Hoja no 373[1]

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Misas: Lunes a viernes: 10:00 y 19:30. Sábados: 19:30. Domingos: 9:30, 11, 12:30 y 19:30. Festivos: 9:30, 12:30 y 19:30

HOJA PARROQUIAL

IV ÉPOCA PARROQUIA DE SANTA JUSTA Y SANTA RUFINA. SANTA ÁUREA, 7. MADRID Teléfono 914 63 99 60. www.justayrufina.org ●●● 11 de FEBRERO de 2018 ● Vº Dom. TIEMPO ORDENARIO B ●●●

N. º373

DE LA PALABRA A LA VIDA Ante la enfermedad de la lepra, la ley de Israel era clara: el impuro ha de alejarse del campamento gritando para que nadie se le acerque. A la enfermedad se sumaba así la exclusión social y la discriminación religiosa. Aún más… la falta de esperanza. Una vez contraída una enfermedad que nadie iba a poder curar, poco puede esperarse de la vida. Para el resto, ya que no podían curarlos, todo lo que se podía esperar era que no se acercaran, que nadie se contagiara. Es una imagen tan propia de nuestro mundo, sin embargo unido irremediablemente por los avances técnicos y la globalización. La situación era tan pobre que solamente Cristo se atreve a meterse en ella. La enfermedad que deshace al hombre es una imagen de lo que el pecado es para nosotros. El salmo responsorial lo deja bien claro: “había pecado, lo reconocí”. Ahora entendemos bien de lo que se trata la presencia de Cristo en nuestra vida, en nuestro mundo: Él ha querido ponerse en medio para ofrecer una salud que el hombre por sí solo no podía darse. La comunión que experimenta con el Padre es tan fuerte que puede ponerse en medio de nosotros y no contagiarse Él por el pecado, sino al contrario, contagiarnos a nosotros su santidad. Solamente en una vida en la que la comunión con Dios es profunda y viva podemos situarnos seguros en medio del pecado para transformarlo en gracia. Cristo sabe de su santidad, que no encuentra obstáculos nada más que en un corazón terco, pero el caso del evangelio no es así. Por eso su presencia es sanadora. Él no sólo quiere comunicar gracia, quiere hacerse presente para hacer fuerte al hermano. No le basta con curar, quiere santificar, para que otros puedan ponerse también en medio del pecado y transformarlo. ¿Quién se pone hoy a transformar el mal en bien? ¿De dónde nos salen las fuerzas para ello? De Cristo, en medio de la debilidad y de la muerte. En la celebración de la Iglesia, reconocemos que Cristo se hace presente en medio de nosotros. Desde el principio de la celebración escuchamos una y otra vez: “El Señor esté con vosotros”. No hay duda de su presencia. No es una presencia sensible, no le vemos, no le sentimos. Sólo sabemos que está, para que no se nos olvide se nos proclama su presencia. Viene a ofrecernos su salvación y su vida. A sacarnos de “este valle de lágrimas” para conducirnos de vuelta al campamento, al reino del cielo, fortalecidos, rehabilitados. Viene para darnos lo que es suyo y para llevarnos a la que es su casa. Así manifiesta su inmenso poder sobre la muerte. Solamente una Iglesia que se haga fuerte en la recepción de los sacramentos puede ponerse en medio del mundo para comunicarle salud, sin contagiarse del mal y del pecado. Solamente una Iglesia que experimenta la comunión con el Santo de Dios puede santificar donde otros condenan, olvidan, rechazan. ¿Aceptaremos la propuesta de Cristo? ¿Qué siente nuestro corazón ante este evangelio? ¿Qué actitudes nos animan a trabajar? En la presencia de Cristo hay una fuerza especial, la que viene del Padre. Nos pide no quedarnos al margen, sino vivir como discípulos misioneros, salvados por Cristo, que, con humildad, ofrecen la gracia y la vida. Es así porque también nosotros hemos escuchado de sus labios: “Quiero, queda limpio”. Diego Figueroa


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