Entre mundos. Una autobiografía C - Leo Lionni

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Primera parte 1910-1931 pág. 9

Segunda parte 1931-1948 pág. 139

Tercera parte 1948-1961 pág. 243

Cuarta parte 1961-1985 pág. 293

Quinta parte Cartas a Bob pág. 345



Primera parte 1910-1931

Fue el 5 de mayo de 1910, en una cabaña de Watergraafsmeer, a las afueras de Ámsterdam. De repente, me sostuvieron, mientras yo tiritaba, rodeado de luces parpadeantes y de una explosión de sonidos. Había sido un día agitado y aterrador, pero, en retrospectiva, fue un buen día. Dos cincos y un diez: una simetría entre la infinidad de los números. Dos cincos: mis manos. Un diez: mis dedos. Iba a hacer cosas.



Ámsterdam Estoy solo, sentado en una pequeña silla de mimbre en medio de un largo prado rectangular recién cortado. Es el final de la tarde y el inmenso cielo dorado se apaga poco a poco. Llevo un rato aquí sentado, con la mirada fija en el final del campo. Hace un rato, el cielo se llenó de globos rojos, blancos y azules, que subieron lentamente desde el horizonte hasta la nada. Estoy esperando a que lancen los fuegos artificiales. Es el único recuerdo que guardo de Watergraafsmeer, donde nací y donde pasé los primeros cuatro años de mi vida. Creo que se celebraba el cumpleaños de la reina. De vez en cuando, me vienen a la cabeza otras imágenes de esos tiempos lejanos, pero no se ven con claridad y son demasiado fugaces para interpretarlos: las baldosas de un suelo de linóleo, una mujer saliendo de una habitación, una puerta cerrándose lentamente… Sin embargo, reconozco la luz y el momento del día que comparten, la luz suave y dorada del atardecer, la luz barnizada de las pinturas antiguas; la luz que baña todos los recuerdos de mi infancia en Ámsterdam. En 1910, el año que nací, Ámsterdam era la capital mundial de la industria del diamante. Muchos de los trabajadores eran judíos sefardíes, cuyos antepasados habían sido expulsados de España y Portugal durante la Inquisición. Desde los tiempos de Spinoza, los nombres españoles y portugueses como De la Pardo, Enríquez, Pereira y Lionni eran casi tan comunes en el gueto de Ámsterdam como los nombres askenazíes Goldberg, Grunbaum y Rosenzweig. Mi padre, Louis, tenía doce años cuando murió el suyo, un comerciante de diamantes. Su madre, que no estaba preparada para asumir las responsabilidades que le habían sido acuñadas de repente, pidió a Elie

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Beffie, el mejor amigo de su marido, el cual era miembro de la Bolsa de Diamantes de Londres, que la ayudara a guiar a su hijo para que siguiera los pasos de su padre. Aunque Louis parecía tener una inclinación natural por las actividades intelectuales, el persuasivo Elie no solo logró orientar al joven hacia una prometedora carrera en el sector de los diamantes, sino que también consiguió ganarse el afecto de su joven madre. Así, ocho años después, cuando Louis terminó su formación y empezó a trabajar como pulidor de diamantes, Elie y Rose Wolff Lionni se casaron. Mi madre, Elisabeth Grossouw, venía de una familia cristiana de clase trabajadora y era una joven cantante de ópera con mucho talento, cuyos estudios de Música fueron financiados por el padre de uno de sus compañeros de la escuela, un rico benefactor que la admiraba por su belleza, inteligencia y habilidades. Tenía una voz soprano ligera, una presencia imponente y una característica que debe poseer todo aquel que aspire a tener una carrera musical de éxito: un gran ego. Mis padres se conocieron en una fiesta que celebraba la puesta en escena de Las bodas de Fígaro de Mozart, por parte de la Italian Opera Company, en la que mi madre fue muy aplaudida por su enérgica interpretación de Cherubino. Tras unos meses idílicos de cortejo apasionado, decidieron casarse. Pero mi padre, que desconfiaba de los tenores italianos y de la promiscuidad que había entre bambalinas, exigió a su prometida que dejara la Italian Opera Company. Mi madre se negó, asegurando que la palabra «Italian» se refería a la ópera y que la compañía era más holandesa que un queso edam. Y en eso quedó el asunto. Sus familias, sin embargo, tenían reservas más serias. La familia de mi padre se opuso al enlace de manera civilizada y relativamente tranquila. Mi abuela Rose no veía razón alguna para estar en contra de la decisión de su hijo. Nacida y criada en París, en el

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seno de una familia judía estrictamente ortodoxa, era una mujer sabia y con mucho mundo que, a pesar de haber recibido una formación deficiente, tenía la mente abierta y criterio propio. Era su diplomático marido quien hacía, amablemente, las preguntas prácticas: ¿cómo iba a ganar dinero suficiente el joven Louis para mantener a una esposa? Y, si tenían un hijo, algo muy probable, ¿cómo iba a seguir la joven novia su carrera musical? Por el lado de mi madre, desafortunadamente, el revuelo fue mayor. El abuelo Grossouw tenía un carácter difícil; a veces incluso se ponía violento, sobre todo cuando bebía. Al enterarse de la relación de su hija con el joven pulidor de diamantes de aspecto llamativo y un tanto excéntrico –que tenía la osadía de presentarse con dos borzois rusos blancos con correa en la calle en la que vivían los Grossouw–, el abuelo explotó. En un ataque de ira, golpeó a su hija y la lanzó de cabeza a su cuarto. Cuando, unos meses después, le dijeron que Betty estaba embarazada, se enfureció de nuevo. Pero, esta vez, la violencia fue solo verbal, y no asustó a nadie –y menos a mi madre, que aseguraba haber visto interpretaciones mejores sobre el escenario de la Italian Opera Company–. Sin embargo, la actitud del abuelo respecto al matrimonio de su hija se suavizó mucho más rápido de lo que esperaban y el día antes de la boda dio sus bendiciones a la pareja y se bebió media botella de Extra Oude Jenever, brindando por su salud y felicidad. De repente, los recién casados recibían el amor y el cariño de ambas familias, y los Grossouw se aficionaron a tejer, coser y martillear. En un abrir y cerrar de ojos, tenían en su salón de la calle Jan van der Heyden tal cantidad de artículos para bebé que parecía unos grandes almacenes. Tres meses antes de mi llegada al mundo, no solo tenía un ajuar de bebé completo, sino también una cuna de lo más moderna, diseñada por el tío Piet, y una elegante versión en miniatura de

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un Vliegende Hollander, un carro típico de las provincias del norte de Holanda, construido por el abuelo. Mis padres encontraron una casita en Watergraafsmeer, un barrio residencial tranquilo cerca de Ámsterdam, con hileras e hileras de casas adosadas, escondidas entre el follaje denso de los árboles y arbustos. Mi padre instaló su mesa de trabajo y sus herramientas para cortar diamantes en el ático, al que subía usando la escalerilla del pasillo de la segunda planta. Mi madre trajo su piano Steinway de Ámsterdam y, con un chal de cachemira, unos títeres javaneses y algunas fotografías enmarcadas de directores famosos, transformó el pequeño salón comedor en un espacio bohemio que servía de sala de música, sala de estar y comedor. Como diamantista autónomo, mi padre iba a Ámsterdam a diario y, al final del día, subía a su pequeño taller del ático, donde trabajaba hasta bien entrada la noche. Aunque se ganaba la vida bastante bien, ya no le interesaba el oficio, por lo que empezó a buscar otras maneras de sacar partido a su mente ordenada y privilegiada, con tendencia a interesarse por la lógica de los números. Animado por un amigo, se matriculó en un curso de noche de contabilidad, del cual se graduó con la nota máxima. Cuando se estaba preparando para presentarse a unas oposiciones y listo para empezar una nueva etapa como contable, estalló la guerra. En agosto de 1914, mi padre fue reclutado en el Ejército. Menos de cuatro meses después, fue dado de baja por sordera –causada por los disparos de artillería–, una condición que lo atormentaría el resto de su vida. Durante nuestros años en Watergraafsmeer, mi madre me llevaba, al menos, una vez al mes a casa de mi abuela, en la gran ciudad. Para mí, siempre fue la «casa de la abuela», nunca del abuelo, aunque en realidad era tan suya como de ella. El abuelo trabajaba como

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conserje en uno de los clubes de remo más conocidos de Holanda, el Amstel Vereeniging, cuyo nombre venía del río que atraviesa Ámsterdam, dividiendo la ciudad en dos. La sede del club era una estructura de madera de dos plantas que se apoyaba sobre las barcazas que estaban amarradas al muelle de Amstel, a solo unas manzanas de la calle Jan van der Heyden, donde vivían los Grossouw. El abuelo llegaba al club a primera hora de la mañana. Cuando no estaba en su pequeño despacho repleto de papeles, carpetas, libros, cajas y botellas de ginebra vacías, podía encontrársele en la planta baja, totalmente concentrado barnizando un bote de remo de competición o preparando alguna de las chalanas que se usaban para navegar hasta los pequeños lagos de las afueras de la ciudad. También podía estar cuidando a sus conejos o, más probablemente, tirado en un sillón, roncando a todo roncar y con olor a cerveza o ginebra en el aliento. Mientras que el abuelo se emborrachaba y era desagradable a menudo, la abuela tenía un gran corazón y era muy ingenua. Apenas sabía leer y escribir, pero era una mujer sabia que, desde mi punto de vista, sabía todo lo que hay que saber: ni una cosa más ni una cosa menos. Me encantaba el recorrido hasta casa de la abuela: los pólderes, los puentes estrechos y el trayecto en tranvía desde la estación de Ámsterdam hasta el puente de Berlage, cerca de la calle Jan van der Heyden. Y me encantaba la casa de la abuela. Era luminosa, amplia y alegre, y yo podía corretear por el salón, escalar los muebles y gritar tanto como quisiera, sin que me riñera ni una sola vez. La cocina de la abuela olía como tiene que oler una cocina, pero mi madre, cuya vida y personalidad habían hecho superar sus orígenes proletarios, no compartía esa opinión. Ella decía que lo único que debería desprender olor en una casa eran las lilas, las rosas y el perfume Quelques Fleurs, de Houbigant. Le molestaba el olorcillo a col y a

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cebolla que desprendía la abuela; a mí me gustaba. Eran olores un tanto peculiares, pero hacían que me sintiera seguro, porque los asociaba con mi abuela. Mi tía Mies era modelo en algunas de las casas de modas del centro de la ciudad. En épocas de poco trabajo, las cuales abundaban, ella estaba en casa cuando íbamos de visita. Cuando llegábamos, la abuela gritaba: –Mies, ¡ya están aquí! Mies salía de su pequeño cuarto como una bala, cerrando la puerta de un portazo. Por aquel entonces, ella tendría unos veintidós años y era la compañera de juegos perfecta. Era buena chica, despistada y un tanto rebelde. No le daba reparo alguno jugar al pillapilla conmigo –ya fuera por la casa, por las escaleras o en la calle– gritando con todas sus fuerzas y chocando con la gente entre risas. Era muy hermosa. Sobre su espalda flotaba una melena larga y rubia. Desde niño, yo era consciente de la impresión que causaba en los hombres que la conocían. Por las noches, si mi madre y yo nos quedábamos a dormir, también estaban mis tíos: Piet, Herman y Jan. ¡Qué bien lo pasábamos! Éramos felices. Por parte de mi abuela Rose, también teníamos familia: su hermana mayor, Trui, y su arisco marido, Michel. La tía Trui vivía en la zona más ajetreada y ruidosa del centro. Al entrar en su casa, había que subir unas escaleras estrechas y empinadas para llegar a un pequeño recibidor, desde el que se accedía a la cocina o al salón. Recuerdo lo agobiante que era el salón, con sus muebles de caoba, alfombras persas, jarrones de Delft, menorás de latón de todos los tamaños y estilos, plantas, flores, vasos y bandejas de plata con galletas y bombones y, coronándolo todo, un candelero de cobre enorme, como el que vería en la sinagoga de la ciudad de Cochín, en la costa oeste de la India, más de medio siglo después. Pero lo que recuerdo con más claridad es la perturbadora

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imagen de mi bisabuela, tan menuda y perfectamente arreglada, sentada completamente inmóvil, como una momia, apoyada sobre cuatro o cinco almohadas, con los ojos cerrados, en un sillón oscuro muy bien trabajado y con un orinal de porcelana colgando debajo. Por suerte, no visitábamos a la tía Trui con mucha frecuencia y mi padre siempre nos acompañaba. Íbamos, sobre todo, para celebrar las festividades judías, como Rosh Hashaná o Yom Kipur. La casa se llenaba de gente que subía y bajaba las escaleras angostas con mucha dificultad. La mayoría de ellos hablaban yidis y polaco o ruso. Los hombres llevaban sombreros o kipás dentro de casa, incluso cuando abrazaban a la tía Trui o a la criada etíope, Rachel, una viejecita que se había criado con la familia como una esclava gitana y nunca había aprendido holandés, solo yidis. ¡Qué alivio sentía al regresar a casa de mi abuela, en la calle Jan van der Heyden! Siempre me costó creer que Trui pudiera ser tía de mi padre, que fueran de la misma sangre. En la primavera de 1915, mis padres se mudaron de vuelta a Ámsterdam, donde tanto los Grossouw como los Beffie querían que su único nieto los visitara más a menudo. Los Grossouw nos invitaron a quedarnos con ellos hasta que mi padre aprobara los exámenes y pudiéramos permitirnos vivir en un barrio de Ámsterdam digno de su nueva profesión. Mi padre instaló su mesa y herramientas de trabajo en una esquina del enorme ático de los abuelos, que parecía una jaula inmensa de madera ruda y sin barnizar, con dos ventanucos que daban al tejado plano de asfalto. El ático recordaba a las bambalinas de una ópera pequeña; había el mismo vacío y el mismo desorden desolador. Había arcones marrones, de madera reseca y cubiertos de polvo, un gran marco dorado apoyado de cualquier manera contra una columna de madera, una mesa larga, un sofá deteriorado y pilas de periódicos

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y revistas. Por algún extraño motivo, el ático era más grande que el apartamento; probablemente ocupase una buena parte de la cuarta planta del edificio de al lado. Años antes, mi abuelo había construido unos tabiques para hacer tres habitaciones pequeñas para mis tíos, pero el proyecto se quedó a medias y nunca llegó a poner puertas siquiera. El único que aún vivía en casa y dormía en el ático era mi tío Jan, el pequeño de la familia. Mi abuela hacía como si el ático no existiera, al contrario que mi abuelo, que criaba ahí a sus palomas. Había construido en torno a una de las dos ventanas un palomar con malla gallinera, en el que colgaban una docena de cajas nido. El único acceso al palomar era una puerta pequeña y endeble de alambre y listones de madera. Al menos una vez cada dos días, el abuelo entraba en la jaula, alimentaba a los pájaros, subía los cuatro escalones de la escalerilla que estaba clavada en la pared y abría la ventana para que las palomas pudieran salir. A continuación, subía al tejado y, con un palo de más de tres metros, empezaba a dibujar en el cielo círculos cada vez más grandes. Las palomas seguían el movimiento del palo y volaban en bandada, dando vueltas y vueltas del cada vez mayor recorrido, muy pegadas. Vueltas y más vueltas. Era el número de circo del abuelo. Todavía recuerdo lo emocionante que fue cuando, a principios del otoño, mi padre se convirtió en contable público de pleno derecho. Después de una larga búsqueda, encontró un apartamento amplio, perfecto tanto para vivir como para trabajar. Estaba en un barrio de clase media alta, cerca del Concertgebouw, la gran sala de conciertos de Ámsterdam, a cinco minutos a pie del Rijksmuseum, a tiro de piedra del Museo Stedelijk y a unos diez minutos de la Escuela Vondel, uno de los mejores centros de educación primaria de la ciudad. En esa área no había las callejuelas pintorescas, los canales oscuros, los puentes estrechos

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ni los campanarios negros que visitan los turistas. Había bulevares con villas elegantes de techos altos, escondidas tras arbustos de rododendro. Hasta las calles más humildes tenían aceras anchas, en las que jugábamos a las canicas y a darnos latigazos con las camisetas. Nosotros vivíamos en un bovenhuis (casa alta) o, lo que es lo mismo, en las plantas superiores de una vivienda de tres pisos, concebida para dos familias. En la entrada embaldosada había una puerta aparte para subir directamente a nuestra zona de la vivienda; a través del ventanuco de la puerta, se veían las escaleras largas y empinadas que conducían a la planta en la que vivíamos. El estudio de mi padre era impresionante: estaba revestido de madera y tenía varias alfombras persas, estanterías de caoba, una biblioteca con libros de finanzas y derecho encuadernados en cuero, dos butacas de terciopelo verde y un escritorio con patas de garra de león. Mi madre, por su parte, monopolizó el salón con su majestuoso piano, un Bechstein negro. En un extremo del piano, colocó un marco de plata con una foto dedicada de su mentor, el famoso director de la Concertgebouw Orchestra de Ámsterdam, Willem Mengelberg; también lo decoró, nobleza obliga, poniendo una vasija de cristal en el centro, en la que colocaba ramos de flores de temporada. Había un comedor pequeño con muebles sencillos y claros, y cortinas gruesas de terciopelo. Después, estaba la cocina, al lado de las escaleras que conducían al pasillo de la última planta. Arriba, a un lado estaban el dormitorio de mis padres y el cuarto de baño y, al otro, el ático y mi habitación. La longitud del pasillo variaba según el momento. Me parecía muy largo cuando tenía pesadillas y lo recorría de puntillas, a oscuras, para meterme en la cama de mi madre. Pero se volvía infinito cuando, para estar solo y vivir en mi mundo de fantasía, cerraba la puerta de mi cuarto.

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En medio del pasillo colgaba un cuadro enorme del pintor francés Henri Le Fauconnier, uno de los fundadores del cubismo menos conocidos y protegido del tío Willem, el hermano de Elie Beffie: un gran torbellino de pintura gris que escondía el fantasma de un hombre fumando una pipa. Cuando las visitas decían que solo veían un borrón gris y me preguntaban qué representaba, yo me sentía muy especial al ser el único capaz de ver al hombre ahí sentado, en medio de tanta agitación. Pero el cuadro nunca me gustó. No me gustaba esa textura gruesa tan sucia –seca, de color gris oscuro y con reflejos azules y verdes– que cubría el lienzo y que parecía que se iba a escurrir en cualquier momento. No me gustaban las dimensiones de la figura, que me parecía demasiado grande o, lo que es peor, ¡más grande que yo! ¡Sin duda, el cuadro que había entre la puerta del ático y mi cuarto era mucho más bonito! Era una pintura muy alegre, con colores vivos que parecían ondear como cintas con el soplido de un viento gélido. Cuando veo una de sus variaciones en el Guggenheim o en las páginas de un libro del siglo xx, saludo al gigante amable y de cara verde que toca el violín sobre los tejados nevados de un barrio judío en Rusia, como si se tratara de un amigo de mi infancia. Lo llamábamos «el Chagall». Era tan diferente de las pinturas del Rijksmuseum, en las que se retrataban tiempos y lugares lejanos, congelados bajo el barniz satinado. Era un mundo completamente diferente, en el que podía suceder cualquier cosa y no sabías qué esperar; un mundo ruidoso, muy ajetreado, tan cercano que se podía tocar. Tal vez sea el lugar secreto en el que nacen todas las historias que he escrito, pintado o imaginado. Frente a «el Chagall» estaba mi habitación, mi torre de marfil, mi lugar de retiro y, sobre todo, el lugar en el que creaba. Era mi zoo, mi laboratorio botánico. Milagrosamente, mi madre, que por lo general era bastante quisquillosa, me dejaba reunir y guardar pruebas

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abundantes, variadas y a menudo malolientes de mi pasión por la naturaleza. En mi cuarto podía observar, sin ser observado, la metamorfosis de semillas, orugas y renacuajos, y estudiar la etiología de ratones blancos, tritones de California y peces espinosos. Era ahí donde, tras una excursión sudorosa a las playas blancas de la costa noroeste, sacaba de mis cornucopias de papel las esculturas de madera flotante, las conchas y los caparazones de cangrejo que había desenredado con mucha paciencia de las guirnaldas negras de algas que marcaban el alcance de las mareas. En mi habitación había dos armarios empotrados –uno a cada lado de la puerta–, además de una cama, dos mesas y dos sillas. Puede que hasta hubiera tres o cuatro mesas porque, con la de cosas que colocaba, apoyaba y amontonaba sobre ellas, dos no hubieran bastado. En una mesa grande tenía recipientes de todo tipo, forma y tamaño, cada uno con su inquilino: botes de mermelada con orugas, mantis religiosas o libélulas, y latas con gusanos para alimentar a los peces, ranas y aves. Había peceras cuadradas y redondas, con piscardos, mollies lira negros, caracoles y camarones de río. También tenía una jaula con dos ratones blancos, que no hacían más que escarbar entre el serrín, que desprendía un olor intenso a orina, así como otra jaula con un par de diamantes cebra, que saltaban de barra a barra constantemente. Tenía cajas alargadas, con una base de algodón, en las que guardaba huevos vacíos –blancos, azules claro, verdes, lisos, con motas, grandes y pequeños–, clasificados por color y tamaño, con su correspondiente etiqueta y registrados en un pequeño cuaderno negro. Había también cajas más grandes llenas de conchas y otras de poca profundidad, las cuales tenían una tapa de vidrio, dejando a la vista los escarabajos y mariposas que guardaba en ellas, clavadas en el fondo de corcho en hileras paralelas, cual bastoneras en un desfile. Sobre todo este batiburrillo,

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IMÁGENES


Leo Lionni, dibujo del tío Piet



Portada del catálogo The Family of Man, 1955


Pequeño Azul y Pequeño Amarillo Kalandraka



Nadarín Kalandraka




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