Pedro Meyer: Notas al margen de la fotografía cubana

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Pedro Meyer: Notas al margen de la fotografía cubana

Pedro Meyer. S/T. Negativo b/n, 35 mm. La Habana, 1983. Id. Ref.: CUCUBACU8383-NN00122


Este ensayo es una versión de un texto anterior, que fue realizado como parte de la curaduría en línea de la exposición Cuba imaginada, dentro del proyecto Herejías, de Pedro Meyer. Todas las imágenes aquí reproducidas son propiedad de Pedro Meyer y se publican por cortesía del autor. Pueden ser consultadas en http://www.pedromeyer.com


Cuba imaginada

Ensayo la posibilidad de relacionar la obra del conocido fotógrafo mexicano con la fotografía cubana contemporánea. Que Pedro Meyer haya realizado más de 5 mil fotos en Cuba durante sus viajes en el período 1978-1986 podría ser razón suficiente para considerar ese conjunto como muy interesante para cualquier estudioso de la fotografía cubana. Sin embargo hay razones de más peso. La primera se refiere a la propia definición de “fotografía cubana”, que aquí asumo como no constreñida territorialmente. No es una definición que pueda ser administrada desde los argumentos de una identidad nacional o de un origen local. Se refiere a un fenómeno cuyo principal atractivo podría estar en su tendencia a la deslocalización, la hibridez y la pluralidad. Por otra parte, creo que es mucho más coherente hablar de lo cubano en la fotografía que de “fotografía cubana”. Y aquí lo cubano lo veo como una imaginación más que como una fisonomía. Es probable que un fotógrafo como Meyer, e incluso muchos de los fotógrafos que trabajan actualmente en Cuba, hayan partido del deseo de representar esa fisonomía, pero lo importante es que su principal referente siempre fue una fisonomía previamente imaginada, y es muy probable que su actividad nunca haya salido de los límites que esa imaginación ha determinado para la representación. Creo fácil de comprender hoy día que incrustarse (o enquistarse) en la imaginación es una de las vías privilegiadas para que los nacionalismos de estado afiancen sus programas ideológicos en la conciencia colectiva. Si la fotografía fue tan importante para el proyecto propagandístico revolucionario en Cuba es porque tal proyecto ha dependido siempre más de la imagen que de la realidad. Y es la imagen de Cuba (o la fantasía de lo cubano) lo que ha dado la vuelta al mundo, complaciendo las expectativas más diversas. Lo que todavía podemos calificar como “fotografía cubana” está unificado por la relación (de aceptación o rechazo, de revisión, crítica o reformulación)


con ese universo imaginario al que “nada cubano le es ajeno”. Lo que define la pertenencia al campo de la “fotografía cubana” es entonces el hecho de estar produciendo imágenes cuyos referentes están sólidamente anclados en ese espacio imaginario que se ha venido construyendo durante décadas, desde el arte, la literatura, los discursos políticos, los lenguajes de la cultura popular o el folclor, los mitos, la historia o incluso las variantes religiosas locales. Parafraseando a Canclini podría decir que Pedro Meyer, al igual que otros muchos fotógrafos que han trabajado en Cuba, "entra y sale" de la fotografía cubana. Eso implica también que su trabajo se ubique en una frontera o en un margen. Hablar de Pedro Meyer "al margen" de la fotografía cubana, no significa entonces que esta obra esté desconectada del referente en cuestión, sino que su relación con ese referente es dinámica e inestable, como marcada por una suerte de sabrosa ubicuidad.

La fotografía imaginada

Es ingenuo suponer que el origen de una buena foto está en la riqueza de la realidad, cuando verdaderamente está en la riqueza de la imaginación. Detrás de una buena fotografía generalmente lo que se encuentra es un enorme esfuerzo y una puesta en práctica del talento para convertir en acontecimiento lo intrascendente. Si dije que Pedro Meyer participa de una imaginación de lo cubano, ahora debo añadir que también construye sus fotos a partir de una imaginación de lo fotográfico. De todos modos es necesario apuntar la diferencia entre buscar la justificación del acto fotográfico en lo fotografiado, o justificar la existencia de lo fotografiado en la foto misma. Lo segundo llevaría a referirse a lo fotográfico como contexto primero para la lectura de la foto. Y a la imaginación como contexto de existencia de la imagen. Claro que Pedro Meyer nunca se permitiría llevar esta tendencia semi-tautológica a sus extremos, puesto que ello supondría negar la conexión entre fotografía e historia, o entre


fotografía y realidad, tal como la han asumido y defendido varias generaciones de fotógrafos documentalistas. En Para qué y para quién se fotografía, Pedro Meyer se hacía eco de una frase de Roland Barthes: “Sea lo que sea lo que ella ofrezca a la vista y sea cual sea la manera empleada, una foto es siempre invisible: no es a ella a quien vemos” (Roland Barthes. La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía. Barcelona, Paidós, 1990. Pág. 34. Véase Pedro Meyer. Para quién y para qué se fotografía. Casa de las Américas. Vol. 25. No. 149. 1985. Págs. 14-21. Versión digital en http://www.pedromeyer.com). Pedro Meyer asumía entonces que lo importante es lo que vemos a través de la foto y, por supuesto, quién y en que circunstancias ve a través de la foto. Es decir, un contexto de preexistencia de lo fotografiado y un contexto de circulación y lectura. Sin embargo, la foto no es invisible per se. Lo es en la medida que el propio mecanismo fotográfico está dirigido a hacer invisible el objeto y con ello, hacerse invisible él mismo. Hacer invisible la foto es un trabajo que se realiza desde la foto misma. Por ello es tan importante para fotógrafos y estudiosos atender a los contextos de la foto como atender a la foto misma en tanto objeto codificado. Entendiendo esto se hace más difícil aceptar el planteamiento de Barthes de que las fotos no tienen código. Por otra parte, es totalmente comprensible la preocupación de los fotógrafos documentalistas y periodistas por el contexto de circulación y lectura de sus fotos. Se debe en principio al deseo de mantener cierto control sobre los significados. En ese control se debería expresar la autoría, como autoridad sobre el contenido ideológico de la obra. El mismo Meyer, en el texto citado, se refiere al “peligro de que las fotografías se vean modificadas en sus contenidos por los contextos en que circulan”. A estas alturas creo que Meyer aceptaría que, más que un “peligro”, se trata de una condición


propia del fenómeno de circulación y consumo de las imágenes. Condición peligrosa, ciertamente, pero condición sine qua non. Esta condición es mucho más obvia y más tolerada (más inofensiva aparentemente) cuando se trata de la circulación de obras de arte tradicionales. Pero creo que el significado de una fotografía no tiene por qué ser más inalterable que el de una pintura o una escultura. Si esperamos que lo sea es porque asociamos el valor de verdad de una foto a cierta estabilidad de los significados. Y porque el fotógrafo asume que ese valor de verdad es también un mecanismo que lo legitima como autor. Cuando alguien dice que “las fotografías no mienten”, en realidad quiere decir que los fotógrafos no mienten. El propio Pedro Meyer ha demostrado con su obra que ambas aseveraciones están sostenidas sobre bases falsas.

La des-realización de lo real

En este conjunto de fotos son muy pocas las que explotan el recurso de lo insólito. Ninguna surgió de un afán de espectacularidad. No se nota ninguna prisa del fotógrafo por encontrar lo "interesante" o lo contradictorio. Prácticamente nada de lo fotografiado pudiera ser catalogado como un "evento". Al contrario, es la foto misma la que se constituye en un acontecimiento. Hay un toque de ensimismamiento en esta manera de fotografiar. El autor está más concentrado en el hecho fotográfico que en el hecho fotografiado. Una de las consecuencias es la pulcritud de cada foto. La otra es el tono de irrealidad con que se impregnan muchas de ellas. La imagen parece surgir de una desrealización de lo real.


Pedro Meyer. S/T. Negativo color, 35 mm. La Habana, 1986. Id. Ref. : CUCUBACU8686-NC00365

Sin embargo, hay ejemplos muy sofisticados de lo que me gusta calificar como un “paradigma surrealista”. Uno de los más interesantes es ese “encuentro” de la máquina de coser y el grabado tirados en la calle, en lo que parece una especie de venta de garage o “plan tareco” (modalidad cubana de reciclaje, en la que la gente decide deshacerse de los objetos que considera ya definitivamente inservibles, dejándolos en la calle para que los vecinos los recojan y les busquen utilidad). La escena de Otelo representada en el grabado, y la máquina de coser (pintada de azul) crean un circuito de contrastes y de significados que se completa con los pies de un transeúnte en segundo plano. En general, todos los objetos parecen artificiales, como extraídos del almacén de atrezos de un teatro de segunda. Hay un subtexto que gira en torno a la idea de montaje (montaje visual, pero también montaje teatral), a la representación y el drama. Al mismo tiempo asistimos a la exhibición de objetos que


vienen impregnados todavía del ambiente doméstico, y que portan cierto aire inofensivo (cierta mansedumbre) y que convocan a la nostalgia. En otra toma, aparentemente del mismo sitio, se observa a algunas personas inspeccionando los vetustos objetos, y entonces se rompe la autosuficiencia de los significados, conservados en la relación contradictoria entre las cosas, y la foto se abre a la lectura de la realidad depauperada y la decadencia del consumo (o más bien el consumo de la decadencia) que han imperado en Cuba durante décadas.

La calle

La calle es uno de los lugares protagónicos en las fotos de Meyer y es el contexto en que se percibe una mayor capacidad de invención e improvisación, y una más rica relación con los sujetos fotografiados. Uno de los detalles que más me llaman la atención en estas fotos es el tipo de relación visual que se establece entre el fotógrafo y los fotografiados. Es una relación de colaboración y de complicidad, donde la mirada del sujeto es fundamental para establecer la estructura de la foto, tanto como para percibir la relación afectiva en que se vio involucrado el fotógrafo, la que nos es transferida por la fotografía.


Pedro Meyer. S/T. 2003. Imagen modificada digitalmente a partir de dos originales de 1986. Id. Ref.: CUCUBACUSSFF-FD00013

El elemento subjetivo de más peso en estas fotos de Pedro Meyer es la frontalidad. Y ésta resulta más efectiva en las fotografías de la calle y en esos retratos que parecen construidos a partir de la mirada fotografiada. Lo más interesante es que Meyer no solamente busca la mirada que enfrenta a la cámara, sino que capta igualmente el modo en que se relacionan los sujetos entre sí. En esos casos, la mirada, además de ser un recurso para subjetivar la foto, es también el recurso para sugerir las conexiones entre distintos sujetos. No son menos sugerentes los casos en que el encuadre corta a una figura a la altura de los ojos y nos enfrenta a una mirada ausente, que presentimos y completamos. Entonces la foto aparece con toda la fuerza de su poder evocativo. Incluso hay casos en que la foto sorprende a las personas de espaldas, y sin embargo asumen una dirección en la composición que es equivalente a las líneas imaginarias de la mirada.


Uno de los ejemplos más elocuentes es la fotografía de la mujer negra que está parada en el cementerio. La cámara la toma de espaldas, de modo que toda la firmeza de la figura está concentrada en la nuca y los hombros de la mujer, así como en la sugerencia de la mirada que se dirige a las tumbas. La composición piramidal, tan consistentemente adherida a la tierra (o a las tumbas) le da un carácter monumental a la foto. Aquí el fotógrafo parece ubicarse en la posición de la mujer fotografiada. De modo que no es solamente una posición física, sino también una posición subjetiva.

Pedro Meyer. Cementerio chino. Negativo b/n, 35 mm, 1979. Id. Ref.: CUCUBACU7980-NN03504

Esa fotografía pertenece a una serie de mujeres con “rulos” que Meyer fotografió ampliamente en La Habana. Sin embargo puede ser extraída de la serie y funcionar independientemente como uno de los iconos más expresivos que el fotógrafo logró construir en su visión de Cuba. De momento parece más importante lo que está mirando la mujer que lo que el fotógrafo vio en ella y, en consecuencia, adquiere mayor


relevancia la fotografía como juego de posiciones, incluso como préstamo de lugares, que como simple representación de un tema recurrente. Aquí me parece importante señalar el respeto con que el fotógrafo trata la figura de la mujer, incluso podemos entenderla como un ejemplo de respeto a lo que Susan Sontag hubiera llamado “el dolor de los demás”.

Escaparates, estatuas y héroes

La serie de escaparates fotografiados por Pedro Meyer muestra el paisaje monótono y árido que rodeó los hábitos de consumo de los cubanos durante varias décadas. Estas fotos, tomadas a principios de la década de los ochentas, tienen como contexto ese paréntesis que vivió la economía cubana antes de la caída del bloque soviético. Un paréntesis (dicho sea de paso) de relativa bonanza, donde las mercancías pertenecientes a un capitalismo añorado (y también en gran medida, imaginado) eran sustituidas por la modesta producción nacional y los productos provenientes del llamado “campo socialista”.


Pedro Meyer. S/T. Negativo b/n, 35 mm. La Habana, 1983

Sin embargo, mirando este conjunto de fotografías, entendemos que el motivo principal no es el tema de la abundancia, ni tampoco el de las carencias. El impulso que lleva a fotografiar estas vidrieras es eminentemente visual. Porque estos lugares, que tanta importancia tienen dentro de la fisonomía de toda ciudad moderna, probablemente aparecieron ante los ojos del fotógrafo como espacios sui generis, constituyentes de una apariencia particular, dada su ambigua ubicación entre lo vacío y lo lleno, entre la opacidad y la transparencia, entre lo lógico y lo absurdo, entre la imagen y el texto. El escaparate, como lugar de exhibición, es también el altar donde se rinde culto a la fantasía que proviene del deseo insatisfecho. Allí, hasta la figura omnipresente del héroe nacional adquiere el mismo matiz irreal de los maniquíes desarticulados. Una fotografía que muestra el busto de José Martí arrinconado tras un vidrio, bien puede ser leída como una metáfora sobre el desplazamiento de la historia por la ilusión. Al igual que el resto


de los objetos exhibidos en los escaparates de las tiendas, la estatua del héroe carece incluso de la capacidad para convertirse en fetiche. Es un objeto inerte, casi invisible para los transeúntes, y sin embargo, atractivo para la mirada del fotógrafo, siempre ávido de asombros. Otra estatua de José Martí me ha llamado la atención entre las fotos de Pedro Meyer. Hay varios retratos tomados a Nicolás Guillén, en los que el poeta posa junto a la escultura. La coincidencia es relevante dado que Guillén fue proclamado “poeta nacional” por el gobierno revolucionario, mientras que Martí fue compensado con el título de “héroe nacional”. Que Guillén aparezca junto a la estatua puede ser entendido como un homenaje a quien fuera calificado como Maestro por varias generaciones de intelectuales cubanos. Sin embargo, en términos de retórica visual, el recurso es demasiado simple y convierte estos retratos en imágenes previsibles. Más interés me despertó la foto donde la estatua aparece sola, casi al tamaño natural, flanqueando una puerta, probablemente en la sede de la UNEAC, que dirigiera Guillén hasta su muerte. Ahí la figura del héroe se reviste de una dignidad funeraria, que no deja de resultar impactante. No es el único caso en que Meyer se muestra atraído por ese juego ente realidad e ilusión, y “retrata” esculturas, destacando la relación coherente de éstas con su ambiente. Una réplica de Afrodita en el jardín es fotografiada de modo que se destaque la morbilidad del busto. La luz ayuda a recrear los volúmenes, mientras la sombra cayendo sobre el rostro le otorga naturalidad al gesto. Aquí, como en la estatua de Martí, se sugiere la mirada en los ojos de piedra. El segundo plano, hábilmente recortado, parece pertenecer a la misma naturaleza que la escultura. Toda la escena tiene un aire de montaje, que no deja de poseer una sutil elegancia. Me atrevería a sugerir que de ese impulso por el “montaje” entre lo real y lo artificial han surgido también muchas


de las obras realizadas por Meyer con la tecnología digital. De hecho, la segunda versión de esa foto es un buen ejemplo de esto último.

Izq.: Pedro Meyer. S/T. Negativo b/n, 35 mm. 1982. Id. Ref.: CUCUBACU8282-NN00065 Der.: Pedro Meyer. Desnudo en La Habana. Imagen modificada digitalmente, 1982. Id. Ref.: CUCUBACUSSFF-FD0002

Fotografía e itinerancia

Louis Kaplan comienza su ensayo sobre la obra digital de Pedro Meyer enfatizando su pertenencia a una diáspora cultural y su tendencia al desplazamiento intercontinental. (Véase Louis Kaplan. Pedro Meyer: Becoming Photo-Digital. En The Real and the True. The Digital Photography of Pedro Meyer. Berkeley. New Riders. 2006. Págs. 215) Aunque el origen de esta condición seminómada puede encontrarse en su propia raíz biográfica, no tengo dudas de que el oficio de fotógrafo documentalista obliga a mantenerse siempre en esa especie de itinerancia. Esto va más allá de una idea del fotógrafo como “paseante”. Tiene que ver con la necesidad de la presencia. El fotógrafo necesita presenciar el mundo. Y esa necesidad de presencia lo lleva a una percepción general que va más allá de las fronteras geográficas. Al mismo tiempo el resultado es una presentación fragmentada, que suele enfatizar las diferencias. Ya sería inconcebible una mirada que pretendiera homogenizar a la humanidad en los términos que se le critican a Steichen, por ejemplo. El “mundo”, para un fotógrafo como Pedro Meyer, está constituido por un conjunto de particularidades a veces


inconciliables. De ahí que cualquier revisión de su obra deba respetar las distancias entre diferentes contextos sociales y culturales fotografiados. Insisto en que esto vale para una “visión del mundo”, pero no para una visión de lo fotográfico, pues esta última contiene rasgos de homogeneidad que son los que dan la perspectiva de un estilo individual. Estos elementos de homogeneidad son los que unifican una obra tan fragmentada y tan sostenida en lo local. Lo cierto es que mucha de la fotografía documental se construye gracias a este personaje que se hace presa de una especie de vagabundear. Para el fotógrafo, andar la ciudad es recorrerla con la mirada o caminarla con los ojos. Su paseo se detiene momentáneamente cuando descubre que ciertas cosas, o ciertas personas, le devuelven la mirada. El asombro es uno de los efectos más estimulantes del ejercicio de mirar. Ese tema de la ciudad como objeto de la mirada recorre todo el ensayo de Benjamin Sobre algunos temas en Baudelaire. Allí también está implícita la crítica a la fotografía por el supuesto de que “…la mirada debía dirigirse hacia la máquina…mientras que la máquina recogía la imagen del hombre sin devolverle siquiera la mirada”. (Walter Benjamin. Op. Cit. Pág. 120) De ahí deduce Benjamin lo que en la daguerrotipia debía ser sentido como “inhumano” e incluso como “asesino”. Y con este último término se refiere a la aniquilación del aura, pues “advertir el aura de una cosa significa dotarla de la capacidad de mirar”. Pero si tal es el problema, entonces la fotografía de instantáneas quedaría exenta de culpa respecto a la muerte del aura, puesto que el fotógrafo dedica más tiempo a mirar que a tomar la foto, mientras que el sujeto que mira a la cámara sabe que está enfrentando (devolviendo) una mirada. La cámara no es ya un aparato deshumanizado, frío y ciego. En La cámara lúcida, Barthes dice: “Para mí, el órgano del fotógrafo no es el ojo (que me aterra), es el dedo…” Dejo de lado su énfasis en el dedo, planteado en el contexto de su


interpretación del sonido (clic) de la cámara, y me concentro en lo que plantea entre paréntesis y casi entre líneas: “que me aterra”. Creo que se refiere a esa sensación incómoda que muchos experimentamos frente a la cámara, no porque no nos devuelva la mirada, como sugiere Benjamin, sino al contrario, porque nos sabemos observados con un nivel de detalle incisivo.

Pedro Meyer. S/T. Negativo color, 35 mm. 1986. Id. Ref.: CUCUBACU8686-NC00004

Algo me llama la atención de los sujetos que fotografió Pedro Meyer en Cuba: no parecen estar “aterrados” por el ojo del fotógrafo. La mayor parte de las veces parecen fascinados, no solamente por el ojo y no solamente por la cámara, sino también por el fotógrafo. La presencia del fotógrafo parece otorgar nuevos sentidos y nueva relevancia a la existencia y a la realidad de los sujetos que se saben observados. Pero también puede crear una especie de enigma, porque la gente fotografiada en sus actividades cotidianas escasamente podrá descubrir qué es lo que lo convierte en interesante para el


fotógrafo. La presencia de la cámara les hace sentir que están protagonizando un espectáculo, pero no conocen exactamente el guión. Mientras los fotógrafos intentan reflejar con realismo las circunstancias de una sociedad como la cubana, los fotografiados disfrutan el hecho de que la fotografía convierte su circunstancia ordinaria en una ficción estética.

Una hermosa lámpara oscura (o Vermeer en La Habana)

Pedro Meyer. Vermeer en La Habana. Negativo b/n, 35 mm. 1979. Id. Ref.: CUCUBACU7980-NN02615

Entre las fotografías que hizo Pedro Meyer en Cuba se destaca un hermoso retrato de una muchacha negra, que porta en lo alto de su cabeza unos rulos de cartón (presumiblemente usados en su origen para enrollar papel), rematando el tocado con un pañuelo blanco, semitransparente. La joven tiene una expresión abstraída y una mirada ligeramente melancólica. Las pestañas largas, las cejas delineadas y el cuello esbelto ayudan a destacar su rostro que, visto de perfil, asume una belleza atemporal.


La esbeltez del cuello se refuerza con la extensión que dan los rulos a lo alto de la cabeza. En consecuencia, la figura adquiere una ligereza y un candor, dignos de una imagen renacentista. De hecho, no puedo evitar asociar esa composición a la de La muchacha del arete de perlas, de Vermeer. Hay una especie de pregnancia de la imagen pictórica en la fotográfica, que hace que la segunda contenga lo que Barthes llamaría “el aire” de la primera. Creo que es lo más cercano al “aura” que buscaba Benjamín: esa manifestación de una “lejanía” que nos permite entender que el origen de la obra no está en el momento de su producción, sino en el devenir de una imaginación que la obra encarna. No deja de ser interesante, y contradictorio de alguna manera, que una obra tan rica en información estética haya surgido de la relación inmediata entre la cámara fotográfica y una realidad tan poco ideal como La Habana de 1979. El carácter de excepción de esta foto dentro de la serie a la que pertenece daría pie incluso para un comentario sobre los distintos modos de manifestación de lo estético en la fotografía directa. Aquí el retrato fotográfico adquiriría un rango especial por su inserción en una tradición iconográfica que antecede con mucho al surgimiento de la fotografía y en la que lo estético siempre va a ir más allá de las exigencias inmediatas del documento. Dentro de ese devenir yo incluiría una imagen que se encuentra en el polo opuesto de la tradición que encarna La muchacha del arete de perla. Me refiero a la escultura en bronce de Ifé del siglo XVIII, conocida como Reina madre. Esta figura posee un aire idealizado semejante a las obras que he comentado. Contiene además rasgos étnicos que de alguna manera son evocados por el retrato realizado por Meyer. Y, vista desde un ángulo semejante al de la foto, muestra el mismo tipo de composición estilizada, basada en el alargamiento del cuello y la extensión de la cabeza en el tocado.


Los rolos, los cheos, los negros…

La serie de mujeres con rulos (“rolos”, según como se pronuncia la palabra en Cuba) la hizo Pedro Meyer entre 1979 y 1980. De todas las fotos que hizo Meyer en Cuba, probablemente sean éstas las que tienen un toque más pintoresco. En su origen, los rulos no fueron concebidos como ornamentales, sino simplemente como parte del instrumental de la peluquería, utilizado para moldear el cabello. Su uso debería ser privado, pero en algún momento se puso de moda su exhibición. Probablemente Cuba no fue el único lugar donde eso ocurrió, pero algo debe haber tenido de interesante y, sobre todo, de representativo, para que el fotógrafo decidiera convertir el tema en prácticamente un ensayo visual. Por lo menos llama la atención el cruce entre lo público y lo privado que, sin dudas, es representativo de las expresiones más populares de la cultura cubana. De hecho, una parte de la población cubana sigue considerando la exhibición de los rulos como una costumbre de mal gusto, sobre todo vinculada a los hábitos de las mujeres negras o mestizas. Comoquiera, es una costumbre bastante extendida entre mujeres de todos los sectores. Las fotografías de Meyer en Cuba coinciden con obras contemporáneas de Mario García Joya o María Eugenia Haya, quienes a principios de los años ochentas trabajaban muy concentrados en las expresiones y las apariencias de la cultura popular y el kitsch, aparentemente restando un poco de exaltación populista a la construcción imaginaria de lo cubano. Sin embargo Meyer introduce una mirada más intensa sobre la figura femenina. Y esto hace que su serie sea una muestra representativa del lugar que ocupa la presencia femenina en el espacio público. Esta serie resume varias de las opciones que maneja Pedro Meyer, al menos durante su trabajo en Cuba. Aquí adquiere especial importancia el recurso de la mirada a la cámara,


pues la relación fotógrafo-fotografiado se hace más sugerente por estar mediada por la relación mirada masculina-mirada femenina. La mirada femenina que confronta a la cámara, a veces con un sesgo provocativo, hace más dinámica una relación que usualmente es entendida como unidireccional. La mayoría de las mujeres representadas en este conjunto de fotos son negras o mestizas. Creo que una vez más es válido distraerse del asunto principal de la serie para llamar la atención sobre lo que puede estar aportando como mirada fotográfica sobre la componente étnica de la sociedad cubana. Este es un tema que ya antes ha sido objeto de mi atención, puesto que considero que la representación del sujeto negro en la fotografía cubana también ha sido históricamente determinada (a propósito puede consultarse mi artículo Marginación y carnaval. La imagen del negro en la fotografía cubana, en: http://www.tau.ac.il/eial/IX_1/molina.html). Hay una fotografía de Meyer que me resulta sumamente ejemplar en ese contexto de análisis. La considero también una de las mejores fotos que hizo ese autor en Cuba. Y aquí me creo obligado a dar una explicación un poco más extensa. La foto es buena como retrato, es decir, en el contexto de una relación entre el sujeto y su representación. Pero sobre todo es buena (también como retrato) en la medida en que la representación del sujeto se convierte en la representación de un tipo social.


Pedro Meyer. S/T. Negativo b/n, 35 mm. 1979. Id. Ref.: CUCUBACU7980-NNOO838

Ninguna otra foto de las que hizo Meyer en Cuba resume mejor las características de lo que en la Isla se denomina todavía como “cheo”. Esa denominación, en el nivel más elemental, se refiere a un sujeto, generalmente negro (aunque no exclusivamente) que se mantiene (en sus hábitos, su ideología y su universo simbólico) al margen de la cultura oficial, tanto como al margen de la llamada “alta cultura”. En algunos aspectos parece todavía conservar la herencia marginal de aquel tipo que Fernando Ortiz estudió bajo la terminología de “negro curro”, y que desde la década de 1970 fue calificado en Cuba como “negro guapo”. Esa fotografía de un negro sentado en una esquina, con un radio bastante llamativo, y un vestuario típico, merece mucho más espacio del que aquí voy a dedicar. Sin embargo, no puedo evitar decir que, para mí, existen muy pocos documentos visuales tan exhaustivos de lo que ha sido la representación del negro en la cultura cubana durante


los últimos cincuenta años. Y a este planteamiento debo añadir lo que ya no puede ser más que un epílogo a este artículo: La mayor parte de las fotografías que yo considero imprescindibles para reconstruir mi memoria como cubano se las debo a fotógrafos no cubanos. Reconocer esto me lleva a definir mi posición frente a algunos temas que han regido la discusión sobre la fotografía latinoamericana y, en general, cualquier discusión basada en el fetiche de las identidades nacionales o regionales. Creo que estudiar la fotografía desde una perspectiva nacional o regional obliga a enfrentar cada espacio cultural como algo que no se restringe a límites geopolíticos. Obliga, en consecuencia, a considerar la nación como un ámbito de cruces y de reconstrucciones constantes, no como una entidad estable y definible. Obliga igualmente a entender el lugar de las representaciones en la construcción de la historia de cada país (de hecho, nos lleva a aceptar que la Historia es una representación más). Nos pone a enfrentar la identidad como algo indisociable de los discursos. Y es un buen ejercicio para empezar a desconfiar de los discursos. De alguna manera mi identidad -y con esto me refiero básicamente a mi memoria- está al margen de la fotografía cubana. Tal vez esto se deba a mi condición de emigrado, pero tal vez la condición de emigrado sea la más propicia a tal efecto. Finalmente, la distancia es lo más coherente con el recuerdo. Y la identidad parece no ser más que el resultado de un esfuerzo íntimo por recordar quiénes somos, lo que es decir, quiénes fuimos y, tal vez, quiénes nunca volveremos a ser.

Juan Antonio Molina México, 1997-1999


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