Cosas de Casas (Tomo 1)

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Nota al lector: Puede lucir confuso pero estas casas están ordenadas según las cosas que tienen en común. No se asuste si de la uno pasa a la doce y a la treinta y dos la encuentra en la mitad. Los números están ahí como guía del orden que tuvieron en su momento. Como se fueron escribiendo a lo largo de esta historia.


CONTENIDO Preámbulo 6 CASAS SIN MUEBLES 1. Bochica 12. Balcones del Edén 22. Inter plaza Norte, treceavo piso

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LUGARES DE PASO 13 3. La casa de José 13 4. La bodega 14 9. Caminos de San Lorenzo 14 11. Ebenezer 16 20. La casa de “Las Marías” 17 21. La casa de Miriam 18 23. La casa de Helena 19 28. Casa-Hostal “El Cable” 20 CASAS CON AMIGOS 24. La casa de los Juanes 25. Casa Piña 27. La casa de Rafa 29. La casa frente a Los Arcos 30. La casa de Nata

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CASAS DE FAMILIA 16. La casa de Doña Francia 17. La casa de Adriana

29 29 31

CASAS CON JARDÍN 10. Los Pinos 18. La casa de los guatines 19. La casa de Teffy

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CASAS QUIETAS 41 13. Yakarta 42 14. La Rioja 45 CASAS ENTRAÑABLES 5. La casa de Doña Rocío 8. La casa amarilla 15. La Irlanda 31. Chalco 32. Setecientos caracol

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CASAS SIN CLASIFICACIÓN 2. La reliquia 6. La casa de los perros 7. Vista alegre 26. Casa de retorno

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COSAS DE CASAS -¿Por qué te fuiste? ¿Por qué dejaron todas esas casas? - Porque no tuve elección. David Lowery, A Ghost Story.


Preámbulo Tengo una lista con los lugares en los que he vivido, escrita con la letra de mi madre en tinta de lapicero negro; una hoja pequeña llena por ambas caras, de esas en las que se anotan números de teléfono y listas de supermercado. Nos sentamos en la mesa e hicimos un breve recorrido de nuestras vidas, sin detenernos mucho en cada lugar del que hablamos, un recuento rápido de veintitrés años y treinta y tres casas. Corrijo. Treinta y cuatro, porque olvidé contar la casa actual. Corrijo. Treinta y dos, porque tal vez ya no las sé contar.

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Casas sin muebles Casas que tuvieron como protagonistas grandes espacios vacíos o la ausencia de muebles.

1. Bochica Bogotá. Calle 80. Conjunto residencial Bochica, apartamento 402, en la misma torre en la que aún viven mis tres primos. Ahí no tengo recuerdos de infancia ni amigos entrañables, pero es el primer lugar de la lista. Es probable que mis padres supieran que sería temporal desde el inicio.Ambos inexpertos en mudanzas y con pocas cosas (una cama individual, una cuna, un coche y un comedor de mimbre de cuatro puestos), padres primerizos. Sobre el lugar, ignoro la cantidad de ventanas que tenía, si la luz entraba y lo llenaba todo o si permanecía oscuro mientras transcurría el día. Alfombrado. Un cuarto, un baño; la sala y el comedor en la misma habitación. Con el tiempo mis padres se acostumbrarían a las mudanzas, desarrollarían un método; aprenderían a ser rápidos y ligeros, al menos serían sus futuros objetivos. Pero, en ese momento sus ideas eran otras, tal vez ahorrar para comprar una nevera o una lavadora, quizá una cama más grande… Así se inaugura la lista, con tres individuos qué más tarde serían cuatro, una cama, esperanzas e incertidumbre, así como inicia la vida misma.

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Nuestra primera casa en Ecuador, un apartamento para los cuatro y las maletas que habíamos llevado con nosotros. Progresivamente, fue teniendo lo necesario, sin adornos y parafernalia. En mi memoria la guardo con grandes espacios vacíos.

12. Balcones del Edén Armenia, Balcones del edén, apartamento 402, frente al estadio. Después de recorrer cuatro pisos de escaleras oscuras, se iluminaba el corredor tras abrir la puerta del apartamento. De ese lugar recuerdo la llegada del circo, vi con detenimiento desde la ventana la forma en que armaban la carpa. Desde las vigas, hasta el puesto para comprar las entradas. Los vi llegar y los vi partir. Para ese entonces, no sabía que, como el circo, nosotros también seríamos temporales y transitorios. Armamos nuestra casa. Después de un tiempo tuvimos muebles. Una sala con cojines tropicales que combinaban con el clima del lugar, el calor que llegaba del valle; un comedor de cuatro puestos con mesa redonda, una nevera que llegó desde Girardot y que nos regaló mi tía, la lavadora y un colchón para cada uno. Todo estaba lejos, al menos así se sentía. Salíamos temprano para el colegio junto a mi padre quien nos acompañaba a tomar el bus. Memoricé los rostros de todas las personas que se subían por las mañanas junto a nosotras. A veces hacía una lista mental, una especie de juego. Tratar de adivinar en dónde subirían y cuál sería su parada. De regreso mi hermana y yo dormíamos todo el camino y nos despertábamos una cuadra antes de llegar, nunca después. Regresábamos en el calor de la tarde con “olor a colegio”, decía mi madre. Ahí no hicimos amigos, aunque habían niños de nuestra edad. Ahí transcurrieron nuestros días, entre viajes al colegio, en salir a caminar todos juntos y en mirar por la ventana. 9


22. Inter plaza Norte, treceavo piso Armenia, Calle 37N #20-85, Inter plaza, Torre 2 apartamento 1302. Cerca de que acabaran las vacaciones, dejamos la deriva así como las casas de los amigos y encontramos la nuestra. Un apartamento con vista al cafetal; desde el cual se podían ver, al otro lado de la calle, figuras de ropas coloridas recogiendo café. La casa, que había estado guardada en cajas dentro de una bodega, volvía a tener forma o un espacio que le permitía volver a ser casa. Una casa sin todos los muebles. Las camas, junto con los sofás y la nevera habían sido regalados días antes de la mudanza antecesora. Ahora, nos enfrentábamos de nuevo, a un espacio vacío. No tuve tiempo de instalarme o de establecer una rutina. Pocos días después de la mudanza, tuve que empacar de nuevo. En medio de todo, había llegado la respuesta a mi solicitud de intercambio a la Universidad de Guadalajara. Con todo listo a último minuto, nervios en la panza, una mochila y una maleta de ruedas, me despedí del cafetal.

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LUGARES DE PASO Las casas que, como una parada de autobús, sirvieron para hacer transbordo.

3. La casa de José Quito, La casa de José, la habitación de su hija. ¿Inquilinos, huéspedes o polizones? Llegamos a la ciudad y fue José, un compañero del trabajo de mi padre, quién nos recibió. Nos acomodó en el cuarto de su hija; una cama y un colchón; la ropa en las maletas sin desempacar porque sería temporal. Mientras transcurría el día mi madre huía con nosotras a los centros comerciales cercanos para evitar los silencios incómodos, mientras mi padre volvía del trabajo. Tuvimos un hogar de paso, la casa de José, con la maleta lista esperando el momento de encontrar nuestra casa. Después de quince días nos despedimos.

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4. La bodega Quito, Barrio El condado, la bodega. Ahí tampoco deshicimos la maleta. Después de la casa de José, mi padre encontró que podríamos quedarnos en la bodega donde trabajaba. Durante el día era un taller; sacaban moldes y olía a resina; en la noche era el lugar donde dormíamos. Sirvió de refugio, sus paredes nos acogieron y protegieron. Mi hermana y yo solíamos jugar en el patio junto a la bodega mientras el tiempo pasaba. Estábamos detenidos, aguardando… Esperábamos que le pagaran a mi padre su primer sueldo para irnos, ir a un lugar en el que pudiésemos desempacar.

9. Caminos de San Lorenzo Armenia, calle 10ª N y carrera 14ª, Caminos de San Lorenzo, el apartamento del hermano de mi madre, la habitación de Luna. Volvimos a espacios prestados, está vez con el hermano de mi madre y su familia: su esposa, mis dos primas, María y Paola y la hija de María: Luna. No sé cuánto tiempo nos quedamos con ellos, pero para mí fue una eternidad. Las tardes eran largas, silenciosas, tediosas y aburridas. Mis padres salían desde temprano a buscar un lugar al que pudiésemos mudarnos o a hacer vueltas de adultos y nosotras nos quedábamos con mis primas en el apartamento, esperando el regreso de mis padres o a que apareciera algo divertido en la televisión. El televisor fue motivo de disputa; a veces el hermano de mi madre reclamaba el control para ver noticias o su esposa para ver la novela de la tarde. No había victoria contra ellos, era su casa. Y si me preguntan, el mejor momento en ese lugar fue cuando nos marchamos.

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11. Ebenezer Circasia, carretera Pereira-Armenia, Ebenezer. Fue un lugar en el que nos dieron asilo. De un momento a otro tuvimos que dejar la casa anterior, así que con prisa y sin mucho dinero nos recibieron. Un centro de convenciones y lugar para retiros espirituales. Grande, lleno de habitaciones y camas vacías. Nos encontrábamos divididos en dos habitaciones, mis padres en una con cama doble y nosotras en una con una litera. Cada una con su respectivo baño. Fue un sitio de paso, el lugar donde se escampa cuando la lluvia aparece de repente en el camino, donde se espera para después, cuando la lluvia cese, continuar. Y así lo hicimos.

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20. La casa de “Las Marías” Armenia, Niza Boulevard, La casa de “Las Marías”. Después de ocho años volvimos a Ecuador. A pesar de que en Quito estuvimos tres semanas, no teníamos un lugar al cual volver. Con el tiempo he comenzado a llamar “Casa” a los lugares donde nos recibieron los amigos. Estuvimos de regreso en Armenia, nos recibieron “Las Marías” en su apartamento. “Las Marías”, conocidas así porque su primer nombre es “María”, son un par de amigas, que después de mucho conocerse, más bien, parecen hermanas. Su casa, un apartamento en el primer piso con tres habitaciones nos acogió mientras encontrábamos un lugar para vivir. Nos turnábamos el aseo y si ellas hacían el desayuno, nosotros hacíamos la comida. Nos acomodamos a su rutina y a sus métodos. Después de dos semanas, por la comodidad de todos los involucrados, nos movimos.

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21. La casa de Miriam Armenia, frente a la Normal, la casa de Miriam. En medio de nuestro errar, fuimos a parar en la casa de Miriam, quién al irse de vacaciones, le pidió a mis padres que cuidaran su casa durante su ausencia. No dejar la casa sola. Estuvimos en una casa que ya estaba lista, que tenía un orden y unas costumbres. Y, sin embargo, no podíamos saberlas puesto que las cosas no hablan. Estuvimos en un terreno desconocido en el que actuábamos con timidez pues no era nuestro. Cumplimos con las labores básicas, regar las plantas, recibir e informar sobre la llegada de recibos y correspondencia y, sobre todo, que la casa no estuviera sola. Y no lo estuvo, nos tuvo a nosotros para hacerle compañía.

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23. La casa de Helena Zapopan, Volcán Popocatépetl 6192, el Coliurbano, Helena y sus hijas. Llegué a Guadalajara a espacios prestados, esta vez por mi cuenta. Helena, la exesposa de la conocida de un conocido de mi madre me recibió en su casa junto a sus dos hijas. Andrea y Fernanda. La casa de dos pisos, tres habitaciones, un espejo grande, un patio chico al que le daba el sol todas las tardes y sus espacios comunes (sala, cocina, comedor y baño), me toleraron durante un mes. Lo que pasa con los espacios prestados es que de alguna u otra forma te recuerdan que eso son: un préstamo. En mi caso fue el no tener llaves. La ausencia de un objeto diminuto que gritaba a voces: “Aquí no puedes entrar”. Y es que, durante mi estancia en la casa de Helena, esperé en la puerta a que alguien más me abriera, a que alguien, distinto a mí, me dejara entrar a la casa en que vivía. Ellas querían su espacio de vuelta, sin intrusos; yo quería estar en un lugar en el que pudiera decir tranquila “es mi casa”. Helena y sus hijas se despidieron de mí, yo me despedí de ellas.

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Rafaela, una amiga de la universidad me daría posada por un par de días mientras me ubicaba. Cuando me di cuenta, había pasado un mes. La casa de Rafa fue un lugar de paso en el que me pasé de tiempo.

28. Casa-Hostal “El Cable” Manizales, Carrera 23 #67a 33, Casa-Hostal “El Cable”. Con más restricciones que libertades. Un lugar que se veía bien pero en el que después de un tiempo ya no pude respirar tranquila. La casa, llena de habitaciones y baños, dos cocinas, un comedor, un amplio patio de ropas y una sala de televisión, tenía el propósito de convertirse en hostal y en el intermedio de aquel proceso, los dueños rentaban habitaciones, en su mayoría a estudiantes. Mi habitación, sin ventanas y con un pequeño tragaluz por el que entraban los rayos del sol siempre tímidos, me hace pensar ahora, que se parecía un poco al “cuarto del tragaluz”, el que narra O. Henry en su cuento, claro, sin una estrella a la cual hablarle, pero con la parte de los inquilinos sentados en las escaleras todas las noches conversando. Ese fue mi cuarto del tragaluz. Me acostumbré a los reclamos y discusiones con los caseros. Al final, sólo esperé a que acabara el semestre para marcharme de ahí.

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CASAS CON AMIGOS Casas compartidas con personas que se convirtieron en amigos o por el contrario, por ser amigos las compartimos.

24. La casa de los Juanes San Pedro Tlaquepaque, Calle Matamoros #475, diagonal a abarrotes don Rafa. La casa de los Juanes. A los Juanes (Juan Luis y Juan José, un par de paisas que también estaban de intercambio) los conocí por Diego, para aquel entonces mi amigo de intercambio. Ante la incertidumbre de dejar la casa de Helena, los Juanes ofrecieron rentarme una de las habitaciones dentro de la casa en la que vivían. Así que tuve una habitación propia. La casa construida en dos plantas, con una cocina que tenía vista a la calle, cobraba vida cuando llegaban del trabajo. Juanjo ponía el equipo a sonar y se sentaba a hablar con Juanlui y yo me unía a la conversación dependiendo de la cantidad de tarea que tuviese. Nos volvimos una familia de tres, ellos, los hermanos mayores, yo la hermana menor a la que le decían cómo funcionaba la casa o la razón por la que se preocupaban de comprar cereal. Después de un malentendido con los dueños de la casa, decidimos que era más fácil mudarnos. Juanjo y Juanlui rentaron una habitación juntos en Donato Guerra y yo llegué a Pino Suárez.

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25. Casa Piña Guadalajara, Pino Suárez 273, Casa Pina. La llamamos “Casa Piña” y no siempre fue mi casa. Al comienzo, cuando todos estábamos recién llegados, fue nuestro lugar de encuentro -la casa de Naye-. Estaba a unas cuadras de la universidad, así que era un buen lugar para conversar y pasar el tiempo. La primera vez que estuve ahí, fue cuando Naye se mudó. Ese día la ayudé, junto con Abi, a llevar y cargar sus cosas hasta aquel lugar que, un par de meses después, también sería mi casa. Era una casa de seis habitaciones, además de dos baños, sala, comedor y una terraza que servía como patio de ropas y mirador. Seis habitaciones en las que vivían seis estudiantes: Isis, Abi, Naye, Mónica, Victor y yo. Compartí habitación con Isis, una chica que había llegado a la ciudad desde La Piedad, Michoacán y que estaba realizando su práctica profesional. Amante del fútbol, hincha del américa y vegana. Con ella aprendí que las oreos no llevan leche y que se pueden comer tacos de avena. La casa se movía junto con las rutinas de cada uno bajo un ritmo disonante que acogía todos los tiempos. Apresurada en las mañanas mientras todos se alistaban en alguno de los baños. Silenciosa en las tardes cuando la mayoría estaba por fuera. Ruidosa en la noche tras el regreso de todos después del día. No faltaron amigos que hicieran visita o se quedaran a dormir después de que se hiciera tarde. Tampoco faltaron discusiones, sobre todo por la cantidad de platos y trastes sucios que se apilaban en la cocina. Casa Piña fue, en resumidas cuentas, casa compartida.

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27. La casa de Rafa Manizales, Carrera 12a #65-140, La casa de Rafa. A pocos días de volver a la universidad y sin un lugar para vivir, le escribí a Rafaela, una compañera, para que me diera posada en su casa mientras encontraba algún lugar. Rafa aceptó sin mucho problema, así que llegué con mi mochila, una maleta de ropa para la semana y mi libreta de dibujo. Lo que no esperaba es que la búsqueda se hiciera larga. El lugar ideal y por ideal quiero decir algo con un precio justo y razonable, un poco de luz y unos estándares mínimos de limpieza, no siempre está a la vuelta de la esquina, casi nunca de hecho. Entre clases, tareas y caminar recorriendo la ciudad en busca de un lugar para mudarme transcurrió un mes. Un mes en la casa de Rafa y sus padres.

29. La casa frente a Los Arcos Taxco, Avenida de los Plateros. Sin número. Delante de “Los Arcos”, arriba de la vulcanizadora, departamento 3. Viví con Diego. Diego, mi amigo de intercambio en Guadalajara y que ahora es mi amigo y mi novio. Me recibió en Taxco, tras un semestre de querer volver a vernos. La universidad me concedió otro intercambio académico, está vez, a la UNAM. “La FAD, Facultad de Artes y Diseño, está en Taxco y es UNAM”. Llegué a su territorio, conocí a sus amigos, me encariñé del árbol de limón que había en la casa de sus padres. Hui del gallo que tenía su madre en el patio. Construimos nuestra rutina, yo iba a clases, él al servicio social y nos encontrábamos para comer.

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Dormimos juntos, lavamos la ropa en la terraza. Salimos al cine y por pizza. Vivimos con Emi, el diminutivo de Emiliano. Sus amigos fueron mis amigos. La casa estuvo mรกs sucia que limpia, pero fue nuestra. Y lo mรกs importante, Anulamos la distancia.


30. La casa de Nata Manizales, Calle 9° N 9-43, Chipre, La casa de Nata. Sin casa ni ganas de emprender una larga búsqueda y con la certeza de que Natalia, una compañera de la universidad, rentaba una habitación, me mudé con ella. La casa de Nata es difícil de describir porque es más cosas que casa. La sala repleta de libros viejos, las paredes llenas de cuadros y una colección de antigüedades que estaba regada por todas partes. Una casa armada de retazos, en otras palabras, un collage de casa. Por mi parte, me acostumbré a moverme entre sus cosas a que el sol no entrara en mi habitación y mi nariz se acostumbró a Mantequilla, la gata de la casa. A veces se me impregnaba “el olor a guardado” comentaba mi madre cuando iba a visitarla durante algún fin de semana. Nos hicimos amigas, compartimos conversaciones, a veces hasta tarde, cocinamos juntas y en otras ocasiones pasamos sin vernos durante varios días como si la casa se hiciera muy grande. Nos perdíamos cada una en su rutina. Al terminar las vacaciones, su hermano entró a la universidad, entonces, dejamos de ser dos y fuimos tres en la casa, realmente cuatro, con Mantequilla. Debido a ello, la casa se modificó. La biblioteca fue a dar en la cocina y la nevera en la sala; la cual ya no era sala sino el cuarto de Juan, el hermano de Nata. Aprendí a quedarme en Manizales, dejé de huir después de cuatro años intermitentes en la ciudad. Por un rato eché raíces ahí. Por un rato, quiero decir, un año. Cuando acabó, dejé a Nata, a Juan y a Mantequilla. Dejé Manizales y volví a casa de mis padres a hacer mi tesis.

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CASAS DE FAMILIA Término acuñado por estudiantes universitarios para referirse al lugar donde se arrienda una habitación junto a una familia que no es la suya y que incluye alimentación, lavado de ropa, internet y muchas de las veces, agua caliente.

16. La casa de Doña Francia Manizales, Calle 7 # 8-35, Chipre. La primera vez que vi Manizales pensé que era un laberinto, un laberinto frío y extraño. Entré a la universidad y por el conocido de un conocido llegué a la casa de Doña Francia y su familia. Una casa grande, esquinera a la que se llegaba atravesando un parque. La casa, no siempre grande, fue ampliándose al mismo ritmo en que crecía su familia. Don Rafa, su esposo, era conocido en la cuadra por hacer kumis, a veces, en la parte del garaje se sentaba con su delantal blanco a venderlo por vaso o por botella pero era más bien, pienso yo, su excusa para conversar con los vecinos. Mi habitación un poco oscura, aún daba cuentas de su dueña anterior, decorada con algunas fotos familiares y porcelanas en las repisas que no me atrevía a quitar. Con televisor para hacerme compañía.


La rutina empezaba con doña Francia prendiendo el televisor y poniendo a hacer el chocolate, desayunaba en la cama mientras veía noticias, Don Rafa se alistaba temprano y salía a caminar, a visitar a sus amigos o al mercado y volvía siempre puntual a la hora del almuerzo. Leti llegaba a las 10, Leti una señora mayor que ayudaba a Doña Francia a preparar el almuerzo. Siempre con una pañoleta roja en la cabeza que cubría su cabello blanco. Me decía “niña”, al comienzo porque no sabía mi nombre y después porque era la forma en la que me llamaban en la casa. Con clases tres días a la semana y una ciudad que aún me parecía hostil… Huía a la menor oportunidad, dejaba Manizales, sus calles empinadas y el clima que afectaba mi nariz haciéndome hablar más nasal de lo normal, para volver a tiempo el lunes a mi clase de siete. Al terminar el primer semestre empaqué mis cosas decidida a no volver. Después de un paro de dos meses y una casa, volví a mi cuarto oscuro. Esta vez sin porcelanas ni fotos ajenas. Pegué carteles y acomodé un portarretratos de mi familia en la mesita de noche. Y me quedé año y medio. La casa, Doña Francia, Don Rafa, Leti, sus hijas y nietos aún siguen ahí.

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17. La casa de Adriana Manizales, Calle 13° N 16-38, La casa de Adriana. A cinco minutos de la universidad, era una habitación que estaba hasta el final del pasillo con una ventana pequeña que daba a la cocina, pero con baño propio, una cama y un armario. Dos niños entre ocho y diez años, una madre embarazada, el padre que salía temprano y volvía tarde del trabajo, el estudiante de música y yo; éramos quienes vivíamos en esa casa en el primer piso. Los niños me enseñaron a jugar fútbol sin mucho éxito y a veces nos sentábamos a dibujar. Con el estudiante de música sólo nos saludábamos y con Adriana, la madre, a veces conversábamos sobre su vida. La universidad entró en paro durante ese semestre y yo me refugié en Armenia, el bebé de Adriana nació y necesitaban el espacio. Así que cuando las clases se normalizaron, volví con Doña Francia.



CASAS CON JARDÍN

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Tal vez mi categoría favorita, aquí la lista de casas que tuvieron un pedazo de tierra en las que creció algo verde. Mi madre tenía helechos en la entrada y en la casa siempre hubo pasto para cortar; a mano, con jardinero o en otras ocasiones, dejarlo crecer. Cuando llegaron los conejos ayudaron a mantenerlo a ras por temporadas más largas. No nos dedicamos a cuidar el jardín, podíamos dejarlo llenarse de maleza sin preocupación alguna. Un día, mi padre sembró el árbol de mandarinas que estaba segura, vería crecer.

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10. Los Pinos Circasia, carretera Pereira-Armenia, Los pinos. No hemos tenido, hasta el momento, jardín tan grande como el de ese lugar. No sembramos nuestro árbol de mandarinas pero ahí había uno esperándonos junto a árboles de naranja, limón y freijoas. Era una casa grande, fría y amoblada. Nos acostumbramos a sus espacios. Los días de lluvia, como en una madriguera, nos quedábamos bajo las cobijas guardando calor. Ejercimos la jardinería, mi padre salía en las mañanas a cortar el pasto, mi hermana y yo recogíamos ramas; mi madre se encargaba de las flores. Por un momento, nos aislamos del mundo, como desterrados y estuvimos los cuatro en esa casa grande, recorriéndola, descubriéndola. Aparentemente en medio de la nada porque el cable del teléfono lo robaban después de unas cuantas horas de haberlo instalado y la empresa consideraba poco rentable reponerlo. Con transporte hasta las nueve y luego caminar a casa, con empanadas de cambray en la parada del autobús y vecinas que cultivaban fresas y otros que nos llevaban al colegio. Ahí, en medio de árboles de guayabas y de aguacates, al pie de la carretera nos quedamos por un tiempo. Luego, fue difícil pagar el arriendo, Luego, los dueños quisieron su casa de vuelta. Así que dejamos todo en su lugar como si nunca hubiésemos estado ahí.

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18. La casa de los guatines Armenia, Calle 21 #36, La casa de Raúl. (Aunque no es realmente una casa, es un edificio de tres apartamentos. Sí, le pertenece a Raúl). Vivimos en el primer piso. Tres habitaciones, dos baños, cocina con un mesón, el espacio de la sala y el comedor y un balcón en la parte de atrás que daba al guadual y en el cuál vivía una familia de guatines, una ardilla que siempre veíamos desde lejos mientras trepaba al árbol de mangos más allá de nuestra casa y una pareja de loros que llegaba en la tarde. Aunque no sembramos nada ahí, el guadual fue suficiente. Cercano para anunciar la lluvia o la tarde con las bandadas de pájaros alejándose. Viví ahí los fines de semana, festivos, cuando huía de Manizales y vacaciones. Ahí vi el partido que perdió Colombia en cuartos de final contra Brasil. También celebramos navidad, cosa que habíamos dejado de hacer en épocas pasadas y pasé la peor semana santa de mi carrera universitaria llorando, haciendo planas de aguadas y ejercicios de acuarela. No en ese orden. El lugar era amplio con el techo alto, el color que predominaba era el blanco y contrastaba con nuestro sofá cama rojo. A veces, desayunábamos en el balcón. Los domingos despertábamos con el sonido del radio, con las voces de Jaime Andrés Monsalve y Margarita Valencia hablando sobre libros y con mis padres en la sala tomando tinto. Nos gustaba el balcón y sentarnos afuera. Nos mudamos porque Raúl nos pidió el apartamento, no porque quisiéramos dejar aquel lugar.

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19. La casa de Teffy Armenia, Aborígenes, La casa de Teffy. Teffy era la perra de los dueños de la casa a la que llegamos. Ellos, conocidos de mis padres, se mudaron a Estados Unidos y nosotros arrendamos la casa junto con Teffy. La cuidaríamos mientras buscaban la forma de llevarla con ellos. Fue nuestra primera y hasta ahora, única experiencia con perros. La casa era de un solo piso, amarilla y con un patio grande que además tenía árboles de limones, yuca y platanales. A un costado había un terreno aparentemente baldío, pero en el que cultivaban maíz, tomates y frijoles. Las veces en que habían mazorcas mi madre compraba algunas y las comíamos en sopa, tortas de choclo, arepas o cocinadas con sal y mantequilla. En esa casa aprendí sobre nidos, vuelos y pájaros, también sobre aves que construyen su nido en el árbol de limones. Estuvimos pendientes del nacimiento de los polluelos, curioseamos las clases de vuelo y en el momento menos pensado, el nido quedó vacío. Por otro lado, nos acostumbramos a los ladridos de Teffy, mi padre la bañaba cada dos meses y a veces salíamos con ella a caminar, jugábamos a tirarle la pelota y corría alocadamente por el patio. Así, entre ladridos, cortar el pasto, recoger limones, hacer fogatas, perseguir pájaros, huir de hormigas, lavar la ropa, dormir… Vivimos en la casa de Teffy. Sus dueños volvieron y nos pidieron la casa de regreso. Y en está mudanza antes que buscar casa, mis padres decidieron hacerse ligeros así que regalaron todo: El sofá cama rojo, el comedor, las camas, la sala, la nevera. El resto lo guardaron en una bodega. El día de la mudanza, el día en que guardaron todo, mi hermana y yo llegamos de la universidad; cada una desde una ciudad distinta. La orden que teníamos era hacer nuestra mochila con ropa para cinco días y el resto ponerlo en el camión. Pasamos la noche en casa de Anita, una amiga de la familia. Y al día siguiente, cada uno con su mochila, se subía en el bus para ir a Ecuador. Por un tiempo no tuvimos casa, estuvo guardada en la bodega y en nuestra espalda, en la mochila.

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Aunque el jardín siempre estuvo lleno de maleza y de gatos, Adri, la hermana de Diego, y su esposo, Geova, sembraron ahí el pino de navidad. Diego limpió la parte de atrás un día que llegó del trabajo, no quiso entrar hasta que no podó toda la hierba. Fue su acto para decirle a los gatos, que ese también era nuestro jardín. Yo, por otro lado, cultivé suculentas en una tapa de mayonesa, cuando me fui, no medían más de un centímetro.

No es difícil hablar del jardín de mi mamá, del estar pendiente una vez a la semana de regarlo porque si se hace seguido se corre el riesgo de ahogarlo. Yo también tengo plantas en el jardín que hemos construido al pie del balcón. Tengo tres pimentones, uno de ellos con fruto y también una planta de tomillo, de la que me siento orgullosa porque nació por esquejes y ahora sus hojas se arrastran por el suelo.


CASAS QUIETAS Casas en las que los días se hicieron largos, a veces tediosos y en su mayoría, silenciosos.

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La rutina era predecible, se podía leer como un guión. Uno de una película muy lenta, en la que al final no pasa nada. Los días se repitieron uno tras otro; levantarse, observar la disputa por la punta del pan, sentarse frente al televisor a esperar que acabara el día.

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13. Yakarta Armenia, Calle 10N, Edificio Yakarta, apartamento 302. Me la pasé mucho tiempo observando, sino era sentada en el pequeño balcón que tenía, era en el sofá cama rojo viendo televisión con mi hermana o jugando Papa’s pizzería en la esquina de la mesa en el computador de mi padre. De ese lugar recuerdo el tiempo muerto y “la quietud de las cosas” como escribió Ingrid Solano. Tal vez ahí entendí, lo tediosos que pueden ser los silencios. Mi hermana y yo nos quedábamos todo el día en casa, y es que tras una serie de atrasos en la pensión escolar, no podíamos volver hasta que no nos “pusiéramos al día”. Así transcurrió medio año de nuestras vidas en el que nos dedicamos al ocio y nuestro uniforme fue la pijama. Cuando me invadía la culpa sacaba el álgebra de Baldor, para no perder la práctica, y tras una serie de problemas a los cuales no hallaba solución, me ponía a dibujar. En esta casa volví a dibujar. Mis padres por otro lado, salían temprano a intentar darle un poco de orden a todo mientras nosotras los esperábamos, como quien espera buenas noticias… Y un día llegaron con ellas. Dejamos la pijama y volvimos al colegio, esta vez a uno público y sin pensión. Eventualmente tuvimos que mudarnos, si lo pienso, la mayoría del tiempo que vivimos ahí, nos la pasamos más adentro que afuera.

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14. La Rioja Armenia, Calle 10° N, La Rioja. Como una hilera de hormigas recuerdo el día de la mudanza. Cada uno transportaba cajas acorde a su tamaño por la larga calle que separaba la vieja casa de la nueva. Fuimos y vinimos; mientras que las cosas grandes llegaron en camión. La cama de mis padres, una base no desarmable, no cabía por las escaleras así que la subieron desde el balcón. Llegamos como un desfile, solo que cambiamos bombos y platillos por maletas y cajas. Le mostramos al mundo de que estaba hecha nuestra casa o al menos las fichas que la componían en ese entonces. Nos encerrábamos a ver películas, sobre todo los días de lluvia y cuando el encierro nos causaba tedio, salíamos a caminar. Recorríamos la catorce hacia el norte o hacia el centro. Generalmente, los domingos en la noche cuando dejaba de llover.



CASAS ENTRAÑABLES Aunque suene cursi, las casas que se quedaron más cerca del corazón.

5. La casa de Doña Rocío Quito, Chontamarca y Orianga, la casa de doña Rocío, apartamento 201. Este es el primer lugar del que tengo recuerdos. Un lugar grande, vacío y con una barra de madera en la cocina en la que mi madre me daba pastillas efervescentes de vitamina c, emulsión de Scott y guayabas que ponía a cocinar por alguna razón que desconozco, pero que de todas formas disfrutaba. Recuerdo las sillas de plástico blancas en las que mi padre se sentaba a tomar tinto en las mañanas con sus piernas cruzadas, que para ese entonces resultaban lo suficientemente largas como para usarlas de rodadero. Me recuerdo con mi hermana, tiradas en el suelo tomando el sol mientras este entraba por las ventanas y llenaba el lugar… La casa, dividida en seis apartamentos, tenía una terraza que compartíamos con los demás inquilinos, terraza-patio de ropas en donde acompañaba a mi madre a lavar. Fue nuestra casa aunque no tuviese muebles. Nada de fotos para guardar en el cajón o porcelanas para poner sobre la mesa, sin objetos que dieran cuenta de nuestra memoria. Éramos una casa en construcción, éramos los cuatro en nuestra casa vacía.

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8. La casa amarilla Sangolquí, Teniente Hugo Ortiz y Cazadores de los ríos, Casa N°2, “La casa amarilla”. Una calle larga y empedrada en la que se enfilaban siete casas amarillas, con un pequeño antejardín y estacionamiento, todas entre rejas negras. En frente, la caseta del celador y la casita de “la China”, la perra que lo acompañaba, la consentida por todos. Nuestra casa se encontraba junto a la esquinera, la que tenía un rottweiler al que decían no había que mirar a los ojos porque podría morderte si llegaba a tener la oportunidad. Dos pisos, un patio trasero, en el que tuvimos conejos; Mateo, Sol y Luna. Tres habitaciones y un piso alfombrado donde era difícil jugar canicas. Tres baños, la sala separada del comedor y una cocina en la que predominaba el azul, azul que combinaba con los vestidos de las muñecas que mi madre nos enseñó a coser. Y en el ante jardín, sembramos un árbol de mandarinas, que para ese entonces creímos que veríamos crecer.. En esa calle empedrada aprendí a montar bicicleta y junto a mi hermana, salimos casi todas las tardes después de hacer tareas a retar a los niños de la cuadra a carreras y a veces a partidos de fútbol que no siempre ganamos. Los fines de semana mi padre alistaba el auto desde temprano, un Dacia blanco que compraron antes de mudarnos de Vista alegre, la casa anterior. El trapo rojo y el ruido del motor mientras entraba en calor están dibujados en mi memoria. No había lugar al que no pudiésemos llegar. La casa fue nuestra durante tres años. Luego nos despedimos, La casa, el jardín, la China, los conejos, el auto y Ecuador Los dejamos en nuestra memoria. 48



15. La Irlanda Armenia, La Irlanda manzana E casa 5. Fue una de las mudanzas más rápidas. Ese día amanecí en una casa y dormí en otra. Me encontré con mi madre y mi hermana después del colegio y caminamos a la nueva casa que ya estaba completamente instalada. Dos habitaciones, un baño, sala, comedor, cocina y un patio de ropas con techo corredizo, el cual corríamos a cerrar cuando llegaba la lluvia. Era una casa pequeña con paredes delgadas. Tenía una banca en la entrada en la que mis padres se sentaban a tomar tinto, el sol y de vez en cuando a saludar a quién pasaba. Todos estábamos muy cerca, adentro y afuera. Escuchábamos la música de los vecinos o cuando llamaban a comer a los niños de unas casas más arriba a la nuestra y, a veces, las peleas de nuestra vecina adolescente en la casa de al lado. En las noches aparecía un gato blanco que se paraba en la mitad de la calle y ahí se quedaba, mientras otro caminaba por el techo de tejas. Entre gatos, vecinos y uno que otro perro, nos acostumbramos al espacio reducido, nos acoplamos a los sonidos de la casa, nos acogieron sus paredes y nos mantuvieron abrigados. No planeamos quedarnos pero lo hicimos, nos quedamos hasta que la casa se vendió.

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31. Chalco Chalco, Condominio Santa Inés 1A M10 L6. Ex hacienda San Juan. La casa de Diego. Diego puso la cuerda de tal manera que atravesaba la casa a lo largo. De la ventana de la sala a la ventana del cuarto que daba al jardín. El jardín de maleza que le pertenecía más a los gatos de la vecina que a nosotros. La cuerda era para días de lluvia y la única función de que estuviese ahí, atravesando la casa vacía, era colgar la ropa recién lavada que no cabía en el patio o para resguardarla del clima. Para tener ropa limpia y seca dentro. Al entrar a la casa era lo único y lo primero que se veía. La ropa colgando sobre la cuerda en medio del espacio vacío. Chalco es un lugar de odios y de amores. Tal vez porque está ubicado a dos horas de la ciudad, lo odias cuando estás atorada en el tráfico con el calor del día entrando por la ventana de la combi y el ruido de afuera. Pero lo amas, cuando un viernes por la noche, la señora de las empanaditas ha abierto su puesto y puedes disfrutarlas con lechuga, queso y crema en cantidades desmesuradas. Lo amas en días de vacaciones, cuando la ciudad ha quedado vacía y Chalco está a una hora y sin tráfico. Lo odias cuando la fila para subirte a la combi ocupa todo el estacionamiento… hasta el fondo. Lo amas cuando logras llegar, cuando el camino te dice que ya estás cerca de casa. También es de amores porque Diego y yo volvimos a vivir juntos. Esta vez él y yo en una casa que a veces parece estar en el fin del mundo y desde la cual saludan, cuando está despejado, el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl.

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Son pocos los que se quedan a ver transcurrir la rutina en Chalco, la mayoría deja sus casas temprano en la mañana y vuelve a ellas tarde en la noche. Pero aquellos que nos quedábamos podíamos saludarnos cuando nos encontrábamos de camino a la verdulería o desde el patio trasero de la casa. A veces, la música de algún vecino lavando su auto se tomaba el lugar y ocupaba cualquier espacio en el que pudiese propagarse. Otras veces se mezclaba entre las campanas del camión del gas o la bocina de los vendedores de pan o el timbre del camión de la basura. Así, en medio de ladrilleras y nubes de tierra, detrás del Popocatépetl y el Iztaccíhuatl. Ahí, donde parece que acaba el mundo. Diego y yo habitamos la casa vacía. Hicimos eco dentro de sus paredes blancas, la cual desde el inicio tuvo día de regreso, día que eventualmente llegó. Salimos temprano en la mañana, rumbo al aeropuerto. Diego esperó a que abordara, ahora esperamos para volvernos a ver.

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32. Setecientos caracol Armenia, Calle 37N #20-85, Inter plaza, Torre 5 apartamento 702. Junto al balcón, sobre una mesa a pocos centímetros del suelo, se encuentra el jardín de mi mamá. Uno del tamaño que puede tener un jardín dentro de un apartamento. Uno hecho de suculentas y cactus, que se reproducen cada vez que alguna de sus hojas cae. Esta es nuestra casa actual. Y al menos, por un momento largo, queremos que siga siéndolo. Es un apartamento con vista al estacionamiento, también a un terreno baldío donde corren potrillos y siempre al fondo, el cafetal. Tiene tres habitaciones, una que sirve de taller, el cuarto de mi hermana o mío, dependiendo de quién llegue primero. En este caso es mío puesto que mi hermana está en la universidad al sur y no vendrá hasta las vacaciones. Y el cuarto de mis padres. Por ahora, todos estamos cómodos, el sol entra temprano en la mañana e inunda el lugar. El jardín crece y nos gusta quedarnos dentro. Volvimos a tener nevera, temporal, pero ahora hay hielo, jugo frío, comida congelada y la gelatina se condensa. Aun no aprendo hacia qué lado abren las puertas o cuál es la luz que enciende la cocina. Tenemos los muebles necesarios, la casa cada día se siente más nuestra y después de treinta y un casas aún aprendemos cómo ser ligeros.

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CASAS SIN CLASIFICACIÓN Aquí, la lista de casas que no pudieron ser incluidas en las categorías anteriores.

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2. La reliquia Bogotá. Avenida Boyacá. Conjunto residencial La Reliquia, primer piso. Ese lugar lo guardo en mi memoria como Normandía, la casa de mis abuelos maternos. Recuerdo el rodadero azul, alto; un domo para colgarse de cabeza y un carrusel del que siempre bajaba mareada. Nada de columpios lamentablemente. No está archivado en mi cabeza como un lugar en el que haya vivido aunque así lo hicimos. Mi hermana nació ahí y, tal vez, fue de los lugares más importantes porque desencadenó nuestra mudanza a Ecuador. “Lo más importante de la Reliquia fue salir”, dice mi padre mientras hablamos de lo que fue vivir ahí. Tenía dos años, íbamos al parque los domingos, me llevaban a la escuela y mi abuela me cuidaba en las tardes. Hablar de la casa, en este caso, es hablar de lo que sucedió allí, la rutina que se tejió durante un año, la casa que no será la misma después de nosotros, tendrá nuestro desgaste en sus paredes que más tarde serán cubiertas bajo una capa de pintura como si se trataran de una página en blanco dispuesta a escribir otra historia. Fue mi madre la que vendió todo, la que hizo las maletas y siguió a mi padre poco tiempo después de que viajara solo a Ecuador por trabajo. Él, diseñador industrial, se encargaría de instalar baños portátiles dentro de autobuses.

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AsĂ­ dejamos Colombia: Con dos maletas, Un pica todo, Ropa y una cobija. AsĂ­ llegamos a Quito: Con dos maletas, Un pica todo, Ropa, Una cobija Y mi padre que nos esperaba.


6. La casa de los perros Quito, Real audiencia y Fátima, la casa de los perros, segundo piso. La nombramos así por los perros que tenían nuestros caseros, vivían en el primer piso y salían a correr al patio trasero. Ladraban sin cansancio e inspiraban temor, al menos a mí porque me doblaban en tamaño. A esa casa la recuerdo oscura, aunque tenía una ventana que daba al patio. Oscura mientras cenábamos en el comedor, sentados bajo la lámpara de luz amarilla que no iluminaba más allá de nosotros; de nuestra mesa cuadrada. No sé cómo nacen los recuerdos, ni cómo seleccionamos cuales van a acompañarnos. Ahí guardé pocos. Me quedé con los ladridos, una fachada blanca y una baldosa color rojo ladrillo que cubría el piso de toda la casa.

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7. Vista alegre Quito, Avenida 10 de agosto y 6 de diciembre, conjunto residencial Vista Alegre, apartamento 502, torre 2. Los domingos empezaban con el Grupo Niche o algún otro disco de música colombiana sonando en la mañana, mientras mis padres organizaban y limpiaban la casa. Terminaban silenciosos, con ellos dormidos durante la tarde tras encender el televisor, mientras mi hermana y yo intentábamos huir del silencio y salíamos a jugar. No estoy segura si fue un domingo, pero en ese lugar, mi padre nos enseñó a tender la cama. Era un apartamento color amarillo, con un pasillo que conectaba todo, una pared que dividía la cocina de la sala y que hacía los juegos de carreras más interesantes, además de un balcón que solo usamos una vez para hacer burbujas y no manchar el piso adentro. Teníamos una casa completa, abundaron libros y juguetes. Había un mueble para cada cosa y en las repisas posaban muñecas de porcelana, cofres y fotografías; a pesar de ello, nosotros estábamos desordenados. La casa tenía forma pero nosotros, sus inquilinos, nos sentíamos desorientados. El caos reinó de manera poco perceptible, pero estuvo ahí, con nosotros. Silencioso como las tardes de domingo, En la sala y el pasillo Cuando la música dejaba de sonar.

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26. Casa de retorno Armenia, Calle 37N #20-85, Inter plaza, Torre 2 apartamento 402. Volver no me había resultado complicado hasta ese momento. Más difícil aún fue, “volver a casa” cuando ya no tenía claro a qué lugar le correspondía dicho título. Volví. Volví a casa de mis padres. Volví a Colombia. Volví a Armenia. Volví a Manizales. No quería volver. A esta casa la acompañó música nostálgica, un mar de lágrimas, una mesa blanca rimax que suplantó al refrigerador, en la cual mi madre acomodaba el mercado del día; sin olvidar, al deseo de volver que estuvo conmigo todo el semestre.

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“Soy homeless porque hay muchas patrias que hacen su hogar en mí. “ (Flusser, 2002)



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