CA P ÍT U L O P R IM E RO
El lago de Orta se encuentra en medio de las montañas. En medio del lago de Orta, aunque no exactamente en el medio, está la isla de San Giulio. Y en la isla de San Giulio está la villa del barón Lamberto, un señor muy viejo (tiene noventa y tres años), sumamente rico (posee veinticuatro bancos en Italia, Suiza, Hong Kong, Singapur, etcétera) y siempre enfermo. Sus dolencias ascienden a veinticuatro. Tan solo Anselmo, su mayordomo, las recuerda todas. Las tiene anotadas en orden alfabético en un pequeño cuaderno: asma, arteriosclerosis, artritis, artrosis, bronquitis crónica, y así hasta la zeta de piernas zambas. Junto a cada enfermedad, Anselmo tiene apuntadas las medicinas que debe tomar, a qué hora del día y de la noche, las comidas permitidas y las prohibidas, y las recomendaciones de los médicos: «Vigilar la sal, que sube la tensión», «Limitar el azúcar, que no se lleva bien con la diabetes», «Evitar las emociones, las escaleras, las corrientes de aire, la lluvia, el sol y la luna».
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Algunas veces el barón Lamberto siente un dolorcito aquí o allá, pero es incapaz de atribuírselo con precisión a ninguna de sus enfermedades. Entonces le pregunta al mayordomo: –Anselmo, ¿una punzada aquí y otra allá? –Número siete, señor barón: la úlcera duodenal. O bien: –Anselmo, de nuevo sufro aquel vértigo. ¿Qué podrá ser? –Número nueve, señor barón: el hígado. Pero también podría ser un síntoma de la número quince: la tiroides. El barón confunde los números. –Anselmo, hoy me encuentro fatal por la veintitrés. –¿La amigdalitis? –No, hombre, no, la pancreatitis. –Con su permiso, señor barón, a la pancreatitis le habíamos asignado el número once. –¡Qué me dices! ¿Pero la número once no es la vesícula biliar? –Vesícula biliar, cinco, señor barón. Compruébelo usted mismo.
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–No importa, Anselmo, no importa. ¿Qué tiempo hace? –Niebla, señor barón. Temperatura en descenso. Nieve en el arco alpino. –Ha llegado la hora de marcharnos a Egipto, ¿no crees? El barón Lamberto posee también una villa en Egipto, a dos pasos de las pirámides. Tiene otra en California. Y otra más en la Costa Brava, en Cataluña, y otra en la Costa Esmeralda, en Cerdeña. También es propietario de apartamentos bien acondicionados en Roma, Zúrich y Copenhague. Pero en invierno prefiere ir a Egipto a calentar sus viejos huesos al sol, especialmente los largos, cuya médula es tan importante porque fabrica los glóbulos rojos y los glóbulos blancos. Así que en esta ocasión también viajan a Egipto. Pero su estancia es breve. En efecto, sucede que, durante un paseo a orillas del Nilo, se topan con un sanador árabe y entablan una breve conversación con él. Tras este encuentro, el barón Lamberto y el mayordomo Anselmo toman el primer vuelo que parte rumbo a Italia y vuelven a encerrarse en la villa de la isla de San Giulio, con objeto de hacer ciertos experimentos. Pasado un tiempo dejan de estar solos. En las buhardillas del palacio, hay ahora seis personas que, día y noche, repiten el nombre del barón: –Lamberto, Lamberto, Lamberto… –Lamberto, Lamberto, Lamberto. Comienza la señorita Delfina, continúa el señor Armando. Termina el señor Giacomini, lo releva la señora
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Zanzi. Después le toca al señor Bergamini, luego a la señora Merlo, y de nuevo le llega el turno a la señorita Delfina. Una hora por cabeza; durante la noche, dos horas. –Lamberto, Lamberto, Lamberto… –Lamberto, Lamberto, Lamberto. A la señorita Delfina, de vez en cuando, le entran ganas de reír. Antes de dormirse, piensa: «¡Vaya trabajo más raro! ¿Para qué servirá? Los ricos están locos». Los otros cinco ni se ríen ni se hacen preguntas. Están bien pagados, pues reciben un sueldo similar al del presidente de la República, más manutención, alojamiento y caramelos a porrillo. Los caramelos son para cuando se les seca la lengua. ¿Por qué se habrían de preocupar? –Lamberto, Lamberto, Lamberto… También los domingos. Y el día de Navidad. Y en Nochevieja. Lo que ignoran es que en cada rincón de las buhardillas hay pequeños micrófonos escondidos, conectados, en cada punto de la villa, a minúsculos altavoces asimismo invisibles. Hay uno bajo la almohada de la cama del barón; y otro dentro del piano, en el salón de fiestas. Hay dos en el cuarto de baño principal: uno en el interior del grifo de agua fría y otro en el grifo de agua caliente. En todo momento, ya se encuentre en el sótano o en la biblioteca, en el comedor o en el retrete, el barón Lamberto pulsa un botón y escucha: –Lamberto, Lamberto, Lamberto…
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También el mayordomo Anselmo, por lo menos una vez cada media hora, controla que arriba, en las buhardillas, el trabajo transcurra sin interrupciones, que el nombre sea pronunciado con exactitud, que cada sílaba tenga el énfasis preciso, que los seis se ganen honestamente el pan y los caramelos. El barón, al principio, no está del todo satisfecho. –Hazme caso, Anselmo –se queja–, la mayúscula no se percibe. –Lamentablemente, señor barón, no existe un modo de pronunciar las mayúsculas de forma diferente a las minúsculas. La lengua oral tiene esas deficiencias. –Lo sé, pero resulta muy molesto. La «ele» inicial de mi nombre suena exactamente igual a la «ele» de limaco, lagartija o lenteja. ¡Es deprimente! Me pregunto cómo habrá soportado el gran Napoleón que la «ene» de su nombre imperial sonase exactamente igual que la de nadería, naftalina o nonagenario. –Nariz, náusea o nictitante –añade Anselmo. –¿Qué quiere decir «nictitante»? –Es una membrana del párpado de las aves. El barón reflexiona. –Al menos deberían esforzarse, mientras pronuncian el nombre, en verlo con los ojos de la mente, con su gran «ele» en primer lugar. –Eso sí se puede hacer –dice Anselmo–. Pondremos en todas las paredes de las buhardillas unos carteles con el
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nombre escrito en letras mayúsculas, para que lo tengan presente mientras lo pronuncian. –Buena idea. Además, habría que advertir a la señora Zanzi que no alargue la segunda sílaba de Lamberto y reduzca la tercera: parece como si pronunciase una especie de balido, «beee, beee», que es preciso evitar cueste lo que cueste. –Se hará como ordena, señor barón. Y, si me lo permite, le rogaré también al señor Bergamini que no separe de manera tan clara las tres sílabas de su nombre. Produce el mismo efecto, por explicarlo de algún modo, que si se encontrara en un estadio de fútbol. Parece la invocación de un hincha: Lam-ber-to, Lam-ber-to… –Ocúpate, Anselmo, ocúpate. ¿Y por su parte hay alguna demanda? –La señora Merlo solicita permiso para calcetar durante su turno. –Concedido, siempre y cuando no se le ocurra contar los puntos en voz alta. –El señor Giacomini pide autorización para pescar desde la ventana de la buhardilla norte, que da justo sobre el agua. –Pero si en el lago de Orta no hay peces… –Así se lo he hecho saber. Le he explicado que es un lago muerto. Pero me ha contestado que para él lo importante es pescar, no coger peces, y que para un auténtico pescador, un lago muerto o un lago vivo son exactamente lo mismo.
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–Entonces que proceda. El barón se levanta, ayudándose de sus dos bastones con empuñadura de oro macizo, da tres pasos con sus piernas zambas (enfermedad n.º 24) hasta el diván más cercano y se deja caer. Pulsa otro botón y se pone a escuchar: –Lamberto, Lamberto, Lamberto… –Esa es la voz de la señorita Delfina. –Sí, señor barón. –¡Qué delicada pronunciación! Se distingue de maravilla cada letra del nombre que, como habrás advertido, Anselmo, se compone de letras todas diferentes. –También el mío, si el señor barón me permite. –También el tuyo. Y el de Delfina. Son hermosos los nombres en los que ninguna «a» aparece más de una vez. Aunque hay otros que también son bonitos. Mi difunta mamá, por ejemplo, se llamaba Ottavia, un nombre que tiene dos «tes» y dos «aes». En su caso, sonaba muy bien. Pero es una pena que mi hermana haya bautizado a su único hijo con el nombre de Ottavio. Ottavio empieza y termina con la misma vocal. Las dos «oes» son como dos paréntesis. Y un nombre entre paréntesis, ¡menuda birria…! Debe de ser por eso por lo que Ottavio me resulta tan antipático. No creo que lo designe heredero de todas mis riquezas… Por desgracia, no tengo más parientes… –No los tiene, señor barón.
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–Todos murieron antes que yo, excepto Ottavio. Seguro que espera ansioso que estire la pata. ¿Tenemos alguna noticia de mi adorado sobrinito? –No, señor barón. La última vez pidió un préstamo de veinticinco millones para pagar una deuda de juego. Fue hace un año. –Lo recuerdo. Los perdió jugando a los bolos; siempre ha sido un vicioso. Bien, Anselmo, prepárame una manzanilla. El barón Lamberto posee la más completa colección de manzanillas del mundo. Se compone de manzanillas de los Alpes y de los Apeninos, de los Pirineos y del Cáucaso, de las Sierras y de los Andes, y hasta de los valles himalayos. Cada una de las variedades está catalogada en su correspondiente estante, con una etiqueta en la que se indica el lugar, el año y el día en que fue recogida. –Me permito sugerirle una Campagna Romana de 1945 –dice Anselmo. –Decide tú. Un día al año, la villa abre sus puertas y portalones para que los turistas puedan visitar las colecciones del barón Lamberto: la de manzanillas, la de paraguas, la de pintores holandeses del xvii… Acuden visitantes de todos los lugares del mundo, y los barqueros de Orta, que los transportan hasta la isla con sus barcas de remo o de motor, hacen su agosto y su septiembre.
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Es el turno de la señora Zanzi: –Lamberto, Lamberto, Lamberto… Concentra toda su atención en no recalcar la segunda sílaba, para que no parezca un «beee, beee, beee», como le han censurado. También ella, como la señora Merlo, hace calceta para no aburrirse; así se siente mejor. Ni siquiera tiene que contar los puntos, pues sus manos cuentan por ella. En otra habitación de las buhardillas, el joven Armando presta atención a las reflexiones de la señorita Delfina. –Este trabajo no me convence –comenta Delfina. –A mí me parece facilísimo –replica Armando–. Imagínese que tuviéramos que repetir la palabra «pterosaurio». –¿Qué quiere decir? –Reptil volador de la prehistoria. Salía la semana pasada en un crucigrama. –¿Y eso qué tiene que ver? Este trabajo también sería muy misterioso si tuviéramos que repetir día y noche la palabra «polenta» o la palabra «panceta».
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–Yo no veo que tenga nada de misterioso: el barón paga y nosotros hacemos lo que él nos ordena. Simple y llanamente. Él pone el capital y nosotros el trabajo. Donde hay patrón, no manda marinero. –¿Y el producto qué? Yo trabajé durante diez años en una fábrica de calcetines. El patrón pagaba (mal, a decir verdad), yo hacía mi trabajo y, tras él, aparecían los calcetines. ¿Qué es lo que producimos nosotros? –Señorita, complica usted demasiado las cosas. Imagínese que le pagan por hacer publicidad del jabón Pik Puk. Usted no tiene que producir el jabón, solo debe decir: «Pik Puk, Pik Puk, Pik Puk». Y la gente corre a comprar el jabón porque, cuando se lava la cara, le parece estar escuchando su bonita voz y viendo su hermosa nariz. –Dejemos los cumplidos a un lado. Nosotros no nos dedicamos a hacer publicidad del barón Lamberto, quien, por otra parte, no está en venta. Trabajamos a escondidas, como si se tratase de algo prohibido. –Será un secreto militar. –¡Qué dice…! –Un secreto atómico. –¡Venga ya! –Señorita, he calculado que cada vez que pronuncio la palabra «Lamberto» gano quinientas liras. ¿Le parece poco? El trato es excelente. La cocina, de primera. Hoy, por ejemplo, el señor Anselmo nos ha servido arroz con trufas y pato a la pekinesa. Estuve empleado doce años
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en una fábrica de frigoríficos y siempre me daban bocadillos de mortadela. Aquí había empezado a engordar, pero en cuanto pedí, en nombre de todos, que instalasen un gimnasio en una de las buhardillas, se nos complació en el plazo de veinticuatro horas. ¡Y qué aparatos! ¡Dignos de millonarios! ¡Si a usted le encanta hacer gimnasia! ¿De qué se queja? –No me quejo, pero me gusta saber por qué hago las cosas. –Y una vez que lo sabe, ¿qué hace? ¿Café? Ha llegado el turno de la señora Merlo. En otra habitación de la buhardilla descansan tranquilamente el señor Bergamini y el señor Giacomini. Este, como de costumbre, está pescando. Ha lanzado el anzuelo desde la ventana y espera. La principal actividad del verdadero pescador consiste en esperar. Cuando se trata de coger peces, todo el mundo es bueno, pero en cuanto a saber esperar… Por lo menos, esto es lo que él opina. –Es como en las Olimpiadas –explica–. Lo importante es participar, no ganar. A sus espaldas, el señor Bergamini también espera. Una casualidad casi milagrosa ha querido reunir a un verdadero pescador y a un auténtico observador de pescadores, alguien que no se impacienta si el pescador no pesca nada, sino que mantiene las manos en los bolsillos, fuma su pipa, observa y deja pasar el tiempo sin abrir la boca.
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Cuando hablan, el pescador y el observador de pescadores evocan jornadas de pesca pasadas, llevadas a cabo en otros lugares, o bien intercambian opiniones sobre los más variados temas. –¿Se ha fijado usted –pregunta el señor Giacomini– en que el señor Anselmo no se separa nunca de su paraguas? –A mi modo de ver –responde el señor Bergamini–, lo lleva incluso cuando se ducha. En efecto, el señor Anselmo siempre tiene un paraguas de seda negra colgado del brazo por el mango de madera. –Con todo, es una excelente persona. –Completamente de acuerdo. Cuando le toca el turno al señor Giacomini, este deja la caña colocada en la ventana y le ruega al señor Bergamini que le eche un vistazo a la boya. El señor Bergamini es un verdadero observador de pescadores: sigue observando incluso cuando el pescador se aleja. Entretanto, presta atención a la charla de las señoras Zanzi y Merlo, quienes tejen en la sala de estar. La señora Merlo está preocupada. Tiene un primo que se llama Umberto y otro que se llama Alberto. Cada vez que le toca el turno, no puede evitar que ambos nombres le vengan a la punta de la lengua, y más de cien veces ha estado a punto de decir «Um» o «Al», en vez de «Lam». Después, todo sale a las mil maravillas, porque la segunda y la tercera sílabas son iguales en los tres nombres: Umberto, Alberto,
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Lamberto. Pero se las ve y se las desea para pronunciar la primera sílaba, que siempre surge como resultado de una lucha entre su cerebro y su lengua que se desarrolla a una velocidad electrónica. En cada ocasión debe elegir la sílaba adecuada entre «Lam», «Al» y «Um». –Hasta el momento, por suerte, no me he equivocado nunca. –Ya verá cómo le coge el tranquillo. No crea, yo también las paso canutas. Me vienen a la mente todo tipo de palabras que empiezan por «lam», como lambetazo, lámpara, lampiño, lamprea. La primera sílaba me sale enseguida. Las tentaciones aparecen con la segunda. Como comprenderá, es una cuestión de conciencia: me pagan para decir Lamberto; si dijera lambayecana tendría la sensación de estar robando el sueldo. De vez en cuando, abajo, en la cocina, el mayordomo Anselmo pulsa el botón preciso y escucha las conversaciones que tienen lugar en la buhardilla. Le hacen compañía mientras prepara el guiso de arroz o las chuletas con nata. No lo hace por espiar, sino porque aprende infinidad de cosas. Es un verdadero estudioso. Por el contrario, al señor barón jamás se le pasaría por la cabeza escuchar una conversación privada. Cuando era pequeño, su difunta madre le enseñó que no estaba bien cotillear conversaciones ajenas. Él solo escucha para controlar que el trabajo se realice como es debido: –Lamberto, Lamberto, Lamberto…
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Aquellas voces le proporcionan una sensaciĂłn de seguridad. Es como si siempre hubiera un centinela velando por ĂŠl para mantener alejados a los enemigos.
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Sabe muy bien que los de arriba repiten su nombre solo porque les paga por hacerlo. Pero lo hacen con tanta meticulosidad, y a veces hasta con tanta gracia, que el barón no puede evitar pensar: «Mira cuánto me quieren».
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