Ese animal que enga単a mi vientre
Ese animal que engaña mi vientre/Juan Martins 1ª. edición, Mayo de 2012 Colección: Faisán ISBN: 968825343X Levantamiento de textos y artes finales: Ediciones Estival & asociados Diseño de portada: Karwin Poleo
©Ediciones Presagios Gabriel Avilés Director General, Liliana García López Subdirectora, Waldo Madrigal, Norma Espinosa Zurita, Eduardo Aguirre e Iliana Mohedano Consejo Editorial México. Gustavo Olaíz Mar del Plata, Argentina. Juan Martins y Alberto Hernández Maracay, Venezuela. presagiomarino@hotmail.com @GAvilespoeta Twitter Gabriel Aviles Facebook www.elolejaedelasletras.blogspot.com.mx http://www.elolejaedelasletras.blogspot.com.mx/ www.elolejaedelasletras.blogspot.com.mx El autor desea hacer especial agradecimiento a Carlos Martins y Lencería Oliveira C.A. por su generoso apoyo durante la producción de este libro. Cancún. México
Impreso en México Printed in Mexico
Juan Martins
Ese animal que engaĂąa mi vientre Adenda de Alberto HernĂĄndez
Ediciones Presagios
A mi padre, en el recuerdo
¿Más allá de aquel andén veías tú también una ciudad en llamas? Jesús Ferrero
Lidia de cadaqués es el nombre que veo sobre la sinuosidad del mar y ante tus pies de barro. Sé que le acompañabas cuando morías de ti. Y ahora descansas de la memoria. Todo se agrume en la voz del pintor que supo recitar sobre la piel. Si ese sueño fuera surrealista entonces esa memoria es el polvo de Portlligat que te tiene para su gloria en el nudo de las paredes. Siempre escribo con minúscula tu sensualidad y me educa en la mística del pincel. No pude poseer tus sueños pero tu trazo penetra cualquier sentido de pureza. Así logro imaginar que tu vientre suda por los labios del incesto.
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El cortejo de esta enfermedad medieval alcanza mi rostro en el fallido intento de la mirada. Tus movimientos quieren que seas un trozo intangible del deseo que se entrega al desgarro de mis ojos. Y eso no te produce el mĂĄs mĂnimo dolor, pero nadie pone en duda de que tu enfermedad se prolonga como el placer. Poco antes debo tomar este libro, leerlo, y dejar que la ciudad muera detrĂĄs de ti, reposando del otro cuerpo.
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Al ver que tantos años sostienen los arabescos a tu favor, vuelvo a recorrer, en un intento inútil de lo amoroso, los desechos de tu cintura fresca. Sin embargo quiero ser como eres, distraído y conforme con lo que te arrojen a la mano. En un instante, pienso que estoy del otro lado de la moneda, limpio y ordenado como la razón sobre aquel presagio de amor que se resiste. Y más adelante el rostro es de mujer.
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OĂr la caĂda de los yerbazales en el silencio de la [ciudad.
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Esta ciudad metida en la noche padece de su ritmo por tu apego sentimental hacia las formas. En su sitio te encuentras con el desprecio emocional de los cuerpos. Sabes que lo que acabo de decir es una ironía del placer. Descuida, han desavenido sobre su víctima el beso que ahora te penetra como si el gesto fuera un acto de Dios. Y lo es. Cada transeúnte se despide del vértigo, se despide de tu voluptuosa permanencia. Nadie les mira, arrastrados por la tarde, no tienen tiempo para más nada.
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Tus manos se partieron dentro de tu voz. Sumisa y virgen por la oscuridad, tus calles encarnan el bestiario de la noche. En esta habitación la presencia del espejo me recuerda que tengo que regresar al otro lado del anticuario para saludar a mi gato —he recobrado el don de hablarle a los gatos—, pero tendré que lidiar con tu boca, lenta y cansina por mentir, y reposa en mis sábanas un pedazo de amor para otra amante en el silencio del sueño.
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Encuentro en la inclinaciĂłn de tu sangre la sustancia de tu ingravidez, con la frĂa voluntad de tocarme en contra de la noche. Y tu belleza cede ante la muerte por letargo. Las paredes no recuerdan tu dolor en la soledad de la casa: es una ironĂa de nuestra distancia querer permanecer en el abrazo. Cada vez mĂĄs fuerte en el desamor.
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Ansiosa por cruzar los reinos, habrĂĄs de esperar en el desasosiego lo que tenĂas perdido en su rostro. Estabas en la comisura del pez, escupiĂŠndome el aliento de la playa, sin dar el primer paso fuera del mar para despedirte, donde la oscuridad es el mejor aliado de tu crimen y, con esa ausencia, me das la bienvenida a la ciudad.
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La luz duerme sobre la pared, doblega el rastro de la puerta, que sin esfuerzo guarda en su interior mi mayor temor de lo olvidado. Ese vacío que me acaricia la memoria abre la membrana de esta mañana. A pesar de la noche, tomas el resto del licor, lo disfrutas. Miras a un lado la distancia que hay entre tus manos y las horas, sin que tu odio sea esta medida de las palabras, uniendo, en un imposible, el vértice del retrato con el deseo cálido de tu presencia.
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Siento en el paisaje la piel de mi padre, fría en la evocación de su sonrisa, su pasión se va asfixiando en la angustia porque el miedo de tu rostro se inclina a saludarme con ternura. Has estado allí esperando el paso a tu tierra que no se desgarra del pasado. Cada rincón lo caminábamos con el idioma de los extranjeros: amar tu migración de las palabras que ahora me son ajenas en este país.
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[a Cavafy]
Cimbrar con la boca llena de escándalos, donde el dolor es olvido de mi otra boca sólo para despedirme. Tan ilícito a la carne has declinado con esa escritura del desaliento. Como siempre, la ingratitud extiende tu mirada y el mar no trae sus restos de vuelta, eso sí, su cristalina membrana cae sobre tus pies y abandona las redes después de la noche. Tu amor ha quedado hundido en la sal.
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Miro en él la hendidura de tu rostro. Lloro entonces el residuo de las palabras donde se sella la memoria. La noche me deja aquel sabor de ciudad húmeda (inexorable en unos cuerpos que se niegan). Y mi rostro en cambio duerme sometido a la postración: la mujer ama en la caída de su cuerpo, despliegas de la comisura esa voz, será porque te es ajeno la voluntad de su secreto. Lenta y amarga es tu despedida cuando la intención es amorosa.
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Las horas se desgarran en las manos ante el vacío de tus ojos porque he vivido fuera de ti como una desolación de las ideas: hombres, dioses y recuerdos me penetran con lo que está en mí muerto y yo, con cuidado, pongo sus palmas en el cielo.
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Ella inhala tu sabidurĂa que se eleva en la sandez de la locura. AsĂ es el amor, siempre ajeno y su idioma podrĂa contenerte hacia adentro para abrir la faz del animal sobre su pecho mordido y ausente.
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Se ha consumado ese final ante el roce del cuerpo, plegada las paredes, su humedad no serรก suficiente para enmudecer el movimiento que entra golpeando la piel del pasado. Una vez con el recuerdo, estoy del otro lado de las rejas, acaso para enamorarme de tu semblante.
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Pienso que tu regreso es una abstracción del beso y aparece (en tu nombre de mujer) desde una distancia húmeda. En lo más bajo de la calle sabes que has tocado fondo: alzando media cara hacia la luz encuentras una repuesta de la elipse. Y sucede poco antes de tu muerte. A veces, Hipatia, el universo se esconde en tu último aliento.
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Ese animal que engaĂąa mi vientre. No soy yo, sino el que embiste con arrogancia, pero yace en la mentira de tus labios, yace en el recodo de lo cotidiano, yace en la quietud de tu olvido. Y tus caderas figuran lo inexorable de la derrota, aĂşn lamiendo la piel de mi rencor.
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La ansiedad de los árboles procura la mordida de los transeúntes: en el seno de su afán rubio, hermoso y tangible has deseado el placer de ella en el interior de los versos. El retrato sobre el papel es un secreto: «Y seguirá el deseo/poseyendo nuestros cuerpos ». En esa instancia de la saudade, la estrofa de Jesús Ferrero, me somete hasta hundirme.
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Iracundo en el caminar, daba por terminado su visita al rencor. El trance suicida por su amada tenĂa el regocijo de las grutas. Y sin arrastrar su reverencia, esa ciudad vuelve en ti sobre sus cimientos.
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Destierran la presencia de tu belleza fatídica. Trazo la escritura de ese símbolo como si me perteneciera. Ese derecho que aún no han perdido los cuerpos cuando se aman. Y la belleza es así porque alcanza a su verso detrás de la muerte.
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La espada ha extendido su sangre. Hamlet, no es el cuerpo lo que nos engendra el dolor, sino tu valor de hablar con los muertos. Dicho en el borde de tus labios suprimes el pecado de la corte. Los testigos tienen su mirada en el poder, sobre una Dinamarca donde la fastuosidad te hace del olvido.
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[a Juan Liscano]
Oriente nace en la calle gris del paisaje quien seduce con su vocal la belleza delgada de tus manos. Esa voluptuosidad se desvanece en la agitaci贸n de la piel. La piel, una distancia al borde del r铆o donde he perdido tu rostro, con la que me yergo a tu cintura sobre la sombra de tu goce. La piel, se rasga a la orilla de tus ojos que me niegan, que se ausentan en la gravedad de los muros.
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En la sonrisa del perd贸n encuentro algo de mi [oscuridad.
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Besar en tu rostro una metáfora del honor. El estigio de ese valor no sustituye la suave inclinación de los cuerpos. «Tanto hay de ese amor que ahora hijo quiero hablarte de él»: sabía que la ciudad se llevaba esas palabras, pero miras con necesidad la juventud de los labios que te vieron nacer, como una señal a mis oídos cuando nadie quiere sentir relatos de amor.
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Le oigo mentir con su ladrido, como si la podredumbre se resistiera en la sumisión de tu acento. El tiempo de los árboles tiene ahora esa herida donde el metal se clava con la punta de mi sangre. Así el desprecio embiste tu ciudad cuando el silencio de la noche escribe el sosiego: lentamente, lo sórdido va ocupando la sensualidad del salitre. Por lo pronto, la voz del poeta quiere evocarte como si la tarde ocupara todos los días del mundo. Y no, es el instante que trae hacia el andén una descripción de la multitud. El niño sigue ladrando sin detener la violencia de su ingenuidad y se desplaza con todas sus fuerzas hacia mi corazón.
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El insomnio de las hojas despierta nuestro delirio de la infancia, despierta la obsesi贸n del recuerdo, despierta el sufrimiento, el aliento de este oto帽o y, sobre esa derrota del paisaje, sellan la huida de la voz para asir de esta ruina un secreto que nos congrega hasta el amanecer.
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La voluntad del mineral dobla el temor. Es un componente de los cuerpos s贸lidos que se disuelven por la unidad de la emoci贸n. Debe irse con cuidado con esta sustancia ante la reacci贸n de sus elementos. Suele suceder que esos elementos no son parte de una realidad sobria, sino signos que adquieren alteridad sobre el significado del rostro: tu maldad se muestra, insiste en devastar la sonrisa.
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Su muerte sobre el agua reclama porque el paisaje es [de metal.
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Debes alzar la abertura de la arena y ver lo que queda de los sentidos. ViĂŠndolo bien, se trata de tomar el descenso necesario de los significados y darle al sustantivo su relativo poder de alterar las cosas. Como saben, las cosas, son la herida de las palabras, las cosas, la belleza de lo nombrado sobre el gesto voluptuoso de los mares.
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A la llegada del celaje se cierne el homicidio. Manchado por tu arrebato, desenvainas el bronce de tus brazos, diseccionando el ĂĄnimo de sus calles. Dejando una sombra de herrumbre, permitiste que la brutalidad entrara para siempre. InĂştil serĂĄ tu arrepentimiento por salvar la piedra de AlejandrĂa.
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Salvo con la retórica de mi escritura un testimonio de la oscuridad, donde la fantasía de esta niña es posible por la insolencia de los sueños. Y en ellos, los príncipes abren una puerta detrás de la otra para tocar su cabellera de laberíntico dolor. La infancia es para siempre cuando aprendemos de la aflicción.
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Escribo en la soledad para maltratar el silencio. El beso es un movimiento en el residuo orgánico de la mente. Y te abandona en la hendidura de quien sufre la excitación del tiempo. Así que el pliego se convierte en el raigambre de aquella tradición que sólo existe en el signo de tus manos (en lo vano de la muerte nada queda vivo, es su imagen lo que vemos). Cruzas el brocal y metes la llave en la cerradura, esta vez para huir del cuerpo. Y se repite en algún lugar de esta escritura.
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[a Roberto Juarroz]
El ritmo del aire no termina sino en un humilde lugar del vacĂo, la caĂda ha rechazado la gravedad de las palabras que producen el aliento de los hombres, cuya divinidad se arrastra a la postre de la sombra y alcanza un vestigio de la esperanza por crecer en el exiguo espacio del verso.
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Despertar es una forma simbĂłlica de ver la muerte. DĂŠjala descansar para que no entre la noche. Y con ello se va el sentido de esta utopĂa: dar por seguro que los cuerpos se aman en la oscuridad de la ciudad.
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Al viento sólo le aflige el viento. Qué importa entonces tu desecho, el desprecio. Lo quiero, lo siento en la podredumbre de tus aguas y a la entrada del portal escupo tu moral roída. Prefiero tu destemplanza, tu disección como adagio a la locura donde el polvo se enreda con las mordeduras de la religión, lacerantes por aquella ideología del resplandor, te entregas a la mentira a cambio de tu vestidura. Esta ciudad no la tengo metida en el corazón, vengo por un pedazo del poema en tu boca.
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CaĂn es el nombre de la primera ciudad, porque nombra el vacĂo de dios y la divinidad del hombre, aquella huida de la muerte, donde el pensamiento se representa en la intermitencia del deseo: la belleza del espacio que nos hace eterno y nos condena.
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El estribo muerde la hendidura, dejando que su pensamiento sea el resto de las rendijas y tus manos se aferran dentro, donde el rumor me saluda con desprecio en el duro hablar de los gestos.
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Y la noche duerme sobre mis hombros sometido a la postración: «la mujer ama en la caída de su cuerpo». Despliegas de la comisura esa voz, será porque te es ajena la noche que se extienden sobre tu piel, como una derrota en el oculto temblor del sufrimiento.
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Se ha consumado el roce del cuerpo, plegada las paredes, su humedad no serรก suficiente para enmudecer el movimiento de tu deseo. Me odias, es lo que importa.
-47-
Ella me cuida en el estribo oscuro del día. Temiendo que la casa sea la ruina de su ingratitud. Mientras que soy penetrado por las entrañas, estarás ausente del odio en las medianeras de mis ojos. Me curtirá entonces con la palma de sus manos la herida de mi senos.
-48-
La noche escupe dentro de la luciĂŠrnaga el resto del [dĂa.
-49-
La herida sobre la arena busca la escritura de mis manos. S贸lo hay desolaci贸n en el vac铆o de la espera.
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Soy una herida que se deja atenuar por la abertura del otro, donde el amor detiene al mundo, donde mi garganta se cierra y el nudo no deja oprimir el dolor de aquella costa dormida o me corta el recuerdo de su idioma suave que en fenicio navega con la ceguera de tu texto transcrito en tu pecho, la ciudad se transparenta por debajo de tus ojos como un gesto de esta ma単ana en mis labios.
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Viviré hasta que pueda decirte la palabra de amor a la orilla del desprecio. Será allí en medio de la ciudad donde leerás el manuscrito de mis hombros en el cordel de tu boca que no dice nada.
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[a Sylvia Plath]
Y el instante de la derrota no escribirá en tus versos mi estación de locura, que está aquí en forma de adjetivo. Esta razón de la desdicha sobre la traición de Medea cuando, por proteger el amor a tus hijos, abrazaste tus pulmones bajo el cerrojo sajón de tu adiós y la mitad de tu cuerpo se desvanece en lo fatídico de tu rostro, donde permanece un rezo por la nada. Este necio lugar de hallar el goce en la inteligencia fuera de las palabras, donde la curiosidad por el suicidio tiene nombre de mujer.
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El laberinto me encierra en el hilo de la luna, con la indulgencia del intruso, su sendero es la sombra del estupor sobre mi infancia, como si creta asomara por la hendija la burla del Minotauro, donde su muerte es heredada por los ciegos del mundo. Contemplar el vac铆o y llegar a 茅l sin la disoluci贸n de los recuerdos. Un fuerte abrazo me espera dentro de tu pecho agn贸stico.
-54-
Cuando el destino está en la duda de las palabras, las gravitaciones de los sueños se entregan a la belleza del signo. Lo ignoro porque pienso en mí como cualquiera que lee sobre la palma de la mano el pasado. Siempre el mismo designio: no soy el que está en la memoria sino un tejido de nostalgias y rechazos, harto del otro que no soy, me odio en el misterio del dolor, en una ciudad con el nombre de Alfonso Quijano. Y me separo del mundo hacia la inclinación de los días.
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El alma es el espesor de tu cuerpo que se divide en la sustancia del viento, cuando el agua hace insoluble la forma del fuego en mis manos, porque te mueves por la luz del ramal, secreto en la penumbra, deja ver su intuici贸n del exilio que se asoma por detr谩s de la soledad para hacernos pensar de lo invisible cuando nos visita. Este oscuro sabor de tu boca por morder en el espejo mi temor a dios y el espesor entra con mi deseo a despedirse.
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En el frío metal reside la piedra de los perros que no se entiende con las cosas. Así, me pliego a él cuando la humedad no ha sido acosada por la ausencia de dios y el pecado se hace en mí como este pedestal que muere por la ovación del canto en la cicatriz del verbo. Ya la ciudad me escupe el eco de tu asfixia, donde se acercan todos los fuegos al abrazar el residuo de tu angustia.
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Muerdes el secreto de la noche cuando se nieguen los sacrilegios. Has de saber que con la señal no asciendes, sino las cosas que te salvan, te aguardan en el odio de tu vocablo, como si las consonantes te dieran el derecho a la nada. Y tu corazón será derretido en la sal de aquella casa, arrastrado por la corriente, será eterno su desaire en un silencio que no podemos olvidar por el rezo de una mentira.
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El semblante del espejo se nutre de la luz para crear las formas de lo que está fuera de los sueños y no es el objeto refractado, sino el revés de la mano que acaricia el rubor de la palabra cuando te nombra y se retira para anunciar el cuerpo que se desvanece. La mano no deja de existir porque mires en la noche el recuerdo que te saluda.
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Ya oscura la marea, la corriente le hará navegar sobre el siglo xvi. Había entonces revisado los textos de Alejandría que el fuego no quiso regresarnos. Con la intuición como dueña de tu simetría, dará por presagio la ruta de oriente (perdida en una era que no había leído del Fenicio las coordenadas de su sabiduría). Este navegante sabrá también que está más cerca de su astrolabio para medir su cuadrante pasión por el mar. Tenía consigo la placa del templo de Hator, el libro de Dunhuang y su constelación perdida, el Kamal cuyo cordel es mordido por los moros, la Sonda colgada de tu talento y la esfera Armilar, aquel reloj nocturno que despertaba tu sensualidad en cada puerto. Acaso soy la ruina de esa herencia que no conoce su [destino.
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El polvo ultraja las hojas en el devenir del verdor.
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La piedra es el resto de la respiraci贸n. No hay descanso sino dolor y vuelves a 茅l por la duda del placer.
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Mis antepasados han bajado hasta estas piedras que vomitan el mar, el mar que cubre este decoro del atlántico, el mar que habla de su fervor nórdico y que templa este vértigo sobre tu acento mestizo donde acaricio otro mundo. Tu continente lleno de saudade se agrieta por su simetría. Ya sin aliento, la cavidad es el sueño donde el risco se anula por la palabra que en mi boca te lame como una exclamación de los años. Lloro en esta amenaza de la imágenes secretas y, de este lado, mientras te imagino en la tarde de tu país, el abrazo se extiende del retrato hacia mi presencia del vacío. Dile a tu cuerpo que se acostumbre.
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Me duele la despedida porque su cuerpo, al asentarse sobre la miseria, no da lugar al recuerdo. El primer semblante vendrรก asomarse en la tristeza para mirarme dentro de ti.
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En la herida de la noche, la complexi贸n de las l谩grimas se escribe con el viento, donde la memoria es la humedad de mi soledad.
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Descubierto nuestro paisaje, ¿qué haremos con él?
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Tu padre bebe mi sal de arena, viene de cortejar sus tierras donde el viento entra por una lengua extraña y una breve guerra nos quitó el origen flamenco y bretón, uniendo su mestizaje a las gentes de Magreb. Tú que tanto me decías de ese orgullo, desconocías que nuestra escritura arábiga se cuela entre las sienes, dejando quizás, aquella sensibilidad oculta del instante. Siendo amenazada por sus quemaduras que se derraman detrás de mi boca, no quedan sino tus ojos celtas sobre el fado de tu rigor. A pesar de la excitación de los días, quiero que me sueñes. Prefiero el lado de tu canto que nadie escucha fuera de la ciudad.
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La mordida de la luz se muestra en tu dolor y en la hoja desprendida del cuerpo, porque nada se pudre en el abandono cuando la piel descansa por su muerte. El verdor de la ciudad traza por su pasado el fuego de tu arrogancia. Ya se sabe en las ruinas.
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El rostro desfigurado del sue単o no quiere despertar por su belleza. Del otro lado, el tiempo se desvanece en lo real de tus emociones para decirme que estoy sostenida en lo hundido de la noche y dispersa en la oscuridad.
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Esta casa respira tu cuerpo, en ese lugar comĂşn, me quedo delante de la noche sobre tu rostro y el amor de esa maĂąana duele como una herida hundida en el aire. Duele cuando vienes a buscar el resto de la humedad.
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La noche desdobla tu infancia y el mar rasga su transparencia en el confín de una patria desavenida. Detrás de las rejas el clamor de los labios, su humedad ablandará el temor por la huida de los cuerpos. Y los ojos tejidos por tus pies no dejan de ver la crueldad de tu poder que se hunde en la articulación del odio. No hay territorio inocente: disentir con el verbo arraigado en el gesto del dolor. Es cuando limpio las rejas que me atan, están hechas del resto de mi garganta y ceden por mi voluntad al rizo del viento. Imagino que duermes en tu isla desamada de tanta memoria ceñida sobre mis manos. Ten por seguro que se rasgarán del polvo cuando la sangre llame al olvido. Tú, ínsula metida en mi cuerpo por los años y extranjera en su descanso. Tan lejos de la amapola como de su sombra. Y tan cerca de la herencia que me posee. El canto místico de tu boca me atrae hacia los días de tus padres como si el vientre me fuera distante y ajeno. En esta piedra que soy reside el desasosiego por no tenerte lejos de mí en un país deshabitado.
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Lo inmediato no se hace palabra, aun, respiro para acceder a tu piel. TĂş padre, esa piel que me respira detrĂĄs del mar que dejaste.
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No puedo escribir con la pluma seca de tanto dolerme, de tanto olvido, de tanto girar en ese adjetivo. Y repetirlo en este mal poema.
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El tiempo, saluda con desprecio la piedra de los amantes que nunca se encontraron sino para empujar la muerte por descubrir ese placer: el gesto en hundido movimiento por partir esta palabra y ejercer su poder apaciguado y sentido que ha sido aquella noche de sus cuerpos. Y me miro en tu soledad dilatada.
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Adenda: Ese animal que engaña mi vientre 1. No basta que a orillas del Mediterráneo alguien desde la mudez advierta una ciudad que no termina de irse, la que a veces se retuerce en los recuerdos, en la piel renegrida de la estatua, la de aquella mujer que vendía pescado en el puerto y se adentraba por las calles con su voz marina y metálica. Aquella que recogió Eugenio d´Ors y convirtió en mito. La misma que en el libro del escritor catalán apareció en imágenes de salvador de Dalí, motivo de creación del llamado «método paranoico crítico» que el loco pintor catalán desplegó con sus bigotes. Los cercanos en agua y saliva, Federico García Lorca y Luis Buñuel, la tuvieron cerca. La misma Lidia Noguer i Sabá —¿hija de las últimas brujas de Cadaqués?— se creía ser otra mujer, la protagonista de La ben plantada que de d´Ors ha revelado ante los ojos de aquella parte de España. Es la Lidia de Cadaqués que recibió a Pablo Picasso en su hostal. La «musa obstinada» que nombra Vicente Pagés. Finalmente, la estatua de una mujer frente al mar azulísimo. Mujer de pelo alado por el viento. Sobre la cabeza, el envase donde los cadáveres de los pescados navegan su imposible ilusión. Entonces, sin batirse contra las olas, Juan Martins la recrea en ese primer poema de este libro que avanza a empellones entre las imágenes de una ciudad cargada de sonidos, de silencios, de olores, de referencias y levitaciones. Lidia de cadaqués es el nombre que veo sobre la sinuosidad del mar y ante tus pies de barro. Sé [75]
que le acompañabas cuando morías de ti. Y ahora descansas de la memoria. Todo se agrume en la voz del pintor que supo recitar sobre la piel. Si ese sueño fuera surrealista entonces esa memoria es el polvo de Portlligat que te tiene para su gloria en el nudo de las paredes. Siempre es-cribo con minúscula tu sensualidad y me educa en la mística del pincel. No pude poseer tus sueños pero tu trazo penetra cualquier sentido de pureza. Así logro imaginar que tu vientre suda por los labios del incesto.
La ciudad dentro de este nombre que se agita a las orillas de un mar interior. La ciudad tan ansiada frente al pozo oscuro de la noche, el que es agua silenciosa mientras alguien repite la imagen de la vendedora para hacerla un sueño. Este libro de Juan Martins obra como un viaje interminable, en el que el poeta mira desde su propia sombra la ciudad que con él se desplaza, la que se ha quedado atrás y la que se deslinda del tiempo y es nueva en otro poema donde las «calles encarnan el bestiario de la noche». 2. Ciudad y mujer en una metáfora que recorre todo el libro. Un paisaje que toca —de soslayo— la figura del padre, la piel de quien hace poco se hizo a un viaje y no ha terminado de marcharse. Entonces, la ciudad también es esa memoria, ese dolor leve pero hondo, pegado a la imagen de Hipatia, la que aún respira en el cuadro de Rafael Sanzio, la de la Alejandría culta que le permitió ser la primera mujer matemática de la -76-
historia. La mujer/ ciudad, la mujer apedreada, descuartizada y quemada, como una calle, como el final de una avenida. Esta ciudad no la tengo metida en el corazón vengo por un pedazo de poema en tu boca.
He allí ellas, la ciudad y la mujer, la desconocida que vierte su sangre en las anteriormente señaladas. Hechas poema en esta aventura que Martins ha sabido construir en medio de la premura cardíaca del pequeño mundo que nos rodea. El lector que encare estas páginas se hará parte del tono de cada uno de sus textos. Es un libro donde ningún tema compite con otro. Es un texto solitario, unido por la pausa que le imprime la respiración o el ahogo. Texto unitario, borroso cuando se deja a un lado. Lento, pleno de una paz que llega a dolor. El poeta se deshizo de parte de la piel para poder entrar y salir de sus imágenes. Despertar es una forma simbólica de ver la muerte. Déjala descansar para que no entre la noche. Y con ello se va el sentido de esta utopía: dar por seguro que los cuerpos se aman en la oscuridad de la ciudad.
Quedan sonidos a los pies de la mujer detenida en el bronce. Hay voces que la cercan. La ciudad se multiplica en la noche, silabea el desgano y la alegría de verse en ella misma, en el animal que la consagra y la disipa. La ciudad de este libro se recrea en el estado de ánimo del poeta: quien escribe se deshace en la me-77-
moria de los que han pasado por ella. Que cada lector lo convierta en parte de su soledad, en parte de su aliento. Alberto Hernรกndez
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Índice Ese animal que engaña mi vientre Lidia de cadaqués 9, El cortejo 10, Al ver que tantos años 11, Oír la caída de los yerbazales 12, Esta ciudad metida en la noche 13, Tus manos se partieron 14, Encuentro en la inclinación 15, Ansiosa por cruzar los reinos 16, La luz duerme 17, Siento en el paisaje 18, Cimbrar con la boca llena 19, Miro en él la hendidura 20, Las horas se desgarran 21, Ella inhala 22, Se ha consumado 23, Pienso que tu regreso 24, Ese animal que engaña mi vientre 25, La ansiedad de los árboles 26, Iracundo en el caminar 27, Destierran 28, La espada ha extendido 29, Oriente nace 30, En la sonrisa del perdón encuentro algo de mi oscuridad 31, Besar en tu rostro 32, Le oigo mentir 33, El insomnio de las hojas 34, La voluntad del mineral 35, Su muerte sobre el agua... 36, Debes alzar 37, A la llegada del celaje 38, Salvo con la retórica 39, Escribo en la soledad 40, El ritmo del aire 41, Despertar es una forma 42, Al viento sólo le aflige 43, Caín es el nombre 44, El estribo muerde la hendidura 45, Y la noche duerme sobre 46, Se ha consumado 47, Ella me cuida 48, La noche escupe... 49, La herida sobre la arena 50, Soy una herida 51, Viviré hasta que pueda 52, Y el instante de la derrota 53, El laberinto me encierra 54, Cuando el destino 55, El alma es el espesor 56, En el frío metal 57, Muerdes el secreto 58, El semblante del espejo 59, Ya oscura la marea 60, El polvo ultraja las hojas en el devenir del verdor 61, La piedra 62, Mis antepasados han... 63, Me duele la despedida 64, En la herida de la noche 65, Descubierto nuestro paisaje, ¿qué haremos con él? 66, Tu padre bebe mi sal 67, La mordida de la luz 68, El rostro 69, Esta casa respira 70, La noche desdobla
71, Lo inmediato 72, No puedo escribir 73, El tiempo, saluda con desprecio 74. Adenda de Alberto Hernรกndez 75.
Ese animal que engaña mi vientre cuyo autor es Juan Martins se terminó de imprimir durante el año de 2012. Labrado con la ayuda de Dios para el cual se usó papel Bond. En su alzadura se emplearon Tipos CG Times de 9 a 10 puntos y Garamond de 14 a 18 puntos. Edición de 500 ejemplares