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Kaleidoscopio - CRITICA Y REFLEXION

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Coleccionar arte no es coleccionar canicas Por: Mariana R. Lorenzano “El coleccionista puede hacer que algo fuera de moda o ignorado, se vuelva central en su cultura contemporánea” - Charlotte Gere & Marina Vaizay, Great Women Collectors Cualquiera puede ser coleccionista. ¿Quién no tuvo canicas de niño? Uno se jugaba las suyas para ganar las de sus amigos, pues tenían algo que las nuestras no (¿eran de vidrio de colores? ¿más grandes? ¿eran canicas cuadradas?). Había unos compañeritos que tenían cinco o seis canicas y preferían no arriesgarlas, pero había otros que no podíamos quedarnos de brazos cruzados jugando con nuestras pocas bolitas. Esos éramos los niños coleccionistas. Había (y sigue habiendo) un espíritu de recopilación dentro de nosotros, ese espíritu que no nos dejaba parar, aunque en la escuela nos prohibieran ese objeto de obsesión. Parece que la misma personalidad tienen los coleccionistas de arte; la diferencia está en el conocimiento de la calidad del producto y el capital (no sólo económico sino también simbólico y social) invertido en el mismo. Pero no hay que olvidar el factor temporal. Recordemos que el Louvre se convierte en el primer museo que surge de una colección real, obviamente privada, en 1793, cuatro años después de la Revolución Francesa. A partir de ahí, la destinación de los grandes conjuntos de obra en manos privadas, empieza a convertirse en instituciones culturales abiertas al público. El mundo contemporáneo ofrece posibilidades aún más democráticas de adquisición privada, pues no se necesita ser poseedor de grandes reinos ni elegido de los dioses para empezar a conseguir obra con un © Universidad del Claustro de Sor Juana, SA de CV., 2011

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sentido práctico-estético. Igual que las canicas, ahora podemos obtener estos productos culturales de muchas formas: en subastas, con anticuarios, teniendo fe en algún artista emergente y comprándole creaciones directamente, etc. Siempre habrá alguien con mayor sentido de calidad que el nuestro; sin embargo, depende de la dedicación de cada uno construir y formalizar un patrimonio para la posteridad.

“El coleccionismo es algo en lo que hay que autoeducarse” - Eduardo Costantini

Teniendo en cuenta este sentido de adquisición, me parece que una de las diferencias entre los grandes coleccionistas y los medianos o los más pequeños, es la noción de futuro que se le atribuye al proyecto de vida. Tomemos dos ejemplos de importantísimos personajes de historia cultural contemporánea, que de formas


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muy distintas lograron hacer que el albergue de su patrimonio material se convirtiera en destino turístico obligatorio: Peggy Guggenheim en Venecia y Eduardo Costantini en Buenos Aires. Aunque hay una vida (y un mar) de separación entre ellos, no podemos evitar encontrar ciertos parecidos en su idea de arte, conservación y difusión. La primera de la lista nació en el ambiente privilegiado de la aristocracia judía, en el Nueva York de principios de siglo XX. Habiendo heredado una pequeña fortuna de joven, cuando ya se había iniciado en la vie bohème, empezó a comprar o adquirir obra con asesoría de sus múltiples y talentosos amantes, que como cuenta en sus memorias Confesiones de una adicta al arte, de ellos aprendió de arte moderno; sus conocimientos previos, relata, no iban más allá del Impresionismo. Cuando mostró sus adquisiciones en la primera Bienal de Venecia después de la segunda Gran Guerra, los críticos no sabían si reír o llorar, si amar a Peggy o destazarla públicamente. Parece © Universidad del Claustro de Sor Juana, SA de CV., 2011

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que el espectador europeo no estaba tan listo como decía para conocer, absorber y apreciar el arte post-vanguardista. Ella, narra personalmente, insegura desde niña por su gran nariz, se dejó asesorar por todos los hombres que la rodeaban – como Marcel Duchamp o Piet Mondrian-, su trabajo y talento iban enfocados a escoger a dichos hombres, más que las obras en sí. Antes de morir estipula, después de haber donado mucha de su obra a museos neoyorquinos, que su misión quedaría completa al “servir al futuro en vez de recordar el pasado” del arte. Logra esto dejando claro qué quiere que se haga con su patrimonio: abrir un museo (ahora calificado como una de las pequeñas joyas del arte moderno) en su antiguo palazzo veneciano sobre el Gran Canal, donde el público pueda siempre apreciar la obra de esos hombres que marcaron su vida, y que si no hubiese sido por ella, tal vez nunca les hubiéramos puesto ese aura de genios, como sucedió con Jackson Pollock. Al mostrar una colección tan arraigada a su vida personal, dejó claro que el acervo de dicho museo nunca podría crecer ni disminuir en tamaño. Su historia ya estaba escrita, y nadie tenía el derecho a modificarla. Por otro lado y casi media década después del nacimiento de Peggy, aparece en escena Eduardo Costantini, magnate argentino y amante de Nueva York al igual que la adicta al arte. No sólo posee edificios de lujo y grandes empresas; no sólo factura millones de dólares al año, sino que es el dueño de la colección que alberga el Museo Malba, abierto en 2001 por la Fundación F. Costantini (sin fines de lucro) en el corazón de Buenos Aires. También privilegiado por venir de una familia que favorecía el estudio, gana su fortuna él mismo después de graduado, después de ampliar su primer negocio, la venta de bufandas. Dice que quería desde el principio hacer una colección de arte latinoamericano digna de ser mostrada al mundo. Siempre supo que iba a ser donada; él no estaba dispuesto a ser un coleccionista “que se iba a quedar con sus obras encerradas en su casa”, comenta en una entrevista en 2010 para un diario argentino. Sin embargo, no fue hasta mucho después que surgió la idea de un museo. El propósito de acumular obra latinoamericana es para Costantini una forma de inventarse y reinventarse a sí mismo. Fue


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creciendo su colección con compras de gusto personal. Comenta, al igual que Peggy, la gran influencia de sus parejas al momento de escoger y definir su gusto y educación artística. Ahora su colección descansa en un edificio financiado por él mismo, altamente criticado por su afrancesamiento clásico en un mundo tan distinto al del contexto del estilo original. Qué ironía las conexiones de ideales y estilos de vida de estos dos coleccionistas. Fácilmente podríamos integrar más en la lista: Peabody en Norteamérica, ThyssenBornemisza en España, Franz Mayer en México, entre muchos otros. Y así, como con las canicas, entendemos que el juego de azar de la vida se puede volver algo que controlamos, como lo hicieron Eduardo Costantini y Peggy Guggenheim cada uno por su lado. Gracias a estos juegos de apuesta de canicas se democratiza la apreciación artística, y entre todos podemos seguir conociendo y construyendo un futuro para la sociedad entera. Antes, nos toca descubrir si lo que nos gusta es quedarnos con pocas bolitas bien protegidas, o si tenemos el valor (y al parecer la buena asesoría) para jugárnoslas por más. No quiero decir que se necesiten grandes fortunas para conseguir las canicas más renombradas y conocidas, pues el capital económico no es lo único que necesitamos en este supuesto juego de niños. Porque como cualquier infante, entendemos que el dinero no es lo más importante comparado con lo que sentimos; y si no sentimos nada, no importa qué tan cara sea nuestra colección, la noción de arte queda opacada por valores débiles y superficiales. Así que a afinar el ojo y a practicar, porque si son como yo era, lo único que falta es mejorar la puntería de las canicas.

© Universidad del Claustro de Sor Juana, SA de CV., 2011

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