y Lulú se asustó. Y en el autocinema, la semana anterior: Jimmy llevó un sarape y los dos se encueraron debajo de él. ¡Tienes novia, Jaimito!, lo detenía ella, más o menos renuente, pero al cabo de un par de grados centígrados la idea le empezó a sonar atractiva. Acostarse con uno que tenía novia era como mudarse a las ligas mayores. Eso lo hacen las golfas, se temía, y este solo temor ya tenía la textura de una tentación. Además, no había de otra. ¿Cuándo se había visto a Jimmy Campomanes terminar a una novia sin estar ya embarcado con la nueva? Si para seducirlo se iba a esperar a verlo sin galana, tenía que formarse en una cola marca Disneyworld, repleta de ingenuotas que no quieren que nadie pueda decirles golfas. Como si para eso se expidieran licencias. —Hold on to that feeling! —aconsejó Steve Perry desde la grabadora sobre el buró derecho de la alcoba materna. —¡Tienes novia, Jaimito! —arrastró las vocales Alma Luisa, más o menos anuente, al tiempo que metía la mano bajo su pantalón, se hacía con su miembro y lo apretaba como un tubo de Colgate. —Mañana en la mañana corto con ella, Dolly —se comprometió Jimmy, no exactamente con la mano en el corazón. Ya sabía Lulú de la fama promiscua de Campomanes. Le habían dicho, de paso, que a todas las llamaba siempre Dolly para no equivocarse con los nombres, pero en vez de perder el interés se había dado a soñar con hacerse acreedora de esa distinción, como si el Dolly fuese una suerte de título o reinado. ¿Y no era ella la Dolly del momento? ¿No la tenía desnuda sobre el colchón king size de su mamá, es decir de su suegra, es decir en familia y por si fuera poco en su cumpleaños? ¿No le decía te quiero, te amo, no te me vayas nunca, Dolly Baby, mientras le ensalivaba los pezones? La llamada sonó en el peor momento, es decir a mitad de un gran momento, pero Lulú tenía que contestar. 20:42, según la 107

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Betamax. Nada más escuchar de puro refilón la voz de la señora, Jimmy perdió de golpe la erección y quedó a la intemperie de Alma Luisa. Ya llegamos al rancho, le informó. ¿Qué tal iba el estudio? —¡Todo de pelos, mami! —alardeó la estudiosa, con la mano derecha sumergida entre el vello del pecho del Señor de las Dollies. —Hazme un favor, hijita —exigió la mamá en tono de súplica: —Estoy casi segura de que se me olvidó cerrar la ventanita de la cocina. ¿Puedes bajar a ver, no sea que se te meta un desgraciado? Anda, yo aquí te espero… —Ven, acompáñame —le susurró en la oreja Lulú a su visitante, con el auricular metido entre las sábanas y un ánimo travieso de cómplice sarcástica: —No sea que se me meta un desgraciado… —¿Otro más? —se hizo Jimmy el simpático, la tomó de la mano y dio el primer pasito hacia la cocina. La escalera de casa de Lulú carece de descansos, va de una planta a otra pegada a la pared, perfectamente recta y diagonal. Jimmy bajaba lento, pisada por pisada, un poco remolcándola escalones abajo, como si así la fuera convenciendo de que no había peligro en la cocina, por más que la ventana no estuviera cerrada. ¿Y si no había peligro, por qué iban tan callados? Ya me está dando miedo, rompió el silencio ella y en ese infausto instante se encendieron las luces de sala y comedor, una de ellas encima de la escalera. —¡Sorpresa! —sonó el coro disparejo. Algunos, más cercanos a la acción, no alcanzaron sino a decir «Sorpre» o «Sorp». —¡Virgen Santa! —gritó la abuelita, que estaba a metro y medio de los dos encuerados. —¡Alma Luisa! ¿Qué es esto, por Dios? —explotó la mamá dos instantes más tarde, en medio del silencio más insoportable que alguna vez reinó en aquel domicilio. Lulú no reaccionó tan pronto como Jimmy, quien nada más mirarse lampareado trepó las escaleras de dos en dos, con una mano atrás y otra adelante. Antes de la vergüenza y el horror, Lulú quedó pasmada por un flujo engañoso de indignación. ¿Qué hacían todos esos metiches en su casa? Primos, primas, vecinos, amigas de la infancia, compañeros de la universidad y para colmo el bruto de Beto Bedoya, con su ramo de rosas y sus chocolates. Aunque no fue por eso, como varios creyeron y aún hoy lo sostienen, que pegó un 108

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grito largo y soltó el llanto, antes de terminar de reaccionar y correr a encerrarse en su recámara. ¡Lárguense todos!, berreó seis, siete veces, con el pudor tardío disfrazado de histeria desatada. Quienes ahora se jactan de haber sido invitados a la fiesta frustrada de Lulú juran que vieron todo a mínima distancia, pero esa noche, al fin del espectáculo, los convidados fueron lo bastante corteses para resumir todo en diez letras amables y concisas: Yo-no-vinada. Un pacto de silencio que no llegaría vivo más allá del lugar de los hechos, si en principio cada uno tendría que explicar qué pasó con la fiesta sorpresa cancelada. Nada muy complicado para un chisme con alas, como el de esa Lulú cuya historia torcida casi todos conocen, o eso creen.

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