Jorge Canepa

Page 1





Un hombre valiente y otros sueĂąos de barrio

...a Laura, Celeste y AndrĂŠs.


Canepa, Jorge Domingo Un hombre valiente: y otros sueños de barrio / Jorge Domingo Canepa; prólogo de Héctor Hugo Cardozo. - 1a ed . - Rosario: Ediciones Arteón, 2016. CD-I, Otros ISBN 978-987-46340-0-9 1. Libro de Lectura. I. Cardozo, Héctor Hugo, prolog. II. Título. CDD A863 Fecha de Catalogación: 12/09/2016

Impresión: Tinta Roja S.R.L. • Santa Fe 2470 • Telefax: +54 341 4261760 Rosario, Provincia de Santa Fe, República Argentina E-Mail: tintaroja@tintarojaimpresos.com.ar Diseño Gráfico / Editorial: DG Juan Pedro Carbonara Contacto: (0341) 152 123601 E-Mail: jupecarbo@gmail.com Tapa: Diseño e Idea: Carlos “Negro” Torres Fotografía: Keystone-France / Gamma-Keystone via Getty Images Un hombre destroza un bloque situado en el estómago de un forzudo (1930)

Prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio visual gráfico o sonoro sin la expresa autorización del autor. » La fotocopia mata al libro y es un delito.


Un hombre valiente y otros sueños de barrio

Jorge Cánepa

...gracias a Daniel Abba, Rafael Oscar Ielpi, Néstor Zapata, Pablo Pasqualis, Carlos Alberto “Negro” Torres.

Ediciones


Prรณlogo


Contar y contar bien, en profundidad, mezclando la simpleza de unir palabras que se transformen en frases épicas y armen una, varias, un montón o una pila de historias es un arte, el mejor quizás, si de la palabra escrita se trata. Y en ese arte se zambulló Jorge Cánepa para rescatar y deleitarnos con personas, personajes, celebridades de ocasión, transeúntes de perfiles distinguidos y de los otros, misioneros de pasiones encendidas, tipos y tipas sobresalientes en una zona, su zona de su Rosario querido. La calidez de su escritura, el gran objetivo por capturar momentos, episodios y trasladarlos encadenados hasta convertirlos en un desfile atrapante de anécdotas y semblanzas, permite, nos permite y les permitirá a los lectores descubrir que la vida vive en cada rincón, en cada esquina, en un zaguán, en el pasillo del vecino, en la sede del club y en el patio trasero o delantero de cada casa, y que el desafío fue ese; mostrarlas. Y eso hace esta suma de cuentos callejeros, descubrirlos, mostrarlos en los que se destacan sucesos que provocan desde ternura y com»7


presión hasta los asombros. Aquel que lleva la música en la sangre y que palpita con los acordes y las melodías cualquiera sea su origen, tiene una ventaja, singular ventaja, para relatar vivencias. Ahí, tal vez, radique el mérito de Cánepa: supo, sabe, conoce, entiende de armonías, dar en la tecla. Y esta recopilación da en la tecla porque contempla situaciones que se fueron acumulando en su memoria y que, con paciencia de cirujano y con la calidad de un orfebre, fue modelando todas estas crónicas urbanas hasta convertirlas en una obra magnifica. El barrio, los barrios, todos los barrios tienen su sello. El estilo, que como en el fútbol, los identifica. Les da una marca especial, intransferible, que los posiciona. Es posible que haya, por citar un ejemplo de una figura que trascendió las fronteras de barrio Azcuénaga como el inefable y recordado Pica –ese chico, muchacho, hombre que creció de golpe y a los golpes y se hizo un lugar en la historia rosarina– que se lo pueda emparentar con otros o varios otros de distintos lugares de la geografía rosarina. Pero es innegable que las evidencias que conoce y transmite Cánepa no son las habituales, las de norma, sino que se introduce en una intimidad, la de Pica, de la cual muy poco se sabía y de la cual sabían los menos. En ese episodio es cuando surge la señal de que estos cuentos o historias tienen un mensaje especial. Porque es posible sorprenderse con hechos inéditos, ya reflejados por supuesto en las entregas semanales, pero que encadenados adquieren un significado especial. Muy especial, sin dudas. 8«


El recorrido literario nos transporta, entonces, a convertirnos en visitantes de una época en que la picardía y el candor se hallaban unidos en cada hecho. Rememorar las andanzas de un prestidigitador casero que se animó a conquistar públicos ansiosos en un escenario carnavalesco, provoca desde estupor hasta la sonrisa más burlona. Pero eso es, al cabo, el espacio por el que caminaron esta clase individuos, casi únicos, imprevisibles, si cabe encorsetarlos en un definición. Ese y otros personajes son los que van marchando al ritmo que les fue imponiendo Cánepa con su particular partitura. Se trata de entrar y salir de mundos diversos, de citas encontradas por lo diferente, que confluyen hasta convertirse en un universo que es necesario conocer para volver a esas fuentes que la vorágine y los calendarios modificaron para siempre. Poco o nada queda de aquellos lugares por los que anduvieron estos tipos que vuelven a tener un espacio propio a través de cada uno de los cuentos. La invitación está formalizada. Atrévase a penetrar esas personas tan distintas pero a las cuales une una misma procedencia; desde andar por los mismos y desparejos empedrados, recorrer veredas conocidas, amurarse a árboles amigos, pelearse por un gol mal cobrado, embroncarse por una broma pesada, coincidir en los mismos piropos, intercambiarse cargadas por las camisetas antagónicas según el resultado del domingo, y enojarse por querer conquistar la misma pollera. El hilo conductor lo puso en cada palabra, en cada frase, en cada texto, Jorge »9


Cánepa. Testimonios de un tiempo que pasó pero que se hacen historias de las buenas cuando aflora la calidad, los sentimientos y la pasión. La gran pasión por contar. Héctor Hugo Cardozo

10 «


ÂżHabrĂĄ sido el Cholo?



El Cholo era un buen tipo. Era uno de uno de esos gordos simpáticos que en los barrios conocen todos. Cuando tuvo a cargo el bar del Club Amistad y Unión consiguió que muchos amigos cambiaran el lugar de reunión. Eran socios de Libertad, del Ideal y de Matienzo pero, para estar con El Cholo, iban al club de la calle Marcos Paz. Era un gordo bueno pero, cuando se enojaba, era mejor no estar cerca. Y el día que con el Pato le vendimos el tocadiscos, se le salió la chaveta. No lo usaba mucho. Si hasta pensamos que se había olvidado que lo tenía. Pero se avivó y se puso como loco. -Se los digo a ustedes, a toda mi familia y a toda la barra de atorrantes que vienen a mi casa: sigan no más, sigan... ¡me van a matar a disgustos! -vociferó. El Pato era el hijo y sabía que había que tomar distancia. Si el gordo nos agarraba y nos tiraba los 140 kilos encima no nos salvaba nadie. Lo seguimos escuchando desde lejos cuando dijo: » 13


-No me van a poder levantar cuando me muera, no me van a poder llevar. Se van a lastimar con la rebarba de la manija- Y cerró con una puteada que se escuchó a cinco cuadras. Pasó el tiempo. El Cholo nos vio crecer, vivió feliz y un día, como cualquier otro, murió. Lo velaron en un local de Corrientes entre Cochabamba y Pasco. Fuimos todos. Como no ir a despedir a un hombre bueno, laburante y que nos había aguantado cualquier cosa. Y allí empezó la historia. Estábamos en el café de la esquina conversando y entró un hombre de traje azul y corbata blanca, serio, como asustado. Fue directo al Pato: -Señor Llana, ¿puede venir? Hay un problema. -¿Qué pasa? -le contestó mi amigo sorprendido. “¿Qué problema puede haber en un velorio?”, pensé. Pero había uno, muy raro. -Hay un tío suyo tirado abajo del cajón que quiere le sacar la tapa. Si la saca no se puede poner más. Son de alta precisión- explicó el trajeado. Salimos corriendo y, efectivamente, con un destornillador en la mano estaba el hombre, acostado en el piso. -Carmelo, ¿¡qué hacés!? -dijo el Pato. -Le voy a sacar la tapa. ¿No ves que los que pasan por atrás para despedirlo no lo ven? -Salí, Carmelo, dijo el señor que si la sacas no la ponemos nunca más. -¿¡Este qué sabe!? ¿No soy carpintero yo? Fue larga la discusión. Al final entre todos lo pudimos convencer. Protestando, el tío desistió. Pero fue bravo. En la entrada para vehículos de La Piedad, sobre Provin14 «


cias Unidas, estábamos todos agrupados, esperando. A las tres de la tarde el calor rosarino se hacía sentir como nunca. Y llegó el cortejo. Se abrió el portón y, siguiendo a los dos autos, empezamos a caminar. Había que ir hasta el final de la calle, doblar a la derecha y seguir, otra vez, hasta el final. Muchas cuadras. La primera vez que se paró el auto de adelante, el que llevaba las coronas, fue a los cuarenta metros. El otro se arrimó y lo empujó media cuadra. Arrancó, pero antes, el motor hizo una serie de explosiones que convirtieron al lugar en un campo de batalla. Todos corrimos para alcanzarlos y, reagrupados, la marcha empezó de nuevo. Doña Rosario, esposa del Cholo, la mamá del Pato y Adelita, se tapaba la boca con la mano. No era momento para risas, pero ¿cómo aguantar, recordando los dichos del Gordo? Las miradas se cruzaban, cómplices, y así seguimos. El motor se paró cuatro veces. Y siempre fue igual: empujón, corridas y reinicio. Y las explosiones eran cada vez más fuertes. Al fin llegamos al destino donde descansaría el gran Cholo, para siempre. Fue una sorpresa inquietante ver que, como se pudiera, había que subir el cajón hasta la hilera de nichos más alta. Era el lugar que estaba asignado. Fue una epopeya. Varios hombres, profesionales, con gran esfuerzo lo lograron. Eran 140 kilos más el cajón, pero pudieron. Cuando todo parecía haber llegado a su fin, faltaba una sorpresa. Todos tuvimos que correr porque, cuando sacaron la tapa de hormigón, aparecieron miles de avispas. » 15


Por el desbande quedamos lejos y vimos como los sacrificados operarios terminaron su trabajo como pudieron. Separados del resto, salimos por la puerta principal. Íbamos juntos, callados. Todos hombres. Mi viejo, Alfredito, el Pato y yo. Alguien dijo: “¿Habrá sido él?”. Y salimos de La Piedad, por primera vez, todos sonriendo.

16 «


Serenatas rosarinas



Mi tío Urbano aprendió a tocar el bandoneón a los 40 años para dar serenatas. Era albañil y, aunque tenía las manos endurecidas por su trabajo, aprendió. Se compró un fuelle alemán en cuotas y cuando pudo tocar un vals y un tango, salió a golpear ventanas. Todos los diciembres le daba una serenata a mi madre, la hermana, para su cumpleaños y era una fiesta. Nosotros, los pibes del barrio, estábamos encantados con la llegada del tío loco que despertaba a todo el mundo mientras, con una sonrisa igual a la de Vittorio Gassman, abría y cerraba el bandoneón entusiasmado, desbordante de emoción y alegría. El tío se lo tomó en serio, empezó a salir todas las noches a celebrar aniversarios, a acompañar enamorados, a rendir homenajes, hasta que mi tía Teresa, su mujer, se cansó y le vendió el bandoneón. -Tere, ¡dame el bandoneón!- -rogaba Urbano. -No está más, desapareció -decía la tía, y cerraba el diálogo. Era un acto de amor. No es fácil ser albañil y caminar por los andamios, mal dormido. Vivieron muchos años, pero » 19


el serenatero no volvió a tocar. Para nosotros, chicos de barrio Azcuénaga, la serenata era una cosa normal. Nos acostumbramos a escucharlas como a los sonidos naturales de las orillas de las ciudades de entonces. Sirenas de fábricas, trenes que pasaban, pájaros, carros, golpes de herreros, sierras de carpinteros, verduleros, hieleros, afiladores y, de noche, las serenatas. Hombres en bicicleta silbando un tango, tanos y gallegos cantando y serenateros fueron quedando en el olvido, de a poco, como tantas cosas. Los nuevos tiempos las llevaron por delante, las empujaron al olvido y quedaron como recuerdos lejanos, queribles, de un romanticismo perdido. Entre esos recuerdos algunas serenatas jamás serán olvidadas. Fueron de una singularidad que las destaca como anécdotas eternas, esas que aparecen siempre en rueda de memoriosos. El Zorro Milicich, integrante de la Mesa de los Galanes de El Cairo y Carlitos Kusset, un habitante permanente de la bohemia rosarina de los 70, pasaban uno de sus frecuentes encuentros de copas, folclore y conquistas, en una peña de la calle Maipú. Había cantores, guitarristas, recitadores y un payador. Pasó la noche, las ginebras y los vinos y con las primeras luces del día, ya en la vereda, se escuchó la voz de Kusset: -Muchachos, son las 8. Tengo que ir a despedir a un amigo. Curiosos, lo miraron sorprendidos y remató: Voy a despedir a Juancito, un amigo que murió. El Zorro, que no tenía la menor intención de irse a dormir, dijo: Te acompaño. 20 «


Carlitos, emocionado, lo miró, le agradeció exageradamente, con un abrazo y en tono melodramático sugirió: Le podríamos llevar al payador, para despedirlo como merece, con unas décimas dedicadas a su nombre. El artista no se hizo rogar y partieron los tres hacia El Salvador, en un taxi. Entraron por Avenida Francia y cuando vieron gente agrupada, Kusset le hizo una seña al payador. El gran improvisador bajó el estuche de su guitarra, sacó el instrumento y poniendo un pie sobre un banco, atacó: Vaya mi canto sentidoooo, / con todo mi corazón, / aquí estamos los amigooooos, / trayendo nuestra emoción. / Pa’ despedirte vinimoooos, / pa’ que sientas tu canción, / aquí estamos compañero, / y siempre estaremos con vos. El impacto fue tremendo. Todos se dieron vuelta en una reacción automática y fulminaron con la mirada a los intrusos. Kusset, cruzado de brazos, conmovido, asentía con la cabeza los versos del vate popular y fue en ese momento cuando los hombres del grupo, interrumpiendo la milonga, comenzaron a rodear a los trasnochados intrusos. -¿Ustedes quiénes son?- dijo uno. -Somos amigos de Juancito y lo vinimos a despedir- se animó el Zorro. -¡Aquí no hay ningún Juancito! ¡Rajen de acá porque van a cobrar!- dijo uno, mientras el resto los insultaba. Fue una salida apresurada. Mientras ayudaban al pobre payador a guardar el instrumento, Carlitos, con su habitual tranquilidad, murmuró: -Se ve que este no era mi amigo. Tendríamos que haber entrado por Ovidio Lagos... » 21


Volvían en otro taxi, el artista adelante, con su guitarra abrazada, callado. Desde atrás se escuchó la voz de Kusset que mirando al compañero dijo: Para mí, como Chanel con Pugliese, nadie cantó mejor “Farol”. El sol ya pegaba fuerte y les hacía entrecerrar los ojos enrojecidos, de función continuada e insomnio permanente. -¡Zorro! -gritó Kusset- Te juego un ajedrez. -Chofer, al bar La Capital, el de enfrente del diario- ordenó el payador.

22 «


Detrรกs de la escena



Juan Carlos Mareco decía que lo mejor del espectáculo no siempre aparece para el público. Y tenía razón. Yo era casi un niño y miraba absorto lo que pasaba en ese colectivo pequeño, humilde, de pocos asientos. Eran personas distintas. Hablaban de cosas desconocidas para mí. Bambalinas, proscenio, decorados, apuntador, no eran palabras que se usaran en las charlas cotidianas de la gente del barrio Azcuénaga. Eran actores, hombres y mujeres que se trataban como una familia y que estaban de gira. Algunos hablaban a los gritos, otros viajaban callados, como ausentes. Yo no los conocía pero, rápidamente, me hicieron sentir uno de ellos. Me convocaron urgente y fui. Lapunzina, el bandoneonista, se había enfermado y la función no se podía suspender. La compañía radioteatral de Osvaldo Copes, un locutor y actor, primera figura de la radio, estaba anunciada en San Nicolás y hacia allá viajábamos. La obra se llamaba “Con » 25


Gramilla Alderete, ¡nadie se mete!”, y se desarrollaba en una estancia. El músico tocaba en un supuesto patio de tierra durante distintas situaciones que se armaban en la trama. Allí aparecía, varias veces, mi amigo con el fuelle y tocaba zambas, chacareras y cuecas para que bailen los personajes. Pero yo tenía que hacerlo con el piano que, por supuesto, no podía aparecer en ese ámbito. Me pusieron afuera, escondido entre los cortinados, y me vistieron de paisano, con la ropa del bandoneonista, para salir en el saludo final. Sin ensayo ni experiencia cometí varios errores. Cuando iba la zamba sonaba una cueca o una chacarera cuando no había baile. Pero zafé. Los actores me dieron algunos coscorrones cuando salían de escena pero, en general, dignamente llegamos al final. Me agarraron de un brazo y aparecí en el escenario, integrando una línea, todos tomados de la mano. Entonces escuché las carcajadas. Algunos me señalaban y codeaban al que tenían al lado. Se advertía claramente que me habían dado dos botas del pie derecho. ¡Fuerte el aplauso para el joven pianista! -gritó Copes, estrella de la humilde compañía. A la vuelta los actores siguieron apostando a su juego favorito: el número final de la patente del primer auto que viniera de frente. Ya estábamos en la década del 60 y el radioteatro ingresaba, lentamente, al pasado. La televisión ingresó a todos los hogares y cambiaron las costumbres. Se impusieron programas de entretenimiento e información y en la vieja pantalla de blanco, negro y grises del primer canal rosarino, integramos un programa 26 «


llamado “La Botica del 5”. Junto a Ercilio Gianserra y el gran actor Mario Sánchez ocupábamos los domingos al mediodía con un elenco de grandes figuras locales y nacionales. El éxito no tardó en llegar y provocó que rápidamente saliéramos de gira, para actuar en vivo, por las ciudades y pueblos que recibían la señal televisiva con las viejas antenas repetidoras. Un sábado a la noche, después de presentarnos en Capitán Bermúdez y Cañada de Gómez nos dirigíamos a la ciudad de Rojas en la Provincia de Buenos Aires. Manejaba Gianserra, animador y empresario de las presentaciones. Como siempre, se había hecho tarde para el último show y el conductor tomó una ruta alternativa, de tierra, para llegar a horario. Cuando estábamos atravesando unos campos absolutamente desconocidos, sin señalización, la lluvia que nos había acompañado toda la noche, se hizo más intensa. Sin otras luces que las de nuestro auto y sin otro paisaje que alambrados y oscuridad, de repente, el coche quedó atascado. No existían celulares y quedamos solos, en el medio de la nada, incomunicados. Se produjo un silencio pesado y se escuchó la voz de Mario Sánchez, hablando con voz temblorosa, como su personaje Bartolito: -Y ahora, ¿qué hacemos? -Ercilio se puso un piloto, abrió la puerta y salió. Mientras saltaba el alambrado gritó: -Esperen aquí. -Y se fue. Se perdió en la noche cerrada, rumbo a la nada. Había pasado más de una hora y entonces divisamos, a lo lejos, una pequeña luz que avanzaba hacia nosotros. Se » 27


fue acercando y en un rato vimos algo insólito: un tractor manejado por un lugareño y parado en un estribo, Ercilio. Había llegado a una chacra, lo arrinconaron los perros contra un árbol y en ese momento el dueño de casa salió con una linterna y una escopeta en la otra mano. Iluminó el lugar siguiendo los ladridos y exclamó: ¡Gianserra! -El hombre veía el programa y lo reconoció. De buena gana, puso en marcha el tractor, vino rápidamente, nos sacó del barro, saludó y se fue. Llegamos a Rojas a la madrugada. Quedaba muy poca gente que aplaudió cuando el animador, sin los zapatos que había perdido en el campo, mojado de pies a cabeza, subió sólo al escenario para explicar lo sucedido y prometió volver otro día para cumplir con la actuación. -Ercilio, ¡muchacho loco! -afirmó Mario cuando tomamos la ruta 8 para volver. -Qué lástima que no vino mi hermano, el Cacho- le dijo una señora a Jorge Corona, mientras saludaba en la puerta a todos lo que habían reído sin parar, durante las dos horas que duró su actuación. El cómico estaba encantado con el público de Salto Grande que había llenado la sala esa noche. -¿Y por qué no vino? -preguntó el cómico. -Él tiene una discapacidad y no se puede desplazar- contestó la mujer. -Espere, no se vaya señora- le pidió, mientras respondía con chistes y acompañaba al público que salía. Cuando todos se habían ido, llamó a los que integrábamos su elenco y le pidió al acordeonista que trajera el instrumento. 28 «


-Vamos a lo de Cacho, señora -dijo, mientras subíamos a dos autos. Atravesamos el pueblo y llegamos a un barrio de casas bajas, humildes y pintorescas. El acordeonista tenía las instrucciones y cuando abrieron la puerta atacó con una tarantela. Haciendo palmas, entramos todos cantando. El hombre se despertó de golpe, asustado, mientras Corona se acostó al lado, en la cama en la que descansaba. Mientras le pegaba con el legendario sombrero negro le dijo: -Cacho, ¡no viniste traidor! -El ruido despertó a todo el vecindario que enseguida se sumó con sidras y cervezas. Hubo canciones, anécdotas y una hora más de chistes. El sol nos encontró riendo. Dijo Oscar Wilde: El arte de la música es el que más cercano se halla de las lágrimas y los recuerdos. Yo tuve suerte. Conocí artistas que transformaron las lágrimas en sonrisas y los recuerdos, en dulces momentos.

» 29


I

Albertito Molina era un gran vendedor. Tenía presencia, buen discurso, simpatía y era casi imposible que cuando visitaba los negocios, se fuera sin venderles algo. Los artículos de bazar eran su especialidad y aplicaba toda la creatividad para convencer a sus clientes, los comerciantes, de la calidad y mejor precio de su mercadería. Aquel día entró a Sergi Hogar con aire ganador. Llevaba una novedad que era una revolución: los platos irrompibles Durax. Abrió la puerta del local y cuando vio que no había clientes gritó: “¡miren esto!”, y tiró un plato rodando. El plato golpeó con fuerza la pared y se rompió en mil pedazos. Se produjo un instante de silencio que pareció eterno. Don Sergi y su mujer lo miraron con un gesto de sorpresa y desconcierto, pero Albertito, con una sonrisa pícara, los miró y con voz serena les dijo: “¿vieron esto?, ¡es lo que pasa con las imitaciones!” Ojo, tienen que ser irrompibles Durax!” y tiró otro que pasó la prueba sin inconvenientes. Los platos eran de la misma partida, pero Albertito Molina tenía recursos, y los usó. Les vendió seis docenas.


El estafador, el inocente y el vengador



El ingenio es la creatividad llevada a la práctica. Cuando leí la definición me acordé inmediatamente de ellos. Era gente ingeniosa, sin dudas, la que habitaba el barrio de mi infancia. Para escaparle a la pobreza, para crecer y convivir, para divertirse y ayudar y para ser, al cabo, los inventores de su propia subsistencia. Y en esa comunidad, entrañable y solidaria, hubo de todo. Una fauna urbana de la que surgieron personajes distintos, pero unidos por un denominador común: el ingenio. Como Atilio, un estafador serial, con un grado muy alto de creatividad, que tenía un repertorio inagotable de recursos para ejercer su raro sortilegio. Hizo del engaño un arte y repitiendo su frase de cabecera: Nace un bobo por minuto. Pero desplegaba sus estafas con una premisa: Con los amigos, no. -¡Hay que animarse viejo! -decía el veterano taxista, mientras tomaba su café y usaba el pocillo para señalar los techos de la iglesia- ¿¡Vos sabés la que se armó cuando le llegó la cuenta al cura!? » 33


Después se supo que Atilio batía sus propios records. Un viernes le pinchó el teléfono a la parroquia de Lourdes, orgullo de Rosario, tiró un cable por las casas aledañas, cruzó la calle y lo bajó en el bar de Santiago y Mendoza. Y allí, desde un rincón, en el fondo, “levantó” juego clandestino varios días. Apuestas de carreras y quinielas fueron operadas desde esa línea inmaculada y fuera de cualquier sospecha. Dicen que los gritos del sacerdote tuvieron un volumen superior al del campanario cuando llegó la factura. Pero ya era tarde. Atilio, el morocho flaco y alto, había volado hacia otros destinos. Chequeras de cuentas cerradas, autos prendados o cualquier otra forma de engañar, le servían para su objetivo: estafar a algún incauto mientras los convencía con su arma poderosa, la sonrisa seductora. La improvisación permanente convertía a estos hombres en personajes singulares. Había uno al que todos conocían por El Doctor, que era dueño de un prestigio muy especial. Sus dichos eran tomados como verdades reveladas y nadie se animaba a discutirlas. Con algunas materias dadas en la facultad de odontología le alcanzó para convertirse en un hombre respetado por todos. Una tarde de verano tórrido, la mesa más buscada del bar del Cine Mendoza estaba ocupada por Problema, un muchacho con aspecto de prócer, de patillas largas y ese apodo del que nunca se conoció el origen. Era un lugar privilegiado porque estaba junto a la única ventana y desde allí cualquier parroquiano veía pasar la vida. Problema era lo que se dice un hombre bueno, servicial, atento y educado. Se 34 «


sintió orgulloso cuando El Doctor se sentó con él. Casi siempre tomaba su mate cocido sólo y se alegró de que una celebridad así lo eligiera para charlar. -Esa palmera me tapa todo el frente, no la aguanto más -dijo el recién llegado. Problema dirigió la vista a la vereda de enfrente con curiosidad. En el pequeño jardín de entrada de una casa del complejo “La Vivienda” había, efectivamente, una añosa palmera. -¿Cuánto me cobrás para sacarla, amigo?- preguntó El Doctor. Problema escuchó sorprendido la propuesta. -Y... no sé, lo que usted diga Doctor -contestó. -Bueno, sacala. Cuando termines me decís cuanto es. Hacha y serrucho en mano Problema Herrera marchó contento a su tarea. El Doctor había confiado en él y no le iba a fallar. Cuando la palmera estaba a punto de caer, desde el tranvía que paró en Mendoza y Felipe Moré, bajó un hombre de traje y corbata que volvía de su trabajo en un banco del centro. Cuando vio la escena del árbol a punto de caer en la puerta de su casa estuvo, por un momento, al borde del desmayo. Era el verdadero dueño de casa, que corrió tratando de parar lo imparable. -¿¡Qué hace animal!? -vociferó. -A mí me mandó El Doctor -dijo Herrera. Todo terminó en la seccional de policía. Creo que el comisario fue justo. Problema tuvo que pintar el frente de la casa. Mientras pasaba el rodillo simulaba no escuchar a los que les gritaban desde la puerta del cine. El autor de la broma desapareció por un tiempo... Al loco Imperiale no le gustaba que le digan pajarero. Y » 35


menos si lo hacían escondidos, con la voz en falsete o imitando al Pato Donald. Se escuchaba ¡Pajareeeeroooo! y el muchacho, grandote y morocho, bajaba de la bicicleta de reparto y entraba al café de Chico Contino hecho una tromba. Todos seguían hablando, como si nada. Lo más difícil era aguantar la risa. Nadie sabía bien por qué Imperiale se enojaba, pero el que lo veía primero, le gritaba. Llegó a llevar un garrote para disuadir a los bromistas. Pero era inútil. Cuando pasaba sonaba el ¡Pajareeeeroooo! Sin embargo una vez, prevenido y atento, el loco vio, o creyó ver, al que lo llamó desde atrás de la colorida cortina de plástico a listones de la puerta del bar. No dijo nada y siguió pedaleando mirando al frente. La venganza empezó a tomar forma en ese instante. Fue el Colorado, fue el Colorado, decía, pensando en voz alta. El Colorado vivía en un departamento de pasillo de la calle Lima. Una tarde el vecindario escuchó sobresaltado los pedidos de ayuda de varias personas. El loco Imperiale había consumado su revancha. Metió un caballo en el pasillo y nadie lo podía mover. El animal no retrocedía y nadie sabía cómo sacarlo. La solución apareció, pero no fue sencilla. Tuvieron que meterlo a la casa del Colorado, darlo vuelta adentro y después, por fin, sacarlo a la calle. Le siguieron gritando ¡Pajareeeeroooo!, pero, después de lo del caballo, muchos trataban de mostrar que no eran ellos y se hacían ver en la puerta del café cuando pasaba el loco. Por las dudas. Tenían ingenio. Para todo, pero especialmente para borrar el tedio y las penas. Para intercambiar pasiones o charlar 36 «


simplemente, mirándole el alma al amigo, reflejada en su mirada. Para escaparle a la pobreza e inventar un mundo de carcajadas, allí donde habitaban necesidades y carencias. Hombres ingeniosos que le ganaron a lo inexorable, casi sin darse cuenta.

» 37



Miedo a todo



Según los mayores, el Barrio Azcuénaga estaba habitado por terroríficos monstruos nocturnos. Nuestra infancia, inocente y crédula, transitó entre relatos fantásticos de hombres que, buenamente, le habían puesto nombre a lo desconocido. Abuelos inmigrantes trajeron leyendas de otros mundos y le agregaron aquí lo que creían ver o escuchar. Aparecieron entonces El Chancho de la Cadena, La Luz Mala, La Llorona, El Hombre de la Bolsa, El Cuco, Los Vampiros, El Dientudo, El Hombre del Gancho y muchos más. En la iglesia Nuestra Señora de Pompeya nos agregaron el aceite hirviente, la horquilla y el fuego eterno, difundidos por un cura párroco que olvidó el primer mandamiento y, en vez de hacernos amar a Dios sobre todas las cosas, nos llenó de terror amenazando con el infierno. Del cine Mendoza salimos muchas veces asustados por Quasimodo, Drácula, Frankenstein y las películas de Boris Karloff y Vincent Price. Finalmente, cuando llegó la televisión, apareció Narciso Ibáñez Menta con su Muñe» 41


co Maldito, Benito Masón y El Pulpo Negro, entre otros personajes inolvidables. El miedo se instaló, a fuerza de cuentos de sobremesa en noches de tormentas, siempre con tono de realismo, incorporado por el relator de turno. Entre las creencias populares más difundidas estaba la del Lobizón. Muchos daban por descontado que aquella leyenda era cierta y que el séptimo hijo varón se convertía, los viernes de luna llena, en un perro grande e incontrolable que depredaba todo. Cuando Antonio Tarragó Ros me contó que en Curuzú Cuatiá había sucedido con un policía lo mismo que en el barrio con el Pato y Carozo, nos reímos juntos. Fueron hechos idénticos. -¿Vos sabés, Carozo, que el Chiva Villarreal es el séptimo hijo varón? -dijo enigmático el Pato. -Sí, ¿y qué pasa? -contestó Carozo distraído haciendo un solitario con las cartas. -¿No será Lobizón? La pregunta sonó como una afirmación. El Pato le tenía miedo a todo, pero esta vez podía tener razón. El Chiva era, efectivamente, el hijo número siete, varón, de una familia muy conocida, de gente buena, solidaria y amable. Por un tiempo no se habló del asunto hasta que llegó el primer viernes. -Hoy hay luna llena, Carozo. Vamos a quedarnos hasta las doce para ver si El Chiva se convierte -propuso el Pato. Y así fue. Se apostaron cerca de la casa de la cortada, sentados en la vereda, y esperaron. Había un silencio pesado y hacía frío. Habían pasado cuarenta minutos de la medianoche cuando Carozo le dio un codazo fuerte en el brazo. El 42 «


Pato levantó la cabeza y lo vieron: un perro ovejero negro, grandote, se acercaba a los dos únicos habitantes que, a esa hora, permanecían en la calle. Sintieron un temblor en todo el cuerpo, se les secó la boca y casi gritan cuando el perro llegó hasta ellos, curioso, oliendo y jadeando. Carozo tomó coraje y mirándolo a los ojos, con un hilo de voz le dijo: -Chiva, no importa, nosotros te queremos igual. -Sí, y siempre vamos a ser tus amigos, Chiva querido -agregó el Pato. Estaban a punto del desmayo, a esa altura arrepentidos de la experiencia que vivían. El perro movió la cola, siguió caminando y se perdió por calle Matienzo, para el lado de Mendoza. El Chiva Villarreal, a esa hora, estaba jugando un campeonato de truco en Amistad y Unión. El Pato Llana y Carozo Granados eran inseparables. Mantuvieron el secreto de la experiencia vivida cuarenta años, hasta que en un asado, después de varias copas, lo contaron: -¿Y cuando se me tiraron del árbol los dos mutantes? -exclamó el Pato- Esa noche casi bato el récord de los 200 metro llanos -agregó decidido a contar otra historia que todos callaron durante tanto tiempo- Yo bajé del tranvía y caminando por el medio de la calle, iba mirando para todos lados. Cuando estaba a dos cuadras de mi casa, desde un plátano frondoso, se me tiraron dos monstruos, gritando con sonidos guturales y gesticulando con los brazos alzados. Seres horribles, envueltos en sábanas blancas y una media de mujer en la cabeza, se me acercaban amenazantes. Yo corrí desesperado, con la mayor velocidad de la que era capaz, salté el tapial de mi casa de un solo envión y » 43


me escondí en la cocina. A lo lejos se seguían escuchando los ronquidos furiosos de las criaturas. Al otro día en el café nadie habló del episodio. Los únicos que se miraban con picardía y sonreían eran el Nene Ruscica y el Petiso Dante, pero nunca pude confirmar que habían sido ellos. Sin embargo una vez ocurrió algo que nunca fue debidamente aclarado. El Pato y Carozo volvían del baile de Echesortu a la madrugada y, como siempre, caminaban por el medio de la calle hablando de fútbol. Discutían si Sanfilippo tenía que ser el nueve de la selección o si Roma se había adelantado en el penal que le atajó a Delem cuando, de repente, empezaron a escuchar un llanto lejano. A medida que avanzaban crecía el sonido de una voz acongojada, quebrada, de alguien que lloraba desconsoladamente. Entonces lo vieron: en la puerta de la casa del Mono Arroyo, una figura, doblada sobre sí mismo, era la viva imagen del dolor. -¡El Mono! -gritó el Pato y los dos corrieron para asistir al amigo. Cuando llegaron al lado ocurrió lo impensadoNo era el Mono. Encontramos a una figura terrorífica, con dientes muy grandes, ojos saltones y una gorra de lana que, con gesto furioso, nos empezó a tirar manotazos, mientras lloraba desconsoladamente -cuentan los dos. -¡¡La Llorona!! -gritaron, y salieron corriendo, cada uno para su casa. Cuando lo contaron varios de la barra se burlaron pero, por las dudas, por unos días caminaron por otra cuadra. Así crecimos. Los miedos se instalaron para siempre en casi todos. Primitivos y recurrentes, aparecen todavía 44 «


como un sello indeleble de una infancia de barrio, lejana y entrañable, llena de seres imaginarios que llevamos con nosotros toda la vida. No contó con esto el Pato Llana, ya grande y próspero empresario, cuando compró un caballo de carrera, ganador de dos en el Independencia. Lo llevó a su casa de Funes y, haciendo caso a los concejos del cuidador, lo montó como este le indicó, lo taloneó y, apilado, partió por la colectora de la Ruta 9. El jinete amateur, entusiasmado, miró al frente y cuándo sintió la velocidad del poderoso animal en acción, asustado, se tiró. Por suerte cayó sobre un matorral y, con algunos magullones, volvió a pie y prometió no subir nunca más. Cuando leí la frase escrita en una pared de barrio Parque, sonreí agradecido. Un pensamiento anónimo me había explicado casi todo: Hay que tener cuidado con los miedos, les encanta robar sueños.

» 45



El Loco Pica, andanzas de un hombre solitario



Para entender lo que estaba pasando había que ser del barrio. Nadie que fuera de otro lugar lo podría haber comprendido. Por los parlantes sonaba el vals Número 1 en La bemol de Chopin. Las patinadoras se desplazaban por la pista con una estética de ballet, dominando los patines con ruedas, admirablemente. Palomitas, saltos, giros y cien figuras, con gracia y creatividad. Y en el medio, con una toalla en el cuello y un jabón color rosa en una mano, El Loco Pica imitaba los movimientos, calzado con unas chancletas de cuerina, rumbo a su baño diario. El Club Libertad era su casa. A los doce años decidió que viviría solo y, como una alegoría cruel, eligió un cuartito de atrás del escenario, destinado a guardar trastos viejos, armó una camita y se quedó allí quince años. Alfredo Quintans, para todos El Loco Pica, tenía que recorrer irremediablemente casi toda la pista del club para llegar a los vestuarios, que estaban en la otra punta de su lugarcito en el mundo. Los días de bailes repetía la ceremonia cuando ya habían llegado algunas familias, mien» 49


tras la orquesta típica tocaba los primeros tangos. Toalla y jabón en mano, saludaba a todos por su nombre: “¿Cómo le va doña Luisa? ¡Ya vuelvo y la saco a bailar!”, “Muy bueno el traje, don Vicente”, “¿Qué dice don Martín, se comprometió la nena?”. Nunca se quedaba. Vestido y perfumado, saludaba y se iba. Una vez se enteró que había un concurso de un baile nuevo llamado Rock and Roll y se anotó. Había armado un dúo con su amigo Chachá, ensayaron una semana y salieron campeones. La acrobacia que requería la danza era, para ellos, un tema menor. Si hasta parecía que habían nacido para eso. El Rock en un comienzo se bailaba entre hombres y el dúo era imbatible. Ganaron en todos los barrios. Pica nació cómico. Era nuestro Jerry Lewis. Era imposible estar serio cuando aparecía, y su vida fue casi una caricatura. Algunos pensaban que hacer reír era su forma de pedir cariño. Si así lo quiso, lo consiguió. Se dedicó al boxeo y fue campeón rosarino amateur. Se anotó en un torneo de bochas y, en su condición de principiante que nunca había jugado, salió campeón integrando un trío surgido del sorteo. Nunca más jugó, pero estuvo un año gritándoles a los profesionales: -Practiquen que después les gano yo. La anécdota de Semana Santa todavía se cuenta entre veteranos. En aquellos tiempos se recorrían las siete iglesias. Era común ver pasar gente caminando por calle Mendoza que, en gran número, cumplían con su fe. Pica se instaló con una silla en la esquina de Felipe Moré y empezó a parar a hombres y mujeres para lo que él llamaba “la 50 «


representación”. Nadie sabe cómo los convenció pero lo cierto es que armó tres grupos, uno en cada esquina, y él, después de darle las instrucciones, se paró sobre la silla en la esquina que quedaba. Como un director de orquesta alzó los brazos mientras desde el café miraban todos intrigados. A la primera seña el primer grupo recitó: Si la vista no me engaña... Giró y dio el pase a los segundos que gritaron al unísono: Veo a Fausto en la montaña... Miró a los terceros, bajó el brazo y se escucharon las voces: Yo soy Fausto, ¿qué queréis? Clara, potente, se oyó la voz de Pica que dijo: ¡Que los h... me agarréis! Se tiró de la silla y salió corriendo, dobló en calle San Juan y desapareció. El desconcierto fue general. Pasado el primer momento de sorpresa los participantes siguieron su camino, mientras desde adentro del bar se escuchaban las carcajadas. Pica pasaba los veranos en La Florida. La playa rosarina fue testigo de innumerables anécdotas que lo tuvieron como protagonista. Por los altoparlantes del balneario un locutor pasaba música y publicidad y era común escuchar, todos los días, una referencia a su presencia. Nos visita hoy el destacado actor cómico Alfredo Quintans, ¡gracias por su presencia!”, y a continuación sonaba un fox-trot grabado por sus músicos preferidos: Los Soldaditos de Johnny. Ese era el momento en que Pica recorría toda la playa por la orilla del río, saludando con un brazo alzado, sonriente y complacido. Fue uno de esos días en que ocurrió lo que nadie ni siquiera imaginó. Lo contaba Chupete Urtubey, su viejo compañero del dúo humorístico “Pica y Chupete”: -Tocó algo con el pie, se agachó y ¡con las manos! sacó » 51


un surubí de veinte kilos. Lo tiró en la arena y, de repente, se encontró rodeado de cientos de personas que lo aplaudían. Nadie lo podía creer. Creo que fue uno de sus días más felices. Todos los lunes se reunían en La Florida varios jugadores del plantel profesional de Rosario Central y algunos amigos, para pasar su día de descanso. La reunión era en una gran carpa armada en el extremo norte de la playa. Durante la semana, Pica tenía la misión de mantener el lugar y comprar la mercadería para los asados. Un lunes, como siempre, fue a esperar a la barra que dejaba los autos estacionados arriba para después bajar caminando por Escauriza, la calle que terminaba en la arena. Alguien le había contado que Abelardo Racco, un ex actor de circo, inválido, que había perdido sus piernas víctima de una cruel enfermedad, les había contado a los jugadores que Pica se compraba vino para él. Racco se trasladaba en un sillón de ruedas casero hecho con tablas y ruedas de bicicleta y era acompañado en el descenso, siempre por algún voluntario. Ese día el Loco pidió llevarlo, lo sentó, y encaró la bajada. -Abelardo, vos no le tendrías que haber contado a los muchachos lo del vino -le dijo al oído- Vos sabés que yo me quedo toda la semana solo. –añadió. -¡No señor, eso no se hace! Ellos te tienen confianza y vos los traicionás -contestó Racco de mala manera. -Lo que no se hace es botonear ¡y vos sos un botón!” -replicó el Loco. Habían llegado a la curva de la bajada y quedaba por delante la recta final, larga, empinada. En52 «


tonces lo empujó. La silla de ruedas, fabricada en el barrio, precaria, con ruedas grandes, tomó velocidad rápidamente y con su ocupante agarrado de los apoyabrazos de madera con fuerza, se frenó cuando llegó a la arena. Abelardo Racco quedó sentado en la playa gritando. Pica, sin mirarlo, siguió rumbo a la carpa a preparar la comida. Al rato lo trajeron los muchachos y no se habló más del tema. Yo era un niño cuando lo acompañé en la mudanza. Se fue del club a una pensión de la calle Maipú. Manejaba la motoneta por los adoquines de Mendoza, rumbo al centro y me llevaba atrás sosteniendo la valijita de cartón marrón, con lo poco que tenía. Me despedí en la piecita que había alquilado sabiendo que Pica no volvería al barrio. Regresé en tranvía. Se estaba haciendo de noche y me seguía sonando lo que me dijo cuando me saludó en la puerta: -Nunca me voy a olvidar que tu vieja me daba un plato de sopa. Lo encontré mucho tiempo después. Algunos días ganaba él, otros, la mayoría, el alcohol. Vivió peleando en la calle. Fue preso. Hizo giras con Don Pelele y Alfredo Barbieri. Envuelto en banderas de Ñuls fue a todas las canchas. Animó varios carnavales de Gimnasia y Provincial disfrazado de gitana y finalmente fue, por muchos años, ordenanza en “La Capital”. Creo que, a su modo, fue feliz. Escribió Homero Manzi: La vida es un mazo marcado / baraja los naipes la mano de Dios. Alfredo Quintans creció como pudo. Le pesaron el silencio y la soledad. Su escuela fue la calle y su refugio, la risa. Allí fue Pica, el loco inolvidable. » 53


II

El vasco se merecía tirarse primero a la pileta. Había sido un defensor entusiasta del proyecto y, cuando la construcción fue aprobada en asamblea extraordinaria, se puso a trabajar con la comisión que se formó, con un entusiasmo contagioso. Vendieron rifas, organizaron bailes, campeonatos internos de básquetbol, bochas y tenis criollo, vendieron publicidad, voltearon árboles a la madrugada y nadie hablaba de otra cosa. Estaba en marcha un proyecto que muchos creyeron imposible y que ahora veían cercano. Hacer un natatorio en el barrio era como soñar despiertos, y se hizo realidad. El club Libertad lo tendría pronto. “Yo me tiro primero” dijo el Vasco muchas veces. Tantas que al final nadie lo discutía. ¡Y llego el día! Música, alegría y bendición del cura. José María Basterrechea Jauretche se paró al borde de la parte profunda. Iba a ser el primero, como exigió, en zambullirse. Y se tiró, en medio del aplauso de la multitud. Nadó y salió a la superficie, pero con actitud rara. Levantó los brazos, las palmas hacia adelante y gritó: “¡No se tire nadie! Perdí la prótesis de los dientes, gritó tapándose la boca con la mano. La buscaron un rato y no apareció. Al otro día a las 8 de la mañana, con el agua quieta, volvieron al rastreo, pero fue inútil, no la encontraron nunca más. Ni en la pileta, ni en los filtros. Fue como una ofrenda de bautismo. El vasco se hizo otra y recuperó la sonrisa.


La alegrĂ­a a pesar de todo



-Usted me puede creer o no, pero yo le digo que Limonchi se murió porque le cortaron las cuarenta. Y si no, ¿por qué cayó cuando vio el caballo de espadas en la mesa, eh? -el viejo Salgado parecía convencido de lo que contaba. Don Madruga lo escuchaba atento y asentía con la cabeza. Limonchi, un integrante de la partida de Tute Cabrero que se armaba todos las tardes en el saloncito de Libertad, cayó muerto sobre la mesa mientras jugaban. -Cuando le sacamos las cartas de la mano izquierda, el hombre tenía el rey de espadas. ¡No se aguantó que le corten las cuarenta, y encima, para hacer daño! Por eso se murió. ¡De la bronca! -terminó Salgado. -Yo me acuerdo lo que pasó ese día -intervino el Turco Abdelnur- Lo llamaron a Chiche, el dentista, que estaba jugando al ajedrez con Símboli, para que lo revise. Le tomó el pulso, dijo: Está muerto, y se fue a sentar frente al tablero. Fue brava la cosa. Nadie sabía qué hacer. En el club se acuerdan todos. Don Limonchi vivía a me» 57


dia cuadra. Se juntaron cuatro muchachos tomados de las muñecas, otros dos lo sentaron arriba y lo llevaron en andas hasta la casa. A los pibes nos pidieron que los acompañáramos, rodeándolos. Íbamos callados, asustados, pero algunos se animaron y, tomando coraje, cantaron “¡¡Limoooonchi, Limooooonchi!!”, para disimular. En el barrio Azcuénaga había un solo paso entre la tragedia y la comedia. Siempre fue así. La noticia de lo de Angelito Di Scipio cayó como un rayo. Nadie lo podía creer. Tenía apenas 15 años. Volvía de La Florida con sus amigos y, cuando intentó subir al tranvía, resbaló y cayó bajo las ruedas. Perdió una pierna y salvó la vida milagrosamente. Durante un tiempo se hablaba del accidente en voz baja. Una mezcla de estupor y dolor lo invadía todo. Pero cómo puede suceder una cosa así, ¡pobre chico!, se escuchaba en todas partes. Angelito era un gringuito muy querido y nadie aceptaba tan dolorosa realidad. En aquellos tiempos el desarrollo tecnológico estaba en sus comienzos. Le adaptaron una pierna ortopédica de la época, de madera. Una de sus primeras salidas fue una visita a la casa de mi hermano Cacho, su gran amigo. Tocó timbre, le abrieron y entró. Cuando había caminado algunos pasos se escucharon los gritos: ¡¡Lacki!! Lacki!! Pero fue inútil. La perra de la casa lo atacó y le metió un tarascón traicionero. Angelito, sin inmutarse, la miró y con una sonrisa burlona le dijo: -Te clavaste, boluda, ¡esa es la de madera! En 1950 se inauguró en Rosario el Estadio Norte en la esquina de Avenida Alberdi y José Ingenieros. Fue un acon58 «


tecimiento extraordinario. La ciudad no tenía un estadio cubierto de semejante magnitud y se vivió una gran fiesta popular. Uno de los festejos fue el campeonato rosarino de Ping Pong. Después de unas eliminatorias en los clubes de barrio, la final se jugó en el flamante estadio. Con tribunas colmadas se disputó el título individual y, después de tres intensos sets, se consagró campeón ¡Ángel Di Scipio! Mucho tiempo después me dijo: -Él me jugaba todas a la de palo. Por eso le gané –y cerró con una carcajada. Jugaba al fútbol, iba a los bailes y a la cancha, siempre con un chiste y la risa fácil. La ortopedia progresó y Angelito recibió una pierna moderna, articulada, que rápidamente dominó. Se la sacaba siempre para jugar al casín y al billar. La dejaba apoyada en un rincón, se concentraba en el juego, y cuando la iba a buscar, nunca estaba. Era un clásico. Podía aparecer en cualquier lado, pero él jamás se enojó. Cuentan que una noche la pierna no aparecía. El que la había escondido se fue, sin decir nada. Buscaron una hora y por fin la encontraron. Estaba adentro de la inmensa heladera del bufetero que atendía el salón donde se jugaba a las cartas. Ángel Di Scipio tiene más de ochenta años y sigue igual de alegre. Cuenta todo naturalmente, como si nada. Se ríe más que antes y sigue escuchando emocionado a su ídolo, Alberto Marino. -¡Cómo cantaba el Tano! Era mejor que Pavarotti”, dice y canta a dúo: La vuelta... callejón... vuelta de Roooochaaa... En el barrio no cambian los aromas, las costumbres, ni el » 59


arte oculto de sonreír a pesar del dolor. Sigue estando el viento que empuja hacia adelante a las personas buenas, de corazón sencillo. Una fuerza indomable los habita y convierte cualquier pena en un desafío. El mandato es levantarse de las caídas, seguir peleando y ganarle a la suerte, como Angelito Di Scipio, campeón rosarino de Tenis de Mesa y de la vida.

60 «


La cotorra, el indio y la pipistrela



Cantaba Tita Merello: Tengo un coso ar mercao que me mira, / que es un tano engrupido de crioyo; / yo le pongo lo’ ojo’ p’arriba / y endemientra le pianto un repoyo. El lunfardo de “La Pipistrela”, tango de Fernando Ochoa, dice mucho más que cualquier relato. En los barrios de entonces ciertas cosas estaban permitidas y nadie preguntaba nada. Algunas se hacían por travesuras, otras por necesidad, lo cierto es que todos lo sabían, pero nadie hablaba. Un día, al atardecer, tirábamos al aro en la práctica diaria de básquetbol y me llamó El Indio, un taxista morocho, grandote, de pelo renegrido y físico imponente. Desde la baranda que rodeaba la cancha me hizo señas para que saliera. Me esperó en la vereda y cuando me asomé, dijo: -Vení conmigo que te voy a mostrar algo. -Sorprendido le contesté que estábamos practicando, pero insistió enérgicamente-. Son un par de cuadras, acompañame. Y empezó a caminar. Fuimos por calle Mendoza, pasamos la iglesia, la escuela y cuando nos aproximábamos al puesto de diarios de Lucio, me habló mirando para » 63


adelante:-Sigamos caminando y relojeá disimulado a la izquierda. En la calle Tres, a veinte metros, un señor con saco de médico y anteojos, que no era del barrio, caminaba alrededor de un auto, mirando para todos lados. -¡Le afané el volante deportivo! -dijo tapándose la boca. El pobre hombre subió al auto y, cuando lo quiso poner en marcha, se encontró con que jamás lo podría manejar. Volvimos acelerando el paso por calle San Juan. Lo miré y los ojitos negros le brillaban. -¡Un volante de madera!, no pude aguantar -El Indio tuvo guardado el volante mucho tiempo y un día se lo regaló a otro taxista que lo necesitaba. El colega nunca preguntó el origen. En el barrio había un cura que decía, citando a Santo Tomás de Aquino: En caso de necesidad, todas las cosas son comunes y por lo tanto, en ciertas circunstancias, no constituye pecado el que uno tome una cosa de otro. Algunos muchachos se lo tomaron en serio, como un mandamiento, y llenos de carencias y necesidades, rebuscaban los faltantes como podían. En el café de Contino, libretita negra y birome en mano, el Indio y Juancito tomaban nota de los pedidos: Dos cubiertas de Falcon, un guardabarros de Mercedes Benz, una batería para Siam Di Tella, un carburador de Peugeot 404... En pocos días aparecía todo. Eran taxistas que trabajaban doce horas por día pero apenas les alcanzaba para lo mínimo. El resto lo conseguían. Algunos relacionaron los hechos con vehículos que aparecieron abandonados en el extremo oeste de la ciudad, pero nunca se 64 «


pudo acusar a nadie. Otro taxista muy conocido del barrio era La Cotorra, llamado así desde siempre, por su forma de ser. Verborrágico, gritón y muy simpático, era un constante animador de cualquier reunión. Frecuentaba los bares del barrio y trabajaba en las madrugadas rosarinas en la zona de cabarets y whiskerías del Bajo cercano al puerto. Un sinfín de anécdotas con marineros extranjeros, mujeres de la noche y colegas eran escuchadas por los muchachos como películas, llenas de gracia y exageraciones. La Cotorra cambiaba moneda extranjera por pesos, llevaba a pasear a los embarcados y alguna vez les compró joyas que él mismo cotizaba, a la cuarta parte de su valor. -Mirá que zarzo, Alesio -le mostraba al colega bajito y peinado a lo Gardel- ¡Este anillo vale una fortuna y el marinero ruso que me lo vendió no entendía nada! A La Cotorra lo esperaban todos para reírse de sus andanzas pero un día le ocurrió algo extraordinario. Estábamos todos en el café del cine Mendoza y vimos una escena chaplinesca. Del consultorio de enfrente salieron él y Chiche, el dentista. El Doctor lo traía con la boca abierta, apretándole una muela con una pinza, con los ojos desorbitados, medio agachado. Cruzaron la calle de adoquines y cuando entraron al bar se escuchó al odontólogo que ordenó: -Fernández, cóbrele el café y cognac para todos -La Cotorra, buen perdedor, sacó la billetera, pagó y, mirándolo con furia, le dijo al petiso Domínguez: ¡E que te reís eelotuoo! » 65


Pirulo Levy contaba siempre estas anécdotas en el Bar Mayo, de Paraná y 3 de Febrero, frente a la estación Rosario Oeste. Uno de los que se divertía escuchándolo era don Ángel Zof, ilustre personaje del barrio que, mientras jugaba a las cartas con los taxistas que esperaban a los pasajeros del tren Estrella del Norte, le pedía los disparatados relatos y reía sin parar. Un día llegó Zof y Pirulo le habló llamándolo por el sobrenombre de siempre: -¿Pero usted puede creer, Coco? Ahora La Cotorra dice que sabe hablar en italiano porque lo tuvo dos horas dando vueltas a un marinero. El tipo nunca se enteró porque estaba en curda. Lo paseó por toda la ciudad y le hablaba en cocoliche: ¿Ti piache la chitá, tano? “Cuesto e il Parque Independencia. ¡Mirá qué bela ragazza!, mientras tiraba de la soguita para que cayeran las fichas del taxi. -Cuando llegaron al puerto y el hombre vio el barco, casi se tira del auto. Pagó con dólares, se fue tambaleando y no le pidió el vuelto -detalló Pirulo. Los amigos siempre creyeron que la forma de conducir planteles futbolísticos de don Ángel Tulio Zof tenía alguna influencia de los personajes que poblaban ese rincón rosarino. La mezcla de pertenencia, nobleza, talento y lealtad, y el ingenio cómo último recurso, eran los valores de la comunidad a la que pertenecía, y que él conocía muy bien. Quienes crecimos en Barrio Azcuénaga vivimos en un paisaje urbano de laburantes pobres, inmigrantes y criollos, con consignas propias, protagonistas de una batalla 66 «


diaria: la subsistencia. Estábamos todos inmersos en una cultura paralela, con leyes, gestos y sonidos particulares. De allí el melodrama de los tangos que cantaba Alberto Morán, el radioteatro, las risas y llantos de Luis Sandrini, los personajes de las historietas, una forma de hablar, los amores furtivos y la picardía como atributo fundamental. Ellos nunca pidieron ser protagonistas, ni lo imaginaron. Solo vivieron como pudieron, pero dejaron sus marcas para siempre. Lo que cuento es porque los siento vivos, como si el tiempo no hubiera pasado y estuvieran todavía desparramando su alegría de vivir.

» 67



Los simuladores del oeste rosarino



Las facultades nos quedaban lejos. Llegaban pocos y con mucho esfuerzo. Los viejos, que querían cumplir el sueño inmigrante de “mi hijo el doctor”, entregados al esfuerzo diario de “parar la olla”, impulsaron la educación de sus hijos. En esos tiempos, era primaria y secundaria, para que aspiren después a los trabajos más prestigiados: bancario o ferroviario, o algún empleo en el centro. Algunos llegaron a recibirse y fueron profesionales brillantes. El “Tingo” Baracat, abogado, Rubén Pilla, médico, mi primo Norberto Santarelli, arquitecto y unos pocos más lo consiguieron, con un mérito adicional: el estudio y la vida universitaria no eran temas de conversación entre vecinos. Se miraba a los profesionales como a seres superiores y se les otorgaban privilegios en el trato respetuoso, casi exagerado, pero no se conocía la vida académica y eran pocos los que pensaban que podrían acceder a ella. Sin embargo, algunos muchachos, advertidos del prestigio que lograban los estudiantes universitarios, acudieron a algunas trampas para parecerse. » 71


Y, como siempre, usaban la creatividad de la calle, su escuela de vida, para lograrlo. Ricardo Mazón, hijo del herrero de Felipe Moré y San Juan que despertaba a todo el barrio martillando fierros, puntualmente a las 6,30 de la mañana, era metalúrgico. El padre le había comprado un acordeón y, cuando llegaba de la fundición donde trabajaba, tenía la obligación de estudiar el instrumento, la teoría y el solfeo. No estaba muy de acuerdo, pero una orden no se discutía: -Estudiá Ricardo, estudiá. ¿O querés ser obrero toda la vida? Era rubio, de ojos claros, bien parecido y tenía suerte en los bailes. Sacaba siempre la más linda y era entonces cuando aplicaba su táctica preferida. Era tiempo de mejilla a mejilla y de conversaciones seductoras. Cuando llegaba la pregunta obligada, invariable: ¿Trabaja o estudia?, Ricardo acomodaba la voz y con tono catedrático respondía: -Estudio medicina. Casualmente ahora estamos viendo el Inhibidor de la enzima convertidora de angiotensina en los tratamientos de presión arterial. Casi siempre las impresionaba. Quedaban convencidas de haber conocido a un futuro médico. Lo que no sabían era que Ricardo estudiaba, todos los sábados a la tarde el prospecto de algún remedio que encontraba en la casa y lo recitaba de memoria, sin tener la menor idea de lo que quería decir. Cómo podía disimulaba que sus manos callosas tenían algunas marcas rebeldes de grasa, que el jabón Alemandi no lograba borrar. Con el tiempo fue baterista de la orquesta de Orlando Sil72 «


vio Davó en Granadero Baigorria. Miguelito Cambría había tenido un paso brillante por la escuela San Francisco Solano de Avellaneda y Mendoza. Figuró en el cuadro de honor por alumno ejemplar y todos apostaban a una exitosa formación profesional en alguna carrera tradicional. Algunos le veían pasta de abogado, otros creían que sería un gran contador. Pero el fútbol pudo más. Abandonó el secundario y se subió al sueño repetido de ser un crack. Jugó en los equipos juveniles de barrio y varias veces intentó llegar a profesional. Era rápido, movedizo, goleador, pero ocurrió lo más común: pasaron los años y no llegó. Quedó, como tantos otros, sin encontrar el reemplazo a su vocación frustrada. Fue mozo, empleado de “La Buena Vista”, levantó quinielas, manejó un torno y mientras tanto, leyó todo lo que caía en sus manos. De a poco se formó, como varios muchachos de su origen, a los ponchazos. Pero ordenó su vida, puso un negocio y le ganó al fracaso. Cuando era empleado de la gran tienda fue que se le ocurrió. En la liquidación de guardapolvos compró uno. Le hicieron el descuento de empleado y se lo llevó. No le dijo nada a nadie y con horarios distintos, tomaba el tranvía en Matienzo y Mendoza, se bajaba en Avenida Francia, caminaba hasta Santa Fe, siempre con el guardapolvo doblado en el brazo, se lo ponía en la puerta y entraba a la facultad de medicina, como un estudiante más. La entrada es libre, me dijo cuando me enteré. -Siempre quise saber lo que siente un estudiante universitario. Me meto por todos lados, escucho alguna clase y » 73


como no entiendo nada, camino por los pasillos con las manos en los bolsillos y me voy. Es lindo, te saludan todos y ¡hay unas minas! El otro día enganché una petisa rubiecita. Salgo el jueves. En el que en aquella época era el Pasaje Central vivía Chachá. Todos lo conocían por el seudónimo porque el renegaba del nombre con el que había sido bautizado: Floreano. No le gustaba y nadie lo llamaba así. Cuando se presentó junto a su hermano Chiche a la revisación médica para participar de los primeros campeonatos Evita, se paró adelante de la mesa de recepción y escuchó: ¿Nombre completo? Quedó petrificado, sin respuesta. De repente se dio vuelta y le gritó al hermano que estaba afuera: -Chiche, ¿cómo me llamo yo? Chachá era un atleta. Era boxeador y basquetbolista, pero el fútbol no era su fuerte. Como tenía un físico privilegiado, una vez intentaron hacerlo arquero y lo pusieron en un partido. La pelota no había llegado al arco, pero en una jugada, adentro de su área, un delantero rival petisito pateó fuerte y la pelota le rebotó en el pecho. Chachá se sintió agredido y gritando ¿¡Qué hacés, infeliz!?, lo corrió. El chiquito era rápido pero el morochazo lo alcanzó. Se lo sacaron como pudieron, lo calmaron, lo cambiaron y nunca más lo pusieron. Lo que nadie entendió nunca fue su decisión de simular ser sacerdote. Chachá Lutman se ponía un suéter negro sobre la camisa blanca cerrada, pantalón y saco negro y, con una Biblia grande bajo el brazo, subía a los tranvías y colectivos y hasta llegó a ir al cine Mendoza, a la función de la tarde. A veces sacaba 74 «


un rosario que llevaba en el bolsillo y lo besaba. Todo terminó un día que el Loco Pica le gritó: Ahí viene el Padre Floreano. Estuvieron boxeando una hora al lado de la estación Rosario Oeste. En el barrio usaban chaquetilla permanente los farmacéuticos, los masajistas y los enfermeros. Los bancarios andaban de traje y corbata, siempre, y los ferroviarios lucían los uniformes provistos, con orgullo todo el día. Algunos compraban libros de Stanislavsky y simulaban ser actores, otros vivían sus sueños de cantores, se peinaban como Gardel y se presentaban en los concursos. Algunos creyeron ser el gran Liberace, otros sabían tomar la presión y se dejaban el estetoscopio colgando todo el día. Tirifilo repartía diarios y revistas en bicicleta y, con su cuerpo esmirriado, se sentía jockey. Gritaba: ¡Pegue, Tiri!, moviendo la fusta imaginaria en la mano derecha mientras hacía el movimiento de “apilarse” sobre el caballo, como si estuviera llegando a la meta. Al cabo, mirando de lejos, se ven claramente los gestos de inocencia, de ingenuidad, de una simpleza conmovedora, casi infantil. Eran felices todos juntos. No había diferencias. Con los límites que da la pobreza, vivieron con un código poderoso: dejar soñar a quien quisiera, sin revelarle que se le veía el piolín de la careta.

» 75



Hoy dan tres de cowboys



Cuando se empezaban a apagar las luces, ante la inminencia del comienzo de la película, el corazón me latía más fuerte. Se iban borrando de a poco las caras conocidas, se olvidaba el olor a desinfectante y, en la penumbra de aquella sala con asientos de madera y techo altísimo, se renovaba el rito semanal del reencuentro con los sueños. Cuando murió el Cine Mendoza, corazón de barrio Azcuénaga, algo nuestro se fue con él. Llegábamos caminando, siempre con alguien y preparados para una función interminable. Tres películas y sus intervalos nos retenían más de seis horas. Entraban señoras con comidas, tortas, masitas y algunas bebidas para sus hijos. Otros elegían algún sándwich en el bufet, armado debajo del telón, o le compraban al bombonero. Maní con chocolate. Bombón heladoooo voceaba el petiso Farhat, que a la salida se jugaba lo que ganaba al pase inglés, a las cartas o al casín. En la entrada vendía maní caliente un viejito con una rara habilidad: hacía cucuruchos con papel de diarios, casi perfectos, y los entregaba bien llenos, con una dulce » 79


sonrisa y un gesto inolvidable, de hombre bueno. El cine cerró en 1971. Fue fundado en 1930 y siempre tuvo la magia y el encanto de las cosas simples. Todavía se extraña. Un cine de barrio. Un lugar donde depositar el alma, una vez por semana. En el Mendoza vivía una familia que se ocupaba del mantenimiento. La casa era el viejo escenario de teatro que quedaba cubierto por la pantalla. Cuando alguien se movía en la improvisada vivienda, las sombras aparecían nítidas detrás, recortadas, y se mezclaban en un segundo plano delirante. Los primeros gritos siempre eran para ellos. Quédate quieto, Roberto, le decían, mientras Gary Cooper iba rumbo al duelo de “A La Hora Señalada”. Con las películas de cowboys había un problema. Los hermanos Ruszica eran hinchas de los indios. Cuando aparecían las cabecitas del cacique y sus guerreros sobre los cerros, hostigando a los azules del ejército y preparando el asalto, Nenun, Toquito y el Nene, gritaban y alentaban zapateando y aplaudiendo ansiosos. ¡Vamos Toro Sentado viejo nomás! ¡Aguanten los Comanches! Pero el cine norteamericano nunca los hizo ganar. Siempre venían los refuerzos y los indios terminaban mal. Cuando sonaba la corneta del batallón que avanzaba, los Ruszica percibían lo peor. Entonces, sufriendo por la injusticia, hacían un escándalo, gritaban y si tenían algo a mano, lo arrojaban a la pantalla en señal de disconformidad. ¡Asesinos, asesinos! vociferaban a coro. Fueron echados varias veces. Sin embargo, fue con otro tipo de película que se desató el escándalo más grande en el viejo Mendoza. “Sucesos 80 «


Argentinos”, el informativo de la época, aquel del jinete a caballo que avanzaba a la cámara y lo hacía parar en dos patas, mostró una actividad del gobierno de la Revolución Libertadora en la que aparecían el general Aramburu y el almirante Rojas. La rechifla general fue atronadora. El público del barrio reaccionaba indignado ante las imágenes de los que habían derrocado a Perón. Fue ruidoso, pero no pasó de allí. En la segunda función varios sacaron la entrada y entraron de nuevo. Esperaron pacientemente hasta que volvieron a dar el noticiero y entonces sí, las protestas tomaron otra forma. Fueron gritos, silbidos y proyectiles. Un adoquín sacado de la vía del tranvía, voló y agujereó la pantalla. Se encendieron las luces y entró la policía para desalojar la sala. -Yo tenía 14 años -cuenta el Gaucho Basterrechea:- Cuando salimos nos estaban esperando con varios furgones policiales. Fuimos todos presos, mayores y menores. No hubo contemplaciones. Yo tuve suerte. Mi tío era el comisario de la seccional y me largó rápido. A la mayoría los llevaron a la jefatura y les pintaron los dedos. Por algunas semanas reemplazaron “Sucesos Argentinos” por un noticiero español y, durante un tiempo, las películas se proyectaron en una pantalla de latón, pintada de blanco. El cine nunca cambió el proyector ni tuvo sonido estereofónico, pero su humilde instrumental fue escuela de operadores. Todo estaba en manos de un verdadero artista: don Luis Confalonieri, un fanático del oficio. El formó a una gran cantidad de jóvenes en la sutil tarea del proyectorista, que fueron sus alumnos y continuaron trabajando » 81


en casi todos los cines de Rosario. Confalonieri era un artesano, con ideas progresistas y un talento singular. “Al maestro hay que escucharlo concentrado, con las luces apagadas” decía cuando reunía a sus “discípulos”, en un improvisado recinto que había armado en su casa. Apagaba todo y ponía al máximo volumen los tangos de Osvaldo Pugliese. Pañuelo al cuello, mameluco blanco, pelo largo y abundante lectura, lo convertían en líder de su grupo de amigos, casi todos más jóvenes. -¡Dale, Luis, otra vez la misma milonga! -gritaban los muchachos en el cine cuando el celuloide, frágil y difícil de manipular, se cortaba. ¡Ya va, ya va! respondía desde su cabina el operador. Cuando volvía la película, depende del daño que había producido el corte, seguía con varios minutos menos. Decía el Lulo exagerando: Fui a ver “Duelo de Titanes” al Mendoza. Se cortó tantas veces que Burt Lancaster y Kirk Douglas, no aparecieron. El cine del barrio les dejó marcas para toda la vida a los más sensibles. Tito Marra, el relojero y joyero que vio crecer su negocio con el paso de los peones golondrinas que volvían de la cosecha y paraban en la estación Rosario Oeste, tenía memorizados datos singulares. Conocía el nombre de todos los caballos de los cowboys y los repetía orgulloso: Roy Rogers y su caballo Tigre, El Llanero Solitario y Silver, Gene Autry y Campeón, William Hart con Rey de Plata y así todos los demás. Alguna vez confesó que había visto tantas veces a sus ídolos que alguna vez se sintió cabalgando con ellos. Es como soñar despierto, murmuraba. Así Pica fue Jerry Lewis, Rampu82 «


lla fue Cantinflas, Vassano fue Gary Cooper, Chichín fue un Mosquetero, Armandito gritaba como Tarzán; algunos fueron Sandrini, otros cantaron con el Bettinotti de Hugo del Carril o se emocionaron con “La barra de la esquina” y Alberto Castillo. El Mendoza no está más. Hoy en el viejo galpón, hay una cantina. Siempre hay fiesta, baile, bullicio, gente que se esfuerza por divertirse, y algunas veces lo consigue. Suele haber streapers, odaliscas y cotillón y se baila hasta la madrugada. Aquella ilusión inocente que nos ayudaba a soñar, que nos hizo llorar y reír y que nos permitió, por un rato, ver las cosas como queríamos que fueran, ya se fue. La soledad entre muchos y el aroma del maní caliente, el grito victorioso de un final feliz y el roce de dos manos en la penumbra, iniciando el amor, vuelven a veces cuando suena “Canción Inolvidable”, la melodía de la película que contó la tumultuosa vida de Frederic Chopin.

» 83


III

Musa y sus trece hermanos eran el fruto del matrimonio formado por don Abraham y su amada Noemí. Sus viejos habían llegado del Kurdistán, escapando de la guerra. Primero ella con el primogénito y, un año y medio después, él. Integraban una familia más entre una diversidad de razas, credos y culturas que convivieron en un barrio que no hacía diferencias y los contenía a todos. Ganarse la vida era un mandamiento más. Todos hacían de todo. Cuando Musa ya era un muchacho, formado en la calle y en los bares, encontró una fuente de ingresos que ayudaba a sobrevivir a la familia numerosa: se hizo “lapicero”. Levantó quinielas clandestinas hasta que creció, y empezó a bancar las apuestas. Una vez atendió a alguien que no conocía. Cuando empezó a anotar la jugada, se dio cuenta de que el tipo, un gordo medio colorado, lo quería fundir. Jugaba mucho a primera, a los cinco y a los diez. ¡Una fortuna si salía! Musa anotó, cobró, le dio la mano y le dijo: “¡Suerte hermano, mucha suerte!” Cuando el hombre salió, agarró el papel, un clavo de propaganda de Acindar de 15 centímetros, un martillo y clavó la hoja en el medio, contra la madera que tenía preparada en el fondo. “¡Suerte necesito yo!”, dijo, y pegó otro martillazo.


Nada es lo que parece



Ojalá nunca lo hubiera visto, pero lo vi. Cuando me di cuenta ya era tarde. John Parker, el mago de la compañía trashumante que giraba por la provincia de Buenos Aires, escondía las palomas que haría aparecer en el escenario de aquel pueblito pintoresco. Quedé inmóvil en la puerta de la habitación. En aquella pensión, humilde y perfumada, no había llaves. Entré y lo vi. Ponía a las palomas en un arnés de alambre, armado en el forro del frac. Me quise ir, pero Parker me habló con toda naturalidad: -Pasá, Jorgito, ya preparo el mate -dijo, y siguió con lo suyo. Fue una estocada a la ilusión. Yo nunca quise saber cómo era el truco, me convencía de que el mago las hacía aparecer de la nada y de que eso era posible. Forzaba la inocencia, para sorprenderme. Esa noche miré la función esperando ver por donde sacaba las palomas, cómo las agarraba, cuál era la trampa, y ya nunca fue lo mismo. ¡Habíamos visto a tantos embaucadores tratando de mostrarnos que era magia de verdad! Y ese era el juego. » 87


Creernos todo y seguir soñando que lo mágico podía ser real. Crecimos escuchando las hazañas del Gran Houdini, de Fu Manchú, de Alex-Mir, de Ming-Ho y de cientos de prestidigitadores e ilusionistas que lograron que los adultos, por un momento, volvieran a ser niños, para confiar en que lo imposible, no lo era. Para reemplazar al entrañable recuerdo de los Reyes Magos, volver a la inocencia y que un cuento se haga realidad. -¿Quién es el rubiecito flaco que viaja con tantas valijas? -preguntó el organizador de la gira, Alberto Migliazzo, apenas entró al aeroparque. El mago Richard -dijo Cesar Romero, por aquellos años una celebridad del rock, y siguió: -¿Lo contrató usted y no lo conoce? Don Alberto lo miró, dio una pitada intensa al cigarrillo y le contestó: -Nunca lo vi, debuta mañana, me lo recomendó un amigo. Era un elenco variado, de distintas disciplinas, que partía hacia el sur y que incluía cantores de tango, una banda de rock, un cómico, parejas de baile y al ilusionista debutante. Fue un vuelo corto. En el avión los músicos contaban cuentos, Floreal Ruiz saco el termo y se preparó el mate, los del Quinteto Real conversaban en voz baja y Enrique Mario Francini les hacía bromas a todos, sin parar. El cómico dormía y el muchachito rubio miraba con curiosidad, callado, como descubriendo un mundo nuevo, de gente distinta, todos artistas, y que ahora él integraba. El debut fue en Pico Truncado. Un público entusiasta llenaba la sala, imponente y lujosa, y acompañaba con aplausos, risas y afecto el desarrollo del espectáculo. Pro88 «


mediando la noche el locutor local anunció la actuación del Magoooooo Riiiiichard, mientras de fondo sonaba la marcha “Barras y Estrellas”. Entró llevando la mesita y bajo un brazo, el bastón. La galera se le enganchó en el telón y quedó en el piso. Con una sonrisa nerviosa instaló sus cosas y volvió a buscarla. Mientras la banda seguía sonando, miró desafiante a la platea y de un golpe, sacó una paloma, la depositó en la mesita, se dio vuelta y sacó otra, la puso al lado y cuando escuchó los aplausos, se inclinó para saludar. Entonces escuchó las carcajadas. Las palomas volaron y empezaron a dar vueltas por todo el teatro. Los chicos corrían siguiendo el vuelo, gritando y tropezando, mientras nuestro héroe, pálido y desconcertado se acercó al micrófono y pidió con voz temblorosa: ¿Un niño que quiera subir? Subieron dos. -Bueno, vamos a hacer la prueba llamada se rompe y se arma -dijo, y puso un huevo sobre la cabecita de un pibito sonriente, de cachetes rojos. Lo tapó con un sombrero y con un martillo de plástico le dio unos toques. El huevo no se rompió. Desconcertado, le puso más intensidad a los golpes, pero nada, seguía entero. Entonces, cuando empezaron de nuevo las risas, tiro el martillo y la emprendió a coscorrones mientras el chico lloraba. El otro salió corriendo y se fue. Sonaba una silbatina ensordecedora y se escuchó la voz de don Migliazzo desde las bambalinas: ¡Poné la marcha y rajalo! El locutor lo despidió, presentó al cómico y pidió el aplauso para recibirlo. ¡Puede fallar! decía el mago de la TV rosarina en la década del 70. Raúl Granados lo había bautizado con un nom» 89


bre sonoro: Piripipí. Trabajando con cuises en un club de Saladillo dejó a uno sobre la mesa de pool, para hacer el truco. El Conejillo de Indias corrió y se escondió en una tronera (los hoyos terminados en red que tiene la mesa). Piripipí completó media hora más de actuación tratando de sacarlo. Lo hacía con disimulo, pasaba y metía la mano sin mirar, pero nunca pudo. Al final se lo entregó José Falzone, el bufetero. Hubo un mago que cambió de profesión, obligado por sus fracasos. En el cabaret “Telarañas”, de Pichincha, empezaba con una prueba cuyo resultado era la aparición de una carta. Pero el público era todas las noches el mismo y antes de que terminara, le gritaban a coro: ¡El dos de bastos! Era en ese momento cuando el personaje le gritaba a Pablo Pasqualis, guitarrista del show: Do mayor, maestro y atacaba: Uno busca lleno de esperanzas... Al final se decidió y, ampliando el repertorio, se hizo cantor. Creo que hasta cantó con Juan Antonio Manzur. El mago Marzelo presentaba su gran pase que consistía en sacarle el saco a un voluntario y aparecer vistiendo la prenda robada, en diez segundos. Con los dos envueltos en una tela con bastidores, la prueba era impactante. Pero un día terminó como había empezado, el con su camisa de satén y el participante con su saco. Le agradeció la colaboración al señor, dijo: No salió, y siguió con otra cosa. En el camarín lo explicó: Tenía un revolver grandote en el bolsillo. Hombre prevenido vale por dos... Vinicius llegó a la hora de la siesta al pueblito lejano de la provincia de Córdoba. No había nadie en la calle y se 90 «


fue caminando al cine-teatro. En la marquesina estaba el afiche que decía Hoy Vinicius, el famoso ilusionista y prestidigitador, exclusivo en Sociedad Italiana. Tocó un timbre y no hubo respuesta. Probó con el picaporte y la puerta se abrió. Alguien había olvidado cerrarla. Entró, se instaló en un asiento y se durmió. Pasaron algunas horas y cuando los de la Comisión de Fomento llegaron, se sorprendieron. ¡La puerta abierta y alguien adentro! ¿Quién está?, gritó la señora del intendente. -Yo, el mago, señora” se escuchó, seguido de un silencio incómodo. Hasta hoy se sigue diciendo en el pueblo que Vinicius abrió con sus poderes extraordinarios. Conocimos muchos más. En clubes, en fiestas de cumpleaños, en fiestas escolares, en cabarets. Hubo chamameceros que los incluían en los intervalos de los bailes o aparecían en festivales de patín y graduaciones. Siempre un mago. Sin la grandiosidad de los famosos ilusionistas de Las Vegas como David Copperfield o Siegfried y Roy, ni la creatividad poética de René Lavand, pero con la voluntad inquebrantable de ayudarnos a creer que, mágicamente, algo puede suceder para torcer la realidad, a veces más increíble. Nada es lo que parece resuena en mi alma cuando las cosas parecen no tener solución. Era lo que le escuchaba repetir al viejo mago del barrio, que llegaba con su valija de cartón marrón y sacaba palomas de la galera, sin que nadie pregunte cómo.   » 91



El puma y la garza mora



-¿Aquí vive el taxidermista? -El Negro Campanella lo miró extrañado. El hombre medio petizón, canoso y bien vestido, había tocado el timbre de la casa del Pasaje Central y lo miraba sonriente, esperando la respuesta. -Si... soy yo -le contesto nervioso. ¿Y este como se enteró?, pensó. Hacía muy poco que con su compadre José Cordi habían decidido aprender el oficio y, salvo embalsamar algunos chimangos y dos teros, no habían hecho otra cosa. El hombre le tendió la mano y fue derecho al grano. -Vea amigo, me tiene que embalsamar un puma que cacé. No importa lo que salga, imagínese que agarrar un bicho de estos no es cosa de todos los días- Al Negro se le aflojaron las piernas. Tomó coraje y le dijo con voz firme y segura: -Dio con la persona indicada. Tráigalo nomás y se lo devolvemos como si estuviera vivo. ¿Cómo me dijo que se llama, señor? -No le dije, me dicen El Gallego, así me llaman todos. -Listo, Gallego, déjelo nomás, yo le aviso cuando esté - El » 95


hombre le dio un papelito con el número de teléfono y la dirección, y se fue. Cuando el hombre dobló en la esquina, el Negro discó nervioso el número de teléfono del socio. -Vení urgente, tenemos un laburo buenísimo. Hay que embalsamar un puma -José quedó sin habla. Con un hilo de voz contestó: Ya voy y cortó. ¿Estás seguro, Negro? - preguntó cuando llegó. -¿Y qué diferencia puede haber? Alambre, estopa y paciencia. No nos vamos a achicar ahora - dijo Campanella. Al otro día empezaron. Primero lo “cuerearon”. Cuando vieron la carne, rosada, tierna, el Turco se animó: ¿Y si la probamos? ¡Parece buenísima! Se comieron el lomo y el jamón y lo que sobró se lo dieron a los vecinos, para los perros del barrio. Juntaron las herramientas y empezaron. -Arranquemos por el pecho. Las patas la dejamos para después -ordenó Cordi. Dale contestó entusiasmado el socio. El armado con alambre fue el primer inconveniente. El porte del animal los obligaba a un trabajo más complicado que el que habían practicado con las aves y les llevó mucho tiempo. Cuando rellenaron el pecho había pasado un día y entonces apareció el problema. El que se dio cuenta fue José: -Negro, se está achicando todo. Mirá las patas ¡parece un gato grande!- Efectivamente, el cuero se comprimió y las patas y uñas se achicaron peligrosamente. -Aceleremos o esto va a ser imposible, -gritó Campanella- llamá al Profe y que nos diga qué hacemos. Una voz amable contestó el teléfono y escuchó la consulta. 96 «


-Profesor, estamos en un problema delicado. Se acuerda que ayer le conté lo del puma, bueno, se está achicando, ¿qué hacemos?- A medida que escuchaba José se ponía cada vez más pálido. Se tapó los ojos con la mano izquierda y cortó. -Negro, dice que el molde para estos animales se hace de yeso, que el cuero se va a seguir contrayendo y que hay que apurarse-. Quedaron paralizados por un momento. -Vamos más rápido, ¡este hombre nos mata!” dijo con un hilo de voz José, y se pusieron a rellenar a toda velocidad. Avisaron que no los molesten por nada y ya era noche cerrada cuando terminaron. Fue un esfuerzo muy grande, con resultados muy pobres. Quedó un animal desconocido en la escala zoológica. Gordo, de patas cortas y uñas escondidas, con una expresión indefinida. El cuero estirado le cambió el color y no tenía un solo rasgo del noble felino que había sido. La idea fue de los dos. Lo llevaron a la dirección que les había dejado El Gallego, lo pusieron en la puerta, tocaron timbre y salieron corriendo. Cuando el dueño de casa abrió y encontró al malogrado puma embalsamado, los dos taxidermistas habían escapado en la vieja Estanciera de Fingo, el tío del Turco. Los intentos que hicieron después para seguir en la profesión fueron ingeniosos. Aplicar lo aprendido y que saliera bien, fue un desafío y en el barrio se aprendía a enfrentar la adversidad. Orgullo y decisión sobraba, y lo volvieron a intentar. El Titi Téllez había llegado lejos. Era el gerente gene» 97


ral del Banco de Londres, y era del barrio. Lo fueron a ver con una propuesta atractiva. Los atendió en el despacho, imponente y acogedor del banco internacional, y los escuchó: -Queremos embalsamar un ejemplar del ave típica del Reino Unido para que la instales en el hall del banco. Sería un buen detalle artístico y, de paso, nos vendría muy bien para promocionarnos- A Téllez le gustó la idea, y más si les daba una mano a sus amigos. -¿Y cuál es el ave? -preguntó. El dúo no había previsto que tenían que tener esa información, pero salieron del momento, como siempre, con una sonrisa y la respuesta inmediata. -Titi, primero queríamos saber si te gustaba. Mañana te decimos cual es. Desde la esquina de Mitre y Rioja fueron a la Biblioteca Argentina. Cuando vieron el nombre del ave no lo podían creer: Ave de Inglaterra: Petirrojo Europeo (cresta colorada). -Acá no hay, José. ¿De dónde lo sacamos? -Cordi se quedó callado un momento y le contestó: ¿Y si hacemos algún otro bicho con cresta roja? El silencio fue la respuesta y conclusión. Le avisaron al gerente y nunca más se tocó el tema. Cuando le presentaron la propuesta al Museo Ángel Gallardo el director los escuchó atentamente. ¿Ustedes consiguen las aves y las embalsaman?, preguntó. -Sí, señor. Las que usted necesita viven en Entre Ríos. Si nos da un certificado nosotros vamos, las cazamos, las preparamos y se las entregamos aquí. -El hombre les ha98 «


bía nombrado los ejemplares que quería: Águila de Pecho Blanco, joven, Águila colorada, adulta y una Garza Mora, adulta. Salieron de allí con el documento oficial que acreditaba el pedido, firmado por las autoridades, en papel con sello de agua y lacre, y se fueron a Entre Ríos. Parados ceremoniosamente frente al funcionario de la provincia vecina, extendieron el papel que certificaba que la presencia era una misión oficial. En la placa colocada en la entrada se leía: Provincia de Entre Ríos-Dirección de Recursos Naturales. El director se paró detrás del escritorio, leyó y devolvió el documento y les habló con voz amable: -Bienvenidos, hermanos santafesinos. Esta provincia recibe a los visitantes con toda cordialidad, pero si llegan a tirar un tiro, ¡uno solo!, van en cana. Que disfruten la estadía. En el barrio Azcuénaga no teníamos demasiado contacto con la fauna. Salvo con los animales domésticos y una visita que, con los compañeros de sexto grado, hicimos para ver a un tucán que tenía un vecino de la escuela, nadie sabía mucho. ¿Cómo llegaron a dedicarse a la taxidermia el Negro y José? Tal vez por curiosidad o quizá para sumar algún esfuerzo extraordinario que les permitiera mejorar sus ingresos. Lo cierto es que entraron a un mundo del que jamás pudieron salir: el de los pájaros. Y hoy, abuelos, en el otoño de su vida, les enseñan a sus nietos a escuchar todos y cada uno de los cantos que suenan en los parques, los nombres de las flores y el graznido de los chiflones que vuelan, libres. Tal vez a ellos el poeta Hamlet Lima Quintana les anun» 99


ció, sin conocerlos: Pero lo más hermoso de los niños / es que, también a veces, nos miran con ternura / y con el más antiguo conocimiento de la sangre, / se ponen a cantar y nos perdonan.

100 «


Las ventajas de vivir enamorado



El domingo amaneció soleado. Una brisa primaveral le acariciaba la cara y una dulce sensación de estar cumpliendo un sueño, lo hacía sonreír. Sentía que no se había equivocado al volver al ciclismo y mucho menos cuando pensaba en los motivos. Hacía un par de años que había abandonado la actividad deportiva pero Ercilio Nicolás Gianserra era un hombre joven y mantenía un buen estado físico y la pasión intacta. Cuando le pidió a su tío Dominicis que le prepara la bicicleta, no pensó que recibiría una joya tan perfecta. Era una máquina para profesionales y, con ella, estaba seguro de que cumpliría su propósito: deslumbrar a Rosita, su novia, y lograr que se sintiera orgullosa de él. La Rosario-Casilda era una competencia exigente, pero se tenía fe. Y por ella, por la bella Rosita Company, estaba dispuesto a esto, y a mucho más. El amor es la verdad y el suyo, era arrollador. La largada era a las 9 en punto. Miró a su alrededor y estaban todos. Los grandes cracks del país lo rodeaban, » 103


listos para salir. Sintió una aceleración en el pulso y un sudor frío le corrió por la frente. La ansiedad le jugaba una mala pasada, pero partió dignamente. Integrando el segundo grupo del pelotón, encaró pedaleando a buen ritmo la Avenida Godoy. Sólo escuchaba su respiración y el ruido machacante del pedaleo de todos los competidores. Faltando un par de kilómetros para entrar a la ruta 33, al oeste de Rosario, empezó a sentir que le costaba respirar y que las piernas le respondían menos. La inactividad le pasaba factura y, cuando llegaron al control policial de Pérez, ya no pudo superar el ahogo. Sin fuerzas ni resto físico, cayó a la banquina y quedó acostado, con la bicicleta a su lado, sin daños. Había pedaleado 60 cuadras. Los miró pasar a todos y, mientras recuperaba la respiración, no dejaba de pensar en su amada. ¿Entendería su esfuerzo? ¿Toleraría el fracaso? ¿La perdería? Se quedó allí, solo y pensando. Pasó un tiempo largo y finalmente, encontró la solución. Cuando los vio volver, recuperado, se sumó a los punteros durante los minutos finales de la prueba y, levantando un brazo cerca de la llegada, saludó a la gente que se había agrupado para recibirlos, como si la hubiera cumplido. Buscó con la mirada entre la multitud y la vio. Rosita, su novia, le tiró un beso. Ercilio Nicolás Gianserra fue un hombre singular. Nada perturbaba sus ganas de vivir y en su camino protagonizó hechos destacados y trascendentes, que lo marcaron para siempre. Cuando todavía era un muchacho, inventó una tintura para el cabello, de uso masculino, que en su 104 «


época compitió con el célebre producto “La Carmela”. En un principio la envasaba en su casa y la vendía en los pueblos vecinos, donde todos lo conocían. Portaba dos grandes valijas con los frasquitos y viajaba en colectivo, de riguroso traje y corbata. Le puso un nombre original: “Omanol”. Él mismo creo el slogan publicitario que la convirtió en un éxito comercial: Las canas envejecen, Omanol rejuvenece, que repetían los locutores de todo el país. Muchos años después me confió el principal elemento que contenía el producto: -Agua de la canilla, Jorgito, pero teñía bien. En 1948, en medio de una espesa niebla, el hidroavión Uruguay, un cuatrimotor de Aerolíneas del Litoral Fluvial Argentino (ALFA), cayó en aguas del hidropuerto de Buenos Aires, entre Puerto Nuevo y Palermo. Fue una tragedia que impactó al mundo entero. Nunca se supo cómo el pasajero Ercilio Nicolás Gianserra logró aferrarse a un ala y, después de quedar un tiempo flotando, fue rescatado. En el informativo radial de la noche se escuchó: Gianserra, conocido remero de Regatas Rosario, ganó la costa a nado y se salvó. Nadie dijo que no sabía nadar y que la mano de Dios acudió en su socorro. Estuvo internado en un hospital de la Capital Federal y al segundo día se escapó con ropa prestada, y en tren, volvió a Rosario. El pasajero que viajaba a su lado leía el diario y, con los ojos desorbitados, descubrió que la foto que ilustraba la noticia, era la del hombre que tenía a su lado. Nunca detuvo su actividad. Fue un anciano movedizo al » 105


que nadie podía detener y cuando su hijo Ercilio Pedro se convirtió en un animador y empresario exitoso que movilizaba multitudes, estuvo siempre a su lado, cumpliendo todo tipo de tareas. Los artistas pedían por su compañía y en radios y canales, era amigo de todo el mundo. Con una sonrisa permanente abría todas las puertas y su llegada era una buena noticia. -¡Señor, esos dos que bajaron le robaron! -le gritó el chofer del colectivo. Tocó el bolsillo interior del saco y, efectivamente, le habían sacado el sobre con las facturas de los impuestos y el dinero que le había dado su hijo para que pague todo en el banco. De un salto bajó en la mitad de cuadra y los corrió. Cuando los tuvo cerca les habló, mirándolos a los ojos y con voz firme: -Muchachos, yo entiendo todo lo de este laburo, la plata es de ustedes, pero devuélvanme las boletas porque mi hijo me mata”. El más alto lo miró al otro y murmuró: -Devolvele todo, la guita también... Había pasado mucho tiempo y, esperando el verde del semáforo de Corrientes y Santa Fe, manejaba su auto. Lo acompañaba su amada Rosita que vio como dos señores, desde otro coche, los saludaban alegres. ¿Quiénes son, viejo?, preguntó curiosa. -Dos amigos punguistas, buena gente -le contestó, y dobló por Santa Fe. Adelante doctor, le decía todos los domingos el portero del hipódromo Independencia, mientras le abría el portón para que entre al sector de socios del Jockey Club. El turf era su pasión y él, que no era socio ni doctor, ingresaba 106 «


con su chapa de hombre imprescindible, de sonrisa seductora y mirada transparente. Tan trasparente como su vida, llena de anécdotas casi increíbles y una decisión inalterable de ser feliz, como en un cuento. Ercilio Nicolás Gianserra y Rosita Company vivieron una larga vida. -Yo la veo hermosa, Gordo, como cuando la conocí -me decía nombrándola-: son las ventajas de vivir enamorado- y reía a carcajadas. Tenían más de ochenta años y era gente de otro tiempo. Seguro que andan tomados de la mano, como siempre.

» 107



El violĂ­n de una sola cuerda



Pisando la raya del área grande, el Porra levantó la pelota con el muslo izquierdo, se la pasó al defensor por arriba de la cabeza y, cuando bajaba, le pegó con el empeine derecho y la clavó en el ángulo. Bien Porra, ¡que golazo!, le gritó desde atrás del arco Claudio Giglioni, el periodista de LT3, invitado a ver el partido y al asado posterior. El Porra vio que la pelota quedó picando en el fondo de la red, levantó la vista y mirando al que lo había elogiado le gritó: -Lo que pasa es que estoy yendo a particular... Tenían más de 50 años pero nada los detenía. Jugaban al fútbol con la misma pasión de la infancia y a la hora de empezar, nunca faltaba nadie. El Beto, que después del infarto se hizo arquero, desde atrás dirigía, a los gritos, a los compañeros. ¡Dale Palito, pasala rápido que te comen, y pateale al arquero que trajeron que le falta una mano! ¡Salile Chancho, que se viene solo!”. Jorge Herrero lo escuchó, corrió con furia al delantero rival, mientras le gritaba al que había perdido » 111


la pelota: “¡Enzo, lo peor que pasó esta noche, es que viniste! Desde un costado se escuchó al Meón que con bronca decía: Desde afuera te pone más nervioso. Tenía un esguince de tobillo y probó un rato antes con masajes y aceite verde, pero no llegó. Al final ganaron 2 a 1. Los dos goles los hizo el Porra, que amagó tirar las canilleras a los que mirábamos y, con una carcajada, se metió al vestuario. -¡No rajen todos que hay que guardar las pelotas y sacar las redes, eh! -avisó don Sixto, el sereno. Bañados, cansados, algunos rengueando, fueron llegando a la mesa. El ritual se repetía: fútbol, asado y muchas risas. El doctor Raimundo avisó desde la parrilla: Vamos que tengo todo listo. Con voz de fumador empedernido le contestó Santiaguito, el famoso vendedor de diarios y revistas: Qué grande tordo, ¿quién va a tener de asador a un cirujano? Cuando estaba todo listo y el comienzo de la comida era inminente, el Beto golpeó las manos y dijo: -Señores, hay de premio una bicicleta de carrera, con cambios, para el que acierte el color del pelo del Bombi. Todos lo miraron y, efectivamente, era poco probable que alguien acertara. El conocido locutor y cantor melódico tenía una combinación de sucesivas tinturas que daban como resultado un arco iris capilar, imposible de definir. Seguro que después, como siempre, le pedirían que cante. Nadie hablaba en serio y se celebraba la vida, con la decisión inalterable de disfrutar la cercanía de buenos amigos. Pero esa no iba a ser una noche más. Un comentario de Santiaguito cambió el clima. 112 «


-¿Alguien se acuerda de que el gringo Polenta dijo que tenía un Stradivarius guardado? Todos se miraron y el Porra contestó: Sí, pero no sabemos lo que es. Santiaguito sacó del bolsillo un recorte de la revista “Hola”, de España y leyó: El martes en una subasta de la casa Christie’s de Nueva York, se pagaron 3 millones y medio de dólares por un violín Stradivarius fabricado en 1707. Los tres que conocían al gringo se miraron, no hicieron comentarios y el Beto, imitando a Antonio Carrizo, presentó al Bombi, que arrancó con un bolero de Chico Novarro, mientras el doctor abría los paquetes de masas. -Escuchame, Polenta ¿vos estás seguro que es un Stradivarius? -preguntó el Porra. “Y... adentro del violín dice: Fabricado por Antonio Stradivari en Cremona, Italia. El año está borroneado. Yo lo traje cuando vine. Era de mi abuelo -contestó el gringo. Cuando le dijeron lo que podría valer, lo convencieron enseguida. Lo pasaron a buscar y Polenta les dio el violín envuelto en papel madera y atado con un hilo blanco. Lo único que les pido es que lo cuiden. -Beto, llamalo a tu hermano -dijo el Porra- Aquí nadie sabe si es auténtico o no. Estas cosas no se conocen. Si ya les preguntamos a todos los violinistas de las orquestas, ¿quién va a saber? -Lo habían paseado por todos lados y los músicos ni siquiera lo podían probar porque tenía una sola cuerda. -Un Stradivarius. ¡Dicen que vale como tres palos verdes!, -le gritó por teléfono el Beto a su hermano. » 113


¿Y eso que é?,” preguntó el Pepe, desorientado. Estaba en Francia y era jugador del Nantes. Era un verdadero crack que admiraba toda Europa. Él tampoco había escuchado ese nombre, pero se puso a disposición. Se lo pedía su hermano y no le iba a fallar. En tres días mandó los pasajes, contrató a un luthier de Mirecourt, cuna de la especialidad, y los esperó. El encuentro se iba a realizar en el hotel Saint-Yves de Nantes. El experto tendría en sus manos el premio mayor, o la decepción. Viajaron el Beto y el Porra. Lo de los pasaportes se los arregló Pimienta, un ex boxeador que era ordenanza en el Jockey Club. Llevaban un bolsito cada uno y se alternaban para tener el violín bajo el brazo, que seguía envuelto con el papel madera y el hilo blanco con que se los había dado el gringo. Vamos a turnarnos para dormir. Porra. Uno tiene que estar despierto para cuidar el instrumento. Volaban por primera vez a Europa y, si todo salía bien, a la vuelta tendrían una nueva vida. Pepe los recibió en el aeropuerto de París. Se juntaron en un largo abrazo y el Beto se secó un lagrimón que derramó cuando lo vio al hermano que firmaba autógrafos y se fotografiaba con todos. Fueron derecho a Nantes, al SaintYves. El experto tenía un horario estricto y había que llegar a tiempo. El hotel era imponente. Se sintieron intimidados por un momento, hasta que vieron que al Pepe lo trataban como el ídolo que era. En el lobby los esperaba Jean Baptiste, el exquisito luthier, que saludó afectuosamente al jugador, a ellos ni los miró cuando le dieron el violín, y se encerró en la oficina que le habían asignado 114 «


para analizar la autenticidad del instrumento. A los cinco minutos se abrió la puerta. Los tres rosarinos giraron la cabeza a la vez y vieron, adelante, la mano del experto sosteniendo el violín, esperando que alguien lo agarre. Movía la cabeza para ambos lados en un claro gesto de disgusto y dijo cuatro palabras, en un español chapurreado: No siggvé, es falso, se sacó los guantes de látex, le dio la mano al Pepe y se fue. Cuando volvían, en el auto hablaron de todo, menos del violín. Del barrio, de los amigos, de fútbol y de novias. Lo del Stradivarius ya era un desencanto más, que no podía postergar los recuerdos, los trajes compartidos, la primer número cinco, las coladas al circo, la primaria sin cuadernos, los bailes, los torneos nocturnos de Cabanellas, el debut del Pepe en la primera y las mil anécdotas compartidas con la barra. Antes del regreso caminaron un par de días por París, se sacaron las fotos de siempre en el Arco del Triunfo y en la torre Eiffel y cuando se acercaba la hora para ir al aeropuerto para volar de vuelta, vieron que dos periodistas le estaban haciendo un reportaje a un hombre, en la calle. -¿De dónde lo conozco a este punto Beto? Me parece que lo vi en Cerveceros o en Instituto Tráfico -dijo el Porra. El Beto no lo podía creer: -¡Que burro que sos! ¿Para eso fuiste a particular? Es Anthony Quinn.. Llegaron a Rosario justo a tiempo para jugar el picado del viernes. Antes pasaron por lo del gringo Polenta y le devolvieron el violín. » 115


IV

Teleteatro El Negro sintió que le aceleraba el corazón. - Te dije... te dije... le repitió al Gordo, mientras lo fulminaba con la mirada. ¿Y ahora qué hacemos?... ¡No vamos a ver a Ñuls! La situación era difícil. Habían ido a cazar perdices a Laguna Paiva y ahora estaban arrepentidos. - ¡Para qué le dijiste que veníamos, boludo! El Gordo miró el piso, y no dijo nada. No era que la estuvieran pasando mal. Al contrario. Ya tenían cuarenta perdices en el auto, y se lo habían agradecido al Toti, que fue el que los invitó a pasar esos días en el pueblo, su nuevo lugar en el mundo. Pero jugaba Ñuls, lo daban por televisión, y lo querían ver. Y había un problema: en la casa había un solo televisor, y a la misma hora daban Rosa de Lejos, con Leonor Benedetto, Pablo Alarcón y Juan Carlos Dual. - ¿Quién habrá sido el cornudo que programó este partido al mediodía?, vociferó el Gordo, cuando vio que adelante del aparato se sentaban la abuela del Toti y dos vecinas, las tres listas y expectantes, esperando que suene la música de Richard Clayderman, que anunciaba el comienzo. ¡ATC, televisora color presenta!... y se escuchó la melodía. El Gordo se paró detrás de las sillas, mientras le hacía una seña al Negro para que no hablara. Apenas apareció Pablo Alarcón hablando con Leonor Benedetto gritó: - Eeeehhh, ¿acá todavía están en esta parte? Las tres mujeres se dieron vuelta y lo miraron, sorprendidas, y el Gordo siguió: - Este en Rosario ya murió... y ella se escapó con Esteban. No saben lo mal que sigue. Quedan vivos algunos. Aparte se apuran porque les gana Mirta y están acelerando todo para terminar. Las mujeres se tapaban las orejas con las manos para no escuchar, pero después, desencantadas, se levantaron y se fueron a la cocina a jugar a la tómbola. Al Negro le volvió el alma al cuerpo. Agarraron el partido a los veinte minutos. Iban cero a cero.


Yo sĂŠ lo que le digo



-Mire, don Secundino, yo sé lo que le digo, desde que apareció este gordo papanatas, todo cambió para peor- El gallego se acomodó la boina y se quedó escuchando los argumentos de don Justo, que siguió: -Desde que inventaron a este personaje, con ropa de invierno en diciembre, tocando la campanita y simulando una risa de marmota, nada es igual. Ya nadie habla del Niño Dios ni de Los Reyes Magos, y este tipo, disfrazado, que no tiene nada que ver con nosotros, confundió a todo el mundo. -Es cosa de norteamericanos, agregó don Secundino. -Sííí!, creo que lo sacaron de una propaganda de gaseosas. ¡Si hasta le metieron los mismos colores! -dijo indignado don Justo, y agregó a los gritos-: ¡Es el imperialismo que avanza, Secundino! Mire usted cómo serán estas nuevas costumbres que mi sobrina empezó a ir a una de esas iglesias modernas y, cuando cerró los ojos para orar, le robaron la cartera. Los dos viejos españoles eran famosos porque para las fiestas se dedicaban a hostigar a los personajes que daban » 119


vueltas por el barrio, con la barba blanca, el gorro y el traje rojos, repartiendo caramelos y simulando estar contentos. -¡Ve a laburar, vago! Y ríete bien ¿adónde has visto tú que un tipo diga jo, jo, jo? -les gritaban, entre abucheos. Cuando descubrieron que uno de los tantos Santa Claus era el gordo Tarantella, le retiraron el saludo para siempre. Ni lo escucharon cuando les quiso explicar que lo hizo por necesidad. Estaba seco y me gané unos mangos. dijo el gordo, pero fue inútil. -Vamos, Secundino, que esto no lo merecen los niños -masculló don Justo, el andaluz. Vienen tiempos difíciles, anunció Secundino, el de Galicia. En el barrio nunca cayó bien la llegada de novedades culturales. Mucho menos entre los viejos que llegaron de España o Italia. Lo sentían como una invasión a sus creencias, a sus convicciones religiosas y a sus costumbres. Y por lo que escuché, no era sólo en el barrio. Por eso me sonó tan representativo lo que le pasó al vasco Javier Arrizabalaga, protagonista de un hecho singular en Juan Bautista Alberdi, provincia de Buenos Aires, su pueblo natal. -Yo lo hacía todos los años, siempre fui Papa Noel, y nunca falló, pero esa vez hubo un imprevisto -cuenta y se le entrecierran los ojos, como si buscara las imágenes de lo que fue aquel acto fallido- La reunión familiar era en casa de mis viejos, al lado vivía Nelly, una amiga, casi hermana, y una más allá, estaba la casa de mi abuela Porota. Allí escondíamos los regalos y el disfraz. Cuando se aproximaba la medianoche yo me iba de la fiesta con una excusa cualquiera, me vestía y con la bolsa a cuestas, saltaba a lo 120 «


de Nelly, esperaba las doce, saltaba de nuevo y aparecía en la reunión para repartir juguetes, golosinas y cotillón. Cuando los chicos se distraían abriendo los paquetes, subía la escalera a la terraza y encendía una torta de fuegos artificiales, comprada en Álvarez, de una potencia similar a las que se usaban en los grandes eventos populares-. El vasco hizo una pausa, como buscando una explicación, y siguió: -Esa Nochebuena sentía un orgullo bárbaro y en el boliche de La Gringa Elvira les conté a mis amigos más íntimos, el gallego Pérez y el catalán Salse: -¡Me trajeron un disfraz de Finlandia sencillamente extraordinario! Barba natural, gorro con anteojos, traje de seda y una panza incorporada. ¡Nunca más el almohadón que se corre para todos lados! Esa noche, a las doce menos cuarto ya estaba listo. Salté a lo de Nelly esperando el sonido de canal nueve, donde Romay iba a gritar el acostumbrado ¡Feliz Navidad! y entonces sucedió. La Puqui, una perra ratonera que criamos entre todos, me desconoció. Cuando vio a un gordo de rojo en la oscuridad, empezó a gruñir y a marcar, con una pata trasera, la tierra del jardín, haciendo un surco. Ladró furiosa y fueron vanos los cariñosos piropos que le dediqué. Hola Puqui, bonita, soy yo, el Javi. La perra se puso peor. Shhhhh Puqui, no ladres más. Vení con el Javi, muñeca, mientras le hacía el tac tac tac, castañeteando los dedos, para llamarla. Cuando la perra escuchó el último piropo: ¡Puquiiiii, la más linda!, se me abalanzó y mordió todo lo que encontró. Primero la barriga de estopa, » 121


después tironeó las mangas, los pantalones, arañó las botas y me rompió el cinturón. ¡Nada la detenía! De fondo escuché a Romay y, a la vez, a los chicos que gritaba a coro: ¡Que venga Papá Noel, que venga Papá Noel!... Me invadió la desesperación, tiré la bolsa con los regalos por arriba del tapial, y me fui a esconder a la terraza. Entonces me miré. Era una imagen desoladora. El traje estaba hecho jirones, el gorro al revés, la peluca corrida y lo peor, en la retirada apresurada, la perra se colgó del pantalón y destrozó las asentaderas. Como pude busqué en un bolsillo la caja de fósforos para encender los fuegos artificiales que todos esperaban y, cuando me dispuse a prenderlos, nervioso desacomodé la torta. Arrimé el fósforo y los disparos salieron a ras del piso, casi apuntándome. Me tiré cuerpo a tierra detrás de la claraboya del baño y allí, sólo, mientras por arriba me pasaban las bombas, escuché a los chicos que, felices, se repartían los juguetes y a los grandes que aplaudían el estallido multicolor. Bañado y con otra ropa volví a la fiesta. Me había tomado media sidra helada que encontré en el tacho con hielo y, como nadie preguntó nada, esta es la primera vez que lo cuento. Para mí fue el último Papá Noel. Escuchando al vasco me acordé de los viejos y de su perplejidad cuando vieron venir los cambios culturales que avanzaban como una tromba. Habían visto un trineo en la vidriera de la tienda del turco Estrella, rodeado de nieve hecha con algodón. -Esto termina mal, Secundino. ¿Adónde quedaron nuestras costumbres? ¡Mira tú si vas a comparar a Gaspar, 122 «


Melchor y Baltazar con este gordo gilipollas!, se indignó el andaluz. El gallego lo miró y moviendo la cabeza repitió: Termina mal, Justo, termina mal y le dio una pitada profunda a su inseparable toscanito Génova. Al rato, como siempre, armaron la mesa de mus con don Nemesio y Pécora y, por un rato, se olvidaron del asunto y discutieron por los porotos. Ellos no llegaron a ver Halloween, ni el Octoberfest, ni las Rave Dance, ni el festival Lollapalooza, ni el Baby Shower, ni el Hip Hop Dance. Y nunca recibieron una tarjeta que dijera Merry Christmas, ni los invitaron a un Six O’Clock Tea. Seguro que de estar aquí, no entenderían nada, of course.

» 123



Un Quijote en LT8



Era un hombre alto. Algo más de un metro noventa, canoso, de andar elegante. Abrió la puerta de la vieja casa de la calle Córdoba, entró y, con paso lento, avanzó seguro. Lucía traje, camisa y corbata al tono. Salazar, el telefonista, fue el primero que lo vio. Abrió grande los ojos y sin hablar, con un gesto de incredulidad, levantó su mano para saludarlo. Mientras Rafael “Espontáneo” Daneri ingresaba, todos los empleados, locutores y periodistas de la vieja LT8, sus compañeros, asistían azorados a un hecho nunca visto antes. El veterano locutor llevaba puestos enormes zapatos de clown y la nariz con pintura roja en la punta. Se escuchaban las descomunales suelas pegando en los mosaicos del patio de entrada, y desde allí se oyó la voz grave, potente, segura: -Esta es la indumentaria para trabajar en este circo. Una carcajada general y un aplauso cerrado sonaron, aprobando la ocurrencia. Rafael Daneri, conductor de exitosos programas tangueros y locutor oficial de la radio, había tratado, sin éxito, que el interventor porteño, » 127


designado por el gobierno militar de turno comandado por Onganía, escuchara las necesidades técnicas urgentes que afectaban las transmisiones y que debían ser atendidas de inmediato. El funcionario, recluido en el bar del antiguo Hotel Italia, con un vaso de whisky en su mano derecha, ni siquiera se interesó por el reclamo y lo despachó altanero: Vuelva a la emisora. Después lo voy a atender. Y el veterano hombre de radio volvió desencantado, furioso, y a modo de protesta, transformado en un quijotesco payaso. El Flaco había nacido en Villa Crespo y, como a tantos, Rosario lo enamoró. Vino a hacer un reemplazo y nunca más se fue. Hincha de San Lorenzo de Almagro, de Osvaldo Pugliese y del Polaco Goyeneche, se rodeó de amigos y desparramó amor y humor toda su vida. Caminando por calle Italia entre Córdoba Y Santa Fe, Daneri veía todos los días al muchacho que cuidaba autos frente al entonces Sanatorio Palace. Se detuvo, lo llamó y sacándose el sobretodo que llevaba le dijo: -Tomá, te lo regalo hermano. Vos estás en la calle todo el día, usalo”. El invierno terminaba y eran tiempos de bonanza. El programa de trasnoche era un éxito, tenía un buen sueldo. ¿Cómo no ayudar al necesitado? No contaba con que la suerte suela ser traicionera. Cambió el gobierno, vino otro interventor que levantó su espacio, los anunciantes lo abandonaron y volvió el invierno. El Flaco, con un saquito de verano, levantadas las solapas y las manos en los bolsillos, saludaba todos los días al 128 «


gordito cuidador de autos que, abrigado con el sobretodo, le gritaba agradecido desde la otra vereda: ¡Chau Rafa! -¡Qué travieso que sos!- contestaba Daneri mientras sacudía la mano derecha y miraba al cielo. En esos años los locutores de turno leían tandas publicitarias interminables. Estaba específicamente prohibido reírse al aire. Las sanciones disciplinarias eran severas si no se cumplía con la orden de mantenerse serio. Nuestro héroe estaba leyendo una gruesa carpeta de avisos y de repente se abrió la puerta del estudio. Entró un señor con camiseta de Ñuls, haciendo zapateo americano. Lucía zapatos con chapistas de acero y saltaba repiqueteando en el piso de madera del estudio. Era José Palena, bailarín solista, astro de la época, de frecuente actuación en los concursos de cantores que, contratado por alguien, se le apareció al locutor. Daneri cerró los ojos, se tapó las orejas con sus manos y siguió leyendo. Palena se fue, para volver al rato, bailando igual, ahora con la camiseta de Central. El operador salió corriendo al patio y Daneri ya no pudo más, tiró la carpeta y lo corrió. Palena tomó la delantera, y se perdió por calle Córdoba, rumbo al oeste, mientras la transmisión pareció interrumpirse unos minutos. El día que entró un hombre tocando la tuba y empezó a dar vueltas por la sala, atronando el lugar, el Flaco ya estaba casi habituado. Se fue, pero antes le arrojó la carpeta de avisos en la cabeza al intruso, que no se inmutó y siguió marchando con paso castrense. Las bromas se repitieron y se le aparecieron cantantes líri» 129


cos vocalizando, gente disfrazada, un actor soplando una armónica, y varios personajes más, siempre a la hora en que el locutor de turno leía la tanda de la emisora. La consigna era hacer reír al Rafa y el hombre era de risa fácil. Daneri vivía para difundir tangos. Su programa, “Espontáneo”, era un éxito en las madrugadas rosarinas. Para reemplazar al silencio tiene que sonar algo mejor, decía y presentaba a Pugliese con la frase: ¡El último gigante! Y a Gardel con un vocablo: Él. Amó a Manzi, a Discépolo, a Cátulo Castillo, a Troilo, a De Caro, a Rivero, a Salgan y vivió para difundirlos. Serán inolvidables sus lecciones de felicidad. Cómo la que le dio al periodista Eduardo Conforti cuando, después de escucharlo quejarse por una tarea que le asignaron en la radio, lo llevó a una obra en construcción y señalando a un albañil en el andamio del quinto piso le dijo: Eso es laburo, Eduardito, ¡lo nuestro es una bendición!. Cuando se fue dejó sus tesoros amados: una colección de viejos discos, sus libros y su regalo más querido: una camiseta azulgrana de Sanfilippo que le había traído de Buenos Aires su amigo Héctor Hugo Cardozo. Escribió el gran Osvaldo Ardizzone en uno de sus poemas: Murió comúnmente, ¿o hay algo más común que la muerte? Decían de Discepolín: Era un cuerpo flaco con un alma grandota, que le sobraba por todos lados. A Rafael Daneri le sobraba tanto que le alcanzó para dejarnos un pedazo a cada uno.

130 «


Adiรณs a un amigo



Parece que se fue. Yo sé que se quedó para siempre con nosotros. La muerte de Gary Vila Ortíz me produjo una gran tristeza. No obstante, superados los primeros momentos de estupor y dolor, comenzaron a aparecer los recuerdos de tiempos compartidos alrededor del arte, el periodismo, el jazz, junto a un personaje singular, irrepetible. Tenía un alma tan receptiva para la belleza que podía abarcar tanto como hubiere. Todo le provocaba asombro. Y lo disfrutaba compartiéndolo. Un adorable irresponsable que vivía en poesía. Nadie estaba seguro nunca que llegaría a tiempo para los programas radiales, televisivos o a las conferencias y presentaciones de libros. Inmensamente culto. Pero de verdad. Había leído todo, y lo seguía haciendo. Había escuchado mucho y sabía compartirlo, sin soberbia. Para Gary entrevistar varias veces a Borges y presentar un libro de un debutante en una biblioteca de barrio lo moti» 133


vaba con la misma intensidad. Fue generoso porque sabía de verdad. En tiempos de grandes lectores de solapa y de intelectualoides de pacotilla, fue un personaje extraordinario por su sólida cultura y formación. Voy a contar, a modo de homenaje, uno de los momentos más difíciles y singulares de cuantos he vivido y del que fuimos protagonistas con nuestro querido amigo. Compartíamos en aquellos tiempos el programa “El Clan” de Canal 5, junto a Raúl Granados. Un día apareció Vila Ortíz con una propuesta que sonaba simpática. Se acercó al piano y me dijo: -Jorge, dice mi viejo si queremos compartir, una noche de estas, una reunión con sus amigos en el Jockey. Quieren que yo les hable de cine y vos toques las melodías de películas. Yo había entrado una vez al recinto de Maipú y Córdoba y había visto que en un pequeño restaurante tenían un piano de cola. Conocía al doctor Vila Ortiz, y acepté de inmediato. Imaginé una tenida íntima, pedida por un hombre exquisito como era el padre de Gary, al que era difícil negarse. Y dije que sí. Pasó el tiempo y nunca más se habló. Transcurrieron varios meses, el asunto estaba casi olvidado y de repente, un día cualquiera, entró al estudio con su mejor sonrisa y me dijo: -Nos esperan hoy a las 19.30. Dice mi viejo que no lleguemos tarde. En un rapto de irresponsabilidad contagiada por el coprotagonista de esta anécdota, acepté y a la hora señalada llegué a la entrada del viejo club de Córdoba y Maipú. Me recibió un empleado que me llevó al despacho del presidente. Allí 134 «


estaba él, Alberto Carlos Vila Ortíz ,junto a su padre y dos o tres señores que me recibieron con una copa, una conversación corta y una amabilidad tranquilizadora. -¿Vamos? –dijeron y caminamos todos hacía donde nos estaban esperando. De repente vi que había un salón colmado y mucha gente que no había encontrado lugar, amontonada afuera. Unos parlantes distribuidos para que estos últimos también pudieran escuchar y el murmullo tradicional de público que espera un espectáculo. -¿Qué hay aquí, Gary?, dije con un hilo de voz. -Nosotros, Jorgito-contestó. !Juro que quise salir corriendo! !Nunca habíamos ensayado ni preparado nada! !Jamás tuvimos la mínima conversación sobre lo que haríamos! Y de repente estábamos ante un auditorio colmado que esperaba el gran recital que habían anunciado como El Cine y su Música. No era en el pequeño restaurante que yo conocía. Era un salón, con otro piano, en un escenario. Correr, huir, pedir perdón eran los sentimientos. Y él como si nada. Subimos, para mí como a un cadalso, entre un aplauso largo. No miré a nadie y me senté al piano, esperando lo peor. -Señores, buenas tardes. Como se sabe, la creatividad nace de la improvisación. Por lo tanto con mi amigo no hemos preparado absolutamente nada -dijo. Se escuchó una carcajada general, incrédula y estruendosa. ¡Pero era verdad! Y empezó: -En el principio el cine era mudo y un pianista ilustraba las escenas en vivo, junto a la pantalla. Puse las manos en el teclado y “Soleado” de Scott Jo» 135


plin acudió a salvarme. Toqué, escuché, toqué, busqué, toqué y pasamos por Chaplin, por Francia, por Italia, por el cine nacional, por los tangos, y fue el “Tema de Lara” y “El Hombre del Brazo De Oro”, y “El Tercer Hombre” y “Zorba” y “Según pasan los años” y “Rififí”... y así estuvimos dos horas. Él sabía todo. Directores, actores, autores, fechas, anécdotas. El final fue una ovación y Gary, con la sonrisa dibujada en su rostro satisfecho que me dijo al oído: ¿Viste que salió bien? Repetimos la experiencia muchas veces en escuelas de la provincia. Era todo alegría, emoción, una fiesta. Alberto Carlos “Gary” Vila Ortíz, quiero que sepas que jamás te olvidaremos. Siempre imaginé que el paraíso sería una suerte de biblioteca, dijo tu admirado Borges. Creo que ya sé dónde estás.

136 «


Hay que saber caer



El viejo Desouza había convencido a la esposa después de una semana de explicaciones y promesas. La mujer no quería saber nada con prestar la casa y menos para una partida de dados. -¿Qué va a pasar? Nos ganamos unos mangos y te llevo al cine y a Pedrín a comer pizza, decía el viejo. Insistió una semana, y nada. -Mirá, si hasta me dijeron que yo me quede de campana para ver quienes entran- Al final le pidió tanto que la esposa aflojó y aceptó con una advertencia: Si me falta o me rompen algo te mato. -¡Pero no, Olga! Son todos muchachos del barrio, buena gente. Les gusta jugar al pase inglés, nada más. Dejame a mí y no te preocupes. Cuando llegó el día, Desouza preparo la mesa del living comedor, corrió las sillas, porque le habían dicho que no hacían falta, y cambió una lamparita quemada de la araña. Ya estaba todo listo. Doña Olga se fue a lo de la hija para quedarse a dormir. Las partidas de Pase Inglés nunca se » 139


sabe a qué hora terminan, le había dicho el Turco. Mejor, pensó el viejo, cuanto más dure, más ganamos. Antes de irse la mujer le dejó la última recomendación: -¡Que usen el baño del fondo, eh! Desde las 10 y media de la noche empezaron a llegar los jugadores. A las 11 la partida se había armado y desde la vereda se escuchaban los dados rodando sobre el tapete, improvisado con un mantel, y los gritos de los apostadores, como en trance: ¡Pago a buena! ¡Esta te pido, güesito! ¿Qué haces? ¡Tira el Gordo! Entraba y salía gente todo el tiempo. Los que llegaban tarde y los que habían perdido todo. ¿Cómo iba a pensar el viejo Desouza que estos dos pibes simpáticos que le preguntaron: ¿Cómo está la partida, Negro? eran policías. -Está bárbara, pasen muchachos -contestó educado. Los tipos entraron y atrás los siguieron cinco más que estaban a la vuelta de la esquina. Al ratito un camión grande (el antiguo “Cuartito Azul”) también dobló y estacionó en la puerta. ¡Quietos todos, nadie se mueva!, gritó un cana grandote. El primero que escuchó fue el ruso Levy. Era el que más miedo le tenía a la policía. Empresario conocido, con vida pública y una familia numerosa que no le perdonaba sus dos únicos vicios: el cigarrillo y el juego, no podía ir preso, salir en el diario y que se entere todo el mundo de que aquel hombre serio, emprendedor y respetado, era un jugador empedernido. Dio un salto, pasó por la ventana y subió al techo de la cocina, se acostó en las chapas y quedó inmóvil, escondido. El petiso Faraht corrió a la pieza y se metió, vestido cómo estaba, en la cama 140 «


matrimonial, se tapó y simuló dormir. Un pensamiento lo atormentaba. Era el bombonero del Cine Mendoza y al otro día había tres funciones. Si faltaba lo echaban. Los demás quedaron todos detenidos. En la mesa de la cocina se instalaron los sumariantes, sacaron una maquinita portátil y empezaron el acta. Uno por uno pasaban y decían nombre, número de documento y ocupación. Fue en el momento que lo anotaban al loco Cura que sucedió lo inesperado. Las chapas cedieron y con un gran estruendo, el ruso Levy cayó acostado como estaba en el techo, sobre la mesa. La sorpresa confundió a todos y algunos aprovecharon para escapar por el pasillo de entrada. A los que quedaron los llevaron al camión para trasladarlos a la jefatura y seguir el operativo. Al ruso le dolía todo, pero subió igual, resignado, y don Souza marchó preso por primera vez en su vida. Cuando ya estaban todos arriba del vehículo un policía entró a la pieza, lo destapó al petiso Faraht y le dijo: Vamos, gordo, subí que tenemos que dar una vuelta. El Mamón Rampulla escuchaba esta anécdota contada miles de veces y siempre decía lo mismo: ¡Hay que saber caer, viejo! Nunca entendimos si lo elogiaba al ruso o se elogiaba solo. El Mamón, así llamado por razones obvias, era un gran tomador de vino blanco, casi insaciable y un integrante destacado de la barra del Tula que seguía la campaña de Central todo el año. Viajaban haciendo equilibrio en los techos de los trenes y se movían como felinos para colarse a la cancha cuando se cerraban todas las puertas. Se contaba que el Mamón entró a la cancha de Chacarita trepando una columna. A mí nunca me extrañó » 141


porque lo había visto ganar todos los concursos de palo enjabonado que organizaba el club El Uruguayo, todas las fiestas patrias. Era el más chico de la familia Rampulla que en un partido jugado en Arroyito, mientras hacía equilibrio sobre el alto paredón de la popular de Regatas, envuelto en una bandera auriazul, cayó al vacío y aterrizó en el pasillo, entre la gente que llegaba. Se lo llevó una ambulancia y cuando empezó el partido ya nadie habló del asunto. Sólo nosotros, los del barrio, quedamos preocupados cuando el mellizo Bergamasco trajo la noticia a la otra tribuna, la que da al río, y vimos el triunfo de Central contra Banfield, casi en silencio. Pasaron los días y una tarde apareció en el café el Mamón, con una pequeña renguera y una venda en la cabeza, sonriente, como si no hubiera pasado nada. Se amontonaron todos alrededor, sorprendidos, contentos y cuando le gritaron: ¡Te salvaste, Mamón!, el hermano José que lo acompañaba, contestó: Y... ¡hay que saber caer! José era mayor y muy querido en el barrio. Había nacido para hacer reír. Con su aspecto, su forma de caminar, de vestir y su humor permanente, era relacionado por todos con la figura máxima de aquellos tiempos: Cantinflas. Había creado un silbido que usaba para llamar la atención o anunciar su llegada. Desde lejos se escuchaba el fuioiiii y se sabía que venía, con sus pantalones caídos, su mirada brillante y su cara divertida. Cuando para las fiestas navideñas en el Club Libertad repartieron juguetes para los pibes, disfrazaron a un integrante de la comisión, don 142 «


Enrique Maya, de Papá Noel. El hombre medía un metro noventa y cinco, era flaco y tenía una prominente nariz que lo identificaba. Mientras el supuesto Santa Claus tiraba los regalos desde el escenario se escuchó desde el medio de la pista, primero el silbido y después la voz de Rampulla: Fuioiiii ¿adivinen quien es Papá Noel? José se divertía en carnaval como casi todos, con lo poco que teníamos. Todos los años usaba el mismo disfraz. Con una bolsa de arpillera como taparrabos, todo el cuerpo pintado de negro y una pluma de ganso en la cabeza, se convertía en el indio más cómico de las tres noches de mayor alegría del año. Eran bailes, risas, juegos con agua y amores escondidos en algún zaguán, con aroma a pomada para lustrar zapatos. José Rampulla era pobre. Su trabajo de peón de taxi apenas le alcanzaba para subsistir. Pero fue, quizás, el hombre más feliz que conocí. Siempre contento, contagiando optimismo, inventando situaciones y disfrutando la vida. Para la despedida nos tenía preparado un golpe sorpresa, un final impensado, casi de radioteatro. Lo velaron en la casa, cómo era la costumbre de entonces, y el servicio fue el provisto por la Municipalidad. No hubo llantos. Se repetían anécdotas y frases, casi como un homenaje a tantas risas. Cuando llegó la hora, la barra se hizo cargo de llevarlo, a mano, primero por el pasillo, para después avanzar unos metros por la cortada, hasta el auto. Entonces sucedió. En la vereda el cajón se desfondó y José cayó al piso. La situación desconcertó a todos y, por un instante, quedaron paralizados, en silencio. De a poco se fueron » 143


recuperando, ayudaron a los encargados de la funeraria que corrieron enseguida sorprendidos, y desde la vereda de enfrente se escuchó al Chiche Lutman que silbó como José: fuioiiii y dijo: ¡Hay que saber caer! Los barrios suelen ser grises. Al nuestro, su gente le puso todos los colores. ¿Cómo olvidarlos? Fueron la chispa de la vida y gambeteando a la pobreza, lo iluminaron todo.

144 «


El dueĂąo del alba



Cuando don Abraham abrió la puerta de gallinero quedó paralizado. Contuvo un grito y se quedó mirando la escena, con la boca abierta. Caruso, el gallo blanco, de cresta imponente y plumaje brillante, estaba tirado en un rincón, muerto. Entre las gallinas caminaba un gallo de riña, de gesto fiero, decidido y ya, dueño de la situación. El hombre no entendía lo que había pasado, ni la presencia del intruso y se quedó allí, pasmado, buscando una explicación. Don Abraham y Noemí, su esposa, habían venido del Kurdistán escapando de la guerra. Se instalaron en el barrio Azcuénaga para siempre y tuvieron catorce hijos. Él era el sostén de la familia y, dedicado a la mercería, los crió y educó a todos, sin mirar más allá de su mundo pequeño y gigante. El gallinero era un lugar común en las casas de las familias del barrio. Casi todos tenían uno y el de ellos era prolijo, cuidado y atendido por el hombre, al comienzo y final de su larga jornada de trabajo. De a poco los hijos empezaron a crecer, a ayudar y algu» 147


nos, a jugar. Dos de ellos, Musa y Marcos, eran aficionados al pase inglés. Iban a todas las partidas, algunas en pueblos vecinos y le pedían a Salomón, su hermano mayor, que los llevara en el único auto disponible. Desde una de esas timbas, en San Jerónimo, trajeron el gallo de riña que le compraron al dueño de casa. Se los vendió barato porque la semana anterior no había querido pelear. Cuando llegaron a la madrugada lo metieron en el gallinero y vieron sorprendidos como, sin esperar nada, el recién llegado se arrimó al gallo blanco y de un par de picotazos y pateando con el espolón, lo mató. De solo pensar en la reacción que iba a tener don Abraham tomaron una medida inteligente. No aparecieron por seis días. Cuando volvieron, ya la madre lo había calmado. Nunca se supo adonde se escondieron. Había varios paisanos viviendo cerca, pero nadie preguntó. En aquellas casitas blancas, de tapiales bajos, los gallineros eran lugares de fácil acceso. Se vivía con las puertas y ventanas abiertas, sin miedos ni mayores prevenciones. El gringo Ventichinque dormía plácidamente junto a su esposa, cuando escuchó los ruidos. Salió con la escopeta, cargó los cartuchos y entonces lo vio. El Mondongo Peralta estaba subiendo al tapial para escapar, con una bolsa de arpillera al hombro. Él tano tiró una perdigonada al aire y gritó: ¡Atorrrante, io ti ammazzzo. El Mondongo tiró la bolsa con dos gallinas que había guardado, saltó el tapial y salió corriendo por calle 3. Entró a la casa y se acostó vestido. Por suerte el tano Ventichinque, en la oscuridad de la noche no le vio la cara, y no pasó nada. 148 «


Robarse una gallina para hacer el puchero era casi un deporte para algunos. El Tata Jaurretche viajaba por la provincia trabajando con su fiel compañero Bonilla por la ruta 34, cerca de Venado Tuerto, cuando vieron en la banquina que una gallina caminaba sola. Pará, Mario, la llevamos para esta noche. Bajaron del auto y la corrieron, uno de cada lado. El entusiasmo los llevó hasta la puerta de la chacra y, cuando levantaron la vista, se encontraron en la tranquera con el dueño que les dijo: ¿Que está pasando aquí? El Tata, rápido y seguro, le contestó: -Usted sabe que bajamos a estirar las piernas y se nos escapó una gallina que traíamos en el auto. La queríamos agarrar-. La gallina que corrían ya se había unido a las treinta y pico de la casa y el hombre, mirándolo fijo le contestó: Ajá, ¿y cuál es? -Esa -contestó Jaurretche, señalando a cualquiera. ¿Son viajantes, no? y el dúo asintió con la cabeza. El chacarero agarró la gallina, le ató las patas con un piolín y se las dio. Ahora no se les escapa más. Sigan nomás, les dijo, con una sonrisa pícara. A la noche comieron el puchero. El vino lo llevo yo, dijo José María, el sobrino del Tata, cuando lo invitaron. De a poco empezaron a aparecer negocios dedicados a la venta de pollos, gallinas y huevos, a la par de la desaparición progresiva de los corrales caseros. A uno de los nuevos emprendimientos ingresó, como pelador de pollos, Miguel Loguzzo. Sin ninguna experiencia, pero entusiasmado con el oficio, aprendió. Cuando llegó la primera máquina desplumadora lo festejaron a lo grande. Se » 149


terminaba la fatigosa tarea del pelado manual y el trabajo resultaba más fácil y rentable. Loguzzo era un muchacho eficiente, pero distraído y una vez protagonizó un hecho de película. Peló un pollo pero se olvidó de matarlo. Lo agarró de las patas y lo metió vivo en la máquina. El pollo se resistió, logró saltar y salir corriendo por el negocio, rumbo a la puerta, por donde entraba doña Rosario, justo en ese momento. El grito de la mujer fue un alarido. De repente vio venir un pollo pelado, tambaleante y con algunas plumas colgando, que avanzaba hacia ella. Dio media vuelta y ganó la calle agarrándose la cabeza, mientras decía: ¡No vuelvo más, miren lo que le hacen a los pobres bichos! Muchos años después Miguel Loguzzo sigue diciendo: ¡Un error lo comete cualquiera, viejo! Con el paso del tiempo quedaron algunas certezas. Caruso, el gallo blanco de don Abraham, fue el mejor cantor del barrio. El dueño del alba. El anunciador oficial de que podíamos encender la esperanza, al comienzo de cada día. El gallo que lo reemplazó, jamás cantó. Nació para pelear. El nuestro era un barrio que tenía muchos gallineros y cantores. Unos para alimentar el cuerpo, otros para nutrir el alma. El Tata Jaurretche, el viejo Ventichinque y don Abraham, fueron actores de una obra que fue cambiando el libreto. Algunos seguimos siendo protagonistas, pero en estos capítulos nuevos, escasean las melodías y sobran los gallos de riña.

150 «


El ñandú rosarino



-¡Qué se yo lo que es la Marcha Atlética José! -dijo el Negro Campanella. La pregunta del Turco era la de un muchacho preocupado. En el club había una sola pista y si era verdad se suspendía el básquetbol, el vóley, el patín, el tenis criollo y el fulbito del trasnoche. Por las viejas bocinas que difundían los tangos de Julio Sosa todos los días desde las 6 de la tarde se escuchó clarito al locutor: Desde este lunes, aquí, en Libertad, ¡gran fiesta del deporteeeee!... César Moreyra, El Ñandú Rosarino, intentará batir el récord mundial de Marcha Atlética. De fondo sonaba La Marcha del Deporte. Se corrió la voz velozmente y el barrio se revolucionó. Eran épocas con poca televisión, escasas novedades y el anuncio del intento de batir un récord mundial fue el comentario general. -Mirá que nosotros jugamos a todo pero lo de la Marcha Atlética no lo escuche nunca -dijo el Turco. -¿Y si le preguntamos a Don Paco? -propuso Juancito. -Es » 153


gallego a lo mejor sabe. Estos deportes raros no son conocidos para nosotros pero seguro que en Europa los deben haber inventado. ¡Alguien tiene el récord, viejo! Nadie sabía nada, pero algo prendió rápido: el nombre del club aparecería en un acontecimiento planetario. Teníamos buenos representantes en todo y varios campeones, pero la trascendencia no pasaba de la provincia. Esto era otra cosa. El mundo nos miraría. Y todos se entusiasmaron. Cuando llegó el día, una mezcla de ansiedad, expectativa y curiosidad se instaló en todas partes. Las mujeres en la carnicería, los muchachos en el café de Chico Contino, los pibes en la calle y algún viejo sentado en la vereda, no hablaban de otra cosa. Un pizarrón en la entrada del club decía: Actividades deportivas suspendidas a partir de las 19 hs. Sonaba el vals “Gota de lluvia”, por Héctor Varela con Rodolfo Lezica y Argentino Ledesma y el locutor repetía la convocatoria: ¡Esta nocheeeeee... César Moreyraaaaaa! Y llegó el momento. Creo calcular bien: había 2.000 personas alrededor de la cancha de básquetbol. La pista había sido prolijamente barrida, Don Juan pasó, como los días de partido, el lampazo de bolsas de arpillera varias veces. Le tiró el talco como las noches de baile y dispuso las sillas alrededor. Todo listo. ¡Y salió el hombre! Pantalón cortito, zoquetes y zapatillas humildes y una camiseta musculosa con un gran número al frente y al dorso. Era más bien bajito, morocho, peinado de época, con jopo y brillantina, y una mirada de hombre decidido. Un aplauso atronador lo recibió. Saludó 154 «


con los brazos en alto, contento. A su lado, con indumentaria blanca y una toalla al cuello, lo acompañaba el entrenador y masajista. Todos lo conocían. Era Pitinga, el guapo de innumerables hazañas, ex boxeador y famoso por su pegada letal. En su apogeo supo pelear contra varios, defendiendo a los amigos, siempre victorioso. Pero ahora era asistente del crédito que todos habían adoptado: El Ñandú Rosarino. Y empezó la prueba. Por fin supimos cómo era la Marcha Atlética. El hombre caminaba de una forma un poco rara. A la dificultad evidente en una de sus piernas, que lo hacían renguear levemente, hay que agregar que la disciplina impone normas que hacen que caminar no sea todo lo fácil que se supone. El atleta tiene que estar en contacto permanente con el suelo y apoyar el talón para pisar. Moreyra lo hacía bien. Y empezó a dar vueltas a la pista, mirada al frente entre ovaciones. Pitinga lo alentaba desde un costado. No se sentó nunca ni respondía a los gritos de los conocidos que lo llamaban. Concentración total era la consigna del entrenador, nuevo en este deporte, pero con una voluntad inquebrantable. A las dos horas de caminata el público se empezó a retirar. Era de noche y había que dormir. Al día siguiente cada uno tenía sus obligaciones laborales y era un día de semana. A las 12 de la noche quedaban dos mesas de tradicionales conversadores que arreglaban el mundo todos los días, con unos porrones compartidos, y a los gritos. En la prueba quedaron, estoicos, el caminante y su entrenador. » 155


El Ñandú seguía firme y así continuó toda la noche. Debía seguir tres días sin parar. Sólo podía detenerse en algunos momentos para ir al baño, pautados reglamentariamente. Al amanecer los pibes corrimos a ver qué pasaba. El atleta seguía firme dando vueltas. Nosotros le gritábamos para darle ánimo y su rostro ya mostraba las señales inequívocas del cansancio y el sueño. Cuando el sol empezó a calentar vimos cierto gesto de dolor cuando apoyaba los pies. Conocíamos muy bien esa pista de mosaicos, al aire libre, que tomaba una temperatura de infierno en los veranos. Y las zapatillas de la época tenían suelas delgadas, bastante precarias. El entrenador resolvió que todo seguiría en el pequeño salón, bajo techo, hasta que bajara el sol. Y así se hizo. Le mojaron el piso y le encendieron ventiladores. Pero uno de los enemigos sin solución apareció. Se superó el calor, pero el sueño es invencible. Todos gritaban. Hasta las señoras que se asomaban por las ventanas lo hacían. Y el Ñandú caminaba y cabeceaba, casi dormido. Cerca de las tres de la tarde todos vimos que el final era inevitable. Se aproximaba lo peor, pero Pitinga, un guapo, no se entregaría. Lo esperó de frente, con un gran balde de agua en la mano izquierda y cuando lo tuvo cerca se lo estampó en la cara. El hombre recibió el impacto, abrió grande los ojos y cayó. Lo levantamos entre varios, lo sentamos y la prueba terminó. El sueño de ser Demófilo López, Candiotti o Abertondo falló. 156 «


A mí nunca me importó que El Ñandú Rosarino no lo haya logrado. Para mí César Moreyra fue un héroe que se animó a intentarlo y que nos ilusionó a todos. Por algo nunca lo olvidé.

» 157


V Los Pelados del Oeste Se sorprendieron todos. Los pibes del Zona Oeste se pelaron para apoyar a un compañero que se repone de una dolencia traicionera. Fue noticia nacional. A mí no me extraña. Soy ex alumno de la escuela y recibí la misma semilla. La Zona Oeste nació por la solidaridad, creció solidaria y sigue igual. Ingresamos en el 59 al viejo edificio, prestado, de la calle Pascual Rosas entre Córdoba y Rioja. Allí funcionaba durante todo el día la escuela primaria Cristóbal Colón, y a las 17,30 comenzaban las clases de la secundaria. Turno vespertino y nocturno. Instituto Secundario Zona Oeste. Una decisión política solidaria, brillante, integradora. ¿Quiénes eran los alumnos? Los pobres de los barrios Azcuénaga, La República, Belgrano. Los que jamás ingresaríamos a la Superior de Comercio, al Politécnico, al Nacional... jamás. Porque no alcanzaba para el colectivo, para los uniformes, para los libros. Apenas para comer y curarnos y una gaseosa después del basquetbol en el club. Pobres, éramos pibes pobres, pero llenos de amor. Y alguien se acordó de nosotros. Las escuelas que todavía llevan los nombres de la ubicación geográfica en la ciudad, fueron creadas para salvarnos. Aquellos profesores sacrificados que agregaban horas de cátedra sin cobrar. Aquel viejo director, cuyo rostro jamás olvidaré, que con su sola mirada mostraba el tamaño de su corazón. Apellidos de próceres que quedaron grabados a fuego para siempre en las pequeñas almitas de niños con suerte. Valentini, Tóplikar, Tarrío, Volante, Ordóñez, Quiroz... y cien más, que aceptaron educarnos, y formarnos, con la única retribución de vernos crecer en el saber y la alegría. El tiempo pasó y, desde el viejo edificio prestado, todos pasaron a este, imponente, de Sucre y Santa Fe. Corren otros tiempos. Visité la Escuela actual y me sentí raro. No podía entender cómo desde aquel sueño modesto, se había podido llegar a este presente mágico. El mismo barrio. Los mismos chicos. Los mismos docentes. Otros nombres pero la misma comunidad. Gente solidaria que derrocha amor, que se acompaña, que pelea junta y que nunca va a cambiar. Se pelaron para ayudar al amigo. Van a hacer siempre más que todos. Porque la Zona Oeste nació para eso. Para que se aprenda que nadie puede solo y que el camino se recorre codo a codo, siempre.


ยกEl piano no se toca!



-La Yumba” nunca sonó mejor que en Libertad -dijo Angelito, el sastre. Parecía exagerado, pero creo que tenía razón. Osvaldo Pugliese tocó una noche en el viejo club del oeste rosarino y los que estuvieron no lo olvidaron jamás. El Maestro acarició el viejo piano que presidía el escenario y aquel sonido profundo, imponente, lució como nunca. Era un Sterling, norteamericano, y nadie supo nunca como llegó al barrio Azcuénaga. Se salvó de un embargo porque lo escondieron en una casa de familia y, cubierto con una gruesa lona, sobre el viejo escenario de material, aguantó muchos años inclemencias de todo tipo. Frío, calor, lluvia y algunos maltratos no pudieron con él. Fue testigo y participante de tiempos gloriosos de un país que ya no existe. Sábados de típica y jazz vieron pasar a los mejores músicos y todos se fueron elogiando el sonido inigualable del instrumento que en cada baile parecía revivir. ¿Quién lo trajo? ¿De dónde vino? ¿Quién lo compró?, son preguntas que no tienen respuestas. Ya no hay quién las conteste. » 161


-¡El piano no se toca! -gritaba Benito Martínez, el eterno secretario general de la Comisión Directiva, cuando algún aficionado intentaba hacerlo sonar- El sábado viene Julio Sosa... ¿querés que se rompa? -decía con su voz atronadora. Y lo cerraba con llave. Los bailes de los sábados eran encuentros multitudinarios. Mesas y sillas de chapa, pista de mosaicos con talco y mucha gente. Familias conocidas se saludaban y lucían sus mejores ropas mientras los muchachos se juntaban en una esquina de la pista, preparados para el cabeceo, la vieja forma de invitar a bailar. Cuando llegó el Rock and Roll a la Argentina, la comisión directiva se escandalizó y tomó una medida a contramano del nombre del club. Prohibieron ese baile y cualquier otro parecido. ¡Suelto no!, ordenaron. Para controlar el cumplimiento estricto de la disposición pusieron algunos hombres que cuidaban celosamente a las parejas, evitando el desborde. Uno de los designados fue Pitinga Lutman, el hombre fuerte de la zona, conocido y temido por su fortaleza y decisión. Nadie se animaba a contradecir lo ordenado. Era el carnaval del ‘63 y estábamos tocando con uno de los primeros grupos de Rock del país, con novedosas guitarras eléctricas, poderosos equipos de amplificación y yo, con el legendario Sterling. Adelante, cantando y bailando, un ídolo del momento: Dany Alfaro. Bastó que Pitinga lo viera desde abajo, moviéndose solo, micrófono en mano, para que de unos cuantos saltos subiera al palco y, tomando de la solapa del 162 «


saco al cantor, se lo llevara en vilo hacía la escalera de salida mientras gritaba: ¡Su.. su.. suelto noooo se puede!, con su tartamudeo característico, nervioso. Tardamos un rato para convencerlo de que lo dejara volver. Finalmente todo se calmó. De a poco el artista se recuperó del susto y siguió cantando, un poco menos movedizo. Los cambios de orquesta eran aprovechados para volver a armar los grupos en las mesas. Anécdotas, chistes, relatos, todo en un clima de alegría, animado y de fiesta. En ese ámbito, un divertido personaje querido por todos, el Toto Balero, desplegaba sus dotes de narrador. Sus relatos siempre sonaron dudosos y tenían un sospechoso tono de fábula. Como la noche que contó lo del camino de cornisa, en Salta. -En subida por ese camino peligroso,¡se me cortan los frenos de la camioneta! Adelante iba un camión, atrás una fila interminable de autos, a la derecha, el precipicio. Ya a esa altura había logrado lo que quería. Todos lo escuchaban atentamente. Gesticulando y con el dramatismo propio de su personalidad dijo: -Intenté la última maniobra que tenía, pasar al camión. Me mandé y vi que de frente venía una caravana de autos, bajando... Nadie hablaba, esperando el final. El hombre se sintió acorralado. No tenía salida y, por un momento, se quedó callado. Incómoda se escuchó la voz de Susana, su mujer: -¿Y qué hiciste, Toto? -Qué hice yo no, ¡que hubieran hecho ustedes! -dijo, casi gritando. » 163


En ese momento Casaloma Jazz, iniciando su actuación, empezó a tocar un foxtrot . El Toto tomó a su esposa de la mano y se fue a bailar. Una noche Libertad recibió al negro Miguel Montero como lo que era: un ídolo. Y cuando cantó “Antiguo reloj de cobre”, su éxito más reconocido, fue ovacionado. El más entusiasmado fue uno de sus más fanáticos admiradores, que solía imitarlo en cada reunión de amigos y tenía a ese tango como caballito de batalla. Se llamaba Hugo Masón y le decían Caña. Una noche, en un asado, después de varios pedidos y negativas impostadas, con voz sentida atacó: Antiguo reloj de cobre, que vas marcando en el tiempo/ los pasajes de mi vida, que me llenan de emoción/ fuiste orgullo de mi viejo, que lucía en su cadenaaaa... Venía bien, afinado, convencido, contando la historia y llegó la parte dramática, en la que el hijo empeña el reloj del padre en el banco prestamista. La angustia lo superó y cayó, tomándose el pecho. Lo llevaron al Centenario rápidamente y todos sintieron alivio cuando escucharon el informe. Fue un infarto, pero va a estar bien. Es un muchacho fuerte, dijo el médico. Lo superó la emoción, murmuró Don Paco y empezaron a discutir para elegir quién se quedaba a cuidarlo. De a poco todo fue cambiando. Terminaron los bailes populares. No se jugó más al carnaval. Las reuniones se hicieron espaciadas y los vecinos empezaron a quedarse en sus casas, alrededor del televisor. Alguien sugirió demoler el escenario. Lo aprobaron en reunión de dirigentes 164 «


y llevaron el viejo piano Sterling a un lugar de trastos viejos. Allí murió de olvido y humedad, junto a tantas cosas queridas. ¡El piano no se toca! -decía Benito, inocente. Pero esta vez fue en serio.

» 165



Zapatos agujereados



Resolvíamos casi todo, menos el problema de los zapatos. Y nos fuimos arreglando con el ingenio y la picardía conque la pobreza prepara a quiénes la padecen. En aquel tiempo el Barrio Azcuénaga era un conglomerado humano laburante, solidario, emprendedor y feliz. Tan feliz como puede ser la gente simple, llena de afectos, de tangos, de amigos, de humor y de amor. Barrio de casas bajas, que se ampliaban después del casamiento de los más jóvenes, y en la que casi todo lo que pasaba, quedaba entre cuatro cuadras. Cine Mendoza, Club Libertad, Iglesia Pompeya y Escuela 120. Eso era todo. Nada menos. Soñar en el cine, jugar en el club, rezar y aprender. Desde Mendoza y Paraná hasta la panadería de Ignacio, frente a la escuela era la vida. Jamás el centro. Apenas a la cancha y, alguna vez, al Estadio Norte. El problema eran los zapatos. Y no los de la infancia. El guardapolvo blanco, almidonado, se completaba con los inigualables “7 Vidas”, negros, con suela de goma. Inven» 169


cibles. Aguantaban lluvias, fútbol, barro, todo. Y duraban años. Nosotros éramos los pibes privilegiados de entonces. Los zapatos pasaron a ser un conflicto en nuestra juventud. Casi todos teníamos un solo par. Y algunos, ninguno. Todos le decían Lulo. Su nombre, Hugo Vidal, era poco conocido. Era el Lulo, nada más. Parado en la calle San Juan y Carriego, de traje, chaleco, impecable camisa blanca, corbata y ¡en ojotas!. Mirando para todos lados, lo encontró el Chiche Lutman. -Lulo, ¿qué hacés en ojotas? -le dijo sorprendido. -Voy a un casamiento y lo estoy esperando a mi primo porque me va a prestar los tarros. Y José Cordi. Jugábamos al básquetbol. Libertad nos preparaba la comida después de los partidos. Llegamos a la mesa y Josecito tenía puestas las zapatillas con las que había jugado, en la cancha de Constitución. -Encontré un solo zapato en el vestuario -dijo. Y, a partir de ese día, fue a la escuela industrial con un pie vendado y una alpargata, una semana. Se hizo el rengo hasta que alguien se apiadó y trajo el mocasín perdido. Y se curó. El Gaucho, o el Vasco, como le gusta que lo llamen, José María Basterrechea Jaurretche, era viajante de zapatos pero tenía un solo par de él. Viajaba para la casa Scime, junto al primo. Llegaron a Concordia vendiendo, y en un descanso, decidieron caminar descalzos por la costa del río. Cuando volvieron a buscar sus cosas no encontraron nada. Él anduvo diez días viajando con lo que pudo armar sin desarmar. Un zapato negro y el otro marrón. 170 «


Al Pato Llana, Miguel Ángel para las novias, el padre le solucionaba siempre el problema recurrente. Se le quebraba la capellada y le quedaban los zapatos abiertos arriba. Tenía entonces, como todos, un solo par, marrones. El Cholo le teñía un cartón del color aproximado y se lo fijaba por dentro. Listo, a triunfar. De vez en cuando encontraba monedas cuando se calzaba. La hermanita, Adela, los usaba de alcancía. Yo mismo, cuando fui contratado en el recordado bar “La Fragata” de Mitre y Córdoba para tocar el piano, llegué con las suelas agujereadas y cartones por dentro. Era el primer día y llovía. Fui en el viejo 209 y desde Mendoza caminé por Mitre saltando charcos. Con las medias húmedas y el pelo mojado, entré, me senté a tocar y estuve cinco años allí, cuatro horas por día. Pero esa es otra historia. Donde estaba el cine hay una cantina. En lugar de la escuela hay una plaza. A Dios le rezamos en silencio, en cualquier lugar. Pero nos seguimos viendo, siempre. Nunca me voy a explicar por qué ahora, que cada uno de nosotros tiene zapatos de todos colores, algunos sin estrenar, de modelos diferentes, con y sin cordones y de cueros de primera, no reímos como antes. Será que estamos viejos. O quizá que los zapatos no son tan importantes.

» 171



Un hombre valiente



Nunca vi a un guapo como Yogascán. Lo que este hombre aguantó fue la expresión máxima del valor de un individuo, convencido de su misión en la vida. Ser artista a cualquier costo. Y lo vi de cerca. Compartimos el escenario de los corsos del Parque Alem en la década del 80. Eran carnavales con una gran concurrencia. Ninguna noche hubo menos de 30.000 personas. Actuaron, entre otros, Raphael, Franco Simone, Rafaela Carrá, el grupo norteamericano The Foundations, Arturo Puig, en esos años dedicado al canto melódico, la orquesta de Héctor Varela, comparsas, murgas... y Yogascán. El productor y animador fue Ercilio Pedro Gianserra. Él me había contratado para tocar mientras se producían los intervalos entre las actuaciones de los diferentes artistas. Y lo vi de cerca. -Yo no sé cómo no ocurrió una desgracia -me dijo muchos años después uno de los custodios de los artistas, ya jubilado- Eran cosas peligrosas. Se pinchaba la cara con » 175


alfileres de gancho, masticaba vidrio y la verdad, para mí todo le causaba dolor. El escenario, tal vez el más grande que se haya armado para este tipo de espectáculos, estaba sobre lo que en ese entonces era la casa de la familia que cuidaba y mantenía las piletas de natación. Las famosas Piletas Alem. La casa se convirtió en camarines y desde allí salían a actuar. La primera noche, cuando llegó el turno, Gianserra me dijo: -Quedate y hacele música de misterio al número que viene. Lo miré subir. Pantalón y camisa negra, zapatos de charol y una capa, negra, casi hasta el piso. Era Yogascán . Gianserra lo presentó con entusiasmo contagioso, mientras el hombre me dejaba un tarrito en el piso, debajo del instrumento. Se mandó para adelante con una antorcha flaca, la puso adelante y escupió fuego. Recibió un aplauso tibio y expectante. Desde el escenario veíamos venir a una de las comparsas que circulaban por las calles y, a su frente, un muchacho tiraba más fuego que nuestro héroe. Él lo vio. Buscó el tarrito, que tenía kerosén, se puso una buena cantidad en la boca y encaró otra vez. Ahora sí, una larga llamarada produjo el ansiado reconocimiento. Fue en ese momento que, con una mano en los labios, gritó: -¡Ercilio, seguí vos! -¿Cómo? -vocifero el animador. -Dale que van 2 minutos. -¡Seguí vos que me quemé! La segunda noche no fue mejor. Mientras Gianserra sorteaba camisas, se puso a mi lado el casero con cara de enojado. Protestaba por la invasión que tenía en su casa. Tenía en la mano derecha una maza de dimensiones con176 «


siderables y me dijo: -Para colmo, le tengo que romper la piedra a éste, ¡que no se si no es el que peor se porta! Nunca sabremos si fue falta de coordinación o lo hizo adrede. El caso es que a Yogascán, acostado, le apoyaron una pequeña roca de granito en la panza y la prueba consistía en que de un mazazo la piedra se rompiera. Para eso hay un truco. Se apoya el granito en la pelvis y el esternón, se respira hondo y, cuando se produce el vacío en el abdomen, hay que golpear. El caso es que el hombre no golpeaba en ese momento. Cuando Yogascán soltaba el aire, procedía, por lo que el mazazo caía exactamente al revés. Salió de escena con ayuda y esa noche no volvió. Hubo una jornada gloriosa. Se anunció insistentemente una prueba de fuerza nunca vista en Rosario. Iba a mover un auto mordiendo una cuerda y sin ninguna otra ayuda, desplazaría al vehículo unos cuantos metros. Llegó el momento y cuando trajeron el auto hubo una cierta desilusión: era un Fiat 600. Pero el intento nació fallido. Yogascán tiró todo lo que pudo. Pidió que desinflaran las gomas, pero fue inútil. Como decía su ídolo Tu Sam, “puede fallar”... Y falló. Sin embargo el exigente público rosarino, aplaudió el esfuerzo. No merecía otra cosa un artista valeroso Y repito: nunca vi un guapo igual. Cuando todos pensamos en una rendición, por otra parte aconsejable, el hombre redobló la apuesta. A la noche siguiente volvió a subir al escenario. Esta vez escribiría el nombre de una dama en su pecho, con » 177


una hojita de afeitar y según aseguró, no sangraría. Dominar el cuerpo con la mente fue una aspiración del hombre desde siempre pero para Yogascán era una obsesión. Subió la chica convocada, dijo su nombre, Gladys, y empezó la prueba. En el primer giro de la G ya el pecho de nuestro héroe comenzó a tomar el color púrpura que anunciaba un final precipitado. Gianserra subió apurado, pidió el aplauso y cortó lo que sería, de continuar, un gran sacrificio. Porque el artista, no se detendría de otra manera. El carnaval terminó. Quedan recuerdos lejanos de un tiempo que se fue, cuando la familia argentina se reunía en multitudes y todos reían. Tal vez alguien tenga en la memoria a ese hombre elegante, de capa negra, dispuesto a todo por un aplauso. Un héroe de barrio, con sonrisa de niño, al que no le salían las pruebas y lo volvía a intentar. Porque sentía que esa era su misión. Al desarmarse el escenario gigante no advertimos que, tal vez, pasaría un largo tiempo hasta ver una fiesta igual Un par de años después, en un corso devaluado y nostálgico, armado en Provincias Unidas y Mendoza por algún organismo provincial, lo volví a ver a Yogascán. Estaba con uniforme blanco, gorrita y una bandeja colgando de su cuello. Vendía helados. Ya les dije que era un guapo.

178 «


Todos los textos de este libro fueron publicados en la secciรณn opiniรณn del diario La Capital de Rosario.




Ă?ndice


Prólogo

7

¿Habrá sido el Cholo? .................................................................................. 11 Serenatas rosarinas .................................................................................... 17 Detrás de la escena ..................................................................................... 23 El estafador, el inocente y el vengador ................................................ 31 Miedo a todo ................................................................................................... 39 El Loco Pica, andanzas de un hombre solitario ................................ 47 La alegría, a pesar de todo ......................................................................... 55 La cotorra, el indio y la pipistrela ........................................................... 61 Los simuladores del oeste rosarino ....................................................... 69 Hoy dan tres de cowboys ........................................................................... 77 Nada es lo que parece ................................................................................. 85 El puma y la garza mora ............................................................................. 93 Las ventajas de vivir enamorado ............................................................ 101 El violín de una sola cuerda ...................................................................... 109 Yo sé lo que le digo ....................................................................................... 117 Un Quijote en LT8 .......................................................................................... 125 Adiós a un amigo ........................................................................................... 131 Hay que saber caer ....................................................................................... 137 El dueño del alba ........................................................................................... 145 El ñandú rosarino .......................................................................................... 151 ¡El piano no se toca! ...................................................................................... 159 Zapatos agujereados ................................................................................... 167 Un hombre valiente ...................................................................................... 173


Impreso en

Tinta Roja Impresos S.R.L. Santa Fe 2470 • 2000 Rosario • Santa Fe • Argentina Telefax: +54 341 4261760 tintaroja@tintarojaimpresos.com.ar Diseño Editorial: DG Juan Pedro Carbonara jupecarbo@gmail.com




Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.