Las aventuras de Pinocho C / Carlo Collodi - Roberto Innocenti

Page 1


H

abía una vez... «Un rey» dirán enseguida mis pequeños lectores.

Pues no, niños; estáis equivocados. Había una vez un trozo de madera que no tenía

ningún valor. Era solo un trozo de leña, de esos que se echan en las estufas y chimeneas en invierno para encender el fue go y calentar las habitaciones. No sé cómo ocur rió, pero un buen día este tr ozo de madera apar eció tirado en el suelo del taller de un viejo car pintero llamado maese Antonio , al que todo el mundo llamaba maese Cereza porque tenía la punta de la nariz colorada y reluciente como una cereza madura. En cuanto maese Cer eza vio aquel tr ozo de madera se le ale gró la cara y , frotándose las manos, se dijo lleno de satisf acción: «Esta madera me viene de maravilla; haré con ella la pata de una mesa». Dicho esto, cogió un hacha bien afilada para quitarle la corteza y desbastarla; pero, justo cuando iba a dar el primer hac hazo, oyó una vocecita que decía: —¡No me pegues muy fuerte! ¡Imaginaos la cara que puso el b ueno de maese Cereza! Miró espantado por toda la habitación para averiguar de dónde venía aquella vocecita, ¡pero no vio a nadie! Miró de bajo del banco , ¡y nadie!; miró dentr o de un

r 8r


armario que siempr e estaba cer rado, ¡y nadie!; miró entonces en el cesto del ser

rín,

¡tampoco allí había nadie!; inc luso se asomó a la puer ta del taller y ec hó un vistazo , ¡pero por la calle no pasaba nadie! ¿Quién podría ser entonces? —Ya sé lo que sucede –dijo riéndose y rascándose la peluca–. Esa v ocecita es solo fruto de mi imaginación. Se guiré trabajando. Así que cogió el hac ha otra vez y descargó un tremendo hachazo sobre el pedazo de madera.

r 9r


—¡Ay! ¡Qué daño me has hecho! –se quejó la vocecita. Esta vez, maese Cereza se quedó de piedra. Los ojos se le salían de las órbitas por el espanto, y de la boca abierta le colgaba la lengua casi hasta la barbilla. Cuando recobró el habla, dijo con voz temblorosa y tartamudeando: —¿De dónde sale esa v ocecita que ha dic ho ¡a y!? Pero si aquí no ha y un alma. ¿Habrá aprendido este trozo de madera a llorar y a quejarse como un niño? No puedo creerlo. Este pedazo de madera, como cualquier otr o, no es más que leña para la lumbre, y, si lo echo al fuego, servirá para hervir una olla de alubias. Entonces, ¿qué pasa? ¿Habrá alguien escondido dentro? Pues si hay alguien escondido, peor para él, porque le voy a dar su merecido. Dicho y hecho, maese Cereza agarró el pobre trozo de madera con las dos manos y empezó a golpearlo sin piedad contra las par edes del taller. Luego esperó a ver si la vocecita decía algo. Esperó dos minutos, ¡pero nada!; esperó cinco minutos, ¡y tampoco oyó nada!; esperó otros diez minutos, ¡y seguía sin oír nada! —Ya sé lo que pasa –dijo otra v ez colocándose bien la peluca y esf orzándose por reír–. Está claro que esa vocecita es solo fruto de mi imaginación. Será mejor que sig a trabajando. Pero maese Cereza estaba tan asustado que decidió cantar para darse ánimos. Dejó el hacha a un lado y cogió el cepillo para alisar y pulir la madera; y cuando la estaba cepillando de arriba a abajo, volvió a oír la vocecita, que le decía riéndose: —¡Para, para! ¡Me estás haciendo cosquillas! Esta vez, el pobre maese Cereza cayó como fulminado por un rayo, y cuando volvió a abrir los ojos, se encontró sentado en el suelo . Tenía el rostro transfigurado, y hasta la punta de la nariz, que casi siempr e estaba colorada, se le había puesto morada por el miedo . .

r 10 r


E

n aquel momento llamaron a la puer ta. —¡Pase! –dijo el carpintero, que no tenía fuerzas para le vantarse.

Un viejecillo muy vi varacho entró en el taller . Se llamaba Ge ppetto, y cuando los

niños del v ecindario querían hacer le rabiar, le llamaban P anocha, porque llevaba una peluca amarilla como una panocha de maíz. Pero pobre del que le llamara Panocha, porque se ponía como una fiera y no había forma de calmarlo. —Buenos días, maese Antonio –dijo Geppetto–. ¿Qué hace usted ahí tirado en el suelo? —Estoy enseñando a leer a las hor migas. —¡Pues que aprendan mucho! —¿Y qué le trae por aquí, compadr e Geppetto? —Me han traído mis pier nas; pero a lo que vengo es a pedirle un favor. —Usted dirá –contestó el car pintero poniéndose de rodillas. —Es que esta mañana se me ha ocur rido una idea. —Cuente, cuente. —Pues he pensado que podría hacer una marioneta de madera, una bonita mario neta que se pa bailar , hacer b ufonadas y dar saltos mor tales. Con ella podría viajar alrededor del mundo y ganarme muy bien la vida. ¿Qué le par ece?

r 11 r


—¡Bravo, Panocha! –dijo entonces la v ocecita que no había manera de saber de dónde salía. Al oír que le llamaban Panocha, Geppetto se puso rojo como un tomate y, volviéndose hacia el carpintero, le dijo furioso: —¿Por qué me insulta? —¿Quién le ha insultado? —¡Usted! ¡Me ha llamado Panocha!

r 12 r


—¡Yo no le he llamado nada! —¿Y quién ha podido ser? ¡Es usted quien me ha insultado! —¡No! —¡Sí! —¡No! —¡Sí! Cada vez más acalorados, de las palabras pasar on a las manos y acabar on a tor tas, mordiscos y arañazos. Terminada la pelea, maese Antonio se encontró con la peluca amarilla de Ge

ppetto

entre las manos, y Geppetto se dio cuenta de que tenía la peluca canosa del car pintero entre los dientes. —¡Devuélvame mi peluca! –gritó maese Antonio. —¡Pues déme usted la mía y hag amos las paces! Después de recuperar cada uno su peluca, los dos viejecillos se estrecharon la mano y se juraron que serían buenos amigos durante el resto de sus vidas. —Ahora, amig o Ge ppetto –dijo el car pintero para hacer las paces–, ¿qué f avor quiere que le haga? —Pues necesito un pedazo de madera para hacer mi marioneta. ¿Usted me lo daría? Muy contento, maese Antonio cor rió a cog er del banco el tr ozo de madera que tanto le había asustado. Pero, cuando iba a entregárselo a su amigo, la pieza de madera se sacudió y log ró escabullirse entre sus manos para ir a g olpear con todas sus fuerzas las espinillas del pobre Geppetto. —¡Ay! ¿Es esta la forma en que usted entrega los regalos a sus amigos, maese Antonio? ¡Por poco me deja cojo! —¡Le juro que yo no he sido! —¿Quiere usted decir que he sido yo? —¡No, no! ¡Ha sido la madera! —¡Ya sé que ha sido la madera! ¡Pero ha sido usted quien me ha golpeado con ella! —¡Yo no le he golpeado!

r 13 r


—¡Mentiroso! —Geppetto, si me vuelve a insultar le llamaré Panocha. —¡Burro! —¡Panocha! —¡Mono! —¡Panocha! —¡Gorila! —¡Panocha! Al oír que le llamaba P anocha por tercera vez, Geppetto, ciego de ira, se abalanzó sobre el carpintero y los dos hombres empezaron a sacudirse de lo lindo. Cuando terminó la pelea, maese Antonio tenía dos arañazos de más en la nariz, y Geppetto tenía dos botones de menos en la c haqueta. Al ver que los dos per dían y ninguno ganaba, se dieron la mano otra vez y se juraron que serían buenos amigos de por vida. Geppetto cogió el pedazo de madera, le dio las g racias a maese Antonio y se fue a casa cojeando. .

r 14 r


G

eppetto vi vía en un cuar tucho de bajo del h ueco de la escalera. Sus muebles no podían ser más sencillos: una silla vieja, una cama

destartalada y un a mesa medio r ota. A l fondo, la hab itación tenía una c himenea con la lum bre encendida; per o el fue go no era r eal, estaba pintado . Al lado del fuego había, también pintado, un cazo q ue hervía alegremente y del que salía u na nube de vapor que parecía de verdad. Cuando volvió a casa, Geppetto cogió sus her ramientas y empezó a tallar su muñeco. «¿Qué nombre le pondré? –se preguntó–. Creo que le voy a llamar Pinocho. Sí, este nombre le traerá suer te. Una v ez conocí una f amilia en la que todos se llamaban Pinocho: Pinocho, el padre; Pinocha, la madre, y Pinochos, los hijos. Todos se lo pasaban estupendamente. El más rico de todos era un mendig o.» Una vez que tuvo el nombre para su marioneta, Ge ppetto se puso a trabajar duramente, y enseguida le talló el pelo, la frente y los ojos. Imaginaos su sorpresa al ver que los ojos que acababa de tallar se movían y lo miraban fijamente. Geppetto, muy incomodado, dijo: —Ojos de madera, ¿por qué me miráis con tanto descar o? Pero no hubo respuesta. Después de los ojos, le talló la nariz y, tan pronto la hubo terminado, le empezó a crecer. Y creció, creció y creció hasta convertirse en una nariz tan lar ga que parecía no tener fin.

r 15 r



Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.