EL EMISARIO SECRETO
JORGE CALVO
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Jorge Calvo
EL EMISARIO SECRETO
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El emisario secreto Jorge Calvo
Montecristo Cartonero 2016 Diagramación a cargo de Juan Cifuentes Diseño por Juan Cifuentes Ilustración: “Arte erótico, mujer-retratos-senos”, Ernest Descals, 2010 Impreso en los talleres de Montecristo Cartonero Corregidor Fernando de Alvarado 8, Hacienda Los Fundadores, Chillán Viejo, Chile Esta obra está licenciada bajo la Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.
Se permite la reproducción parcial o total de la obra sin fines de lucro y con autorización previa del autor.
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“Como si, de todos modos, no se tratara de matar el tiempo...�. La oscuridad no miente G. Bataille
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“- ¿Cómo? ¿Comulga usted? - Claro. - ¿Cree usted en Dios? ¿Literalmente, católicamente? - Si no creyera, no me confesaría ni comulgaría. ¡No fantasee usted! Los principios de mi futuro marido son los míos. Y su madre es como si fuera casi mi madre. ¡Ya verá usted qué mujer es! Para mí es un honor entrar en aquella familia. Y al cabo de un rato añadió, mientras animaba a los caballos con un golpe de riendas: - Por lo menos es seguro que si me caso con él no hare nada con otros.” La seducción. W. Gombrowicz
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PRESENTACIÓN: EL EMISARIO SECRETO
La técnica o ejercicio escritural como tal, no sólo representa el desafío de empalmar las ideas adecuadas para lograr la continuidad de un relato, sino que incluye la propuesta emocional de la misma. Escribir no es sólo la práctica de llevar al papel los vocablos, es la amalgama entre lo que se lee y se escribe, esta aleación entre la diversidad de lecturas y los escritos confiere a cada escritor un estilo propio y en consecuencia una voz particular. Jorge Calvo Rojas, escritor chileno, tiene oficio y técnica. Sus obras han sido premiadas, traducidas y valoradas tanto en nuestro país como en el extranjero, además de encabezar talleres literarios y dirigir su propia editorial. Los nueve relatos que nos presenta en El Emisario secreto, tienen una prosa exuberante e historias que tienen el sello del erotismo en una forma elegante y precisa, lo que no es fácil de lograr. Sus personajes están todos bien enmarcados en un tiempo y lugar y las historias que suceden en Chile son reconocibles; por ejemplo, en “Lecturas iniciáticas” que abre los fuegos, podemos evocar las calles de Santiago y al mismo tiempo nos invita a “iniciar” lecturas de autores como André Malraux (París, 1901 - 1976), Naguib Mahfuz. (El Cairo, 1911-2006), por nombrar algunos. Narrar literatura erótica, mantener la delicadeza y la sensualidad alejada de la vulgaridad no es un cometido fácil. Sin embargo, el autor demuestra su astucia y su manejo de vocabulario sin caer en lugares comunes o frases hechas. Y se agradece que evite el fetichismo y las exageraciones. Una de las fortalezas de los cuentos reunidos es la naturalidad con la que los personajes se presentan en escenas cotidianas y reconocibles. Los protagonistas, las descripciones de lugares y sucesos es siempre precisa, acotada con un ritmo en aceleración cuando la descripción nos lleva a los momentos eróticos, en unos relatos más enfáticos que otros. Distingo en este sentido los cuentos: “Ante ellos por miedo”, “Un buen cliente” y la narración que da el título a este compilado “El Emisario secreto”, en todos ellos los acontecimientos concupiscentes son narrados con gracia y estilo. El autor no sólo conoce su oficio y lo maneja a gusto, sino también es un destacado jugador de ajedrez y como buen estratega, este juego convertido en deporte por el Comité Olímpico Internacional no podía faltar. “La celada decisiva”, nos introduce en los últimos años 11
de la década del ’20 y nos propone la fabulosa historia de un jugador convertido en mito al no perder nunca una partida. El universo erótico creado por Jorge Calvo en este libro, presenta personajes principales que no tienen nombre ni edad. Sus personajes femeninos, agobiados por la rutina y por ceder en “Tedio y vértigo” y “Sin embargo el magma”, respectivamente. En ambos las protagonistas se desdibujan de sí mismas en las situaciones amatorias, pero sin librarse de su agonía. En los relatos: “Lecturas iniciáticas”, “Tren al sur”, “La última trinchera” y “Un buen cliente”, los protagonistas masculinos, relatan en primera persona sus acontecimientos, en tiempo presente, concediéndonos como lectores ir acompañándolos en sus acciones. Cada uno de ellos, con personalidad y carácter bien definidos. No sólo hay sensualidad, también hay crítica social, por ejemplo, en el relato “Un buen cliente”, el autor imprime al centro comercial (mall) el significado de “catedral de nuestro tiempo”, una metáfora que combina con el carácter propio del protagonista que manifiesta durante toda la narración su indignación por el trato entre vendedor y cliente. Siguiendo el lineamiento de crítica social “La última trinchera”, nos permite descubrir el mundo desolado de los centros psiquiátricos. El Emisario secreto nos presenta, historias sensuales, inteligentes, con personajes bien definidos, con escenas amatorias elegantemente descritas. Se supera así mismo el escritor, evitando repetirse, evitando que los relatos se parezcan entre sí, y eso finalmente es lo que el lector agradece. María Ángeles Barrera Jofré
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LECTURAS INICIÁTICAS “Y era más escurridiza incluso que un pez, pues, al fin y al cabo, un pez tiene escamas y ella no tenía.”
Trópico de capricornio.
H. Miller.
A pesar de su belleza aquella ejecutiva de cuentas no me despertaba ningún sentimiento. Envuelta en un aura glacial, parecía fugada de un desfile de modas; larga y lisa melena aplatinada, piel radiante, labios finos y sonrisa políticamente impecable. Recibió la carpeta que le tendía, le echó una rápida ojeada, ni revisó los papeles y levantándose unos milímetros de la silla para mirarme por arriba del marco de los lentes, con voz virtual dijo: - “Está bien Pedro, déjelo no más, ahora mismo lo envío a la división jurídica y si falta algo le doy una llamadita ¿Tengo su número? no es cierto... - “Claro...” respondí manteniendo la serenidad. Intentaba prolongar la entrevista unos minutos. Deseaba hacerle otra pregunta, me gustaba la idea de conocerla mejor, invitarla a un cigarrillo, un café y de ser posible hasta una copa de champagne. Pero no alcancé a decir nada, ni pío. En ese instante asomó por la puerta un tipo con aspecto de galán de tele; alto, rubio, ojos claros, chaqueta color acero, camisa canela, corbata concho de vino, y le envió una sonrisa suave unida a un “Buenos días, Carola ¿Qué tal?” Ella se derritió. Abriendo los brazos y mostrándole las palmas de las manos exclamó “Patriiicio...” Con la boca abierta, enseñándole los dientes níveos “Holaaa, tanto tiempo, justo estaba pensando en ti, adelante, pasa no más... pasa si nosotros con el señor aquí ya terminamos” dijo mientras me hacía chao con los deditos y se ponía de pie y -contoneando las caderas- salía a recibirlo con un sonoro beso en la mejilla. “Lo que es a mí ni siquiera me dio la mano”, me dije incorporándome de la silla. “Eso sería todo” pensé saliendo del cuchitril, convencido que ella perfectamente podía ser la versión femenina de Bartebly. Bueno, en todo caso había cumplido. Germán 15
Hidalgo, el profe de estrategias empresariales de la universidad me embarcó en el proyecto. Una tarde en que discutíamos la idea del negocio, apuntándome con el índice contra el pecho dijo “¿Sabes? Te lo propongo a ti porque eres el ayudante más inteligente que he tenido en los últimos diez años” Ahora somos socios, acabo de entregar todos los documentos para iniciar actividades con el City Bank y apenas nos aprueben la cuenta y la línea de crédito “We are back in bussines” como diría el capitán Ahab sobre la cubierta del Pequod disponiéndose a levar anclas para zarpar en busca de Moby Dick. ¿Sería capaz aquel jovencito, con sus ojos claros y su sonrisa ligera, de enfrentarse a la ballena blanca? No lo creo. ¿Pero eso a quién le puede interesar?. Claro, a nadie más que a mí, pienso saliendo del Banco por las escalinatas que dan a calle Agustinas. La acera opuesta a la iglesia se ve casi vacía a esta hora de la mañana, aun es temprano y una ráfaga de viento helado arrastra papeles amarillos junto al borde de la cuneta. Me detengo ante el escaparate de una librería y reflejada en el vidrio mi imagen me repite algo que ya sé muy bien. Tal vez llueva o algún día me convierta en el despreocupado propietario de un Ferrari rojo malibu pero sin duda seguiré siendo el mismo de siempre, un hombre de porte más bien bajo, algo rechoncho, pelo chuzo y ademanes lerdos. Y no existe nada en esta realidad ni en otra que se pueda hacer al respecto. Si voy a ser lúcido debería aceptar que “Gregorio Samsa soy yo” La única novedad es que hace dos días cumplí veintisiete. Reviso los títulos de los libros, por si hubiera llegado alguno interesante. Entre El Cazador en el Zenteno de Salinger y una edición fresca de las Antimemorias de Malraux reluce una antología de Cuentos Eróticos. En eso la escucho avanzar por mi izquierda, con los puntudos tacos golpeando iracundos el pavimento, como si fuera atrasada a apagar un incendio, tenue y elástica pasa a mis espaldas, dejando el aire impregnado a un aroma exótico, como a grosellas indígenas. Me inclino unos centímetros simulando curiosidad en un texto de Neruda y la sigo por el rabillo, cabellera ensortijada, color ambarino, cayendo al descuido sobre los delgados y rectos hombros, chaquetilla ajustada a la estrecha cintura y turbulentas piernas apenas cubiertas por la escuálida minifalda de oficinista. Poco antes de llegar a la esquina se introduce a una cafetería. ¿Por qué razón ella no es mi pareja? “Eres igualito a tu padre, un bueno para nada, un inútil” solía repetir mi madre. La pobre yace ahora en un nicho del block 44 del 16
Cementerio General. Y el viejo se hizo humo, se fue tras los pasos de una vendedora de seguros, que le pintó una vida mejor en una estancia con vacas en Argentina. De vez en cuando escribe o envía un giro. Así es la vida. Qué se le va a hacer. De pequeñín me matricularon en un colegio mixto y, ya entonces, las muchachas me evitaban. A veces, en los recreos cuchicheaban y soltaban risitas entre ellas, lanzándome miradas torvas. Una vez hicieron una apuesta y enviaron una emisaria a preguntarme “Si siempre había sido igual” “Cómo” pregunté yo. “Con esa pinta de bicharraco” respondió ella y todas soltaron al unísono la carcajada. Cuando daban tareas en grupos ninguna quería trabajar conmigo. Para los bailes estudiantiles me refugiaba en algún rincón en penumbras a oír música, fumar un cigarrillo y verlos bailar a los pintudos del curso que siempre se acaparaban a las más bellas. Llegar a esta edad sin haber tenido jamás polola es difícil, el ánimo decae y uno se bajonea. Y no por eso he llevado una vida de privaciones. La primera vez, -hace ya bastante tiempo- fue con una chica que sin más me abordó en el parque. Empezaba el verano, hacía calor, y yo, sentado en un banco, bajo la sombra de un árbol, me encontraba absorto en la lectura de La peste. De pronto, sin que me diera cuenta, ella apareció sentada junto a mí, en el mismo banco, tratando de mirar como al descuido por encima de mi hombro. Curiosa por saber que leía yo con tanto entusiasmo, hasta que ya no aguanto más y me preguntó ¿No te aburres? Llevaba la blusa entreabierta y se le veía la curva de un seno desnudo coronado por un enorme pezón color púrpura. Supongo que sonreí algo asorochado. Con voz melosa me pidió que le leyera unas líneas para ver si el libro era entretenido. Leí el párrafo donde el doctor Rieux al volver a casa descubre una rata muerta. Me interrumpió con una mueca de fastidio, tenía una mirada escéptica, algo turbia. Inclinándose, acercó su boca a mi mejilla y con voz cálida, casi en susurro, sugirió que mejor podríamos ir a un hotel. Estuvimos una hora juntos o algo así. Cuando terminamos se vistió de inmediato y mientras encendía un cigarrillo me dijo: “Podrías ayudarme con dos billetes de diez mil, fíjate que esta mañana los desatinados de Chilectra cortaron la luz de mi casa..., imagínate, que bochorno...” Junto con los billetes, al separarnos, ella se llevó también mi castidad. Nunca más la volví a ver. Se hace lo que puede, me digo dudando en ingresar a la libre ría a comprar el volumen de cuentos 17
eróticos, tema que me interesa. Finalmente opto por continuar por Agustinas y unos metros más allá me introduzco a la cafetería. Está casi desierta. Detrás del mostrador un joven de delantal blanco y expresión ausente le saca brillo a unas tazas. En un rincón junto a los ventanales que dan a la calle se encuentra la muchacha de los tacos altos, bebiendo un café con leche y comiéndose un strudel. Decidido avanzo en dirección a su mesa y sin titubear procedo a sentarme, como si eso fuera parte de las cosas que harán felices a la humanidad. Con el strudel suspendido ante sus labios entreabiertos me observa con inquietud y preocupación, como si yo fuera el inesperado portador de noticias temibles. Manteniendo la serenidad la contemplo sin pestañear, hasta que ella saliendo de su asombro articula la siguiente interrogante. - ¿Usted quién es? ¿Qué desea? Respiro profundo buscando fuerzas ya que siempre he tenido dificultades para los diálogos improvisados y con la mayor naturalidad digo - Buenos días... esto se ve tan vacío, que pues me pareció oportuno acompañarla con un café... - Ahhhhh.... - Si no le molesta ... - ¿Qué se ha creído...? - Es usted tan increíblemente bella que no pude evitarlo - Retírese de inmediato - Sólo un café... - Qué prefiere ¿me pongo a gritar o llamo a carabineros? - Si le parece tan mal me retiro, pero habría sido muy agradable - Fresco, insolente... Salgo a la calle reconociendo que me fue pésimo, pero después de todo no es tan grave. Ya lo he intentado antes, numerosas veces y siempre con el mismo resultado catastrófico. Y aunque parezca imposible, y algunos se rían o me critiquen, a cada nuevo intento según la ley de probabilidades- mis posibilidades aumentan poderosamente. No pueden decir siempre que no. No me cabe dudas que un día, existirá al menos una, que acepte. Vivo para ese momento. Al fin y al cabo se hace lo que se puede. Al fin y al cabo solo se trata de conseguir una mujer. Hasta ahora mis experiencias se han reducido a las chicas de café, las que bambolean el trasero y el ombligo detrás de la barra y en ocasiones, por unos billetes, aceptan 18
acompañarme a un hotel. Son polvos precarios, equívocos, sin ímpetu, de bocas mezquinas, incapaces de una sonrisa o un beso. Breve restregarse de cuerpos ajenos, licuados en mecánica animalidad, que huelen a baba, a sudor, a muerte. Aunque las hay riquísimas también. Me he ido acostumbrando. Desde los tiempos de la universidad. Ingresé a la carrera de contabilidad y allí todos los machucantes conocían las picadas. A la salida de clases, casi siempre antes de irnos a preparar alguna prueba, insistían en que pasáramos a un Topless o un Café con piernas; a visitar a las minas. Chicas lindas, y sin complicaciones, que a cambio de un billetito lo conducen a uno, de la mano, a un privado y le brindan, a ritmo urgente, un éxtasis simulado y precario, con sabor a hielo y soledad. Por aquellos días ya había descubierto a Henry Miller y después de leer en estado de trance Los trópicos no pude evitar, adquirir y devorar como enajenado, su famosa trilogía La crucifixión rosada: Nexus, Sexus, Plexus. Entonces me volvió el alma al cuerpo, descubrí que no todo está perdido y, que incluso hasta un menesteroso, olvidado de la gracia divina, todavía puede alcanzar la redención, aunque sea entre las piernas mojadas de una famélica puta callejera. Entre tanto terminé mis estudios, obtuve el magister, y ahora soy Auditor y realizo mi práctica en una financiera. Además, en sociedad con Germán Hidalgo, el mejor profe de estrategias comerciales, estoy embarcándome en una empresa propia. Sostiene que la están regalando, las tazas bajan y los TLC abren nuevos mercados. Es tirar y sacar. Que nos espere Asia. Pescaremos un enorme pez; mi propia ballena blanca. Y claro, de vez en vez pasa alguna belleza, olorosa a esencias florales y a mares desconocidos. Una chica capaz de sentir. A la que con gusto convertiría en mi mujer. La dejo ir pensando que si las minas fáciles fueron buenas para Miller porqué razón no podrían ser suficiente para mí. De este modo transcurren dos o tres de meses. Llega el invierno, llueve a cántaros, a menudo la ciudad amanece cubierta por una brumosidad gris y un frío húmedo cala los huesos. Una de esas mañanas salgo temprano de la financiera, camino por Estado y en la esquina de Huérfanos me introduzco a una cafetería. Me dispongo a ocupar una silla cuando en la mesa vecina descubro a la misma muchacha de zapatos taco alto. Sumamente solitaria, frente a una taza humeante de café con leche y sumida en insondables cavilaciones. Sin dudar un segundo voy y me siento con ella y antes de que alcance a reaccionar le digo: 19
- Hola, cómo estas... - Usted de nuevo - Sí, te vi y no pude evitarlo, qué dices, me acompañas a un café... - A ver dígame, me anda siguiendo o qué - No, se te ocurre. Pura casualidad, te vi y me acerque... - Ah, ¿Sabe que lo puedo denunciar por acoso? - Mira, trabajo cerca y vengo todos los días. Es pura casualidad o destino... - Por favor retírese y no me obligue a armar un escándalo... - Es que usted me cautiva, me gustaría pedir su número, invitarla a cenar... En ese instante ella se echa hacia atrás, buscando un ángulo para mirarme de pies a cabeza y durante unos segundos parece eligir las palabras precisas como asegurándose que esta vez me hará huir para siempre y dice. - Mire. Sabe, podría considerarlo pero sucede que usted no me gusta... no es feo, es muy feo... Más que feo, es horrible. - Es verdad -concedo- y usted en cambio es tan hermosa. - Por favor retírese o no respondo. Digo “Hasta luego” de la forma más elegante y suave que me resulta posible y me alejo con una sonrisa en los labios; “A mí tan temprano hablarme con crueldad” habría dicho el viejo ciego de Borges. Paso a una librería cercana y me compro tres libros La Fiesta del Chivo, Factotum y El callejón de los milagros. Luego salgo y deambulo unos minutos por Huérfanos. Es verdad, ella tiene razón, por esta facha de bicharraco he tenido problemas desde siempre. En la universidad, estando en segundo semestre me tocó una compañera muy atractiva, pequeñita como yo, con unos ojos celestes que repetían el cielo, más que linda era super simpática. En ocasiones nos quedábamos a estudiar en el casino, después caminábamos hasta el metro. Cierta tarde de lluvia la acompañé a su casa, vivía en un barrio de la Florida, lejísimo, donde el diablo perdió el poncho. Nos detuvimos por ahí, en un esquina, al amparo del follaje de los árboles. Cogí sus manos entre las mías y le confesé que me gustaba, que no dormía pensando en ella y que no tenía que decir nada, bastaba con que me escuchara. Guardó silencio, anduvimos unos pasos, y ya cerca de la entrada a su casa, bajo la luz de un farol vi lágrimas en sus ojos. Nunca más me buscó para estudiar. Terminaba la clase y salía corriendo ¿Qué podía hacer? Nunca se me ocurrió meterme a misionero y mucho menos irme a trabajar a un faro o a una isla 20
desierta. El suicidio estaba descartado. No, nada de eso era una alternativa. Por tanto solo quedaba insistir, no existía más remedio que poner carepalo y echarle pa’delante. Entre tanto seguía mis incursiones por los café de Santiago. Encontré uno bastante bueno en Blanco Encalada, con chiquillas que bailaban desnudas y se abrazaban y retorcían contra un poste de aluminio y luego tranquilas, casi con indiferencia se tumbaban, se abrían de piernas y hasta gemían, por poco dinero, en un hotel cercano, en habitaciones lúgubres, de muros manchados y olorosas a frituras y semen rancio. A veces me las tiraba pensando en otras cosas, o imaginando que yo era el Hombre de la Esquina Rosada que exclama “abran paso que la llevo dormida”, o Axolot ese reptil viejo y sabio que, como un monje zen, no necesita hablar y se límita a observar la realidad. Hasta llegue a ponerme en el lugar de aquel triste y adinerado matoncito que pasa hambre en la Ciudad Luz mientras en un Hospital de la acera opuesta se desangra su deliciosa mujercita. Podía ponerme triste de solo pensar en tantas mujeres hermosas que no me tiraría jamás. En otras ocasiones me deleitaba inventando que sobre la cama retozaba sin ropas una vecina que me traía loco o tendía sobre el rostro de aquellas hembras arrendadas las facciones de ciertas actrices de cine que me fascinaban y terminaba tirándomelas feliz. Contento de saber que a fin de cuentas, en el Libro Mayor de la vida, el haber y el deber se equilibran, simplemente porque cualquier viaje a la humedad, incluso el más perfecto, también conlleva un costo. Transcurrieron tranquilamente otro par de meses, septiembre apareció y se fue como un puntual tren rumbo a la nada. Y la ciudad se adentraba en los primeros calorcitos de la primavera la mañana de aquel viernes en que termine mi práctica. Por otro lado, luego de algunos trámites que demoraron más de lo previsto, finalmente el City Bank nos había dado el visto bueno y con Germán Hidalgo nos disponíamos a inaugurar en breve la flamante oficina de nuestra empresa. Caminé por Ahumada sopesando lo que podría suceder: ¿Nos iría bien o nos iría mal? Los pronósticos eran positivos, los mercados asiáticos mostraban signos de recuperación luego de una crisis que se había prolongado diez años. Decidí meterme al Do Brasil. Y apenas ingreso al local, pues lo primero que sucede es que allí veo a la misma chica de los zapatos taco alto. Y de nuevo sumamente sola, sentada a una mesita cerca de la puerta. Como me 21
queda al paso, sin pensarlo dos veces voy y me siento junto a ella. Esta vez deja transcurrir varios segundos, observándome incrédula antes de decir: - Usted no escarmienta. - Mire, le confieso que no ha pasado un instante en que deje de pensar en usted. Me pasa que la miro y me duele todo el cuerpo. - Bueno, pero qué tal si se sienta en otra mesa o se va... - De inmediato, pero antes solo quiero decirle que puedo ser bueno, realmente bueno en el sexo, pero necesito hacerlo con amor... - Márchese... - Claro, al tiro, pero hoy la estaré esperando a partir de las ocho de la noche en El Café Escondido, de calle Rosal. Ella nada más me observa, sin ninguna expresión, sin decir nada. Me incorporo y abandono el local. Al caer la tarde, impávido, con aire inescrutable me encamino a calle Rosal. Llego al Café poco antes de las ocho y subo al segundo piso. Es temprano y apenas se divisa uno que otro cliente. Busco una habitación pequeña, que me parece adecuada, pido un tequila y me dispongo a esperar. Dan las ocho y cuarto, las ocho y media. La hora transcurre despacio. Un cuarto para las nueve. Las nueve. Discurro que el tiempo semeja un lento río de aguas mansas. La mía es una espera sin ilusiones. Espero porque es lo único que de una u otra forma he hecho desde siempre. Cada cierto rato se produce un esporádico desfile de rostros que asoman y desaparecen, y, por las ventanas abiertas la cálida noche se extiende sobre Santiago. Me entretengo pensando que si la empresa funciona tarde o temprano llegaré -espero- a comprarme un Ferrari. A las nueve y veinte, transcurrida una hora y media y ya por mi tercer tequila la veo asomar al diminuto cuarto, donde solo hay tres sillas y una mesa con una vela consumiéndose en un platillo dispuesto en el centro. Ella trae un vestido negro y los labios pintados de rojo. Se sienta, sin saludar y pide un whisky con hielo, lo bebe de dos o tres sorbos. Si está nerviosa no lo demuestra. En sus ojos arde tenue un brillo sacrílego. Mirando el local comenta “Lindo café, no había venido nunca” Me inclino y susurro a su oído “Pareces una Diosa” Su pelo tibio se encrespa y desprende un cálido aroma a tormenta inminente. Abandonamos el lugar, pasamos bajo la arcada que forman los edificios. Cuando estamos delante del lugar donde se alzaba el cuartel 22
que los insurrectos se toman en “Martin Rivas” la cojo por el hombro y la guío hacia el hotel situado al otro lado de la calzada. Nos acomodan en una habitación del tercer piso, con vista al Santa Lucía. Ella apaga la luz del techo y yo enciendo la del velador. Nos desnudamos con rapidez. Ella en sostenes y bragas se tiende en la cama y cuando intento besarla en la boca da vuelta la cara. Me inclino sobre ella y dejo que mis labios apenas rocen el diminuto lóbulo rosado y la mejilla, entonces sus labios me buscan y me besa con desesperado frenesí. Tiramos como desquiciados, sin propósito, sin esperanzas de nada, sin mentir. Chapoteando como peces en el charco del deseo. Y la noche es una y muchas. Y por primera vez hago el amor sin usar preservativo. Y me pierdo, caigo a la demencia, escapo de la realidad besando sus pezones altivos y suaves. Bebo las gotas de sudor que corren por su piel y, en algún momento, sentado con mi espalda contra el respaldo de la cama y ella a horcajadas sobre mis piernas, juega a presionar con la palma de sus manos las puntas de los duros pelos de mi cabeza y estalla en risas como una chiquilla con un juguete nuevo. La luz de la madrugada nos sorprende en medio de un orgasmo: Cuando al fin volvemos a la calle corre un viento tibio. Ella antes de subir a un taxi anuncia que considera muy poco probable que nos volvamos a ver, contraerá nupcias la semana entrante. Le digo adiós. Veo alejarse el automóvil y camino por Alameda, hacia el oriente, imaginando los posibles escenarios y los riesgos que enfrentará la empresa que acabamos de inaugurar.
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ANTE ELLOS POR MIEDO “El universo es transitorio” Bioy Casares
La tenue columna de humo trepa por encima de las rocas teñidas de musgo, se enreda espectral a las hojas húmedas de rocío y serpenteando asciende hasta las copas de los árboles, diluyéndose en la transparente claridad de la aurora. El anciano acuclillado ante los restos de la fogata permanece quieto, totémico, el rostro plagado de arrugas, los párpados cerrados, absorto, como si invocara a sus dioses o intentara oír el lejano rumor de las patas de los insectos reptando entre la hierba o vislumbrara imágenes situadas en una realidad invisible. De improviso el silencio es roto por el aletear de una bandada de pájaros alzando vuelo. El anciano abre los párpados. En sus pupilas crepita una extraña luz, introduce las manos en la ceniza y la aparta, originando un lienzo gris. Sus dedos ennegrecidos cogen y colocan al extremo oriente una brasa encendida, que brilla y lanza destellos como un sol, alumbrando una recóndita comarca surcada por un vasto río de aguas mansas y cristalinas, que discurren por un valle poblado de amplias arboledas, entre montañas alzadas contra un cielo anaranjado. La arrugada mano del anciano acomoda la gruesa piel sobre sus hombros y luego baja a la ceniza e introduce un remo que hiende limpiamente la superficie del agua impulsando la delgada canoa corriente arriba. En la frágil embarcación viaja un hombre joven, de piel cobriza, ojos negros y limpios, que atentos vigilan los movimientos de la ribera, mientras metódico y veloz corta con el remo las aguas. Obtuvó edad para realizar el viaje, los acantilados del eco le aguardan. Escalará la pared de roca, hasta la cima para oir la palabra de sus ancestros. Rema con fervor. El crepúsculo empieza a descolgarse y el aire hierve con el zumbar de abejorros, chillidos difusos, griterío de pájaros y el tamborilear de las aguas contra las piedras del río. Lenta y huesuda la mano del anciano acuclillado ante la fogata modela con la ceniza un cuerpo joven y ondulante. Es una muchacha, se encuentra en el bosque, está casi desnuda. Y corre. Huye de la muerte. Los pies, pequeños y morenos apenas tocan la tierra 24
colorada, cubierta de guijarros, matas de caña y de helechos. Las ágiles piernas brincan sobre las grandes raíces retorcidas. La joven, respirando agitada, lucha por abrirse paso en la enmarañada vegetación, el viento silba en los oídos y hay reptiles escurriéndose febriles a su paso. Se detiene, escucha gruñidos, voces lejanas y el inquieto aletear invisible de aves rojizas alejándose entre los árboles. Es hija de un jefe y por sus venas corre la misma sangre del guerrero más poderoso de la tribu. Otras generaciones, en un tiempo olvidado por la memoria, decidieron su suerte. A medianoche, cuando las sombras cubran la jungla y el oscuro cielo abra su redondo ojo blanco, ella, al sonar de los tambores, será conducida hasta la mesa de piedra. Nació ofrenda. Hablarle, mirarla, tocarla equivale a morir. La gestaron para los dioses. Dioses despiadados, con poder suficiente para extinguir los astros que brillan en la altura. Dioses que exigen de la tribú un presente de sangre, a cambio de permitirles cazar y pescar en la jungla. Los que caminaron antes que ellos lo hacían. Es única razón. Si se negaran serían arrojados a un infinito vacío, sin tiempo y sin luz. Hace siete lunas se iniciaron los cánticos y plegarias. Esta noche es la noche. Al alba fue sumergida en aguas termales, purificada, untada en esencias de flores y le pintaron los labios y mejillas. Cuando las mujeres mayores, a cargo de su preparación, salieron en busca de los vestidos ceremoniales, ella sospechando que nunca vería otra madrugada, aguijoneada por el miedo, escapó, rebelándose contra su padre, la tribu y los dioses. La arrugada mano del anciano empuja a la virgen prohibida hacia la ribera del río, donde el joven de piel cobriza, asegura la canoa y se dispone a pasar la noche tendido sobre la hierba de la orilla. De los inmensos árboles se descuelgan voraces sombras gelatinosas y, el sol púrpura de occidente empieza a ocultarse tras los altos picachos nevados cuando el joven casi tropieza con ella, quedando cara a cara. Las últimas luces de la tarde arrancan destellos fugaces de la piel sudorosa, palpitante y desnuda de la virgen prohibida. Cada uno en su sitio, escrutándose el brillo de las miradas, como ensartados a la tierra, las pieles erizadas, se olfatean. Ajenos al parloteo de las aves, a la agitación de las aguas y al murmullo de la jungla, solo escuchan el rumor que nace de sus propias entrañas. Los labios del anciano acuclillado esbozan el rictus de una sonrisa. Mira el reloj, lleva casi dos horas y no avanza. Vuelve al inicio y durante unos minutos, golpeando nerviosamente con las puntas de los 25
dedos sobre el escritorio, relee y evalúa lo escrito, con movimientos de barbilla coge la laucha y clica editar, elige la opción de marcar texto y presiona la tecla de borrar. Titubea, teme haberse metido en un atolladero. Parecía fácil y sin embargo no funciona piensa reclinándose contra el respaldo de la silla. Fastidiado observa los rombos estampados en el papel mural, de un rápido sorbo acaba el último resto de café frío, se cuelga un cigarrillo de los labios y se incorpora. Afuera reina la oscuridad y un vientecillo cálido mece suavemente los bordes de la cortina. Da unas pisadas evitando hacer ruido. Se detiene junto al alfeizar y sin apartar la cortina contempla los tejados escalonados de la ciudad. Un resplandor violáceo cubre el horizonte, en lo alto se extiende el cielo estrellado. Recuerda a la mujer dormida en la habitación contigua y piensa que inevitablemente se está introduciendo en el cuento. Y para peor le prometió a la editora de esa cándida revistilla femenina de México D F despachar el relato amoroso a primera hora de la mañana. No tenía alternativa. ¿Qué más podía hacer? Así como van las cosas. Y menos con ella acá, no puede permitirse el lujo de rechazar dinero. De modo que tiene por delante otra noche difícil. También sabe que debería mantenerla al margen. ¿En realidad debería...? Sintiendo como el sudor le pega la camisa a la espalda separa el postigo, se inclina hacia fuera, asomando la cabeza al aire nocturno. Hace un calor de novela. ¿Dónde están los límites? se pregunta escrutando la calle vacía y silenciosa. ¿Sería mejor enfocar todo el cuento desde una perspectiva distinta? ¿Cambiaría algo si ella no estuviera casada? La sociedad las prefiere intactas. Ideal clásico. El amor de dos seres castos a los que el tiempo y la convivencia les revela el hastío. Aprieta entre los labios el cigarrillo sin encender y decide que primero sacara al anciano. Mueve la cabeza despacio, aflojando la tensión de los hombros. Le gustaba la idea de poner al narrador omnisciente dentro. Creador y criaturas en un mismo plano. El demiurgo presente, baraja las cartas, las reparte y también apuesta. Un narrador libre. Pero el anciano se escapa, sube a otro nivel, se convierte en una pequeña deidad caprichosa que juega con la ceniza del origen. Hasta sonríe. Y no resulta verosímil. ¿Está Dios riéndose? Se quita el cigarrillo de los labios y contempla el cielo. Lejos se oye el ulular de una sirena. ¿Y el libre albedrío dónde queda?. Quince mil doncellas degollaban los aztecas en una sola noche de ritual, la sangre corría como río por las callejuelas empedradas de Tenochtitlán. ¿Quién osaría escapar a los férreos cánones del determinismo social? Desobedecer al padre, 26
reírse de la mirada de los otros y huir del marido. Mejor contar directamente una historia de amor, donde todo acto sexual sea aplazado. Pero cargarla de erotismo, liberar la libido, dejar fluir la fuerza que funde a dos seres, empujándolos a mostrar la espalda a prejuicios y tabúes... y allá los muertos que entierren como Dios manda a sus muertos. Y podría ocurrir en cualquier escenario, absurdo, irreal, violentamente trastocado. Quitar las piedras y escribir teléfono. Disponer con la mayor naturalidad un sin fin de artefactos disparatados entre la maleza. Contar sin explicar nada. Las situaciones son verosímiles por el solo hecho de que están ahí. Crear una atmósfera delirante y absurda. A fin de cuentas todos marchan hacia la muerte. Pasea la mirada por la ciudad suspendida en la noche de verano y, mira las copas inmóviles de los árboles a la distancia sospechando que los personajes -a pesar de todo- lo están aguardando. Y, también deciden. Se dispone a ir a la cocina por un vaso de agua fría cuando descubre, abajo, hacia el extremo opuesto de la calle, casi al llegar a la esquina, una silueta semioculta en un zaguán. Al parecer es un hombre recostado contra el muro, la cabeza y el torso metidos en la zona oscura. El cono luminoso que proyecta el farol apenas consigue mostrar parte de la rodilla, el pantalón gris, la punta de los zapatos y más arriba se adivina el movimiento de la mano, que cada tanto sube y baja describiendo una curva brillante con la brasa del cigarrillo. Se encoge de hombros y mira el reloj, faltan cinco minutos para las tres de la madrugada. Y si -considera- podría quedar del siguiente modo: “Cadenas oxidadas, grabadoras y aparatos de televisión yacen tirados de cualquier modo sobre el barro sanguinolento del bosque. El pie desnudo de la virgen prohibida aparta delicadamente un auricular que gime. O, el joven de piel cobriza salió a cazar paraguas acompañado del lamento de las tijeras. Ambos se encuentran delante de un espejo trisado...” Regresa al escritorio y sin sentarse clica para que la pantalla muestre una nueva página en blanco y escribe “El pie desnudo de la muchacha se posa sobre una máquina fotográfica” Repitiendo la frase va al refrigerador saca la botella de agua mineral y bebe directamente del gollete. El líquido le corre por el mentón y baja por la garganta. Regresa la botella y se aproxima al lavaplatos, abre la llave, deja correr el agua y se da cuenta que le ha tomado cariño al anciano de la ceniza. No quiere sacarlo. Pone la mano largo rato bajo el chorro helado y luego se moja el cuello y la cabeza espantando la modorra. Y se descubre pensando en el hombre de la calle, qué hace ahí, a esa hora, 27
semioculto en la oscuridad del zaguán. Sacude la cabeza expulsando las gotas y la imagen. Regresa al trabajo, pero antes decide asomarse al dormitorio y dar un vistazo a la mujer dormida en la cama. La habitación yace en penumbras, por la ventana ingresa un débil haz de plata lunar iluminando el rostro de suaves facciones y la larga y oscura cabellera derramada sobre la almohada. Los blancos muslos apenas cubiertos por la sábana fulguran como una invitación. Siente el deseo despertar dentro de sí. Podría desvestirse, meterse a la cama, acariciarla lentamente, la cara, los senos, el vientre, sentirla refunfuñar perdida en el sopor del sueño y el cansancio. Se paso casi toda la tarde transportando sus bolsos, su música, sus libros y todos sus cachivaches. Recién el fin de semana anterior y por razones que solo ella conoce decidió trasladarse a vivir aquí. “Definitivamente”, dijo. De pura euforia hicieron el amor tres veces, después ella pasó la tarde ordenando sus cosas y él quedó encendido, con las baterías funcionando como para sentarse a iniciar el relato. Viéndola dormida en la cama recuerda que al besarlo y decir “buenas noches” también había dicho que “Ahora intentaría dejar atrás ciertas cosas”. “¿Cuales cosas?” había preguntado él. “Principalmente olvidaría la vida de casada que había llevado con Antonio. Olvidaría todo, porque su vida se iniciaba hoy día, aquí, junto a él. Y que si en un momento de la noche se cansaba de trabajar y le daban deseos de ir a la cama y tenderse a su lado y penetrarla dormida... que viniera...ella estaría esperando...” Bañada por la luz de la luna semeja una visión. ¿Y Antonio se quedará tan tranquilo? Así como lo conoce, de tanto tiempo, sospecha que no. Pero ella no quiso darle más vueltas al asunto. Lo que tenga que ser, será. Y se entretuvo cambiando la disposición de los muebles. No crees que así se ve mejor. Y “mi amor”. Dijo tal cual: “mi amor”. Ahora tan serena, durmiendo en paz, como si nada importante hubiera sucedido. Y más tarde, de madrugada, cuando el calor ya no la deje dormir, saltara fuera de la cama, irá al escritorio a ofrecerme café, a preguntarme que cómo me ha ido y si pude terminar la famosa historia de amor. Simultáneamente me irá seduciendo, lenta y empecinada, refregándome el vientre contra la mejilla, lamiéndome las orejas, insistiendo en que la deje leer lo que llevo escrito y terminaremos haciendo el amor sentados en la silla o revolcándonos por el suelo. Regresa al computador, se sienta y comienza a darle a las teclas. El joven de piel cobriza levanta en brazos a la virgen prohibida y la acomoda en la breve embarcación. No. Ella sube por sus propios 28
medios y espera a que él empuje la canoa a las aguas, salte dentro y empiece a remar. Las palabras sobran. Hablan un idioma propio, se deslizan como peces en el agua, unidos por un lenguaje articulado de miradas, gestos y sonidos. Más adelante, ella asustada, se estrecha a la espalda del joven, mientras avanzan corriente arriba. Un hombre corre en el bosque, brincando veloz, aquí y allá, evitando las raíces, acezando, el rostro desfigurado por la espanto. Tropieza con una rama, cae, se incorpora de un salto, continua corriendo, alcanza el sendero que conduce al claro donde se alzan las chozas de caña brava y barro. El anciano moviliza un centenar de hombres de ceniza. Seres inquietos, mirada recelosa, emiten sonidos guturales, agitan las manos señalando el río, denunciando la fuga. La hija del jefe y un extraño, huyen en una canoa, por el agua, cauce arriba, hacia el interior de la montaña. Un alarido frenético estremece la jungla. La Tierra se sacude. Los seres de la otra dimensión enojaran, quizá mañana no haya astros en el cielo, ni aire, ni tiempo y todo sea oscuridad. El hechicero de la tribu pide que se prepare de inmediato una muchacha. ¿Se dejarán aplacar por el sacrificio de otra doncella? No lo sabe. Nunca ha engañado a los dioses. Levantando alto un dedo ordena a los hombres ir a las chozas a traer lanzas, arcos, flechas, dardos envenenados y teas encendidas. Toda la aldea ingresa en febril actividad. Resuenan tambores. Y una horda se introduce al bosque, aullando, lanzando escalofriantes gritos de guerra. Se van en pos de la huella que sube junto al río. El aire les quema los oídos, el tam tam de los tambores resuena en la jungla bajo un cielo inflamado. El anciano retira las manos y decide que el joven de piel cobriza y la virgen prohibida deben permanecer ajenos al caos que desataron a sus espaldas y, luego de abandonar la canoa en una zona de rápidos, continúan ascendiendo a pie los escarpados riscos que como cicatrices de puñal se abren hacia el interior de la montaña, rumbo a los acantilados del eco. Se detiene, relee lo escrito, posiciona el cursor en editar, lo marca de negro y lo borra. Son las cuatro y media de la madrugada. En breve el sol aparecerá sobre las techumbres. El calor aumenta y siente en los hombros la acumulación del cansancio pero no piensa ir a la cama sin terminar el cuento. Sería como botar dinero a la basura, y lo necesita con urgencia, sobre todo ahora, para irse a Costa Maya y poner distancia con Antonio, aunque sea por unos cuantos días. Se pregunta si será posible que un hombre y una mujer puedan 29
simplemente desaparecer juntos, cortar todo tipo de ataduras, mandar a la mierda al brujo, y toda la tribu, y rebelarse contra el destino de ser ofrendada en la piedra ritual. Desprenderse del pasado como una piel vieja y aprender a caminar de nuevo, vulnerables y desnudos. ¿De dónde nace esa fuerza? ¿Es posible? O más vale someterse al orden, las buenas costumbres y aceptar la muerte a manos del hechicero para satisfacer a los dioses. Ceder ante ellos por miedo. O todo es mentira. Menos el calor. ¿Haría el mismo calor en la época que Cortez desembarcó? Se frota los párpados contra los nudillos y contempla el teclado al borde del sopor, a punto de desplomarse ve el clan, la horda ciega corriendo por el bosque. Representan la adversidad, aquello que siempre está detrás y limita, acosa, persigue y jamás -sin importar qué pase- nunca los dejará marchar en libertad. Sacude la cabeza y abre nueva página en la pantalla, los dedos obedecen aletargados bajo el peso de la ardua noche. Considera que tal vez no sea necesario contar que el joven de piel cobriza y la virgen prohibida se han detenido a descansar junto al sendero, en la tierra cubierta de ramas, hojas y piedrecillas, el uno junto al otro y el viento baja desde la cumbre y les sopla en la cara, elevando sus cabelleras. Los hombres de ceniza avanzan veloces y en silencio, suben por el sendero, lanzas y dardos a punto. Las manos del joven sujetan a la virgen por los hombros, la atraen despacio hacia el pecho. Ella alza la cara, se mira en sus ojos, separa los labios, que se estremecen para recibir por primera vez una boca sedienta. Fundidos en el abrazo se dejan ir, trenzados en caricias desesperadas y besos que el eco aumenta, repite sendero abajo y susurra en los oídos de los hombres de ceniza, acelerándoles el paso, haciéndolos levantar la punta de sus afiladas armas, desesperándolos. Sentado ante el computador y el resplandor de la pantalla piensa que acaso no sea necesario describir como se muerden y luchan amorosamente sobre la hierba, porque continuarán subiendo. Cogidos de las manos, ayudándose, han alcanzado el extremo superior del acantilado y, de pie en la alta meseta, contemplan el abismo de coral y la escarpada ladera donde minúsculas figuras humanas se afanan en trepar, sigilosas, diligentes. El sol empieza a brillar por el extremo de oriente como un ojo que anuncia la madrugada, enorme pupila abierta, que todo lo ve y lo escudriña. El ojo también observa al anciano. El ojo solitario del anciano acuclillado ante la fogata humeante. Y el ojo ilumina el acantilado, donde el eco repite y multiplica las caricias, el eco interno de la piel, el eco de las venas que jamás será siquiera rozado por la 30
realidad de las palabras. El eco de otros cuerpos, en otras habitaciones, donde la misma boca ha susurrado también a otros “te amo”. Y el anciano, pequeño dios de pacotilla, decide que en la meseta el joven de piel cobriza, enfrentado a los ojos de la virgen prohibida y escuchando el griterío de la horda que se aproxima no hace más que oír la voz de sus ancestros. Y tiene suerte porque al menos sabe lo que enfrenta. Y el anciano vislumbra que los hombres de ceniza si pierden a la virgen sufrirán lo indecible enfrentados al vacío que los habita. Tiene más valor muerta que mancillada. Apenas consigue mantener los párpados abiertos, el sueño lo invade. Observa al anciano y divisa nítidos a los guerreros subiendo por el acantilado. Entonces escucha algo que podría ser el sonido de unas pisadas deteniéndose al otro lado de la puerta. Tres secos golpes esparcen su eco sonoro en el silencio de la mañana. Amanece y la luminosidad de la alborada empieza cubrir la ciudad. Lidiando con el sueño atisba los ojos de la virgen y, como emergiendo de una niebla difusa asoman, alumbrados por las teas, los feroces rostros y una lluvia de lanzas y dardos envenenados zurcan el aire. Los golpes vuelven a repetirse insistentes contra la puerta. Amanece, hace un calor pegajoso y la mujer de larga y oscura cabellera tendida en el lecho abre los ojos, tiene un sabor salado en la boca y deseos de beber un vaso de agua fría, mientras se levanta puede oír el sonido de las pisadas en la habitación contigua, el ruido de la puerta de calle al abrirse y el tono inconfundible de la voz tremendamente cansada de Antonio diciendo: “Buenos días”.
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TEDIO Y VÉRTIGO “Parecía que la figura borrosa de detrás sacudiera el dibujo, como si quisiera salir...” “El papel de pared amarillo” Charlotte Perkins G.
Está claro, ya es día, los rayos del sol atraviesan la persiana y dibujan rayas luminosas sobre la sábana. El calor se vuelve más intenso, se introduce bajo la piel, la invade como una fiebre y prácticamente no existe nada más en el mundo que la inquietud que la sofoca; ¿iría al encuentro del portugués de mierda? Ni dudarlo. Lleva a Toñito al colegio, pasa a dejar a Daniela y queda libre. Podría visitar a la Maca, su amiga del alma que le ha telefoneado como tres veces, para contarle algo urgente. Que lata. También podría irse de compras, pero sabe que la stationwagon, de todos modos, acabará conduciéndose solita para Plaza Brasil. Despertó empapada de sudor, ansiosa y potente, con el vientre lleno de mariposas. Brinca fuera de la cama, va al baño y se mete a la ducha. Se jabona los brazos, el ombligo, las rodillas. Ya olvidó cuando fue la última vez que se sintió así, como conectada a una batería de alto voltaje. Sale de la tina, chorreando aguas, baja la cabeza y se mira el cuerpo, como si estuviera en un pedestal, piernas largas, senos empinados. A sus treinta y siete los hombres todavía se voltean en la calle a mirarla. Coge la toalla, tiene prisa, la hora corre y ni siquiera alcanzara a encremarse. Baja la tapa de la taza y se sienta a secarse los pies, molesta con Antonio que sale primero y nunca baja la tapa. De casualidad se lleva la mano a la naríz y percibe huellas de la tarde anterior, el aroma acre, a substancias marinas, impregnado a la yema de los dedos. Mientras se seca puede verse a si misma; yace en la penumbra, abierta y ardiendo, ofrecida a la hambrienta boca, a la lengua que le circunda los pezones, al tiempo que la palma de la mano se desliza sobre su suave vientre como si acariciara el lomo de un gato y los gráciles dedos vuelven a subir hasta la cumbre de sus senos, y bajan, le andan por los muslos y regresan al vientre, los dedos del portugués se aproximan al elástico de su diminuto y
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transparente calzón y lo levantan, luego -como expedicionarios ciegos- le recorren la ingle, se trepan a la prominencia de su pubis, se enredan a la pelambre, dibujan el contorno del triángulo, le amasan despacio los labios y audaces se internan y palpan sus pliegues y cavidades, hundiéndola a una dulce embriaguez que la deshace. Envuelta en la toalla regresa al dormitorio. Desde la cocina llegan las voces de los niños alegando que el yogur se acabó. No se pondrá medias, ni sostén, con el calor que hace. Solo las bragas negras. Abre la puerta del closet, nunca tiene qué ponerse. Mami apúrate que ya son las ocho grita Daniela. Todavía no la ha visto con el vestido lila.“Ya voy” responde. Mirándose al espejo ¿Qué haces? Acaso no podía simplemente dejarse ir. Así, está bien, luce entre inocente y pícara. El muy maldito quedará sin habla. Prefería mil veces éste resplandor iluminándole los rincones ocultos del alma. Apurada va a la cocina, recoge las tazas del desayuno y las mete en el lavaplatos. Toñito con el bolsón colgando del hombro la espera con expresión airada junto a la puerta. Los niños no entienden que ahora es ella la acelerada. El portugués la hace sentirse distinta. Como si un extraño ser hubiera atravesado un desierto dentro de ella y sediento le pidiera agua. O estará volviéndose loca. A veces escucha la voz interior que porfiadamente la recrimina: “mírate, mírate... un día te vas a marchitar” Y nada es lo que parece. Sus mismos deseos ¿en qué momento se petrificaron? Los anhelos que estremecían su espíritu en los años universitarios ahora se alzan como ruinas fosilizadas en el remoto planeta de lo que iba a ser. Al cerrar la ventana de la cocina, se deja distraer por la visión del apacible jardín, el césped brillante, los rosales y petunias, su pequeño paraíso. Y más allá del cerco distingue los arbustos y pastizales mojados por el rocío de la madrugada y los cerezos a punto de florecer. La brisa tibia anuncia la cercanía de la primavera El sol sale más temprano, los pájaros trinan, la naturaleza inicia un nuevo ciclo, y la vida vuelve a repetirse en su eterno carrusel. Divisa un conejo escabulléndose ladera arriba, o será un guarén. En algún momento comenzó la indiferencia y terminó la pasión. Andaba mustia, inventándose entretenciones, abatida por la certeza de haber llegado al final. Pero, al final de qué. Además tuvo aquel sueño: iba de pasajera de un tren y, contemplando el paisaje radiante y colorido, se dejaba adormecer por el agradable bamboleo. De pronto asustada despertaba dentro del sueño, la mano del conductor la sacudía por el hombro y decía con voz fría “última parada” Ella bajaba con sus maletas a un andén vacío, era noche cerrada y con paso vacilante se 33
adentraba en las polvorientas callejuelas de un pueblo fantasma con la certeza de que ese no era su lugar. Las lágrimas se le caen solas. Tenía que venir el maldito portugués a desordenarle el armario, y ponerla a mirar las piltrafas que guardaba como tesoro. El muy bruto; lo odia y no haya la hora de verlo. Para colmo la nana hoy pidió el día libre, así que lavará las tazas después, cuando vuelva a preparar el almuerzo. A qué hora..., ah, como a las cuatro... Qué importa. Abnegarse.. correr... cumplir... cuando todo aquello que un día irradiaba más vitalidad que cachorro de tigre se encuentra ahora en peor estado que aquellas momias egipcias -anémicas- que de la mano de Antonio contemplara en el Museo Británico durante la última estadía en Londres. Ocurrió en las vacaciones, mientras deambulaban por las acaracoladas callejuelas de una ciudad milenaria, al llegar a una plazoleta de adoquines anaranjados, extenuada de mirar arquitecturas medievales, descubrió que no lograba desprenderse del hastío, era como caminar dentro de un catálogo. Sintiéndose culposa de hacer un viaje sin asunto. Sin embargo los ojos del portugués incluso en el recuerdo la incendian. Deberían estar prohibidas ciertas formas de mirar. El reloj de la pared marca las ocho en punto. Antonio se fue al laboratorio, absorto siempre en sus investigaciones. La noche anterior, durante la cena, algo comentó sobre un nuevo compuesto que acelera el flujo de las neuronas. La hora le pisa los talones, deberá volar, primero dejar a Toñito en el Latin School y luego conducir a Daniela a sus clases de danza o volverían a llegar atrasadas y la regañaría: mamá que te preocupas puro de tus cosas. Si... el tiempo, siempre el tiempo, el implacable, el que pasó... escurriéndose entre los dedos... Ingresa al baño y rápido se cepilla la larga y ondulante cabellera, durante algunos segundos se deja atrapar por la visión de su propio rostro reflejado en el espejo. Es hermosa, pero se nota distinta, como si fuera otra. Cada día detecta nuevas e imperceptibles arrugas, ya no luce la fresca lozanía de antaño. De pronto se le forma un nudo en la garganta y debe atajar los deseos de llorar. Se mira a los ojos; qué le sucede, porqué no logra saciar el hambre infernal que le devora las entrañas. Mamá estamos listos mira que se hace tarde, gritonea Toñito, haciendo pucheros, desde la puerta. Lo mira con ternura, le pasa una 34
mano por la cabeza, acogiéndolo en una caricia destinada a contagiarle tranquilidad. Así es, siempre tiene que estar ahí, confortándolos. Al fin y al cabo ella es el alma del hogar. Abróchate ese botón, dice con voz suave, ya nos vamos. ¿Y quién la satisface a ella? Coge la cartera, las llaves y sale a la vereda. Daniela con expresión sombría espera junto al vehículo. - Y a ti... ¿qué te pasa? - Pues que te olvidaste de comprar mis panties mamá, las necesitaba para hoy... - Si, responde fastidiada, sin alzar el tono; es que ayer la abuela se agravó y la tuve que llevar al médico. Miente... Le miente a su hija. - Qué lindo, reclama Daniela, y a mí, siempre me postergas... Antes de subir a la camioneta envía una mirada a la puerta principal preguntándose si dejaría todo bien cerrado; anda en la luna, un par de días atrás olvidó las llaves y el celular. He allí la casa, azul y con tejas; limpia, acogedora, rodeada de impecables jardines, debería bastar para su felicidad. Es una madre cariñosa. Y hambrienta. Montados en la stationwagon, ella al volante, en el asiento vecino Toñito con el bolsón sobre las rodillas, Daniela en el posterior y, con los cinturones de seguridad bien abrochados, bajan por Vitacura en pos de Isidora Goyenechea. A esa hora el tráfico arrecia, una interminable caravana de automóviles se desplaza dificultosa hacia el centro y la eterna capa de nubes venenosas cubre el cielo. Dos cuadras más abajo un Toyota rojo la adelanta por la izquierda obligándola a disminuir la velocidad para esquivar un choque. Imprudentes, locos, murmura. Detenida ante el semáforo de Kennedy, esperando el cambio de luces, se da cuenta que no logra apartar de la mente al portugués, ni siquiera trata. Lo recuerda cubierto por esa aura de cachorro desvalido que la hizo temblar, engendrándole una imperiosa necesidad de cobijarlo entre los brazos y aturdirlo a caricias. Toñito inquieto da golpes de puño contra el vidrio, ella se inclina y lo besa en la mejilla, Ya ya cálmate... no desesperes. Es que estoy aburrido, alega el niño y sin esperar respuesta inquiere ¿Tu nunca te aburres mami? La luz roja cambia a verde y le viene un repentino impulso por hundir el pie en el acelerador y dejarse llevar por el vértigo de la velocidad sin embargo se limita a seguir el lento ritmo de la columna motorizada.
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Y la noche anterior, mientras miraban en el dormitorio las noticias de la tele, sobre el violento terremoto que acababa de sacudir el norte de África dejando cientos de muertos, Antonio pareció emerger del estado de catatonia en que lo mantiene la permanente preocupación por el flujo de las neuronas y, vaya una a saber a raíz de qué, le reprochó que últimamente llegas tarde y no pasas casi nunca en casa... Ella, algo molesta y con su voz más suave contestó, que era por esas traducciones urgentes, se comprometió a entregarlas a tiempo y por eso trabaja hasta tan tarde, para cumplir en la fecha pactada... No en vano había recibido una esmerada educación en idiomas... Qué se creía -irritada- ella no perdía el tiempo y su dinero también valía. Antonio, apoyando la cabeza en la almohada, antes de dormirse y empezar a roncar, dijo que él cumplía con su parte y esperaba que ella hiciera lo mismo. Enternecida de verlo celoso, se acomodó para dormir, a ella jamás se le había ocurrido ver la relación como un trato y no obstante no conseguía sentirse culpable. Quizás en otra época. Pero ahora no. De ese modo la vida se volvía más leve. En los primeros años de recién casados, Antonio era mágico, la hacía vibrar y ella deliraba por dormir pegada a su piel, empapada a su aroma a fármacos, era capaz de cualquier cosa por complacerlo y reía con cada palabra que dijera. Nunca había deseado a un hombre de forma tan completa. Pero cierta mañana, mientras desayunaban juntos, el mismo Antonio le hizo notar que apenas él empezaba a hablar de barbitúricos y células ella sufría repentinos e incontrolable ataques de bostezos. Era sin querer. Antonio, un biólogo de prestigio, jefe del departamento de investigación de un sólido laboratorio, percibía un elevado ingreso que les permitía enviar a los hijos a exclusivos colegios, vacacionar en Europa o el Caribe y mantener un standar envidiable. Qué se le podría reprochar. Pero ella también hacía lo suyo, dedicaba escaso tiempo a las traducciones. La mayor parte del día la destinaba a su labor primordial: ser el bastión afectivo de su familia. Pero era inevitable, cada vez que se ausentaba el paraíso languidecía. Se durmió preguntándose si Antonio padecería el mismo desgano. O tal vez su mente abocada al estudio de fármacos no le dejaba tiempo para otras inquietudes. Y ella enloquecía por aspirar la violenta brisa del mar. Se detuvieron en el frontis del Latin School justo al toque del timbre, ocho y media clavadas, Toñito la despidió con un beso, y que no olvidara, hoy salía una hora antes, a las tres en punto, que no lo 36
dejara plantado. Daniela se pasó adelante y continuaron por Apoquindo rumbo a la Academia de danzas. Ella conducía absorta en sus cavilaciones, y se sorprendió cuando la hija con voz entre alegre y pícara dijo: - Ah te pusiste ese vestido. - Cuál vestido, inquirió mirando de costado los ojos chispeantes de la muchacha. - Este pues, el de las grandes ocasiones. No estarás tratando de impresionar al portugués mami. - Las ideas raras que se te ocurren... - Hmmm, siglos que no te veía tan arreglada Sucedió el mismo día en que fue con Antonio al Parque del Recuerdo -habían recibido un prospecto de una hermosa cripta a un irrisorio valor de promoción- pasaron la mañana visitando mausoleos, disimulados bajo apacibles y verdes prados, y como había que preocuparse del futuro, eligieron el que parecía más conveniente. Firmaron un cheque por el pie, y se fueron, Antonio al laboratorio y ella al Tavelli de Manuel Montt, a encontrarse por primera vez con el portugués. Se presentó como ingeniero y en un español cantadito y divertido le contó que una secretaria de la gerencia la había recomendado. Llevaba apenas una semana en el país y venía a enseñar el manejo de unos sistemas a una empresa de informática y necesitaba traducir urgente unos manuales. Trabajarían juntos, y qué mejor ella viniera a su oficina en la Plaza Brasil. Los sensuales ademanes y la voz apasionada y cálida del portugués la cautivaron de inmediato. Hablaba como si estuviera recitando una samba. Acordaron un precio pero en verdad lo habría hecho gratis, nada más por el placer de estar a su lado. Cada vez que la miraba a ella le andaban hormigas por el cuerpo, se le cerraban los párpados y a lo lejos creía oír un sonar de tambores, gruñidos incitantes, un ligero aroma a selva. Además su aspecto de hombre desaliñado la conquistó para siempre. Empezó a visitarlo. Estacionar la stationwagon en aquel barrio no le agrada, teme que puedan romper un vidrio y robarle la radio, pero en cuanto atraviesa el umbral de la vieja casona remodelada olvida las inquietudes. Sube corriendo las escalas, resoplando y sorprendida. Preguntándose ¿ésta soy yo? Al inicio venía por las tardes, y luego decidió llegar en las mañanas. Permanecían hasta muy entrada la noche discutiendo términos y revisando diccionarios. La oficina de 37
portugués resultó ser también su departamento de vivir. Un loft amplio con ventanales que miraban a la arboleda de la plaza. La traducción avanzaba sin contratiempos y ellos se entendían como si se leyeran el pensamiento. Ella sonreía y se olvidaba de todo. Al finalizar cada jornada compartían un emparedado o un plato ligero, bebían unas copas de vino y la acariciante voz del portugués susurrándole palabras dulces y tiernas, como vai voce, mi mozhiña... acabaron de empujarla al abismo... No pasaron tres días cuando soñó que las manos del portugués le quitaban la ropa y la dejaban completamente pilucha. Y trabajando codo a codo percibía su olor, carraspeaba, imaginaba su sabor, deseaba que la besara. Y no es que tuviera costumbre de hacer esas cosas. Simplemente dejaría la puerta abierta para salir a jugar. En el loft con vista a la plaza Brasil vivió momentos de prodigiosa intensidad. Volvió a contemplar un horizonte amarillo y sintió la brisa del mar ingresando por cada uno de sus poros. El portugués era un cataclismo que la arrancaba de su centro, lanzándola por los cielos con fuerza devastadora. El maldito, susurrándole al oído, mañana tan linda mañana, la hacía nacer de nuevo. Los últimos días casi no trabajaban. Terminó de traducir el manual antes de lo previsto. Y nada más ingresa al departamento dispuesta a desnudarse, húmeda y feliz, lista para un buen amor, y sabiendo que si por cualquier motivo él no estuviera de ánimo y la rechazara, se revolcaría de dolor por el suelo como la más desdichada de las mujeres. . Allí, en el departamento junto a la Plaza Brasil, había abierto las compuertas y experimentado estallidos insospechados. - Me gustaría saber qué piensas, dice Daniela a su lado cuando se detienen delante de la Academia, y por favor no te olvides de mis panties mira que las necesito para la presentación del sábado. - Claro...claro...quédate tranquila, sabes bien que jamás te he fallado. - Te vez muy bonita mamá, se despide Daniela, con un beso. Observa a la hija descender del vehículo, cruzar la calzada y subir corriendo las escalinatas de la Academia. Entonces se quita la argolla y se pone un anillo con una piedra verde, suspira, y apartando el vehículo de la vereda enfila hacia el centro. Las manos le tiemblan imperceptiblemente sobre el volante y el corazón da tumbos locos en el pecho, sabe que en breve los suaves dedos del portugués se deslizarán sobre su piel y ningún poder sobre la Tierra la podría
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detener, ni un misil, ni un tanque, ni siquiera una horda de cosacos furiosos. Anochece sobre la ciudad, y las calles son un caos de bocinazos, chirridos de neumáticos e interjecciones. Ella conduce por la Alameda congestionada de vehículos. El tiempo una vez más se hizo nada, y ella simplemente no paso a recoger a Toñito. Se olvidó, supuso que regresaría por sus propios medios a casa, ya esta crecidito. La melodía de strangers in paradise se dejó oír seis o siete veces en el celular y ella lo escuchó sonar sin siquiera mirar la cartera. Se encontraba perdida en una tórrida humedad, entre gruñidos y caricias, entregada a la boca del portugués, que le besaba las caderas, le mordisqueaba el musgo del pubis y la lengua minuciosa circundaba su diminuto clítoris, engendrando violentas sacudidas y poderosos espasmos a lo largo de su cuerpo. Se revolcaba entre las sábanas y gemía como una loba en celo. Había olvidado que pudieran existir orgasmos tan divinos, que la hicieran llorar y que abrieran ante sus ojos un cielo puro, sobre una estepa dorada, donde una paz soberana ensanchaba su alma. Si alguna vez soñó con momentos como aquel ya no conserva recuerdos. Al coger la costanera, presiona a fondo el acelerador, lleva la ventanilla entreabierta, el aire nocturno golpeándole el rostro, limpiándola de los aromas salinos. En un instante sin darse cuenta, en el delirio de la entrega, le dijo te amo. Ella había dicho...te amo... Mentía, sabía que mentía y le produjo un enorme placer comprobar que podía mentir encontrándose desnuda sobre las sábanas. Eso era el vértigo. En un momento el portugués tendido a su lado, aspirando el humo del cigarrillo, anunció que apenas terminara su labor partía a Sao Paulo, y dijo que le gustaría si ella venía con él. Recién entonces saltó a su mente la idea de que el portugués no solo era un voz melodiosa y manos cálidas, sino que además tenía sentimientos y que esa mirada desvalida se parecía demasiado al amor. Enternecida depositó un suave beso en sus labios, y acariciándole las mejillas dijo: Gracias, me gustaría mucho, pero mejor no. Que lo dejaran así. Era el fín. Corriendo paralela al río Mapocho, rumbo al hogar, piensa en su familia: Antonio, Daniela y Toñito. De pronto, escasos metros adelante, un taxi se detiene bruscamente. Ella apenas alcanza a hundir el pie en el freno. La camioneta chirría, se desliza unos milímetros, describe un giro y se detiene. Estuvo a un pelo de enterrarse en el otro vehículo. Durante unos segundos tirita aferrada al volante, sintiendo en el cuerpo la 39
sensación del impacto. Alrededor continúa el incesante tráfico. Respira aliviada y vuelve a ponerse en movimiento. El portugués se marcha y ella qué puede hacer. ¿Separarse? Jamás, ni soñarlo. Posee una bella casa, sólida y acogedora, le ha dedicado los quince mejores años de su vida. Además dispone de una armonía y quietud que no podría conseguir en ningún otro sitio del mundo, y hacia allá se dirige a más de cien kilómetros por hora. A fin de cuentas el trato dice “hasta que la muerte los separe”. Y ellos acaban de reservar un encantador nicho en el campo santo.
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LA CELADA DECISIVA “Capablanca podía descansar en un récord que nadie había conseguido nunca ni nadie igualará después. En diez años había jugado noventa y nueve torneos y ¡perdido sólo un juego!” Emanuel Lasker
Igel Niedford conquistó una inesperada y fugaz celebridad pública hacia fines de la década del veinte, por eso no debe extrañar que su nombre aparezca siempre ligado a aquella desprejuiciada y ambiciosa época, bautizada por la prensa como Años Locos. Corrían tiempos de jubilosa bonanza, el Financial Times aumentaba de edición cada semana trayendo en portada imágenes de la última novedad tecnológica, el primer vehículo que se movía solo: el automóvil. Y titulaba: 100 caballos tiran de un Ford. Las radioemisoras proclamaban -al ritmo del jazz- el fin de la oscuridad. Y mucha gente vivía convencida que la riqueza aguardaba a la vuelta de la esquina, era como el maná, un polvo mágico que caía de las estrellas. Hasta que llegó aquel fatídico viernes y el carnaval terminó abruptamente a los compases acongojados del charleston de la quiebra. Y todos vieron al fantasma de la incertidumbre alzarse en el horizonte. Poco después, el automóvil perdió su cacareada condición de joya exclusiva, cuando las fábricas de Detroit echaron a funcionar las cadenas de montaje y los pusieron en la calle como simples artefactos de uso cotidiano. El sueño de hacer fortuna fácil había concluido, y en diversos lugares las personas se despertaban con un nudo en las tripas, preguntándose cómo harían para sobrellevar la crisis que asolaba los más apartados rincones. Millonarios arruinados tiñen de sangre el sucio pavimento de Wall Street, informaban los noticiarios. Era la ocasión que esperaba Jack Fishman, un mediocre y ambicioso reportero gráfico al servicio de una prestigiosa cadena periodística, para poner en marcha un plan simple que, de un día a otro, consiguió animar y distraer al gran conglomerado cabizbajo. Investido de cierta audacia y de mucha impertinencia, sigilosamente, se infiltró, a la habitación del hotel donde 41
se hospedaba el tímido y hasta entonces ignorado Igel Niedford, y sin pedir permiso capturó -a mansalva- su esquelética imagen de lince en ayuno en una fotografía memorable que al domingo siguiente, fue servida en portada -a todos los hogares a la hora del desayuno- bajo un ambicioso titular: Nuevo portento surge en los remotos dominios del Juego-Ciencia. No cabe duda que esta maniobra artificial y artera de la prensa posibilitó que el nombre del genio penetrara con la fuerza de un ciclón en el tablero del interés ciudadano. Hoy debemos reconocer que fue desmedida. Jack Fishman postulaba la teoría de la aspirina; en tiempos hostiles los lectores agradecen aquellos temas insólitos que alivian aunque sea un instante el dolor y además evitan que se propague el descontento y la temida anarquía. Contribuye a la fama de Niedford -no tanto la crisis- como su pasmoso récord: No había perdido jamás una partida en toda su miserable existencia. Y había jugado muchas, acaso demasiadas. Con temible facilidad conseguía reducir a un estado calamitoso a grandes figuras del tablero, así como también a diversas personalidades destacadas en otras áreas de la actividad social: luminarias de la farándula, representantes de la nobleza y hasta eficientes y encumbrados burócratas que si bien poseían conocimientos rudimentarios sobre el desplazamiento de los alfiles, disponían en cambio de un poder inaúdito en otros ámbitos, puesto que cualquier decisión que adoptaran, por mínima que fuera, bastaba para dejar boquiabiertos por lo menos a la mitad de los habitantes del planeta. Aquel domingo los diarios traían en primera plana una noticia difícil de aceptar: “Encerrado en una cabina de acero, atado de pies y manos, y haciendo salir su voz de pájaro peregrino por una diminuta ranura, Niedford derrota, frente a la corte en pleno, al Monarca del Imperio Británico, en partida jugada a beneficio de los niños huérfanos de Walles”. Cautivados por las implicancias de este novedoso y original acontecimiento las personas olvidaban los duros reveses de la existencia. Esto sucedía en una época en que no existía televisión aunque parezca inadmisible- Y los espacios de esparcimiento eran dominados por la radiotelefonía y las columnas especializadas de diarios y revistas que, rápidamente, cegadas por el súbito resplandor, no trepidaron en declarar que se estaba en presencia de un genio. No tan importante como un genio del fútbol, el box o el tenis. Pero un genio. Pronto lo comparaban con el sabio alemán que por aquella 42
época, valiéndose de los eclipses solares, convulsionaba al mundo con la primicia de que la luz viaja en línea curva y se compone de partículas invisibles al ojo humano. Incluso hubo ciertos comentaristas que llegaron al extremo de aseverar que la inteligencia del ajedrecista, no sólo se equiparaba a la del astrofísico, sino que la superaba. Niedford, de complexión exigua y algo disparatada, de golpe se vio asediado por una marea de creciente curiosidad. Un deseo -casi morboso- por conocer aspectos de su vida se había desatado. La expectación se convirtió en ansiedad la tarde en que una radioemisora interrumpió un programa de acertijos para entregar un comunicado de último minuto: Atención, Igel Niedford acaba de aceptar la invitación para disputar el Título Máximo, su talento es tan superior -agregó eufórico el locutor- que jugando con la vista vendada y una sola mano, puede vencer sin apuro al actual campeón mundial del movimiento de los trebejos. Niedford no ha participado jamás en un torneo profesional, informaron los titulares. Era una especie de autodidacta, una suerte atrasada de alquimista medieval que se ganaba la vida enfrentando, en plazas y mercados, a oponentes entusiastas que gustosamente pagaban unas monedas a cambio de verlo efectuar sus provocativas exhibiciones. Quedó claro que las derrotas que había propinado a grandes maestros internacionales correspondían más bien a desafíos fortuitos, en partidas jugadas por simple albur. Pero la muchedumbre, sedienta de sabiduría, exigía más y mostraban una especial predilección por conocer detalles relacionados con aspectos cotidianos de tan estrambótico espécimen: ¿Era como las personas normales? ¿Buscaba la felicidad? ¿Soñaba? ¿Le gustaba el yogurt?. Lo solicitaban para consultarlo sobre diversos temas; ¿Qué opinaba de la crisis?, ¿Seríamos invadidos por la peste amarilla como afirmaban las Sagradas Escrituras? ¿Estaba la humanidad al borde del Juicio Final?. Muchos sentían la imperiosa necesidad de conocer su opinión: los individuos hacinados en las inmensas urbes disponen de un nutrido repertorio de inquietudes para plantear a un ser que -por destacar en una disciplina enigmática, basada en el análisis de lo invisible- de la noche a la mañana es reverenciado como gurú, gran padre, y hasta profeta de lo desconocido y porvenir. Los periodistas que salieron en su búsqueda no lo pudieron encontrar.
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La cacería acababa diluyéndose en un pantano de impedimentos absurdos. Por primera vez los encargados de archivos no sabían donde escarbar. Por un lado se desconocía su paradero y por otro, casi no existía ni una sola fotografía que permitiera conocer su aspecto físico y las descripciones conseguidas resultaban vagas e inverosímiles. En los centros de prensa los teléfonos no paraban de sonar, llovían referencias ambiguas y contradictorias y cada nuevo esfuerzo por dar con su esmirriada persona terminaba peor que los anteriores. “Se fue a pescar tiburones blancos a las costas de Madagascar” declaró el administrador de un hotel en Marsella. Un médium -en estado de trance- lo vislumbró rumbo a Shangrila por la antigua Ruta de la seda. Corrió el rumor de que se había encerrado a comer ostras de vivero en los aposentos de una actriz australiana destinada a cubrirse de fama por su rol protagónico en Lo que el viento se llevó. Pero quienes mejor lo conocían afirmaron que se le podría encontrar vagando junto a una tribu de clochards bajo los puentes del Sena o comiendo aceitunas y paladeando coñac en los boliches árabes de la Rive Gauche. Y, como es de suponer, no faltaron los envidiosos y deslenguados que en los bares, con voz pastosa, comentaban que Niedford era un gitano infame, una criatura habitada por dudosas utopías, un monje demente y, para peor, fugado de las frías tierras del norte. “Es el último descendiente de una modesta y respetable familia de brujos y por sus venas en lugar de sangre normal corre licor de jenjibre” sentenció sin arrugarse un prestigioso vagabundo de la Rue Sebastopol. Ahora se sabe que un reportero del Times lo sorprendió por azar una tarde en que acompañado de una célebre bailarina de tangos se embarcaba de incógnito al África para dedicarse unos meses a la cacería de felinos salvajes. A regañadientes Niedford aceptó responder las preguntas que le formularon y las respuestas que dio son tan descaradamente insulsas que, a partir de ese momento, se impuso la idea de que el genio del tablero era en esencia un cretino y no se diferenciaba para nada de un ganso envejecido. Consultado sobre sus pasatiempos favoritos, el Maestro respondió: “Comer caramelos, jugar a la achita y cuarta con los chicos del barrio y treparme a la sucia azotea del destartalado edificio donde vivo para tenderme, de ombligo al sol, a contemplar el desfile de nubes en el cielo..” Era un extenso reportaje a tres columnas, que se iniciaba en portada y continuaba en páginas centrales y que el voraz 44
público leyó incrédulo, terminando de defraudarse y el amargo aroma de la desilusión flotó en el ambiente. Notable, recuerdo que pensé. ¿Era pérfido o solamente necio? Y no pude evitar preguntarme si una mente tan brillante se ocuparía de minucias en apariencia baladíes o simplemente estaba mofándose del respetable público. Dispuesto a resolver el enigma decidí conocer un poco más sobre las circunstancias que rodeaban al único candidato a coronarse campeón indiscutido del juego-ciencia. Probablemente en la infancia de este diestro jugador existía algo que explicaría su conducta incongruente. El gran público exige respuestas claras y precisas, sobretodo necesita entender, ya que en caso contrario el sistema pierde credibilidad, y se corre el riesgo de que, el orden dentro del cual creemos existir ceda terreno, y la casualidad o el azar tomen el control, y ahí te quiero ver. Recuas de periodistas, picaneados por jefes de redacción, se lanzaron como hienas hambrientas a escudriñar el pasado de la Bestia Fría, como dieron en llamarlo las revistas de aquel tiempo. Pero luego de hurgar minuciosamente, y de una serie de pesquisas que rayaban en la indecencia, apenas consiguieron sacar en limpio una nueva y aún más descorazonadora interrogante: ¿Cómo era posible que no existiera ni un solo antecedente que se pudiera considerar genuino, en el pasado del hombre que heredaría un trono mundial? Se divulgaron un puñado de fotografías insulsas donde se le podía ver comiendo una naranja, pedaleando en triciclo y escrutando con un telescopio el horizonte infinito. Durante varias semanas fue motivo de risa, de comentarios sarcásticos y por último, esa horda amorfa que constituye la opinión pública no tuvo alternativa y debió someterse refunfuñando al crudo veredicto y aceptar que los genios también pueden ser idiotas, lo que no tiene nada grave, porque a la hora de la verdad, si es que tal hora existe, carece de toda importancia. No había ningún punto de contacto entre las motivaciones de Niedford y los asuntos que preocupaban a las grandes multitudes. La conclusión era inapelable. La cordura terminó por imponerse y los periódicos volvieron a ocuparse de los conflictos reales que padecían infinidad de personas corrientes; primero de las consecuencias de la crisis, luego de unas niñitas que habían conversado con la Virgen y finalmente de un señor que milagrosamente había logrado sobrevivir 45
un mes en el vientre de un ballena. Al poco tiempo la imagen impresa de Niedford se usaba para envolver pescado fresco. En aquellos días me desempeñaba como corresponsal de Chess Review y me encontraba en La Ciudad Luz estudiando las partidas del enigmático Morphy, bebiendo copas de whisky y contemplando las esbeltas piernas de las parisinas. Al enterarme del revuelo que había causado y ya estaba dejando de causar la Bestia Fría me apresuré a iniciar averiguaciones por mi propia cuenta. Empecé por visitar, en su retiro, a un antiguo y desprestigiado Maestro Internacional que me aconsejó trasladarme a un pequeño pueblito del noreste alemán, donde a cambio de unos billetes averigüé que Niedford, el hombre destinado a jugar la partida más breve de la historia del ajedrez, había sido concebido a mansalva, una noche de luna menguante, en un pantanoso potrero de la región del Danzing, que entonces se encontraba en litigio con Polonia, lo que siempre ha provocado dificultades para establecer su verdadera nacionalidad. Era hijo único y bastardo, nacido de la unión fortuita entre un asaltante de caminos -de ojos bizcos y algo badulaque- condenado a morir en la horca y una oscura campesina judía, regordeta e inocente, que se desvivía por la sopa de cebollas y la contemplación de cometas fugitivos. Aquella noche se encontraba en el potrero absorta precisamente en vigilar el cosmos infinito cuando el asaltante de caminos le cayó encima como un pulpo hambriento. Descubrí que Niedford asomó su cabeza a esta realidad la madrugada de un día de tormenta y apenas lanzó el primer berrido cayó un rayo que casi reduce a cenizas la casa de la partera. “Las coincidencias no existen y Niedford en verdad era un cometa errante que en aquel momento sobrevolaba los cielos de Europa” afirmaría más tarde una bruja de buena reputación. No hacía mucho que las disciplinadas tropas del imperio austrohúngaro habían asolado el territorio causando destrozos por doquier. La madre del futuro genio murió, en medio de horribles retorcijones y votando una espuma verde por la boca, a escasos segundos de haber puesto al futuro héroe, sano y salvo, sobre el tablero de la vida. A partir de entonces las huellas de Niedford desaparecen en el fango lujurioso de los tiempos para emerger, sin razón alguna, trece años más tarde en el mercado de Hamburgo, plaza inquietante, donde concedió aquella inolvidable simultánea a ciegas contra los quince
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matarifes más temidos del barrio y los derrotó a todos al mismo tiempo en la jugada número nueve. Indagando aquí y allá descubrí que el ajedrecista, durante los años de infancia permaneció oculto en un monasterio de monjes protestantes, lo que resulta evidente puesto que es el único lugar sobre la tierra, donde pudo aprender la increíble cantidad de mañas que componen su disparatada personalidad. En aquella atmósfera bíblica, de silencio angélico, recogimiento y culpa sin fin, aprendió los conceptos misteriosos del juego del ajedrez, conservados a través de siglos, como fetiche demoníaco en los libros secretos de Herman el abstruso, un monje loco al que los espías de la Santa Inquisición atraparon in fraganti cuando estudiaba los finales científicos de torre y peón en su celda del monasterio donde observaba un riguroso retiro. Sin perder un instante fue conducido ante el tribunal sagrado. Acusado de prácticas satánicas se le sometió a refinadas torturas que lo obligaron a confesar. Encontrado culpable murió en la hoguera. Por aquel tiempo los teólogos de la Iglesia ya sabían que ningún juego es inocente. El monje Herman era loco, pero no imbécil y todas sus investigaciones ajedrecísticas y sus análisis exhaustivos los anotaba, con caligrafía pareja y menuda, en papiros que ocultaba tras una piedra suelta en uno de los muros de su celda y que tres siglos más tarde, dos legos aburridos, descubrieron por casualidad. En el monasterio se estudiaba la culpa original y se practicaban las doctrinas de la Reforma, pero el Prior, astutamente, y pretextando rendirle un homenaje póstumo a Herman el abstruso, decidió incorporar la observancia del ajedrez a las disciplinas del lugar. También ayudaría a sobrellevar el tedio, pero en realidad lo hacía para combatir el culto cada vez más extendido a Onán. Niedford no desperdició un solo segundo, pronto supo sacar ventajas sutiles en la apertura y disponer estratégicamente los caballos, mientras inspirado por los kyrieleison y los ora pronobis se iniciaba en el senda de los placeres solitarios. Pero luego descubrió que los alfiles eran para clavar, oportunamente, según las risueñas enseñanzas que le prodigaban las mozas de una aldea cercana. Adquirió pericia en infiltrar un peón aislado y hacerlo coronar, calculando los tiempos para alcanzar a satisfacer a cierta beatita que se desvivía por ver la cara de Dios. O golpear sin piedad durante el medio juego por arriba y dominar las diagonales de fianchetto del enroque por abajo. Sacrificar sin asco las torres y/o entregar la dama 47
cuando es necesario, para doblarse en una columna abierta e irrumpir victorioso en séptima, derrotando con un mate fulminante al soberano enemigo. Se le considera inmenso conocedor de las estrategias y escaramuzas del juego. Pero predomina -por encima de la destreza táctica- su innata maña para concluir cada partida con un mate inesperado e imparable, que en ocasiones ha provocado fulminantes paros cardíacos, enviando a más de un contendor al campo santo. Niedford tenía doce años y se encontraba profundizando el dominio de los sistemas indios, la tarde en que los frates lo sorprendieron en el confesionario desvistiendo a una santa de yeso. El sacrilegio provocó enorme escándalo y revuelo entre los jóvenes seminaristas, y como es de suponer, el futuro campeón fue dura y ejemplarmente castigado. Niedford se fugó del monasterio. Desde Hamburgo seguí su pista errante por un intrincado laberinto de ciudades y pude constatar que durante un tiempo vivió de saltimbanqui, jugando simultáneas con la vista vendada, resolviendo todo tipo de problemas sin mirar la posición y aceptando desafíos cruzados, ayudándose apenas en el método gitano de la concentración y la videncia. Brindaba espectáculos inolvidables en los mercados. Así se ganaba el pan, haciendo gala de una humildad que jamás imaginarían los monjes que lo castigaron. Aquí y por razones que se ignoran, durante un tiempo se confunde su rastro. Según parece durante los años de la primera guerra mundial se refugió en Paris, donde jugaba al ajedrez en los jardines de Luxemburgo mientras escuchaba los cañonazos aterradores del temible Berta. Averigüé que para capear el hambre convivió con una camarera del hotel Gay y Lussac y la embarazó de mellizos. También se comenta que en este período se hizo habitué del ludo y frecuentó prostíbulos. Sus enemigos afirman que solía visitar La Cave, un tugurio sospechoso, metido en un subterráneo del Bulevar Saint Michell, donde en concomitancia con una muchacha de origen maorí, habría desplumado ilusos en partidas relámpago. Los rumores sostienen que hizo el papel de verdugo en un circo, mientras sostenía intensas relaciones con una famosa sacerdotisa reencarnada, que habría oficiado de cafiche en Buenos Aires, que se retiró al desierto y luego pasó por Rusia donde le enseñó a mover las piezas a la húmeda y lujuriosa Katarina. Debo precisar que nunca se ha podido corroborar la veracidad de estas afirmaciones. 48
En cambio establecí con certeza que derrotó a los mejores ajedrecistas de su tiempo. De uno por uno. Y en grupos. Pero, obstinadamente, se negó a competir por el título mundial. Al inescrutable Kreutzahler, lo hizo polvo en doce movidas, en San Petersburgo, mientras fumaba haschich y oía el colérico griterío de las multitudes que aquella noche se tomaban por primera vez el palacio de invierno. Con el respetado dandy Santasiere trapeó el suelo en pocas, en un burdel de mala muerte en las afueras de Sarajevo, mientras una gorda enfurecida perseguía al príncipe Gustavo el Idiota para ir a tirarse juntos a las aguas cada vez más turbias de un Danubio contaminado por la peste. Montado sobre un corcel blanco derrotó a O’Kelly el Astuto, en un encuentro jugado a través del canal de la Mancha, y memorable, ya que las movidas se transmitían por señales luminosas y se temía que la densa neblina irrumpiera en cualquier momento, lo que obligó a la Bestia Fría a finalizar la partida en once jugadas anunciando un mate imparable en nueve. Según parece jugó contra la princesa Margarita, y además le bajó las bragas y la condujo a un final inesperado, en uno de los saloncitos del castillo, hasta donde ella lo hizo pasar para que la iluminara con sus dotes de maestro. Esa fue la primera vez que la Federación Internacional de Ajedrez recién constituida le envió un telegrama: Mr. Niedford, stop. Complacería a la comunidad ajedrecística contar con su presencia en el próximo torneo mundial, stop. Rogamos confirmar asistencia, stop. La Bestia Fría declinó la invitación. Entre tanto siguió con una serie de éxitos. A Soultanbeieff le dio mate en cinco, en Esch sur Alzatte, en un gambito misterioso que nunca más se ha vuelto a repetir. Derrotó para siempre a Marshall por correspondencia en una Indobenoni fulminante. A Rovner lo volvió loco al pronosticarle en la movida número tres un mate imparable concebido de manera tan astuta, que nadie ni nada podían detener. A Alekhine lo venció por telégrafo mientras viajaba a bordo del transatlántico Liberte con destino a Philadelfia donde, solo puso pie en tierra para ganarle en pocas a Bryant el Polaco que había ido a recibirlo al frente de un desfile cuidadosamente preparado con músicos negros y vedettes en short. José Raúl Capablanca fue el que más movidas resistió. Jugaron en el tren nocturno a Chicago, escuchando por un aparato de radio la voz alterada de un locutor que iba entregando paso a paso los 49
detalles inquietantes de una invasión de marcianos. Capablanca parsimonioso destapa cada cinco minutos su termo y se sirve ron puro en un tacita de café, mientras incrédulo observa a Niedford enchufarle, en apenas quince movidas -de un modo sobrenatural, con celadas casi maléficas- una partida que pasó a los anales del ajedrez como la variante del expreso nocturno. Y es la más larga jugada por la Bestia Fría, ya que a causa de sus triunfos fulminantes también se le conoce como el Gran Miniaturista. Fue luego de este éxito y por causas nebulosas que Niedford aceptó participar en el torneo por el título del mundo y es también la época en que su nombre irrumpió como una catarata en los medios de comunicación y concedió la única entrevista que lo cubrió de fama y oprobio. La Federación le impuso el requisito burocrático de participar en un par de torneos clasificatorios, -el primero en Berlín y el segundo en La Habana- que por supuesto se adjudicó imponiendo una depurada técnica basada en el dominio del detalle. Cuando al fin llegó el momento de disputar el título máximo la Bestia Fría reunía méritos suficientes y tanto los entendidos como los aficionados apostaban que obtendría una victoria indiscutible. Lo llamaron el Campeón del próximo torneo. Faltaba fijar la fecha, el lugar ya estaba señalado, se llevaría a cabo en una remota ciudad sobre la que había estado nevando sin parar desde el día que los hombres aprendieron a contar. Pero entonces estalló la segunda guerra mundial y una vez más la culta Europa devinó teatro del infierno donde se enseñorearon sin remilgos la estulticia y el horror. Tres años más tarde los infatigables funcionarios de la Gestapo, en el transcurso de labores rutinarias, desempolvando registros de nacimiento, un día dieron con la ficha que puso en evidencia su origen judío. Se emitió una orden de arresto y salieron en su busca para internarlo en el campo de Buchenwal. Niedford se encontraba jugando una Stonewall en un café del barrio latino. Los testigos afirman que antes de que lo sacaran arrastrando solicitó humildemente se le concedieran un breve segundo para vaticinar el mate imparable que su mente incesante había concebido. Los disciplinados agentes, fieles a sus órdenes, le negaron aquel mísero segundo y, a empujones y bofetadas, lo tironeaban por entremedio de las mesas. Estaban por alcanzar la puerta, cuando el Maestro alcanzó a gritar, ¡mate en tres!
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Era efectivo, según lo comprobaron minutos más tarde los asistentes a la partida. Aquí se pierde el rastro de Niedford. Algunos sobrevivientes del holocausto cuentan que lo vieron en el campo de exterminio jugando partidas de memoria contra los grandes maestros internacionales de Alemania. Se cree que disfrazado de monje habría conseguido huir, para refugiarse en el ghetto de Varsovia donde se vio forzado a ingerir carne de rata y murió combatiendo. Pero también hay quienes aseguran que, cierta noche de invierno, una pulmonía fulminante le tendió la celada decisiva en la partida que desde el nacimiento venía jugando contra la muerte. En todo caso aquella fue una época convulsionada que puso en jaque a toda la civilización y no resulta extraño que nadie hoy conozca su verdadero final. Las partidas que jugó son tan brillantes e inverosímiles que, según los expertos, probablemente, fueron inventadas por un grupo de graciosos. Y dudan de su existencia, al punto que todavía nadie osa siquiera citar su nombre en los textos de Ajedrez. La única partida que sobrevive, porque el conductor tuvo la amabilidad de anotarla, fue aquella donde se impuso sobre Capablanca en el nocturno de Chicago. Una bruja famosa que lo conoció muy de cerca me reveló que Niedford no ha muerto, aun vive. En voz baja y deformada por la emoción me confidenció que muchos ajedrecistas se han estremecido al oir su risa jovial cada vez que alguien finaliza una partida de ajedrez con un luminoso e inesperado jaque mate.
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TREN AL SUR “¿Qué puede haber de casual en un encuentro casual?”
“Tráiganme una mujer y descubriré en ella encantos para quererla, pero a la larga, tarde o temprano, inevitablemente emprenderá la fuga”, habla consigo mismo detenido sobre el viejo puente de piedras, mirando las quietas y verdes aguas del canal. “Aquí estuve yo” reconoce y cruza la calle. Hace calor. El sol alcanza el cenit y una luminosidad cegadora baña las fachadas de las milenarias casas, estucadas y renovadas en colores radiantes. Ingresa al pequeño edificio de la estación, ligeramente inclinado por el peso de la maleta, “el equipaje de toda una vida” parece una confesión, palpándose el pecho, para comprobar que en el bolsillo interior de la delgada chaqueta lleva el pasaporte y, el boleto de regreso que adquirió hace cinco meses, el día de Navidad, en la terminal de Barcelona. Con la catalana decidieron efectuar el viaje para rescatar el tiempo perdido. Cumplían tres años de convivencia en el departamentito del barrio gótico, con vista a la catedral de Gaudí y, la relación languidecía. Atrás habían quedado los días en que las bocas se buscaban como imanes, respiraban una humedad inagotable y hacían el amor como dementes a cualquier hora y en cualquier lugar. A veces la llamaba “Ven acá princesa descalza”, sacándole la lengua, ella respondía “Si me quieres ven por mí loquillo del tarot” Terminaban una semana feliz y tranquila en Copenhague y se disponían a salir para Brujas cuando lo alcanzó un telegrama urgente -era corresponsal de una cadena periodística de Sudamérica- le ordenaban trasladarse a cubrir de inmediato una cumbre de Energía en Reikiavik. Tuvo la pésima idea de proponer que ella continuara viaje sola y se encontraran una semana más tarde en otra ciudad. Ardió Troya. Fue como si confirmara algo que había estado esperando, indignada -decidió abruptamente- mandarse a cambiar. Incrédulo, fastidiado fue tras sus pisadas, con intención de disuadirla y mientras, en el corredor del hotel, esperaban el ascensor y le decía “tómalo con calma” Trémula, furia, ella gritó “Joder coño, nunca 52
entenderás nada, vete al carajo”. Repentinamente, sin que alcanzara a darse cuenta estaba ante el cadáver de otra relación, y no había nada -en este mundo o en otro- que se pudiera hacer, excepto darle buena sepultura. Ingresa al amplio hall y se dirige a la pizarra electrónica de los horarios, mira las luminosas cifras digitales; faltan varios minutos para que llegue el tren. Da un par de vueltas, se entretiene observando las barnizadas vigas del techo, las sombras que las columnas proyectan sobre las cuadriculadas baldosas que alternan colores rojos y canela entramadas- simulando un tablero de ajedrez ¿Cuál será la siguiente movida? Fácil, continuar en movimiento. ¿A dónde van las mujeres cuando se marchan? Sale al andén solitario. No hay donde sentarse y el calor abrasa. “Y siempre se van”. Desde lo alto de una torre suena un silbato. ¿Quién las hace creer otros destinos? Deposita la maleta en el piso y se quita la chaqueta. En eso divisa, algunos metros adelante, recostada contra el muro y casi oculta por el resplandor de la resolana, la silueta de una mujer. Lleva sandalias y una amplia pollera de seda, color terracota, que se apega a los suaves y bien torneados muslos, senos más bien pequeños, empinándose osados bajo la blusa blanca de mangas cortas. La breve cabellera roja forma un paréntesis en torno a la cara y apenas permite ver una nariz respingada y fina como cincelada por un artista. Hacia el fondo campos amarillos, extendiéndose impecables, la suave ladera del pequeño monte coronado por un castillo, los cables del tendido eléctrico, los durmientes entre las piedrecillas y los rieles metálicos del ferrocarril que se pierden en el horizonte. ¿Cuánto tiempo pasó allí una vez que regresó de Reikiavik? Qué importancia podía tener. A sus espaldas quedaría aquel encantador y pulcro pueblo como una escenografía desechable. El viaje continuaba, un largo viaje que no podía evitar, pensó sacando un pañuelo y secándose el sudor de la frente. Atravesaría tres países, en día y medio. Arrellanado en los veloces y cómodos trenes del Viejo Mundo las horas volaban. Y con fortuna, si no había problemas, al anochecer del día siguiente llegaría -como los ríos que van a dar a la mar- a su ciudad junto al Mediterráneo. En el aire vibra el sonido breve de una campanilla electrónica y las luces de los semáforos cambian a rojo. El súper expreso “X-2000” está al llegar. Al parecer ellos serán los únicos en subir.
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La mujer, sosteniendo un bolso y el estuche de un instrumento musical, que parece ser un violín se aparta del muro y da unos pasos hacia el borde del andén. Tiene la impresión que el equipaje de ella es muchísimo más ligero. Claro, de seguro ella no iría por la vida arrastrando todas sus pertenencias. Durante un segundo, sus miradas se cruzan, sus ojos; dos pupilas que fosforecen como peces color turquesa, irradian tranquilidad y un dejo de tristeza. Y tiene la sensación de que ella ensimismada en pensamientos lejanos no repara en su presencia. A través de la blusa entreabierta distingue recortado contra la palidez del pecho un brillante crucifijo de oro. El tren asoma en la curva, avanza veloz y sin emitir sonidos se detiene y las puertas sincronizadas se abren exactamente ante la franja amarilla dibujada en el piso. El sube por una puerta. Ella por la siguiente. Pero una vez arriba -él avanza y ella se devuelve- por el pasillo lateral, de modo que sin proponérselo quedan frente a frente, delante del mismo compartimento, mirando cada uno el número del pasaje que sostiene en las manos. Aparece un inspector y, en un idioma intrincado al que empieza a acostumbrarse, solicita amable los tickets, los perfora y se aleja por el pasillo. El tren se pone en movimiento y en cuestión de segundos aumenta de velocidad. En el interior del mínimo compartimento ella se acomoda en la litera inferior. Y él, mientras dispone la maleta en el portaequipaje, no cesa de pensar en que ella acaba de decir molte grazia al conductor en un idioma que a pesar de ser italiano, fue pronunciado con un acento que por alguna causa le resulta tremendamente familiar. Algo en el tono y la cadencia le recuerdan la forma de hablar de su ciudad natal, allá en el extremo sur del planeta, junto a la cordillera de los Andes. La observa un segundo, sin intención de incomodar. Es una mujer joven, blanca, agradable que ocupada en sus asuntos simplemente lo ignora. Se encoge de hombros, además la catalana, que en secreto esperaba algo que él no puede dar, se marchó luego de enviarlo sin más al carajo, porque al fin, nadie se preocupa de nada. Agotado por el calor se encarama a la litera decidido a dormir. En la litera inferior ella lee Buzón de Tiempo, unos cuentos de Benedetti. Se despierta agobiado por un sueño atroz en el que conducía un automóvil a campo traviesa, por una tierra baldía, llena de piedras y arbustos. Le toma varios segundos darse cuenta que viaja, tendido de 54
cara al techo anodino de un tren y tiene un sabor acre en la boca y deseos de orinar. Se incorpora y baja. En la litera inferior la mujer parece dormida, la pollera arremangada deja al descubierto las redondas y atractivas piernas, sin medias de nylon. Se introduce al diminuto baño, bebe un sorbo de agua fría. Primero intenta imaginar qué estará haciendo la catalana. ¿Regresaría al departamento del barrio gótico? Le ha telefoneado dos veces, sin resultados. Luego, mojándose la cara, piensa en la cruz de oro que lleva la mujer de afuera. “Ama a tu prójimo” Se mira al espejo y sobre la pulida superficie cree ver la imagen de Cristo, rumbo al Gólgota, cargando sobre los hombros la inconsciencia del mundo. ¿Se puede salvar a los demás? Da media vuelta y por la ventanilla mira los árboles desfilando veloces bajo el calor implacable. Cree oir una melodía, los acordes del Adagio de Albenoni. Regresa al compartimento, la mujer sentada al borde de la litera, toca el violín abstraída, los párpados cerrados, perdida en los alados territorios de la música. Al notar su presencia, lo observa un instante como si recién lo descubriera y luego en perfecto inglés británico inquiere: .- May I play?, if you don’t mean Deja pasar varios segundos y sin ironía responde. - No problema, me piace moltísimo Dibujando una sonrisa, sorprendida, ella deja escapar un ahhh con un ligero dejo de coquetería. Él, señalando el libro comenta; “Lo último que leí de Benedetti fue La Tregua”. Anunciando “Voy y vuelvo” ella ingresa al baño y, al regresar, algo sorprendidos se internan en un diálogo, tenso y suspicaz al inicio; ¿De dónde? ¡No! No puede ser, no te creo. ¿En serio? Pero que luego, imperceptiblemente, adquiere ribetes de complicidad. Y la conversación corre como un incendio entre hojas secas. Evocar es convocar; imágenes, reminiscencias, sensaciones olvidadas, de aquella remota ciudad al pie de las montañas. Pronto descubren -perplejos- que no solo provienen de la misma enorme ciudad y hasta la misma comuna, sino que ambos proceden del mismo barrio. Entusiasmados, comprueban que allá, por la época en que empezaban el kinder, vivían a una cuadra de distancia, en casas similares, de patio con parrón, en calles paralelas, donde en primavera florecían plátanos orientales. Sus familias adquirían vituallas en el mismo almacén: La Cañada, y comieron, untadas en mantequilla, las mismas marraquetas calientes de la panadería de Don Jesús, el vasco que había llegado en el Winnipeg. 55
Y de chicos habían correteado en la plaza de la esquina. Capaz que una vez hasta se balancearon o se columpiaron juntos. Ella de niña llevaba trenzas y él pantalón corto. Las trampas de la vida. Oriundos de aquella larga pestaña suspendida sobre el océano Pacífico que algunos llaman país, donde la tierra se sacude y estallan volcanes y poesía, venir a coincidir en el compartimento de un tren que cruza países en otro continente. Él se presenta, cuenta que es periodista y lee demasiado, algún día escribiría una novela. A ella le gusta el cine, ha visto Sueños de Kurosawa siete veces, pero por encima de todo le fascina la música, es su vida. Lleva cinco años estudiando violín, en el conservatorio de Milán. Y su voz fluye melodiosa, casi con ritmo, piensa él oyéndola hablar. Impalpables similitudes que se suman, misteriosas y secretas afinidades, sospechosamente amalgamadas. Transcurrida una hora cualquiera de los dos podría jurar que se conocen desde siempre. Cada cierto trecho y sin que ellos lo adviertan el tren se detiene y otros seres suben a los vagones, o descienden para desaparecer, tragados por el tráfago de ciudades espectrales. A propósito de cine, sin más él se embarca en contar una entrevista que luego de mucho bregar, aceptó concederle el cineasta sueco Ingmar Bergman. Conversaron en un Café de la isla de Fåre, en el mar Báltico, donde el anciano director vivía retirado. Le dijo que hacer una película era como moverse en un sueño, tenía una conciencia admirable del proceso creador: de cada ocho horas de filmación apenas aprovechaba tres minutos de película útil. Hablando con ella se olvida de la catalana, entusiasmado describe un reportaje que acaba de hacer sobre una exposición de Dalí en un museo de Dinamarca y, también cuenta que reside en Barcelona, en un departamento del barrio gótico, pero no menciona la relación que terminó a gritos en un corredor de hotel. Ella mirándolo fijo, con expresión diáfana, le cuenta que desde que tiene memoria lo único que recuerda es que ha estudiado violín, practicaba y practicaba, que se fijara -tendiéndole la mano- tenía callos en la yemas, vibraba, la melodía la transportaba a otra dimensión y adivina, este año la han aceptado como tercer violín de la Sinfónica de Milán. Atardece, el tren deja atrás la frontera belga y ellos sienten hambre. Deciden ir a comer cualquier cosa al coche comedor. Encuentran una mesa libre junto a la ventana, él pide un plato de carne asada regada en salsa francesa y papas salteadas en mantequilla, ella un trozo de salmón guarnecido por ensaladas 56
frescas. Comparten una botella de vino blanco italiano orvietto clásico seco. El tren recorre territorios sumidos en sombras. Adentro el vagón está iluminado como para una fiesta. Fascinados por la conversación semejan dos filamentos vegetales explorándose en un tiempo que es otro tiempo. El vino blanco helado sabe bien, invadidos por una sensación embriagadora, dan vueltas en el carrusel de los sortilegios. El tren deja atrás puentes metálicos, ciudades escasamente iluminadas, paisajes que acaso nunca han sido reales. El viaje avanza hacia jardines ignotos, con árboles de raíces hundidas en historias antiguas y ramas que se extienden sobre tibias humedades que aun aguardan su turno. Alzan las copas y brindan por los insaciables vagabundos esteparios y mientras sonríen como niños traviesos, los dedos se rozan al buscar el pan. Ella tiene una risa fresca, su pelo es una nube alborotada y su mirada adquiere un brillo intenso. Sus ojos envían destellos donde crepita un fuego líquido: Es un vergel. Un fuego sobre el cual, sin dificultad, él podría caminar. La mira fijo preguntándose si entraría de nuevo, una vez más, al delicioso infierno de ese vergel. Exactamente como un necio, malherido, en piltrafas y mareado por el vino se ve asimismo -como aquel niño que alguna vez fue, parado ante el mar- sintiendo en el rostro la brisa fresca y tibia que lo llena de bríos y vuelve a mirarla fijamente. En el camino de vuelta, ella va adelante por el pasillo y el vaivén del tren la empuja contra las paredes, se deja llevar lanzando risitas. El la sigue pensando que la vida puede deparar muchas sorpresas pero que ese instante no se repetirá jamás. Al cruzar de vagón, el tren toma una curva que los hace entrechocar, enviándolos contra un rincón, se abrazan sin querer y por un efímero segundo los labios se unen. Continúan por el pasillo como si nada hubiera sucedido. En la puerta del compartimento vuelven a besarse, hasta que otros pasajeros les piden vía libre. Una vez dentro, apurados en rescatar algo que añoran, ciegos, sordos y mudos -mecidos por el voluptuoso bamboleo del tren- se entregan frenéticos a la ceremonia que los consume. Más tarde, luego de arrullar como una paloma al borde de la muerte y bañada por una penumbra ámbar y azul que se filtra a través de las persianas, victoriosa y rebalsada, ella se lleva el índice de la mano derecha a la boca y lo muerde, la cara vuelta hacia la pared, aguantando las lágrimas, pensando en Dios, en el I ching y en Mozart, sintiendo un líquido correr entre sus muslos, desciende a los infiernos, con el corazón iluminado. Y no dice, nunca dice, en ningún momento 57
dice que ama a otro, un dentista genovés que la espera en el sur, un tal Vincenzo. Luego volviéndose hacia él en voz queda ella dice: “Qué tremendo” “¿Qué es tan tremendo?” “Esto... la vida... todo” “¿Por qué?” “No lo sé” Y no alcanza a decir nada más, no puede. Siente que no puede respirar, que se asfixia, que difícilmente podrá seguir siendo ella misma, que hay que tener coraje para sentir el llamado de la tierra y dejarse ser: música, aire, lo que sea. Yacen desnudos, y ella no cuenta que cuando subió al tren estaba triste y ahora tiene deseos de volar, se siente transparente. Podría tocar a Mozart para siempre. Él contempla el blanco cuerpo reverberando en la penumbra sin pronunciar palabra. Ni siquiera desea entender. Nada más piensa que al día siguiente, dentro de seis o siete horas, el tren llegará, como un río, a la orilla del mar y el viaje habrá concluido. Ella mirándolo sin mirarlo continúa hablando, como si estuviera sola en un escenario, representando para nadie el monólogo de Hamlet. Como si fuera un payaso derrotado, un mendigo ante las puertas del cielo. “Puede que suene raro, y tu pensarás que soy una tonta, pero tengo miedo... Escúchame, nunca se lo he contado a nadie y no sé si estará bien que te lo cuente. Pero sucede que tengo miedo... siempre tengo miedo. Así soy. A veces actúo sin sentido, nada más lo hago, igual como toco el violín, me dejo llevar por la sensación, ¿me oyes?, la fascinación de tocar me hace sentir a salvo...y eso busco...¿comprendes?” - Si, murmura él, y abrazados, acariciándose se adormecen. “Te pareces a alguien que conocí”, comenta él mucho después como hablando consigo mismo. “Entonces ya lo sabes” dice ella, poniéndose de pie e introduciéndose desnuda al pequeño baño. Esperándola él pierde la noción del tiempo, permanece largos minutos dejando que la brisa que ingresa por la ventana del tren lanzado a alta velocidad le enfríe el cuerpo. Envuelta en una toalla después ella cuenta; “quizá te vas a reír de mí pero en el espejo del baño acabo de ver a mi papá, a mi mamá
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y a mi hermano despidiéndome desde un jardín donde transcurrió mi infancia”. Al amanecer, con un nuevo día imponiendo su majestuosa y dorada claridad, luego de hacer el amor una vez más, como dos relámpagos que coinciden, ella pregunta: “Y tú... ¿dónde bajas?” “Al final... en la última estación -responde él- ¿y tú...?” “En la misma... ¿o acaso piensas que bajaré en otra...?”
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LA ÚLTIMA TRINCHERA
A la cresta, el colectivo no viene, está helando y la vieja de nuevo me pilló desprevenido. ¿Qué puedo hacer? Siempre se me olvida. Con el trabajo que tengo llego al fin de semana gateando. Peor que huiro. Hasta el cacharro lo dejo en la empresa para no tener que conducir y nada más quiero subir al bus y largarme al puerto, almorzar con la Fabiola en cualquier boliche y meternos a un hotel a tirar como los dioses de cara al mar. Pero la vieja asomó tempranito en el dormitorio, con la bandeja del desayuno y no me dejó escapatoria. A mí me da lipiria. Sin embargo no me puedo hacer el gil. Lo hago por ella, se la pasa dale que dale. Ya por ahí por el miércoles, mientras comíamos, dijo que se pronosticaba nublado para el domingo, que le había comprado un frasco de mermelada de alcayota y que los tíos habían pasado a dejarle una caja de chocolates. Como si el otro se diera cuenta. Y que no te vayas a olvidar, mira que si no vas... La sola idea me enerva y se me instala un nudo acá, justo abajo del esternón. Lo que más me emputece es desperdiciar un domingo completo. A la vieja, con su edad, todo le da lo mismo, ella no entiende. Y si no voy las revuelve como loca y lueguito me planta esa mirada y hasta me increpa “agradece que no eres tú”. Además que siempre fue su predilecto. Así que si me niego se pone furia, quiebra platos y se la pasa noche y día rezongando por los rincones. Hemos discutido el asunto mil y una vez. No hay salud. Está más sorda que una tapia. Para evitar malos ratos, me levanté a regañadientes, al mal tiempo buena cara y me puse los jeans nuevos y la camisa negra que me regalaron los padrinos para el cumpleaños. Esto de vestirme bien es pura técnica, lo hago para darme ánimo, y cuando menos se espera salta la liebre, como en el colectivo aquella vez con esa morocha de trenzas que reía y reía como jilguero con todo lo que yo decía pero que apenas se dio cuenta hacia donde me dirigía agarró y se puso seria, frunció el ceño y no volvió a abrir la boca en todo el trayecto. Y hay que comprenderla, porque claro, si a mí no me gusta, mucho menos a otros. Siempre pasa lo mismo, en cuanto menciono el nombre del lugar la gente pone mala cara y como que se arrugan por dentro. En fin, nunca se sabe, me dije, mientras metía en una bolsa plástica la mermelada y el chocolate que le mandaron los tíos y partí a visitarlo, aunque no estoy seguro que esa sea la palabra apropiada. 60
Salí de casa como a las nueve, domingo de otoño, nublado y con frío, las calles sin gentes otorgan a la ciudad el aspecto de un soberbio panteón abandonado. Subí al colectivo junto a un par de personas, me tocó en el asiento trasero, al lado de una señora gorda que no paró de reclamar durante todo el viaje por lo difícil que se han puesto las cosas, “ya no es como antes” alegaba “la vida ahora esta imposible”. Dejaba pasar unos minutos y volvía a repetir “imposible” en un tono malicioso. Al parecer temía que le mintieran, lanzaba vituperios, no sé si contra los del gobierno, o un gremio, y que deberían pensarlo bien antes de hacer lo que hacen. “¿Cuál gobierno?”, preguntaba el chofer con aire de reverendo. “No importa cual”, decía la señora, “todos son iguales”. Yo trataba de no inmiscuirme y miraba por la ventanilla, como si me entusiasmara el paisaje, arrepintiéndome de no haber comprado el periódico y cada vez que la señora gorda me preguntaba algo, le respondía con monosílabos y evasivas. A decir verdad no estoy ni ahí con la política. Así se fueron los cuarenta y cinco minutos de viaje. Y aquí me encuentro, una vez más ante esta horrible y sucia puerta. Resignado de mala gana a lo que pueda suceder. Con éste nunca se sabe, lo mismo puede ponerse alegre como enojarse. Entonces hay que andarse con cuidado. Por eso la vieja no viene. El guardia acompañado de un doberman negro de dientes afilados me conduce a lo largo de pasillos llenos de rejas hasta una sala grande y fría que huele a detergente y cloroformo. Todavía transcurre una buena media hora antes de que lo traigan. De entrada, apenas siente mi presencia, creo percibir un cambio en el brillo de su mirada, cosa que interpreto como un signo positivo. De todos modos me acerco despacio, ya que una vez, no hace mucho, me mandó un sopapo en el mentón nada más porque sí. Lo saludo y le tiendo la bolsa. Sin molestarse en agradecer devora -gruñendo y con eficacia- el frasco entero de mermelada. Al verle comer de esa manera tan feliz y despreocupada se me ocurre pensar que es mentira todo lo que se dice, o, lo que sería aún peor, que deliberadamente embauca a medio mundo, incluyéndome a mí. Pero luego, al ver lo que hace con los dientes y la baba desecho la idea. No, definitivamente no, si es capaz de hacer algo como eso no puede estar fingiendo. De pronto sin que lo vean oculta el chocolate en un bolsillo. Supongo que lo comerá más tarde, con calma, cuando se encuentre a solas. La cosa es que por primera vez en muchos meses pasamos juntos un rato agradable. A pesar de lo que dicen, no 61
se ve tan mal. Claro que está flaco y demacrado. Pero considerando las que ha pasado podría verse muchísimo peor. En ocasiones se ilumina y tiene momentos extraordinarios como hoy día, en que ha sonreído y sus ojos claros se han llenado de una luz misteriosa y alucinante, es como si tuviera permitido atisbar imágenes descabelladas, como si su mirada pudiera cruzar el umbral de la realidad y ver el otro lado de las cosas. Y, a propósito de no sé qué, hoy le da por llamarme por el nombre que usábamos para jugar cuando chicos. A su cara, cubierta de arrugas, asoma la misma expresión de regocijo que tenía la vez en que armados de hondas y piedrecillas nos trepamos al techo del establo a descalabrar gorriones. Tantas cosas han sucedido desde entonces. Siempre tuvo la cabeza llena de proyectos, su mente era un hervidero. En la familia estaban convencidos que había nacido predestinado, haría grandes cosas, transformaría el mundo. Qué se yo. La cuestión es que lo envidiaba en silencio y lo seguía con asombro. Sin embargo su cuerpo se ha ido encogiendo y la energía y el brillo de antaño han cedido lugar a una coraza impenetrable. Basta con mirarlo para comprender que vive en mundo hostil, sumido en una niebla plagada de seres difusos, sonidos extraños y criaturas que lo acosan con porfiada violencia. Yo en cambio crecí, maduré y la familia me confió la dirección de la empresa. He quedado a cargo de las finanzas y los negocios. Y supongo que pronto los tíos se harán cargo del cuidado de la pobre vieja. Durante varios minutos permanecemos de pie el uno junto al otro, contemplando a través de las rejas que cubren los ventanales el cielo menos contaminado en esta parte de la ciudad. Se pueden apreciar unas cuantas nubes flotando entre las mallas de metal y los gruesos barrotes de hierro: En situaciones así qué más se puede hacer, podemos pasar un rato agradable aunque sea contemplando el cielo. De golpe, mirando a izquierda y derecha, como si alguien pudiera estar espiándonos, me confiesa en voz baja que tiene listo un nuevo plan de escape. No me extraña en absoluto, ya que en ocasiones anteriores lo ha intentado con éxito. A pesar de que lo mantienen en pijamas, una vez consiguió un abrigo, nunca se supo donde, y con el viejo truco de hacerse pasar por quien no era, atravesó el complejo sistema de barrotes y puertas electrónicas y consiguió alcanzar la calle. Hizo parar a una señora que pasaba en motoneta, con argumentos inesperados pero estremecedores la 62
convenció para que lo llevara a la casa, lo esperara con el motor en marcha y lo trajera de vuelta. Sólo quería recoger ciertos utensilios que necesitaba con urgencia para continuar adelante con un proyecto. Sé que no miente y por fortuna la familia posee el dinero y las influencias suficientes, de modo que al jefe de esta ratonera no le quedó otra que mandarse un discursito y hacerse el de las chacras. Un celador pasa empujando un carro. El no hace caso, permanece ajeno, sumido en hondas y complejas cavilaciones. Y como si no viniera al caso me lanza un rollo, dice que: “Dios está enojado -con un destello amargo en los ojos- porque los hombres actúan como enanos castrados y no dejan de asesinar a su cordero”. Luego, como si no tuviera importancia cambia de tema. Semeja un chico torpe, la cara enrojecida, cuando sacando un poderoso vozarrón de profeta afirma que “hemos sido envilecidos, que la inhumanidad nos gangrena el corazón”. Se voltea a mirar un guardia y murmura: “hay que tener cuidado, ya que están armados, andan con pistolas, navajas y hasta granadas en los bolsillos”. Luego menciona cálculos matemáticos y cifras que no comprendo, relacionadas con el origen de la materia y el sentido de la vida. Mirándome fijo a los ojos y calculando mi reacción dice: “Muy pronto el dinero no servirá para nada y esto es absurdo. La existencia y el tiempo son una falacia. Todo es relativo, me ha sido revelado que en breve la tierra será un desierto, hombres radioactivos beberán la sangre contaminada de otros hombres muertos por la radioactividad. Queda poco tiempo, Los glaciares se están derritiendo...” Al tiempo que habla una mueca sardónica se dibuja en su rostro. Agrega: “La ciencia apenas abarca un pendejo del conocimiento y es el pendejo más chico así que no encontrarán soluciones. Sí. Me lo dijo Dios. El Infierno de Dante parecerá un jardín infantil. Esta manada de eunucos y vigilantes no comprenden que el límite de una esfera se determina en función de sus traumas interiores. Nunca entendieron que la vida se juega en otro ámbito...” Y concluye con una frase que suena aun más terrible: “ya hay asesinos recorriendo las calles. De esta majamama no nos salva nadie”. Después murmura que el mal nos rodea, el mal humano, grandes concentraciones de energía negativa han jodido al mundo. Aclara que no todos, no todos y que algunos como Hegel intentaron pensar, pero Nietzsche estaba loco y la gran explosión de la que tanto se habla no fue nada comparada con la nueva muda cualitativa que sufrirá la estructura del universo. 63
Simulando prestar atención observo por la ventana a los otros pacientes que van saliendo al jardín, se sientan en las bancas, se recuestan contra los árboles o se tienden en el pasto. Es una escenografía inmóvil y silenciosa. ¿Para esto fuimos creados? me pregunta cogiéndome de un hombro. Pienso en la vieja, en que ella tiene suerte y no necesita oír esta monserga. Guarda silencio unos segundos y alega que se han apoderado de nosotros y eso es triste. Miro el reloj, es pasado el mediodía. Nada le importa, llevándose una mano al mentón me cuenta que por fin ha descubierto la puerta. Agrega algunas palabras sueltas e incomprensibles y, con voz alta, apasionada, y pomposos ademanes declara: “La actual concepción de la realidad vale hongo; el pensamiento no sirve para nada, y eso los indios lo sabían desde hace mucho, la lógica es una trampa asquerosa inventada por sicólogos para manipular a las personas y eso también tiene a Dios indignado...” La esclerótica de sus ojos se ve inyectada de sangre y me da un poco de susto, se podría poner violento. Empiezo a pensar en largarme. Al finalizar, ya casi exánime, suelta lo más importante: en pocos días la máquina estará lista para ser utilizada. Según he podido entender se trata de un aparato que puede realizar diversas funciones, pero en lo medular, y en esto pone especial énfasis, es que llegado el momento permitiría, por decirlo de algún modo, abrir un forado por donde podrían huir los que se encuentran más cerca, si la situación así lo requiere. “El apocalipsis viene, el fin está cerca y, a esta interminable hilera de pigmeos que marchan felices al abismo ya nadie los podría rescatar. Con la máquina al menos me salvo yo, es mi última trinchera. Allá los enanos que sigan rumbo al despeñadero, imbéciles, insensibles, ciegos...” Como estoy acostumbrado a oírle decir estas barbaridades no me extraña. Respira hondo y se queja del sin fin de inconvenientes y dificultades que le ponen en este sitio para continuar con sus investigaciones. Lo más grave es que no puede dejar de pensar. Yo tampoco puedo dejar de pensar en lo fantástico que hubiera sido si él a los quince años no se hubiera apartado del camino. Sin duda que un ser con su inteligencia y debidamente adaptado habría contribuido a elevar poderosamente las utilidades de la familia. Pero como sé que en las actuales circunstancias eso es imposible, me remito a fingir interés en sus palabras. Con ojos brillosos me cuenta que el éxito se encuentra cercano, pero al mismo tiempo, no deja de quejarse de las dificultades que 64
debe enfrentar en este sitio. El que hace de jefe, un individuo presumido e ignorante, lo mantiene sometido a constante vigilancia y, a cada instante, envía algún subalterno que pretextando cualquier insignificancia lo interrumpe y le impide concentrarse. Yo lo habría ayudado, desde el principio me pareció que la idea era buena. Aunque le falte un tornillo no puedo dejar de pensar que si en una de esas le acierta podríamos ganar dinero, por eso sigo con atención el desarrollo de sus experimentos. Incluso lo he comentado en la familia, muriendo de risa, podríamos fabricar esa máquina en serie, la de utilidades que obtendríamos. Pero como es testarudo, no confía en nadie, ve enemigos en todos lados, cree que lo vigilan y por eso esconde o destruye todo. En definitiva no se puede hacer negocios con él. Cuando comienza con los tiritones aprovecho de despedirme. Las visitas le hacen daño, lo perturban, en verdad no son recomendables. Al retirarme del sitio, los funcionarios encargados de cuidarlo, me han informado que dentro de poco lo someterán a un nuevo tratamiento. Ojalá dé resultado, he podido darme cuenta de que en el fondo no tienen ni la más mínima esperanza, lo hacen de pura rutina. Saben que casos como el suyo son irreversibles. Después mencionan una dieta a base de frutas, que lo pondrá en mayor contacto con la naturaleza, quizá sea necesario un poco de sicoterapia compuesta de electrodos y otras medidas que se me olvidan. En todo caso al despedirme he visto sus ojos celestes inundarse de una tristeza infinita, como nunca antes. Parece que presintiera algo. Pone su mano huesuda y arrugada sobre mi hombro y me da unos golpecitos como si supiera que yo estoy lejos de comprender o quizá recordando la remota época en que lo seguía como idiota en sus juegos descabellados, mucho antes de que tuvieran que empezar a darle la comida en la boca. Junto a la puerta de salida el guardia me informa que si el nuevo tratamiento no da resultados satisfactorios, se verán en la necesidad de hacer algo más drástico. Me cuenta que se ha puesto muy malo. Hace un par de días, en un momento de descuido, cogió a uno que pasaba y gritando que Dios estaba enojado había intentado desnucarlo. Afortunadamente se lo quitaron a tiempo, si no nadie sabe lo que habría sucedido. Desde ese día lo hacen dormir a punta de somníferos, ya que de lo contrario, por la noche, con sus gruñidos 65
nerviosos, mantiene al personal y a los pacientes con los nervios en vilo. De cualquier forma, le pasé unos billetes al celador y le dí instrucciones precisas. En caso de que algo definitivo llegue a suceder, deberá entregarme cada uno de los papeles que encuentre, ya que en una de esas, si la famosa maquinita llega a funcionar, podría significar una buena inversión. Mal que mal soy yo el que a lo largo de estos años ha tenido que cargar con infinidad de asuntos, entre otras cosas, cuidar que no le falte nada a la vieja, que ya tiene demasiados años y ningún domingo ha querido acompañarme, pero eso puedo comprenderlo ya que él era su predilecto y verlo en este estado le hace mucho mal.
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SIN EMBARGO EL MAGMA “Con la ciudad que me pertenece hago mi voluntad...” Eclesiastés, VIII 12.
El miedo: eso sí constituía un desafío y un día esculpiría aquella sensación; esculpiría el miedo, conseguiría cincelarlo en la piedra, de ser posible en una roca volcánica. Pero no el miedo físico, el pánico a un sismo o a la violencia. Era un miedo distinto el que la obsesionaba, la cobardía interior, la que paraliza, el pavor a la mirada oprobiosa de los otros: el miedo a ser. Pero... ¿los aviones?. ¿Estaba loco? Nunca les había temido. Hasta le daba risa cuando el pájaro de acero pegaba brincos de potro salvaje en medio de una turbulencia y, por supuesto tenía que disimular, no podía soltar la carcajada en medio de aquellos pobrecillos, que con caras desdibujadas por la angustia se aferraban con dedos crispados a sus asientos, los párpados cerrados, rezando y encomendándose a las alturas. ¿Qué se creía? Para ella era como acelerar montada sobre la Harley en una competencia a campo traviesa. Desconocía el miedo. Lo había dicho sumida en un delicioso abandono, lánguida y dichosa, con un tonito travieso, sintiéndose audaz por el placer que la embargaba y, alzó la cabeza, se incorporó sobre un codo y lo había repetido muy cerca, con apasionado énfasis, posándole los labios sobre la oreja: Ella no se amilanaba nunca, ante nada. Y si ha de ser honesta, mientras se pasa el algodón impregnado de crema de limpieza por la cara, frente al espejo ¿en realidad es tan valiente? Como la abuela que un día cruzó el Atlántico y se internó en el Amazonas. Esa vez yacían desnudos sobre el lecho de aquel cuarto de hotel y se lo decía a él, de modo que lo había repetido: no se amilanaba ante nada... A continuación, esbozando una sonrisa, sacando pica, había amenazado que cuando ella besaba, besaba... Entonces él le pidió que entreabriera los labios y muy lentamente acercó su boca, apenas la tocó, dejando que los labios se rozaran una, dos, tres veces y, de pronto la lengua (de él) ingresó fugaz a su boca, acarició el paladar y huyo veloz como un bólido. Ella se sacudió y había dejado escapar un débil gemido. Últimamente inauguraba placeres nuevos, no siempre había que
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fundir las bocas en un beso asfixiante. A veces bastaba una leve caricia, imperceptible; un sutil y ligero frote de labios para que se mojara y le dieran tantas ganas de hacer el amor que el corazón le dolía. Le agradaba permanecer en aquella habitación sumida en una sinuosa claridad, donde la quietud de la cálida tarde de verano apenas era interrumpida por el zumbido del ventilador emitiendo apagados lamentos de paciente quejumbroso y el zumbido del tráfico en la lejana avenida. Dominada por una exquisita modorra se deja mecer por las aguas de la conciencia, y alcanza niveles de lucidez nunca imaginados. Un día esculpiría también los orgasmos. Muy joven leyó en un libro que los orgasmos eran una descarga eléctrica en el cerebro, un rayo que de golpe iluminaba el firmamento interior, ella aun no los conocía bien y ahora si tuviera que definirlos los compararía con los cuadros de Chagall, un estallido de sensaciones, formas y colores. Nunca antes había sentido orgasmos tan intensos. Le producía sensaciones contradictorias sentirse diferente. Afuera nevaba. Siempre estaban descolgándose copos blancos, a veces tenía la sensación de estar convirtiéndose en un iceberg, como una de esas estalactitas de hielo que pendían de las cornisas. ¿Cómo fue que aceptó salir de la ciudad y enterrarse en estas soledades? Aquello era el fin de mundo. Pero se había acostumbrado, y ahora sabía que con suficiente tiempo un ser humano acaba habituándose a lo que sea. Al cumplir un año estuvo a punto de emprender la fuga, incluso buscó un departamento cerca de su taller en el pueblo vecino y, a pesar de que Kalle en principio se mostró de acuerdo, llegado el día de la mudanza emitió un solo gruñido. Ella bajó la cabeza y para evitar discusiones que intranquilizaran a los niños terminó por claudicar. Aquella vez sintió miedo, se dejó paralizar por la latente agresividad. ¿Dónde quedó su valor? De chica era muy osada. Pícara decía él: al son de los marciales compases del Himno de Mambrú, obligaba a las amiguitas a desfilar por el living de la casa. Aunque si visitaba los patios de la memoria podía verse por aquella avenida junto al mar, rumbo al colegio de las monjas francesas, estrujando un pañuelo en la mano, ¿Aquel sudor era timidez o puro pánico? Al cumplir dieciocho el papá le regaló la moto, a ciento cuarenta por hora, montada sobre la Harley Davidson por la amplia avenida -en los remotos años de la academia, cuando extasiada escuchaba al profesor de teoría del arte, un famoso pintor, disertar sobre la orgánica de los colores- creía que los sentidos le iban a estallar. Se había enamorado perdidamente de aquel maestro. Incluso una tarde le 68
escribió en secreto un poema, todavía conserva el recuerdo de algunas líneas disparatadas: tú creaste la noche y la arcilla, tus manos hicieron los jardines y la piedra y tu voz despertó esta pasión que me envenena el alma. Rauda en la moto, fue en medio de la noche hasta su casa y la depositó en el buzón. Así era ella. Así había sido, asumía los riesgos. Claro que no firmó la carta y luego prisionera de la incertidumbre esperó a lo largo de numerosas clases una mirada, una señal, un gesto del maestro que no nunca llegó. Pero de niña chica, a solas en el dormitorio, en pijamas y con la luz apagada, se ponía a imaginar que una mano -grande y velluda- emergía de la oscuridad y le tocaba el pelo, entonces se zambullía hasta el fondo de la cama y tiritando se cubría la cabeza con las ropas. O se introducía en el closet y acurrucada ahí soñaba con un bosque encantado poblado de duendecillos traviesos y luego intentaba reproducirlos en la plasticina, sus primeras creaciones, que escondía en una caja y que una mañana mamá encontró, rompió y tiró a la basura. Todavía hoy, a través de las siluetas que dibuja la incesante nevisca, puede oírla reprendiéndola, diciéndole: tú no sirves para nada. Montada en la Harley a ciento cuarenta por hora se sentía llena de bríos, poderosa, indestructible. Contemplando la fotografía de la abuela que un día partió a conquistar la Amazonía siente que no puede claudicar. Se sabe bella, aun conserva parte de la hermosura, que motivó a sus compañeros a llevarla de candidata a Reina en los juegos de primavera de la academia. El espejo le devuelve la mirada: una intensa, otra inquietante y por último una dulce. Las mismas expresiones que puso en las sesiones de fotografía para el catálogo de la exposición. Así la veía él, bella por dentro y por fuera. Por eso sube al avión una vez al mes y viaja los mil kilómetros, hasta la ciudad de su infancia, para disfrutar de su compañía, sentir el magma hirviendo bajo la piel y el alma desbocada. El tiene un modo de tratarla que la inquieta, en aquellas lentas tardes le prodiga tiernas caricias que quedan latiendo en la memoria. La comprende y la anticipa en sus más escondidas motivaciones, como si ella fuera un libro abierto donde él puede leer sus más ocultas intimidades. A veces se deja seducir por la idea de que nació para él. No teme volar a verlo. Le despierta el mismo espíritu de aventura que sentía en la moto. Precisamente en aquella época, cuando terminaba la carrera fue que conoció a su marido. ¿Qué la atrajo de Kalle? Era buenmozo, alto, rubio y las chicas de la academia andaban loquitas por él, incluso ahora, Eva su amiga de las jornadas de tedio, le ha confidenciado que 69
lo encuentra atractivo y se lo dice: “cuídalo que está de comérselo” Kalle era serio, bastaba mirarlo para comprender que lograría sin esfuerzo la meta que se propusiera. En aquellos días cualquier muchacha se habría ido con él a ojos cerrados. ¿Cuando se abren los ojos? Cursaba el último año de licenciatura en química y resultaba el hombre perfecto para una chica educada en los sagrados principios de la tradición católica en un mundo dominado por protestantes. La madre de Kalle, una lituana delgada, de larga y desabrida cabellera rubia, lo idolatraba. Se conocieron en un paseo, conversaron de bosques y pájaros, se llevaban bien, quedó entusiasmada. Era atractivo, era inteligente, de modo que cuando Kalle -inevitablementepropuso que hicieran la travesía eterna, al cabo de un romance de un año, ella feliz aceptó subirse al tren matrimonial. ¿Qué sería de aquella moto en la que se sentía tan potente? A poco de casados y estando ella embarazada Kalle insistió en venderla, no era apta para una familia con niños. Ella aceptó. ¿Allí empezó a ceder? Se compraron un automóvil nuevo, un flamante Saab, color gris, que siempre conducía Kalle. Mirando los copos acumularse tras los cristales empañados comprende que lo único que añora de aquel tiempo es la exquisita embriaguez que la invadía al conducir aquella moto. Y detrás de los cristales lenta se descuelga la nieve; en chopos grandes y brillantes, a veces cree ver diminutas bailarinas, hadas mágicas danzando sobre los campos. Nieva incesantemente sobre los árboles, las islas y las embarcaciones de la bahía. Nieva la mayor parte del año y en primavera y verano cuando no nieva, llueve en las noches con un viento pululante que para los pelos, llueve con parsimonia en las madrugadas, llueve sin descanso a la hora de almuerzo, llueve con nostalgia en el crepúsculo, nunca para de llover. En los primeros años de casada esculpía poco, quedó encinta casi de inmediato y en el séptimo mes de embarazo, luego de salir de la clínica donde la matrona le mostró en el monitor que esperaba una niñita, en estado de plenitud se había ido a tomar un jugo de fresas, a un gran almacén que miraba al Parque de entretenciones y en la vitrina de una tienda para recién nacidos encontró un poncho de bebita, color magenta, con gorro, que le quitó el aliento. Podía sentir a la hija dar de pataditas en el vientre apurándola: ya mami, anda, cómpramelo. Lo adquirió y lo tuvo guardado hasta el día que la pequeña cumplió tres meses, entonces buscó el paquete en el closet, lo abrió y vistió a la niña con el poncho. Al mediodía, Kalle vino para el almuerzo y puso mala cara. Opinó que el gorro no le venía, había que 70
cortarlo y si no lo hacía ella lo haría él mismo. Perpleja, muda, no alcanzó a balbucear ni una palabra cuando Kalle armado de las tijeras eliminó el gorro, como si en química hubiera tenido una asignatura de modas infantiles. A partir de ese momento decidió dejarlo ser, no discutir nada. Se refugiaba en el taller, consagrada a trabajar en greda, modeló caballos; potros salvajes galopando libres en las praderas, un vez un pegaso, un hermoso caballo alado que ganó un Primer Premio en el concurso regional de Arte. Su mejor obra de aquel período, es un poderoso caballo galopando sobre nubes. Lo adquirieron de la asociación de dueños de caballos de carrera y lo exhiben en uno de los salones principales. Así era ella, trasponía, escondía, ocultaba su ser en las esculturas. Se convirtió en una experta en el arte de sublimar. Aquello también fue su modo de responder. Después del nacimiento del segundo hijo, viajó por el continente, hizo un post grado en Copenhague y aprendió italiano para realizar unos cursillos en un museo de Florencia. Estudió a Leonardo y Miguel Angel, contempló La pieta y regresó decidida a dedicarse por completo a su arte. Entonces Kalle insistió en emigrar al extremo norte, a la región de las minas en las cercanías del círculo ártico donde planeaba poner en marcha ciertos negocios de vital interés, inauguraría una empresa que sería tan exitosa como el futuro de su familia. Ella, estuvo de acuerdo en irse por un año. A probar. La idea no le gustaba para nada, sentía que esa distancia sería como una cárcel. Acabó cediendo. Demasiado tarde comprendió que uno no se cambiaba a mil kilómetros de distancia e iniciaba una empresa por probar. Ahora le produce risa, pero cuando se es joven uno se imagina que la vida es eterna y que dispondrá de tiempo para todo. Bueno, finalmente Kalle era su marido, un tipo guapo, vital y sobre todo cumplidor. ¿Cómo negarse? Se trasladaron con todos los muebles en un viaje que duró dos días. En aquel paisaje eternamente blanco, con bosques petrificados por la nieve, su obra ingresó en el período de los árboles. Esculpió una estatua increíble con la imagen del manzano original, el árbol bíblico de la fruta del bien y el mal. De sus manos brotaron una serie de figuras de árboles enormes y retorcidos, el árbol genealógico. Y para concluir varios árboles de follaje iluminado, envueltos en llamas, apasionados y metafísicos, con profundas raíces hundidas en el corazón de la tierra. Por aquella época incorpora elementos: madera, tierra volcánica, piedras, arcilla, ceniza. Intuye que al crear no hace otra cosa que esculpirse a sí misma: Es su propia autora. Y esculpe para descubrirse, buscando 71
hacerse, construirse, descubrirse y cada vez que aparta los ojos de la obra afuera continua nevando. Bebe un sorbo de té, mirando las copos caer lentos en el jardín, come un trozo de pan con mantequilla y sonríe al recordar la teoría de la mamá: si las cosas podían ir mal de seguro saldrían mal. La conoce como la teoría del pan con mantequilla, todo quedaría embetunado, las ropas de la cama, el pijama y las manos. ¿Qué podía importar? Ella esculpía. Y se estremece al recordar los orgasmos, las yemas de los dedos de él sobre su piel, la boca besándole demorosamente los muslos en tardes que se abrían a estepas sin fin y la lenta lengua hurgándola en lo más hondo, allá a mil kilómetros de distancia. El tiempo transcurría apacible, la empresa de Kalle navegaba a toda vela y adquirieron de ocasión una casa, situada en la ladera del monte, con una imponente vista sobre la bahía del Báltico. Cierta mañana soleada tuvo la inspiración de agregar a la baranda un par de pedestales esculpidos por ella. Embutida en su overol trabajó alegre varias horas, con las mejillas sonrosadas por la brisa marina en una de las escasas mañanas sin lluvia. Como de costumbre Kalle apareció al almuerzo y se indignó, casi pierde el habla, qué cómo se le ocurría hacer tamaña barbaridad con su casa, que lo dejara de inmediato tal como estaba y que en lo sucesivo ni se le ocurriera tocar sus cosas. Ella aceptó. ¿Para qué crear conflictos? Mejor adaptarse. Eso la indigna, se mira al espejo y se ve como una artista adaptada. Y como el tiempo siempre es el tiempo los hijos crecieron, terminaron los colegios, y de uno en uno volaron al sur, a la universidad. Se inició una era de silencio. Los dos solos en los fines de semana, deambulando largas horas por la casa sin nada que decirse, sentados por las tardes ante la tele; un mínimo edén parecido a la compasión. Aquello era como una herida que no cicatrizaba, tantos años dedicados a la familia y ni siquiera poder agregar dos postes a la baranda. Eva, su querida amiga, recientemente separada, le comenta “te envidio tu marido” Están en el Café Dremar, justo delante de la Plaza del pueblo vecino. Ella la escucha bebiendo un té y pensando qué sabes tú, en realidad qué sabes tú. Nada más imaginas, supones, sonriéndole con su mirada más dulce. La misma mirada con que había resistido los embates de la nieve y criado a los dos hijos ya grandes, con alas propias, volando sobre otros territorios menos nevados. Ella era muy entera y no se quejaba, pero tuvo que visitar a una sicóloga; jamás sospechó que un día terminaría contándole aspectos de su mundo privado a una desconocida. A lo largo de las sesiones la sicóloga 72
formulaba una única pregunta: ¿Hasta dónde vas a ceder? Al fin entendió que el tren matrimonial en realidad no había salido nunca de viaje. Los años transcurrieron y ellos permanecieron en la misma estación, detenidos, estancados como el agua de un charco. Su obra fundó un nuevo período: la era volcánica, esculpía volcanes inmensos, poderosos, amenazantes. Volcanes que de estallar podían volar todo el ártico. Esculpió en roca volcánica un dios Vulcano, furioso, capaz de pulverizar. Otro volcán sumergido en un acuario, bajo una superficie de apariencia calmada. Y, para concluir, sobre una cubierta plagada de brasas y venas rojas esculpió un volcán enorme, en roca viva, temible, colmado de arterías por donde fluían amenazantes torrentes de lava. Lo llevó a casa y lo instalo sobre una mesa dentro del dormitorio, justo frente al lecho nupcial. El único comentario de Kalle fue que allí quitaba espacio. Entonces ya sabía que se esculpía a sí misma, que su arte era un conjuro, un modo de sobrellevar la estrecha cotidianeidad, pero sobre todo una forma de renacer, de salvarse. Expuso en varias ciudades, obtuvo premios, la crítica alabó su trabajo, connotados y prestigiosos maestros visitaron su taller y humildes formularon diversas inquietudes sobre las técnicas que usaba con esos materiales. Estaba siempre rodeada de discípulas que a diario acudían a estudiar bajo su tutela. Bebe otro sorbo de té y mira la nieve descolgándose sobre las inmaculadas techumbres. Hace frío, después mira el reloj pulsera, falta poco para que salga el vuelo y debe conducir la Harley al aeropuerto, tendrá que apurarse, correr a ciento veinte por hora, como un bólido por la carretera. A él lo conoció el año anterior, durante las fiestas del midsommar, la municipalidad celebraba un aniversario e invitó a varios artistas a exponer. Una tarde aburrida consiguió un traje de gitana y salió a vagabundear por las callejuelas enfiestadas de aquella ciudad asediada por los calores del sur. En una esquina estaba él, por azar quedaron parados hombro contra hombro, estaba disfrazado de trovador y, sin razón alguna, le recitó al oído un verso: Eres la lámpara y la taza, ella apuró el paso, pero persiguiéndola le repetía: con los ojos cerrados semejas una cumbre. El gentío no la dejaba avanzar y él no se apartaba, hablándole al oído: déjame tocarte y despertarte. Ella intentaba ignorarlo, esquivarlo, deshacerse de él. Pero aquellos versos y el sonido de su voz algo movían en su interior, algo que nunca antes había sabido que existiera. Terminó aceptándole un trago, solamente uno. Enmascarada dio un nombre que le pareció divertido Camille (por Claudel, la amante) Empujados por el gentío y la 73
alegría de la noche de carnaval bebieron más de un trago, recorrieron bares, bailaron hasta muy entrada la noche, discutieron de arte vanguardista, de poesía grabada a fuego, de la música que es olfato y piel y no duerme. Cuando la aurora los sorprendió ella sabía que él también conducía una Davidson. Se introdujeron a un hotel de turistas, cerca del puerto, hicieron el amor lentamente y ella tuvo un orgasmo con características telúricas, un estremecimiento de entrañas y de alma que la descolocaron. Convencida que no lo volvería a ver y que era un perfecto desconocido, alguien que podría olvidar, le confesó que se había casado a los veintitrés y pasó una década antes de saber lo que era un orgasmo. Sí, estaba casada pero nunca había engañado ni siquiera de pensamiento a su marido y, resultaba curioso, pero a pesar de toda la estricta educación religiosa y secular recibida no sentía culpa alguna. Lo que era más, por primera vez, luego de casi medio siglo de vida, sentía que era libre, completamente libre, libre como un ave que ha sido puesta en libertad. Regresaría a la tranquilidad de su casa en la colina con vista a la bahía, segura que, sin importar lo que trajera el futuro, aquella madrugada no se borraría fácilmente. Y se fue. Se fue convencida que no volvería a verlo. Pero al mes siguiente no pudo contenerse y regresó al hotel, el mismo día a la misma hora, y lo encontró de pie en la calle esperándola. Tampoco él podía olvidar su intensidad y su desbordante pasión. Entonces ella, desnudos en el lecho, luego de hacer el amor con una entrega que se parecía demasiado al amor para ser real, le había contado de su infancia en una remota ciudad con avenidas junto al mar, tíos curas, hermanos de la mamá, que se azotaban y, de sus esculturas, sus caballos, sus árboles y sus volcanes y los motivos por los que siempre regresaba a la casa con vista a la bahía en donde crió a sus hijos que ya se habían marchado a estudiar y continuar con sus vidas. Y en donde no había parado de nevar desde el día de la creación. Habló de Kalle, un buen hombre que cumple con su deber y, al que quiere casi como un hermano y a quien no desea hacer daño. Han transcurrido doce meses desde aquel día. Los ha contado por su fulgor. Y como a menudo la realidad es una máquina de repeticiones, sucede que de nuevo hay carnaval. Y ella es valiente, le gusta viajar en avión. En el velador junto a su cama tiene libros que esperan ser leídos La quinta mujer de Henning Mankell, Viaje a Damasco de Strinberg y un volumen de cuentos de un escritor colombiano. Pero no siempre puede leer, conoce los horarios que imperan en su hogar y, como en la letra de una canción 74
siempre debe estar en cama poco antes de que den las diez. Abrazada a su almohada contempla de reojo y en paz al marido. Kalle de pronto cierra el diario, la observa unos segundos, luego mira el reloj: son las diez y media en punto, apaga la luz de la lámpara, se acomoda para dormir, respira hondo, en armonía consigo mismo y dice Buenas noches. En la casa en sombras reina el sosiego y la quietud. Afuera se extiende la noche de primavera, el aire presagia tormenta y al poco rato en el cielo se extiende el retumbar de un trueno y la habitación de pronto es iluminada por el resplandor de un relámpago proveniente del mar que muestra, en un breve segundo, sobre la mesa al pie de la cama, la amenazante silueta del enorme volcán.
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UN BUEN CLIENTE “Y ahora, por favor, silencio”
No hay caso, resultó peor de lo que pensaba, por más que me apuré igual es tarde. Oscureció temprano, llueve y la gente empieza a retirarse. A la carrera -temiendo que un guardia me cierre el pasocruzo las puertas automáticas y me detengo en el hall principal, rodeado de columnas que se alzan fulgurantes para ir a rematar en un cielo sin estrellas, pero profusamente iluminado por la falsa calidez del neón que me sube el ánimo de inmediato. Se asemeja a Babilonia, con algo de paraíso y de infierno. Repitiendo en mi fuero interno “que bien muchacho tal vez aún estás a tiempo” avanzo por un pasillo donde predominan colores vanguardistas, hijos legítimos del marketing. Los briosos acordes de la melodía My heart will go on de la película Titanic fluye de los parlantes. Una pequeña multitud desborda las galerías. Tras los cristales de una tienda una jovencita se empecina en ordenar unos maniquíes desnudos. Me dejo embriagar por una sensación sublime y perversa. Aquí soy casi invulnerable, esta gigantesca catedral es como una máquina de tiempo y posee entre otras virtudes- la capacidad de abolir las distancias. No hay diferencia. Perfectamente podría encontrarme en una galería comercial de la Gran manzana, en Hong Kong o las islas Canarias. Sin embargo hoy llegué tarde. La reunión con el abogado se prolongó más de lo previsto, las cifras de las importaciones no cuadraban con los aranceles y nos enredamos en una discusión de nunca acabar: el error contable traerá problemas con impuestos. Preocupado miré el reloj y era demasiado tarde. De todos modos salí soplado. La lluvia y los atochamientos se confabularon para retrasarme. Y aunque las tiendas empiezan a cerrar, la imagen de los restaurantes atestados de gente devorando comida chatarra me producen regocijo. Avanzo despacio, deteniéndome frente a los escaparates y sintiendo crecer el deseo. Un apetito insaciable. Me hacen falta ojos. Hoy tengo solo dos posibilidades en mi lista: un notebook de bolsillo, última generación, a precio de ganga según el catálogo y un traje nuevo. Mi hermano se casa y el muy boludo aspira a que le sirva de padrino. No soy de los pobres infelices que sudan la 76
gota gorda recorriendo almacenes. En eso me asemejo a Napoleón, decido el lugar de la batalla y caigo sin aviso. Busco, me regodeo lo justo y cuando tengo lo que quiero me largo. El secreto radica en adquirir una sola cosa cada día y mostrar conocimiento y decisión. En el local de Hewlett Packard el vendedor me informa que el último notebook se lo llevaron hace diez minutos pero que mañana reciben una nueva partida. En momentos así, algo parecido a la acidez me sube por el estómago, y se instala en la garganta, una sensación de asfixia. Nada más por no perder el viaje le pregunto el valor de un quemador de CD. El tipo mira el reloj y por toda respuesta dice: “Es tarde y vamos a cerrar”. ¿Qué se hace con semejante cretino? Nació sin cerebro. Podría degollarlo. Me da la espalda y yo a ritmo pausado me retiro. El mundo está cambiando, los burócratas nos invaden y algunos vendedores todavía se resisten a reconocer que hoy por hoy el cliente posee una condición sagrada, casi divina, es el Santo Grial de la sociedad de libre mercado. Sin ir muy lejos el fin de semana recién pasado me tocó uno de estos idiotas, cavernícola, rebelde que también atendía de malas ganas, casi sin mostrar interés, como haciendo un favor, gruñendo, hastiado de responder a mis inquietudes. Yo andaba tras un celular con cámara digital incorporada. Y él nada más esperaba que le dijera una marca para cobrarme y envolverlo. Onda dos cucharadas y a la papa. Menudo idiota. Le solicité que al menos me mostraran los distintos modelos, me informara las diferencias y que hiciera un análisis comparativo entre ellos. Me respondió que no podía, ¡estaban bajo llave!. Consideré seriamente ir donde su jefe y hacer que lo despidieran. Me recordó ciertos doctores, cuando los consulto por alguna dolencia lo primero que hacen es preguntar: ¿Qué enfermedad cree usted que tiene? A veces pienso que están mal pagados o trabajan demasiado. A uno le respondí: sucede que cancelo la consulta para saber cual es el mal que según usted me aqueja. Están convencidos que todo se reduce a pasarme la boleta. Si uno no se avispa lo madrugan apenas pestañea. Cobran hasta por decir la hora. Falta poco para que vendan el aire. Subo al piso superior por una larga e interminable escalera mecánica. Un aroma a café y almendras se esparce en el ambiente. El público empieza a escasear. Algunas tiendan ya han cerrado. Aquel huevas trabajaba en la sección de electrodomésticos y yo nada más por cumplir, pensé llevar al matrimonio de mi hermano un presente útil, algo que les sirviera en la cocina, no sé, una exprimidora eléctrica o un sacacorchos automático. ¿Por qué no busca usted mismo? 77
respondió el palurdo, a punto de iniciar un motín. Me sentí como un perfecto imbécil y salí de allí maldiciendo. Bueno, ya está bien. Acá no se puede andar desprevenido. Pero sucede que también los hay así, seres a los que se les duerme la neurona y no les importa ni su madre. Camada de ratas, algunos resentidos y otros ineptos. Ante las puertas del cielo batirían la lengua como locos, rogando una nueva oportunidad. Viven indignados contra todo.. Y, ya no existen, como ciertas estrellas de las que todavía se percibe la luz, pero nada más. Y considerando que me he gastado un dineral aquí, al menos deberían ponerle mi nombre a una de estas galerías. Me complace sobre manera encontrar un dependiente que demuestra una legítima vocación -un vendedor o una vendedora-, informada y atenta, con quien se puede pasar un buen rato enterándose de los más mínimos detalles de cualquier mercancía, que revelan secretos, milímetro a milímetro, y que recomienden un vellocino, o el amaranto de una seda y que digan: “esto es seda y esto es imitación seda”. Últimamente mis actividades sociales más entretenida han ocurrido precisamente entre vendedores. Porque sucede que yo no soy de los que compran en estampida y aspiran a llevarse -en un solo acarreo- todo para la casa, como las legiones romanas o los conquistadores españoles. Compradores compulsivos, arrean hasta con las ampolletas del local, devorados por la ansiedad y la angustia, parecen responder a un impulso eléctrico. Como si se lavaran el cerebro en smog o tuvieran el corazón cortocircuitado. No, de ningún modo, yo compro con altura de miras, dominando la lujuria y considerando la eternidad. Aquello que es estrictamente necesario, juguetes de la tecnología moderna que de pronto se vuelven indispensables. Esto es para mí una actividad trascendente, con proyecciones filosóficas, dedico horas y más horas al análisis y el estudio pormenorizado de los avisos de publicidad y los catálogos, vengo preparado, sé con nítida claridad lo que deseo y no me enredo, formulando preguntitas ridículas, que hacen perder el tiempo a los vendedores. Por supuesto, no falta la oportunidad en que he podido observar gente que no sabe lo que quiere, entran como por inercia, se pasean con expresión estúpida, como si estuvieran en la vida por accidente y en realidad anduvieran tras una secta religiosa, cazando vinchucas o tras alguien que los madrugue, y se someten pasivos, eunucos y culposos a los interrogatorios de los vendedores que al final terminan encajándoles cualquier artefacto inservible. Después llegan a sus casas pidiendo que les ayuden a bajar del taxi un enorme paquete que en realidad no saben qué contiene ni para 78
qué lo compraron. Pobres seres abandonados de la mano de Dios. Meros coleccionistas de folletos. Propensos a colaborar con asociaciones misantrópicas. Engullidores de emparedados fabricados en serie: héroes inocentes del tercer milenio. Un aroma a mocachino y amareto mezclado con esencias de café llega desde alguna parte. Al otro extremo del pasillo veo aparecer un par de guardias de celeste que empiezan a pedirles a las personas que se apresuren. Va siendo hora de cerrar el templo. ¿Me tendré que ir sin comprar nada? Sería una lamentable pérdida de tiempo. Esto me preocupa. Consumido por un sentimiento de inseguridad camino junto a la baranda del segundo piso. Como si me fuera a quedar sin estímulos para conciliar un buen sueño esta noche. Siento los pies cansados y molidos. Por último podría bajar y comer en un M’c-pato, salchichas con cerveza. Quizá meterme al cine, para no perderlo todo. Un grupo de personas, con aspecto de clase media, pasan parloteando y rebuznando, lucen el aspecto inconfundible de los que tratan de parecer honrados. ¿Cuál será el propósito de esta gente con ojos atiborrados y miradas suicidas? De pronto la inmensa catedral se ha vaciado. Contra los cristales del techo se oye el repicar de la lluvia. Me encuentro justo doblando un recodo, cuando inesperadamente se abre una puerta. Es una tienda de ropa de hombres. Esto es un milagro me digo. Y una muchacha de abundante cabellera negra aleonada se dispone a salir. Nos miramos a los ojos y ella sonríe cordial. Una linda sonrisa que resalta el nácar de sus dientes. Siento el apetito, el deseo voraz crecer en mis entrañas. Calmadamente, como un caballero le pido que me disculpe, (lo más importante es contagiarle serenidad, pienso aceleradamente) le explico que se me hizo tarde y necesito comprar ropa con suma urgencia, en lo posible Armani, o, alguna otra marca de buena confección. Ella mira su reloj pulsera, medita unos segundos y dispuestísima responde: “todavía tengo tiempo, adelante, pase y veamos qué le puedo ofrecer“. Voy tras sus pisadas, excitado ante la inminente compra. Ella cierra la puerta con llave, es evidente que no atenderá a nadie más. “Llegó justo, justo” dice con voz cantarina. Aunque es menuda tiene unas caderas fenomenales y un trasero redondito y empinado, tan atractivo y elocuente que si yo fuera un albañil de la construcción se lo habría acariciado sin pedir permiso. De pie tras el mostrador, con un altivo gesto de barbilla y mirándome a los ojos inquiere: “Y bien, qué desea”. Le cuento que estoy invitado a un matrimonio y necesito un traje, color gris acero en lo posible, o azul marino, talla 48. Lo digo con énfasis, con audaz 79
decisión, mostrando agresividad y con un tono de voz que no deja ninguna duda de lo seguro que estoy de mí mismo. Ella se estremece y comenta con un cierto aire de picardía: “veo que sabe lo que quiere, eso me gusta, veamos creo que tengo exactamente lo que anda buscando”. Camina hasta un estante, corre una cortina y alzándose sobre la punta de los pies retira un colgador. Lo pone sobre un mostrador, corre el cierre de la envoltura y saca un traje de color oscuro, me lo tiende y señalando con una mano hacia una puerta dice: “Adelante, vaya y pruébeselo... Tome su tiempo, no se preocupe que yo espero”. Recibo el traje, pensando rezarle una oración al santo patrono de los compradores. La muchacha parece muy entretenida, algo alegre y entusiasmada, como si también sus plegarias hubieran sido oídas. El probador es amplio, con percheros para colgar las prendas, un confortable sillón y un amplio espejo que baja del techo al suelo. Un enjambre de ideas revolotea en mi mente, tengo una imaginación estrictamente apropiada, me veo junto a la muchacha arriba de un aeroplano cuyo motor ronronea como un gato satisfecho. Sin preocuparme del tiempo me quito la ropa, la doblo y la cuelgo ordenadamente. Después me ocupo de los nuevos ropajes. Es un traje que cae elegante y otorga cierto aire de nobleza, confeccionado con un paño superior, suave como piel de cachorro, y de hechura ilustre, me hace parecer distinguido y como listo para bailar un vals. Si en este momento me viera cualquier desconocido seguro me confundiría con un gerente de banco, un embajador de una nación de esas que tenían colonias o un ministro de estado. Abro entonces la puerta y me muestro entero ante ella, preguntándole: “Qué tal, cómo me veo?” Alcanzo a vislumbrar que al otro lado de los cristales los pasillos del templo están en penumbras, comprendo que han apagado las luces. La muchacha vestida de blanco y ligeramente sonrojada, como si la hubiera sorprendido pensando diabluras, me dice: “¿Quiere que le diga la verdad?” Fascinado, viéndola tejer en la mente como Penélope, imaginando el roce con la suavidad de su cutis, deseándola desnuda le digo: “Por favor, no vacile y ábrame su corazón”. “Pues -comenta, carraspeando ligeramente- ese traje lo cambió por completo, parece otro hombre, se ve fantástico”. Doy media vuelta y me contemplo en el espejo, abro y cierro la chaqueta, considero la caída del pantalón, pienso unos segundos antes de hacer el siguiente comentario: “Parece que cerraron el templo” Ella mira hacia fuera, suelta una risita insolente y responde: - “El templo soy yo” 80
- “Qué bien, digo. Señorita creo que me llevaré este traje...” - Excelente decisión. - Pero me gustaría saber cuánto demoran en hacer las bastillas. - Mmm -dice ella aproximándose, poniéndose de rodillas, y prendiendo con alfileres el par de centímetros que habrá que doblartres días, el sábado en la mañana estaría listo. - Claro, precisamente lo necesito el sábado en la tarde -informo, tendiéndole la mano para ayudarla a incorporarse. Me siento tan complacido con esta adquisición que mi energía sexual empieza a desbordar. Ella se ha levantado y estamos juntos, mirándonos, sin soltar su mano percibiendo el aroma a chanel que emana de su cuerpo. En su pupilas fulgura un destello tonificamente y desenfadado. De súbito siento el impulso de exclamar “Gracias por el sol”, mientras contemplo su pecho palpitar a un ritmo tartamudeante. Es una muchacha de uñas pintadas compruebo al mirar su mano y girarla para besarle la palma húmeda. Tiene una cabellera torrencial, esplendida y con un ligero y sutil aroma a cielo, a espacios amplios, a esencia de lugar sagrado. - ¿Está seguro? Inquiere ella, con un hilo de voz. - Por supuesto, ¿o acaso le parezco dubitativo? - Me encantan los hombres seguros, susurra empinándose con los labios abiertos. Beso su pelo, mis labios se deslizan por su frente, se detienen sobre la punta de su nariz. Estoy completo, el traje me fascina pienso al fundir mi boca con sus labios. Y la siento vibrar. Es lo último. Por favor, hay que ponerse en mi lugar. Tenerla allí palpitante entre mis brazos, aleteando como una alondra herida. Para describir lo que vino me faltan palabras, fue como caer a un abismo de piel, sudor y lucha por la vida. Un combate de sobrevivencia, lisa y llanamente nadar en el aire, gemir de éxtasis, y dejarse acorralar en el Reino de la posesión. Abrasados y sin dejar de besarnos retrocedimos hacia la sala de ventas. Ella no sé dónde, no sé cómo, de pronto presionó un botón y apagó la luz principal, quedamos bañados por una penumbra violácea que brotaba de las cornisas. Afuera, al otro lado del cristal pasaron dos guardias, y uno decía: “Una empresa floreciente que se hunde” El otro caminaba serio, mirando hacia todos lados en actitud vigilante. Siguieron de largo, no nos vieron, ni siquiera sospecharon nuestra presencia. Entonces ella, con decididos y veloces movimientos, se arremangó la falda hasta las caderas, se sacó los calzones y sentándose en un mostrador con cristales que abajo 81
mostraban corbatas, cajas de pañuelos y calcetines, me pidió con voz enronquecida y trémula: “Ven y cógeme” Yo, turbio de deseo, avancé hacia ella, me introduje entre sus piernas abriéndola más, cogiéndola por las nalgas la subí unos milímetros y de un solo envión penetré en su gruta mojada que como la boca desesperada de un reptil me tragó hacia adentro. Iniciamos un baile perturbador que se prolongó a lo largo de la noche. “De acá ya no podemos salir” informó ella en una pausa “Se han activado los sistemas de seguridad y si abrimos la puerta que da al pasillo sonarán las alarmas, llegará la policía y pasaremos un mal rato, explicando por qué estamos aquí” Hay que imaginarse lo que es eso, pasar la noche en un mall, en una majestuosa catedral, entera para nosotros, encerrados y tirando toda la noche. Que desmadre. De puro contento hubiera llorado. Jugando a soplarnos las orejas, probándome chaquetas sublimes, era de no creerlo. Toda una noche prisionero en aquella sublime materia de lujo, rodeado de un silencio sagrado, enredando nuestros cuerpos en el sofá de cuero crudo, en la minúscula oficinita interior, liberando la gloriosa lujuria, rodando por el poncho de castilla que ella tendió sobre el piso. Era como estar en una casa de cristal, sumidos en una reluciente penumbra, con toda esa vasta arquitectura a nuestra total disposición. En un instante de intimidad, yaciendo desnudos y sudorosos sobre el poncho sumamente oloroso y elegante, temblando ella me hizo una confidencia; desde que había instalado la tienda y empezó a conocer gente, la inmensa variedad de especímenes que existen, su sueño ideal era hacer el amor -algún día- con el cliente perfecto. Aquel que sabe exactamente lo que quiere y lo compra sin dudas. Sin titubear. Sin preocupaciones religiosas o ideológicas, sin inseguridades abrasadoras que le calcinen las entrañas, sin preocuparse de lo que piensen los demás o lo que pueda estar sucediendo en otra parte del mundo por horripilante que sea. Sin ambigüedad en la mirada, sin temores, y sobre todo sin culpa. Hacer el amor bien hecho con un hombre que no sintiera culpa, ésa era su quimera. Uno que entra y dice: “esto quiero”. Y lo señala con el índice extendido. Alguien así. Perfecto. De sólo imaginarlo, le producía orgasmos. Entonces intuí con meridiana claridad que ahí se cerraba un círculo, y clavando mi mirada en sus ojos de pantera celestial yo también confesé que mi única aspiración en la vida era ser un buen cliente.
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EL EMISARIO SECRETO “... tigresa ella en su fijeza de mirada lúcida, fulgor contra fulgor, y yo dragón hasta la violación imantante....”
Pareja
acostada
en
esa
cama
china
largamente remota
Gonzalo Rojas
Inquieto contempla el cielo limpio de nubes que la claridad de la aurora va tiñendo de azul. Se inicia el primer día del año y le cuesta mantener los ojos abiertos, cumple una semana viajando a marcha forzada, bamboleándose, adormilado, sobre la montura. Llegó al límite de las fuerzas; los párpados ya no obedecen, le duelen los hombros y siente las piernas acalambradas y los músculos entumecidos. Pero, al menos, salió del áspero laberinto de rocas y nieve y dispone de cuatro días para entregar el vital mensaje. Pronto brillará el sol. Atrás quedan las cumbres nevadas y hacia adelante, se extiende el valle de Putaendo cubierto por un tenue manto de bruma. Empinándose sobre los estribos contempla los potreros cuadriculados, los arbustos y pastizales mecidos por el viento y, casi al pie del monte, entrelazados en una tupida maraña vegetal, maitenes, palmas y algarrobos. ¿Habría soldados enemigos emboscados en la espesura? Mejor será moverse en las sombras de la noche para no chocar con las patrullas armadas que recorren los caminos en espera de la invasión: si lo atrapan no vacilarán en fusilarlo como espía. Hace calor, se saca el poncho y lo acomoda sobre las alforjas. Apenas el Brigadier dijo que necesitaba comunicar a los patriotas las circunstancias del inminente ataque, se ofreció de voluntario. Preparó el equipo y al galope se internó en los desfiladeros cordilleranos. Jamás imaginó que un día cubriría los ojos del caballo para caminar por aquella cornisa que serpenteaba al filo del abismo, con la única compañía de un solitario cóndor planeando silencioso en el cielo. El recuerdo de la cuarta noche aun le hiela la sangre, el sol se había escondido tras los altos picachos, un intenso frío calaba los huesos y, extenuado, se acostó, cubierto por el poncho, al amparo de una saliente rocosa. Se encontraba sumido en un sueño donde un 83
superior le entregaba un enorme huevo del cual nacería la independencia cuando lo despertó un rumor confuso y sintió pavor. Se incorporó de un salto, los dientes castañeteando. El ruido crecía y crecía y el suelo vibraba y se retorcía bajo sus pies. Desde la cumbre de la montaña una inmensa ola de nieve caía ladera abajo. Apenas alcanzó a parapetarse en la saliente rocosa y la marea de hielo le pasó por encima, con un estruendo que lo sobrecogió. Estuvo junto a la muerte, la palpó, le tomó el olor, sintió sus largas e imponentes alas rozándole la piel. Blanco como un fantasma, tiritando, había empinado la cantimplora de aguardiente preguntándose si no cometía un error al efectuar la travesía solo. Pero de ningún modo se arrepentía. Aclara el día y podría tenderse a la sombra de un árbol. Maldita sea! apura el trote por el sendero que serpentea entre la hierba y los guijarros El potro, no muestra signos de cansancio y piafando resbala por la escarpada ladera. Asoman matorrales y espinos, siente que los helechos y la vegetación hirsuta de algún modo lo protegen. A media mañana, al vadear un arroyo, divisa una débil columna de humo elevándose por encima de una distante arboleda. Podría ser un campamento de soldados realistas que hayan relajado la vigilancia con las festividades de la noche anterior. O un poblado indígena. Tal vez una hacienda donde le brinden comida caliente y un lecho. Siguiendo una senda que corre junto al arroyo, desemboca a una amplia huerta de aspecto abandonado; la maleza trepa libre por las empalizadas y las frutas y verduras cuelgan de las matas picoteadas por los pájaros. Semioculta por el follaje descubre una antigua casona de adobes y tejas. Amarra las bridas del caballo a una cerca, sube un par de escalones y propina tres decididos golpes sobre la puerta. El día se adentra en un calor abrasador. Espera rodeado de una extraña calma. Agobiado por la fatiga se dispone a buscar un rincón sombrío cuando, con un chirrido de goznes oxidados, se abre la puerta. En el dintel asoma un hombre corpulento, de piel cetrina y barba desgreñada, ojos consumidos por oscuros tormentos y, con tono de fastidio en la voz inquiere: - ¿Qué se le ofrece? - Buenos días, vengo de un largo viaje y estoy agotado... ¿Sería posible que me vendiera algo de comer y un sitio donde reposar...? El hombre adelanta la cabeza vigilando si hay alguien más afuera. Turbado por la inesperada presencia, lo husmea y suda, al borde de algo terrible. Es evidente la aversión, y luego con lentos movimientos de barbilla, gruñe entre dientes: 84
- Está bien, puede tirarse en el granero. Vaya a quitarle los aperos al caballo, y le llevo algo de comer... no necesita pagar... Pero escúcheme, se marcha antes que anochezca. ¿Me oyó...? No puede evitar sentirse incómodo, bajo la mirada inquisitiva del hombre que escupe las palabras con fastidio. ¿Correría riesgo ahí? Con gusto daría media vuelta y se iría a dormir al descampado, pero es mejor el granero. Al alejarse cree oír proveniente de alguna habitación del fondo de la casa, una especie de murmullo melodioso, parecido a los cánticos de gloria que los coros religiosos elevan a Dios en la apacible penumbra de las iglesias. Es un trino prodigioso, musitado por una voz dulce, sublime, casi etérea. Al despertar yace tumbado boca abajo sobre la paja, despatarrado como un moribundo Afuera reina la paz, puede percibir el murmullo del viento entre las hojas y los sonidos del caballo pastando cerca. Preocupado comprueba que la carta continua bajo la camisa. Se incorpora. En un tonel encuentra agua y hunde la cabeza dejando que el fresco líquido le moje la cabellera y le escurra por la garganta. Con el cuerpo lleno de energía, sale del granero secándose las manos en los pantalones. El sol es una bola anaranjada cayendo sobre los cerros de la costa. Es hora de partir. Camina hacia la casa llamando a viva voz para despedirse. Nadie responde. Encogiéndose de hombros procede a poner los aperos al caballo, acomoda las alforjas, revisa el trabuco y lo oculta en el cinto. Lo mejor será seguir el curso del río y, por el antiguo camino del Inca alcanzar las Casas de Chacabuco. Mira el cielo despejado, el aire puro quema los pulmones, falta para que oscurezca. Se dispone a montar cuando escucha el mismo cántico celestial de la mañana. Pone atención. La sublime y delicada voz proviene del interior de la destartalada casona. No vendría mal obtener unas provisiones, charqui, queso de cabra... Va hasta la puerta y golpea con buen ánimo. Espera rodeado de un silencio que le hace imaginar que es el último ser vivo sobre la tierra. De improviso una trémula voz femenina pide: - Ayúdeme... sáqueme de aquí... La voz, de extraña y abrasadora dulzura, vibra alterada por un matiz angustioso. Suena apremiante: como si enfrentara un suplicio. Gira la perilla que no cede. Empuja la puerta despacio y luego con fuerza empujando contra ella todo el cuerpo pero no logra moverla. - Ayúdeme... se lo ruego... Camina alrededor de la casa y en un costado descubre un ventanuco cubierto con maderas. A tirones, haciendo palanca con el 85
trabuco, desprende una tabla. Ingresa a una habitación con muebles viejos y polvorientos, en la estancia flota un olor pesado, a humedad, rancio. Se desplaza a tientas, tropieza con un sillón, trastabillea, casi cae. Por unas rendijas del techo se infiltran débiles rayos de luz. Las pisadas de sus botas resuenan como balazos sobre las tablas del corredor. Se detiene en lo alto de una escalera que conduce a una puerta cerrada con un cerrojo. De allí sale la voz. Quita el cerrojo. Del interior de aquella cueva negra ve emerger una silueta femenina, vistiendo un trozo de arpillera sucia y agujereada. Parece un espantapájaros. ¿Por qué estaría encerrada? Al verla dar unos pasos y quedar bañada por un haz de luz, lo sacude un estremecimiento. Es una joven menor de veinte años, envuelta en un aura diáfana; el pelo, abundante y dorado ondula como serpiente viva por su espalda y, en la frente, forma deliciosos bucles de oro. Su piel destella en la penumbra con el color del cielo en los primeros minutos de la aurora. El desgarrado vestido deja ver los senos leves y turgentes, los tersos muslos y unas altas y duras nalgas dispuestas a la danza. Es la muchacha más hermosa que haya visto; elástica, magnífica y en los ojos arde esa llamarada anhelante. La joven posa una mano en su pecho, mientras murmura. - Por favor ayúdeme a escapar, me tienen cautiva... - ¿Cómo? Atina a preguntar, casi sin habla. - Este hombre me raptó...-Mirándolo a los ojos con un destello herido-... y... - Qué... - Está por llegar y si lo encuentra aquí... capaz que lo mate... ¿Sería verdad? De súbito, sin proponérselo, se encuentra involucrado en una circunstancia absurda. ¿Se dejaría arrastrar a eso? La cercanía de la joven, esperando, y los ojos azules, imanados a los suyos, en una mirada maligna y fascinante, letal como el borde de un precipicio, lo enervan. La ve tan afligida que teme que rompa en lágrimas. Se mantiene en posición firme, como buen soldado preparado para resistir situaciones críticas. Sin embargo, en el fondo de aquellas pupilas paradisíacas crepita el fuego. Puro fuego. ¿Qué le sucedía? Estaba dejando de ser él mismo, como si en su interior de improviso hubiera despertado una bestia. El color de la piel de la joven cambiaba bajo la fantasmagórica luminosidad de la tarde, hechizándolo. ¿Sería una bruja? Esa mirada transparente y cálida lo altera, le produce mareos, obnubilándole la razón. Se siente ebrio, como si acabara de beber un brebaje envenenado. La muchacha 86
separa los tiernos y húmedos labios, tuerce las caderas, como al descuido se sube el trapo que la cubre y, con ávido candor, se rasca un muslo. Basta, debe sobreponerse, tiene un deber que cumplir. -Lo siento...- balbucea. La bestia desconocida ruge en su interior; desea precipitarse sobre ella, de un manotazo arrancar el paño roto y poseerla de cualquier manera. Decide dejarla libre y que vaya donde quiera. Tras un silencio en apariencia interminable, la puerta que da a la baranda se abre con violencia, empujada por una fuerza descomunal. El macizo hombre, de barba desgreñada y piel cetrina ingresa a la casa blandiendo en la diestra un enorme cuchillo de caza; tiene todo el aspecto de alguien que regresa de otro mundo, con ojos arrasados de ira, diciendo “Le avisé que se fuera” se abalanza sobre él con el cuchillo en alto. Rápido, sin pensarlo, se lleva la mano al cinto, saca el trabuco, encañona y jala del gatillo. El impacto alcanza en pleno pecho al hombre que consigue dar una grotesca zancada, antes de desplomarse sobre el piso sin un gemido. Desconcertado, contempla al caído. Acaba de matar a un hombre. - Vamos... Apura ella cogiéndolo del brazo. Corren al patio. De un brinco sube al caballo y tiende la mano para ayudarla a subir a la grupa. Pero ella ligera, veloz como un pez se monta adelante, la cabeza hundida contra su pecho y rompe en sollozos. El caballo corre envuelto en una nube de polvo. Preocupado de huir pierde la noción del tiempo, cabalga sin destino, contra el vacío. En una mano empuña las bridas y con la otra aferra sin piedad la cintura de la muchacha, estrujándola contra sí, sometido por un deseo temible, percibiendo el roce de sus senos contra el pecho y, el largo, suave pelo, alborotado, enredándose a las narices. Pensando que si no lo fusilan por espía lo harán por asesinato, las manos de ella acariciándole el cuello y la espalda. Y, maldita sea, aun debe cumplir una misión. Se miran y sabe que puede desaparecer para siempre en la transparente inmensidad de aquellos ojos demoníacos. Atardece, un resplandor violáceo cubre los cerros de la costa. La muchacha alza el ovalo perfecto de su cara, separa los labios y le ofrece la boca como una fresa, la tierna boca púrpura, de labios finos y crueles. Se inclina y apenas con un sutil roce, besa aquellos pétalos que flotan en el aire. Luego las bocas se funden, intentando devorarse. La muerde, como si quisiera hacerla sangrar y beber su saliva y su veneno. Ella devuelve el beso como si estuviera empecinada en volar. El caballo 87
mantiene un trote parejo por la angosta llanura junto al río. La mano de él desaparece bajo el trapo. Ella está desnuda bajo el trapo como una criatura salvaje; la piel es una seda ardiendo en la yema de sus dedos, que recorren los delgados hombros, el esbelto talle, la estrecha cintura. Abruptamente siente que ha perdido la voluntad. Apartando la tela hunde la boca en la carne tibia, la cara aplastada contra el terso valle de sus senos, le besa, le chupa y le muerde un pezón. A ella una mueca ávida le desdibuja la cara, mientras le rasguña la espalda. El desliza la nariz por el pezón, le aspira la garganta. El aroma de la muchacha lo trastorna. Padece una erección dolorosa como no recuerda haber tenido antes. Equilibrándose en la montura, a galope lento, abre el pantalón y se libera: guaripola enarbolada. Ella las piernas abiertas, lívida, enrollándose a su cintura. Con un aullido fiero penetra en las húmedas oquedades. El caballo relincha inquieto. Semejan dos espectros en pos del crepúsculo. Clavado en ella siente la sangre fluir violenta por sus venas, la arpillera es un estorbo pegajoso teñido de muerte. Con la manos aferradas a sus hombros, y como poseída, ella va y viene contra él. En esa efímera eternidad se miran, y él, atisba en los celestes ojos de la muchacha los abismos del averno. El caballo a trote lento deja atrás arbustos y matorrales. El frenético rotar de ella lo remueve y estremece. La siente tiritar, conmocionada cuando besa de nuevo los tiernos pezones erguidos al viento. La joven, con párpados cerrados, gime fuera de sí, mordisqueándole el pecho, la carta y la camisa. Suelta las bridas, arrojado sobre ella, luchan, forcejeando, rozándose febriles. Ambos sobre el caballo semejan un ser mitológico que pronto empezará a levitar. Hundido en el torrente de animalidad, la sostiene por las caderas, dejándola revolverse y siente como si el diminuto hocico de un reptil hambriento lo succionara, devorándolo, vaciándole la esencia: se deja ir y, es un agua fluyendo en el interior de otra agua. Entonces se produce un sacudimiento y ella desfalleciente exhala un doloroso suspiro y sus oscuros ojos se anegan de lágrimas. El sol se ha puesto entre los montes y el resplandor violeta del ocaso envuelve la tarde. ¿Cómo se llama ella? Conversan junto a una pequeña fogata que encendieron tras unas piedras y, bajo el cielo plagado de estrellas la quietud de la noche es apenas rota por el canto de los grillos. Fue bautizada con el nombre de una emperatriz: Elizabeth, pero en el convento la Madre Superiora decidió que la llamarían simplemente Lady. Claro, ella no era de aquí, había nacido en Londres, allá tenía 88
familia, tíos, tías y primos. Una remota madrugada junto a su madre había abordado en Liverpool un inmenso velero, que tardó seis meses en surcar el Océano Atlántico y doblar por Cabo de Hornos antes de desembarcarlas en las playas de Valparaíso, donde una elegante calesa tirada por un par de briosos corceles las trasladó a una distinguida mansión en el Cerro Alegre. Nada más que allí no alcanzó a vivir un año. Su madre que venía a desempeñarse como ama de llaves del representante del Imperio Británico, en estas tierras de indígenas y salvajes, contrajo una extraña enfermedad -fiebres altas, violentos vómitos- que puso fin a sus días. Ella era todavía una chicuela y la enviaron interna al convento de Las Carmelitas. Pasó más de cuatro años sumida en un ambiente monjil y rígido, durmiendo en una celda inhóspita, destinada a las indias del servicio, ingiriendo una repugnante sopa de verduras y legumbres, levantándose al alba para el Angelus. Después la ponían a fregar pisos, a pelar papas, a escobillar la ropa de las monjas. Lo bueno fue que aprendió a cantar. Por las tardes las religiosas se reunían en el altar a entonar himnos al Altísimo. Eso era lo único que le producía cierto regocijo. La priora, una andaluza flaca y seca quería prepararla para el noviciado. Una vez al mes un clérigo de la orden de los jesuitas, venía de la ciudad a decir misa y dar la eucaristía. Era un hombre de nariz respingada y ademanes teatrales, se llamaba Monseñor Ifigenio de la Huerta. Terminada la ceremonia se encerraba en el escritorio y enviaba por ella: Lady que tráeme un té, que corre las cortinas, que lústrame los zapatos. A menudo la sentaba en sus rodillas, vestido completo de negro, más rojo que un tomate y acezando como can le decía; a ver a ver... cuéntame qué pecadillos has cometido. Ninguno padre, ella desconocía el pecado, era pura como una virgen. Vamos, no seas pícara, confiésate conmigo...Acaso no tienes malos pensamientos, no te tocas. Y ella, ¿tocarse? ¿dónde padre? Claro, se tocaba todas las mañanas cuando se aseaba. Era muy limpia padre. Además no podía confesarse, sería sacrilegio. Ella era protestante y los protestantes padre no creían en la confesión ni en el perdón de los pecados. Cierta noche que se disponía a dormir escuchó unos golpes bajitos, creyó que sería un ratoncillo, no les temía. Los golpes se repetían insistentes y provenían de la ventana. Saltó del camastro y fue a mirar. Era Monseñor, en susurros, con voz resquebrajada le pidió; Abre la ventana y déjame entrar hija mía. Venía cubierto por una capa negra y un sombrero de alas enormes. Una vez dentro se quedo largó tiempo contemplándola como si la viera por primera vez. Ella vestía el 89
austero sayo de las monjas. Suspirando, casi desfalleciente Monseñor la cogió por los hombros y dijo: Hija mía esta noche he tenido una revelación, se me presentó un arcángel y me ordenó sacarte de este antro y protegerte. Presa de curiosidad ella inquirió; ¿Partiremos de inmediato padre? El clérigo asintió con graves movimientos de barbilla. ¿Le avisamos a la Priora? No, es un secreto entre los dos. ¿Viviremos juntos? consultó ella. Si, afirmó Monseñor, son los designios de la Divina Providencia. Salieron por la ventana. Era una noche oscura de luna menguante y oculto en las sombras aguardaba un carruaje. Emprendieron un viaje de nunca acabar. Por aquella época el Cabildo había declarado la independencia y los españoles enviaron tropas de Líma, había combates, la región ardía y resultaba peligroso aventurarse por los caminos. Al cabo de varios días llegaron a la vieja casona al pie de las montañas. “Un refugio espiritual” había sentenciado el clérigo. Desde entonces la mantenía encerrada. Pero Monseñor era un hombre obsesivo y contradictorio, y parece que sufría con la orden del arcángel, ya que durante un tiempo la mimaba, bañándola en una palangana, jabonándole los piececitos, las rodillas y los muslos de papito. Pero durante la cuaresma se encerraba solo y ella podía oírlo gritar que Dios lo había abandonado y que el Mal emponzoñaba su alma, mientras se propinaba feroces azotes con un látigo. Le temía, una vez la desnudó a tirones, poseído por una fiebre rara, la montó, la medio cabalgó y sin siquiera penetrarla como es debido, quejándose como un chicuelo extraviado dejo caer entre sus muslos unas cuantas gotas. Durante muchos días, con ojos vidriosos, insistía en lo mismo y después quedaba como muerto. Últimamente nada más se azotaba. En cambio él era distinto, la penetró hasta dejarla sin aliento, rebalsándola de un líquido pegajoso que aun sentía adherido a las piernas y dejaba el aire impregnado de un salobre aroma marino. Esa era la historia de su vida y ahora que la había liberado pensaba trabajar en cualquier cosa y reunir dinero para el pasaje de regreso a Londres. - Tanto gusto Lady, mi nombre es Rodrigo Córdoba, se presenta el emisario y pregunta ¿Cuántos años tienes? Por ningún motivo mentiría, menos a él, para vísperas de navidad había cumplido veintisiete y, ahora, si la disculpaba, trataría de dormir, las emociones de la fuga la habían fatigado. Ponen una manta cerca del fuego y se tienden hombro contra hombro. En tanto la joven se deja embelesar por el chiporroteo de la fogata, él, con la nuca apoyada en el antebrazo, observa los bordes 90
del universo dejándose ganar por un cosquilleo de intranquilidad: la suerte de la guerra pende del arrugado papel oculto bajo su camisa, aun dispone de tiempo, pero será lo primero que haga en cuanto despunte el alba. Le inquieta darse cuenta que dio muerte a un cura, nada menos que un Monseñor, quizá su alma arda eternamente en el infierno ¿Debería arrepentirse? Mirando los astros brillar en el cielo, oyendo el agua escurrirse en el río y la infinidad de sonidos que pululan en la oscuridad no consigue alcanzar la paz para conciliar el sueño. En este día también se despertó en su interior una bestia desconocida, como un nuevo ojo imposible de cerrar, y lo único que no le preocupa es saber que no dormirá tranquilo si primero no escucha el aliento de la joven contra su oído, si antes no la acaricia hasta el último poro y le come los pezones y la siente diluirse como una lluvia contra él en medio de la profunda, majestuosa y violenta noche. Al día siguiente, luego de vadear el río Aconcagua y rodear el pueblo de San Felipe del Real, siempre al acecho de las patrullas realistas, por el antiguo Camino del Inca llegan a un diminuto villorio: un puñado de chozas precarias arracimadas en torno a una enorme fonda que ofrece comida y alojamiento a los arrieros, indígenas errantes y viajeros de toda laya que hacen la ruta entre el Virreynato de Lima y Santiago de la Nueva Extremadura. El había estado allí antes y conoce a Don Damián, el Fondero, hombre ladino y turbulento, que a pesar de su enorme cuerpo de barril, es un diligente colaborador de la causa emancipadora. Sin vacilar envía un ayudante a preparar un estrecho cuartucho, donde almacena mercancías, para que se tienda a descansar a salvo de miradas suspicaces, no sin antes contarle que, desde hace semanas, la comarca hierve. Los soldados españoles andan prendiéndole fuego a pastizales y sembradíos, ahuyentando a los lugareños y colgando a los sospechosos de prestar ayuda a la guerrilla. Y debe ser precavido, ya que arrestan a cualquiera. La guerra se huele en el aire y en cualquier momento empezarían a silbar las balas. El, escucha sin alterarse y, a pesar del riesgo latente, respira aliviado; las Casas de Chacabuco se encuentran a menos de una jornada.. La mujer del fondero, una gitana de ojos vivaces y aspecto dicharachero se encarga de la joven que, recién bañada, vistiendo una blusa turquesa, amplias polleras multicolores y la abundante cabellera serpenteando por su espalda, semeja una diosa de visita en un chiquero. Al verla pasar los hombres rumian cochinadas a su oído 91
y le lanzan certeros manotones que ella esquiva con risas de ave feliz. Lady viene al cuartucho a despedirse y le cuenta que piensa ayudar en la cocina, lavar trastos, picar verduras, preparar comidas. Hay muchísimos viajeros y quizá consiga trabajo y reúne dinero para el viaje. Tendido en la manta escucha sin oír, palpándose el papel arrugado bajo la camisa. Está cansado, imperceptiblemente se desliza al mundo de los sueños: camina junto a un lago y en las apacibles aguas ve flotar el mensaje que se aleja hasta convertirse en un punto, pero regresa en forma de un ojo que lo mira implacable y luego es una bola de nieve que se convierte en bola de fuego. Despierta sobresaltado, sudando. No sabe que pensar, las cosas desfilan ante sus ojos con excesiva rapidez. Revisa y ordena el contenido de las alforjas, cuenta las municiones, limpia el trabuco. Hace un calor insoportable y lo invade el desasosiego. ¿Qué sucede? La ausencia de la joven lo incomoda. Sale a dar una vuelta. Las mesas dispuestas bajo los toldos y al aire libre están colmadas por una mezcolanza variopinta de seres que comen y beben entre vociferaciones y risotadas. En la cocina varios indios se afanan frente a los ollones que humean sobre los hornillos de barro. Ni la sombra de Lady. Pregunta a una india que trae un montón de jarras. La india por toda repuesta alza el brazo y señala en dirección al arroyo. Parte cabizbajo, en los terrenos vecinos se han instalado varias carpas del ejército realista, se toca el cinto, olvidó el trabuco en el cuartucho. Recorre la orilla del riachuelo revisando minuciosamente los matorrales. El sol arroja fuego líquido. Escucha unas risitas y unos forcejeos. La encuentra con las polleras arremangadas, los muslos desnudos y moviéndose como loca sobre el enorme barril del cuerpo del fondero. Don Damián, los párpados cerrados, el aliento ripioso no cesa de repetir Ay Dios mío... ay Dios mío... Impulsado por la ira la coge del pelo, la levanta en vilo, a empujones, la saca arrastrando. Lady se retuerce, patalea, y sorprendida exclama: ¿Qué le sucede? Suélteme... Acaso se volvió loco. Forcejeando la mete al riachuelo y la sumerge una, dos, tres veces en las frías aguas. Qué pasa, farfulla la joven escupiendo barro, lanzándole mordiscos. ¿No se daba cuenta que ponía en peligro la misión? balbucea él con un gesto de impotencia. Y a mí qué me importa... Usted no es mi dueño o se imagina que seré su esclava porque me salvo. Discuten a gritos, empapados, chorreando aguas, mirándose como fieras salvajes. Deberías tener más dignidad, dice dispuesto a terminar la pelea, teme atraer la atención. Queee.. responde ella y agrega, escúcheme soldadito, hago lo que debo ¿O 92
me dará usted el dinero del pasaje? El emisario, contempla interminables segundos aquellos ojos color cielo habitados por Satán y luego, imbuido de una extraña claridad, muy despacio, pregunta: ¿Acaso espera que mate al fondero también? Evitando las carpas realistas vuelven al cuartucho, se desnudan a tirones, con lúcida y casi criminal insolencia, se traban en intenso combate. La blancura de los cuerpos sudados resplandece en la penumbra cuando él escurre la mano entre los lisos y turgentes muslos y, ella los cierra como un cerrojo, estrangulando la mano, antes de abrirse de piernas, ofreciéndose. La mano acaricia la suave pelusa del pubis, haciéndola levantar el monte de venus, entonces la aprisiona, la muele despacio y, un dedo, visita fugaz la gruta empapada, luego, sutil, demorado, le prodiga una caricia que la hace emitir gruñidos de enajenada. Ella desciende con sus labios rozándole la garganta, convulsa le besa el pecho, mordisqueándolo, susurrándole palabras en un idioma extraño. Con los semblantes transfigurados, revolviéndose, febriles caen y ruedan por el piso. Entonces Lady alza las piernas abiertas como si fuera la emperatriz de las rameras y él de rodillas, enardecido, penetra en ella sin importar si bajo el suelo se abren las puertas del infierno. Más tarde, el crepúsculo cubre los campos y, por encima del bullicio de la fonda, cree oír unos tiros lejanos y aislados. Empieza a vestirse. Ella, con un tono inocente, consulta: ¿Qué hará? Pues entregar el mensaje. Ah.. ¿Y volverá por mí? No lo sé, debo unirme a la lucha...Pero, dice ella, qué harás ahora... Ir por comida responde él saliendo del cuartucho. En la cocina Don Damián, al borde del colapso dice; hombre no sabía... ella me dijo que... Alzando la mano lo interrumpe; nada de explicaciones. El fondero haciendo caso omiso continúa; si mi mujer se entera me muele a palos. Y, como si tuviera necesidad de expulsar todo el veneno concluye: No les puedo dar trabajo sin probarlas antes, y es que la vida de uno es tan breve, tan fugaz, que solo en la intensidad de la pasión se puede atisbar la eternidad. El apenas insinúa una sonrisa; sabiduría de fondero que vive a orillas del camino piensa, entonces dice que se comería un novillo. El fondero le informa que durante la tarde tropas realistas al mando de un importante capitán temido por su ferocidad, se detuvieron a pasar la noche antes de continuar hacia los contrafuertes cordilleranos. Sosteniendo una bandeja con carne y una jarra de vino regresa al cuartucho. La visión de la joven desnuda, tendida como una estela 93
de plata en la oscuridad lo deslumbra. Se acuesta junto a ella. Permanecen inmóviles escuchando el latido de sus propios corazones. Lady, muda, parece sufrir horriblemente. En el cuartucho mezclado al olor de las mercancías y la comida flota un aroma acre y secreto. La oye llorar en silencio. Poniéndose de costado le besa las mejillas, acaricia sus hombros, la espalda y la sedosa piel de las nalgas que vibran estremecidas. La aprieta aún más, y ella siente la urgencia de su deseo, pero algo inerte y pesado se mueve en su interior. Le aprisiona un pezón entre los labios y ella empieza a tiritar, pero sigue sin responder, como si hubiera perdido la memoria. Poniéndose de rodillas le besa las caderas, muy muy despacio, deteniéndose a contemplarla: semeja un espectro recostada en la penumbra. Le besa el vientre que arde bajo los labios, se demora en el triángulo rizado. Ella, en murmullos rezongones, deshaciéndose en quejidos y, como si estuviera perdida en otro cuartucho, separa despacio las piernas y se brinda, imbuida de un oscuro e irreprimible deseo. Y él, como si fuera un esclavo que por primera vez en su vida alza la cabeza del suelo, se arroja sobre el capullo rosado y lo va recorriendo con la punta de la lengua, circundándolo lenta lentamente, abriéndola más y más. Ella arde, resuella, en demorada agonía mientras la lengua recorre los pliegues más íntimos, separando cada pétalo, bebiendo hasta la última gota de su savia. Ella alza las caderas, con tenacidad, implorando y el capullo adquiere la forma de una planta carnívora que despiadada le devora la lengua. El levanta la cabeza y la contempla, agónica en las sombras. Ingresa en el paraíso de esa gruta mojada sin dejar de mirarla, entregado a las contracciones que lo tiran hacia dentro. ¿Podría existir algo que sea más real? En los ojos de ella fulgura una asombrosa luminosidad. Estrechándola entre los brazos se va quedando dormido mientras escucha las risas eufóricas de los soldados españoles anticipando la victoria de la inminente batalla. Al despertar no sabe cuánto tiempo ha transcurrido, tuvo sueños tormentosos, aguijoneados por el sonido de los cascos de los caballos. Es pasada la medianoche y está solo. Rápido se viste, coge el trabuco y sale a la negrura del patio. Esta mujer lo enerva. Tampoco deja de sorprenderse consigo mismo; si en la tarde hubiese llevado el trabuco capaz que mata a Don Damián. Que día. Las estrellas titilan al alcance de la mano y el resplandor de la luna empapa de un color plateado las chozas, las plantas y los montes. Calma, la tropa duerme. ¿Dónde se metería? Pone atención, intentando captar lo que sea, 94
puede oír el sonido del agua corriendo en el riachuelo, el murmullo del viento empecinado contra las hojas y, unos jadeos y gemidos sofocados provenientes de una choza cercana. Sosteniendo firme el trabuco avanza cauteloso hasta la puerta. La empuja despacio y puede ver en el interior, iluminados por la luz de la luna al capitán español temido por su ferocidad sentado en una silla, los pantalones, las cananas y el espadín de mando en el suelo y Lady trepada sobre sus rodillas. Hágase un lado, dice a la joven y sin perder un segundo, apunta a la cabeza y descarga un tiro en medio de las cejas del atónito capitán. Toma la mano de la joven y mientras corren, la increpa: Es el colmo... con un enemigo. Ella de inmediato aclara: Se equivoca... soy súbdita británica. Los guardias españoles cogidos por sorpresa en medio de la oscuridad tardan en reaccionar. Aprovechando la confusión ellos desaparecen en las sombras. El caballo a trote ligero remonta la huella junto al río y la joven montada a la grupa, abrazada a su cintura, sin expresar enojo dice: No entiendo a los hombres... están locos, el clérigo abandonó su fe, Don Damián me ofrecía la fonda y este capitán perdió la vida... y porqué... Es suficiente piensa, la joven es un peligro, sujeta las riendas y se voltea a decirle que si no cierra la boca de inmediato la baja ahí mismo. Entonces se encuentra con esos ojos ardientes. ¿Cómo podría abandonarla? Ya nada importa y no necesita preocuparse de nadie más. En el profundo pozo de aquella mirada laten la muerte y la insolente vida completas. Antes de espolear el caballo, mirando las luces del alba teñir de azul el cielo, piensa que aun debe entregar un mensaje.
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“Cuento seleccionado en el Concurso de Cuentos Eróticos Revista CARAS 2003” y publicado en el primer volumen de trabajos editados por la revista, en enero de 2004.
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CUANDO LA ERÓTICA RETOMA LA NATURALIDAD DE LA HERMOSURA Jorge Calvo siempre nos sorprende con ese modo particular suyo de narrar, en este caso cuentos eróticos, donde asume la voz de personajes malacatosos y outsiders, que merodean cafés, bares, lupanares, los cuales generalmente gracias a una porfiada y suicida tozudez de mariposa nocturna y a una luminosa imaginación incandescente de farol de compadrito bajo la niebla, salen con la suya o sucumben gloriosamente con las botas puestas. La prosa de Calvo es sensual, silabeante, con jazz, fado, tango o boleros caribeños como música de fondo; conlleva su escritura un ritmo de serpiente o pantera al acecho. Se despereza su pluma en los momentos más insospechados cuando todo funcionario o peatón anónimo se apresta a volver a casa después de la jornada laboral, menos las creaturas de Calvo, digo, que ingeniosamente se enredan en cualquier lugar, habitualmente ambientes nocturnos, ardientes, fogosos, disimuladamente incisivos al borde del pecado. Es en ese límite indeciso que la moral burguesa determina, intersticios entre el bien y el mal, donde los anónimos héroes del amor que brotan de la inventiva de Calvo se juegan la vida, la muerte; es ahí donde se asilan en cuerpo y alma los amantes respirando la lujuria y la desesperación, con la ansiedad y la porfía de siempre, desde antes que fuéramos expulsados del casto Paraíso, entonando una y otra vez la canción prohibida, la canción desesperada. Ahí Calvo hace de la suyas. Despliega su innegable talento narrativo, como un ave de rapiña que observa su presa a distancia; en seguida, nos acerca lentamente de la mano a territorios peligrosos como si accionara un zoom. Entonces, emergen escenas libidinosas que fluyen con la espontaneidad, con la naturalidad de la belleza, de la hermosura, en cualquier escenario, época, tiempo o espacio, sin importar los dictámenes de la política ni los condicionamientos de lo social. Pareciera que el placer, para nuestro autor, trascendiera, y por mucho, los determinismos históricos. Aún más, nos queda la sensación que en las caricias, en los besos y en los orgasmos múltiples y simultáneos estuviera la verdadera patria de los desposeídos. Así, al comentar someramente estos amenos relatos de Jorge Calvo, es inevitable, perentorio casi, vincularlos a la mejor literatura erótica universal, a esa sensación de alegría, ebullición interior, que hemos 97
experimentado desde Kamasutra, el Cantar de los Cantares, Safo, Catulo, El arte de amar de Ovidio; pasando por el Decamerón, los Cuentos de Canterbury, el Libro del buen amor del Arcipreste de Hita, Sonetos para Helena de Ronsard, el romanticismo alemán con Goethe incluido, Justine del Marqués de Sade, El amante de Lady Chatterley; hasta culminar con Anaín Nin, Henry Miller, Bataille, Lolita de Navokov y Las edades de Lulú de Almudena Grades, entre otros textos maravillosos de ternura, pasión y redención. Curiosamente, pocos son los poetas y escritores chilenos, salvo Anguita, Rojas y los desaforados Pablos, más uno que otro/a escritor/a de las últimas hornadas feministas y reivindicatorias, que se aventuran por estas comarcas de la amatoria voluptuosa, desprejuiciada e insurgente. En El emisario secreto la escritura, la prosa, la poesía en prosa de Jorge Calvo, nos vincula a lo mejor de nosotros; a esa ilimitada capacidad de asombro del ser humano, a la intuición contestataria, a la entrega animal e inocente, completamente desnudos de fábulas e invenciones, de mitos y tabúes paralizantes, a una utopía que no política ni social puede, sin duda, sembrar los gérmenes de la verdadera revolución.
Bernardo González Koppmann Talca, verano viejo del 2017
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ÍNDICE Presentación: El emisario secreto Lecturas iniciáticas Ante ellos por miedo Tedio y vértigo La celada decisiva Tren al sur La última trinchera Sin embargo el magma Un buen cliente El emisario secreto Cuando la erótica retoma la naturalidad de la hermosura
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JORGE CALVO (1952 - ) Nacido en Chile, cuentista y novelista, destaca como escritor desde sus años estudiantiles, obteniendo diversos galardones literarios. Sus cuentos han sido incorporados a numerosas antologías tanto en el país como en el extranjero. Ha publicado el volumen de cuentos No queda tiempo (1985) y la novela La partida (1991) ambos traducidos al sueco donde obtuvo la Beca literaria de la fundación “Klas de Vylder” para autores extranjeros. En el año 2003 Ediciones Foro Nordico publicó el volumen de cuentos Fin de la Inocencia (Premio Municipal de Santiago de Chile, 2004) , en el año 2011 publicó la novela Ciudad de fin de los tiempos y en el año 2015 la novela El viejo que subió un peldaño
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EL EMISARIO SECRETO Jorge Calvo
Se terminĂł de imprimir en el mes de Marzo del 2017 En los talleres de Editorial Montecristo Cartonero
Tiraje segĂşn demanda
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EDITORIAL MONTECRISTO CARTONERO ESTÁ COMPROMETIDA CON EL DESARROLLO LIBRE DEL ESPÍRITU, LA CULTURA Y EL CONOCIMIENTO DEL SER HUMANO COMO VALUARTES DE NUESTRA SOCIEDAD. CADA LIBRO PUBLICADO POR NUESTRA EDITORIAL ES EN SÍ UNA OBRA DE ARTE CUYO TRABAJO ES MANTENER VIVA LA LLAMA DE LA SABIDURÍA.
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COLECCIÓN MONTECRISTO VERANO 2017
1- EL ATAÚD Juan Pablo Cifuentes
2- EL ÚLTIMO QU MUERA QUE APAGUE LA LUZ Juan Pablo Cifuentes
3- TERESA Rosario Orrego
4- LOS PÁJAROS HUYERON DEL NIDO Los Señores Anónimos
5- DIARIO DEL PRIMER VIAJE Y OTRAS CARTAS Cristóbal Colón
6- TITIVILUS Héctor Navarro Cabello
7- EL MAESTRO Y LAS MAGAS Alejandro Jodorowski
8- REVOLUCIÓN EN CHILE Sillie Utternut
9- TRISTÁN E ISOLDA Richard Wagner
10- WABI-SABI Miriam Leiva Garrido
11- KARUKINKA Relato de los selk´nam
12- CANTAR DE LOS CANTARES Salomón
13- CANTO A MI MISMO Walt Whitman
14- BICHO RARO José Luis Escobar
15- EL EVANGELIO AMERICANO Francisco Bilbao
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COLECCIÓN MONTECRISTO VERANO 2017
16- BESTIA DAÑINA Marta Brunet
17- CANTO DEL MACHO CABRÍO Pablo de Rokha
18- EL CARTÓGRAFO: EL BARRIO DE LA GENTE MEDIANA Christian Gutiérrez
19- CLORODIAXEPÓXIDO Jorge Etcheverry
20- RELATOS DE INSANIA Daniela Páez Rueda
21- UNA NOCHE PINTADA EN LA ROCA Lila Calderón
22- SURCOS DE VENDAVAL Catalina Potocnjak
23- LA REINA DE RAPA NUI Pedro Prado
24- EL CURIOSO CASO DE BENJAMIN BUTTON F. Scott Fitzgerald
25- FUERA DE TIEMPO Lilian Elphick
26- DEL CUERPO DE TODAS Amanda Varín
27- MALDIGO EL PARAÍSO DE TU ABANDONO Margarita Bustos Castillo
28- EL FLAUTISTA DE HAMELIN Robert Browning
29- LOS LADRONES DE CADÁVERES Robert Louis Stevenson
30- BOLA DE SEBO
Guy de Maupassant
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COLECCIÓN MONTECRISTO VERANO 2017
31- CIUDAD PROHIBIDA Claudia Vila Molina
32- LA FAMILIA VURDALAK Aleksei Konstantínovich Tolstoi
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¿Cómo narrar la cotidianeidad de lo erótico en una sociedad moralista y religiosa que aún conserva muchas de las tradiciones de siglos anteriores?. Ésa es parte de las temáticas planteadas en esta colección de relatos que confluyen entre lo amoroso y lo sensual, entre la comunicación y el silencio, entre lo espiritual y lo carnal. Jorge Calvo se configura como un escritor chileno cuya pluma está enfocada en el mundo contemporáneo, en la vorágine del nuevo milenio que trasunta con los ideales de siglos anteriores para dar un salto al abismo hacia una literatura soslayada por largas generaciones pero que poco a poco va alzando su relevancia en la cultura y sociedad. El emisario secreto es una colección de cuentos eróticos en donde los personajes deambulan entre sus sentimientos y pasiones dejando entrever al lector la necesidad de apertura mental, ideológica y moral para comprender que el erotismo es parte de nuestra esencia humana.
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