De hace 30 años

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PEDRO MONTANER ( I n g e n i e r o ' de C a m i n o s )

DE H A C E TREINTA AÑOS CRÓNICAS FILIPINO-INGENIERILES DE UN EX-PRISIONERO

★ Diana, Artes G ráficas Larra, 6, Madrid

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PEDRO MONTANER (Ingeniero

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DE H A C E TREINTA AÑOS CRÓNICAS FILIPINO-INGENIERILES DE UN EX-PRISIONERO

★ D iana, Artes Gráficas Larra, 6, Madri d

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A L C U E R P O D E I N G E N I E R O S D E C A M ll N O S , Com o testimonio de gratitud inextinguible. EL

AUTOR.


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A MODO DE PROLOGO "Entre los pecados mayores que los hombres co­ meten, aimque algunos dicen que es la soberbia, yo digo que es el desagradecimiento, ateniéndome a lo que suele decirse, que de los desagradecidos está lleno el infierno. Este pecado, en cuanto me ha sido posible, he procurado yo huir desde el instante que tuve uso de razón; y si no puedo pagar las buenas obras que me hacen, con otras obras, pongo en su lugar deseos de hacerlas, y cuando éstos no bastan, las publico, porque quien dice y publica las buenas obras que recibe, también las recompensara con otras si pudiera.” (El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Man cha. Parte II. Capitulo LVIII.) N a d a mejor que el precedente párrafo del más grande ingenio de la tierra hispana, para motivar las deshilvanadas páginas de mis crónicas filipinas. Relátanse en ellas los antecedentes y mis desventuras en el archipiélago m agallánico, en el que comenzando como In­ geniero al servicio del Estado, terminé como prisionero de los revolucionarios filipinos. E l C uerpo de Ingenieros de Cam inos, en un movimien­ to espontáneo de generoso impulso, acudió a mi liberación, y

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si no la determinó, porque sobrevino antes por otras vías, no por eso fué menos m eritoria y adm irada esa muestra insólita de compañerismo, y el dinero de la suscripción que el C uerpo nutrió, si no hubo lugar a que se aplicara para sacarme de la prisión, se aplicó a sacar de la indigencia a los dos ex prisioneros, en los primeros momentos de su liberación. Y yo , que no puedo p agar con obras la m agna obra que por mí realizó el C uerpo de Ingenieros de Cam inos, sigo el consejo cervantino y publico la inolvidable hazaña de mis com pañeros de C uerpo, para m ostrar a éstos que también la recom pensaría con obras si pudiera. A lgu ien pensará, que en estos testimonios de gratitud no puedo ufanarm e de celeridad, pero mi quebrantada salud de los primeros y postreros tiempos y apremios del servicio ofi­ cial en los intermedios, pueden justificar mi dem anda de perdón por la dem ora, que desde luego reconoce y confiesa P ed ro M ontaner.

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POST-SCRIPTUM Term inado con las precedentes lineas, que las prologaban, el borrador de mis crónicas, me pareció que, siendo ellas una muestra de gratitud, por una obra en la que el Cuerpo utilizó como instrumento a la Revista de O bras Públicas, era obli­ gado ofrecer a ésta la publicidad de mi engendro. A s i lo hice, no sin sospechar que estas superficiales y deslabazadas crónicas encajaban mal en las páginas, todo atildamiento y hondura, de nuestra entonada revista profesio­ nal; su Director, siempre benévolo y cortés, me dijo, no obs­ tante, que examinaría mi borrador y oída la Junta de redac­ ción, me transmitiría en plazo breve lo que se determinaba. E sto ocurrió el día que cayó la D ictadura, y claro es que aunque nada he sabido desde entonces, presumo lo que se de­ terminó, y adem ás deduzco que el D irector ha preferido de­ jarme entrever la repulsa por el silencio a mostrármela con­ cretamente. E s un nuevo título a mi reconocimiento; pero, como por una parte mis crónicas son una ofrenda de gratitud a mis compañeros, y por otra, entre tirar y o al cesto estos papeles o que los tiren mis colegas, no va más diferencia que la de que sea uno u otro el ejecutor de la justicia, prefiero que sean ellos. ¡Son tantos los papeles que diariamente van al cesto, que el enviar uno más no es empresa extraordinaria! M adrid 3 - V I 1930.

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1. ASPIRACIONES ULTRAMARINAS DE UN INGENIERO ASPIRANTE In ilio tempore, el porvenir del Ingeniero de Cam inos recién salido de la Escuela no era el de hoy; el Ingeniero novel, antes de ponerse en directa relación con el presupuesto de Fom ento, había de m arcar el paso su media docenita de años, bien cumplida, y al término de su larga espera, ingresa­ ba en el servicio activo, con sus dos mil pesetazas anuales, que por dozavas partes y mensualidades vencidas percibía todos los meses, sin faltar uno; su servicio era el de A yu d an te de O bras Públicas, eufónicamente disimulado con el nombre alto, sonoro y significativo de Ingeniero Aspirante, nombre al que algún descontentadizo tal vez le niegue las cualidades de alto y sonoro, pero, ¡vive Dios!, que no podrá negarle la de significativo, porque significaba que el que llegaba a tan codiciado puesto, aspiraba a comer algo menos de lo que se usa. N o me sedujeron desde luego tan m enguadas aspiraciones y desde el primer momento aspiré a ser aspirante ultramarino, y como mis aspiraciones se limitaban a comer, sin la limitada parsimonia que me brindaba el sueldo peninsular y las colo­ nias por sí mismas, no despertaban en mi determinadas pre­ ferencias, me dediqué a pedir sistemáticamente cuantas plazas

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anunciaba como vacantes el M inisterio de U ltram ar, y a fue­ ran de C u b a o Puerto Rico, como de Filipinas; no logré desde luego mi intento, porque mis sistemáticos ejercicios caligráficos en papel sellado duraron cerca de dos años, desde el 1893 al 1895 , pero al fin, al com enzar el otoño de este último, vi colm ados mis afanes con una credencial en la que el Gobierno de S. M . disponía que com enzara oficialmente mi vida profesional en Filipinas, como Ingeniero A spirante y con el sueldo anual de dos mil pesos.

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II. CON RUMBO HACIA ALLA E n mi cartera la codiciada credencial, dispuse mi viaje con la colaboración amable del compañero R ojo y So jo, cuya re­ ciente pérdida lloramos sus amigos y deplora la Ingeniería, de la que era uno de sus más competentes adalides. Y o , que de las cosas de la mar poseía el mínimum de conocimientos precisos para aprobar Puertos y señales marí­ timas, con uno o dos puntos, más bien uno que dos, cuando entré en directas relaciones con la mar salada quedé mucho peor que con López Bayo, y ¡cuidado que con aquel maestro quedé mal!; pues bien, quedé mucho peor, porque a la vista del puerto de Barcelona no tenía y a plata menuda que cam­ biar, y lo peor fué que, y a sin existencias, no desaparecieron las exigencias del cambio, hasta dar vista a P ort Said; la contemplación de la imponente figura del gran Lesseps, cu ya estatua preside la entrada de ese puerto, calmó mis afanosos impulsos de cambio, y después del Canal, en el paso del mar Rojo, compitió mi tranquilidad con la de las huestes israelitas al cruzarlo, bajo la vigilante mirada de M oisés. Y a propósito del gran legislador hebreo, algunos com­ pañeros de viaje, que por anteriores travesías conocían aque­ llos parajes, intentaron inútilmente señalarme el Sinai, de bíblica celebridad, porque y o jamás llegué a distinguir con

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precisión el lugar del famoso monte, oscuramente confundido entre la masa uniforme de montañas grises, que en serie inter­ minable, flanquean las costas de la Arabia pétrea; en cambio me di perfecta cuenta de la necesidad del maná, porque sin él, difícil les hubiera sido la subsistencia en tan desolados parajes a los hebreos, aunque hubieran limitado sus exigen­ cias alimenticias a las de un Ingeniero Aspirante español de los últimos años del pasado siglo. El infantil entretenimiento de ver cómo los negritos del puerto de A d e n recogían con su boca las monedas de plata arrojadas al agua por los pasajeros del transatlántico y so­ licitados por aquéllos, a los gritos de ¡a la meri; el obligado paseo en Colombo, al bosque de la canela, la visita a las pagodas, que me parecieron obscuras tiendas de antiquités, y los sudores con que fué acompañada nuestra visita al her­ moso puerto de Singapoore, tan vecino a la línea ecuatorial, sirvieron para amenizar la monotonía de nuestra vida a bordo, que entre dos escalas, era inextirpable; sólo podía atenuarse con el estudio de algún que otro tipo singular de pasajero, que nunca falta en esas travesías: en la mía de España a Filipinas, nunca olvidaré la melancólica fisonomía de un an­ ciano magistrado, trasladado por cuestiones políticas, de la Audiencia de La Habana a la de Manila; gustaba de la so­ ledad, para rumiar sus amarguras, y no siempre lograba sus deseos, porque entre aquel pasaje abundaba inmoderadamen­ te la población infantil, que, con sus naturales expansiones, traía de cabeza a toda la gente seria, y como de ésta no había nada más serio que la seria faz del magistrado, ésta se ensombrecía más a la vista de las diabluras de los párvulos, que cuando llegaban a un limite intolerable, no lograban del serio magistrado otra señal de protesta que la de elevar la vista al cielo y exclamar en tono de triste resignación: ¡Com­ prendo a Herodes! D e Singapoore a M anila, las turbulencias del inquieto mar de China volvieron a reflejarse en mi diafragma, y el resulta­ do fué que mi última semana de navegación la pasé por lo

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menos tan molesta como la primera y que las molestias del mareo no me permitieron admirar la perspectiva espléndida que, traspuesta la Boca Chica, se divisa, una ve z dentro de la extensa bahía manileña; mi preocupación única era pensar en el momento anhelado, en el que la toma de tierra pusiera fin a mis fatigas: ¡decididamente, mis disposiciones para la vida del mar debían ser deficientísimas, cuando después de veintiocho dias de navegación estaba tan poco entrenado co­ co cuando embarqué!

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III. MI LLEGADA L legó por fin el ansiado término de mis fatigas; tomé tierra, y al pisar el muelle de M anila mi primer encuentro fué con un curial zaragozano, que pocos años antes había intervenido en un desagradable pleito familiar; si hubiera sido supersticioso, desde luego que diputo por de mal agüero tan inesperado encuentro y adivino de golpe toda la complicada cadena de peripecias de mi vida filipina, que en aquel momen­ to comenzaba. D escargam os nuestros molidos huesos en un quilez (el coche de punto... filipino) y nos lanzamos por las desconoci­ das vías manileñas a la conquista del hospedaje; difícil con­ quista, porque en aquella época, los poco numerosos hoteles de M apila se colmaban súbitamente a la media hora de llegar un transatlántico; y a muy avanzada la tarde, conseguimos razonable acomodo en el hotel Palma de M allorca, instalado en Intramuros, esquina de las calles Real y Solana. E l complaciente fondista puso a nuestra disposición una sala de amplias dimensiones, tan amplias, que pudimos ins­ talarnos en ella todas las personas de mi familia, que conmigo venían; nos mostró en ella el amable hotelero unos extraños muebles, que él llamaba pomposamente camas, sin que de momento llegara y o a alcanzar el motivo de tal denominación,

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porque yo , occidental incauto, recién desem barcado en la Perla de Oriente, creía poseer ideas claras y concretas sobre el con­ cepto que simboliza la palabra cam a, que no concordaban en nada con las que se adquirían al contem plar el original mue­ ble, que como cama m ostraba el hotelero; im aginaos un bas­ tidor de m adera de 3 por 1,50 metros que servía de marco a una tensa tela de rejilla, todo sostenido por cuatro pies que después de dejar el bastidor, como a medio metro sobre el suelo, se prolongaban a modo de pies derechos para soste­ ner, a metro y medio sobre el bastidor, una especie de palio cuadrangular, de cuyos cuatro lados colgaban amplias telas de tul, hasta poco más abajo del bastidor, y ¡nada más!; aquello era la cama; ¡ah!, se me olvidaba; sobre la rejilla había una esterilla, una sábana y dos alm ohadas, una de for­ ma usual y otra cilindrica; a la esterilla la llam aban petate y al cilindro abrazador. Inútiles fueron los esfuerzos de mi familia para conven­ cerme que debía aceptar ese mueble exótico para el uso con­ siguiente a la denominación, que el hotelero le daba; conse­ cuente con mis convicciones, adopté una actitud digna, y mien­ tras los de mi familia utilizaban, cada cual, el mueble que como cama el fondista les designó, y o desprecié la mía olím­ picamente y me decidí a pasar la noche muellemente arrelle­ nado en un butacón, que con sus blanduras recordaba, aun­ que remotamente, algo m ejor que aquel extraño mueble, lo que y o creía que debiera ser una cama, que mereciera el nombre de tal. ¡O h, y con qué sincera conm iseración contemplé a mi fa­ milia cuando se dispuso a ocupar aquellos, que y o conside­ raba como incómodos muebles, ideales para ahuyentar el sueño! N o tardé, sin em bargo, en sentir socavadas mis firmes convicciones; a la media hora escasa de acomodarme en la butaca, comencé a notar una extraña picazón, cuyo origen no me fué difícil adivinar, al oír sutiles sonidos, como de trompetillas circundantes; encendí la luz y advertí en mi piel rojizas manchas circulares, como de un centímetro de diáme­ —

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tro, y muchedumbre de voraces mosquitos que las originaban; requerí la sábana, me envolví en ella y volví a mi butaca; ¡precaución inútil! Las afiladas trompas de los cínifes atrave­ saban el lienzo, que resultó defensa ineficaz; aquella noche la pasé de claro en claro, y cuando el primer resplandor de la rosada aurora permitió zambullirme en el agua del baño, lo hice con deleite, para lograr alivio a las torturas produci­ das por la nube de insectos alados, que tan cruelmente me mostraron la utilidad de aquellos muebles, que y o creía mo­ lestos e inadecuados para el destino que se les daba. C asi es inútil añadir que a la noche siguiente el nuevo tipo de cama, que había llegado a mi conocimiento, lo acepté sin vacilar y desde luego lo declaré como uno de los más geniales inventos que para el reposo nocturno había ideado la mente del hombre en aquellas latitudes.

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IV. MI POSESION Am aneció el día espléndido, después de aquella para mi inolvidable noche primera, y debidamente enterado por el fondista de que la Inspección General de O b ras Públicas tenía instaladas sus oficinas no muy lejos de la fonda, en la calle Real, cerca y a de la puerta de Parían, allá dirigí mis pasos, siendo desde luego recibido por el que después del Gobernador General era el Jefe principal de las O bras P ú ­ blicas del Archipiélago, el Inspector General don C asto OJano, hombre y a entrado en años, que llevaba muchos de país, en el que su vida ingenieril había sido muy activa; obra su ya era el P uente de España, sobre el río P asig, obligado paso de toda la población para comunicar Intramuros con los demás barrios de M anila: por cierto que ese casi histórico puente ha sido recientemente demolido por los yanquis y substituido por el puente Jones, de amplitud adecuada al extraordinario aumento de tráfico advertido pocos años des­ pués de com enzar la dominación americana. Recibióme aquel anciano venerable, más que como jefe, como un padre cariñoso, y me puso desde luego en comu­ nicación con un señor Romero, funcionario simpático y servi­ cial, que me dió toda suerte de facilidades, de modo que aquella misma mañana no solo quedaban ultimados todos los

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trám ites oficiales de mi posesión, sino que me liquidaron y pagaron los haberes de navegación. C o n la prim era paga de mi destino ultram arino recibi varias enseñanzas; desde lu ego la de que el sueldo se percibía allí en metálico; después, que ese m etálico no era en moneda de cuño nacional, sino d el de la lejan a República m ejicana, y finalmente, que como consecuencia de cuanto antecede, era preciso resolver todos los meses el problema del transporte de la p a ga a domicilio, a causa, de que el peso de la misraa venía a ser como de media arroba, kilo más, kilo menos. E n lo sucesivo, el problem a del transporte de la paga m ensual a domicilio lo resolví haciéndom e acom pañar a la oficina, el día primero de cada mes, de un bata, nombre con el que se designa a los m uchachos dedicados al servicio doméstico.

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V. EN EL SERVICIO DE FAROS. UN CONTRATISTA F u i destinado al Servicio de faros; éste en nuestra colo­ nia se hallaba centralizado en M anila, a cargo de una “ C o ­ misión de faros” , formada por el Jefe de la misma y cinco ingenieros subalternos, además del correspondiente personal auxiliar facultativo y administrativo: a cargo de dicha C o ­ misión corría todo cuanto al alumbrado marítimo del A rch i­ piélago se refería, construcción de edificios, torres, caminos de servicio, etc., adquisición de aparatos y lentes, su montaje y conservación y reparación de los faros, una ve z en servicio. L as obras se ejecutaban ordinariamente por Adm inistra­ ción: sin embargo, por la época de mi destino a dicho servicio, sé subastó la obra del camino de servicio al faro de Corregidor y fui encargado de dicha obra por contrata, como Ingeniero A spirante. E ra el contratista un don M anuel M artínez, g a­ llego a medio pulir, que en clase de contratistas no era de los peores: si lo hubiera conocido un antiguo A yu dante, que años después tuve en la Península, el cual clasificaba a los contratistas en malos y peores, de seguro incluye al bueno de M artínez en la primera categoría. E ra ese contratista de limitadas pero firmes convicciones, en su profesión; respecto a movimiento de tierras, decía que

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había recibido de unos com pañeros vascos una receta infali­ ble, com pendiada en el dístico siguiente •-

Quitar de los altos y echar en los bajos. Hacer carretera, no es trabajo. M e esforcé en hacerle ver que tal vez no le fuera posible aplicar su receta simplista con un criterio generalizador, y que era fácil que mirando algo por sus intereses le fuera conve­ niente condicionar su fórmula práctica a la vista de ciertos documentos de contrata, que se llam aban plano, longitudinal, etcétera; no era torpe el gran M artín ez y tomando a buen partido mis indicaciones, com enzó a trabajar, y al menos, en cuanto hizo mientras estuve encargado de aquella obra, no fueron de lam entar los tropiezos, que presumí, cuando me expuso su fórmula poética y concisa, para construir las obras de tierra. D e jé el servicio de esa obra antes de que M artín ez termi­ nara los de su contrata, y no sé cómo acabó aquello, lo que sí supe más tarde fué que aquel pobre hombre rescindió pron­ to la contrata de su vida, en aquellas lejanas tierras, y que a los herederos nos les quedó un gran saldo de liquidación; ¡séale la tierra leve!

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VI. EL PADRE GALAN N o fué el contratista M artínez el tipo más pintoresco de los que conocí en la isla de Corregidor; lo era, sin duda alguna, mucho más, el padre G alán, agustino recoleto a cuyo cargo corría el servicio parroquial en aquella isla. E ntre los contados españoles que vivían en Corregidor, era el padre G alán uno de los de más destacada significación, y no tardé en trabar amistad con él. E ra el padre G alán uno de los frailes más campechanos y simpáticos que he conocido y de una efusividad casi explosiva en sus relaciones de amis­ tad: llevaba más de treinta años de país; frisaba en los se­ senta de edad, y , sin embargo, se conservaba con el vigor de un joven, y su tipo rubio mantenía la misma frescura de color que si acabara de arribar al Archipiélago. A l día siguiente de conocerlo me había puesto y a en antecedentes de lo más saliente de sus andanzas ultramari­ nas; supe, desde luego, que en sus relaciones con los superio­ res jerárquicos no siempre existía una total compenetración, tal vez porque de los sabios preceptos con que el Concilio tridentino reguló la vida monástica, no habían llegado los definidores de su orden y el referido padre a una interpreta­ ción armónica; por lo pronto, en cuanto concernía a la vida económica de la parroquia, el disentimiento era total: enten­

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día aquel bendito padre que una gran parte de sus gastos debían cargar sobre la procuraduría de la Orden, pero que ésta no debía percibir de los ingresos ni un solo peso; por mucho que esforzó su dialéctica el padre Galán, no logró nunca convencer al procurador de la Orden de que el criterio económico de aquél fuera el más conveniente a los intereses de la Comunidad, y el resultado eran frecuentes, y no totalmen­ te espontáneos, viajes del párroco de Corregidor al convento de M anila. N o eran estos los únicos motivos de divergencia entre aquel religioso y los padres graves de la Orden, y aunque con su carácter comunicativo, ninguno me ocultaba el padre Galán, en estas “crónicas filipinas” no puedo yo imitarle. A l regreso de cada uno de su obligados viajes a M anila, eran horas encantadoras las que dedicaba a relatarme sus peripecias y disensiones con la superioridad, y había que ver su indignación ante las exigencias del Padre procurador, cuando pretendía que antes de remitir fondos a España para el progenitor del padre Galán, debía cancelar este celoso hijo las deudas contraidas con sus padres espirituales de M anila. “¡Si creerán esos Reverendos, me decía iracundo el recole­ to, que por hacerles caso a ellos voy a dejar morir de hambre a aquel ancianico de la Rioja, que me dió el ser! ¡N o, y cien veces no; y si no les agrada, que se chinchen sus Paterni­ dades!” Era un hombre culto aquel ingenuo fraile, y como las aten­ ciones de su parroquia no le abrumaban, dedicó sus ocios a escribir un libro en el que describía la isla de Corregidor prolijamente, desde los más múltiples puntos de vista, geo­ gráfico, mineralógico, político, religioso, etnográfico, eí sic de coeíeris; llegó en su monografía, al millar de páginas de letra bien nutrida, y cuando terminó su voluminoso trabajo, no encontró nada más indicado que dedicárselo a un famoso general, que antaño fué suprema autoridad del Archipiélago, y desde aquellos tiempos mantenía con el cura de Corregidor, según éste, amistad casi fraternal.

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M e explanó su idea genial y yo , incauto de mi, le mostré mi más completa conform idad; obtenida ésta, me expuso lo que había pensado para llevarla a su más segura y eficaz rea­ lización, y su pensamiento no era otro que entregarm e su volum inosa obra para que la llevara a M an ila, y desde allí, la m andara y o a la Península, dirigida al E x-G ob ern ad o r G eneral famoso, al que la dedicó. E l encarguito no me entusiasmó, pero eran tales y tantas las atenciones con que me abrum aba aquel recoleto simpático y campechano, que no había medio hábil de eludir la comi­ sión, y ésta no era sencilla, porque escrita la obra de puño y letra del padre G alán, aquello no podía m andarse más que como carta, y el franqueo y certificado para la Península suponían un dineral; no fui diligente en el cumplimiento del encargo, en espera de endosárselo a alguna persona de mi cofianza que hiciera su viaje de retom o a la M etrópoli, y antes de lograr mi propósito, el cable me sorprende con la fulminante noticia de que aquel célebre militar había sido nombrado G obernador General de Filipinas y estaba y a em­ barcado, camino de su destino. C a y ó sobre mí la noticia como una bomba, y desde aquel momento fragüé mil planes para salir airoso del compromiso con el autor de la volumino­ sa m onografía sobre Corregidor, que cuidadosam ente ubicada entre los “ M ateriales” , de P ardo, y la “ M ecán ica” , de C o lignon, y a c ía en mi estante de libros, en espera de un viaje a la M ad re Patria, que y a no iba a poder realizar, después de conocido el inoportuno cablegram a. L legó el flamante G obernador G eneral a M an ila y más tardó en pisar tierra la primera autoridad del A rch ip iélago que en presentarse a ella el padre G alán , según me infor­ maron poco después; mi reglam entario viaje a las obras de C orregidor se aproxim aba, y el momento de resolver mi apu­ rada situación con el fraile, también; llegó el momento, y contra cuanto y o presumía, verm e el padre G alán y echarse en mis brazos fué un mismo acto; me colmó de elogios y de expresiones de gratitud y me dijo que el éxito de su obra,

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muy encom iada por su ilustre amigo, había sido rotundo, y que de aquella fecha tenía la mitra más segura que el h á­ bito que lo cubría: disimulé mi asombro como pude y lo feli­ cité, y en cuanto regresé a mi casa de M an ila fué mi primer acto visitar mi librería, y allí, en am able compañía de Pardo y C olignon, continuaba la obra monumental del afortunado padre; de la sinceridad de éste, no podía dudarse, de la del G eneral, su entusiasta adm irador, tam poco, y, sin embargo, allí continuaba en mi casa el libro que obtuvo tan clamoroso éxito; desde entonces creo que eso de la telepatía es una cosa seria.

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VIL EN LUCHA CON LOS ELEMENTOS A scendí a ingeniero segundo, a los ocho m eses de servi­ cios ultramarinos, y poco después de posesionado de mi nuevo cargo, realicé con el Jefe y otros compañeros uno de los viajes que frecuentem ente organizaba la “Comisión de faros” para la visita a los que la requerían, ya por estar en cons­ trucción, o por necesidades de la conservación: era el Jefe un ingeniero inteligente y celoso, que en el cumplimiento de sus deberes no se detenía ni aun ante el riesgo personal, y en aquella ocasión lo demostró, porque terminados los pre­ parativos y señalada ya la fecha de embarque del personal en E l Bolinao, vapor contratado con la Com pañía M arítima para la realización del precitado viaje, salió el barco en la fecha prefijada a pesar de que, por algunos indicios, había quien nos auguraba una difícil navegación. N o tardó el tiem­ po en dar la razón a los pesim istas, porque antes de las veinticuatro horas de nuestra salida de M anila, después de pasar la bahía, y cuando alcanzábam os la altura de Punta Capones, los síntom as del mal tiempo eran tan inequívocos, que el mismo capitán del Bolinao hubo de insinuar al Ingenie­ ro jefe, de la manera más discreta que supo, la conveniencia de virar en redondo y poner proa con rumbo al refugio de

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M ariveles. que era el más próxim o que podíam os utilizar: los síntom as y la actitud del capitán debieron h acer mella en el ánim o del Jefe intrépido, porque éste ordenó, d e conform idad con lo que se le proponía: pero esta prudente resolución no fu é parte a im pedir el que al llegar a la entrada de la bahía por Boca C h ica alcan zara a nuestra m odesta em barcación el tem poral ciclónico, que en aquel país llam an Baguio, y antes de darnos cuenta nos encontram os en plena borrasca, con todo el aparato que el argum ento requiere: fueron unas horas de cruel incertidum bre aquellas en que el barco, juguete de las olas em bravecidas, parecía que en cualquier momento iba a ser devorado por una de aquellas m ontañas de agu a que se dirigían contra el va p o r con aterradora furia: en uno de los momentos más angustiosos un matandá (español viejo en el país), que con el carácter de periodista se había in­ corporado a la expedición, se acercó a nosotros, contrastando nuestros descom puestos semblantes con el suyo, plácido y casi beatífico, y m ostrán d on os. su baróm etro aneroide nos dice: “ y a ha subido el baróm etro” ; regocijo general, nos ab alan ­ zam os al instrum ento para com probar personalm ente tan feliz síntom a y ante nuestras dudosas m iradas contesta tranquila­ m ente el periodista que era indudable su afirmación, puesto qu e lo había subido del camarote; cuando en aquel momento no desapareció por la borda nuestro aplatanado huésped, puede asegurarse que el dominio de nuestros nervios era total, porque hacer un chiste malo en aquellas trágicas circunstan­ cias era poner a prueba nuestra paciencia de un modo te­ m erario. L a casualidad hizo que en una clara fu g a z advirtiera el capitán que el barco estaba próxim o a la entrada del refu gio d e M ariveles; aprovechó aquel momento de respiro, y ponien­ do la proa h acia dicha ensenada, con la m archa a todo vapor, gan am os la boca de aquel refugio, y una v e z dentro de él, pareció como si de un m odo súbito volyiéram os a la vida. Fondeam os en dicho abrigo esperando a qu e el tem poral pasara, y al poco tiempo de estar allí advertim os la presencia

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del N u esíra Señora d el Carmen, otro vapor de la misma C om ­ pañía, con cuyo capitán se puso desde luego el nuestro al habla; aquel vapor había venido a M anila precipitadam ente por un aviso semafórico, que daba cuenta del naufragio del vapor Taal, que, por los datos suministrados, debió zozo­ brar a media milla del nuestro, en aquellas horas en que nos­ otros temíamos dicho trágico final a nuestras ansias; entonces llegam os a medir con plena exactitud toda la gravedad del riesgo corrido durante aquellas horas de suprema angustia. Permanecimos fondeados en M ariveles hasta que el tiempo se normalizó, y con más tranquilidad y a, reanudamos nuestro viaje, en el que no hubo más riesgo que el natural que se corría en algún faro, como el de San Bernardino, centinela del Pacífico, donde para desem barcar era preciso poseer dotes de acróbata, porque había que utilizar un columpio montado en un hueco de las rocas, adonde una lancha del vapor nos conducía, y era preciso atrapar el columpio antes de que la ola iniciara su retroceso. T o d a v ía nos esperaba un pasajero susto antes de regresar a M anila, porque el barómetro, con su rápido descenso, indi­ caba la proxim idad de un nuevo baguio, al que, y a escam a­ dos, le tomamos la delantera, refugiándonos en un pequeño puerto de M indoro, de donde, pasado el peligro, salimos para M anila, a donde llegam os unas horas después, sin nuevos tropiezos. C aía la tarde cuando entraba en casa, con vehementes deseos de que llegara el momento de coger aquella cama filipina, tan estimada por mí después de la cruenta experien­ cia de mi primer día de vida filipina, y nunca estimé tanto la utilidad de aquel notabilísimo artefacto como al utilizarlo al regreso del mentado viaje al servicio de faros. N o duró, sin embargo, muchas horas mi satisfacción; pro­ m ediaba la noche aquella, cuando me sentí violentamente sacudido, y al despertar oí que me decían: ¡Levántate, que se quema la casa!; salté del lecho precipitadam ente y al asom ar­ me al patio pude confirmar personalmente el fundamento de

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la vo z de alarm a, porque vi el cielo surcado por una cortina de fuego; me vestí en dos minutos y colaboré con todos los de la casa en la faena de arrojar nuestros trebejos a la calle y transportarlos desde allí a las próxim as oficinas de la pección G eneral de O b ras Públicas. Regresam os y a de drugada, cuando nos convencim os de que nuestra casa, raro privilegio, se había salvado; debió su fortuna a ser la

Ins­ ma­ por más

baja de toda la m anzana y quedar resguardada por los altos muros medianeros, que le sirvieron de corta-fuegos; el resto de las casas de aquella m anzana había desaparecido casi totalmente. Cuando al siguiente día vinieron mis cariñosos com pañe­ ros a visitarm e en la casa, convertida en campamento, me decían festivam ente, después de felicitarm e, que si, como era frecuente, se notaba aquel día algún temblor de tierra, podía decir que me habían declarado la guerra los cuatro elemen­ tos: el agua, la tierra, el fuego y el aire.

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VIH. LA REVOLUCION FILIPINA A l llegar a nuestra colonia del Extrem o O riente, la im­ presión recibida no permitía en modo alguno adivinar que allí se vivía sobre un volcán. A l español vago (apelativo del recién llegado a las isla s), aquel a rc á ico 'y tranquilo ambiente social le daba la impresión de que al motor de la vid a le habían dado m archa atrás, retrocediendo aquélla súbitamente medio siglo: la respetuosa sumisión del indígena al Castila; aquel acentuado fervor religioso, constantem ente subrayado por la presencia del fraile en todas partes y por todos los motivos; costum bres como la de suspender momentáneamente la vid a cuotidiana, al ponerse el sol, para rezar al toque de oración, el A n g ela s, lo mismo en la calle que en la casa, donde acto continuo se encendían las luces y se oían monótonas voces de ¡buenas noches, señor!, ¡buenas noches, ama!, a la cual, respetuosam ente, besaba la mano la servidumbre; hasta la misma moneda divisionaria, en la que la efigie de Isabel II en las viejas cuadernas nos evocaba pretéritas edades, todo nos hablaba de aquel a ye r peninsular, tan donosam ente des­ crito por M esonero Rom anos, F lores y G aldós. Sin em bargo, perdonadm e la pedantesca cita de la égloga virgiliana, m uy adecuada al caso, latet anguis in herba; bajo la yerb a se ocul­ taba, pérfida, la sierpe revolucionaria, y cuando la gente

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peninsular rumiaba más tranquilam ente su m onótona vida colonial, una mañana de agosto del 96 el pacífico lector del vetusto Diario de M anila se sintió súbitamente consternado con la noticia de que, el dia anterior, un reverendo agustino había descubierto en los mismos talleres donde se tiraba E l Diario una imprenta clandestina, de la que salían los recibos de una sociedad secreta de nombre extraño entonces, y luego popular el Katipunan, título abreviado de la Sociedad, cuya denominación exacta era en idioma tagalo la siguiente: K ataas-taasam Kagálang-gálang Katipunan nang manga A n a k Bagan, que en rom ance venía a ser La Soberana y venerable asociación de los hijos del P ueblo. E l h allazgo del padre M arian o G il, que tal era el nombre del fraile descubridor, hizo entre la pacífica población penin­ sular el efecto de la mecha que prendiera fuego a la Santa Bárbara; la explosión del encono, de pasiones y de ira contra el indígena fué inenarrable: por si el notición no era suficiente le siguió pocos días después el de que en el campo de C avite, lugar próxim o a la capital, se habían presentado partidas re­ volucionarias; aquello fué el delirio de la efervescencia y exaltación patrióticas; no tardaron en correr las más espeluz­ nantes noticias; la más extendida era que la flamante cons­ piración tenía como predom inante finalidad realizar en un día y una hora convenidas un degüello en masa de los pe­ ninsulares, algo así como una noche de San Bartolomé tagala. Precipitadam ente se m ovilizaron tropas, se organizó entre los peninsulares la recluta para formar el Batallón de leales voluntarios de M anila, que tan activa parte tomó en sucesos posteriores y se abrió un proceso, del que no tardaron en sentirse las consecuencias, porque no había terminado sep­ tiembre cuando eran pasados por las arm as una docena de indígenas, entre los que figuraban sentenciados de la más varia condición, desde el humilde zacatero hasta el encopetado millonario. E l germen ideológico de la revuelta arrancaba de lejos; y a en 1886 las P rensas berlinesas sorprendieron al mundo

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con la publicación de una novela en la que se describía, con singuar relieve y crudeza, la vid a del pueblo filipino, bajo la dominación teocrática del fraile, y aunque no se consintió la divulgación del libro por el A rchipiélago, todos los intelec­ tuales filipinos lo conocieron y lo aplaudieron; el libro se titulaba N o li me tángete, su autor era José R izal, doctor en M edicin a por la U niversidad de M ad rid y tagalo de naci­ miento. La publicación del fam oso libro entonces, y años después la organización de la Liga Filipina, sociedad legal ideada por R izal para la unión y progreso del pueblo filipino, determi­ naron sucesos políticos, que m otivaron un expediente guber­ nativo, que el G obernador G eneral, señor D espujols, resolvió deportando a R izal a Dapitan, en la isla de M indanao, donde, bajo la vigilancia de la autoridad, vivió los cuatro años an­ teriores al del estallido revolucionario. N o es fácil, por lo dicho, que en su preparación pudiera intervenir; pero como llegaran a su noticia rumores de lo que se fraguaba, desaprobó resueltam ente el complot, y para que nadie pudiera abrigar la menor sospecha respecto a su acti­ tud, pidió al Gobierno una plaza de médico en el ejército de operaciones de Cuba; aceptado su ofrecimiento, salió para su destino con cartas del G obernador G eneral, recom endándole a los ministros de la G uerra y de U ltram ar. Surgieron los relatados sucesos antes de que el barco que le conducía zarpara de M anila, de donde salió para España a los pocos días, dejando el A rchipiélago en plena insurrec­ ción. Incoado el proceso de ésta, y como en él resultó com­ plicado R izal, se dictaron órdenes para su detención e inco­ municación, que se cumplimentaron y a a bordo, antes de llegar a Barcelona, en cuyo castillo de M ontjuich fué incomunicado al desem barcar, hasta que en el primer barco que salió para M an ila retornó a ésta, donde ingresó en prisiones. D esglo sad a su causa de la principal, su instrucción fué singularm ente activada al llegar el nuevo Gobernador, general P olavieja, que en la segunda quincena de diciembre ordenó la

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formación del C on sejo de G uerra, ante el cual compareció R izal, que fué condenado a muerte el 26 de aquel mes: pasa­ da la causa al A u d ito r general, don N icolás de la P eña, emitió éste un dictamen im placable y de tan rotunda confor­ m idad con el C onsejo, que el C ap itán general aprobó desde luego la sentencia y R izal fué pasado por las arm as en 30 del referido diciembre. ¿M ereció R izal tan terrible fallo?; La E spaña de entonces contestó que sí; el resto del mundo culto dijo que no. H an pasado más de treinta años, y en la actualidad, sobre un aspecto de dicho asunto, no h a y y a discrepancia, y es al es­ timar que en aquel trágico día del fusilamiento, a la orden de ¡fuego!, no sólo cayó exám ine el cuerpo de R izal, cayó, para no levantarse más, la soberanía española en el A rch ipiélago m agallánico. Inútilmente continuó allí el esfuerzo de nuestras armas; inútilmente se sustituyó al rígido C apitán general, que fusiló a R izal, por otro más contem porizador, que llegó hasta con­ seguir una tregua, con el efím ero pacto de Biac-na-bató; antes que los peninsulares de M an ila acabaran de tejer los laureles que habían de orlar la frente del pacificador, fulminó como un rayo la desconcertadora nueva de la ruptura con la gran República norteam ericana, y no pasaron dos semanas sin que a la potente vo z de los cañones yanquis respondiera como un eco el levantam iento en masa del pueblo filipino contra España. N o habían transcurrido cuatro meses desde la fecha de la ruptura, cuando y a la soberanía española en Filipinas h a­ bía dejado de existir; se dijo en aquellos días infaustos que nuestros desalum brados gobernantes excitaron el ardor patrió­ tico del G obernador G eneral recordándole la ejem plar con­ ducta de su antiguo antecesor, don Simón de A n d a , y nues­ tros com patriotas, que no perdonan la ocasión de un chiste, aún en los momentos más tristes, com entaban la arenga di­ ciendo que no eran aquellos tiempos los de Simón de A nd a, sino los de ¡anda, Simón!; aparte la chuscada, impropia del

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caso, no puede desconocerse que en ella había un fondo de verdad; cuando en el siglo X V I I I el celoso e intrépido A n d a rechazó el ataque inglés, pudo hacerlo porque a su lado estaba el pueblo filipino; en el siglo X I X no pudo re­ sistir el general A u gu stín el ímpetu de los yanquis porque el pueblo filipino estaba con éstos; ¿qué había ocurrido en el pueblo filipino para su radical cambio de actitud del si­ glo X V I I I al X IX ? ; algo que lo sintetiza todo; ¡E l fusila­ miento de Rizal! E l 14 de agosto de 1898 se firmaba el acta de capitula­ ción de M anila, y entre las de los españoles firmantes del histórico documento, ¿sabéeis qué firma se leía? L a de don N icolás de la Peña, aquel A u ditor G eneral que con su rotun­ do e im placable dictamen dijo la última palabra en el pro­ ceso de Rizal. ¿Perturbaría el sueño del im placable A u ditor la pálida y vengadora sombra del doctor tagalo, en la noche del día triste de la capitulación, a la manera como perturbaba el de los cortesanos la vengadora sombra del rey de D in a­ marca en la tragedia sieskpiriana? M otivos no faltaban.

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IX. SIC FATA VOLUERE D ecididam ente, los hados no me eran propicios en la co­ lonia filipina, porque a las contrariedades consiguientes a la situación de la tOBs pública, indicada en los párrafos prece­ dentes, se unieron las de indole personal. M i salud, boyan te en los primeros meses, sufrió un serio encontronazo producido por las fiebres, allí frecuentes entre los peninsulares, y aunque del mal sali sin serios quebrantos, gracias a la pericia del doctor Saura, médico español de re­ nombre en el A rchipiélago, no fué sin que el tropiezo dejara huellas en mi organismo. M en os afortunado que y o , un joven colega y excelente amigo, tras breve lucha con la fiebre, rindió a este azote tro­ pical el tributo de su vida; nunca olvidaré la brusca sacudida que recibí cuando, al entrar en el portal de su casa a mi diaria visita, en el octavo o noveno día de su enferm edad, y pregun­ tar por su señor a uno de los batas, me dijo éste, con la impa­ sibilidad propia de los de su raza, que su señor estaba un poco muerto; ¡pobre amigo Luelmo!; tu sentidísima y prema­ tura muerte fué el triste m otivo para que en aquel 1897 me estrenara como colaborador anónimo de nuestra Revista, de­ dicando, con lágrim as en los ojos, unos párrafos a la pérdida de aquel ingeniero inteligente y amigo leal; han pasado más

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de treinta años, y al rememorar la luctuosa fecha, deposito en su remota tumba la pobre ofrenda de mi renovada pena, en estas deshilvanadas, pero sentidas líneas. E n el terreno oficial tam poco escaseaban los contratiem ­ pos; las dificultades políticas y a indicadas tenían su natural reflejo en la vida económica de la administración pública, y como donde no hay harina, todo es mohína, también en la "Com isión de fa ro s” nos puso algo mohínos la escasez de fon­ dos. E l Ingeniero Jefe, tan celoso por el servicio y austero como siempre, decidió que fuera el personal facultativo el primero que sintiera la escasez de fondos, antes que las obras a su cargo, y como no todos sintieran con igual ardor el fuego de la austeridad, no faltó quien expresara su disconform idad al Jefe en términos de tan singular viveza, que el resultado fué la incoación de un expediente para averiguar si en el movi­ miento de protesta había resultado o no nuestro reglam ento orgánico, con lesiones de monta. L a natural defensa del encartado, por una parte, la no menos natural que le brindam os sus jóvenes colegas, y el que en nuestros jefes nunca faltó deseo de interpretar benévola­ mente el reglam ento, todo coadyu vó para que el procedimien­ to terminara sin que hubiera desgracias personales que la­ mentar. P o r satisfactorio que fuera el resultado, no era fácil evitar el que desde entonces palideciese algo el brillo de la cordia­ lidad de relaciones entre el Ingeniero Jefe y los subalternos, y ausente la interior satisfacción, la máquina burocrática no se movía después del incidente con la soltura y libertad de movimientos que antes mostrara. T a n variada serie de circunstancias adversas eran sobra­ dos m otivos para que la vid a manileña me fuera cada vez menos grata y para que llegara el momento de arraigar en mi ánimo la firme decisión de abandonarla en la primera oportu­ nidad. La oportunidad no tardó en llegar, porque al principio de 1898 supe que la Jefatura del distrito de O b ras Públicas

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de llocos estaba vacante y la pedí. Inútiles fueron cuantos es­ fuerzos derrochó el Inspector General, aquel bondadosísimo y paternal don C asto O lano, para disuadirme del intento; cuando vió lo irrevocable de mi propósito, me destinó a esa Jefatura, no sin m anifestar a mi familia que sólo lo hacía por complacerme. Los hados quisieron que la serie de com plicadas concausas me llevaran a la boca del lobo, y en ella entré.

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X . L A C IU D A D A L E G R E Y C O N ­ FIADA.— ¡SALVESE EL QUE PUEDA! Enfilé, pues, mi rumbo hacia V iga n , capital de llo co s Sur, que era la residencia oficial del jefe del distrito de O b ra s P úblicas. M is propósitos de abandonar la atm ósfera m alsana de M an ila y su intranquila vid a los vi por el momento lo g ra ­ dos con creces. N a d a más tranquilo y paradisiaco que el vivir de los españoles en aquella apartada capital de provincia; vivían en el m ejor de los mundos posibles, sin que a ellos al­ canzaran las inquietudes y preocupaciones que con la ola re­ volucionaria habían llegado a invadir los ánimos de nuestros com patriotas en la capital del A rchipiélago. E l ritmo de la vid a ilocana era sosegado y alegre; el uso frecuente del cerem onioso visiteo, con la sabrosa chism ogra­ fía, de una parte, y el abuso de las recepciones y fiestas or­ gan izadas por las autoridades gubernativas, por otra, hacían m uy llevadera la m onotonía de la vid a provinciana, y en aquel am biente, alegre y confiado, no hicieron la menor m ella mis pesimismos sobre la situación de la cosa pública. N o había transcurrido la segunda semana de mi estancia en V ig a n cuando el G obernad or C iv il nos notificó la ruptura de E spañ a con los E stados U nidos; todavía me parece que veo la cara estupefacta de mi viejo ayudan te, cuando, al reci­

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bir la noticia, le dije que, a mi entender, todo aquello era el principio del fin; a través de su mal reprimido asom bro creí adivinar que form aba en su interior un triste concepto del estado de mis facultades mentales, y se limitó a replicarme que, respetando mi opinión, era para él evidente que el león español daría rápida cuenta de esos gozquecillos americanos, que osaban turbar su augusto reposo; el parecer de mi apla­ tanado subalterno era com partido por el resto de nuestra co­ lonia española en la capital ilocana, en la que la conm isera­ ción que despertaba él triste porvenir del atrevido yan ki era unánime. A q u el ambiente optimista y confiado no tardó en turbar­ se; sin nuevas noticias después de la de la declaración de guerra, en uno de los primeros días de m ayo vu elve nuestro ordenanza con la valija vacía, porque en C orreos le notifica­ ron que hasta nueva orden quedaban interrumpidas las co­ m unicaciones postales con la capital del A rchipiélago; no hubo medio entonces de averiguar el m otivo de la interrupción; pero cuando, pocos días después, se advirtió que también es­ taba interrumpido el servicio comercial, em pezaron los ánimos a desasosegarse y la falta de seguras inform aciones fué su­ plida por explicaciones fantásticas, apoyadas en los más in­ ciertos rumores; se decía que allá por los días 1 ó 2 de m ayo algunos pescadores de las playas ilocanas habían divisado en las altas horas de la noche el paso a toda máquina de for­ midables barcos, grandes como catedrales flotantes, en correc­ ta formación, y la gente dió en pensar que nuestra incomuni­ cación pudiera tal vez tener alguna relación con el paso de la misteriosa escuadra a la incierta luz nocturna por las pro­ xim idades de la costa ilocana. N uestro celoso gobernador desvaneció bien pronto tan absurdos temores, pero no pudo impedir que a los pocos días de incomunicación em pezaran a escasear los artículos de co­ mer, beber y arder; la falta de estos últimos impuso la moda de recibir a oscuras las visitas de nuestros com patriotas, y como tam poco contábam os con la seguridad de renovar opor­

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tunam ente nuestra d esg astad a indum entaria, no faltó español que propusiera el que, puesto que las circunstancias im ponían en las visitas de noche la supresión de la luz, n ad a im pedía h acer lo mismo con los pantalones y recibía a sus relaciones en calzoncillos. R á p id a y progresivam ente se a g ra va b a n las dificultades de la vid a ordinaria, cuando en uno de los primeros días de agosto, corrió por todo V ig a n como reguero de pólvora la noticia de que en la divisoria entre las provincias de V ig a n y S a n F ern an d o se habían presentado nutridos grupos de fuerzas revolucionarias; precipitadam ente salió p ara detener­ las y hacerles frente el com andante m ilitar H errero, con las escasas fu erzas de que pudo disponer; pero a los dos días se recibía en el G obierno civil la noticia de que, ante la enorm e desproporción de fuerzas, el com andante H errero organ izaba la retirada, y que al abrigo de ella urgía preparar la evacu a­ ción de la capital por todo el elem ento oficial; cundió la des­ m oralización, y al grito de ¡sálvese el que pueda! quedó en veinticuatro horas V iga n sin un castila.

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XI. EL EXODO E l pánico m ovilizó instintivam ente a toda la población es­ pañola de Vigan, con un atropellado movimiento de fuga, en dirección contraria a aquella de donde procedía la peligro­ sa invasión de fuerzas revolucionarias. Em butí como pude en nuestro quilez a la fam ilia y el men­ guado equipaje que en él podía transportarse, y abandonan­ do nuestra casa, con cuanto en ella había, iniciamos una pe­ regrinación penosísima hacia el norte de la isla de Luzón, utilizando cuando se podía los caminos de la costa y a campo traviesa cuando esto no era posible; las corrientes de agua, muchas y caudalosas, se vadeaban con el peligro consiguien­ te, y al rendir la diaria jornada pernoctábam os en los pueblos que encontrábam os, donde con frecuencia éramos afectuosa­ mente acogidos en los conventos (casas parroquiales), donde el religioso encargado de la cura de almas casi siempre nos brindaba con cuanto tenía a su disposición. Com o con nuestra fu ga cundía la alarma por cuantas co­ m arcas cruzábam os, la caravana em igrante se engrosaba, no por días, sino por horas, y hubiera alcanzado proporciones insospechadas si al tercero o cuarto día no nos hubiéramos visto forzados a detener nuestra carrera, por haber llegado a un punto en que, terminado el camino del litoral, se hacía preciso continuarlo por vericuetos impracticables para la cir­ culación rodada, que no podía sustituirse por la m archa a

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pie, imposible para el numeroso contingente de señoras y niños que figuraba en la masa emigrante. N o s habíamos internado en la provincia de llo co s N orte y habíam os dejado y a atrás a Laoag, que es su capital, cuan­ do surgió el referido serio tropiezo en nuestra m archa, que era preciso salvar sin vacilaciones, que nos hubieran puesto en peligro de vernos alcanzados por las fuerzas revoluciona­ rias, que, mal contenidas por nuestras escasas tropas, nos pisaban la retaguardia. Estábam os próxim os a la ensenada de Dirique, pequeño refu gio de la costa ilocana, donde providen­ cialmente encontram os fondeado un pontín, pequeña embar­ cación de vela, que su patrón utilizaba para la pesca costera en aguas del mar de China. P uestos al habla con el patrón del barquichuelo, un tal A gustín Távora, simpático ilocano, adicto a nuestra causa, no fué difícil entenderse con él, y sin perder tiempo se organizó el em barque del p ar de centenares de españoles, entre los cuales figuraban h asta unas dos docenas de frailes. Surgió al punto otra seria dificultad: el barco de vela que providencialm ente nos recogió no podía salir del fondeadero sino con viento favorable, y éste no saltaba; al día siguiente al del em barque brilló un ray o de esperanza al advertir que cesaba la calma chicha y se iniciaba una corriente de aire que, aunque por el momento no era propicia, podía virar. N u estras esperanzas trocáronse pronto en serias inquie­ tudes al advertir que el movimiento del aire arreciaba por mo­ mentos; no tardó la tripulación en aventurar la desconsola­ dora hipótesis de que los síntom as todos eran de que se acer­ caba un baguio, tem poral ciclónico m uy frecuente en esas la­ titudes y en el mes en que estábam os. Los pesimistas augurios de la tripulación del pontín se vie­ ron pronto confirmados, y al com enzar la noche del segundo día estuvo a punto de terminar trágicam ente nuestro éxodo: arrebatada la débil em barcación por una racha, iba rauda a estrellarse contra el acantilado de la costa cuando una vig o ­ rosa y rápida maniobra de la tripulación evitó la catástrofe,

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log ran d o refo rza r las am arras y fon d ear nuevam en te el b a r­ quichuelo en condiciones de agu a n tar con m ás se gu rid a d las iras del tem poral. C o m o hubo que am arrar d on de se pu d o, pronto se a d v ir­ tió lo p eligro so del punto a d on de nuestra d esven tu rad a suer­ te nos h abía llevad o , porque al poco tiem po de fo n d e a r a d ­ vertim os que al sacu d ir el o lea je a l barco éste d aba tan vio len ­ tos g olp es contra la roca del fondo, que a cad a m om ento creíam os lleg a d o el de nuestro fin, al abrirse el casco; el an ­ gustioso m artilleo del barco co n tra el fon d o rocoso era coread o por la fu ria d esen caden ada de los elem entos; el a g u a caía sobre nosotros a chorro continuo; el b arco com enzó a hacer a g u a y fu é preciso que la tripulación abriera las escotillas de la cubierta para ach icar y

contener las filtraciones; como

ese b arco pesquero llevab a en sus b o d e ga s ca rg a d e vagón, especie de pescad o podrido, m u y del gu sto de los indios, a todas las torturas del tran ce porque pasábam os se añ ad ió la del h ed or asfixiante, que al salir de las escotillas in festa b a el am biente; constituía tod o un cu adro dantesco: los siniestros golpes del frá gil casco sobre la roca, el fu ror del ve n d av al, las ca tara ta s precipitad as d esd e el cielo sobre la cubierta, el olor nauseabun do, los clam ores del am edrentado p a sa je en m edio de una densa oscu ridad, sólo rota por los resp land ores del relám pago, y p a ra reca rg a r m ás las tin tas del cu adro, un pobre p a sa jero a ta ca d o de ve sa n ia salm odiaba con m etódica estridencia y con repetición desesperante las frases de ¡que nos vam os a pique!, ¡que perecem os!, ¡que nos vam os a ahogar! N o h e conocido noche m ás interm inable que a q u ella noche terrorífica; con los prim eros destellos del a lb a p arece que co­ m enzaba a ced er el fu ror del tem poral, y com o las filtraciones del barco eran dom inadas por el trabajo de la tripulación y p asaje, com enzam os a v o lver a la vid a, que todos la dábam os por perd id a horas antes: vo lvió la calm a con el día, en que el sol alum bró para m ostrar a bo rd o un cu adro desolador; rehi­ cim os com o pudim os el descon cierto que en nosotros y nues­ tra d esb aratad a im pedim enta in trodujo el tem poral y vo lvi­

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mos a concebir esperanzas de que un viento propicio nos per­ mitiera salir de aquella ratonera, en cuanto el mar recobrase la calma precisa para que sobre ella pudiera bogar nuestra frágil embarcación. El deseado viento de tierra saltó a los dos días, y aunque la mar aún no había recobrado la calma y la barra que cerra­ ba nuestro refugio presentaba un aspecto poco tranquilizador, ante el temor de que al fin nos alcanzara el enem igo com pe­ limos a la tripulación para que intentara la salida, y cuando después de unos minutos de ansia indescriptible, al paso de la barra, nos vim os en aguas libres del mar de China, parecía que el corazón se m ovía más libre dentro del pecho de cada pasajero. El plan era alcanzar el puerto de A parri, en la costa más septentrional de L u zón , porque en dicho puerto se aseguraba la presencia de un barco alem án, que había de recogernos y llevarnos al vecino puerto neutral de H o n g -K o n g . ¡E xcelente plan, si era realizable! Por lo pronto, nuestra frágil embarca­ ción se lanzó intrépidam ente a luchar con las em bravecidas olas del mar de China, y no quedaba mal en su em peño, pero era a costa de su andar y de que se dilatara más de la cuenta el ansiado momento de llegar a Aparri. Consecuencia del retraso fué que los víveres com enzaron a escasear, y el agua embarcada en toneles, a m edida que en ellos bajaba su nivel, iba m ostrando sus sorpresas al sacarla los pasajeros con los múltiples medios disponibles; en ocasio­ nes, en el agua salía flotando un zapato de niño; otras tenta­ tivas sacaban a flote la varilla' de un paraguas, y el resultdo fué que en los dos días últimos de navegación una gran parte del pasaje moría de sed. La cuantía de ésta se advirtió cuan­ do, ya a la vista de Aparri, señalado desde alta mar por la mancha blancuzca que en el azul del mar destacaba la desem ­ bocadura dél río G rand e d e Cagayan, muchos nos abalanza­ mos a sumergir en el agua blanquecina cuantos cacharros hubimos a mano, y al probar esa m ezcla de agua cenagosa, entre salada y dulce, nos pareció libar el néctar de los dioses; —

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XII. ¡PRISIONEROS! D esem barcados en A p a rri no exageraron su entusiasm o al recibirnos los españoles que allí había, porque sintiéndose, com o en V ig a n , la escasez de subsistencias, el problema se agu­ dizaba con nuestra llegada. N o s acom odam os com o pudim os, resueltos a esperar el suspirado barco alem án, del que en A p a rri no tenían la m enor noticia. En busca de éstas acudíam os al puerto todos los días, y cuando en uno de estos volvía de mi diaria visita, al pasar cerca de un grupo de com patriotas sentados a la puerta de una farm acia, uno de ellos se levanta y resueltam ente • se dirige a mí: — ¿Es usted M ontaner?— m e preguntó. — E l mismo— contesté. Se abalanzó en mis brazos. — ¿Pero no me conoces?— añadió. A l contestarle negativam ente me dijo que era G óngora, un antiguo cam arada, que en fecha ya rem ota había com en­ zado conm igo sus estudios preparatorios para Ingeniero de C am inos en la A cadem ia de Echegaray; no los continuó, y cam biando el rumbo de sus estudios se hizo abogado, y des­ pués R egistrador de la Propiedad, que era el cargo con que estaba en Filipinas y por el 'que tenía ocasión de rememorar Si -


conm igo los ya lejanos días estudiantiles. El hallazgo de un condiscípulo de la antigua A cadem ia preparatoria de la plaza del A ngel, tan conocida por todos los com pañeros de mi tiem ­ po, fué la única satisfacción de aquellos tristes días, en los cuales cada uno traía nuevos m otivos de inquietud. En uno de ellos, sin em bargo, hubo m om entos de regocijo general, y fué producido por la noticia de que el vigía del puerto anunciaba la presencia en el horizonte de un barco, que no podía ser otro que el esperado barco alem án, que había de libertarnos: acudim os en tropel al puerto para adelantar el momento de ver confirmada tan halagadora noticia, y los más im paciente se entrevistaron con el capitán del puerto, el cual se limitó a decirles que cuanto m ás se acercaba el barco más difícil le era precisar, por sus características, su nacionalidad: llegó a distancia en que fué posible distinguir su pabellón: aum entó la alegría al ver que era español, pero cam biado pronto por otro desconocido, el capitán del puerto acudió al libro de señales, por si en él podía descifrar el enigm a. ¡Em ­ peño vano!: la bandera que el barco enarbolaba no figuraba en el libro de señales de la Capitanía: seguía el avance del barco, y cuando ya su proxim idad permitió distinguir al per­ sonal sobre cubierta, el asom bro de todos no tuvo límites: el barco venía rebosante de fuerza armada. E l buque fantasm a, que tal nos pareció a nosotros, destacó una lancha con un destacam ento de soldados, al m ando de un teniente, que desem barcó con su piquete e intimó la ren­ dición de las fuerzas que hubiera en A pa rri y la entrega de éste, en plazo perentorio, para evitar el bom bardeo de la po­ blación y subsiguiente desem barco y ataque, con todas las deplorables consecuencias para la población civil, aparte las derivadas del choque con las fuerzas que guarnecían la po­ blación. D e un rápido cam bio de im presiones en la reunión de autoridades, convocadas inm ediatam ente, resultó el acuerdo de acceder a lo que se pedía, en vista de que al millar de hom ­ bres que com o fuerzas de desem barco traía el vapor fondeado

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a co rta distancia, sólo podían oponerse dos docenas mal con­ tad a s de fusiles, con m uniciones p ara m edia hora; concertada la capitulación, se levan tó un acta, fech ad a el 25 de a go sto de 1898 , en la que pom posam ente se h acía co n star que se res­ p etarían vid a s, haciend as y libertad de las fu erzas y peninsularees que hubiera en Aparri. D esem b arcad as las fu erzas, fu é ocu pad a la población mi­ litarm ente, y entonces averigu am os que las fu erzas eran del ejército revolucionario de la proclam ada R ep úb lica filipina, cu yo presidente era don E m ilio A gu inald o; qüe el jefe de la fu erza era el coronel don D a n iel Tirona, el cual tenía or­ den de su presidente de tom ar posesión en nom bre de la R ep ública, de todo el norte de Luzón; después supim os que el barco u tilizado a estos efectos era el Com pañia d e P ipinas, va p o r de la C om pañ ía de T a b a co s de las m ismas, que meses antes salió de M a n ila por cuenta de la C om pañ ía, a las ór­ denes de un capitán español; en alta m ar se sublevó la tri­ pulación indígena, dando m uerte al capitán y oficialidad espa­ ñoles y apod eránd ose del barco, que fué en tregad o a A g u i­ naldo, el cual lo utilizó para los fines que acaban de indicarse. N o h a y que decir que, ocupada m ilitarm ente la población de A parri, el acta pom posa de capitulación quedó convertida en un p ed azo de papel m ás, y nosotros, los españoles, pri­ sioneros, con todas nuestras autorid ades, así civiles como m ilitares y eclesiásticas.

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XIII. DONDE EL CAUTIVO CUENTA SU VIDA Y SUCESOS N o h a b rá segu ram en te n ad ie que im agin e al leer el ep í­ g ra fe de este capítu lo, que v a a en con trar un relato, que ni d e lejo s, recu erd e en la form a y en el fo n d o lo que co n ig u a l in d icación contiene el 28 .“ d e la prim era p a rte de la inm ortal o bra cervan tin a, p o rq ue a q u ella péñ ola sin p a r q u ed ó c o lg a ­ da de la espetera, sin que h a y a , ni p u ed a h a b er, presu n tu osos y m alandrin es h isto riad o res que la d escu elgu e n p a ra p ro fa ­ n arla, y m ucho m enos este plu m ífero ind ocum en tad o, que se lim ita a rem em orar su s m alan d an zas, p a ra so laz d el lector, si es que lo tiene. C o n stitu id o s en prision eros de las fu e rza s revo lu cio n arias filipinas, com enzó nu estra pen osa o disea, q u e h abía d e durar diez y seis m eses. E n el prim er m om ento, n a d a tu v o que la ­ m entar la población civil, pero sí los del clero re g u la r esp a­ ñol, que su frieron vejá m en es m otivad os, d e una p a rte, p o r el odio a la cla se, a n id ad o de la r g a fec h a en el pech o d e la ra za ta g a la , a la que perten ecían las fu erza s revo lu cio n arias, y por o tra, a la co d icia, p o r co n sid erar a los fra iles g u a rd a d o re s de fa n tá stico s tesoros. A los pocos días d e la en treg a de A p a rri, a p areció en mi resid en cia un so ld ad o rojo , com o lo llam aríam os ah ora, recor­

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d a n d o a sus sim ilares de R u sia, y qu e entonces m ás bien se n os hubiera o cu rrido llem arle so ld a d o verd e, aten d id o el color de su cara; se a un color u otro el d e su d esignación , la orden que traía n os pareció d e castañ o oscuro, p o rq ue era qu e en un p lazo de h o ras nos p reparásem os a em barcar en el A n t o ­ nio L ó p ez, rem olcador d e va p o r que la C o m p añ ía de T a b a c o s de F ilipin as tenía p ara el tran sp o rte de su m ercan cía por el río G rand e d e Cagayan; no se lim itó el m arcial em isario d e la R ep ú b lica filip in a a transcribirn os esa orden a ra ja ta b la, sino q u e, fiján dose en las b o ta s que y o ca lza b a, me m ostró su d eseo de qu e le h iciera de ellas gracio sa donación; con el ad em án m ás a fa b le y la m ás m eliflua expresió n de que en to n ­ ces pude disponer, m e atreví a som eter a su más eleva d o criterio la co n sideración de que el m om ento de prep ararnos p a ra la excu rsió n a qu e am ablem ente nos in vitab a tal v e z no fu e ra el m ás indicado p a ra darle la m uestra de afe cto que me prop on ía, so b re todo tenien do en cu en ta que en aquel preciso m om ento el núm ero p a ra contar mis pares de b o tas disponibles e ra im par y no lle g a b a a tres. S e a que le co n ven cieran mis razon am ien tos, o, lo que es más prob able, que com o el ca lza d o en aquel p a ís no es p a ra los in d ígen as artícu lo d e prim era n e­ cesid ad , p a sa ra el m om entáneo caprich o, el caso es que no insistió y q u ed ó sin m ás trám ites solucion ado el que p a ra mi se p resen tab a com o pavo ro so conflicto. E m b a rcad o con mi fam ilia y dem ás com pañeros d e cau ti­ v e rio a b o rd o del A n to n io L óp ez, an tes de que za rp ara fuim os testigo s de una escen a odiosa, y fué, que a un peninsular, a y u d a n te d e M o n tes, le adm inistraron so b re cubierta una d ocen a de b eju ca zo s; p regu n tad o el m otivo, resultó serlo la d enuncia d e un com patriota, c u y a hija, h acién d ose superior a la s a m argu ras de aq u ello s tristes días, h a b ía inten tado con el forestal realiza r unos planes, con los qu e el p a p á de la a p asion ad a niña no esta b a totalm en te conform e. Los sum arios procedim ientos p en ales de la nacien te R ep ú b lica no nos p a ­ recieron la últim a p a la b ra del d erech o y d eja ro n en la p o b la ­ ció n de a b o rd o una pen osa im presión.

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A rra n c ó el rem olcador y com enzam os nuestro via je rem on­ tando el curso del río G rande d e Cagayan y haciendo fre­ cuentes p arad as para desem barcar a los frailes prisioneros que llevábam os a bordo: entre ellos venía el obispo de llocos, que tam bién le obligaron a desem barcar en uno de los pobla­ dos que existían a orillas del río. A q u e l día pernoctam os a bordo; seguim os al siguiente el viaje río arriba, y al am anecer, después de la segunda noche, nos desem barcaban en la orilla próxim a al em barcadero de Tuguegarao, capital de la provincia de Cagayan; habíam os recorrido en n avegación fluvial unos cien kilóm etros. Recibim os al desem barcar am able a co gid a de un alem án, que por aquellos lugares tenía casa y alm acén para su nego­ cio, y aunque no disponía más que de unas b otellas de gine­ bra, que no era el licor más apropósito para las señoras, que en bastante núm ero figuraban en la caravan a >de prisioneros, se agrad eció la fineza, que sirvió para confortar a lg o los cuer­ pos entum ecidos por la estancia a bordo y la hum edad del río. C u an d o y a el sol com enzaba a com pletar por vía externa la benéfica acción térm ica que la G in ebra ejerciera al interior, organizóse la conducción de los cautivos entre bayon etas, des­ de el lu g a r del desem barco a la población de Tuguegarao; la distancia no es larga, pero a nosotros nos lo pareció, por­ que el espectáculo del desfile de prisioneros, ante las atónitas m iradas de los indígenas, resultaba desconsoladoram ente de­ presivo para nuestro prestigio de raza, que hasta aquella fecha no había recibido en aquella apartada provincia an álogo que­ branto. N o s alojaron en un edificio de los m ayores de la p obla­ ción, que antes había sido colegio de D om inicas y ahora iba a ser prisión de castilas; quedaron allí por lo pronto, ence­ rrados los del sexo m asculino, y como la separación de sexos no parece que tenía un gran fundam ento y m otivó enérgicas protestas de las señoras prim ero, y luego sus reiteradas sú­ plicas para que se d ejara sin efecto la orden de separación, que era una crueldad inútil, a las pocas horas volvieron a en­

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centrarse reunidas las fam ilias, en las que la separación de sexos había despertado serias alarm as, por interpretar en el peor sentido lo que no había sido más que una poco m edita­ da prueba de consideración a las señoras, a las que no quisie­ ron en el primer momento los revolucionarios someter a la reclusión im puesta a los prisioneros del sexo fuerte. D urante nuestra reclusión en el ex colegio de Dom inicas fué som etido nuestro equipaje a una escrupulosa revisión, de la que resultó nuestra impedimenta aligerada de todo cuanto nuestros guardianes estimaron para ellos de algún valor; allí desapareció, entre otras cosas de valor m aterial, una que te­ nía valor afectivo grande para mi familia, un pequeño dije de oro, recuerdo estimadísimo de nuestros antecesores; fué inútil que se lo indicáram os al capitán tagalo, que se lo apro­ pió; allí desapareció mi decorativo título profesional, que tal v e z garantice oficialmente la competencia profesional de al­ guno que suplante mi personalidad en aquellas lejanas tierras, o, lo que es más verosím il, tal vez a la vacilante luz de una lám para de aceite de coco, sirva como religioso símbolo a los fervores religiosos de alguna de aquellas filipinas tan fáciles para convertir en objetos de su devoción todo lo que es a sus ojos misterioso o indescifrable. A las m olestias de la reclusión se unieron las del hambre y la sed, porque el agua nos la facilitaban con cuenta gotas, y en cuanto a comestibles, nos brindaron, como único, un guiso de babuit (cerd o ), presentado en una jofaina, que por las apariencias había sido utilizada por toda la com pañía de nuestros carceleros para sus servicios de aseo personal. A q u ella situación no podía continuar, y como lo com pren­ dieron así nuestros guardianes, que carecían de recursos para sostenernos, adoptaron la única solución práctica posible, que fué abrir las puertas de nuestra prisión y d ejar que nos las arregláram os como pudiéram os en Tuguegarao, donde tan sujetos estábam os libres como recluidos, puesto que carecía­ mos de medios de fuga, y aunque los hubiéramos tenido, hu­ biéramos sido en el acto descubiertos por los indígenas, que

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estaban a la incondicional disposición del nuevo G obierno revolucionario. A los dos dias de nuestro ingreso en aquella im provisada cárcel salimos de ella y buscam os alojam iento en las casas particulares d e Tuguegarao, donde no encontram os más difi­ cultad para instalarnos que la escasez de viviendas disponi­ bles, lo que dió lugar a que en las utilizables se llegara a una m uy m olesta, pero pintoresca aglom eración; desde luego, por única cam a disponíamos del santo suelo, que no era un lecho m uy cómodo, porque allí los suelos son generalm ente de ipil ( 1 ) , m adera filipina durísima a la que sólo por frotación se le saca un brillo de mármol; cada departam ento de la casa se le dividía en dos o tres sectores, por medio de cortinas, p ara que sirviera a dos o tres fam ilias, y si algú n individuo de ellas había de salir a m edia noche por algu na ineludible necesidad, el problem a de sortear los obstáculos humanos que a su paso encontraba, presentaba los más curiosos e im pre­ vistos aspectos. P asad os los enojos de los primeros momentos, nuestros dom inadores no sólo no extrem aron sus rigores, sino que, con­ secuentes el primer un buen com ida y

con la muestra de hidalga consideración que desde instante prodigaron a las señoras, se vieron éstas día sorprendidas con una invitación atenta a una recepción, que en su honor iba a dar don D a n iel

Tirona, jefe superior de las fuerzas revolucionarias de ocu­ pación en Cagayan; no era posible rehusar invitación tan g a ­ lante, y con forzada cortesía acudieron las señoras y sus alle­ gados a la cena, que fué espléndida y a la que, entre otros, acudió el capitán de la m encionada requisa en el ex convento de Dom inicas, ostentando como adorno en la cadena de su reloj el dije de oro de mi propiedad que pocos días antes se apropió.

( 1 ) Véase P a r d o . — Materiales de construcción. — 1885 , pági­ na 280 . 59 —



XIV. DONDE SE PROSIGUE LA HIS­ TORIA DEL CAUTIVO D e l relato de mi cautiverio hecho hasta ahora sacarán los lectores la im presión de que los tag a lo s no extrem aban con nosotros sus rigores; algu n a excepción podría apuntarse, y desde luego en ella h a y que señalar el com portam iento con el personal del clero regu lar español, que en general fué duro y con algú n que otro prisionero de las clases civiles y milita­ res, como el registrador de la P ropiedad de Tuguegarao y el teniente Piera, jefe de la G u ard ia C iv il de Aparri; los reproba­ bles excesos de que fueron víctim as esos com patriotas no tienen justificación, porque nunca la tiene la crueldad con se­ res indefensos, pero tiene explicación: en los frailes, por ser los más directos dom inadores del indígena, en nom bre de la M etró po li, y en cuanto a los referidos desgraciados com pa­ triotas, porque su exagerad o y mal entendido celo patriótico les había arrastrado durante nuestro gobierno colonial a ex ­ cesos que provocaron luego represalias. S i las autoridades del G obierno republicano filipino se conducían en general benévolam ente con los prisioneros y h asta llegaban a o rganizar fiestas en su honor, ¿por qué adoptaron una m edida tan radical como la de d eclarar pri­ sioneros a cuantos españoles residían en sus dominios? P ara 6 1


contestar a esta pregunta h a y que tener en cuenta que el pueblo filipino, como organism o político, estaba en su prime­ ra juventud, y , como todos los jóvenes, mostraba una fe in­ genua, rayan a en el candor; creía en la solidaridad interna­ cional y pensaba que en el momento en que un Gobierno de raza m alaya decretara el cautiverio en masa de los españoles, no sólo E spaña, sino todas las naciones europeas y am erica­ nas de raza blanca se levantarían en bloque contra la Repú­ blica yanqui, para exigirle la liberación de los españoles, y entonces era el momento de que el Gobierno de M alolos (capital de la República filipina) reclam aría como precio del rescate el reconocimiento de su República. Los prisioneros españoles eran, por lo tanto, considerados, más que como prisioneros, como rehenes, y de aquí que, en general, no hubiera sistem ático propósito de maltratarlos. E ran unos firmes creyentes esos noveles gobernantes fili­ pinos, y ni la indiferencia de las naciones neutrales, ni aún el m enguado calor de la misma E spañ a en el problema de los prisioneros, con escasas y notabilísim as excepciones, como la del C uerpo de Cam inos, fueron suficientes a desm oronar el castillo de la fé ingenua del Gobierno filipino. Firm e en su propósito, mantuvo en su poder a los prisio­ neros españoles la República filipina mientras ésta subsistió; eso de que los mantuvo no pasa de ser una figura retórica, porque se m antuvieron los que por si mismos pudieron man­ tenerse, y los que no, murieron de muerte adm inicula y pé­ sima, que es la del hambre; de hambre cayeron en aquella época infausta centenares de españoles en todas las provincias del A rch ip iélago filipino, y ese hubiera sido el aciago final de los de la de Cagayan si no hubieran tenido la suerte de encontrar allí un gran español, patriota de los de oro de ley, en un país como aquel, donde tanto abundaban los de doublé. E l patriota a que me refiero fué don M anu el N ieto, jefe en Tuguegarao de los servicios de la Com pañía G eneral de T a b a co s de Filipinas. E s el valle de C a g a y a n una de las re­ giones en las que esa poderosa Com pañía tiene su más flore-

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cíente negocio, y como ésta era y continúa siendo la base de la riqueza de aquel país, no h a y para qué decir que la o rg a ­ nización de la Com pañía fué respetada por el G obierno revo­ lucionario filipino, y por tanto, el personal de la Com pañía continuó disfrutando de igu al libertad, derechos y preem inen­ cias con el nuevo G obierno que con el antigu o colonial; tam ­ poco el G obierno yan qu i puso dificultades a la Com pañía, que, a pesar del bloqueo, pudo estar en constante com unicación con las oficinas centrales de M an ila. C on cen trad os en Tuguegarao, donde la C om pañ ía tenía instaladas sus oficinas, unos cuantos centenares de españoles, cu y a muerte por ham bre era segu ra en plazo breve si no se acudía a su rem edio, tuvo el je fe de la Com pañía d e Tabacos de Filipinas en Tuguegarao, don M a n u el N ieto , la hom brada de asum ir la responsabilidad de anticipar a todos los prisio­ neros los fondos que m ensualm ente necesitaban para su sub­ sistencia m ientras continuaran allí privados de libertad; su decisión fué firme e irrevocable, porque lo hizo a base de que si el Servicio C en tral de la C om pañ ía en M an ila no apro­ baba su resolución, él la m antendría con ca rg o a su fortuna particular; por esto com enzó a auxiliar a los prisioneros, poco después de que éstos se instalaron en las viviend as disponibles a tal efecto en Tuguegarao, como antes se h a dicho, y con­ tinuó en tan patriótica actitud sin vacilación, a p esar de que la G eren cia de M an ila no resolvió sobre su propuesta hasta nu eve meses después del en que don M a n u el N ie to com enzó a poner en práctica su generosa y arriesgada resolución; aprobó la Com pañía, al fin, la loable iniciativa de su je fe en T u g u e­ garao, y por eso m erece bien de la patria española, para la que salvó a centenares de sus hijos: pero la patria debe con­ siderar tam bién el nom bre de don M a n u el N ie to , d esgracia­ dam ente desaparecido hace dos años, entre los de perdurable recordación ( 1 ) .

( 1 ) Es de justicia unir en el recuerdo al nombre de don Manuel Nieto el del español filipino don Ambrosio Lasa, agente de la misma 63 —


A segu rad a nuestra vid a por lo que al diario sustento se refería , y no muy en peligro por los riesgos que de nuestros amos pudieran provenir, fuimos poco a poco acomodándonos, sin el amontonamiento de los primeros días, que sin riesgo para la salud no hubiera podido prolongarse mucho. C o n la vid a ociosa y tranquila, comenzó la loca de la casa a realizar su labor, que empezó a resultar demoledora, porque la reflexión sobre nuestra triste suerte, y el no ver de qué modo podría nuestro problema tener satisfactoria resolución, eran elementos suficientes para conducirnos a la desespera­ ción. Para no caer en ella, acudí primeramente a profundizar en el estudio del “ Q u ijo te” , del que, afortunadam ente, pude salvar un ejem plar de la edición económica en un tomo, que poco antes publicara la casa T a so , de Barcelona: había lle­ gado en mis concienzudas lecturas a la sexta, cuando un com ­ pañero de infortunio buscó en mi ejem plar, análoga medicina a la que tan reiteradam ente me venía yo propinando; me pa­ reció cruel negarle este recurso a mi com patriota por con­ tinuar prodigándom elo y o y por esto no acometí la séptima lectura. Com prendí entonces toda la grandeza y profundidad de la obra inmortal, cuando, contra lo corriente en la literatura vulgar, lejos de producirme hastío la reiteración en la lectu­ ra de esa obra cumbre, el interés de ésta acrecía a cada nuevo repaso de la misma. V a y a esta observación, no en elogio de la monumental creación cervantina, porque un nuevo elogio de mi pluma ruin, sería, a la hora de ahora, de una ridicula superfluidad, sino para mostrar todo el va lo r de mi renuncia a ese progresivo caudal de satisfacciones mentales, para que las saboreara otro com pañero de fatigas, tan necesitado de aquéllas co­ mo yo. P ara huir de la tem ida desesperación había, pues, que

Compañía, que rivalizó con su digno jefe en las atenciones para los españoles prisioneros. 64


acu dir a otros recursos, y estos fueron los m odestísim os de mi cultura m atem àtica. ¡O h m anes de T a ylor y M ac-Laurin, recibid mi m odesta o fren d a de gratitud, porque vuestras fam o­ sas series, que tan an tipáticas me fueron cuando me las e x ­ ponían en la A ca d em ia preparatoria, a llá por mis años mo­ zos, fueron m ucho m ás tard e mi consuelo y mi salvación en aqu ellos negros días de mi cautiverio filipino! Sí, señor, fu e­ ron mi salvación y mi consuelo, porque ellas me sirvieron para reproducir en estos m odernos tiempos parte de la ciclópea labor realizad a en otros y a lejan os, por N e p e r y Briggs, y con esa lab or de revisión de la que antaño hicieron

ís o s

esclarecidos

varon es llegab a hasta o lvid ar las desolaciones y tristezas de aqu ello s días infaustos. F u e, pues, el caso que me di a calcular logaritm os cu y a s m antisas rivalizaban en núm ero de decim ales con las del m is­ mo Callet; pero cuando y a tenía varios centenares, me ocu ­ rrió hacer respecto a ellas la misma observación que aqu el baturro cuando, al ponderarle las ve n taja s del autom óvil le decían que con él salía a m ediodía de Zaragoza y antes de la una estaba en G allar, a lo que contestó mi paisano: ¿y qué h ago y o a la una en Gallar?; eso mismo me dije y o al verm e en pacífica posesión de tan to logaritm o: ¿qué h ago y o con estos centenares de logaritm os?; y com o no era fácil su p er­ muta por un par de pantalones o m edia libra de arroz, que en aqu ellas circunstancias eran de m ucho más provecho que ese m enguado fruto de mis lucubraciones m atem áticas, me p areció que p ara la finalidad única d e ellas, que era apartar mi atención de nuestras inevitables m iserias, sería una feliz solución ¿1 d edicar ese arsenal num érico a la construcción de una regla de cálculo, y a su preparación dediqué mis a ctiv i­ d ades, utilizando a dicho fin algu n os trozos d e papel tela, facilitado s en las oficinas de la C om pañ ía G en eral de T a ­ bacos. P o r lo pronto, aquello sólo sirvió para a leja r el fantasm a de la d esesperación y de p a so asom brar a mis fam iliares, realizan d o ràpidam ente los com plicados cálculos que e x ig ía

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la reducción de las m edidas y pesas filipinas a las del sistem a m étrico, pero en lo porvenir deduje m ás positivos provechos. N a d ie p u ed e a d iv in ar las p rácticas consecu en cias qu e en lo fu tu ro p u ed e tener el ejercicio de la activid a d , y a q u élla, qu e d e m om ento tenía p a ra mí por fin alid a d única, a p a rta r­ m e d el p eligro d e la d esesperación , tu v o a posteriori com o con­ secu en cia, el aficionarm e a l ejercicio de la re g la de cálcu lo , al qu e no éram os m u y d evo to s la m ayo ría de los in gen ieros de mi tiem po y que confieso m e h a p restad o lu e go en la p ráctica d e mi profesión, servicios Utilísimos.

M is recursos eran fecundos para consum ir el tiem po de ■ nuestra cautividad, pero ésta duraba m ás que aquéllos, y , ago­ tad os unos, había que acudir a otros; después de lo que la regla de cálculo dió de sí, fué preciso reinventar las tablas trigonom étricas, y com o veía que nuestro negro porvenir daría para todo, decidí calcular el valor de las cuatro clásicas lí­ neas, de 10 en 10 segundos y con 10 decim ales, con lo que había larga tela cortada. Q uiso nuestra buena estrella que no se confirmaran mis negros pesim ism os, porque la libertad me sorprendió en el grado 5, y a esa para mí feliz contingencia, se debió el que las generaciones venideras perdieran la obra monum ental que les preparaba.

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XV. LA SANTA LIBERTAD Fueron los revolucionarios filipinos, auxiliares insustituibles para que los americanos se apoderaran de Filipinas, de hecho primero y luego de derecho; por esto al declararse la guerra hispano-am ericana los yanquis trajeron a los jefes de la re­ volución filipina al A rch ipiélago desde H o n g-K o n g, en donde se habían refugiado después del pacto de Biac-na~baíó; le­ vantaron prontam ente el país contra los españoles y lograron fácilm ente com pletar el bloqueo de M an ila, para el que las fuerzas del general M errit hubieran resultado insuficientes; lograron con esto la rendición de M an ila y dar al mundo la impresión de que el pueblo filipino estaba frente a F spaña, con lo cual, al despojo legalizado por el tratado de París podía dársele las disimuladas apariencias de liberación del pueblo filipino, que sin la ayu d a de éste no pudieran aducir. C o n estos antecedentes, fácilmente se explica el que du­ rante la guerra hispano-am ericana dieran los yanquis toda suerte de facilidades a los revolucionarios filipinos para cons­ tituir su República, cuya capitalidad y a se dijo que se esta­ bleció en M alolos, pueblo del centro de Luzón; dicho pueblo era la residencia oficial del Gobierno filipino y del presidente de la República, don Em ilio Aguinaldo. Se firmó en diciembre de 1898 el tratado de paz entre

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É spañ a y los Estados U nidos, y desde entonces las cosas cambiaron y com enzaron los rozam ientos entre americanos y filipinos, rozam ientos que determinaron en febrero de 1899 la ruptura entre los yan qu is y el Gobierno filipino. L legó a nosotros lo noticia de la ruptura porque las autoridades re­ volucionarias de Tuguegarao organizaron una m anifestación pública contra los E stados U nidos, y tuvimos ocasión de pre­ senciar un hecho curioso, cuya indicación no se debe omitir. S e preparó la m anifestación para un domingo, y no fué sola la invitada a ella la población indígena de Tuguegarao, sino la de todos los poblados próxim os que de esta capital de­ pendían, y cuando a la hora convenida fueron llegando las gentes de los poblados, vimos, con asombro, la m arcial en­ trad a de las gentes de un poblado, desplegando una bandera española y a los bélicos acordes de la M archa de Cádiz: cos­ tó trabajo a los organizadores de la m anifestación antiyanqui convencer a sus enardecidos com patriotas de que ni la m archa aquella, ni la bandera roja y gualda, eran adecuadas al acto p ara que se les convocaba, y entonces supieron aquellos buenos filipinos que la soberanía española hacía y a meses que había dejado de existir. Se com prenderá por este incidente, que en el movimiento revolucionario no tomó parte activa la totalidad del pueblo filipino, el cual fué arrastrado en su marcha insurreccional por los elementos activos de la raza tagala, que era la de las pro­ vincias del centro de Luzón; contra ellas tuvieron que luchar las fuerzas am ericanas, que lentamente se fueron posesionan­ do del país. E ra y a entrado el otoño de 1899 cuando llegaron rumores de que por las zonas altas de las Caraballos, cordillera que separa la región del v a lle de Cagayan de las centrales de Luzón, habían irrumpido en el v a lle numerosas fuerzas y a n ­ quis, que daban buena cuenta de las mermadas y débiles fuerzas filipinas: pronto vimos confirmados los rumores, por­ que en la primera quincena de noviem bre advertim os un buen día ocupadas las calles de Tuguegarao por robustos soldados

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negros, bien arm ados y cubriendo sus encrespadas testas con el clásico fieltro del ejército yanqui. V in ie ro n com pañeros de infortunio a darm e la grata nueva y cuando me disponía a salir para com probarla personalm en­ te, me vi sorprendido por la presencia en nuestra calle de uno de aquellos negrazos, que en m angas de cam isa y sin arm as, gesticulaba y peroraba en lengua desconocida, ante las estu­ p efactas caras de un auditorio indígena; pregunté por el asun­ to de su peroración y me dijeron que estaba explicando un tem a bíblico, con el fervor que en estos em peños religiosos ponen los catequistas del protestantism o norteam ericano. N o necesité más para convencerm e que el nuevo orden de cosas era un hecho; la exteriorización práctica de la li­ b ertad religiosa en las calles de Tuguegarao era un fenóm e­ no tan extraño en aquel país, que por trescientos años fué im penetrable feudo de la unidad católica más rígida, que el serm ón luterano del n egrazo fué más eficaz y fulminante prueba que cuantas noticias me habían dado de la dom ina­ ción de Filipinas por la R epública yanqui. Sustituidas las autoridades del G obierno filipino por las del ejército norteam ericano de ocupación en Cagayan, queda­ m os de hecho en libertad, y como por el tratado de P arís el G obierno de los E stados U nidos se comprometió a la repa­ triación de los españoles, nuestro via je de regreso a M an ila se hizo por cuenta del G obierno yanqui. Salim os de Tuguegarao el 19 de diciembre de 1899 , y co­ mo caímos prisioneros de los filipinos en Aparri el 25 de a g o s­ to de 1898 , nuestra cautividad había durado un año, tres m eses y veintitrés días, es decir, diez y seis m eses en núm e­ ros redondos. A p a rte la grata noticia de nuestra liberación, la primera satisfacción intensa y una de las m ás grandes de mi vida pro­ fesional es la que recibí a bordo del vapor Tarlac, que nos conducía de Aparri a M an ila, cuando me entregaron el te­ legram a en el que desde dicha capital, en nom bre del Guerpo de Ingenieros de Gam inos, me saludaban y se ofrecían para

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cuanto necesitara; el telegram a corrió de m ano en m ano por todo el p a sa je de ex prisioneros, que me felicitaba por perte­ necer a un C u erp o que daba un tan alto ejem plo de com ­ pañerism o. L a v o z de mi fam ilia profesional, que de tan lejos lleg a b a a consolarm e, y la satisfacció n de v e r tan en alto y tan en vi­ diado el nom bre del C u erp o , me produjeron una de las horas de más in efab le dicha de cuantas recuerdo en mi y a larg a vid a ingenieril y di en aquel momento por bien p a g a d a s las am arguras de mi prisión, que dieron lu g a r a ese herm oso ejem plo d e solidarid ad, tanto m ás elogiado por mis com pañe­ ros de infortunio cuanto que fu é el único que entonces se dió, con figurar entre los ex prisioneros, profesionales de los más diversos C u erp o s y clases del E stad o . L legam os a M a n ila el 23 de diciem bre de 1899 ; asistim os allí a la ago n ía y m uerte del sig lo X I X y nacim iento del X X ; recibim os la im presión am arga de la dom inación yan q u i en un país que durante las tres últim as centurias h abía sido nues­ tro; la Com isión liquidadora h izo en trega de nuestros alcan ­ ces, con los que reintegram os a la Com pañía C en era l d e T a ­ bacos de sus generosos anticipos, y en dos expediciones, una el 13 y o tra el 25 de enero, fuim os repatriados a E spañ a. M e correspondió el em barque en la segunda, es decir, en la que salió de M a n ila el 25 de enero de 1900 , en cu y o día zarpam os del puerto de dicha capital, a bordo del Isla de P anay, viejo barco de la C om pañ ía T ran satlán tica. N o h a y para qué decir que durante la travesía de retorno a nuestros patrios lares di nuevam ente m uestra de mi falta de condiciones p ara la v id a del mar, a p esar de que los cuatro años de mis an d an zas ultram arinas, en frecuente relación con el líquido elem ento, debían y a haberm e fam iliarizado con este; creo que los lobos de m ar que h a y a en nuestro C u erp o en­ contrarán, con estos antecedentes, perdonable mi sincera con­ fesión, respecto a que de los tres apelativos de nuestra de­ signación profesional, la b alan za de mis sim patías se inclina

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un poco más al platillo de los Cam inos y C an ales que al de los Puertos. Desem barcam os en Barcelona el 22 de febrero del refen ­ de 1900 , y nuevam ente fué nuestro C uerpo la adm iración y envidia del pasaje, al v e r el conm ovedor y entusiasta recibi­ miento que mis com pañeros barceloneses me prodigaron al fondear el vapor en aguas de la capital del Principado.

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XVI. RONDO FINAL DEDICADO A MIS COMPAÑEROS JOVENES La recepción de mis com pañeros m adrileños, no desm e­ reció de la de los barceloneses; allí el gran M alu qu er, a q u el inolvidable com pañero que no hace m ucho perdim os y al q u e tanto debe el C uerpo, me recibió en sus brazos; a l llegar a M ad rid , y a los pocos días, me hizo en trega del importe líquido de la parte que me correspondía de la suscripción que p a ra mi rescate hizo el Cuerpo. Entonces me enteré de que en el núm ero 1.253 de la R ev ista de O bra s Públicas, correspondiente al 28 de septiem ­ b re de 1899 , se había iniciado una suscripción para mi res­ ca te entre los com pañeros del Cuerpo; que la suscripción fué a c o g id a con entusiasmo, no sólo por todos los com pañeros, sin o también por los alum nos de la E scuela, y que hasta contri­ b u y ó a ella algú n periódico profesional; mi corazón rebosó d e gratitud ante tan espontánea m uestra de com pañerism o; num erosos fueron los casos en que los com pañeros rebasaban la s cifras de la cuota m edia en su a fá n de aum entar la sus­ cripción; com pañero y am igo del alm a hubo ( 1 ) que hizo

( 1 ) Sebastián Tauler, perdido prematuramente para sus amigos y para el Cuerpo, cuando tanto podía esperarse de su inteligencia y la­ boriosidad excepcionales. 73 —


subir su cuota a más de 300 pesetas, y un suscriptor anóni­ mo llegó a 500 ; puse empeño en conocer el nombre de éste último y pude saber que fué el mismo M aluquer, que, no sa­ tisfecho con su labor en mi pro al frente de la Revista, llegó en su desbordante generosidad a ese rasgo, que tal vez nadie conozca y que y o descubro ahora, y a que, desgraciadam en­ te, no me puede reprochar la indiscreción. D urante más de tres meses la Suscripción M ontaner, que así se llam aba, dió en el órgano de nuestro C uerpo un alto ejemplo de solidaridad profesional y constituyó para mi una deuda de gratitud que no he de poder pagar en mi vida, por larga que sea. P ara estas deudas im pagables le queda al favorecido, como único recurso a su alcance, el hacer públicos los benefi­ cios recibidos, y esta es la principal finalidad de estas deshilva­ nadas páginas de mi vid a filipina. O tra finalidad tienen, y es m ostrar a la nueva generación de Ingenieros, que no conocieron aquellos tristes días del derrumbamiento de nuestro Imperio Colonial, que no todo fué entonces lam entable degeneración: que hubo una colecti­ vidad que mostró, enhiesta y viril, su vigorosa personalidad: esa colectividad fué el C uerpo de Ingenieros de Cam inos. ¿Por qué dió entonces tan alto ejemplo?: Porque mantuvo vivas las virtudes que en nuestra Escuela le inculcaron: pero esto no era suficiente: los más altos valores éticos se agostan en flor como no haya medio de exteriorizarlos: para exterio­ rizarlos es preciso que, adem ás de ellos, aliente en la colec­ tividad el espíritu corporativo; ese espíritu corporativo, que tan ostensiblemente se exteriorizaba en la robusta vida que entonces tenía nuestra A sociación; A sociación que fué el alma de aquel generoso movimiento, que tan alto puso el nombre del Cuerpo. P asaron los años, y con los años los entusiasmos, exte­ riorizados no sólo en mi caso, sino en algunos procesos cé­ lebres, que están en la memoria de los com pañeros de aquel tiempo; se ha ido enfriando lentamente el espíritu corporativo,

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hasta darse recientem ente el caso de que casi la mitad de nuestro C uerpo estaba fuera de la A sociación , y de que fué preciso un heróico rasgo de los com pañeros de la E scuela para que el glorioso órgano de nuestro C uerpo no muriera por inanición. E s de justicia confesar que a lg o h a reaccionado el C u er­ po últimamente; pero como todavía es corriente el desdén de muchos jóvenes por la A sociación y por el órgano de nues­ tro C uerpo, es mi deber decirles que la herm osa página es­ crita por nuestro C uerpo en el caso de mi liberación, y otras no menos herm osas que dejó escritas en casos análogos, no podría ostentarlas nuestro C uerpo en su limpia ejecutoria si no existiera la A sociación y si no se dispusiera de nuestro venerable órgano de publicidad. A l uno y a la otra podrán achacárseles cuantos defectos sea de justicia achacar, y no he sido y o el menos remiso en sacarlos a luz, pero el m antener am bas organizaciones es vital para nuestro Cuerpo, y convencido como esto y que éste que­ daría h o y a la misma altura que quedó en mi caso, es preciso hacer cuanto se pueda para que cuando dicho caso llegue no le falten al C uerpo medios m ateriales de dem ostrar sus virtu ­ des, virtudes que el último de los com pañeros hace votos por­ que v a y a n en aumento, para que, así como en las antiguas edades los altos merecimientos del pueblo-rey fueron tales que bastaba que el ciudadano romano dijera c h is romanus sum, para que fuera considerado, debemos aspirar a que, para ser en todas partes considerados, nos baste con decir: S o y Ingenieros d e Caminos. M adrid, 20 de noviembre de 1929.

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INDICE Páginas. DEDICATORIA ...................................................................................... A modo de prólogo..................................................................................... Post'Scriptum ............................................................................................ I.—Aspiraciones ultramarinas de un ingeniero aspirante II.—Con rumbo hacia allá................................................................. III.—M i llegada .................................................................................... IV.^—Mi posesión ................................................................................. V.—En el servicio de faros.—Un contratista............................. VI.—El Padre Galán............................................................................. VIL—En lucha con los elementos....................................................... VIII.-—La revolución filipina................................................................. IX.—Sic fata voluere........................................................................... X.—La ciudad alegre y confiada.-—¡Sálvese el que pueda!... XI.—^E1 éxodo......................................................................................... XII.— ¡Prisioneros! ................................................................................. XIII.—Donde el cautivo cuenta su vida y sucesos........................... XIV.—Donde se prosigue la historia del cautivo........................... XV.—La santa libertad.......................................................................... XVI.—Rondó final dedicado a mis compañeros jóvenes

5 7 9 11 13

17 21 23 25 29

33 39 43 47 51 55 61 67

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ADVERTENCIA Los Ingenieros de Caminos, que por desco­ nocimiento de su dirección o por extravío, no hubieran recibido este folleto, pueden pedirlo a su autor residente en Madrid, calle de Andrés Mellado, 4, principal, derecha.


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