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Por qué fui a Smara
D icen que mi padre fue un buen reportero. Yo solo sé que esperaba a que volviese de sus viajes para que me contase las historias de los lugares que había conocido. Pero a mi padre no le gustaban los cuentos; prefería hablarme de los paisajes, de las gentes, de lo grande que era el mundo. Al cumplir once años, le pedí que me llevase con él en algún viaje. Mi padre sonrió, me acarició la cabeza y se quedó mirando hacia el horizonte, como considerando a qué lugar me llevaría. Lo acompañé al gran desierto, al Sahara. Me acuerdo del avión, de la sensación de que pesábamos demasiado para mantenernos en el aire. Me acuerdo de la comida fría, de que no había ningún otro niño al que mirar por si tenía tanto miedo como yo. Mi padre se había quedado dormido. Todos los viajeros parecían haberse quedado dormidos, y el silencio todavía me asustaba más. Cuando aterrizamos, yo seguía esperando que un motor se incendiase o que chocásemos contra algún árbol gigantesco, pero no pasó nada. Bajamos en silencio. Estaba anocheciendo. Mientras esperábamos a alguien que nos fuese a recoger, el cielo se llenó de estrellas. Fueron apareciendo como si la luna hubiese estornudado por todo el firmamento. –¡Mira, papá, la luna! Mi padre sonrió y volvió a acariciarme la cabeza. A nuestro alrededor, hombres de uniforme nos miraban de arriba abajo, nos clava-
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ban sus ojos oscuros. Ellos no sonreían. No les caíamos simpáticos. Al final llegó un coche con dos personas; se acercaron a mi padre, le dieron la mano y me miraron de reojo. Nos subimos al coche y viajamos hasta llegar a Smara. No recuerdo qué impresión me dio Smara de noche, yo solo tenía ojos para aquella luna gigantesca. A mí ya me gustaba su nombre: ¡Smara! Al despertar a la mañana siguiente, todo me olía a clavo y a humo, a perfume de mujer.
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Por qué me quedé solo con la Abuela Ugago
M ientras mi padre hacía su trabajo, yo lo esperaba en Smara al cuidado de la anciana Ugago. Todos los niños y las niñas de Smara la llamaban Abuela Ugago y yo también le daba ese nombre, aunque no nos pareciésemos más que un huevo a un plátano. La Abuela Ugago nos daba de comer y nos regañaba si molestábamos a los mayores, pero por las noches era la única que nos cantaba y nos contaba cuentos para que nos quedásemos dormidos cuanto antes. Ahora ya no me acuerdo de ningún cuento, porque yo era de los primeros en quedarme dormido; sin embargo, me gustaba escuchar su voz mientras el sueño me cerraba los ojos. La voz de la Abuela Ugago, las carreras por las dunas de piedra y arena, los dibujos que se hacían en la piel... No entendía casi nada; solo que me dejaban jugar con ellos y comer de su comida, y reírme con las mujeres que tejían, y cantar y bailar y subirme a los camellos. Lo recuerdo como si no hubiese pasado el tiempo. Sin embargo, lo que más recuerdo es mi última noche con la Abuela Ugago. Dos días antes de nuestro regreso, la Abuela Ugago nos pidió que la dejásemos sola, que buscásemos otro lugar para dormir. Nos miramos extrañados. Las niñas mayores fueron empujando a los pequeños hasta que me quedé yo solo en la tienda con la Abuela. Era una noche de luna nueva y ya se había hecho muy tarde. Yo no sabía dónde estaba mi padre y la Abuela Ugago era mi cuidadora, así que me quedé allí sin saber qué hacer. –Abuela Ugago –le dije–, no tengo adónde ir.
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–Entonces siéntate, pequeño. Lástima que hoy tengas que dormirte con los lamentos de una vieja. Pero no me quedé dormido. Durante toda la noche estuve escuchando las historias de la Abuela Ugago, las guardé hasta hoy sin olvidar una sola palabra. Mi padre me recogió al amanecer y nuestro avión despegó dos días más tarde, después de los funerales de la Abuela Ugago.
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Por qué la Abuela Ugago me contó viejas historias
D ijo la Abuela Ugago: «Voy a morir mañana, pequeño. He oído mi nombre en los gemidos de los perros que rodean Smara. Me hubiera quedado sola esta noche, pensando en los caminos que elije la muerte para llegar a nosotros, pero aquí estás tú, un extranjero en el desierto, un niño. Quizás sea cosa del destino que precisamente tú escuches mis historias. Debes saber que le prometí a la muerte esperarla contando las historias verdaderas que solo a ella le pueden interesar. Son cuentos de magia, antiguas leyendas, estrellas fugaces en la noche de los tiempos. Se las contaría al té o a la luna si no estuvieses tú a mi lado. Y, por supuesto, reservaré la mejor para el final, cuando sienta los pasos de la muerte acercarse a mi puerta. Tú no sabes nada de nuestro pueblo. Nos llamaban Hijos de las Nubes porque siempre anduvimos persiguiendo cualquier nube que apareciese en el cielo azul. Donde había nubes, había agua para nuestros camellos. Ahora vivimos aquí, pero antes teníamos el desierto entero por recorrer, y el agua es el mayor tesoro del desierto. Agua salada para los camellos, las cabras y los burros; agua dulce para nosotros. Agua. Yo guardo los secretos del Sahara y te los voy a contar a ti, que tienes los ojos claros, que tienes la piel blanca, que eres joven cuando yo soy vieja. Sé cosas que harán que te rías, cosas que harán que llores, cosas que no te dejarán dormir. Si realmente quieres ser mi nieto, calla y escucha. En una noche como esta, la calma y el silencio tendrán sentido. Te voy a decir por
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qué me muero mañana. Lo supe en cuanto nos obligaron a vivir en esta tierra donde solo viven moscas y cuervos. Me comerán los perros salvajes, pero antes quiero que tú dejes de ser un extranjero para mí y para esta arena que estás pisando. Para mí y para Smara».
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4 Por qué la Abuela Ugago tuvo que dejar la antigua Smara
D ijo la Abuela Ugago: «La antigua Smara era una ciudad fantasma en el medio del desierto. Los saharauis éramos los únicos que podíamos encontrarla. Le ordenábamos al viento que provocase una tormenta de arena cada vez que alguien pasaba a su lado, para que le resultara imposible divisarla. Así estábamos protegidos. En aquel tiempo, yo era una maga poderosa. Mi bisabuelo, el pastor Ibrahim, que todavía vive a pesar de que yo soy ya vieja, conocía todos los secretos de la tierra y del cielo. Yo aprendí además los secretos del agua y del fuego. No había rival para mí en África. Vivíamos bien en Smara... Hasta que, una noche, llovió. La gente salió de sus casas para sentir las gotas en la cara, como un milagro. Los niños, que nunca habían visto llover, cantaban: Aió-aioó. Cae agua del cielo, cae agua del cielo. Aió-aioó. Pero yo sabía que esa lluvia no era buena. El agua olía a azufre y las gotas eran ligeras y pequeñas como moscas. Dos semanas más tarde, las nubes grises volvieron a Smara. Avisé para que nadie saliese a la calle y todos confiaron en mí. Fuera de las casas solo quedaron los perros, que, en cuanto los rozó la lluvia, aullaron y se volvieron salvajes.
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Desde entonces, ningún saharaui quiere tener un perro a su lado. También desde entonces, los perros me miran mal, por no haberlos avisado y esperan poder saltar sobre mí en cualquier momento. Dos semanas después volvió a llover y la gente empezó a tener miedo. Llovía un día entero sin que nadie se atreviese a asomar ni una mano. Cuando desaparecían las nubes, el cielo se teñía del azul de siempre, como si hubiéramos tenido un mal sueño. Yo no encontraba respuesta para algo así. Entonces llegó a Smara un extranjero. No era muy diferente a cualquier extranjero: la piel más oscura que la tuya, más blanca que la mía, la ropa llena de polvo, los ojos entornados, la boca seca. Era un hombre blanco totalmente vestido de negro. Tenía una forma de andar desafiante, como si marcase el terreno a cada pisada. Quiso hablar con nuestros jefes, pero no había jefes en Smara. Nos reunió a todos y habló: –Soy un mago, un hechicero del Norte. Haré que llueva hasta que os volváis locos. Lo único que podéis hacer es huir a cualquier otro lugar. Smara tiene que ser mía y de los míos. Nos gusta Smara. Nos gusta su nombre. La gente enmudecida, me miraba. Por eso me vi obligada a replicar: –Pues yo soy Ugago. Nosotros le dimos a Smara su nombre. El día que huya de Smara será el anuncio de mi muerte. Si tú traes lluvia, yo traeré sol. Acordamos que tendría lugar una lucha entre los dos, una pelea entre magos que decidiera quién se iba a quedar en Smara. Las reglas eran las marcadas por la tradición: cada mago tenía derecho a tres transformaciones, dos preguntas y una invocación a cualquier espíritu de la naturaleza.
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El día elegido en Smara brillaba el sol. El hechicero del Norte llegó antes del mediodía, totalmente vestido de negro. Se situó de espaldas al sol, me miró, e inmediatamente hizo unos pases con la mano para transformarse en una enorme serpiente que avanzó hacia mí dibujando “eses” en la arena. Por supuesto, no pasó mucho tiempo sin que yo me transformase en mangosta para encerrar a la serpiente entre mis uñas e intentar ahogarla. La serpiente se volvió burro y comenzó a cocearme, pero yo me volví red y atrapé al burro. Esta vez, el burro se volvió fuego para quemar la red y yo solo tuve que transformarme en fuente para apagar el fuego con el agua que salía de mi boca.
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El pueblo de Smara gritaba mi nombre, pero yo ni siquiera sonreía. El hechicero del Norte se inclinó y reconoció que yo había ganado la primera batalla. Entramos en el turno de las preguntas. –¿Cuál es la mayor tristeza? –le pregunté al hechicero. –Hay muchas tristezas –respondió–, pero la mayor de todas es la que está por llegar. Y era muy acertada su respuesta. –Dime tú ahora, Ugago ¿cuál es la peor muerte? –Sin duda, la muerte más lenta –respondí con calma. Hasta aquí, fácil. –¿Quién es el asesino más cruel? –pregunté. –El niño que mata por primera vez un animal, un escorpión, y oye cómo cruje bajo su pie sin soltar una sola lágrima. El silencio se hizo espeso en Smara. El hechicero del Norte me reservaba su mejor pregunta: –Dime, Ugago ¿cómo se llamaba la mujer que le lavó los pies a Jesucristo? Yo, que sé todos los secretos de la naturaleza; yo, que estudié desde niña los libros de la biblioteca perdida de Alejandría; yo, que me creía sin ningún hueco en mi conocimiento, todavía hoy no sé esa respuesta. –Lo siento por mí, extranjero. De vuestro Jesucristo solo conozco su nombre. Un murmullo de desconcierto coreó mi derrota. El hechicero venía de lejos, de otras tierras con gentes y tradiciones que nosotros ni siquiera podíamos imaginar, y en ese momento supe que el extranjero guardaría con toda probabilidad secretos de magia oscura que ocultarían la poderosa luz del Sahara.
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C O L E C C I Ó N
Si algún día viajas al desierto, busca la ciudad que huele a clavo y a humo, a perfume de mujer. Sus noches están tapizadas de estrellas y guardadas por dunas de arena fina. Si algún día viajas al desierto pregunta por la Abuela Ugago, la de los cabellos blancos. Si tienes la suerte de encontrarla, pídele que te cuente las historias que guarda en su memoria. Ella sabe los cuentos más hermosos, y también los más terribles. Ella guarda los secretos del Sahara y querrás oír su voz durante toda la noche: allí, en la ciudad de Smara.