Libro alperi juanxxiii

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Juan XXIII Un papa y la pobreza


Serie OCTAVO MAYOR

compaginación y cubierta: julio samalea corrección: verónica garcía pérez


víctor alperi

Juan XXIII Un papa y la pobreza

krk ediciones · 2013


© Víctor Alperi Ilustración de cubierta: © KRK Ediciones. Álvarez Lorenzana, 27. Oviedo www.krkediciones.com isbn: 978-84-8367-440-6 d.l.: as 02964-2012 Grafinsa. Oviedo


Índice

Juan XXIII 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11. 12. 13. 14. 15. 16. 17.

La gracia de la probreza. . . . . . . . . Nombramiento . . . . . . . . . . . . . Un breve pontificado . . . . . . . . . . El buen pastor. . . . . . . . . . . . . . Una aldea perdida. . . . . . . . . . . . Estudios. . . . . . . . . . . . . . . . . La gran guerra. . . . . . . . . . . . . . Regreso a Roma y principio de los viajes. Cardenal y patriarca. . . . . . . . . . . El papa del concilio. . . . . . . . . . . Mater et magistra. . . . . . . . . . . . Pacem in terris . . . . . . . . . . . . . . Muerte. . . . . . . . . . . . . . . . . . Pablo VI recuerda a Juan XXIII. . . . . Diario del alma . . . . . . . . . . . . . Un nuevo santo. . . . . . . . . . . . . El cántico de los pobres. . . . . . . . . —7—

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18. Coda . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 18. CronologĂ­a. . . . . . . . . . . . . . . . 19. Libros citados o consultados . . . . . .

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Juan XXIII



La gracia de la probreza

Nacido pobre, pero de honrada y humilde familia, estoy particularmente contento de morir pobre, habiendo distribuido según las diversas exigencias de mi vida sencilla y modesta, al servicio de los pobres y de la Santa Iglesia que me ha alimentado, cuanto he tenido entre las manos —poca cosa por otra parte— durante los años de mi sacerdocio y de mi episcopado. Aparentes opulencias ocultaron con frecuencia espinas escondidas de dolorosa pobreza y me impidieron dar siempre con largueza lo que hubiera deseado. Doy gracias a Dios por esta gracia de la pobreza de la que hice voto en mi juventud, como sacerdote del Sagrado Corazón, pobreza de espíritu y pobreza real; que me ayudó a no pedir nunca nada, ni puestos, ni dinero, ni favores, nunca, ni para parientes o amigos. A mi querida familia según la sangre —de la que por otra parte no he recibido ninguna riqueza material— no puedo dejar más que una grande y especialísima bendición, con la invitación de que se manten—11—


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gan en el temor de Dios que siempre me la hizo tan querido y amada, aunque sencilla y modesta, sin avergonzarme de ella jamás y que es su verdadero título de nobleza: La he socorrido también algunas veces, en sus necesidades más graves, como pobre con los pobres, pero sin elevarla nunca de su pobreza honrada y alegre.

Estas palabras, que son una magnífica lección de vida santa y siempre necesaria para todo cristiano, forman parte del testamento espiritual de Juan XXIII, comentado y admirado en todo el mundo, que termina con palabras de esperanza: La bondad de que fue objeto mi pobre persona por parte de todos con los que me encontré en mi camino ha hecho tranquila mi vida. Recuerdo también ante la muerte a todos y a cada uno, a los que me precedieron en el último paso, a los que me sobrevivirán y me seguirán. Que oren por mi. Se lo compensaré en el Purgatorio o en el Paraíso, donde espero ser escuchado, lo repito una vez más, no por mis méritos, sino por la misericordia de mi Señor.

Estas citas son la clara muestra de un espíritu puro, el faro que llenó de luz desde siempre al niño y al


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joven Angelo, desde sus padres, el querido tío Severo o el obispo de Bérgamo, RadinTedeschi. Sosio Pezzella, en su obra Juan XXIII, una de las más totalizadoras y perfectas sobre el Papa Bueno, aclara muchas cosas, pues nos dice que las convicciones de Roncali, que determinaron sus comportamientos prácticos y su modo de entender el mensaje cristiano, así como las orientaciones pastorales a las que había dado prioridad en su pontificado, se ofrecen, ciertamente, a quien medite sobre sus escritos, como testimonio de una larga experiencia vital, de una progresiva conquista espiritual y de un método de indagación para acercarse a los hombres y a la realidad de las cosas. La adquisición de las virtudes, por ejemplo, fue una conquista alcanzada tras un ejercicio durísimo, en el que Roncalli se experimentó desde los primeros años de su formación espiritual en el seminario de Bérgamo, contra toda clase de imperfecciones, actos de soberbia, negligencia de sus propios deberes, contra toda forma de amor propio en los pensamientos, en las palabras, en las obras, en los pecados; por eso transformaron luego en irrevocables normas de vida y de conducta, y fueron consideradas por él como dones del Señor.


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La sombra y el recuerdo de su querido obispo RadinTedeschi vive en Roncalli, que piensa en lejanas palabras que habían salido de un hombre también señalado por el Señor, como pensaba siempre Angelo Roncalli, cuando hablaba de los desheredados, de los débiles, de los oprimidos… Juan XXIII, como bien recuerdo Pezzella, admira la obra de León XIII, muy en particular la dedicada a la social, en la gran encíclica Rerum Novarum, donde se plantea la lucha de clases sociales y en la cual se dice: En la presente cuestión el inconveniente mayor es este: suponer a una clase social naturalmente enemiga de la obra, como si la naturaleza hubiera hecho a los ricos y a los proletarios para luchar entre sí, en duelo implacable. Cosa tan contraria a la razón y a la verdad… La una tiene necesidad absoluta de la otra; ni el capital puede sostenerse sin el trabajo, ni el trabajo sin el capital.

Y esta visión de la justicia y del amor entre los seres humanos, que se fraguó principalmente siendo secre­tario de Radini-Tedeschi, le acompañaría a lo largo de su fecunda existencia.


Nombramiento

«Muerto el Papa, se hace otro», dice una máxima popular. Sin embargo, después de muerto Pío XII los católicos quedaron un tanto perplejos. ¿Quién podría llenar el gran hueco que dejaba uno de los papas más inteligentes que había tenido la Iglesia? Se hacían, como siempre, mil conjeturas sobre los cardenales que se consideraban papables. El nombre del cardenal armenio Agagianian era uno de los que más sonaba, en aquel otoño de 1958. Se decía que la Iglesia de Roma tenía que romper con la tradición de nombrar siempre papas italianos. Algunos otros también hablaban de Montini, arzobispo de Milán, que en aquellas fechas no era cardenal, como posible candidato; con lo que, si salía nombrado, se terminaría con otra vieja costumbre de nombrar papa a un cardenal. Más tarde, después del nombramiento de Juan XXIII, se empezó a decir que en el largo cónclave los cardenales habían votado a Agagianian, pero que el cardenal armenio, muy amigo de Angelo Roncalli, había renun—15—


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ciado al papado, pues sabía que entre todos ellos había un hombre llamado por el Señor para el puesto de vicario, y que aquel hombre no era él. Agagianian era muy amigo del patriarca de Venecia. En 1954 se habían encontrado los dos en Beirut, en el congreso mariano que se celebraba en aquella ciudad, y el cardenal armenio sabía que Roncalli era el hombre más indicado en aquellos momentos para tomar el mando de la Barca de Pedro. Los demás cardenales también lo comprendieron así para el bien de la Iglesia. Había otros cardenales papables, como el cardenal Lercano, de Bolonia; el cardenal Otraviani, de la curia romana; el cardenal Sin, de Génova, y el cardenal Ruffini, de Palermo. Dentro de la Capilla Sixtina se reunían cincuenta y un cardenales; dos habían muerto poco antes del cónclave y otros dos no habían podido salir de sus países, del otro lado del telón de acero. El mariscal del cónclave era, como siempre, el príncipe Chigi. Angelo Roncalli aceptó el nombramiento sin titubear, y tomó el nombre de Juan en honor de san Juan Bautista, santo al que veneraba profundamente. También Juan era el nombre de pila de su padre. Angelo Roncalli tenía setenta y siete años de edad. Desde el año 1730, en que se había nombrado papa a Clemente XII, a la edad de setenta y ocho, ningún


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papa de los tiempos modernos había llegado a la Silla de Pedro a una edad tan avanzada, por lo cual la mayoría de los comentaristas hablaban de un «papa de transición», sin detenerse a pensar que nunca han existido papas de transición, pues por mucha edad que tenga una persona nadie puede decir los años que aún puede vivir. De todas formas, ninguna persona suponía, cuando el cardenal Canali anunció desde uno de los balcones de San Pedro la noticia de que había papa, que Juan, aquel hombre anciano y casi desconocido para muchos, sería una de las figuras más gloriosas de nuestro tiempo y uno de los papas más sublimes de la Iglesia.


Un breve pontificado

En el otoño de 1958, empezaba para la Iglesia un Pontificado que duraría poco tiempo, pero que dejaría profunda huella en todos los corazones del mundo. Juan XXIII dijo: «De hecho se conocen veintidós Papas llamados Juan, todos han tenido un pontificado corto». El Pontificado del Papa Roncalli duró cuatro años y unos meses. El más breve desde Pío VIII, que reinó desde el 5 de abril de 1829 al 30 de noviembre de 1830. La historia de la Iglesia conoce Pontificados muy breves, de meses; incluso de días, como el de Esteban II, que duró tres días, aunque a este Papa —que había sido electo, pero no consagrado, y que murió a los tres días de un ataque apoplético— muchos historiadores no le consideran como Pontífice. El último Papa que había tomado el nombre de Juan había sido Juan XXII, en el mundo Jacobo Duese, que gobernó la Iglesia desde el año 1316 al 1334. Había sido uno de los Papas de Aviñón, y uno de los pocos Pontífices que con el nombre de Juan había —18—


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tenido un reinado largo. Los historiadores le consideran como el Papa más importante del destierro de Aviñón. También había existido otro Juan XXIII en la historia del Papado, el antipapa Baltasar Coscia, en los años de Gregorio XII, 1406 al 1409, cuando el cisma de la Iglesia occidental. El mismo Gregorio XII, Papa legítimo, fue depuesto más tarde en el concilio de Pisa y se nombró a Alejandro y, que solamente reinó ocho meses y dieciséis días.


El buen pastor

La historia del papa Roncalli y la historia de su gran labor han sido muy poco estudiadas, o han sido estudiadas, en general, con poco rigor. La mayoría de los biógrafos se dedican a llenar páginas y páginas con las anécdotas —muchas, por otra parte— que salpicaban la vida diaria del buen papa Juan. Pero es preciso reconocer siempre, en primer lugar, su singular labor, el celo de buen pastor que él cumplió con un cariño total, su amor por todos los hombres, su bondad infatigable. Él mismo había dicho en cierta ocasión: «Lo decisivo es el celo del buen pastor dispuesto a ser justo y perseverante, aun a costa de los mayores sacrificios, en todas las empresas, por atrevidas que sean, a condición de que sean santas». Juan XXIII cumplió al pie de la letra con estas palabras; y por eso nada le parecía atrevido, con tal de lograr el bien para los hombres. Su celo de buen pastor estaba dentro del camino justo, del camino bueno y santo. Toda su labor —social, política, religio—20—


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sa— está condensada en la máxima bíblica del buen pastor: el que mira por cada oveja en particular, al mismo tiempo que guarda con celo todo el rebaño.


Una aldea perdida

Toda la vida del pontífice Juan está señalada por el amor a Dios y por el amor a la Humanidad. Había nacido en una pequeña aldea perdida en la alta Italia, cerca de Bérgamo: Sotto il Monte; un pueblecito de labradores. Labradores habían sido siempre en la familia Roncalli, desde hacía muchos siglos, y siempre habían vivido allí, en aquel pueblo perdido, en aquella aldea que se guardaba, casi con miedo, entre los altos montes verdes. Angelo, en los primeros años de su vida en la aldea, trabajaba en la casa de sus padres al mismo tiempo que iba a la escuela. Sus piernas de muchacho, fuerte e inquieto, le llevarían por todos los huertos y prados de la aldea, y muchas veces visitaría una pequeña ermita que se alzaba sobre el pueblo. Es también posible que en aquella ermita soñase con Dios, con la vida de los seminarios y con las gentes que había al otro lado de los Alpes. El maestro había dicho a sus padres que aquel niño, muy inteligente, te—22—


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nía que ir al seminario y no perder sus grandes dotes en aquella aldea. El corazón de Angelo temblaría de temor al oír aquellas palabras. ¿Dejar el pueblo? ¿Dejar a los padres, a los hermanos, a los amigos? ¿Ir al seminario, estudiar, no volver a correr por allí, cerca de la ermita, al lado de los huertos…? Seguramente que aquel verano, antes de marcharse al seminario, soñaría aquellas cosas en el bosque, entre los árboles, al lado de la ermita. Y lloraría por dejar todo aquello, por tener que marchar a lo desconocido, lejos… Resultaba que él no era como los demás, según había dicho el maestro. ¿Y por qué? ¿Por qué tenía que ser distinto y por qué tenía que dejar su casa? Aquellas preguntas se las repetiría una y otra vez el muchacho, después el joven y por último el anciano. Desde los primeros años de su vida, Angelo Roncalli fue un exiliado, el mensajero de Dios en los caminos del mundo. También en su familia, hacía muchísimos años, hubo un hombre que se marchó lejos, que trabajó en Roma y que pintó en San Pedro; el pintor Pomarancia, que se llamaba Cristóbal Roncalli. Sí, aquel familiar también se había ido lejos, en pos de la aventura, al otro lado de las colinas.


Estudios

De la pequeña aldea, un día de finales del siglo xix, partió un muchacho camino del seminario. No conocía a nadie más allá de Sotto il Monte. Estaba solo y le mandaban lejos de los suyos, a un seminario. Angelo Roncalli cumpliría, desde aquel mismo día, con las palabras que algunos años más tarde escribiría en Florencia otro gran italiano, Papini: Los que no pasan a través de las dificultades, desmayos, contrastes, miserias y desesperaciones casi nunca hacen nada sólido y grande. El joven tiene que ser solitario y soberbio; hasta injusto, si es preciso. Solitario para encontrarse, hacerse, templarse. Soberbio y solitario para ganarse por sí mismo el pan y la propia victoria. Quien todo lo espera de los demás —ejemplos, empujones, consultas— y quiere ser acunado por los estímulos y las alabanzas, y quiere encontrarse el nido hecho para no tener el trabajo de construirlo con las briznas del bosque, y apenas ha puesto el primer huevecillo se ima—24—


estudios

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gina que todos los pájaros se lo tienen que incubar y todos los gallos del valle tienen que anunciarlo al universo, no llegará nunca a hacerse un esqueleto y a ser él, y solo él, inconfundible con los demás.

Roncalli trabajó en soledad, lejos de los suyos, aunque con tranquilidad y amor por todos, nunca con soberbia. Trabajó y estudió, pero nunca pidió nada; al contrario, desde sus días de estudiante procuró dar más de lo que tenía a todos sus amigos y compañeros. Supo de la pobreza y de la soledad; y cuando celebró su primera misa también la dijo en soledad: su familia no tenía dinero para ir a Roma. Del seminario de Bérgamo pasó a Roma, al colegio Cerosola. Era en el año 1900 y León XIII reinaba en el Vaticano con la admiración de todo el mundo por la labor de aquel viejo luchador que conocía muy bien las necesidades del mundo de los obreros. Angelo Roncalli, en aquellas fechas, era un joven seminarista que miraba con interés e inteligencia a los libros y a las gentes. Terminados sus estudios, es ordenado sacerdote el 10 de agosto de 1904; en el mismo año se doctora en Teología. En enero del año siguiente regresa de nuevo a Bérgamo, como secretario del conde Radini-Tedeschi, obispo de Bérgamo. El obispo


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Radini-Tedeschi es una de las figuras más singulares e importantes de la Iglesia italiana moderna. En compañía del obispo, el joven Roncalli trabajó y estudió los problemas sociales de aquel tiempo en la llamada Escuela de Bérgamo, escuela que el obispo dirigía. Al mismo tiempo, era nombrado profesor de la Historia de la Iglesia en el Seminario. Desde Bérgamo hizo algunos viajes a Milán, acompañando al obispo, y en la Biblioteca Ambrosiana conoció a monseñor Aquiles Ratti, que más tarde sería nombrado papa con el nombre de Pío XI. En estas fechas, empezó a trabajar en la Acción Católica, y escribió algunos libros sobre temas históricos.


La gran guerra

Europa, y después América, entran en guerra. Será la Primera Guerra Mundial. En Roma, desde que Angelo José Roncalli terminó sus estudios, habían pasado por el trono del Vaticano León XIII y el santo Pío X, el cual murió de pena al ver que el mundo caminaba a una gran catástrofe. Benedicto XV era el pontífice que desde Roma pedía y rogaba paz para las naciones de todo el mundo. En el año 1916, Roncalli es nombrado teniente —capellán, aunque ya había pasado por la categoría de soldado raso y de sargento—. Después de terminada la guerra, regresa a Bérgamo y continúa como profesor del seminario. En el año 1920 lee, en el congreso eucarístico nacional que se reúne en la ciudad de Bérgamo, un trabajo titulado La eucaristía y la madre de Dios; dicho trabajo causa gran impresión en el clero que estaba en el congreso. Se dice que un obispo habló al papa Benedicto XV de aquel trabajo del joven sacerdote. —27—


Regreso a Roma y principio de los viajes

En febrero de 1921 es llamado al Vaticano para trabajar en las oficinas de la Congregación de Propaganda para la Fe. Su trabajo en el Vaticano le obliga a viajar por distintos puntos de Europa. Hace viajes a Lyon, Bruselas, París, Munich, etc. Más tarde se le designa presidente del Consejo Supremo de la congregación y prelado doméstico del papa. Después, obispo y, por fin, el papa Pío XI le nombra arzobispo titular de Aerópolis y encargado de negocios del Vaticano en Bulgaria. Al poco tiempo pasa a ser delegado apostólico en la misma Bulgaria. Después va a Turquía. Durante diez años, permanece en Turquía. Viaja a Grecia, nación que pertenecía a su delegación apostólica. En Turquía permanece durante la Segunda Guerra Mundial y realiza una sorprendente labor de caridad en la Grecia desamparada de los años bélicos. En la Navidad de 1944 Pío XII le nombra nuncio del Vaticano en París. La nunciatura de París es una de las más importantes del mundo; tal nombramiento es muy comentado en todo el mundo católico. —28—


Cardenal y patriarca

En el mes de enero de 1953, después de nueve años de su llegada a Francia, Pío XII le hace cardenal y, a los pocos días, arzobispo patriarca de Venecia. El presidente Auriol le impone, en París, la birreta cardenalicia, según antigua tradición de algunas naciones católicas. Francia le concede la Gran Cruz de la Legión de Honor, y muchos alemanes recuerdan con cariño que, durante los años 1944 y 1945, aquel sacerdote católico que había nacido en una pequeña aldea de la Alta Italia, procuró que saliesen de los campos de concentración y de las cárceles, y que regresasen a sus casas. El 15 de marzo del mismo año, toma posesión de su cargo como patriarca de Venecia. De aquella famosa ciudad de los canales saldría, como salió a primeros de siglo el cardenal Sarto, para ser nombrado papa. El cardenal Roncalli, lo mismo que Eugenio Pacelli, era un gran políglota: dominaba el latín y el griego, el italiano, el francés y el búlgaro; hablaba español, rumano y turco; y leía alemán, inglés y ruso. —29—


El papa del concilio

El cardenal Roncalli, casi un desconocido, es nombrado papa y a los pocos días sus palabras y sus gestos de bondad son famosos en todo el mundo. La prensa de todas las tendencias no deja de hablar del Buen Papa Juan. Todo el mundo comenta su visita a la cárcel de Roma, «Regina Coeli»; y famosas se hacen sus palabras a los presos: «Como ustedes no podían venir a verme, he venido yo.» Más tarde, en Roma, en la ciudad de los santos y de los emperadores, en la ciudad que había conocido la gloria de los mayores santos y la maldad de muchos criminales, fue anunciado, en la fría mañana del 25 de enero de 1959, una noticia para el mundo cristiano: un concilio ecuménico. Juan XXIII, desde la basílica de San Pablo Extramuros, comunicó a un grupo reducido de cardenales lo siguiente: «Una inspiración nos ha sacudido en forma repentina e imprevista en la humildad de nuestra persona». Y, como consecuencia de aquella inspiración, declaró que un sínodo romano —30—


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se reuniría para analizar la vida espiritual de Roma, se reformaría y sería puesto al día el Código de Derecho Canónico de 1917, y sería convocado un concilio ecuménico. La noticia del concilio ecuménico fue una de las más importantes, o la más importante, que salió del Vaticano en todo el siglo. Sacerdotes y seglares quedaron sorprendidos. El corazón del papa, según declaraciones suyas, estaba lleno de gozo por aquel motivo, pero, al principio, no todos los corazones latieron a su lado. Algo nuevo estaba pasando; algo nuevo para la cristiandad pasaba en aquella mañana fría de Roma. Los papas que siguieron a Pío IX no habían hablado nunca de concilios, y aquel anciano, llamado «papa de transición», convocaba uno. El Concilio Ecuménico Vaticano I había sido suspendido, o prorrogado sine die, por el papa Mastai. Y desde el momento en que aquel concilio declaró la infalibilidad del papa, parecía que no se necesitaba reunir a una asamblea general de la Iglesia para tratar un tema importante. Pero Juan XXIII, aquella mañana en San Pablo Extramuros, comprendió algo muy distinto. Empezaron los trabajos del Concilio Vaticano II. El papa sabía que aquella magna asamblea de la Iglesia Universal tenía una intensa labor que hacer, y que sería preciso actualizar muchos temas y facetas


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de la Iglesia. Los trabajos preparatorios empezaron. El Buen Papa Juan ofrecía al mundo el XXI Concilio de la Iglesia Universal, Católica y Romana. El mismo papa compuso una gozosa y esperanzadora oración por el feliz resultado de la magna asamblea universal: Oración al Espíritu Santo por el Concilio. Oh Espíritu Santo, enviado por el Padre en nombre de Jesús, que asistís a la Iglesia con vuestra presencia y la dirigís infaliblemente, dignaos, os lo rogamos, derramar la plenitud de vuestros dones sobre el Concilio Ecuménico. Dulcísimo Maestro y consolador, iluminad los espíritus de nuestros obispos, que respondiendo celosamente al Soberano Pontífice, se reunirán en concilio. Haced que este concilio tenga frutos abundantes; que la luz y la fuerza del Evangelio se extienda cada vez más en la sociedad humana; que la religión católica y la actividad de las obras misioneras acrecienten su vigor; y que, en fin, la doctrina de la Iglesia sea más plenamente conocida y las costumbres cristianas experimenten un saludable progreso. Dulce huésped de las almas, confirmad nuestras inteligencias en la verdad y disponed nuestros corazones en la obediencia para que recibamos con sincera sumi-


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sión todas las decisiones del concilio y las pongamos en práctica con entusiasmo. Os rogamos también por las ovejas que no están en el único aprisco de Jesucristo, a fin de que, del mismo modo que se honran de ser cristianas, lleguen igualmente por fin a la unidad, bajo el cayado del único Pastor. Renovad en nuestra época, como en un nuevo Pentecostés, vuestras maravillas y conceded a la Santa Iglesia que, en una plegaria unánime, insistente y perseverante a María, la Madre de Jesús, bajo la vara de san Pedro se extienda el reino de nuestro divino Salvador, reino de verdad, de justicia, de amor y de paz. Así sea.

Las últimas palabras del famoso Diario del alma, de Juan XXIII también son para hablar del concilio ecuménico. El Padre Santo dice: Después de tres años de preparación, laboriosa ciertamente, pero también feliz y tranquila, aquí estoy ya a los pies de la santa montaña. Que el Señor me sostenga para llevar todo a buen término.

El Señor le quiso a su lado; pero el hermoso árbol que Juan XXIII plantó una fría mañana en Roma está creciendo en todo el mundo.


Mater et magistra

El día 15 de mayo del año 1961, en el tercer año de su pontificado, Juan XXIII da en Roma, junto a San Pedro, un documento único en la historia moderna: la encíclica Mater et Magistra, en la cual pone al día la doctrina social de la Iglesia, de la misma forma que en un tiempo, ya lejano, habían hablado León XIII y Pío XI. Mater et Magistra es el tejado, el punto más alto, del gran edificio social de la Iglesia. En ella se centran, confluyen y se desparraman, todos los ríos de doctrina social de los últimos papas. En esta encíclica se concreta un punto altamente interesante para el cristiano: parece que el interés desmedido por los problemas sociales aparta a las criaturas de las verdades sagradas y de sus obligaciones espirituales. Este es el primer punto que se necesita aclarar antes de continuar estudiando dicha encíclica. El hombre es cuerpo y alma; es un todo que en este mundo no se puede separar. La Iglesia tiene por misión la salvación de —34—


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las almas, pero esas almas están dentro de unos cuerpos. Juan XXIII nos dice: El Señor, en la sublime oración por la unidad de su iglesia, no ruega al Padre para que aparte a los suyos del mundo, sino para que los preserve del mal: Non rogo ut tollas eos de mundo, sed ut serves eos a malo.* No debe crearse una artificiosa oposición donde no existe, es decir, entre la perfección del propio ser y la presencia personal y activa en el mundo, como si uno no pudiera perfeccionarse sino cesando de ejercer actividades temporales, o como si ejerciéndolas, quedara fatalmente comprometida la propia dignidad de seres humanos y de creyentes. (iv, 82). A esta Iglesia, columna y fundamento de la verdad,** ha confiado su santísimo Fundador una doble misión: engendrar hijos, y educarlos y regirlos, guiando con materno cuidado la vida de los individuos y de los pueblos, cuya gran dignidad miró ella siempre con el máximo respeto y defendió su solicitud. El Cristianismo, en efecto, es unión de la Tierra con el Cielo, en cuanto que toma el hombre en su ser concreto, espíritu y materia, inteligencia y voluntad, y lo invita a elevar la mente de las mudables con*

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Joann. xvii, 15. I Tim. iii, 15.


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diciones de la vida terrena hacia las alturas de la vida eterna, que será consumación interminable de felicidad y de paz. Por tanto, la Santa Iglesia, aunque tiene como principal misión el santificar las almas y hacerlas partícipes de los bienes del orden sobrenatural, sin embargo, se preocupa con solicitud de las exigencias del vivir diario de los hombres, no sólo en cuanto al sustento y a las condiciones de vida, sino también cuanto a la prosperidad y a la cultura en sus múltiples aspectos y al ritmo de las diversas épocas (introducción, 1).

Después pasa a decir que insigne documento de esta doctrina y acción, desarrolladas a lo largo de los siglos de la Iglesia, es sin duda la inmortal encíclica Rerum Novarum (introducción, 3).

Juan XXIII analiza la importancia de la Rerum Novarum, y, en la primera parte, nos habla de la enseñanza de la encíclica Rerum Novarum y de su oportuno desarrollo en el magisterio de Pío XI y Pío XII. Juan XXIII estudia magistralmente las encíclicas de León XIII, Pío XI, y los mensajes sociales de Pío XII al mismo tiempo que nos expone sus puntos de vista


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y trata de los actuales problemas sociales del mundo, analiza minuciosamente la Rerum Novarum y la Quadragesimo Anno, y el rediomensaje de Pío XII en el cincuentenario de la Rerum Novarum. León XIII habló en años de transformaciones radicales, de fuertes contrastes y de acerbas rebeliones. Las sombras de aquel tiempo nos hacen apreciar todavía más la luz que dimana de su enseñanza. Como es sabido, en aquel entonces la concepción del mundo económico más difundida y puesta por obra en mayor escala, era una concepción naturalística, que niega toda relación entre la moral y la economía. Motivo único de la acción económica, se afirmaba, es el provecho individual. Ley suprema reguladora de las relaciones entre los empresarios económicos es una libre concurrencia sin límite alguno. Intereses de los capitales, precios de las mercancías y de los servicios, ganancias y salarios, se determinan pura y mecánicamente por virtud de las leyes del mercado. El Estado debe abstenerse de cualquier intervención en el campo económico. Las asociaciones sindicales, según las naciones, se prohíben, son toleradas o se consideran como personas jurídicas de derecho privado.


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En un mundo económico concebido en esta forma, la ley del más fuerte encontraba plena justificación en el plano teórico, y dominaba el terreno de las relaciones concretas entre los hombres. De allí surgía un orden económico turbado radicalmente. Mientras riquezas incontables se acumulaban en manos de unos pocos, las clases trabajadoras se encon­ traban en condiciones de creciente malestar. Salarios insuficientes o de hambre, agotadoras las condiciones de trabajo y sin ninguna consideración a la salud física, a las costumbres morales y a la fe religiosa. Inhumanas sobre todo las condiciones de trabajo a las que frecuentemente eran sometidos los niños y las mujeres. Siempre amenazante el espectro del desem­ pleo. La familia, sujeta a un proceso de desintegración. Como consecuencia, profunda insatisfacción entre las clases trabajadoras, en las cuales cundía y se aumentaba el espíritu de protesta y de rebeldía. Esto explica por qué entre aquellas clases encontrasen amplio favor las teorías extremistas que proponían remedios peores que los males (i, 4).

El autor de la Mater et Magistra, nos dice después que León XIII señaló unas vías de reconstrucción.


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No fue un acto sin audacia. Mientras algunos osaban acusar a la Iglesia Católica como si frente a la cuestión social se limitase a predicar a los pobres la resignación y a exhortar a los ricos a la generosidad, León XIII no dudó en proclamar y defender los legítimos derechos del obrero (i, 5).

Muy interesantes son las palabras de Antonio Fontán: La adecuación a la historia y a la realidad social que he destacado como rasgo común de las tres encíclicas no implica, sin embargo, una subordinación al tiempo. Es importante advertir que los documentos sociales pontificios, a pesar de ocuparse de asuntos tan contingentes y mudables, escapan a la servidumbre temporal. Hay expresiones que corresponden a la época en que fueron proclamadas y hoy ya no se emplean. León XIII, por ejemplo, habla de los ricos y los pobres en términos que el uso posterior y ciertas manifestaciones de pudor social han eliminado del lenguaje de los escritores sociales modernos. Pero los conceptos a que responden estas u otras expresiones, continúan siendo centrales en los estudios contemporáneos de la cuestión social. («La doctrina social de la Iglesia», publicado en Nuestro tiempo).


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Sobre la Quadragesimo Anno, dice Juan XXIII en su gran encíclica: En el documento el Sumo Pontífice confirma el derecho y el deber de la Iglesia a aportar su insustituible concurso a la feliz solución de los urgentes y gravísimos problemas sociales que angustian a la familia humana; corrobora los principios fundamentales y las directivas históricas de la encíclica leoniana; toma ocasión para precisar algunos puntos de doctrina, sobre los cuales habían surgido dudas entre los católicos, y para desarrollar el pensamiento social cristiano conforme a las nuevas circunstancias de los tiempos. Las dudas se referían, en modo especial, a la propiedad privada, al régi­ men de salarios, a la conducta de los católicos ante una forma de socialismo moderno (i, 7).

También ha contribuido no poco Pío XII… El 1.º de junio de 1941, en la solemnidad de Pentecostés, transmitía un radiomensaje… En el radiomensaje el gran Pontífice reivindica para la Iglesia la indiscutible competencia de juzgar sobre las bases de una determinada ordenación social en concordancia con el orden inmutable que Dios, Crea-


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dor y Redentor, ha manifestado por medio del derecho natural y la revelación… (i, 10).

Juan XXIII dice después que el mundo, en los últimos veinte años, ha experimentado muchos cambios: En el campo científico-técnico-económico: el descubrimiento de la energía nuclear… En el campo social: el desarrollo de los sistemas de seguros sociales, y, en algunas comunidades políticas económicamente desarrolladas, la instauración de sistemas de seguridad social; en los movimientos sindicales, el formarse y acentuarse una actitud de responsabilidad respecto a los mayores problemas económico-sociales; una progresiva elevación de la instrucción básica; un bienestar cada vez más extendido; la creciente movilidad social y la consiguiente reducción de las diferencias entre las clases; el interés del hombre de cultura media por los hechos del día de dimensiones mundiales. Además, la eficacia en aumento de los sistemas económicos en un crecido número de comunidades políticas hace resaltar más los desequilibrios económico-sociales entre el sector de la agricultura, por una parte, y el sector de la industria y los servicios, por otra; entre zonas


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económicamente desarrolladas en el interior de cada una de las comunidades políticas; y, en el plano mundial, los desequilibrios económico-sociales, aún más estridentes, entre los países avanzados económicamente y los países que poseen una economía en desarrollo. En el campo político: la participación de un creciente número de ciudadanos de diversas condiciones sociales en la vida pública de muchas comunidades políticas; la extensión y profundización de la acción de los poderes públicos en el campo económico-social. A esto se añade, en el campo internacional, el ocaso de los regímenes colonialistas y la independencia política que han obtenido los pueblos de Asia y África; la multiplicación y condensación de las relaciones entre los pueblos y la intensificación de su interdependencia; el nacimiento y desarrollo de una red cada vez más rica de organismos de dimensiones mundiales, con tendencia a inspirarse en criterios supranacionales: organismos con fines económicos, sociales, culturales, políticos (i, 12-14).

En la segunda parte estudia las «Determinaciones y ampliaciones de las enseñanzas de la Rerum Novarum»; en la tercera, los «Nuevos aspectos de la cuestión social»; en la cuarta, «La reconstrucción de las


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relaciones de convivencia en la verdad, en la justicia y en el amor». También estudia detenidamente los muchos problemas de los obreros de la Tierra, de la necesidad de una nueva estructuración de la empresa agrícola. Y nos habla de una «Acción de nivelación y de la propulsión en las zonas subdesarrolladas». Mientras las economías de las diversas naciones evolucionan rápidamente y con ritmo aún más intenso después de la última guerra, creemos oportuno llamar la atención sobre un principio fundamental, a saber, que el desarrollo económico debe ir acompañado y proporcionado con el progreso social, de suerte que de los aumentos productivos tengan que participar todas las categorías de ciudadanos. Es necesario vigilar atentamente y emplear medios eficaces para que las desigualdades económico-sociales no aumenten, sino que se atenúen lo más posible (ii, 23). No podemos dejar de referirnos aquí al hecho de que hoy, en muchas economías, las empresas de proporciones medianas y grandes realizan no pocas veces rápidos e ingentes aumentos productivos a través del autofinanciación. En tales casos creemos poder afirmar que a los obreros se les ha de reconocer un título de crédito respecto a las empresas en que trabajan,


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especialmente cuando se les da una retribución no superior al salario mínimo (ii, 23). … Debemos recordar que la justa proporción entre la remuneración del trabajo y del interés hay que realizarla en armonía con las exigencias del bien común, tanto de la propia comunidad política como de la entera familia humana. En el plano nacional, han de considerarse exigencias del bien común: el dar ocupación al mayor número de obreros; evitar que se constituyan categorías privilegiadas, incluso entre los obreros; mantener una adecuada proporción entre salarios y precios, y hacer accesibles bienes y servicios al mayor número de ciudadanos; eliminar o contener los desequilibrios entre los sectores de la agricultura, la industria y los servicios; realizar el equilibrio entre expansión económica y adelanto de los servicios públicos esenciales; ajustar, en los límites de lo posible, las estructuras productivas a los progresos de las ciencias y las técnicas; concordar los mejoramientos en el tenor de vida de la generación presente, con el objetivo de preparar un porvenir mejor a las generaciones futuras (ii, 24). La justicia ha de ser respetada, no solamente en la distribución de la riqueza, sino además en cuanto a la estructura de las empresas en que se cumpla la


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actividad productora. Porque en la naturaleza de los hombres se halla involucrada la exigencia de que, en el desenvolvimiento de su actividad productora, tengan posibilidad de empeñar la propia responsabilidad y perfeccionar el propio ser. Por tanto, si las estructuras, el funcionamiento, los ambientes de un sistema económico, son tales que comprometan la dignidad humana de cuantos ahí despliegan las propias actividades, o que les entorpecen sistemáticamente el sentido de responsabilidad, o constituyan un impedimento para que pueda expresarse de cualquier modo su iniciativa personal: un tal sistema económico es injusto, aun en el caso de que, por hipótesis, la riqueza producida en él alcance altos niveles y sea distribuida según criterios de justicia y equidad (ii, 25). El ejercicio de la responsabilidad, por parte de los obreros, en los organismos productivos, junto con responder a las legítimas exigencias propias de la naturaleza humana, también está en armonía con el desarrollo histórico en el campo económico-social-político (ii, 29). En la época moderna se ha verificado un amplio desarrollo del movimiento asociativo de los obreros, y su reconocimiento general en las disposiciones


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jurídicas de los diversos países y en el plano internacional, para los fines específicos de colaboración sobre todo mediante el contrato colectivo. No podemos, sin embargo, dejar de hacer notar cuán oportuno o necesario sea que la voz de los obreros tenga la posibilidad de hacerse oír y escuchar más allá del ámbito de cada organismo productivo y en todos los niveles (ii, 30).

Reafirma, como otros muchos pontífices, el derecho de propiedad privada que tiene todo hombre. Es un punto importante que ya expusieron León XIII, Pío XI y Pío XII. El derecho de propiedad privada de los bienes, aun de los productivos, tiene valor permanente, precisamente porque es derecho natural fundado sobre la prioridad ontológica y de finalidad, de los seres humanos particulares, respecto a la sociedad. Por otra parte, en vano se insistiría en la libre iniciativa personal en el campo económico, si a dicha iniciativa no le fuese permitido disponer libremente de los medios indispensables para su afirmación. Y, además, la historia y la experiencia atestiguan que en los regímenes políticos que no reconocen el derecho de propiedad privada de los bienes


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incluso productivos, son oprimidas y sofocadas las expresiones fundamentales de la libertad; por eso es legítimo deducir que éstas encuentran garantía y estímulo en aquel derecho (ii, 32).

En la parte tercera, estudia los «Nuevos aspectos de la cuestión social»: El sucederse de las situaciones históricas hace resaltar siempre más cómo las exigencias de la justicia y la equidad no atañen solamente a las relaciones entre obreros dependientes y empresarios o dirigentes; sino que también miran a las relaciones entre diferentes sectores económicos, y entre zonas económicamente más desarrolladas y zonas económicamente menos desarrolladas en el interior de las particulares comunidades políticas; y, en el plano mundial, las relaciones entre países en diverso grado de desarrollo económico-social.

Así, nos habla de la difícil situación de la agricultura, de los «incrementos demográficos y desarrollo económico» y del «desnivel entre población y medios de subsistencia». Después trata de la necesidad de una «colaboración en plano mundial», tema tan


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interesante para los gobiernos de los grandes Estados modernos. La cuarta parte es una llamada, una súplica y una demostración de que «las relaciones de “convivencia” se tienen que basar en la verdad, en la justicia y en el amor. La Iglesia presenta y proclama una concepción siempre actual de la convivencia. Como se desprende de lo dicho hasta aquí, el principio fundamental de esta concepción consiste en que cada uno de los seres humanos es y debe ser el fundamento, el fin y el sujeto de todas las instituciones en las que se expresa y se actúa la vida social: cada uno de los seres humanos visto en lo que es y en lo que debe ser según su naturaleza intrínsecamente social, y en el plano providencial de su elevación al orden sobrenatural. De este principio fundamental, que defiende la dignidad sagrada de la persona, el Magisterio de la Iglesia, con la colaboración de sacerdotes y seglares competentes, ha desarrollado, especialmente en este último siglo, una doctrina social, que indica con claridad el camino seguro para reconstruir las relaciones de convivencia según los criterios universales que responden a la naturaleza, a las diversas esferas del orden temporal


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y al carácter de la sociedad contemporánea, y precisamente por esto pueden ser aceptados por todos (iv, 73).

Se necesita una educación, unos estudios, para conocer bien esa doctrina tan necesaria en el mundo moderno: La educación cristiana debe ser integral, es decir, debe extenderse a toda clase de deberes. Por consiguiente, también debe mirar a que en los fieles brote y se robustezca la conciencia del deber que tienen que ejercer cristianamente las actividades de contenido económico y social (iv, 75). … Que cada uno se perfeccione mediante su trabajo cotidiano, el cual para la casi totalidad de los seres humanos es un trabajo de contenido y finalidad temporal. Actualmente la Iglesia se encuentra ante la gran misión de llevar un acento humano y cristiano a la civilización moderna; acento que la misma civilización pide y casi invoca para sus progresos positivos y para su misma existencia (iv, 82).


Pacem in terris

Carta encíclica de Nuestro Santísimo Señor juan por la Divina Providencia papa xxiii a los Venerables Hermanos Patriarcas, Primados, Arzobispos, Obispos y demás ordinarios en Paz y Comunión con la Sede Apostólica al Clero y fieles de todo el mundo y a todos los hombres de buena voluntad sobre la paz de todos los hombres fundada sobre la verdad, la justicia, la caridad y la libertad

El día de Jueves Santo del año 1963, en el quinto año de su pontificado, y en el mismo año en que moriría, el papa Juan ofrece al mundo otro documento fundamental para la sociedad moderna, otra fuente de —50—


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aguas purísimas: la encíclica Pacem in terris, acerca de la paz mundial fundada sobre el orden en la verdad, en la justicia, en la caridad y en la libertad. Esta encíclica, cómo todas las encíclicas papales, es para el numeroso grupo de fieles católicos y para «todos los hombres de buena voluntad». En ella, como en otros documentos, Juan XXIII habla de los problemas sociales, de las necesidades, derechos y obligaciones del hombre moderno dentro de la actual sociedad; y de la grandísima necesidad de que todos trabajen por el bien común y por la paz. Los deseos que manifiesta Juan XXIII en esta encíclica no son nada nuevo, y mucho menos dentro de la Iglesia católica. Pero la encíclica tiene una cosa genial a su favor: la claridad, precisión y don de justicia; tres grandes dones del magnánimo corazón del Buen Papa Juan. El ser humano tiene derecho a la existencia, a la integridad física, a los medios indispensables y suficientes para un nivel de vida digno, especialmente en cuanto se refiere a la alimentación, al vestido, a la habitación, al descanso, a la atención médica y a los servicios sociales necesarios. De aquí el derecho a la seguridad en caso de enfermedad, de invalidez, de viudez, de ve-


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jez, de paro y de cualquier otra eventualidad de pérdida de medios de subsistencia por circunstancias ajenas a su voluntad. Todo ser humano tiene el derecho natural al debido respeto de su persona, a la buena reputación, a la libertad para buscar la verdad y, dentro de los límites del orden moral y del bien común, para manifestar y propagar sus ideas, para cultivar cualquier arte y, finalmente, para tener una objetiva información de los sucesos públicos. También nace de la naturaleza humana el derecho a participar de los bienes de la cultura y, por tanto, el derecho a una instrucción fundamental y a una formación técnico-profesional de acuerdo con el grado de desarrollo de la propia comunidad política. Y para esto se debe facilitar el acceso a los grados más altos de la instrucción según la capacidad personal, de tal manera que los hombres, en cuanto es posible, puedan ocupar puestos y responsabilidades en la sociedad conformes a sus aptitudes y a las capacidades adquiridas. Entre los derechos del hombre hay que reconocer también el que tiende a honrar a Dios, según el dictamen recto de su conciencia, y profesar la religión privada y públicamente (i, 11-14).


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Después nos habla de los deberes de la persona humana, bien deberes en la misma persona, bien entre distintas personas. Estudia la convivencia, y «Dios, fundamento del orden moral». Dice: El orden que rige en la convivencia entre los seres humanos es de naturaleza moral. Efectivamente, se trata de un orden que se cimenta sobre la verdad, debe ser practicado según la justicia, exige ser vivificado y completado por el amor mutuo y, finalmente, debe ser orientado a lograr una igualdad cada día más razonable, dejando a salvo la libertad. Ahora bien, el orden moral —universal, absoluto e inmutable en sus principios— encuentra su fundamento objetivo en el verdadero Dios, personal y trascendente (i, 37-38).

Por último, estudia la «actual coyuntura histórica» del hombre en sociedad. La segunda parte trata de las «relaciones entre los individuos y la autoridad pública»: La convivencia entre los hombres no puede ser ordenada y fecunda si no la preside una legítima autoridad


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que salvaguarde la ley y contribuya a la actuación del bien común en grado suficiente (ii, 46). La autoridad misma no es, sin embargo, una fuerza exenta de control; más bien es la facultad de mandar según razón. La fuerza obligatoria procede, consiguientemente, del orden moral, el cual se fundamenta en Dios, primer principio y último fin suyo (ii, 47).

Al hablar de la «razón de ser de los poderes públicos» dice: La prosecución del bien común constituye la razón misma de ser de los poderes públicos, los cuales están obligados a actuar reconociendo y respetando totalmente sus elementos esenciales y según los postulados de las respectivas situaciones históricas (ii, 54).

Señala los «elementos del bien común», para después marcar los «deberes de los poderes públicos», que son: «Salvaguardar los derechos de la persona, armonizar los derechos y deberes de los individuos, dar facilidades a todos los miembros y la justa medida en el intervencionismo de las autoridades». El final de la segunda parte es para ver la «estructura y funcionamiento de los poderes públicos, cualidades


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de las personas públicas, participación de los ciudadanos en la vida pública y la apreciación de la actual coyuntura histórica». La estructura y el funcionamiento de los poderes públicos no pueden menos de estar en relación con las situaciones históricas de las respectivas comunidades políticas; situaciones que varían bastante en el espacio y cambian en el tiempo (ii, 68).

La tercera parte es un logrado estudio de las «relaciones entre las comunidades políticas»; dichas comunidades «son sujetos de derechos y deberes recíprocos», lo mismo que los individuos. …También las comunidades políticas, unas respecto a otras, son sujetos de derechos y deberes, y por eso también sus acciones han de ser reguladas por la verdad, la justicia, la solidaridad generosa, la libertad. Porque la misma ley moral que regula las relaciones entre los seres humanos, es necesario que regule las relaciones entre las respectivas comunidades políticas (iii, 80). Ha ido penetrando en nuestros días, cada vez más, en el espíritu humano, la persuasión de que las diferen-


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cias que surjan entre las naciones se han de resolver no con las armas, sino mediante convenios. Esta persuasión, fuerza es decirlo, en la mayor parte de los casos nace de la terrible potencia destructora que los actuales armamentos poseen y del temor a las horribles calamidades y ruinas que tales armamentos acarrearían. Por eso en nuestra edad, que se jacta de poseer la fuerza atómica, resulta un absurdo sostener que la guerra es un medio apto para resarcir el derecho violado (iii, 126, 127).

En la cuarta parte se nos habla de la «necesidad de una autoridad mundial»: … Cada comunidad política, independiente de los demás, no puede atender como conviene a su propio provecho, ni puede adquirir plenamente la perfección debida, porque la creciente prosperidad de una comunidad política es en parte efecto y en parte causa de la creciente prosperidad de todos los demás (iv, 131). En las circunstancias actuales de la sociedad humana, tanto la constitución y forma de los Estados como la fuerza que tiene la autoridad pública en todas las naciones del mundo se han de considerar in-


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suficientes para el fomento del bien común de todos los pueblos (iv, 135).

Estudia las «características de la autoridad mundial»; y nos dice que tiene que ser creada «por acuerdo unánime, no por la fuerza», «que tenga por objetivo fundamental la salvaguarde de los derechos de la persona» y «que se rija por el principio de subsidiaridad». Por último, en la cuarta parte estudia la «actual coyuntura histórica», en la que nos habla de la Organización de las Naciones Unidas (onu) y de los ideales que tiene que lograr dicha gran organización. La quinta parte está dedicada a las directivas pastorales, que comprende: Participación de los católicos en la vida pública, armonía entre la fe y las actividades temporales, superación constante, relaciones entre católicos y no católicos en la vida práctica, etapas necesarias, tarea de todos los hombres y súplica a Cristo por la paz. Para inspirar la vida civil con rectas normas y cristianos principios, no basta que estos hijos nuestros gocen de la luz celestial de la fe y que se muevan a impulsos del deseo de promover el bien; se requiere,


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además, que entren en las instituciones de la vida civil y que puedan desenvolver dentro de ellas su acción eficaz (v, 147). Pero como la actual civilización se distingue sobre todo por la ciencia y los inventos técnicos, ciertamente nadie puede entrar y actuar eficazmente en las instituciones públicas si no posee el saber científico, la idoneidad para la técnica y la pericia profesional (v, 148). A todos los hombres de alma generosa incumbe, pues, la tarea inmensa de restablecer las relaciones de convivencia basándolas en la verdad, en la justicia, en el amor, en la libertad: las relaciones de convivencia de los individuos entre sí o de los ciudadanos con sus respectivas comunidades políticas, o de las varias comunidades políticas unas con otras, o de los individuos, familias, entidades intermedias y comunidades políticas respecto de la comunidad mundial. Tarea ciertamente nobilísima, como que de ella derivaría la verdadera paz conforme al orden establecido por Dios (v, 163). Pidamos, pues, con constantes súplicas al Divino Redentor, esta paz que Él mismo nos trajo. Que Él borre de los hombres todo lo que pueda poner en peligro esta paz y transforme a todos en testigos de la verdad, de la justicia y del amor fraterno. Que Él ilumine con su luz la mente de los que gobiernan las naciones, pa-


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ra que junto al bienestar y prosperidad convenientes, procuren también a sus conciudadanos el don magnífico de la paz. Que Cristo, finalmente, encienda las voluntades de todos para echar por tierra las barreras que dividen a los unos de los otros, para estrechar los vínculos de la mutua caridad, para fomentar la mutua comprensión, en fin, para perdonar los agravios. Así, bajo su acción y amparo, todos los pueblos se aúnen como hermanos y florezca entre ellos y reine siempre la anhelada paz (v, 171).

La encíclica Mater et magistra, logró ser la gran llamada social al mundo moderno. Sus frases, sus ideas, sus palabras de amor, caridad y paz están presentes en los corazones de muchísimos hombres del mundo, católicos y no católicos. Sus ecos seguramente no se olvidarán jamás entre los hombres. La voz de Juan XXIII es una de las voces más sinceras y puras que se han oído en el mundo desde Cristo hasta nuestros días. El impacto de la Mater et magistra ha sido seguro, y la figura del buen Papa Juan crece más y más con los años. La Pacem in terris, es el complemento de la Mater et magistra. Sobre un orden social y económico tiene que crecer un orden moral y político. No puede existir buena economía sin una paz en el mundo; no


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puede existir un hombre feliz, si no tiene la felicidad dentro de la justicia, de la caridad y de la libertad. Si no tiene su felicidad puesta en lo alto, en el Corazón Sagrado de Cristo.


Muerte

Durante la primera etapa y clausura del concilio ecuménico, y en la ceremonia de la concesión del premio de la paz de la Fundación Balzán, el mundo pudo ver a través de la televisión y de las fotografías de prensa, que el gran papa estaba cansado y enfermo. El poderoso anciano, que había llegado con tanto vigor al Vaticano en el otoño de 1958, estaba enfermo, gastado por el trabajo incesante al que se entregaba noche y día; y así, después de una agonía que duró más de ochenta horas, y que hizo llorar al mundo entero, el papa dejó de existir. Radio Vaticana dio la noticia: Bendito sea Jesucristo. Aquí, Radio Vaticana. Vamos a dar lectura a un importante comunicado: El Supremo Pontífice Juan XXIII ha muerto. El papa de la bondad expiró religiosa y serenamente, después de haber recibido los sacramentos de la Iglesia Romana, en su apartamento del Palacio Apostólico Vaticano, a las 19.49 —61—


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horas de hoy, 3 de junio de 1963, atentamente asistido por sus más íntimos ayudantes y por sus médicos. La inexorable enfermedad, que ha empezado en los últimos meses, a pesar de no haber detenido al Vicario de Cristo en el cumplimiento de su ardua tarea en su alto cargo, con indomable voluntad y fervor pastoral, ha derrumbado su fuerte resistencia. El papa Juan XXIII, el 263 sucesor de san Pedro en la Silla Romana, nació en Sotto il Monte, provincia de Bérgamo, de una humilde y religiosa familia, el 25 de noviembre de 1881, con el nombre de Angelo Giuseppe Roncalli.

Las noticias dadas por Radio Vaticana dejaron en los corazones una profunda tristeza. La onu suspende las tareas de trabajo de la Comisión Quinta, al saberse la noticia. Personalidades de todos los países hicieron declaraciones sobre el papa que había muerto, y mandaron cartas y telegramas al Vaticano. Entre las miles y miles de manifestaciones de dolor, podemos citar algunas palabras de las máximas personalidades de la Tierra: He sabido con profunda emoción que Su Santidad Juan XXIII ha muerto. La desaparición del Soberano


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Pontífice, cuyo reinado ha estado plenamente dedicado a la paz entre los hombres y a la aproximación de los cristianos entre sí, impresiona dolorosamente al pueblo de Francia. Charles de Gaulle Su Majestad apreciaba infinitamente los sentimientos de afecto que Su Santidad siempre manifestó hacia ella y hacia todos sus súbditos Isabel de Inglaterra Me siento muy afectado por la noticia de la muerte del gran papa Juan XXIII. Arzobispo de Canterbury Su sabiduría y sus realizaciones permanecerán como una fuente de inspiración para los pueblos del mundo entero. Presidente Kennedy Nosotros conservamos buenos recuerdos del papa, cuyas fecundas actividades para el mantenimiento y fortalecimiento de la paz le valieron amplio reconocimiento y el respeto de los pueblos que aman la paz. Primer ministro Kruschev


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Confío en que su sucesor continuará su labor con el mismo espíritu que Juan XXIII. La Iglesia Ortodoxa siempre ha abogado por la unión de las iglesias, y el difunto papa fue el iniciador de la primera labor activa de esta clase. Arzobispo Paul, superior de la Iglesia Ortodoxa de Finlandia

España, con su jefe de Estado a la cabeza, demostró la profunda pena que le causaba la muerte del buen Papa Juan. Judíos, árabes, budistas, hombres de todas las religiones del mundo, hablaron en homenaje a Juan XXIII, y todos sintieron su muerte como la muerte de un familiar, de un padre común y bondadoso. En Nueva York, por primera vez en la historia, los judíos oraron por él. En el mundo hispanoamericano, se declararon días de luto nacional. España declaró diez días. El mundo había perdido a un gran amigo, dijeron periodistas y escritores de todas las naciones. En Roma había muerto otro papa. Un papa de una categoría excepcional; en él se cumplían aquellas palabras que él mismo, siendo cardenal, había pronunciado sobre san Pío X: Santidad de vida y de ejemplos; vivo sentido de las más altas responsabilidades; visión amplia y profunda para la comprensión de los problemas fundamentales de


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la convivencia humana y cristiana; enseñanza inspirada en la bondad y humildad de Jesús y que, asimismo, quiere ser y quedar como serena e impertérrita afirmación de la verdad, de la justicia, de la paz sin debilidades y sin compromisos; presto a todo sufrimiento y, aún, a la muerte: éste fue y quedará para siempre Pío X: pontífice y santo...

Este es y quedará para siempre Juan XXIII: pontífice, santo, padre común de todos los hombres de buena voluntad. A muy poca distancia de su muerte, ya se habla de una canonización por aclamación, ya su figura brilla, en los altares o en los corazones, con un brillo eterno.


Pablo VI recuerda a Juan XXIII

Agrada poder recordar con voluntad emocionada y ferviente al tan singularmente añorado Juan XXIII, que durante el tiempo de su pontificado, breve pero insigne en obras egregias, supo ganarse los corazones de todos los hombres, aun de aquellos que no comparten la fe católica. Esto lo consiguió con una actitud nueva, con una sincera y operante caridad, especialmente para con los débiles, y con aquella pastoral solicitud suya que fue la nota característica de su actuación. Junto a estas virtudes tuvo ese peculiar atractivo que brota con naturalidad de los corazones magnánimos. Una luz sobrenatural, que irradiaba de él y con la que ganaba sin violencia a todos, brilló en él como una llama ardiente, cada vez más viva, hasta el final de su vida, entregada a Dios con una fortaleza que supo conmover al mundo entero. Por eso logró unir a todos los hombres alrededor de su lecho de dolor, hasta hacer de todos un solo corazón y una sola alma en la veneración, la admiración y la oración unánimes. —66—


pablo vi recuerda a juan xxiii

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Pablo VI supo plasmar con muy pocas palabras y recordar la singular figura y obra del papa Juan. El pontífice romano conoció y trató mucho al cardenal Roncalli y, después, al sumo pontífice. Pablo VI colaboró en el concilio y en otras muchas grandes obras de la Iglesia al lado de Juan XXIII, y él sabía de aquel gran hombre, de aquel maravilloso corazón, de aquella mente santa y clarísima.


Diario del alma

Después de la muerte de Juan XXIII vio la luz un libro suyo muy importante: Diario del alma, que es algo así como el alma —día tras día, desde los primeros años de su juventud—, desnuda y puesta frente a los ojos del lector de Angelo Roncalli. Diario del alma es la última gota preciosísima que Juan XXIII ofrece al mundo; en él está todo lo que fue, es, y será una de las personalidades más vivas, dulces, santas e inteligentes de nuestro tiempo. El Diario comienza en el año 1895, cuando Angelo Roncalli era seminarista en Bérgamo, y termina en el año 1963, cuando el papa Juan XXIII se preparaba para el concilio ecuménico en un retiro espiritual en la Torre de San Juan, del Vaticano. El libro se publicó en su versión original, y en las muchas traducciones que se hicieron en todo el mundo, con otros escritos piadosos del buen papa Juan. La presentación de la obra corre a cargo de Loris Capovilla, presbítero, fiel secretario particular de —68—


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Juan XXIII. En la presentación, monseñor Capovilla escribe: Nos dio la certeza de que el libro, al revelar, a través de la estructura misma de su plegaria y de sus efusiones espontáneas, los íntimos motivos y la exacta dimensión de un hombre y de un sacerdote, cuya bondad permitirá entrever una interioridad rica en sugestivos primores, servirá para consolar el corazón de los hombres y hacerles una compañía más útil que tanta crónica que insensiblemente puede convertirse en retórica y hacerse leyenda.

Angelo Roncalli escribía en Bérgamo, en el año 1895, unas consignas a las que sería fiel toda su vida: oración, santa misa todos los días, lectura espiritual, examen general de conciencia todas las noches, visitar al Santísimo Sacramento por lo menos una vez al día. «Acostumbrarse a elevar con frecuencia la mente a Dios con breves, pero fervorosas jaculatorias» (p. 58). Cada semana: confesar y comulgar, ayunar el viernes y el sábado, etc. Y cada mes, «escoger un día de mayor retiro y examinarse con mayor atención sobre la enmienda de los defectos y el aprovechamiento en la virtud y la observancia de estas re-


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glas» (p. 59). Hacer, cada año, ejercicios espirituales. Aquel mismo año de 1895 escribió un triduo a san Francisco Javier, que es un modelo de humildad humana: 1. Imitarle en su profundísima humildad, en el esfuerzo por llegar al conocimiento de nosotros mismos, de nuestras miserias en cuanto al alma y en cuanto al cuerpo; buscando en nuestros estudios y obras buenas no la estima, el honor, la reputación de los hombres, sino solamente a Dios, su gloria, y nuestro bien y el de las almas. 2. Imitarle en su mortificación, contrariando cuanto sea posible nuestra voluntad, nuestros caprichos y también mortificándonos un poco externamente, evitan­ do al sentarse o arrodillarse la postura más cómoda y contentándonos con la escogida en un principio, frenando el desenfrenado afán de mirar, saber, hablar, etc. 3. A imitación de su celo, por la gloria de Dios y la salvación de las almas, asistir con particular y extraordinaria penetración interna y fe a la santa misa, ofreciéndola por la salud, prosperidad e incolumidad del sumo pontífice, por el triunfo de la Iglesia, por la conversión de los infieles y para obtener también nosotros


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el espíritu de ardor, de piedad, de humildad, de sacrificio, de desprecio de todo lo que es mundo, del que nuestros padres nos dieron tan grandes y luminosos ejemplos (p. 63). Convencido, por la gracia de Dios y de mi madre María Santísima, del inestimable tesoro de la santa pureza y de la necesidad grandísima que de ella tengo por haber sido llamado al angélico ministerio del sacerdocio, para conservar siempre terso este espejo resplandeciente en estos santos ejercicios, he hecho, con la aprobación de mi padre espiritual, y he propuesto cumplir escrupulosamente estos propósitos, que consagro a la Virgen de las vírgenes por mediación de los tres angelicales jóvenes, Luis Gonzaga, Estanislao de Kostka y Juan Berchmans, mis especiales protectores, para que ella, en atención a los méritos de estos tres amados lirios suyos, quiera bendecírmelos y concederme la gracia de ponerlos en práctica (año 1897, p. 69).

Él mismo se censura por sus pequeñísimas faltas, por sus breves olvidos y faltas de atención: Tampoco las jaculatorias han sido infinitas como había prometido que serían... No me dejaré caer en la melancolía, pensando en el estado presente de mi fa-


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milia; cuando me venga semejante pensamiento, pediré al buen Jesús que se digne socorrerla, que le conceda resignación, y perdone a los que le hacen mal, para que nada suceda que sea ofensa de Dios (año 1898, p. 74). Echando una ojeada general, debo decir que, si no tengo que lamentar grandes faltas, tampoco encuentro virtudes. Sigo en el mismo punto, sin dar paso adelante. Y yo creo que todo depende de pensar poco, de no comparar un día con otro y ver la diferencia, como requiere el examen particular, que, entre paréntesis, debería hacer mucho mejor. En una palabra, hay ciertas cositas que nunca salen perfectas o, mejor dicho, nunca las hago bien; por ejemplo, el rosario, un poquito también la visita, y mucho más la práctica de las jaculatorias (año 1898, p. 93). ¡Preocupaciones, muchas preocupaciones! Pero las mías son de una especie totalmente distinta de las de mis familiares; las suyas se refieren a los cuerpos, a lo material, las mías se refieren a las almas; esto es lo que más me pesa, y el pensar que para mis seres queridos las tribulaciones, en lugar de servir para bien, sirven para mal. ¡Dios mío, vos que lo probaste, decir cómo se siente abrumado el corazón!


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Oh María, dad a los míos la verdadera caridad, para que perdonen de todo corazón y soporten con resignación las cruces que les vienen de los que ellos creen ser sus enemigos. ¡Basta, oremos! (año 1898, p. 100) Dios es mi gran dueño, que con inaudita bondad me ha sacado de la nada para que lo alabe, lo ame, le sirva y procure su honor. Soy, por tanto, una cosa totalmente de Dios, y no puedo ni debo hacer más que lo que Dios quiere, lo que sirve para su gloria. Por lo cual, todas mis acciones, todos mis pensamientos, todas mis respiraciones deben tender sólo a esto: Ad maiorem Dei gloriam. En consecuencia, cuando busco solo mi propio honor, cuando doy gusto a mi amor propio, traiciono los designios de Dios, salgo fuera del camino, me convierto en un hombre inútil, rebelde a mi buen Señor, y rechazo el premio que Él me ha preparado. ¡Qué injuria más atroz al Corazón de Jesús, abandonarlo así, usar tan malamente las dotes que Él me ha dado para amarlo y hacerlo amar! (Máximas sacadas de las meditaciones en los ejercicios de 1898, p. 119) ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿A dónde voy...? Soy la nada. Todo lo que poseo, el ser, la vida, el entendimiento, la voluntad, la memoria, todo me lo ha dado Dios, luego todo pertenece a Él… Hace simplemente


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veinte años existía ya todo lo que me rodea: el sol, la luna, las estrellas, los montes, los mares, los desiertos, los animales, las plantas, los hombres; en el mundo las cosas se movían ordenadamente bajo los ojos vigilantes de la divina Providencia. ¿Y yo? Yo no existía. Todo seguía su curso sin mi, nadie pensaba en mi, nadie podía hacerse una idea de mi, ni siquiera en sueños, pues yo no existía (año 1900, p. 127). ¡Tengo un alma! ¡Qué grandeza! No soy una piedra, una planta, un animal cualquiera; soy un hombre, y un hombre por el alma que me vivifica (año 1900, p. 129).

En el mismo año de 1900, en el seminario, escribió unas páginas cargadas de poesía y de amor a Cristo. La gran verdad evangélica resplandece en los escritos de Angelo Roncalli, el futuro papa Juan: Yo soy la oveja perdida y tú eres el buen pastor que, solícito, corriste ansiosamente en mi busca, me encontraste al fin y, tras mil caricias, me cargaste sobre tus hombros y me llevaste al redil. Yo soy aquel infeliz que en el camino de Jericó fue asaltado por los ladrones, golpeado, herido, despojado de sus vestidos y reducido al último extremo; y tú, el compasivo samaritano que me devolvió la vida, derramaste sobre mí el vino,


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es decir, me hiciste comprender esas terribles verdades que me sacudieron de mi aturdimiento, me ungiste con el bálsamo de tus consuelos, en una palabra: me hiciste partícipe de las larguezas de tu buen corazón. Yo soy, por desgracia, el hijo pródigo que disipó toda su hacienda, los dones naturales y sobrenaturales, y me vi reducido a la condición más lamentable, por huir tan lejos de ti, que eres el Verbo por quien todas las cosas fueron hechas, y sin el cual todas las cosas son malas, porque son nada. Y tú eres el Padre amorosísimo que me recibiste con regocijo cuando, cayendo en la cuenta de mi error, decidí volver a tu casa, busqué de nuevo refugio a tu sombra, en tus abrazos. Tú me recibiste de nuevo como hijo, me admitiste de nuevo a tu mesa, a tu dicha, me llamaste de nuevo partícipe de tu herencia. ¿Qué digo? Yo soy el pérfido discípulo que te traicionó, el presuntuoso que te negó, el vil que te escarneció; el cruel que te coronó de espinas; te azoté, te cargué con la cruz, insulté tus atroces dolores, te di una bofetada, te di a beber hiel y vinagre, y, ¡despiadado de mí!, te traspasé el corazón con una fría lanza. ¡Todo esto y mucho más he hecho yo con mis pecados! ¡Oh qué pensamiento tan humillante para mi! Pensamiento que, a viva fuerza, debe arrancar a mis ojos las lágrimas más amargas del arrepentimien-


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to. Y tú, tú eres mi buen Jesús, el mansísimo cordero que me llamó su amigo, me miró amoroso en mi pecado, me bendijo cuando le maldecía; en la cruz intercediste por mí, y del corazón traspasado hiciste descender un manantial de sangre divina que me lavó de mis inmundicias, limpió mi alma de mis iniquidades; me arrancaste a la muerte muriendo por mi y, venciendo a la muerte, me ganaste la vida, me abriste el paraíso. ¡Oh amor, oh amor de Jesús! Y por fin este amor ha vencido, y yo estoy contigo, mi maestro, mi amigo, mi esposo, mi padre: heme aquí en tu corazón. ¿Qué quieres, pues, que haga? (pp. 132, 133).

Todo el mundo sabe ya lo que Jesús mandó hacer a aquella cándida, pura y seráfica alma de Angelo Roncalli: ir por los caminos del mundo para ser el buen samaritano de todos los hombres tristes, sufrientes, olvidados de Él y de su luz. Siento la manía de querer saberlo todo, conocer todos los autores de valor, ponerme al corriente de todo el movimiento científico en sus multiformes expansiones, y en realidad leo aquí, devoro otro escrito allá, y saco poquísimo fruto. Por tanto, calma también en esto. (En el seminario de Roma, año 1903, pp. 174, 175).


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En el año 1904 es ordenado sacerdote. Después de la gran ceremonia, por la tarde, Angelo Roncalli sale a pasear por Roma: Por la tarde me quedé solo, solo con mi Dios que tanto me había encumbrado, solo con mis pensamientos, con mis propósitos con mis dulzuras sacerdotales. Salí. Recogido con el Señor, como si Roma estuviera desierta, visité las iglesias de mayor devoción, los altares de los santos que me habían sido más familiares, las imágenes de Nuestra Señora. Fueron visitas muy breves. Me parecía como si aquella tarde tuviera yo una palabra que decir a todos, como si aquellos santos tuvieran también cada uno una palabra para mí. Y de verdad así era (p. 236).

El 19 de septiembre de 1905, siendo secretario del obispo de Bérgamo, participa en una peregrinación italiana a Tierra Santa, presidida por el obispo Radini-Tedeschi: Jerusalén. Misa pontifical de monseñor RadiniTedeschi. Y cuando monseñor, después de haber parangonado el aturdimiento de las piadosas mujeres ante la


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piedra removida con el sentimiento de estupor y dolor que experimentan los cristianos llegados aquí de lejanos países ante el desorden y la confusión de hombres y cosas, de lenguas, de ritos, de fe que envuelve el santo sepulcro, salió con una decidida invitación a Cristo triunfante para que vuelva en el fulgor de su gloria sobre la piedra removida, no a dispersar, sino a congregar y se repita aquí sobre todo, y todo el Oriente lo repita a su vez, y resuene desde las estepas de Rusia y desde África el eco del unum ovile et unus pastor... Los ojos, los corazones de todos estaban pendientes de los labios del obispo, emocionados, con el corazón de él en un único sentimiento, en el deseo común de que vuelvan realmente al redil todos los hermanos disidentes. ¿Y por qué el deseo de hoy, con el concurso unánime de toda la cristiandad, no podría convertirse en la realidad de mañana? A nosotros, pues, nos toca recoger y cultivar ese deseo tan admirablemente expresado (pp. 242, 243).

En el año 1910 escribe: Las dolorosas experiencias de este año, observadas aquí y allá, las graves preocupaciones del Padre San-


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to y la voz de los sagrados pastores me han persuadido, incluso prescindiendo de otros datos, de que este viento del modernismo sopla bien fuerte y en una extensión mayor de lo que a primera vista pudiera parecer; de que es muy fácil que azote en el rostro y haga perder la cabeza incluso a aquellos que en un principio se sienten movidos solamente de adaptar la antigua virtud del cristianismo a las necesidades modernas. Muchos, incluso buenos, han caído en el equívoco, inconscientemente tal vez; han pasado al campo del error. Y lo peor es que de las ideas se pasa pronto al espíritu de independencia, de libertad de juicio, en todo y con todos (p. 253). Debo recordar siempre que la Iglesia guarda en sí la juventud eterna de la verdad de Cristo, que es de todos los tiempos, y que es la Iglesia quien transforma y salva a los pueblos y los tiempos, no estos a ella (p. 253). La Obra de la Propaganda de la Fe es el aliento de mi alma y de mi vida. Para ella, todo y siempre: cabeza, corazón, palabra, pluma, oraciones, fatigas, sacrificios, de día y de noche, en Roma y fuera de Roma; lo repito: todo y siempre (año 1924, p. 276).

En el año 1925 se le consagra obispo. Escribe:


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¡Que espanto para mí, que me siento y soy tan miserable y tan lleno de defectos! ¡Qué motivo para ser siempre humilde, humilde, humilde! (p. 279). Pongo en mi escudo las palabras Oboedientia et pax, que el padre César Baronio pronunciaba todos los días besando en San Pedro el pie del apóstol (p. 281). Llevo cincuenta años de vida. Soy ya un hombre maduro que se acerca a la vejez: quizá la muerte esté cerca. Muy poco he sacado en limpio durante medio siglo de existencia y de devoción sacerdotal. Me humillo y confundo ante el Señor: le pido perdón pro innumerabilibus excessibus meis, pero contemplo el futuro con calma firme y confiada (año 1931, p. 296). En diciembre del año pasado, en Atenas, recibí una grave advertencia sobre mi salud física. Remedié el fallo. Un año después, me encuentro perfectamente, a pesar de que lleve, en la escasez do mis cabellos, señales de vejez. Procuraré que me resulte familiar el pensamiento de la muerte, no para tristeza, sino para esplendor y elevación gozosa y tranquila de la vida que me quede aquí abajo (año 1937, pp. 305, 306). Los dos grandes males que intoxican hoy al mundo son el laicismo y el nacionalismo. El primero es característico de los hombres de gobierno y de los seglares.


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Al segundo contribuyen también los eclesiásticos. Estoy convencido de que los italianos, especialmente los sacerdotes seculares, se hallan menos contaminados. Pero yo debo estar muy alerta, como obispo y como representante de la Santa Sede. Una cosa es el amor a Italia, que siento hervir en el corazón, y otra cosa es la afirmación del mismo en público. La Santa Iglesia, a la que represento, es madre de las naciones, de todas las naciones. Todas las personas con que entro en contacto deben admirar en el representante pontificio ese sentimiento de respeto a la nacionalidad de cada uno, hermoseado por buenas maneras y suavidad de juicio, que se granjea la confianza universal. Por tanto, mucha prudencia, silencio respetuoso y corrección en todo momento (año 1942, p. 339). Aquí estoy, trasladado de Estambul, a París y habiendo superado —felizmente, al parecer— las primeras dificultades de la introducción. De nuevo la obedientia et pax ha traído bendición. Que todo esto me sirva para motivo de mortificación interior, para la búsqueda de una humildad todavía más profunda, para un abandono confiado, para consagrar al Señor mi santificación, en edificación de las almas, durante los años que aún me queden para vivir y servir a la Santa Iglesia (año 1945, p. 343).


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Cuando el 28 de octubre de 1958 los cardenales de la Santa Iglesia Romana me designaron para la suprema responsabilidad del gobierno de la grey universal de Cristo, a los setenta y siete años de edad, fue general la convicción de que sería un papa provisional, de transición. Pero. aquí estoy en vísperas del cuarto año de pontificado, con un vasto programa ante mí que es preciso realizar frente al mundo entero, que mira y espera (año 1961, p. 382). La tarea sublime, santa y divina, del papa en toda la Iglesia y de los obispos en cada diócesis, es predicar el Evangelio, llevar los hombres a la salvación eterna, con la cautela de procurar que ninguna otra preocupación terrena impida, entorpezca, o perturbe este primer ministerio. Los entorpecimientos pueden venir, sobre todo, de las opiniones humanas en materia política, que se dividen y oponen en una variedad de sentir y pensar. El Evangelio se alza por encima de todas las opiniones y todos los partidos que agitan y zarandean a la sociedad y a la humanidad entera. El papa lo lee y lo comenta con los obispos; uno y otros no como participantes en cualquier género de intereses mundanos, sino como hombres que viven en esa ciudad de la paz, imperturbada y feliz, de donde desciende la regla divina que puede dirigir


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bien a la ciudad terrestre y al mundo entero (año 1961, p. 387). Comúnmente se cree y se aprueba que el lenguaje, incluso el familiar, del papa tiene un aire de misterio y de terror circunspecto. Y, en cambio, es más conforme al ejemplo de Jesús la sencillez más atrayente, no separada de la prudencia de los sabios y de los santos, que cuenta con la ayuda de Dios. La sencillez puede suscitar, no digo desprecio, pero sí menor consideración entre los sabihondos. Pero poco importa que los sabihondos, de los que no se debe hacer ningún caso, puedan infligir alguna humillación de juicio y de trato: todo redunda en daño y confusión suya. El simplex rectus et timens Deum es siempre el más digno y el más fuerte. Naturalmente, sostenido siempre por una prudencia sabia y graciosa. Y posee esta sencillez el que no se avergüenza de confesar el Evangelio incluso delante de hombres que lo consideran una debilidad y cosa de chiquillos, ni de confesarlo en todas sus partes, y en todas las ocasiones, y en presencia de todos; no se deja engañar o influir por el prójimo, ni pierde la sere­ nidad de ánimo por cualquier actitud que los demás adopten frente a él (año 1961, p. 391). Jesús, aquí estoy delante de vos, desfallecido y moribundo por mí, viejo ya y cercano al fin de mi servicio,


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de mi vida. Tenedme bien sujeto y abrazado a vuestro corazón, en un solo latir con el mío. Quiero sentirme atado indisolublemente a vos con una cadena de oro, hecha de hermosos y delicados eslabones. El primero: la justicia que me empuja a buscar siempre a mi Dios en todo. El segundo: la providencia y la bondad que guiará mis pasos. El tercero: la caridad con el prójimo, inagotable y pacientísima. El cuarto: el sacrificio que me debe acompañar, y que quiero y debo gustar en todas las horas. El quinto: la gloria que Jesús me asegura en esta vida y en la eterna (año 1961, p. 391).


Un nuevo santo

Ya en vida, lo mismo que el papa Pío X, que también gobernó el patriarcado de Venecia, Juan XXIII gozaba fama de santo. Su vida, luminosa y ejemplar, logró ser una de las mayores estelas místicas de los tiempos modernos. En el mes de octubre de. 1965, durante las últimas sesiones del Concilio Vaticano II, circularon rumores entre los padres conciliares en el sentido de que más de trescientos obispos, entre los que figuraban muchos de África, Hispanoamérica y Asia, habían firmado una solicitud pidiendo al papa Pablo VI la canonización de Juan XXIII. La petición, según se informó, había sido sometida al secretario general del concilio con el objeto de que la pusiera en conocimiento del Padre Santo. De todas formas, en el sentimiento de los cristianos de todo el mundo estaba la creencia de que Juan XXIII, el más popular papa de todos los tiempos, había sido un verdadero santo en la Tierra —85—


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y, por lo tanto, gozaba de gloria eterna en el Cielo. Juan XXIII, el papa del Concilio Vaticano II, fue comparado muchas veces con el otro papa santo del siglo, Pío X. Loris Capovilla, secretario del pontífice Roncalli, escribió una vez lo siguiente: El que en Venecia fue el quinto sucesor del cardenal Sarto; el que celebró el cincuentenario de la elección de Pío X con una memorable carta colectiva del episcopado Trivéneto, y tuvo la alegría de colocar su nombre glorioso en el frontispicio de la nueva basílica de Lourdes; precisamente él era proclamado y aclamado como su cuarto sucesor sobre la Cátedra Romana y recordaba a todos sus mismos ademanes y semblante, hasta hacer exclamar en tono de confiado júbilo: Ha vuelto Pío X.

En verdad, y las gentes así lo comprendieron, había un nuevo santo en la gloriosa Silla de Pedro. Un santo humano, con los ojos en las cosas del mundo, con el corazón entre los hombres y con una visión de verdadero profeta. Un hombre y un santo que escribía una plegaria al Espirítu Santo en el año 1962 que es, en verdad, la clave de toda su vida:


Oh Espíritu Santo Paráclito, perfecciona en nosotros la obra comenzada por Jesús; haz fuerte y asidua la oración que te dirigimos en nombre del mundo entero; suscita para cada uno de nosotros una ardiente vida interior; da ímpetu a nuestro apostolado, que quiere llegar a todos los hombres y a todos los pueblos, redimidos todos con la Sangre de Cristo, todos herencia suya. Mortifica en nosotros la natural presunción y elévanos a las regiones de la santa humildad, del verdadero temor de Dios y de la valiente generosidad. Que ningún lazo terreno nos impida hacer honor a nuestra vocación; que ningún interés mengüe, por cobardía nuestra, las exigencias de la justicia; que ningún cálculo reduzca los espacios inmensos de la caridad dentro de las estrecheces de los egoísmos. Que todo sea grande en nosotros: la búsqueda y el culto de la verdad, la prontitud, el sacrificio hasta la cruz y la muerte; y que todo latido nuestro corresponda a la suprema plegaria del Hijo al Padre celestial, y a aquella efusión Tuya, oh Espíritu Santo de Amor, que el Padre y el Hijo quisieron sobre la Iglesia y sobre las instituciones, sobre cada una de las almas y de los pueblos.

Un hombre que buscó la verdad, que nunca quedó atado por lazos humanos, que logró ofrecer su vida —87—


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por la gloria de Dios y el bien de los hombres, llegó a brillar, y permanece en la mente de todos como el maravilloso santo de nuestro tiempo.


El cántico de los pobres

Juan Pablo II, el polaco que después de siglos llegaría a la Silla de Pedro no siendo italiano, tomó el nombre de los papas que empezaron y terminaron el Concilio Vaticano II, Juan XXIII y Pablo VI, y señaló desde el primer momento que esas dos figuras singulares de la Iglesia Católica tenían que ser beatificadas, señalando, igualmente, a Pío IX y Pío XII. Y sería este mismo papa, el tres de septiembre del año 2000, el que nombrara beatos a Pío IX y a Juan XXIII. Otro extranjero para los italianos, Joseph Ratzinger, alemán, sería papa con el nombre de Benedicto XVI, después de la muerte del polaco Juan Pablo II, que también sería beatificado a los pocos años de su desaparición. Mientras se escriben estas nota, y como curiosidad y gran impacto en el mundo, Benedicto XVI anuncia por razones de salud su renuncia al papado, y se retira a un monasterio que existe en el —89—


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propio Vaticano —noticia del mes de febrero de 2013—. Beato Pío IX Beato Juan XXIII Beato Juan Pablo II Dar a Dios lo que es de Dios. Pero las lágrimas de los desposeídos afligen la Tierra. Yo he llevado mi equipaje a Roma y desde hace varios años camino con mi carga por las calles de la Ciudad Eterna. Cuándo seré puesto en libertad... Joseph Ratzinger, Benedicto XVI


Coda

En el mes de febrero de 2013, el Papa Benedicto XVI renuncia al pontificado y anuncia un Concilio para nombrar a un nuevo sucesor en la Silla de Pedro. En la tarde del día 12 de marzo, con 115 cardenales llegados de todo el mundo, comienzan los trabajos que terminarían en la tarde del día siguiente con el nombramiento de Papa al arzobispo de Buenos Aires, Jorge Mario Bergoglio, de 76 años y jesuita; llamado en La Argentina el obispo de los pobres. El nuevo Papa tomaría el nombre de Francisco I, acaso en honor de San Francisco de Asís, el gran santo de los pobres, otros comentaristas hablan de San Francisco Javier o de San Francisco de Borja. La vaerdad es que Francisco, como quiere ser llamado, es una persona sencilla, humilde, en la línea de Juan XXIII, y sus normas de conducta parecen sacadas del Testamento Espiritual del Papa Bueno. Un hombre llamado Jorge Mario, después Francisco, esperanza de la Iglesia… —91—



Cronología

1881 25 de noviembre: nace en Sotto il Monte, cerca de Bérgamo, Angelo Giuseppe Roncalli, hijo de Giovanni Battista Roncalli y de su esposa Marianna Mazzola. 1882 Empieza sus estudios en el seminario de Bérgamo. 1900 Pasa a Roma para hacer estudios superiores de Teología. León XIII es el papa de aquel momento. 1904 Se doctora en Teología. El 10 de agosto es ordenado sacerdote en la iglesia de Santa María in Monte. El 15 de agosto celebra su primera misa en la Basílica de San Pedro. 1905 En enero se traslada a Bérgamo; pasa a ser secretario del conde Radini-Tedeschi, obispo de Bérgamo. —93—


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Es nombrado profesor del Seminario para Historia de la Iglesia y Teología. 1908

Publica la obra El cardenal Cesare Baronio, en ocasión del centenario de su nacimiento, y Actas de la visita apostólica de san Carlos Borromeo a Bérgamo.

1912

Publica La piedad suma.

1915 Va a la guerra como sargento de sanidad. 1916 Hace de capellán castrense en diversos hospitales. Publica su libro-homenaje: Vida de monseñor RadiniTedeschi, obispo de Bérgamo. 1918 Regresa a Bérgamo como profesor del seminario. Funda el Hogar Católico del Estudiante. 1919 Funda en Bérgamo una filial de la Unión Católica Femenina. 1920 Lee, en el Congreso Eucarístico Nacional, en Bérgamo, un trabajo titulado La Eucaristía y la Madre de Dios.


cronología

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1921 Es llamado a Roma para trabajar en la Congregación para la Propaganda de la fe. 1923 Es nombrado prelado doméstico de Su Santidad. 1925 El 19 de marzo es consagrado obispo en la iglesia de San Carlo al Corso, de Roma, por el cardenal Tacci, secretario de la Congregación de la Iglesia Oriental. El papa Pío IX le nombra arzobispo titular de Aerópolis y encargado del Vaticano en Bulgaria. 1930 Es nombrado delegado apostólico. 1935 En enero se traslada a Turquía como delegado apostólico. Durante diez años, los de la Segunda Guerra Mundial, permanece en Turquía, al mismo tiempo que es también delegado apostólico para Grecia. 1937

Publica el primer tomo de su libro Las actas de la visita apostólica de san Carlos Borromeo a Bérgamo el año 1575; el volumen quinto y último se publicaría en el año 1952.


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1939 Redacta una Historia de la fundación del Seminario de Bérgamo. 1944 En la navidad es nombrado, por el papa Pío XII, nuncio del Vaticano en París. 1945 El 1 de enero presenta sus cartas credenciales al general De Gaulle. 1952 El gobierno francés le concede la Cruz de la Legión de Honor. En el mes de agosto le visitan en París sus hermanos. 1953 El 12 de enero Pío XII le nombra cardenal. El 15 de enero es nombrado arzobispo patriarca de Vene­ cia. El mismo día el presidente Auriol le impone la birreta cardenalicia, según antigua tradición de algunas naciones católicas. El 15 de marzo toma posesión de su cargo como patriarca de Venecia.


cronología

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1954 En diciembre hace un viaje a Beirut, como delegado del papa al Congreso Mariano. 1958 En la primavera, consagra en Lourdes la gran Basílica subterránea. El 28 de octubre es elegido papa. El 4 de noviembre es coronado en la Basílica de San Pedro. 1959 El 25 de enero anuncia una gran nueva para el mundo cristiano: un concilio ecuménico. El 29 de junio publica su primera encíclica: Ad Petri Cathedram, sobre la unidad, la verdad y la paz que se han de promover con espíritu de caridad. El 26 de septiembre una carta encíclica, Grata recordatio, sobre el rezo del santo rosario. El 28 de noviembre la carta encíclica sobre la iglesia en tierra de misiones, Princeps pastorum. En el mes de diciembre le visita, en audiencia privada, el presidente Eisenhower, de los Estados Unidos. 1961 Publica la gran encíclica Mater et magistra, el 15 de mayo, sobre las cuestiones sociales.


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1963 El 11 de abril publica la famosa encíclica Pacem in terris, que es una llamada a toda la humanidad a favor de la paz. El 3 de junio, a las 19:49, después de una larga agonía, muere en su apartamento del Palacio Apostólico del Vaticano. 2000 El 3 de septiembre Juan Pablo II, nombra beatos a Pío IX y Juan XXIII. 2013 A finales de este año el nuevo papa, Francisco I, canoniza a Juan XXIII y a Juan Pablo II.


Libros citados o consultados

Barreiro Ortiz, José. Vademécum Histórico del Pontificado Romano. Sociedad General Española de Librería. Madrid, 1943. Baviera, príncipe Constantino de. El Papa. Un retrato de su vida. Traducción de M. Tamay. Ediciones Destino, Barcelona, 1954. Bendiscioli, Mario. La política de la Santa Sede. Editorial Lumen. Barcelona, 1943. Bierbaum, Maximiliano. Biografía de S. S. el Papa Pío XI. Casa Editorial de Arte Católico. Barcelona, 1924. Branti, George. Catolicismo. Editorial Plaza-Janés. Barcelona, 1963. Carli, Ferruccio de. Pío X y su tiempo. Editorial PlazaJanés. Barcelona, 1962. Cesarini, Carlo. Juan XXIII, el Papa de la paz. Editorial Plaza-Janés, S. A. Barcelona, 1963. Dacio, Juan, Diccionario de los Papas. Prefacio de Vintila Horia. Ediciones Destino, S. L. Barcelona, 1963. Daniel-Rops. Vaticano, II Época. Editorial Plaza-Janés. Barcelona, 1962. —99—


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Echevarría, Lamberto de. Guión pastoral para campañas pro Concilio. Propaganda Popular Católica. Salamanca, 1962. Encíclica Divini Illius Magistri. Editorial Escuela Española. Madrid, 1962. Encíclica Mediator Dei. Ediciones Sígueme. Salamanca, 1959. Encíclica Mater et Magistra. Editorial Apostolado de la Prensa. Madrid, 1962. Encíclica Pacem in Terris. Editorial el Mensajero del Corazón de Jesús. Bilbao, 1963. Folletos ppc, n.º 206. Madrid, 1963. Guardini, Romano. Vía Crucis. Editorial Rialp, S. A. Madrid, 1961. Hales, E. E. Y. La Iglesia católica en el mundo moderno. Ediciones Destino. Barcelona, 1962. Hayward, Fernand. León XIII. Editorial Litúrgica Española. Barcelona, 1952. Le Fort, Gertrud Von. El Papa del Ghetto. Editorial PlazaJanés. Barcelona, 1961. Javierre, José María. Anciano timonel. ppc. Madrid, 1961. Lancellotti, Arturo. Mundo Vaticano. Ediciones Destino. Barcelona, 1943. Márquez, Gabino, S. J. Las grandes encíclicas sociales. Editorial Apostolado de la Prensa. Madrid, 1961. Martín Descalzo, José Luis. Un periodista en el Concilio, Propaganda Popular Católica. Madrid, 1963.


libros citados o consultados

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Mauriac, François. Lo que yo creo. Taurus. Madrid, 1963. —El Hijo del Hombre. Taurus. Madrid, 1962. —Vida de Jesús. Editorial AHR. Barcelona, 1957. Melle di Sant’Elia, Arborio. Instantáneas inéditas de los cinco últimos Papas. Ediciones Paulinas. Bilbao, 1961. Montero, Antonio. La vida de Pablo VI, ppc. Madrid, 1963. Mundo Cristiano, revista n.º 6, S.A.R.P.E. Madrid, julio de 1963. Nuestro Mundo. Revista de cuestiones actuales. Editada por el Estudio General de Navarra. Números 88-87, agostoseptiembre, 1961. Número 93, marzo de 1962. Número 116, febrero de 1964. Papa Juan XXIII. Diario del alma y otros escritos piadosos. Ediciones Guadarrama. Ediciones Cristiandad. Madrid, 1964. Papa Pablo VI. Encíclica Ecclesiam Suma. Folletos ppc. Madrid, 1964. Pezzel1a, Sosio: Juan XXIII. Editorial Doncel. Madrid, 1973. Pecher, Erich. Juan XXIII. Ediciones Destino. Barcelona, 1961. Papini, Giovanni. Obras. Cuatro tomos. Editorial Aguilar. Madrid, 1957. Ratzinger, Joseph. Mi Vida. Ediciones Encuentro. Edición para el diario abc. Madrid, 2006.


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Schmaus, Michael. Permanencia y progreso en el cristianismo. Taurus. Madrid, 1962. Sugrue, Francis. Los Papas del mundo moderno. Editorial Bruguera. Barcelona, 1962. Taine, Hippolyte Adolphe. Ensayos de Crítica y de Historia. Aguilar de Ediciones. Madrid, 1953. Vasto, Lanza del. Comentarios del Evangelio. sur. Buenos Aires, 1960. Vercesi, Ernesto. Pío IX. Luis de Caralt, Editor. Barcelona, 1953. West, Morris. Las sandalias del pescador. Editorial Pomaire. Barcelona, 1963.


este libro se termin贸 de imprimir en los talleres de grafinsa, en oviedo, el d铆a 9 de junio de 2012, cxlii aniversario del fallecimiento de Charles Dickens



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