María José Ferrada • Sole Poirot
El baile
diminuto
A los que me acompañaron en la escritura de este libro: Feña y Albert. Rafa. Neus, Anna y Mariana. Clau y Laia. Nuria y sus pequeñas luciérnagas: Ivet y Pau. Y a mi hermano Matías, que me enseñó a contar cuentos. M.J.F.
A mi abuela y su memoria mariposa. A mi madre, mi botánica-bichánica preferida. A Leo... por los cricrí de guitarras y otras guarifaifas maravillosas, bandas sonoras de mis dibujos. S.P.
© del texto: María José Ferrada Lefenda, 2011 © de las ilustraciones: Sole Poirot Oliva, 2011 © de esta edición: Kalandraka Ediciones Andalucía, 2012 Avión Cuatro Vientos, 7 - 41013 Sevilla Telefax: 954 095 558 andalucia@kalandraka.com www.kalandraka.com Impreso en Gráficas Anduriña, Poio Primera edición: noviembre, 2012 ISBN: 978-84-92608-52-2 DL: SE 4027-2012 Reservados todos los derechos
¿De dónde han salido los animales diminutos que atraviesan la mañana del jardín, y ahora zumban, y ahora cantan? ¿Cayeron un día cualquiera del sol? ¿O salieron en fila del ombligo de la tierra? ¿De dónde han salido esos caballos minúsculos con sus alas y violines? ¿Será que un día no eran nada y luego fueron grillos, gusanos, mariposas?
El grillo El grillo en un principio no era nada, pero después fue un grillo. Y como era grillo se hizo un violín de madera, lo pegó a su espalda y salió a conocer el mundo. Y pensó que el mundo, en lugar de un mundo, era una orquesta redonda. Por eso las gotas de lluvia hacían clap clap. El viento, frrrrrrrr frrrrr.
Y que las gotas de lluvia tenían un corazón, el viento tenía un corazón. De ahí el sonido. Y entonces el grillo, que en un principio no era nada pero después fue un grillo, y que como era grillo había pegado un violín de madera a su espalda, inventó su propia melodía –el cricrí del grillo–. Y se fue contento a recorrer el mundo, contento, como quien escucha su corazón y canta.
La araña La araña en un principio no era nada, pero después fue araña. Y cuando fue araña, pensó que el mundo tenía frío. Entonces tomó el hilo y las agujas, y con sus ocho patas tejió: un sombrero blanco para la morera –sabía que era la abuela de los árboles–, una bufanda naranja para la calabaza –¿pensaba que al salir de la tierra ese pequeño sol necesitaba abrigo?–. Y la araña, que en un principio no era nada –pero después fue araña–, vio que el mundo estaba ahora un poco más abrigado. Y durmió la siesta de la tarde. Soñó que con lana de luz tejía una estrella, un planeta y un sol de restos amarillos. Que una araña inmensa y blanca –las patas como el corazón de un reloj perfecto– colgaba como frutas, por cada rincón del universo.