RELATOS DE INSANIA
DANIELA PÁEZ RUEDA
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Daniela Pรกez Rueda
RELATOS DE INSANIA
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Relatos de insania Daniela Páez Rueda Montecristo Cartonero 2017 Diagramación a cargo de Juan Cifuentes Diseño por Juan Cifuentes Ilustración: “El Laberinto”, Leonora Carrington, 1991. Impreso en los talleres de Montecristo Cartonero Corregidor Fernando de Alvarado 8, Hacienda Los Fundadores, Chillán Viejo, Chile Esta obra está licenciada bajo la Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.
Se permite la reproducción parcial o total de la obra sin fines de lucro y con autorización previa del autor.
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RELATOS DE INSANIA
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Dedico este libro a esos amigos que en su rol de crĂticos me permitieron limar los escritos que sĂłlo se pudieron realizar en espacios de soledad.
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"¿Por qué buscas la compañía en tus momentos de degradación? Vuélvete adicto de los vicios solitarios.” Andrés Caicedo.
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PRÓLOGO
¿Qué separa a la realidad del sueño?, ¿Cómo configuramos un acontecimiento como algo real y no un artilugio de nuestra imaginación?. Ésa es la impronta de aquellos escritores que han consagrado su letra a la explotación de los límites entre lo real y lo ficticio, entre lo concreto y lo abstracto. En Chile, es particular el caso de Juan Emar que durante su carrera literaria exploró en el surrealismo la fuente nutritiva de sus narraciones en una época en donde aún los relatos giraban en torno al criollismo y la cuestión social. La aparición de las vanguardias a inicios del siglo XX significó la exploración de los artistas por aquellos dominios prohibidos en épocas anteriores, coincidiendo con los ensayos de Freud y Jung sobre el psicoanálisis que van generando una relación entre el autor, personaje y lector al punto en que el artista seduce la lectura a través de la mente de los personajes y sus distintos estados de conciencia. Si la llegada del surrealismo fue una aventura por el mundo onírico, es necesario entender que había que dar una hibridez entre los sueños y lo real, tal como se manifiesta en la narrativa de Kafka, Cortázar o Bretón.
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De esta forma, los cuentos que componen Relatos de Insania de la escritora Daniela Páez Rueda deambulan por la agonía de unos personajes que desconocen en qué plano de realidad quieren echar sus raíces, en donde lo real se trastoca con lo onírico, y lo irreal es muchas veces más concreto que la propia realidad. Páez Rueda invita a una lectura atrapante que en sus breves páginas ya se vislumbra una narrativa que busca sumergir al lector en aquellos estados de consciencia que no frecuenta debido a la rutina y embobamiento del devenir de nuestra sociedad.
Juan Pablo Cifuentes Palma
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CAFECITO TRAICIONERO Las mesas estaban llenas, aún así, decidí sentarme en el sótano, en donde frecuentaba. El lugar era cálido y acogedor, pese a que era un día frío de invierno y me sentía como el ser fantasmal más pervertido del planeta, me planté entre tanta multitud. La Maid se le acercó, lo miró y lentamente se agachó para regar su dulce salsa por todo el plato, aquel niño se enrojeció y de un minuto a otro mojó rápidamente su pantalón, lo cual produjo un estruendo de risa de la hermosa y sensual camarera. Es así como cada domingo, observaba a estas bellas doncellas, que en el día son como niñas tiernas y agradables pero en la noche se transforman en tal monstruo sexual y sensual para cualquier ojo humano. Un café mañanero y un fetiche nocturno para todos aquellos que no quedaran complacientes entre tan poca salsa blanca. Uno de tantos miércoles, observé algo que perturbó mi mente, estas bellas mucamas algo traían debajo de su traje que me hacía dudar de tanta amabilidad, así que me entrometí en su baño- nadie me vería- y en una de las cajas inmensas que reposaban en el piso había tres bolsas negras que llamaron mi atención; mataron mi curiosidad, así que decidí tomar una de aquellas bolsas y meter mis manos en ella, lo que encontré allí: pistolas de juguete, cadenas negras con detalles de cristal, esposas rosadas y uno que otro aceite con sabores tropicales. Después de todo lo que vi, me entrometí más todavía para así llegar hasta el fondo de aquel negocio. Un sábado por la tarde entré al café y llegué hasta la única oficina del lugar, al entrar me di una terrorífica sorpresa: las sensuales mucamas ya no eran tan sensuales, eran viejas de setenta años, con los senos tiernos pero no muy atractivos; esto me turbó más cuando dentro de unos disfraces muy extraños incorporaron a sus cuerpos y de setenta años el tiempo las devolvía a los quince. Sin 13
embargo, a pesar de lo que llegué a descubrir en aquel oscuro sábado, los clientes seguían visitando a las pícaras y traicioneras mucamas que entre un traje y otro ocultaban décadas.
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DELIRIOS DE DOMINGO En un edificio antiguo de color gris y aspecto descuidado, se encontraba una mujer cuarentona de brazos anchos y un hombre treintañero de labios resecos que conversaban en un apacible atardecer. Las calles parecían estar vacías, había una que otra hoja que caía de los árboles y tres gatos que se paseaban por aquel edificio, ese que situaba lejano de la estación de metro. Éstos maullaban todos los domingos, justo a la misma hora en que la mujer cuarentona dialogaba con el hombre treintañero. ₋ Qué lindo domingo₋₋dijo la mujer cuarentona. ₋ Sí, aunque han habido mejores y no tan solitarios₋₋dijo el hombre treintañero ₋ ¿Por qué lo dices?, acaso te sientes solo conmigo y con… ₋ A veces sí, sobre todo en las noches. ₋ ¿En serio? ₋ Sí ₋ Pero, ya sabes, me tienes a mí y a los otros. ₋ ¿Qué? ₋ ¡Me tienes a mí y a los otros malolientes! ₋ Ah, sí... ₋ Espera aquí, traeré un poco más de té caliente. ₋ Ok La mujer de pelo negro y vestimenta oscura se para de su silla blanca con manchas color café. Se dirige hacia la cocina e inserta un poco de agua de la llave en el hervidor, lo conecta y baja el botón que se torna color verde, en tanto, abre el primer cajón del estante de los cubiertos y saca una cuchara pequeña, después saca el azúcar y dos sobres de té. El botón se torna rojo, baja el hervidor y vierte el agua sobre los pocillos mientras que el azúcar se disuelve rápidamente junto con el té de manzana. Al mismo tiempo, siente un olor cítrico y dulce combinado con un olor a descomposición humana. 15
La mujer cuarentona vuelve al balcón y le pasa una de las tazas al hombre, se sienta y retoma la conversación. ₋¡Puaj!, quedó asqueroso₋₋dijo el hombre de labios resecos. ₋Eres un idiota, sabes qué, mejor vamos al grano. ¿En dónde quedamos?₋₋dijo la mujer. ₋Ah, sí. Te decía que me siento muy solo en este último tiempo… ₋Y luego no te basta con la gran cantidad de pajarillos picarescos que hemos conseguido, son tan suaves y tiernos. Me encantan sus caras de intranquilidad. ₋No. ₋Pero, porqué. ₋Tú muy bien sabes que no basta con uno que otro par, necesito más. Es como una bella adicción, una sed tremenda que me da a cada segundo y me incita a hacer cosas malas. ₋ ¿Malas?, por qué malas. Ahora no te pongas moralista. No te sientas intimidado por los vecinos, ellos son los raros, no nosotros. Quién dice qué es bueno y qué no. No es justo, porqué debemos reprimir nuestros deseos, putos moralistas. ₋Mejor cállate un rato. ₋ ¡No!, no me callaré, esto es de tu incumbencia. El hombre treintañero se levanta de la silla y golpea con fuerza la baranda que bordea las esquinas del balcón. Algunas lágrimas salen, se tapa la cara, se ríe y por consiguiente presiona su frente hasta enrojecer de cólera. ₋Tranquilízate Carlos, no pasa nada, ya sabes, es otro de tantos sentimientos más de culpabilidad absurda.- dijo la mujer de brazos anchos. ₋ ¡No!, somos culpables, no debimos hacerlo. No quiero seguir mudándome una y otra vez, pensar en que nos van a atrapar me mortifica, es la octava vez que nos mudamos. ₋Pero Carlos, este es el primer lugar donde hemos estado. Aparte los vecinos son unos maricas, no se darán cuenta. Hasta el momento solo nos han pillado con dos.
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₋No sé, déjame pensarlo bien, no quiero seguir más con esta estúpida adicción. ₋Bueno, entonces ¡vete!, pero no vuelvas, porque si lo haces o si le cuentas a cualquier persona, la que sea, haré lo mismo con tu hija y sabes de lo que soy capaz… ₋Bien, tranquila. No le he dicho a nadie, por lo menos no después de tomar el té. ₋¡Ves!, eres un completo idiota, lo arruinaste. Mientras tanto, en medio de la discusión, tres gatos maúllan cada vez más fuerte y se juntan hasta formar un coro musical irritante. En medio del sonido, el hombre treintañero se inserta un algodón en cada oído, toma su ropa, la guarda en la maleta y sale de la casa soltando una que otra carcajada. Toma el bus 11A y se despide de la mujer con una sorpresa. En el momento en que la mujer fue a preparar el té, el hombre sintió cada vez más el olor, bajó al sótano, gritó de dolor, tomó varias fotografías y llamó a la policía con un nudo gigante que apenas le permitía hablar: ₋ ¿Aló?- dijo el hombre. ₋Sí, buena tarde ¿qué necesita? ₋₋dijo el policía. ₋Quiero reportar un crimen. ₋Claro, sí, pero necesito todos los detalles. - Sí, mire, mi esposa ha matado treinta niños. Entre ellos ha violado a veintidós y a los otros ocho los tiene en el subterráneo hace varios meses. El olor es asqueroso, eso les permitirá encontrar los cadáveres. De todas maneras se encuentran en la puerta B201.-dijo el hombre con una que otra risita extraña y unas gotas de sudor que caían de su mejilla y rozaban la parte inferior del teléfono público.
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EL EXTRAÑO CASO DE LA VEREDA DE LAGUNA VERDE En la villa más solitaria y lejana del pueblo, que se ubicaba en el campo Colombiano, a unos cuantos kilómetros de la ciudad central, vivía la pareja uno. Dos personas que se encontraban habitando una casa grande, blanca y con uno que otro animalito andante por los techos, pisos y paredes del lugar. Esta casa, se situaba justo en la mitad de la villa, que la caracterizaba por poseer un largo camino empedrado, una gran zona verde: arboles, plantas, fincas a cada lado de la vereda. Una tranquilidad desesperante. Uno que otro sonido natural, el canto del gallo como el aedo del amanecer, el ladrido de los perros al terminar el día y el concierto musical de los grillos para cerrar el telón. La pareja uno, disfrutaba de aquel silencio apaciguador, de esa rutina rural, que consistía en despertar, bañarse y salir a caminar en busca de comida a las tiendas cercanas. Chocolate para el desayuno con huevos revueltos, cebolla, tomate y arepas de maíz. El desayuno de todos los días, el mismo menú, a la misma hora, en la misma mesa y en la misma casa. El almuerzo constaba de arroz con frijoles guisados, huevo frito y bocadillo de guayaba con leche para el postre. La comida, eran los restos del almuerzo, “el calentado”. El ambiente era ideal para la joven pareja, esa, que se fue adaptando a esta serie repetitiva de acciones. Un martes a las cuatro de la tarde, salieron a pasear por alrededor. Cerraron la casa, apagaron la nevera, la estufa y cerraron bien las llaves de las duchas. La pareja uno, feliz y emocionada, salió a pasear hasta donde los pies los llevaran, arrancaba las mandarinas de los árboles, las guayabas y las naranjas. Las frutas eran tan o igual de dulces, ricas y jugosas que siempre. En medio de la caminata, la mujer, cansada, con los pies hinchados y adoloridos, se sienta en el pastal, cercano a las 18
vacas. Mientras que el hombre, decide ir a sacar un poco de agua a un pequeño arroyo cercano, y así, además, refrescar los pies de la mujer y saciar un poco la sed. En tanto, se besan y conversan un rato sobre cambiar el menú de comida diaria, a lo que ambos, después de algunas horas de camino y desacuerdos en la elección alimenticia, regresan a la agradable casa blanca de techos, ahora, al parecer caídos. El entorno seguía igual, el menú definitivamente no cambió, los mismos sonidos naturales del día, tarde y noche, las mismas caminatas pequeñas en búsqueda de frutas frescas y las mismas discusiones de vuelta a casa. Sin embargo, una noche el hombre tuvo que viajar a la ciudad, por la muerte de su padre, que al parecer ya venía anunciando su llegada. Por ello, el hombre dejó algunos almuerzos preparados para que la mujer descansara durante las semanas de su ausencia. Se besaron y abrazaron por unas horas, discutieron nuevamente, está vez por comprar en el mismo lugar de siempre. Después de un rato, bebieron una cerveza y al fin se dirigieron hacía el terminal. Se subieron, en un bus antiguo, verde zapote y con una que otra mancha extraña. En medio del viaje hacía el terminal, uno de los hombres que conducía, miraba a la mujer de la casa blanca con un deseo asqueroso y repugnante, algo que, provocó una sensación espeluznante en el cuerpo de la mujer. Al llegar al terminal, la pareja uno se despidió con una que otra lágrima y un abrazo de varios minutos, aunque el hombre se sentía inseguro de dejar a la mujer, sabía que solo serían unas semanas y todo volvería a su ciclo normal. Ya habían pasado tres semanas y la mujer se sentía muy sola, aburrida y triste. Una de tantas noches, la puerta sonó varias veces, pero al ver por la ventana, nadie parecía estar allí. En tanto, la mujer volvía a su cama a dormir un rato. La puerta, nuevamente, vuelve a sonar, pero esta vez un poco más brusco y fuerte, hasta sonar el romper de la ventana de cristal sintético. La mujer, nerviosa, corre hasta 19
“el cuarto de atrás”, ese cuarto oscuro y de mal olor que no abrían desde la desaparición del hombre uno. La pareja dos, que vivía en la tienda, en la que pareja uno solía comprar, escuchó un fuerte grito de largos minutos. ― ¡Ayudaaa!, ¿esposo mío, en dónde estás?, ¿a dónde te llevaron?, ¿qué te han hecho?―dijo la mujer uno con varias lágrimas correr de su mejilla. ― Por dios niña, qué es este escándalo, tranquilízate y recuerda que todo es una trampa mental- dijo la mujer dos soltando una que otra risa. ― No te rías, no es una trampa, tú sabes que lo mataron. ¡Ay!, mi cabeza, mi cabeza, esto es un infierno. Todo se volvía turbio, la pareja dos tenía cierta similitud con la pareja uno, la misma que desayunaba huevos revueltos con cebolla y tomate, chocolate y arepa de maíz. La misma pareja que almorzaba arroz con frijoles guisados, huevo frito y comía bocadillo de guayaba con leche para el postre. Entonces, todo volvía al ciclo confuso, era la misma mujer de la pareja uno y dos que despertaba de un sueño profundo una y otra vez.
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EL RITUAL DE QUIRIWAYA Un grupo de estudiantes de filología de la Universidad Nacional de México, deciden viajar a la selva colombiana para realizar investigaciones sobre las tribus amazónicas, su forma de comunicación, estructura social, tradiciones, creencias, etc. En tanto, el grupo emprende la travesía por todo el río amazonas, eran cuatro integrantes y un chamán que sabía un poco de español. El paisaje a su alrededor era verde zapote, lleno de plantas exóticas, insectos de todo tipo, musgo, un cielo azul y un calor húmedo desesperante. Los integrantes del grupo iban con pantalones cortos, botas de plástico color negro, camisas blancas y uno que otro con un poco de bloqueador en la cara que se escurría por sus pómulos como si fueran lágrimas. El chamán iba vestido con un taparrabos color blanco con amarillo, una corona de ramas, unas pulseras de colores claros en las manos y en su cuello un largo collar ovalado hecho de flores y hojas. Aunque el clima era extremadamente húmedo, los estudiantes estaban contentos y emocionados por llegar al lugar donde la tribu habitada. Uno de los hombres del grupo preguntó: -¿Faltará mucho?, me siento un poco mareado-dijo uno de los estudiantes. -No, sólo media hora y estaremos en tierra firme-dijo el chamán con una risita entre medio. -Ah bueno, es poco, creo que puedo aguantar. -Si quieres, podemos tomar un atajo… -Sería perfecto. -Está bien, giraré entonces a la derecha-dijo el chamán y de pronto una sonrisa espantosa dibujo su cara. Mientras que el chamán giro para dirigirse al atajo, otros estudiantes empezaron a sentirse mareados, hasta que el grupo completo cayó en un sueño profundo. Después de algunas horas de paseo, uno de los integrantes despierta en 21
tierra firme algo asustado y nervioso, ya que no ve a ninguno de sus compañeros. Escucha voces, palabras, una conversación entre náhuatl y español, pero se esconde en medio del pasto mientras que intenta acercarse de a poco para oír mejor. ― ¿Vamos a colgar sus…?―dijo el chamán. ―Sí, pero esta vez sólo necesitamos una para el gran ritual de esta noche ― dijo Quiriwaya. ― Está bien, pero… ¿debe ser estrictamente según la tradición, el último del grupo? ―Sí, ya lo discutimos antes, no molestes ahora con el tema―dijo Quiriwaya enojado. El filólogo se sentía tan mareado que apenas podía caminar, una sensación de recuerdos del pasado se le vino a la mente. Aquella muerte tortuosa de un indio mexicano que realizó hace pocos años con un grupo de amigos en estado de ebriedad. De repente y en medio de las náuseas, sintió que lo arrastraban hacia un lugar extraño, ya no sentía el peso de su cuerpo y sintió un fuerte dolor de cabeza, la sangre caía con más rapidez y al mismo tiempo que escuchaba carcajadas del chamán y su acompañante. El hombre dejaba caer miles de lágrimas mientras recordaba cómo mato a aquel indio mexicano, al parecer arrancó uno de sus aretes gigantes para así llevárselo después. Una apuesta entre amigos borrachos. Eran las tres de la mañana y sonó la alarma de su mesa de noche, esa en donde había algunas joyas de oro. Al parecer el joven estudiante despertaba en su cama, llena de orines. Se levantó y tomó un poco de agua, se miró al espejo y por tercera vez bajó sus pupilas con gran asombro, toco el piso con sus dedos, sintió la sangre seca y el pastizal. Su habitación desaparecía, ahora sus ojos se abrían por cuarta vez, el humo se disipaba entre la selva y su cabeza colgaba en un árbol de más de 115,52 metros de altura. 22
ENTRE VERSIONES Y UN RELATO Era cinco de marzo de 2010, iba caminando por el centro de la ciudad en busca de comida chatarra, encontré un local y pedí un hot dog mediano, además de una Coca-Cola en botella de plástico. Al instante en que me subí en el tren, miré mi bolso y sentí un gran vacío en el estómago. Digamos que soy N, una mujer delgada de tez clara, ojos color aceituna y pelo castaño oscuro. Trabajo cosiendo libros de lunes a viernes. Algunos días de la semana me levanto y preparo huevos revueltos con un poco de orégano, café con leche y unas galletas de vainilla. Después, camino hacía el trabajo, otras veces tomo el metro. Los martes al llegar del trabajo busco películas románticas y como con ansiedad. Algunas escenas me sacan lágrimas, otras me aburren, como de costumbre. De todas maneras, prefiero las de Allen, Gondry o Aronofsky, hay algo en ellas que me atrae y es que rompen con los clichés actuales. Por otro lado, los miércoles salgo a trotar y escucho a Miles Davis, después llego a mi casa, me quitó la ropa y me pongo una camiseta larga color azul oscuro. Me siento, tomo una copa de vino e intento escribir, pero nada satisfactorio sale, como es lo habitual. Me encanta el jazz, de vez en cuando me gusta tomarme un Martini y escuchar jazz en el bar 44 que queda a unas cuantas cuadras de aquí. Sin embargo, no he vuelto después de esa última noche en que ya me habían robado el celular. Algo muy raro pasó esa vez. Noté que una chica con labial rosado, pantalones apretados color plateado y tacones negros me miraba por largos minutos. Ya me conocía sus pasos, se sentaba, pedía un Martini seco, apreciaba la música y luego bajaba sus lentes redondos y me miraba fijo como por cinco o seis minutos. Después, tomaba su celular para hablar con alguien, su lengua pasaba de español a ruso,
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y al colgar, el mesero pasaba por la mesa y le dejaba una carta. Soy soltera hace cinco años y con razones para serlo. No me interesan las relaciones serias, en realidad disfruto de la noche de jueves de placer. Esa en que mis manos tocan desde la punta de mis dedos de los pies y suben, de a poco, rozan mis rodillas y pasan a mis muslos, mi entrepierna y luego al punto de máxima sensibilidad, una zona húmeda, suave, delicada y escondida. Son los espacios que más aprovecho cuando siento la necesidad de hacerlo. Normalmente los viernes llego unos minutos atrasada, así que trabajo más tarde de lo normal. Llego a mi cama muerta, a duras penas como algo y me quedo dormida con el televisor prendido, “para no sentirme tan sola”. Los sábados y domingos, mis ojos se abren entre las tres y cuatro de la tarde. Esos días cocino pasta con albahaca, aceite de oliva, queso en trocitos y salsa de tomate, y para beber jugo de fresa con leche. Sirvo la pasta y vierto el jugo en mi pocillo favorito, me recuesto en mi cama y veo una comedia. De mi infancia y adolescencia la verdad no hay mucho que contar, viví con mi padre hasta los 18, en el norte de la ciudad en un condominio con casas de madera que se llama Port Tex. Aún extraño la hamaca blanca que tenía mi padre cerca al jardín y extraño con el alma a mi perro Mike, un labrador negro muy consentido y comelón. Estudié derecho tres semestres y me aburrí. Luego hice un curso de encuadernación online y al año empecé a trabajar en la librería que abrió el primo de Andrea. Me fui a vivir sola al momento de dejar la universidad, no quise saber de nadie por unos meses. De todas maneras pasó el tiempo y conocí un chico, fue en diciembre de 2012. Salimos por cinco años. Me enamoré locamente de él, hasta que la monotonía nos consumió. Al principio nuestra relación fue muy bonita, solíamos salir a caminar seguido y tener 24
largas conversaciones. Él trabaja en la librería, nos conocimos en el cumpleaños de mi jefe. Me regalaba cada fin de mes una camiseta, una faldita de vuelo que me daba hasta las rodillas y un chocolate con licor. Fue un hombre muy detallista, pero en algunas ocasiones tenía comportamientos un poco espeluznantes. Una noche me metí a la ducha, mientras él buscaba algo en los cajones, nunca supe qué fue, después sacaba mi ropa interior y mis sostenes, luego se quejaba, botaban los cubiertos al piso, y al salir tiraba la puerta. Desde que terminé con F.H., no volví a salir con nadie más. Mi vida era apacible hasta el día del robo. Cada vez que subo al tren, siento que un hombre me mira con precisión, como si me conociera y hubiera visto cada una de mis fotos, mi información contenida era anatomía peligrosa. Recuerdo esa fría tarde que iba para la casa Andrea, hasta me acuerdo de lo que llevaba puesto una chaqueta larga color gris, pantalones negros y botas hasta la rodilla con tacón pequeño. Además, no olvido que a unos cuantos minutos para llegar a la casa de Andrea, escuché pasos de una sombra que me seguía, un aire extraño en mi nuca, sentía cómo se acercaba cada vez más hasta que reproduje un fuerte grito, uno de esos que en las calles oscuras se vuelven mudos. Aún tengo en mi mente ese momento en que mire hacia atrás, el hombre vestía una chaqueta de cuero con una letra pegada en el lado izquierdo, una H que parecía N, además de unas botas negras, sin embargo no recuerdo su rostro. El jueves tres de abril, estuve en mi casa todo el día ordenando mi habitación y lavando alguna loza que quedaba. Tuve que apagar la aspiradora porque el timbre de mi teléfono sonó varias veces hasta que contesté: - ¿Aló? – dijo N - Se escucha el sonido de los trenes pasar en el metro. - ¿Quién es, qué quieres? – dijo N 25
- Eres la chica perfecta para mi canal especial – dijo el desconocido. - Si eres el idiota que robó mi celular, te juro que llamo a la policía ahora mismo – dijo N - No linda, no te conviene llamarlos. - Hijo de puta, te voy a mandar a la mierda. - ¡Cállate perra estúpida!, sigue mis señales, pronto me verás – cuelga desconocido. - ¿Aló? Después de esa intensa llamada, N salía con precaución, siempre miraba hacia atrás para ver si alguien la perseguía. Uno de esos días de marzo encontró una carta con el número de una calle cercana a su hogar y empezaron a bajar gotas de su frente, sus manos sudaban más y más. Algo intentaba recordar, pero no podía. Los días para N se volvieron un infierno. Todas las noches escuchaba que abrían su ventana y la volvían a cerrar, alguien tiraba los cubiertos y apretaba la salsa de tomate sobre ellos, se reía y salía. El sonido del teléfono estremecía su casa nuevamente: – ¿Si? – Se escuchan risas – No quiero que jueguen más conmigo, ¡hijos de puta! – My dear princess, you gonna cry in my bed when I fuck you. – ¿Qué? – Se escucha la respiración agitada de un hombre y un perro ladrar. – Por favor, ya no más – ¿Aló? Es cinco de abril de 2010, N pidió el día y se encuentra sentada en su cama tomando sopa de verduras y jugo de manzana. Su pelo es naranja, sus ojos son azules, su contextura es delgada, tiene pecas en su cara, hombros y brazos; un lunar en lado derecho del ombligo. Viste una blusa blanca con botones negros y encaje que cubre parte de su 26
cuello tal cual como el de una muñequita de juguete, una falda hasta las rodillas, medias veladas y zapatos de charol. Infortunadamente ya no sabe ni cómo luce, cambiamos unos detalles de su físico, aunque sigue siendo la misma. Mi hermosa N que ya olvidó quién era. Mi princesa N que juega con sus compañeras de habitación y con ese oso de peluche que le compré un día de cine de abril, esa chica que habla consigo misma de su rutina diaria y de lo sola que se siente. Ella, que a sus 35 me pregunta cómo me llamo, en dónde está su celular, que se lo robaron, que sus fotos, que alguien la atormenta y que por favor una vez por semana le traiga esos deliciosos huevos revueltos con orégano, acompañados de un café con leche y galletas de vainilla. Debajo de la cama de N había una carta con un olor extraño. Pero en ella sólo hay números y una letra, nada legible. Su cuerpo ya no está en la av. 35 con la calle ríos, esquina 23. Su cuerpo habita fuera de la ciudad, hace años que no se sabe de N, sólo se rumorea que su último ex novio la vigilaba días antes de su desaparición, pero que según la policía, recibía constantemente llamadas que provenían de la antigua casa de sus padres.
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LA CUADRA DE LA SOLEDAD Mario, un hombre robusto, de pelo negro y de tez clara, caminaba todas las tardes por las calles de Providencia. Era un ser solitario, triste y en ocasiones, aislado. Ya cumplía sus 58 años y aún no sabía si sus nietos volverían para su cumpleaños. Cada domingo, Mario se despertaba temprano para tomar desayuno y salir a llamar a sus nietos, pero cada lunes olvidaba que el domingo ya había pasado; olvidaba la nomenclatura de los días al igual que los meses y los años hasta perder total noción del tiempo. Así como también fue olvidando su rutina diaria: vestirse, lavarse los dientes, comer y bañarse, hasta llegar a un estado vegetal. Uno de los vecinos de Mario, observó que la casa se llenaba cada vez más de musgo, y que Mario ya no salía más. Al parecer esto no llamó su atención y lo dejó pasar por unos meses. Sin embargo, el mismo musgo empezó a llenar la entrada de su casa y por consiguiente se sintió más solo, triste y deprimido, era el mismo ciclo vegetativo. El proceso se repitió con algunos de los vecinos del lugar, hasta que uno de los familiares de los ancianos decidió llamar a la policía para averiguar qué pasaba en la casa de Mario, en donde la soledad se lo carcomió en forma de musgo, así como a toda la cuadra. Los policías llegaron a las ocho de la noche a la casa que se encontraba en la calle Cirujano Guzmán con Providencia, una casa amarilla con rejas negras y una puerta grande de color escarlata. Allí, ingresaron e intentaron abrir la puerta de aquella casa vieja, que se encontraba llena de musgo y suciedad. Al pasar tres horas y no poder abrir la puerta, los policías solicitaron ayuda de los vecinos con artefactos de jardinería para cortar el musgo de asqueroso olor y repleto de espinas entre medio. Pasaron horas, miles de gotas rozaban las mejillas de los ayudantes, hasta que entre las tres y
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cuatro de la mañana lograron entrar hasta poder quitar casi una tonelada de musgo. Fue difícil encontrar al hombre, ya que la oscuridad había consumido el lugar. En la cocina había una pila de platos sucios con microorganismos que parecían hacer parte del hogar pegajoso. Siguieron el camino de manchas secas de color café que los condujo hasta la pieza. Allí, se encontraba aquel sujeto pálido, delgado, sucio y con una larga barba, llevaba un saco gris de lana, un pantalón negro y zapatos color vino tinto. Sus ojos divisaron el cuerpo en descomposición, las piernas estaban atadas a la cama con ramas verdes, la boca estaba llena de musgo y de la garganta salía un extraño animal negro. Además, en el dedo índice de su mano derecha tenía incrustado un gancho de plástico con una carta colgando en donde había algo escrito pero que la cantidad de manchas verdes lo hacía ilegible.
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MEMORIA FOTOGRÁFICA DE UN ROSTRO SEGREGADO EN LAS CALLES DE SANTIAGO Eran las diez de la noche y el joven de lunares en la mano se sentaba nuevamente en la esquina de una calle llena de edificios antiguos, sucios, orinados y con algunas grietas en la parte superior. Él se recostaba contra la pared y observaba cómo los autos pasaban una y otra vez. Era una de esas noches en que nadie paraba a darle uno o dos pesos para desayunar un pan y un té caliente como lo hacía todos los sábados. Este joven de tierna mirada igual a la de un niño pequeño, tenía el pelo castaño claro y medianamente largo, los ojos color café oscuro, contextura delgada pero con indicios de desnutrición y un tajo pequeño arriba de la ceja derecha. Además, llevaba pantalones de color gris con algunos agujeros, una camiseta negra y una manta que cubría su hombro izquierdo de color rojo con líneas blancas. Un perro callejero, delgado y de ojos negros acompañaba al joven de lunares en la mano todas las noches, para entregarle un poco de calor a la hora de dormir. Ambos unidos por el amor incondicional, el abandono y la luz de la luna que enfocaba los pómulos mezclados entre lágrimas y suciedad del pequeño humano. Las noches eran iguales, ambos paseaban en busca de un poco de comida y algo para abrigarse, sin embargo, los autos pasaban rápidamente, cerraban sus ventanas cuando el semáforo se tornaba rojo, mostraban a sus hijos el efecto de las drogas, el fracaso social y el ejemplar callejero pobre señalando al joven de lunares en las manos. Sin embargo, pocas veces los conductores bajaban los vidrios y vislumbraron la situación real, completa y cruda de vivir en las calles oscuras de Santiago, esas a las que todos temían pasar, esas horribles, asquerosas y mugrientas esquinas
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donde la soledad era uno de los integrantes del lugar, del niĂąo y el perro.
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ÍNDICE Prólogo Cafecito traicionero Delirios de domingo El extraño caso de la vereda de laguna verde El ritual de Quiriwaya Entre versiones y un relato La cuadra de la soledad Memoria fotográfica de un rostro segregado en las calles de Santiago
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Daniela Páez Rueda Nació el 30 de abril de 1997 en Bogotá, Colombia. Terminó sus estudios escolares en Santiago de Chile y actualmente es estudiante de literatura. Vivió hasta los 12-13 años en Colombia y luego se trasladó a San Felipe en Chile. Después, vivió en Valparaíso y en la serena unos meses. Luego en 2012 se estableció en la región metropolitana. Ha participado en talleres de escritura creativa en la municipalidad de la Florida y en la universidad. Relatos de Insania es su ópera prima
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Relatos de insania Daniela Páez Rueda
Se terminó de diseñar en el mes de febrero del 2017 En los talleres de Editorial Montecristo Cartonero
Tiraje según demanda
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EDITORIAL MONTECRISTO CARTONERO ESTÁ COMPROMETIDA CON EL DESARROLLO LIBRE DEL ESPÍRITU, LA CULTURA Y EL CONOCIMIENTO DEL SER HUMANO COMO VALUARTES DE NUESTRA SOCIEDAD. CADA LIBRO PUBLICADO POR NUESTRA EDITORIAL ES EN SÍ UNA OBRA DE ARTE CUYO TRABAJO ES MANTENER VIVA LA LLAMA DE LA SABIDURÍA.
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¿Qué separa a la realidad del sueño?, ¿Cómo configuramos un acontecimiento como algo real y no un artilugio de nuestra imaginación?. Ésa es la impronta de aquellos escritores que han consagrado su letra a la explotación de los límites entre lo real y lo ficticio, entre lo concreto y lo abstracto. Daniela Páez Rueda nos presenta en su ópera prima un conjunto de relatos de tendencia entre lo surrealista y lo cotidiano, entre el mundo de los sueños y lo consciente de manera de configurar una obra atrapante al lector. Relatos de insania es una invitación a ir a explorar en la nueva narrativa latinoamericana con un pluma ligera, atractiva y estimulantes historias que harán una lectura agradable y amena.
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