Nadie me entiende Si recortas una nube del cielo, por el agujero entrará la lluvia.
De verdad te lo digo, nadie me entiende. Debe ser porque nací un 29 de febrero y cumplo un año solo cada cuatro. En el colegio todos me llaman Bisiesto. Mis padres me dicen que da igual celebrar el cumple el 28 cuando no hay 29 días, pero no sé por qué tengo yo que andar cambiando mi cumpleaños. Que cambien el calendario y pongan el 29 un día como dios manda, como los demás. Me dijo un profesor que un emperador romano, Julio César, decidió poner un mes para él solo, el mes de julio, y otro, Augusto, el de agosto. O sea, eran diez meses antes de ellos, y estos dos emperadores pusieron dos meses más porque les dio la gana. Pues yo quiero poner el día 29 a febrero, fijo, todos los años, pero nada, que no me hacen caso. Por eso soy un margi en el colegio, en el recreo, en casa y en la biblioteca del cole,
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donde voy a jugar con los ordenadores cuando hay estudio en el programa. Sobre todo desde el día que me encontré con el monstruo cibernético que había entrado nuevo ese año y dicen que venía del norte de Europa, no sé de dónde. Nosotros lo llamábamos Vikingo porque tenía el pelo rojo. Yo lo conocía de vista, de verlo en el patio jugando o por allí. ¿Cómo no lo iba a conocer, con lo grandón que era? En la biblioteca estaba siempre sentado ante el mejor portátil, el de la esquina de la izquierda, que tiene una silla que alucinas, de buena que es, de esas que suben y bajan cuando quieres, tocando una palanca, que parece que estás en el parque de atracciones. Ese día que te cuento, él no estaba en la silla buena cuando yo llegué y me encantó sentarme allí. ¡Cómo molaba! Triunfabas mil viendo a los que jugaban en los portátiles del fondo como enanos. Además, vino a sentarse al lado una piba rubia como las que salen en las películas, tío, ¡increíble! Me miró y me sonrió. Tenía unos dientes que parecían de anuncio de la tele, de limpios y colocados que estaban. Era mayor que yo, pero como estaba sentado en esa silla, y la tenía puesta tan alta, creo que ni se dio cuenta. Y allí estaba este menda encantado a su lado, disparando en un laberinto lunar contra una partida de presos de la quinta galaxia, llenos de tatuajes, que se habían escapado eliminando a sus guardianes. Tenía hasta el flequillo de punta de lo bien que me lo estaba pasando... Y de pronto llegó el Vikingo.
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–¿¡Se puede saber qué haces en mi sitio, gili...!? –Aquí no puedo poner lo demás, pero él dijo la palabra entera, y tan alta que la oyeron hasta los que pasaban por la calle. –¿Es a mí? –dije yo haciéndome el tonto, que se me da siempre muy bien. –¡Sí, a ti, gili...! –volvió a repetir la palabra, y más alta aún si cabe, para que la oyeran hasta los sordos, por si alguien no se había enterado antes. Y me quitó la silla. Así, sin más explicaciones. Me levantó medio en vilo, cogiéndome con una mano por el cuello, apartando la silla. –¡Tú, al fondo, Bisiesto! –dijo–, ¡con los enanos! –Pero... Yo estaba antes, te lo puede decir cualquiera –dije como un tarado, que es como me sentía en ese momento. Él levantó entonces su puño enorme de monstruo cibernético, y apuntó a mi nariz. Era un duelo a muerte, como los de las películas, y los que estaban cerca dejaron sus ordenadores y se pusieron a mirar aquella otra pelea, que prometía sangre de verdad. Sí, ya sé que tenía que haber hecho lo que hacen los héroes en las películas de la tele, enfrentarme a ese puño pasara lo que pasara, pero es que no te puedes figurar cómo era de grande. Le tapaba la cara. Yo solo veía puño. ¿Cómo se puede razonar con alguien que se convierte de pronto en puño?
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–Oye, perdona... –dije yo, y me dio una vergüenza horrible haber soltado esa estúpida palabra mientras iba hacia el fondo a coger el último ordenador que quedaba en la fila de los de primero, medio roto y que daba pena verlo. Con los ojos mojados de rabia me borré del bando de los policías buenos, en la partida que estaba jugando, y me puse en el de los presidiarios tatuados galácticos amargados y perseguidos, a matar a todos los que pudiera, para vengarme de la humillación que acababa de sufrir delante de tanta gente y, sobre todo, de la rubia de sonrisa de dentífrico, que encima se reía ahora, la muy imbécil, mientras el otro me seguía llamando Bisiesto. Pero no conseguía darle a ninguno en el juego y enseguida me mataban a mí y me quedaba fuera. Tenía en ese momento muy mala puntería, a lo mejor porque tenía los ojos llenos de lágrimas y no veía muy bien a los que disparaba. «La vida es muy dura», me habría dicho mi padre si se lo hubiese contado –no se lo he contado a nadie más que a ti, porque me da una vergüenza que me muero–, pero a mí me parece que la vida es más dura para unos que para otros, y más para los que hemos nacido un 29 de febrero. Para el monstruo galáctico Puño Gigante, que se quedó disfrutando allí sentado en la silla del rey, y que además habría nacido otro día cualquiera del año, la vida era estupenda, seguro.
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Solo había que ver la cara que ponía de satisfacción, el animal, y las risas que se echaba. Me consolé pensando que seguramente sacaría malas notas con esa cara de burro que tenía. Me consolé en parte, quiero decir, porque de quedar como un tonto delante de los demás nunca se consuela uno del todo. Esos días, el tío se me apareció en los sueños, dentro de un juego de ordenador que consistía en que yo huía con la silla buena y él me perseguía y me daba repetidamente en la cara con su Todo Puño cuando me cogía, y me quitaba la silla, y yo repetía detrás de cada golpe que me daba, con voz de tarado: «¡Oye, perdona! ¡Perdona! ¡Perdona!...», y él se reía a carcajadas, y un montón de chicas rubias con sonrisa de dentífrico le aplaudían como locas. Si te digo la verdad, en aquellos momentos lo que me apetecía era meterle una buena ráfaga con una de las pistolas del juego del ordenador y mandarlo contra la pared. Pero la pistola era de mentira y, de haber sido de verdad, también habría sido de verdad la suya, y seguro que ese animal me hubiera mandado contra la pared a mí antes, ya que tenía pinta, encima, de disparar mejor que nadie, y algunos no somos buenos con la violencia, o sea, que somos un poco pacifistas, y eso dice mi padre que está bien, porque la violencia es mala. Una cosa es jugar en un ordenador y otra muy diferente,
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hacerle algo malo a alguien de verdad. Y mucho peor aún es si te lo hacen a ti, claro. Yo, si te digo la verdad, nunca me he sentido capaz de hacerle nada malo a nadie (no tanto por pacifista como por miedo a que luego me hicieran a mí algo peor), y menos al monstruo galáctico del puño aumentado, pero siento decirte que en el fondo sí que lo deseaba, pero no se lo digas a mi padre. No podía remediarlo, sabía que estaba mal, que no debía pensar eso, pero el pensamiento me salía de algún sitio secreto de mi cuerpo que yo no controlaba. «Cuando salga de aquí para ir a su casa, ojalá le pille un coche», oía yo que decía por dentro mi vengativa voz interior, dando órdenes al universo. «Que no lo mate... –añadía para tranquilizar mi conciencia–, pero que tenga que estar en el hospital un par de meses por lo menos. O seis.» Cuando días después me enteré en el patio del colegio de que Todo Puño estaba en el hospital y que le había pasado exactamente lo que yo le deseé, por un lado me sentí culpable, pero, por otro, feliz al darme cuenta de que yo era un ser peligroso lleno de poderes extraordinarios que ni conocía, seguramente por ser bisiesto, y que bastaba que deseara algo para que se realizara. ¡Cuidado con el que se metiera conmigo a partir de ahora!
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Al día siguiente me puse a andar detrás de una señora, por la calle, y di con mi mente poderosa la orden a sus pies de que tropezara al tercer paso. «¡Uno..., dos... y tres!» Nada. Lo intenté otra vez a los diez pasos, y otra a los veinte... Tampoco. A los treinta... A los cuarenta... Cansado de contar pasos, y de seguir a la señora por toda la ciudad como si fuera C-3PO detrás de R2-D2 en La guerra de las galaxias, me fui a mi casa a merendar porque tenía hambre. Se veía que mis poderes a veces funcionaban y a veces no. También es que la señora esa no me había hecho nada, me dije. Tal vez solo funcionara con los que me amenazaban con puños enormes. Y decidí pensar en ello delante del espejo un buen rato al llegar a casa y hablar conmigo mismo de si tenía poderes mágicos o no. No sé si te he dicho que me gusta mirarme en el espejo media hora seguida o más cada día, y ponerme allí a hablar bajo de mis cosas. Es como si estuviera hablando con la persona con la que mejor me llevo en el mundo. Mi madre me pregunta siempre qué hago allí, plantado como un pasmarote. Es lo que pasa, no le dejan a uno ni mirarse a gusto en el espejo cuando quiere. Debe de ser por eso por lo que dice mi padre muchas veces al día que la vida es muy dura. Contándote esto ahora, me he acordado de que lo que me pasa a mí se parece mucho a lo que hemos estudiado este año
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en el colegio, que es algo que hacemos con lecturas, representaciones de teatro, dibujos, exposiciones y esas cosas. Pues eso, que este curso hemos tenido como proyecto del centro Don Quijote de la Mancha, la novela esa tan gorda y tan famosa de Miguel de Cervantes, que cuenta que tampoco le entendía nadie al hombre y le salían las cosas fatal, aunque él tenía muy buena intención en lo que hacía. Cuando he leído y visto en los dibujos lo que le pasó con los molinos de viento, creo que se parece mucho a lo que a mí me pasó con Puño Gigante, aunque yo creo que la tonta rubia dentífrico que se reía mientras yo hacía el ridículo no debe de parecerse en nada a Dulcinea del Toboso, que era la chica de la que estaba colgado don Quijote. Él era muy buena gente. Iba con su lanza en un caballo muy delgado que se llamaba Rocinante, con un escudero muy simpático que se llamaba Sancho Panza, que decía muchos refranes montado en un burro. Don Quijote, al que no admitía que su novia Dulcinea era la más guapa del mundo, le daba con la lanza en la cabeza, aunque luego acababan dándole más golpes los demás a él. A lo mejor también era bisiesto.
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