Othan

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© Othan © Daniel Ortiz Amézaga. © Ilustración de portada: Javier Ara. Corrección: Sergio R. Alarte para www.kharmedia.es Maquetación y diseño: Kharmedia.es ©Símbolos interior: Alexey Zaitsev/123rf.com Primera edición: Septiembre 2014 © Kelonia Editorial 2014 Apartado de correos 56. 46133 - Meliana (Valencia) kelonia.editorial@gmail.com www.kelonia-editorial.com ISBN: 978-84-942366-6-2 Depósito legal: V-1961-2014




A mi primo Miguel, con quien compartía muchas noches durmiendo en casa de los abuelos. Él me pedía que le contase cuentos para dormir y yo siempre me inventaba alguna historia. De esa manera, las aventuras de Othan no comenzaron en un pequeño pueblo llamado El Valle, sino que lo hicieron con dos niños traviesos bajo las sábanas en una de aquellas noches, intentando que los abuelos no nos oyeran y nos echaran la bronca por no estar dormidos.


«Existen los héroes, existen las leyendas, pero la gente olvida que con ellos, vienen también las guerras». Boris Sanders


Capítulo 1

E

l joven Othan Graves tenía trece años, un pelo negro como el carbón y los ojos de un intenso color verde, como el de las hojas del bosque que rodeaba la pequeña aldea donde vivía. Los niños de su edad eran traviesos como solo pueden serlo en la infancia, pero Othan era algo más inquieto de lo habitual. Esa mañana, una explosión conmocionó a toda la aldea. Y cuando la señora Rhum salió de su pescadería, para mirar qué había ocurrido, solo pudo ver dos figuras blancas que corrían como almas que lleva el diablo dejando una estela de polvo. Siguiendo el rastro, vio que salían de la panadería del señor Pandor. Éste, envuelto en lo que seguramente era harina, corría intentando equilibrar su enorme cuerpo en pos de las dos figuras blanquecinas que acaban de pasar justo delante de ella. —¡Te lo dije! ¡Te dije que pasaría esto! —dijo uno de los dos corredores fantasma. —Calla y sigue corriendo —oyó la señora Rhum que le contestaba la otra figura. —¡Othan Graves, cuando te pille voy a amasar la próxima horneada con tu trasero! —gritó Pandor al mismo tiempo que lanzaba su palo de amasar, que pasó rozando entre sus cabezas. Aquella mañana, Othan había encontrado junto a un roble enorme un hueco donde crecían unos hongos de color rojo con motas negras. Los aldeanos los llamaban bumpers1 porque cuando llovía, al contacto con el agua, las partículas negras se hinchaban sin

1 Buscar en glosario de flora al final. 7


parar hasta que estallaban y soltaban sus esporas. Othan había tenido la idea de coger un puñado de bumpers y llevarlos a la panadería del señor Pandor. Al principio había parecido una buena idea mezclarlos con la masa del pan. Seguramente le daría un sabor distinto, había pensado. Pero en el momento en que el señor Pandor mezcló la harina y la levadura con el agua para amasar y después cocer, la pasta de pan comenzó a hincharse en proporciones descomunales. Como resultado, la panadería estalló en una nube de harina y esporas provocando la escena que la señora Rhum había visto hacía unos instantes. Othan agarró a Luna de la muñeca y le obligó a girar en la esquina de la plaza principal. Creía que haciendo zigzag por las calles de El Valle podría perder al orondo de Pandor y retrasar la bronca para cuando se hubiese calmado. Pero dio de bruces con la última persona que habría deseado encontrar. Rebotó en su cuerpo y cayó al suelo. —¡Abuelo! —suspiró Othan. —Ahora sí que la hemos hecho buena —le susurró su amiga. Ninguno de los dos se atrevió siquiera a levantarse. Pandor había llegado y jadeaba sin cesar, apoyándose en sus propias rodillas para no caerse del cansancio. —Hola, Pandor —saludó el abuelo de Othan con la voz grave que ponía cuando estaba enfadado. —Hola… Targo —le contestó el panadero entre jadeos. —¿Qué ha ocurrido? —preguntó el abuelo al panadero, pero en realidad miraba a los dos jóvenes que todavía estaban en el suelo. —Tu nieto ha hecho estallar la panadería —dijo mientras se secaba la frente y mostraba el color de su piel debajo de tanta harina. Othan miró a Luna, con los ojos llenos de complicidad y una mueca en los labios que escondía una risa, que no quería escapar por miedo a las represalias. —¿Es eso cierto? —preguntó muy serio el abuelo. Othan iba a responder que no era su culpa, que en realidad… pero Luna le pegó un golpecito con su pie y los dos bajaron la cabeza, sin decir nada. —Entiendo —asintió con un suspiro el abuelo—. No te preocupes, Pandor. Los dos lo van a limpiar ahora mismo. Y puedes descontarlo de su paga. 8


—Pero abuelo —empezó a quejarse Othan—. Necesitamos ese dinero. —Sí, lo necesitamos —le contestó con una mirada que podía asustar hasta a un trol de las praderas—, y por tu culpa ya no lo tendremos. Así aprenderás que tus acciones tienen consecuencias. El abuelo se dio la vuelta y se fue enfadado en dirección a casa. —Gracias, Targo —se despidió Pandor. Pero solo obtuvo por respuesta una mano levantada del abuelo, que ni se molestó en darse la vuelta. Pandor los agarró por las orejas y los llevó a rastras hasta la panadería de nuevo. Todo estaba cubierto por una pátina de harina, desde el techo hasta los armarios donde las figuras de dos pequeños cuerpos, del mismo tamaño que ellos dos, habían dejado un hueco limpio. Sus pisadas dejaban huellas en el suelo. Y lo que en un principio les había parecido divertido, ahora no lo era tanto. La labor que tenían por delante les iba a llevar todo lo que quedaba de día. Pero además, comenzaban a escucharse truenos a los lejos. Más valía que se diesen prisa, porque todavía quedaban esporas de bumpers por el suelo y, como tocasen el agua, todo su trabajo no serviría de nada. —No es justo —se quejó Othan mientras barría. —No te quejes —le dijo Luna en tono conciliador—. Después de todo, esto lo hemos provocado nosotros. —No es eso. Yo iba a limpiarlo. Solo que no es justo que nos lo quiten de la paga. —¿Y qué esperabas? —dijo Luna sujetando una pala para recoger la harina. —Nada… ¡y todo! —gritó Othan—. Me paso la vida esperando. Estoy harto. No me dejan hacer nada. No quiero ser panadero. Soy un buen cazador, tú lo sabes. Quiero explorar por el bosque. Ir más allá de la frontera. Tiene que haber algo más que la aldea. Pero… pero… —Pero no puedes —terminó Luna por él—. No puedes dejar a tu abuelo. —Pero… —intentó continuar Othan. —No puedes dejarme sola —le susurró con la mirada fija en el suelo y con la voz apenas audible. 9


Fue hacia ella. Le temblaba la mano cuando se acercaba a su hombro. Quería consolarla, pero todavía no sabía muy bien cómo. Nunca la dejaría sola. Si se había quedado hasta ahora, siempre había sido por ella. Quería decírselo. Deseaba abrazarla y quedarse junto a ella para siempre. Pero no se atrevió a abrir la boca cuando vio una lágrima resbalar por su mejilla. Y automáticamente retiró su mano. Vio cómo la diminuta gota alcanzó su barbilla y caía hasta el montón de harina que había acumulado en el suelo. Nada más rozar el polvo blanco comenzó a formarse una burbuja que en pocos segundos estalló, deshaciendo todo el trabajo que habían realizado hasta entonces y llenándolos de nuevo de polvo blanco. Se miraron el uno al otro. La harina había borrado el surco del llanto en el rostro de Luna, pero sus ojos aún estaban rojos. Othan estaba a punto de decirle todo lo que había pensado hacía unos segundos, pero Pandor apareció por la puerta de la tienda en el mismo instante en que sus labios se separaban. —¿Qué narices estáis haciendo? ¡Se supone que estáis limpiando, no ensuciando! —dijo con la cara roja de furia. Luna comenzó a reír. Las lágrimas se le escapaban dejándole surcos en la cara. Othan la miraba estupefacto. Hace unos instantes estaba intentando consolarla y ahora no cesaba de reír. Se agarraba la tripa del esfuerzo y señalaba a Pandor sollozando entre hipidos de risa. Othan miró al panadero que no entendía absolutamente nada. La harina estaba por todas partes. Pandor los miraba con estupor. Y Othan comenzó a reírse también para mayor enfado del panadero. De pronto, el fuerte estallido de un trueno apagó sus risas. Los dos jóvenes miraron hacia el cielo, todavía no había nubes sobre ellos. La tormenta estaba lejos, pero el viento que se estaba levantando podría traerla con rapidez. Luna comenzó a barrer, pero Othan siguió mirando hacia el cielo. Su imaginación lo llevó al linde del bosque, allí donde la frontera limitaba los terrenos de la aldea. La barrera que nunca había cruzado. Algún día la cruzaría. Conseguiría convencer a Luna y juntos vivirían grandes aventuras. 10


Lo que Othan Graves no sabía, era que ese día estaba mucho más cerca de lo que pensaba. Una guerra estaba a punto de estallar. Los truenos de la tormenta la estaban anunciando para aquellos oídos expertos que supiesen escuchar. Y todo, absolutamente todo, iba a comenzar allí mismo, en El Valle y su montaña.

La tormenta todavía estaba lejos. Los aldeanos de la falda no podían verla venir. Pero Tempus, desde su posición privilegiada, observaba los rayos golpear la tierra. Pronto llegaría al valle, a la montaña y a palacio. No necesitaba sus ojos para notar cómo se aproximaba. El trueno, aunque lejano, vibraba con extraordinaria potencia. Sus oídos no percibían el estruendo, eran sus pies, anclados en la fría roca de la biblioteca, conectados a la misma montaña que recibía las vibraciones de la tormenta golpeando la tierra. Ondas transmitidas por los mismos rayos al caer, por el aire removido bruscamente por las ondas del trueno, por las pisadas nerviosas de los habitantes de la aldea de abajo, por las patas de infinidad de roedores que recorrían las viejas estancias del palacio… y todo ello conectado por la roca que los sujetaba. La biblioteca estaba vacía. Siempre lo estaba. Tan solo Tempus buscaba el refugio de los libros en palacio. Era el único sirviente del castillo, y su única compañía la encontraba entre aquellas estanterías. Leía, como hacía siempre a aquellas horas de la tarde, cuando el inesperado soplo de aire, que trajo el primer rayo cercano, apagó la vela de la mesa. Deseó cerrar los ojos y esperar el trueno que removería las entrañas de la roca. Pero sus ojos nunca se cerraban. Nunca dormían. Las gemas que ocupaban sus cuencas no le dejarían. La cristalera tintineó con la fuerza del trueno. Su cuerpo notó la sacudida como un bálsamo. La tierra se movía. La tormenta había llegado. Todo el palacio retumbó. Polvo acumulado por siglos cayó por primera vez desde los estantes. El rayo no podía haber caído muy lejos. 11


Tempus cerró el libro que estaba leyendo y las tapas al chocar sonaron como una lápida al caer sobre la tumba. El resplandor de un segundo relámpago iluminó la biblioteca fugazmente y su figura formó una sombra alargada y oscura que asustó a los ratones que por allí corrían. En seguida llegó el trueno y esta vez lo sintió dentro de sí. El temblor recorrió la tierra. Se deslizaba como el agua por todos los puntos de la montaña. Algo no iba bien. Tempus seguía notando el temblor. La tierra gritaba. Y cada vez más alto. «Maestro», pensó. Un rayo volvió a agrietar el cielo. El relámpago inundó de luz la biblioteca. Y en el breve silencio que precedía al estruendo, un susurro llegó a su mente: —Ven. El trueno llegó un instante después, pero Tempus ya no estaba.

Aquella noche no llovió. Luna y Othan habían terminado de recoger la panadería y volvían juntos a casa. Ella vivía en la casa de al lado. Sus padres eran los carniceros del pueblo, y Othan les solía llevar de vez en cuando algún bunty2 que cazaba junto a Luna en los bosques de alrededor. Othan acompañó a su amiga. A él le gustaba mucho aparecer por su casa e iba todas las noches antes de acostarse para despedirse de Luna y de sus padres. Al decir adiós y cerrar la puerta, Othan permaneció un rato escuchando a Luna y a sus padres charlar. Luna les estaba contando cómo habían hecho explotar la panadería. La madre de Luna empezó a regañarla y Othan comenzó a andar de puntillas para que no supiesen que estaba allí, pero entonces, estalló una carcajada en el interior. El padre de Luna no paraba de reír. Othan reconoció enseguida la risa de su amiga. Y por último se le unió la madre. Othan sonrió para sí, pero al dirigirse hacia su casa, que solo estaba a unos pasos, su sonrisa se transformó en una mueca 2 Buscar en el apéndice Fauna. 12


de tristeza. Othan quería a su abuelo, pero él era el único que le esperaba en casa. Había perdido a sus padres cuando era muy niño y las carcajadas de Luna y sus padres solo le recordaban lo que él no tenía. Aunque el anciano Targo se había ocupado hasta entonces muy bien de su joven y travieso nieto, Othan no podía dejar de echar de menos unos padres. Othan sentía un nudo en la garganta que le impedía respirar. Nada más entrar en casa consiguió decir “buenas noches” a su abuelo sin que se notase su tristeza. Se encerró en su cuarto y miró por la ventana a oscuras. Al otro lado de la cerca, Luna y sus padres todavía hablaban en la mesa de la cocina. Los oía reírse y desearse dulces sueños antes de acostarse. Othan siguió la luz de la vela que su amiga sostenía para guiarse hasta su cuarto. El color rojo de su pelo se avivaba al fulgor de la llama, y sus ojos azules brillaban con cientos de estrellas en su interior. Cuando sopló la vela y su cuarto quedó a oscuras, casi podía jurar que ella le devolvía la mirada, pero para entonces Othan ya se había enterrado en mantas, cerró los ojos e intentó recordar su rostro. Lo dibujó en la oscuridad de su mente intentando colocar cada una de las pecas en su lugar preciso. Y finalmente se durmió. Descansa Othan Graves. Descansa bien. Pues esta será la última noche que duermas en tu aldea.

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Capítulo 2

C

uenta la historia local que cuando llegaron los primeros pobladores tuvieron que decidir si construir el pueblo en la cima o en la falda de la montaña. Hogur Mol, el anciano que guiaba la expedición desde el norte, sintió un frío inesperado en su espalda al ver la cima de la montaña, alzó la voz y dijo: “Nos quedaremos en el valle”. Y con ese nombre se quedó: El Valle. El bosque limitaba la aldea al norte y al sur. Y de él obtenían los habitantes de la aldea tanto alimento como leña para construir sus casas y fabricar muebles y utensilios indispensables para su subsistencia. El río Kar impedía el crecimiento por el oeste, pero les proveía de pescado fresco y agua, además de un lugar de baño y recreo para jóvenes y mayores durante los calurosos días de verano. La oscuridad se erguía en el este. El monte Tempus retrasaba la llegada del sol todos los días. Extendía su sombra sobre la aldea como una manta que no calentaba, sino que producía escalofríos. El sol andaba su recorrido lento y pesaroso, sus rayos parecían rehuir la montaña. El atardecer alargaba las sombras sobre su cima. Y en el candor veraniego, sus colores rojizos a la puesta del sol aumentaban el aspecto terrorífico de Tempus. Los aldeanos habían aprendido a no acercarse demasiado. Aunque nunca habían tenido auténticos motivos para temer la montaña, algo en su interior les decía que nada bueno podía ocurrirle al que se atreviese a subir. Y nadie había sido lo suficiente osado como para 15


descubrirlo por sí mismo… hasta la fecha. Sentían curiosidad, por supuesto. Desconocían quién había construido el palacio de la cima. Por lo que recordaba el más anciano de la aldea, siempre había estado allí. Y su padre, y el padre de su padre, le dijeron lo mismo cuando les preguntó en su infancia. El palacio parecía haber nacido con la montaña. Había una leyenda que decía que no había sido construido, sino que había sido completamente esculpido, formando una pieza de una sola roca, como una extensión de la misma montaña. No había duda alguna: estaba habitado. Por la noche se podía ver una tenue luz, tal vez una vela, que recorría los ventanales. Pero nunca nadie bajó por la ladera de la montaña. Ni siquiera existía un camino que diese un mínimo acceso. Nunca nadie bajó a por alimentos, ni suministros; nadie dio signos de vida, ni mostró interés en los aldeanos. Así que ellos tampoco se interesaron por el palacio. Ya que si alguien lo habitaba de verdad, seguramente serían fantasmas. Othan Graves era uno de los pocos habitantes de El Valle que estaba convencido de que los fantasmas rondaban las estancias de piedra del palacio. A Othan se le había pasado por la cabeza muchas veces subir a la montaña y descubrir de una vez por todas qué habitaba el palacio. Aunque sus piernas le temblaban mientras se acercaba a la ladera, y una voz gritaba desde la boca de su estómago que se diese la vuelta. A pesar de que su abuelo se lo tenía prohibido, algo, puede que la curiosidad, le llamaba con más fuerza que todas las advertencias. Sin embargo, Othan nunca subió. Luna nunca le habría dejado. De la cima de la montaña, donde el castillo se erguía imponente, sobresalía una terraza inmensa: la Lengua de Tempus, la llamaban los aldeanos. Toda ella era una única pieza de roca maciza sujetada con filamentos que nacían en la misma montaña. En el centro de la terraza un enorme ojo de cristal permitía la visión de la aldea en toda su extensión. El cristal, ovalado, formaba una lente perfecta. ¿Cómo se movía? ¿Cómo aumentaba o disminuía el foco de visión para centrarse en uno u otro aldeano? Solo ello y su maestro lo sabían. Junto al ojo cristalino un trono de piedra de una única pieza surgía de la roca de la terraza. Como todo el palacio, carecía de 16


cualquier adorno posible. Su elaboración era tosca, dura y uniforme. Las formas bastas de las patas, el respaldo rectangular y áspero, encontraban la simetría y la sencillez de la roca. Aquel trono mostraba una única cualidad, era sólido, era estable, era perpetuo, era… roca. Una figura encapuchada se inclinaba sobre el ojo de cristal. Sentada en el trono de piedra hacía bailar su mano sobre las imágenes y éstas cambiaban automáticamente. Los habitantes de El Valle realizaban sus tareas bajo la atenta mirada que se escondía bajo la capucha. La gente realizaba los preparativos para la ofrenda del verano en el ritual de la cosecha. ¡Ingenuos! Se acercaba un invierno como no habían visto jamás. Un sonido a su espalda detuvo el baile de su mano, y las imágenes se pararon inmediatamente. La figura encapuchada se incorporó en su trono. A su lado se erguía una estatua hecha del mismo material que abundaba por todo el castillo… roca dura y gris. Roca de la montaña. Tan solo sus ojos destacaban sobre aquel color ceniciento que reinaba en todas partes. Dos virutas verdes cuyo interior brillaba con luz propia se alojaban en las cuencas. Sus ropajes caían como una túnica de una sola pieza desde sus hombros hasta los pies, los pliegues perfectamente esculpidos parecían danzar con el movimiento vivo de la seda, sin dejar de recordar constantemente la firmeza de la roca. ­—Ya estás aquí —se escuchó desde la capucha. El sonido que escapó de su interior apenas parecía una voz humana, no era sino un susurro que luchaba por escapar de una profundidad insondable. Las esmeraldas que eran los ojos de la estatua emitieron un destello y ello se movió, y su ropa bailó con él hasta colocarse a la vista de su maestro. —Sí, amo —contestó la estatua viviente. —¿Lo notas? —preguntó la voz desde dentro de la capucha. —La tierra grita, amo. —Y no es la única. Mira. El encapuchado deslizó su mano en el aire, justo por encima del ojo de cristal. Las imágenes que en él se reflejaban comenzaron a desvanecerse. Flashes de luz despertaron en el centro del cristal. El 17


color verde de los bosques de El Valle comenzaba a verse nítido, pero rápidamente los árboles, los campos de labranza y los ríos desaparecían para dar paso a más imágenes. Como a vista de pájaro, El Valle quedaba atrás y la visión viajaba alejándose cada vez más y más. La silueta borrosa de otros poblados, de otras montañas, se difuminaba por la rapidez de las imágenes. Era imposible calcular cuánto se había alejado de la montaña o qué zona del mundo estaba buscando. Cuando de repente… —¡Ahí! —dijo el encapuchado al mismo tiempo que señalaba con el dedo sobre el cristal. La magia de sus gestos detuvo la imagen. El cristal ardía en un color rojo intenso. Las esmeraldas de ello centraron su mirada en la figura que se formaba cada vez más nítida. Un volcán ardiente escupía un río de lava por uno de sus costados. A lo largo de toda su cordillera torres de humo se alzaban al cielo y tapaban los rayos del sol. Era una visión aterradora, pero no duró mucho. —Busca —susurró la capucha. No hizo falta movimiento alguno de manos. El ojo se dividió en dos. La mitad izquierda permaneció inmóvil, el volcán continuaba expeliendo vapores, lava y llamaradas, pero la otra mitad había comenzado de nuevo el vuelo en busca de otro lugar. ¿Cuál? Tan solo el encapuchado lo sabía. El color rojo dio paso rápidamente a las grises cenizas de las cercanías al volcán. La velocidad aumentaba y los colores se fundían sin cesar. Ello era incapaz de fijar la mirada en ninguna imagen e instintivamente volvía a mirar las ardientes llamas del volcán. Las bocanadas de fuego se incrementaban en cada explosión. No podía quedar mucho tiempo hasta que aquel infierno se desatase sobre esa tierra. El incesante movimiento de la parte derecha del ojo de cristal parecía ralentizarse. Ello creyó reconocer nieve en alguna de las imágenes. Y pronto solo se veía blanco. —¡Allí! —volvió a repetir el encapuchado, con la manga de la túnica colocada sobre el ojo de cristal. Las imágenes pasaron una tras otra cada vez más despacio. El blanco imperante cedía terreno y un arcoíris danzaba en la mitad de la superficie de cristal. La imagen seguía un camino empedrado flanqueado por innumerables variedades de plantas y flores 18


multicolores. Finalmente la imagen se quedó parada en un inmenso estanque repleto de nenúfares, orquídeas flotantes, magnolias de boya azul, turmalinas escupideras, violetas trasparentes de pistilo doble, campanas del cielo y más, muchas más. Sobre la superficie del agua volaban libelugales de patas peludas, mariposas gigantes de agua que acababan atrapadas en lenguas de gatosapos, tropys danzantes y freyes de aguafuego. Una catarata golpeaba incesante el agua levantando una pared de espuma entre la que saltaban dandys comealgas en busca de alimento. En las cortezas de los árboles vibraba el musgo cantor, entonando una melodía hermosa. Y en el centro del estanque un fuerte chorro salía despedido hacia el cielo provocando rocío, que al caer sobre las flores voladoras de los tyrsus se impregnaba del tinte de sus pétalos y caía en una lluvia de mil colores. La visión era tan hermosa que dolía mirar al otro extremo del cristal donde el fuego lo quemaba todo y la vida era completamente imposible. —Queda una —escuchó tras la capucha. El ojo volvió a dividirse. El volcán continuaba su actividad a la izquierda, mientras la frenética vida del estanque no cesaba a la derecha. Ambas mitades cedieron parte de su espacio para que el cristal continuase buscando en la parte más cercana a sus espectadores. Las imágenes volaban a la velocidad del rayo. El verde estanque quedaba muy atrás y muy empequeñecido a medida que la visión ascendía en el cielo. Pronto, nubes grises como la ceniza taparon toda imagen posible. Así quedó durante un buen rato. El encapuchado tamborileaba sus dedos sobre la roca de su asiento. Y de vez en cuando, al ver que la imagen clareaba y que un minúsculo rayo de luz se colaba entre aquella neblina, cesaba sus nerviosos movimientos para fijarse atentamente y descubrir que el velo volvía a correrse delante de sus narices. Las nubes desparecieron de golpe. Y frente a ellos se mostró una altísima montaña nevada. Al principio creyeron que la imagen estaba borrosa, pero de inmediato se dieron cuenta de que olas de ventisca y nieve golpeaban sus múltiples picos y dificultaban la visión. La imagen se acercó a la roca y descubrió algunas cuevas excavadas en la piedra. La oscuridad se cernió en esa parte del ojo de cristal, y la figura encapuchada se inclinó sobre la oscuridad. En el 19


centro de la negritud se habían empezado a formar dos puntos de luz minúsculos. La imagen se acercó y las dos líneas de luz crecieron proporcionalmente. Emitían un brillo amarillento, como dos pequeñas semillas que crecían poco a poco. La imagen se detuvo. El encapuchado se inclinó aun más sobre el ojo de cristal. Ladeaba la cabeza a un lado y a otro observando inquieto. Pasó su mano por encima de la imagen. Primero tranquilo, como si quisiera quitar una telaraña que le molestase la visión. No pasó nada. Volvió a agitar su mano sobre la imagen. Pero esta vez su movimiento era rápido y nervioso, molesto. Las dos semillas amarillentas titilaron casi imperceptiblemente. Después de un susurro creyó oír: ¡Sí! De nuevo, pasó su mano sobre la oscuridad. Y antes de que llegase a retirarla, las dos líneas de luz crecieron de golpe. Un par de ojos con el color del oro y el brillo del sol se abrieron imponentes en lo más profundo de la imagen. El brillo le quemó la palma de la mano y rápidamente la escondió dentro de la túnica. Un grito atronador resonó en su mente como solo antes una vez lo había hecho. —¡Sí, Lenar! ¡La hora por fin ha llegado! De la oscuridad nació una luz cegadora que inundó un tercio del ojo de cristal. Del estanque brotó una torre de agua inmensa que se fundió en un rayo de luz azul que ascendía al cielo sin fin. El volcán entró en erupción escupiendo lava y fuego por doquier. Y del interior de la montaña, del corazón del infierno, se erigió una torre de luz roja como la sangre. El encapuchado levantó la mirada del ojo de cristal y la posó en el horizonte. Tres torres de luz se veían a lo lejos, imponentes, poderosas, aterradoras. —Ya viene, Tempus —dijo desde el interior de su capucha. —Amo, ¿dolerá? —dijo el pétreo Tempus a su lado. —Solo un segundo —le mintió. Los ojos de Tempus prendieron en un infierno verde que fundía la roca de su ser. Su piel se cuarteaba y grietas brillantes se abrieron por toda su superficie. El grito nació de su interior, igual que la torre verde de poder creció hasta consumirlo por completo ante la atenta mirada de su amo. —Solo un segundo —susurró. 20


Capítulo 3

O

than y Luna corrían desaforados por el bosque colindante a El Valle, detrás de las rápidas pisadas de un bunty escurridizo. Sus fuertes y peludas piernas estaban dejando atrás a los dos jóvenes sin demasiado esfuerzo. Y si no fuera porque era imposible, Luna habría jurado que les sonreía al escapar. Para desgracia del pequeño animal, Othan tenía el bosque plagado de trampas y lo único que tenían que hacer para cazar un bunty era perseguirlo hasta que cayera en una de ellas. Una de estas trampas estaba cerca. Othan sabía exactamente donde. Giró hacia su derecha sin dejar de correr y obligó al bunty a desplazarse hacia su izquierda, justo donde se encontraba el lazo oculto bajo hojas secas. En cuanto la pata tocó las hojas, su peso rompió la rama seca que sujetaba la cuerda. Ésta se cerró sobre la pata del animal y la tensión de la rama del árbol a la que estaba sujeta la cuerda se soltó de golpe y lanzó al bunty por los aires. Luna y Othan llegaron medio segundo después. —¿Ha caído en la trampa? —preguntó Luna mirando al suelo. —Sí. He visto cómo se cerraba la cuerda en su pata trasera —contestó Othan. —Pues entonces, ¿dónde está? De pronto, el extremo de la soga cayó sobre la cabeza de Othan. Se llevó las manos justo donde le había golpeado y se frotó rápidamente. Luna sonreía tímidamente al verle así. —Esta es la cuerda de la trampa —comentó Othan. —Eso ya lo veo —advirtió Luna—. ¿Pero dónde está el bunty? 21


Othan se llevó la mano al cuello y sonrió avergonzado. —Quizás no hice bien el nudo y con la fuerza del impulso se debió de soltar y… —comenzó a explicar. —¿Me estás diciendo que…? Luna señaló con su dedo hacia el cielo. Sin lugar a dudas el bunty había salido despedido como lanzado con una catapulta hacia el cielo. Ambos miraron arriba y vieron colgar la soga de la rama más alta del árbol sin que hubiera ninguna señal del pequeño animal. Al bajar sus miradas se fijaron el uno en el otro. Othan sujetaba la cuerda con vergüenza y Luna se tapaba la boca por el asombro. Al instante los dos comenzaron a reír a carcajadas, se dejaron caer sobre un lecho de hojas en el suelo y continuaron carcajeándose hasta quedarse sin fuerzas. Les tomó unos segundos recuperar el aliento. Poco a poco sus respiraciones fueron ralentizándose y volviendo a la normalidad. Luna tuvo que limpiarse las lágrimas que la risa le había provocado. Ambos se incorporaron y se miraron aún con la sonrisa en sus labios. El cielo comenzaba a oscurecerse. La temperatura había bajado un par de grados de golpe. Pronto habría tormenta. Othan y Luna se incorporaron para levantarse, pero algo llegado del cielo les asustó y volvieron a caer al suelo. Al mirar a las hojas donde había aterrizado el objeto descubrieron que éstas se movían. Una pequeña cabeza con diminutos colmillos y unos largos bigotes asomó entre la hojarasca. El bunty bufó a Othan enseñándole la dentadura amenazante y salió disparado hacia el bosque, como una flecha. Los dos jóvenes lo vieron correr y desaparecer entre los arbustos y la maleza sin mover un dedo. Después la risa rompió de nuevo sus diques y otra vez acabaron rodando por el suelo sin poder dejar de carcajearse, hasta que de pronto, un terrible trueno provocó el silencio. Luna se levantó rápidamente y miró hacia arriba. No se podía ver ni un resquicio de cielo. Estaba completamente encapotado, cubierto de nubes. Aquella oscuridad no era natural. Había algo que diferenciaba esa tormenta de todas las anteriores que había visto: el color verde. Las nubes son grises, no verdes. Y sin embargo, éstas lo eran. —Esto no está bien, Othan —dijo con la voz temblorosa. 22


—¿Pero qué dices, Luna? Solo es una tormenta —le intentó tranquilizar, sin haberse levantado todavía del suelo. —No, mira. Las nubes son verdes. Othan se levantó intrigado. Ni se molestó en limpiarse la ropa, pues nada más mirar al cielo vio que Luna tenía razón. —Es increíble —exclamó asombrado. —Es aterrador. Mejor volvemos a la aldea —susurró con voz temblorosa Luna, poniéndose en marcha. Los dos anduvieron el camino de vuelta. Al principio despacio, mirando el cielo con extrañeza. Poco a poco, Luna aceleraba el paso mientras corría abrazándose a sí misma y sin dejar de mirar de reojo las nubes. Al ver el linde del bosque, la salida de aquel techo de hojas verdes, echó a correr como si quisiera salir de las profundidades de un lago en el que había estado buceando demasiado tiempo. Al salir tomó una gran bocanada de aire, los pulmones se detuvieron a mitad de camino. No podía creer lo que estaba viendo, instintivamente buscó la mano de Othan. Si no fuese por la sorpresa de lo que ambos estaban presenciando, Othan no habría podido evitar obsesionarse con la mano de Luna en la suya. Sin embargo, esta vez ese detalle pasó desapercibido, aunque su corazón le impulsó a apretarla más fuerte. Todo el pueblo estaba conmocionado. Como hipnotizados, habían salido de sus casas para presenciar aquel fenómeno extraño. De lo alto de la montaña, justo donde se encontraba el palacio, una torre de luz esmeralda se alzaba poderosa hacia la tormenta. —¿Qué puede ser eso? —preguntó Othan. —Ni lo sé ni quiero saberlo. Vamos a casa. Luna tiró de la mano de su amigo, pero Othan no se movió. Tenía los ojos clavados en aquel extraño rayo. El verde de sus ojos se confundía con el resplandor del cielo. Luna tiraba de él pero no se daba cuenta. Los días en El Valle eran todos iguales unos a otros. La monotonía ahogaba la vida de Othan como una bufanda demasiado apretada. Y este extraño evento era una oportunidad para escapar. —Deberíamos investigarlo —espetó de golpe. Luna soltó su mano rápidamente. Se quedó mirando la cara de Othan unos instantes. Estaba entusiasmado, eufórico. Eso no le gustaba. Solo podría llevarles a meterse en problemas. 23


—¿Te has vuelto loco? —le preguntó, obligándole a mirar su cara. —No, ¿por qué? Será divertido —dijo, sin dejar de sonreír. —Será una locura, Othan. No sabemos lo que es. —Pues precisamente por eso. Nosotros lo descubriremos. Luna veía la ilusión en los ojos de Othan. Y sentía en el alma no estar de acuerdo con él, pero algo le decía que aquello no era una buena idea, que podía ser peligroso. Volvió a coger sus manos con suavidad y le miró fijamente con tristeza. —Othan —dijo en un susurro—. Vámonos a casa. Por favor. Othan le devolvió la mirada. La intensidad de la expresión de Luna le hacía daño. La alegría de sus ojos se estaba apagando lentamente. Su ruego había sido como un cubo de agua volcado sobre sus ardientes deseos. Ella lo sabía, pero era mejor así. La torre de luz titiló hasta quedar solamente en una línea delgada y minúscula, que terminó por desaparecer. Un suspiro general de la gente de la aldea les despertó de su enmudecida atención. Luna también suspiró de alivio. Pero al volver la mirada a Othan, descubrió que la torre de luz no era lo único que se había apagado. Él ya no sonreía. El brillo con el que le miraba hacía unos instantes había desaparecido. Luna notó una punzada en el pecho. Le dolía ver así a su amigo. Sabía que ahora los dos volverían a sus casas. Ella regresaba con sus padres y Othan solo tenía a su abuelo. Decía que no le importaba, pero Luna sabía que no era así. Quería cuidar de él. Quería ser la familia que él necesitaba. Así que tenía que ocuparse de que no se metiera en líos. Othan echó a andar. Ahora solo cogía una de sus manos. Y así caminaron hasta llegar a la primera casa de la aldea. Luna se soltó al ver a la señora Durham, la lavandera, acercarse a los dos. Othan notó la prisa con que se había separado de él y sintió una punzada de vergüenza y tristeza. No era tan malo que fuesen de la mano. De hecho, era genial. —¿Habéis visto eso, chicos? —les preguntó la señora Durham nada más plantarse delante de ellos. —Supongo que lo ha visto todo el mundo —Othan dejaba caer las palabras, sin interés y sin apartar la mirada de la mano que antes sujetaba la de Luna. 24


—¿Qué creéis que era? —insistió la señora Durham. —No lo sabemos. Estábamos en el bosque cazando cuando se puso todo el cielo verde —contestó rápidamente Luna. —Será mejor que os vayáis a casa rápido. Seguramente vuestros padres estarán preocupados. Othan ni siquiera se molestó en contestar. Comenzó a andar notando la ausencia de la mano de Luna en la suya. Quería cogerla de nuevo, pero no se atrevía. ¿Y si le rechazaba? Caminaron hasta sus casas en silencio, uno al lado del otro, sin llegar a tocarse. A las puertas de casa de Luna le esperaban sus padres. Al verlos, Gerta, la madre, se llevó las manos a la boca y gritó: —¡Gracias a los dioses que estáis bien! Salió corriendo del portal y los abrazó a ambos. Los estrujaba contra ella sin dejarlos respirar. Othan sentía vergüenza, pero al mismo tiempo se sentía muy a gusto entre sus brazos. Su abuelo nunca lo abrazaba. Y si lo hiciese de esa manera no creía que fuese a sentirse tan cómodo. No era mal abuelo, aunque su preocupación y su carácter fuerte no podían compararse al amor de una madre. —¿Dónde os habíais metido? —preguntó Gerta, soltándoles por fin. —Estábamos en el bosque, mamá —contestó Luna, cogiendo una buena bocanada de aire. —Déjalos en paz, Gerta —gritó desde el porche Moontar, el padre de Luna—. Seguro que estaban cazando, como siempre. Y ya ves que están bien. —¡Ay, dioses! —clamaba Gerta— ¿Y si les hubiese ocurrido algo? —Mamá, estamos bien —se quejaba Luna. Gerta volvió a cogerlos entre sus fuertes brazos y comenzó a besarlos a los dos sonoramente. Moontar bajó del porche y golpeó a Othan en un hombro con la mano. —Seguro que Othan ha cuidado bien de Luna, ¿verdad? —dijo con una sonrisa extraña. —Sí, señor —se sonrojó. Gerta soltó a los chicos y le dio un beso a Othan. Cogió a su hija de la mano y tiró de ella ligeramente hacia su casa. 25


—Adiós, Othan. Othan levantó la mano y Moontar le volvió a golpear el hombro afectuosamente mientras se marchaba. Antes de entrar en casa, Moontar se volvió hacia la montaña. La miró con desconfianza y permaneció pensativo unos instantes. Othan se quedó mirándolo. Le había visto otras veces así. El padre de Luna siempre ponía esa cara cuando algún extraño recién llegado a la aldea le quería vender un banta por un precio muy pequeño; o cuando Hurlax, el que tiene el oído en la tierra y la boca en las nubes, el Portavoz de los Dioses, anunciaba un año de grandes cosechas y excelentes ganados para todo el mundo coincidiendo con la época de mayores donativos al templo. —Eso no puede significar nada bueno —dijo, como había hecho tantas otras veces. Othan lo miró y le contradijo sin mucha confianza: —Puede que sea algo bueno. —Eso no lo sabremos hasta que llegue —terminó por decir—. Adiós, Othan. —Eso ya lo veremos —susurró para sí Othan, y un destello escapó de sus ojos.

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Capítulo 4

E

n un sitio como aquel no existía la luz. Porque donde hay luz hay vida y aquel era un lugar de muerte. Sin embargo, algo se movía en el inmenso mar de oscuridad, algo más negro incluso que las sombras, algo muerto y maligno que aun así había conseguido traspasar los límites de la mortalidad. Su negro ser había sido atrapado en la dimensión oscura del olvido hacía ya muchos años. Las cicatrices de la guerra le recordaban su derrota. Las heridas infligidas en el pasado todavía le quemaban a lo largo de los siglos. Pero lo prefería así. Alimentaban su odio día a día, año a año, siglo a siglo. Por cada siglo encerrado ellos sufrirían un milenio. Por cada herida sufrida, mataría personalmente un millar de razas. Por cada cicatriz mil razas más serían esclavizadas. Y los demás supervivientes quedarían como alimento para las bestias que regresarían con él. Y no quedaba mucho. Lo sabía. En aquel reino de vacío absoluto no existía el sonido. Tan solo sus nefastos pensamientos resonaban sin interrupción en el interior de su cabeza. Sin embargo, algo le estaba perturbando. Un ruido estático se filtraba en su mente y molestaba a sus pensamientos. Por un instante pensó que se había quedado ciego, pero no tenía sentido. Allí no había nada que ver, ni siquiera a sí mismo. Tan sólo oscuridad. Pero su ceguera era ahora blanca. Algo había cambiado. Una grieta se había abierto en la prisión. Su visión tardaba en acostumbrarse, pero no había duda: podía ver. Sus manos se mostraron delante de sus ojos. Los siglos encerrados las habían 27


transformado en garras carentes de carne, resecas y nudosas como las cepas de la ambrosía. Su piel era de un gris ceniza, sin vida, como todo lo que allí había. Pero pronto volvería a su antiguo ser. El blanco fulgor llegaba de lejos, pero comenzaba a aclararse. Sus ojos resistían la cegadora luz ahora con más facilidad. Sus sentidos reconocían dimensiones y orientación. Pronto se percató de que lo que antes parecía haberle dejado ciego no era sino un minúsculo punto de luz. Una chispa diminuta en aquel pozo de oscuridad y negrura. Arrastró su demacrado cuerpo hacia el brillo, hacia la vida. Y lo que parecía un destello puro de luz, fue dividiéndose. No se trataba de un único agujero, sino de cuatro. Y entonces lo entendió y una terrorífica sonrisa mostró unos dientes demacrados en su horrible rostro. Por cada grieta en la prisión fluía un hilo de color brillante. Uno amarillo, uno azul, uno rojo y uno verde. En la distancia los cuatro colores se fundían en uno solo, el blanco. Pero ahora no cabía duda alguna. Las gemas habían despertado. La hora de su regreso estaba cerca. Al colocar su garra frente a los ríos de luz, notó calor por primera vez en muchos siglos. Se había olvidado de la sensación que producía y solo pudo identificarla como la ausencia del frío que reinaba en la prisión. El arcoíris furtivo se reflejaba en el dorso de su mano y sintió cómo su piel reaccionaba ante aquel diminuto golpe de vida. Giró su mano para que los pequeños rayos de color surcasen las arrugas de su palma. Cerró su garra con fuerza, pero la luz no iluminaba el exterior del puño. De alguna manera la luz había quedado atrapada en su interior, y todo su cauce entraba en la oscuridad y se retorcía para colarse por el resquicio del puño. Aún podía ver, incluso con la luz cautiva, pero sobre todo, podía sentir. El dorso de su garra había comenzado a cobrar vida de nuevo. Como un gusano horadando la tierra una de sus venas empezó a inflarse, poco a poco. Crecía y le recorría lentamente en dirección al brazo. —Ssssssííííííííí —se le escapó en éxtasis. Y aun se sorprendió más al oírse. Esta vez no eran pensamientos encerrados en su mente y repetidos por el eco de su memoria. Eran sus labios los que dejaron escapar el placer de sentir de nuevo la vida. 28


Pero la luz llegaba a sus venas demasiado despacio. Sentía la agonía de la sed agolparse en su garganta. Hasta ahora no se había dado cuenta, pero este soplo de aire vivo le recordaba que había estado sumergido durante mucho tiempo sin respirar. Y ahora le sabía a poco. Y sin previo aviso, la fuente de luz se secó, y quedó sumido en la oscuridad de nuevo. El grito desgarrador nació en su garganta con la desesperación de la pérdida, pero el alarido de dolor quedó apagado y sumergido en las tinieblas. Sus pensamientos volvían a repetirse como un eco en su mente, pero algo los perturbaba. Algo más permanecía en el ambiente. ¡Doom! Un golpe lejano, casi inaudible. Arrastró su mano por la oscuridad en busca del origen, pero solo encontró la nada. ¡Doom! Esta vez sonó como una lápida al caer sobre su tumba. Volvía a estar encerrado. ¿Acaso era parte de su tortura? ¿Darle una brizna de esperanza para arrebatársela de golpe? ¡Doom! No, aquello no tenía sentido. Allí no había carcelero. No había razón de ser ni castigo alguno. Allí no había nada, absolutamente nada. Y en la nada se había fundido con los siglos. Pero entonces… ¡Doom! Aquello era algo. Un recuerdo en lo más profundo de la memoria nadaba hacia la superficie de su mente. Trepaba advirtiéndole que lo conocía, que formaba parte de él. ¡Doom! El ruido no provenía de fuera. Lo envolvía, lo escuchaba y lo sentía. Y por fin afloró y descubrió qué era. ¡Doom! Era su corazón. La vida había anidado en su ser a través de la poca luz que había logrado colarse en su prisión de tinieblas. Fue consciente de sus latidos, de la energía recorriendo sus venas y alimentando su cuerpo. Descubrió las grietas por donde se había colado y se percató de que todavía permanecían allí. Ya no filtraban luz alguna, pero al estar todavía en el mismo lugar habían dejado algo más importante que la energía y la luz. Habían abierto un camino hacia la libertad. 29


Alzó su garra hasta llevársela a la boca. Allí mordió uno de sus dedos hasta hacerse una herida y buscó a ciegas los huecos que habían dejado los puntos de luz. La claridad de la otra realidad apenas lograba introducir algo de vida en la oscuridad de la prisión, pero los agujeros estaban allí. Su cuerpo había asimilado la energía de los cuatro colores, la había consumido en su ansia infinita y la había sintetizado en un líquido parecido a la misma materia oscura con que había sido creada su prisión. Vio caer una gota de sangre sobre el primero de los agujeros. Su color era negro como la noche, oscuro como las profundidades del océano, sin vida como la realidad muerta que le rodeaba y le contenía, y sin embargo, era su sangre. Una gota más cayó dentro del segundo agujero, una tercera se derramó en el siguiente y, por fin, una cuarta desapareció en el interior de la última grieta. El espeso líquido se introdujo en los orificios hasta desaparecer completamente. Llevaría tiempo. Pero había esperado siglos. ¿Qué importaba un poco más? Say’n, el desterrado, el maldito, el todopoderoso, volvería a caminar sobre la tierra. Y esta vez el poder de las gemas sería suyo.

El cuerpo le temblaba en el interior de la túnica. Hacía mucho tiempo que Lenar no sentía un poder como el que acababa de presenciar. No se atrevió a levantarse de su asiento por temor a perder el equilibrio. Esperó sentado y nervioso a que la electricidad estática que esa energía había dejado se asentase en el ambiente. —Por fin ha llegado el momento, Tempus. Pero no obtuvo respuesta. Sintió el silencio y miró el polvo que envolvía el montón de escombros que había quedado a su lado. La emoción y el éxtasis que había experimentado al sentir el inmenso poder de la gema al despertar, fluyendo a través de su cuerpo, le había hecho olvidar la pérdida de su sirviente. Bajó la mirada a su regazo. Los trozos de la gema que cargaban los ojos de Tempus habían caído en sus manos al terminar la 30


explosión de poder. Y al instante se habían fundido en una única pieza. Brillaba con luz propia. Su interior giraba en una nube esmeralda, formando espirales hipnóticas. Cerró su puño y sintió el calor que emitía. Una fuerte sensación de estabilidad, de firmeza, recorrió su cuerpo. Sintió cómo su peso aumentaba en la palma y se transmitía a todo su ser. La gema emitía pulsaciones a través de sus manos. Podía sentir la vida en su interior pugnando por salir. Sus músculos quedaron rígidos como roca férrea. Su cuerpo, inmóvil como una estatua, se dejaba guiar por el poder de la gema. Sus pies se anclaron a la roca del suelo con el peso de mil años sobre ellos, impotentes ante la idea de moverse. El poder en su interior conectó su cuerpo con la montaña. El agua de cauces subterráneos formó parte de él. La leve presión de la brisa marina sobre la cumbre era como una caricia en su rostro. Las olas castigando la base y transmitiendo su furia a la tierra tamborileaban en sus pies. La verde vida de flores, musgo, hierba y todo tipo de plantas se alimentaba de su espalda, en armonía y simbiosis. Lenar era la montaña. Y la montaña era Lenar. Y ahora alguien le estaba escalando.

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Capítulo 5

A

l llegar la noche, Othan recogió la bolsa de viaje que había preparado justo después de cenar. Apagó la vela de su habitación y esperó pacientemente a que su abuelo comenzase a roncar. Entonces, cuando estaba seguro de que se había quedado completamente dormido, bajó con cuidado las escaleras y se escapó de casa, en dirección al monte Tempus. En la mochila llevaba varias cuerdas, un pellejo de bunty con agua, una chaqueta, ya que imaginaba que en la cima podría hacer frío, su arco junto con un carcaj de flechas fabricadas por él, y lo más importante de todo, la espada de su abuelo. En realidad se trataba de la espada de su padre. Había permanecido en la familia durante generaciones. Cada miembro de la familia la había heredado de su padre, y éste del suyo en su momento. Así la había recibido su abuelo Targo, y así se la había legado a su hijo. Pero el padre de Othan murió, y la espada le pertenecía ahora. Nadie recordaba tiempos de batalla en los que fueran necesarias las armas, sin embargo se dice que hubo una época en la que todos los hombres, de todos los reinos, estuvieron en guerra. Pocas armas han perdurado a lo largo de los años. La mayoría se habían fundido para construir algo más útil, pero otras permanecían olvidadas por los descendientes de los que las llevaron con orgullo y valor. Aquella era una de ellas. Estaba vieja, descuidada y oxidada. Pero era el único recuerdo de su padre y si se enfrentaba a lo desconocido, sería mejor tener eso que nada. 33


Al llegar a la falda de la montaña notó cómo se le aceleraba el pulso. Había soñado muchas veces con una vida de aventuras más allá del bosque. Pero ahora que se encontraba ante la sombra tenebrosa del monte al que nadie se había atrevido a acercarse en siglos, le flaqueaban las fuerzas. —¿Qué estás haciendo, Othan? —escuchó a su espalda. El corazón se disparó como un ave asustada por un fuerte golpe. Se dio la vuelta rápidamente y se encontró cara a cara con Luna. —¿Es que te has vuelto loco? —le espetó. Luna le miraba furiosa. Sus manos revoloteaban de sus caderas a su barbilla y de nuevo a sus caderas. Respiraba rápidamente y no dejaba de andar de un lado para otro. —Luna… —intentó explicar Othan. Pero ella le paró en seco. —Ni Luna ni nada, Othan —balbuceó por la rabia—. ¿Se puede saber qué estás haciendo? —Luna… —volvió a hacer el intento. —¿Es que pretendías largarte de El Valle sin más? —continuó Luna sin escuchar. —Luna… — repitió por tercera vez. —No puedo creer que me… que me… Se echó a llorar. Y eso era más de lo que Othan podía soportar. Por un instante se abrió un hueco entre las nubes y las estrellas los iluminaron. El reflejo de la luz estelar sobre las lágrimas de su mejilla la mostraba aun más hermosa a los ojos del joven Othan, y hacían más profundo el dolor de saber que él era el culpable de ese llanto. Se acercó a ella con dulzura y posó su mano sobre su hombro. Ella correspondió levantando la mirada y clavándola en sus ojos. —Luna, no voy a irme de El Valle —le dijo. —Pero entonces, todo lo que dijiste esta tarde en el bosque… —le interrumpió. —Solo voy a subir al castillo de Tempus. Voy a averiguar qué era esa torre de luz. Luna se apartó de golpe, dejando la mano de Othan en el vacío. El torrente de lágrimas se cortó en seco y pasó a una rabia contenida que cortaba el aire. —No me lo puedo creer —sus palabras salían como escupitajos. —Claro que sí —explicó Othan—. Solo quiero saber qué era. 34


—Pero ¡qué tonta he sido! —se dijo a sí misma. —No, no lo has sido. Othan intentó acercarse a ella. Calmarla. Tal vez, si se atrevía, rodearla con sus brazos y ahogar sus preocupaciones. Era tan fácil para él imaginarlo en su mente, como difícil hacer que sus músculos le obedeciesen. Al notar su cercanía Luna se revolvió, se echó un paso atrás y se enfrentó a él con lágrimas todavía en los ojos y rabia en la mirada. —¡Sí, sí lo he sido! —gritó enfervorecida—. ¿Cómo se me podía ocurrir que Othan Graves, el intrépido Othan Graves, el aventurero Othan Graves… el… egoísta… Othan Graves, abandonaría su hogar para investigar un acontecimiento inexplicable en lo alto de la montaña a la que todo El Valle tiene prohibido acercarse? Othan sintió cada reproche como un latigazo en sus carnes. En boca de otro solo serían palabras, pero viniendo de Luna, se convertían en puñales arrojados con furia directos a su corazón. —¿Por qué, Othan? —siguió fustigándole sin piedad—. ¿Por qué tienes que ir? ¿Por qué tienes que estar siempre huyendo de casa, de El Valle, de tu abuelo… de mí? —No, Luna —le interrumpió de golpe—. De ti, nunca. —No mientas, Othan. —No miento. Si de verdad pensase irme te lo diría. —¿De verdad? —Por supuesto que sí. —Entonces por qué no me has dicho lo que tenías pensado hacer hoy. —Porque intentarías impedírmelo —contestó, clavando la mirada al suelo. —¡Por supuesto que te detendría! —gritó Luna. —Ven conmigo —exclamó con ilusión. —Tú estás loco. Acabas de decir que te lo impediría. ¿Y ahora quieres que vaya contigo? —Claro —contestó Othan—. Vamos juntos. Descubriremos qué fue aquella torre de luz y volveremos sin que nadie se entere. —No podemos hacerlo. —Sí que podemos. Será una aventura. —Tú y tus aventuras siempre nos metéis en líos. 35


—No me digas que no tienes curiosidad. Y ahí Othan dio en la diana. Luna llevaba preguntándose todo el día qué podía ser aquella extraña luz. Aunque al principio se había asustado como el resto de los habitantes de El Valle, después la curiosidad comenzó a crecer en su interior. El hecho de que además hubiese ocurrido en el castillo aumentaba las teorías sobre que alguien vivía allí. ¿Quién sería? ¿Habría más de una persona? ¿Por qué estaba prohibido acercarse? Nunca nadie les había explicado el porqué. Othan se percató de que Luna estaba inmersa en sus dudas. Tardaba en contestarle y sabía que eso significaba que ella tenía tantas ganas de descubrir el misterio como él. Así que se dio la vuelta, agarró con fuerza su mochila y subió entre la maleza de la montaña. —¿Dónde crees que vas? —preguntó Luna. —¿Vienes o no? —fue lo único que obtuvo por respuesta de un Othan que seguía subiendo. —Othan, esto no es como buscar entre los arbustos del bosque, estamos hablando del castillo, de la cima de la montaña. Nadie ha estado allí antes —le dijo, provocando que se parase de nuevo. —Lo sé —le contestó dándose la vuelta—. Por eso lo hago. —Si hacemos esto... —comenzó a decir Luna. —¿Hacemos? —preguntó sonriendo Othan. —Sí —dijo ella muy seria—. Si hacemos esto no habrá vuelta atrás. —Lo sé —le respondió borrando su sonrisa de la cara. —¿Estás seguro? —Por supuesto —respondió, ofreciéndole su mano para ayudarla a dar el primer paso. Y así comenzaron la ascensión. Sin darse cuenta de que Luna tenía razón. No habría vuelta atrás. El viaje había comenzado. Pero ninguno de los dos imaginaba lo lejos que les iba a llevar.

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Lenar sentía las pisadas de los dos jóvenes sobre la montaña al subir. Las vibraciones de sus pasos transmitidos por la roca llegaban hasta sus entrañas. Pero no era suficiente. Tenía que verlos. El ojo de cristal descansaba, oscuro, a sus pies. Las imágenes del despertar de las gemas habían desaparecido. La superficie ondeó cuando Lenar pasó la mano por encima. La luz se distorsionó al atravesar el ojo cristalino. Las formas perdieron su consistencia y giraron una vez más hasta crear la figura de Othan y Luna escalando la montaña. Lenar los observó desde el interior de su capucha. Siguió sus lentos pero decididos pasos, aquello no podía ser una coincidencia. Había vivido el renacimiento de las gemas con anterioridad y pudo reconocer las migas de pan que el destino dejaba en estas ocasiones. Las gemas nacen. Las gemas llaman. Y el destino acude irremediablemente a su llamada. Lo quisieran o no, esos dos jóvenes serían las piezas clave de lo que estaba por venir. Pero habían elegido un mal camino para acercarse al castillo. La zona norte era muy encrespada. La poca luz de la noche les habría confundido en su dirección a la cima. Corrían mucho peligro si decidían seguir por esa cara de la montaña. Tarde o temprano, tendrían algún percance. La gema brilló en el interior de su puño. El fulgor escapaba entre sus arrugas. Como barro fundido, la piedra de sus pies trepó por las piernas de Lenar, subió por el torso fundiéndolo con el trono de roca sólida, tapó su rostro y dejó para el final el puño que sostenía la gema. El brillo que escapaba de su interior se apagó cuando todo su cuerpo quedó cubierto de roca. En el asiento de piedra quedó su estatua inmóvil.

Othan no dejaba de pensar que si Luna no le acompañase iría mucho más rápido. Sin embargo, estaba encantado de ir tan despacio. Con la poca luz de la que disponía debía tener mucho cuidado de donde ponía los pies y las manos. Sobre todo, si quería indicarle bien a su amiga para que no tuviesen ningún accidente. Y por si acaso, Othan 37


había atado a Luna con una soga a su cintura. Estaban unidos por la cuerda. Si ella caía, él la sujetaría. No permitiría que nada le pasase. Tenía que entrecerrar los ojos para ver bien dónde agarrarse. Primero se aseguraba de tener anclados los pies. Se impulsaba un poco para dejarse caer de nuevo. Probaba que el lugar donde se sujetaba aguantaría cualquier eventualidad, entonces, con una mano bien agarrada, lanzaba la otra en busca de un saliente firme cuya roca no se moviese. Agitaba la roca con fuerza, cerciorándose de que no se movería cuando todo su peso dependiese de ese agarre. Y una vez sabía que era seguro, indicaba a Luna que agarrase el saliente donde él apoyaba sus pies. Esperaba hasta notar las manos de ella en sus tobillos y, tras preguntarle si estaba bien sujeta, continuaba su avance, paso a paso, asidero tras asidero. Por mucho que quisieran, ya no había vuelta atrás. Ahora resultaba más difícil bajar que subir, así que tenían que seguir escalando hasta llegar al castillo. Othan extendió su brazo derecho y agarró un pico de roca que llevaba observando desde hacía unos minutos. Tuvo que ponerse de puntillas, pero al agarrar el saliente este se agitó y lo soltó de inmediato. Las piernas le temblaban por el esfuerzo, pero a la vista solo se encontraba aquel saliente. —¿Va todo bien? —escuchó que le decía Luna desde abajo. —Sí, todo va perfecto —exclamó, intentando darle a su voz el tono más firme y seguro que pudo. Othan volvió a estirarse y agarró con fuerza de nuevo la roca. Esta vez la roca se desprendió. Volvió a apoyar su peso en los pies y se percató de que el saliente no se había caído, sino que simplemente se había desplazado de lugar. Ahora se encontraba más cerca, justo unos centímetros por encima de su cabeza. —¿Seguro que todo va bien? —volvió a preguntar Luna. —Me está costando un poco encontrar un buen asidero, pero toda va bien. De verdad —contestó. Alzó de nuevo el brazo y agarró el trozo de roca. Una vez más la piedra vibró y se desplazó. Esta vez a la altura de su cara. Othan la miró con interés. No había grietas a su alrededor. Estaba unida a la montaña de manera firme. ¿Cómo podía haberse movido? No había mucha luz. Podría equivocarse, pero aquello era muy extraño. Centró su mirada en la roca y la vio moverse un instante. Parecía 38


estar viva. Y justo cuando fue a tocarla de nuevo, un par de luces verdes empezaron a emerger de la roca. Al principio pensó que se trataba de dos luciérnagas que habían permanecido ocultas hasta entonces, pero gracias a la luz pudo ver cómo la superficie de la piedra, que rodeaba al saliente, ondeaba como agua de lago al caer una piedra. Poco a poco surgió de la pared un rostro. Un rostro humano. Lo que había pensado que eran luciérnagas resultaron ser sus ojos, el saliente era su nariz, y la boca brotó de la montaña por arte de magia. —¿Qué hacéis aquí? —preguntó la montaña con la voz que tendría un volcán en calma. Othan, simplemente cayó.

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Capítulo 6

O

than abrió los ojos. Tenía que estar muerto. Una caída como aquella mataría a cualquiera. Y de repente se percató. —¡Luna! Se incorporó rápidamente y miró a su alrededor. —Tranquilo, estoy aquí —escuchó a su espalda. Todavía sentado, relajó sus músculos. Luna le agarró por los hombros y le obligó a volver a tumbarse, a apoyar su cabeza en sus piernas. Othan obedeció, sumiso. Además, un terrible dolor encima de la nuca le estaba recordando que no había muerto. Cerró los ojos y se dejó llevar unos instantes. Luna le mesó el cabello lentamente y él no pudo ser más feliz. —¿Qué ha pasado, Luna? —preguntó sin abrir los ojos. —Ha sido muy extraño —susurró. Y su voz parecía fundirse en un sueño—. Yo esperaba justo debajo de ti. Vi que te costaba encontrar un paso seguro para continuar y empecé a preocuparme. En uno de tus intentos para agarrarte a un asidero noté que estabas a punto de caer... Y entonces fue cuando te pregunté si todo iba bien. Othan la escuchaba con los ojos cerrados. Concentrado en su voz revivía las imágenes en su memoria tal y como ella contaba lo sucedido. —No sé qué pasó entonces —continuó Luna—. Pero fuese lo que fuese, te caíste. El tirón que me dio la cuerda me dejó sin respiración, pero conseguí agarrarme y sujetar tu peso. Te balanceaste y te golpeaste la cabeza contra la montaña. 41


Othan recordó lo que había pasado. La cara, la pregunta que le había hecho y la sorpresa que le provocó la caída. Más allá del golpe, su mente era un agujero oscuro. —Estaba bien agarrada —prosiguió Luna—. Pero no podía soltar las manos para intentar alcanzarte. Si lo hacía me caería contigo. Pesabas demasiado y la cuerda me apretaba el estómago. No pasó mucho hasta que las fuerzas me fallaron y me solté. Othan abrió los ojos de par en par. Luna le miraba directamente. Y él se sentía perdido en su mirada azul. —Entonces pasó algo increíble —siguió—. Creía que me estaba volviendo loca, pero tan solo un metro después de soltarme, caí sobre tu cuerpo. Había crecido una cornisa de la montaña y nos sujetaba. Me quité de encima de ti y miré el golpe de tu cabeza. Cuando de repente la tierra debajo de nosotros tembló y comenzó a moverse. La roca donde estábamos no era una cornisa. Era una mano enorme. ¡Una mano de piedra! Othan se incorporó y se sentó delante de Luna. Ella le miraba completamente asustada. —¡Una mano, Othan! ¡La montaña nos ha salvado! Othan le puso una mano sobre el hombro, apretó suavemente para tranquilizarla. Su roce le mantenía cuerdo y atado a la realidad. —¿Qué pasó después? —le instó a continuar. —Oh, Othan, fue horrible. Nunca he estado tan asustada —le tembló la voz al hablar, pero aun así continuó—. La roca se cerró sobre nosotros. Podía ver algo de luz entrar por las grietas, pero la mano nos atraía hacia el interior de la montaña. Vi cómo la pared nos absorbía y nos encerraba en tinieblas. Luna se derrumbó. Se dio la vuelta y se dejó caer en los brazos de Othan. Él la abrazó y la atrajo hacia su pecho. Una punzada de culpabilidad le atravesó el corazón al darse cuenta de que él la había arrastrado hasta aquella situación. —No podía ver nada —consiguió decir ahogando un sollozo—. Sentía tu cuerpo en mis brazos. Respirabas débilmente y estaba… estaba… Othan apretó su abrazo y presionó el cuerpo de ella contra su pecho. Luna dejó de temblar en unos instantes. Su respiración se tranquilizó. Y ambos permanecieron en silencio durante un rato. 42


Othan no dejó de sujetar a Luna, pero aprovechó la tranquilidad para mirar a su alrededor. No podía creer que no lo hubiese hecho antes, pero con ella a su lado solía perder el interés por otras cosas. El cielo seguía nublado. Se encontraban en una terraza del castillo al aire libre. Todo lo que les rodeaba era de roca maciza, pero no parecía haber soldadura alguna que indicase que ninguna de sus partes había sido construida. La balconada era de una única pieza. El suelo carecía de losas o baldosas, era una inmensa lengua de piedra lisa que se extendía desde el castillo. Incluso éste, visto con detenimiento, no parecía poseer ninguna pieza en su estructura. Las torres, las paredes, los marcos de las puertas y ventanas eran lisos como las aguas de un estanque en calma. Y luego estaba aquel círculo de cristal enorme en el suelo cuyos bordes no estaban encajados en ninguna parte, sino que se fundían con la roca perdiendo su claridad en los extremos. Pero sin lugar a dudas, lo más extraño era la estatua sentada en el trono en mitad del balcón frente al ojo de cristal. Lo normal era que en un trono se sentase un rey, pero esta figura no llevaba ninguna corona encima. Su rostro quedaba oculto en el interior de una capucha. Pero aun así daba la sensación de estar mirándolos fijamente a los dos. Su brazo derecho se levantaba ligeramente con el puño cerrado, como sosteniendo algo en su interior con fuerza. ¿Quién pondría una estatua tan rara en un lugar como aquel? Othan no lo sabía. Pero pronto descubriría el porqué de muchas cosas. —¿Qué vamos a hacer, Othan? —preguntó Luna. Othan volvió su mirada hacia su rostro y una vez más el mundo dejó de existir a su alrededor. —No lo sé —contestó con una sonrisa forzada—. Tenemos que descubrir cómo subimos aquí, para ver cómo bajar. Los dos guardaban silencio, esperando a que uno u otro tomase la iniciativa. Pero alguien lo hizo por ellos. —Tal vez yo pueda ayudar en ese tema. —Escucharon ambos. Luna se incorporó de golpe, pero sin separarse mucho de Othan. Él se colocó delante de su amiga y agarró instintivamente la empuñadura de la espada de su padre. Miró a su alrededor, pero allí solo estaban ellos dos y… aquella extraña estatua. 43


Othan se levantó despacio. Sus nudillos blanqueaban por la fuerza con que apretaba la espada. La otra mano se estiraba protectora frente a Luna. No apartó la mirada de la estatua. Habían pasado demasiadas cosas extrañas como para descartar cualquier posibilidad. —No temáis. No os haré daño —oyeron. Y estaban seguros de que aquel sonido grave y seco escapaba del interior de la capucha de la estatua de piedra. Luna agarró con fuerza la mano de Othan y se levantó a su lado, temblorosa. No dieron ni un paso, pero tampoco dejaron de mirar atentamente la figura de roca. Del puño cerrado emanaron rayos finos de luz verde provocando pequeñas grietas en la piedra. Othan y Luna reconocieron el color enseguida. Era la misma tonalidad con la que se habían teñido las nubes esa misma tarde. El brillo creció en intensidad y las grietas crecieron desde el puño hacia el brazo creando ríos de brechas en el pecho, en las piernas, en la ropa pétrea y finalmente en la cabeza. En un último fogonazo esmeralda la piel de granito se desprendió, convertida en polvo, y dejó a la vista a un ser humano. La túnica bailó en la brisa nocturna. Y su puño fue perdiendo brillo, hasta que el resplandor desapareció en el interior de su mano. —Sentaos, por favor —dijo el extraño. Luna y Othan se miraron el uno al otro, confundidos. Observaron a su alrededor y solo encontraron roca en el suelo. Al instante, el encapuchado alzó una mano y la extendió como una oferta. Del suelo surgieron un par de montoncillos de piedra que crecían como ramas de pequeños árboles y que adquirieron la forma de sillas en unos segundos. Los asientos se encontraban al lado derecho del trono, justo enfrente del ojo de cristal. Los jóvenes se miraron sorprendidos, y más por miedo que por confianza, hicieron lo que el encapuchado les dijo. Se acercaron lentamente, siempre unidos de la mano. Bordearon el cristal. La sensación de pisar algo transparente por donde podían ver una caída tremenda no les inspiraba ninguna confianza. Al llegar junto a él, el encapuchado se destapó el rostro. Una melena blanca como la escarcha cayó sobre sus hombros. Sus ojos los miraban sin parpadear. Eran del color del barro rojizo, similar al de los barrizales de los que se extraía el lodo con el que fabricaban las vasijas en El Valle. Pero al igual que en un estanque, su interior 44


se removía y cambiaba constantemente sin detenerse ni un segundo. Del rojo al marrón, pasando por el verde y después al amarillo, unos instantes de blanco transparente para hundirse seguidamente en el negro más oscuro. —Tomad asiento —dijo una vez más mientras sus pupilas se volvían verdes como hojas de primavera. Los jóvenes no dejaron de mirar aquellos ojos danzarines. Othan se sentó en la parte más cercana al desconocido, siempre con la mano en la espada de su padre. Luna se colocó al lado de Othan. Observaba todos los movimientos del encapuchado, pero en realidad no se movía nada en absoluto. Aunque la piedra se había desprendido de su piel y de su ropa, aunque el color rosado de sus mejillas indicaba que estaba vivo y la suave brisa mecía la falda de su túnica, seguía pareciendo una estatua de imperturbable quietud. Tal vez por ese aire estático en el que nada se movía, en el que todo quedaba exactamente igual que en el momento anterior, y en el anterior a éste, como en un cuadro, Luna notó una sombra que se movía en el rabillo del ojo. Giró la cabeza por instinto y clavó su mirada en la entrada al palacio. Nada había. Sin embargo, las cortinas que colgaban justo frente a la puerta se habían movido. Una sombra corría por debajo para desaparecer en segundos. Luna habría jurado que antes de que todo eso ocurriera un par de ojos enormes de color marrón los espiaban. Había alguien más allí. —Mi nombre es Lenar —dijo. Pero para cuando Luna fijó su mirada en él ya había vuelto a quedarse quieto, como si nunca hubiese movido un músculo para hablar. —Yo soy Othan —respondió, intentando que no le temblase la voz—. Ella es Luna. —Habéis llegado en el momento justo —dijo sin moverse un ápice. —Justo, ¿para qué? —preguntó Othan curioso. —Las gemas han despertado —dijo sin ni siquiera mirarles. —¿Qué gemas? —preguntó Luna. —Eso solo puede significar una cosa —continuó el encapuchado sin contestar a su pregunta. —¿Se puede saber de qué está hablando? —volvió a preguntar Othan. Pero el desconocido parecía haber entrado en trance. 45


Sus ojos no dejaban de cambiar de color y hablaba sin prestarles atención. —El mal está por venir —prosiguió. —¿Qué mal? ¿Qué está diciendo? —Luna estaba asustada y se acercó a Othan. —Aquel que fue desterrado —continuó—. Aquel con el que luchamos y encerramos en la oscuridad. Aquel por el que lo sacrificamos todo, vuelve de nuevo. —Señor, no entendemos nada —le gritó Othan levantándose del asiento. —Noto su presencia —siguió el encapuchado—. El poder de las gemas ha llegado hasta él. Se ha abierto una brecha. Y por ella escapará. Y todo… todo estará perdido. Othan se acercó al encapuchado. Sus ojos no le miraban. Estaban perdidos más allá de la realidad. Pero cuando Othan estaba a punto de volverse y dirigirse hacia Luna, el brazo del desconocido se movió a tal velocidad que no pudo verlo. Le agarró por la muñeca con gran fuerza, sin que pudiese estirar el brazo para alcanzar la espada. —¡Mirad! —dijo mientras con su brazo libre estiraba su mano e indicaba hacia el ojo de cristal. Los dos jóvenes creyeron marearse por un instante. Pero en realidad era el efecto que producían las imágenes vistas a través del cristal. La luz se doblaba en su interior. Los colores se movían y se mezclaban en ondas como en los ojos del extraño desconocido. En unos instantes las imágenes se estabilizaron y ambos reconocieron las casas de la aldea que conformaban El Valle. Era de noche, pero todavía había algunas casas en las que el fuego crepitaba en las chimeneas, y su luz se escapaba por las ventanas de las cabañas. No podían decir de dónde provenía el sonido. No procedía del cristal. De eso estaban seguros. Pero podían escuchar los ruidos de la noche. Notaron un cosquilleo en la planta de los pies. El suelo vibraba y su temblor trepaba por sus huesos hasta llegar a sus tímpanos. Podrían jurar que eran capaces de sentir hasta las pisadas de los animales. Aquello era abrumador y hermoso. Pero pronto, por sus huesos solo discurría el miedo y el terror. Comenzó con un grito. 46


Las imágenes del ojo de cristal se movieron como el depredador que busca su presa. El alarido provenía de la panadería de Pandor. La imagen se paró frente al establecimiento y la puerta se abrió de golpe. El enorme Pandor salió dando tumbos. Su rostro se desfiguraba por el terror. Sujetaba su mano izquierda con fuerza y gritaba sin cesar. El panadero tropezó y cayó de bruces al suelo. Intentó levantarse, pero sus piernas no respondían, al igual que su brazo izquierdo tampoco se movía. Al mirar hacia sus pies descubrió, al mismo tiempo que Othan, Luna y el encapuchado, la razón de su parálisis. Sus pies no podían moverse porque se habían convertido en piedra. Su mano izquierda también lo había hecho. Todo su cuerpo se estaba cubriendo de un gris pétreo e inerte. A sus gritos se unieron los del resto de los habitantes de El Valle. Del interior de las casas escapaban alaridos terribles que llegaban hasta la cima de la montaña y que se hundían en la mente de los dos jóvenes. Por toda la aldea los gritos se extendían como el fuego en un bosque. Los habitantes de la aldea estaban experimentando lo mismo. El Valle al completo se estaba convirtiendo en piedra. Y en cuestión de segundos, las calles de lo que había sido su hogar se convirtieron en un paseo de estatuas de rostros desgarrados, de gritos congelados que solo dejaban en el ambiente un silencio de muerte y roca. —¡Dioses! —exclamó Luna mientras se abrazaba a Othan. Sin emitir ningún sonido, Lenar pasó la mano por encima del cristal y éste difuminó las imágenes hasta quedar en nada. Sin embargo, la vibración de los gritos permanecía en el interior de los jóvenes como un eco que se resistía a desaparecer. Luna temblaba bajo los brazos de Othan. Sus lágrimas empapaban su jubón. Pero la rabia de Othan corría por sus venas. Estiró su brazo derecho para alcanzar la espada de su padre. De un salto se colocó frente a Lenar y colocó el filo delante de su rostro. —¿Por qué? —gritó—. ¿Por qué lo has hecho? —Yo no he hecho nada —contestó sin inmutarse. —¡No mientas, maldito! —balbuceó Othan sin contener la furia—. ¿Quién más podría haberlo hecho? —Él —contestó levantando su brazo y señalando al cielo. Othan y Luna levantaron su rostro justo a tiempo para ver algo increíble. El cielo, antes cubierto de nubes, se estaba abriendo. 47


Pero no eran las nubes las que se desplazaban para hacer un hueco a la claridad. Lo que se estaba abriendo era el tejido mismo de la realidad. El espacio se combaba, y lo que dejaban al descubierto no era el cielo, sino una negrura como no habían visto jamás. Más oscuro que la noche, más profundo que cualquier sima, el hueco que se abría en las alturas crecía engullendo todo a su alrededor. —¡Cuidado! —gritó Lenar. Othan y Luna no sabían de qué les estaba advirtiendo. El encapuchado se movió rápidamente. Tan rápido que los jóvenes no pudieron distinguir cuándo se había incorporado y puesto de pie. En su puño resplandecía el mismo brillo verde que habían percibido con anterioridad. Y sus ojos se iluminaron con una tonalidad a juego. Su brazo hizo un giro desde lo más bajo hasta pasar por encima de sus cabezas. Y mientras hacía esto, la roca del suelo creció sobre ellos formando una cúpula. El trueno que llegó después hizo temblar toda la montaña y la estructura misma del castillo. La lluvia cayó un instante después de que el mágico techo se hubiese formado. Pero aquello no era agua. No provenía de las nubes, sino del agujero que se había abierto entre ellas. Y su color era igual de negro y oscuro. Othan estiró su mano para intentar coger unas gotas de la extraña lluvia. Pero la mano de Lenar le detuvo en seguida. —Yo no lo haría si fuera tú —le advirtió. —¿Por qué no? —preguntó Luna—. ¿Qué es eso? —Eso es el origen de todo mal —contestó, volviéndose hacia el ojo de cristal—. Es la razón por la que vuestro pueblo es ahora una aldea de estatuas. Es la esencia de Say’n, si la tocáis vuestra alma será pervertida por su ser y os convertiréis en siervos de su causa. —¿Pero quién es ese Say’n? ¿Qué causa es esa? —Say’n es el eterno enemigo. Y su causa es el fin de toda vida —y mientras hablaba, parecía sumirse en un trance. Como si las palabras saliesen por sí solas, como un discurso aprendido que se repite sin pensar. Lenar volvió a sentarse en su trono de piedra. Un destello esmeralda brilló de su mano derecha y el ojo de cristal se puso en movimiento. Esta vez la luz no se curvó en su interior, las imágenes no se formaron en un remolino de colores, sino que el mismo cristal ondeó como olas de agua. De su centro se alzó una torre de cristal 48


líquido que se dividió en cuatro pequeñas estrellas que comenzaron a girar alrededor del ojo. —Las gemas fueron el origen de todo —comenzó su relato—. Tierra firme, sólida, fértil, estable. Fuego ardiente, vivo, impetuoso, apasionado. Agua vital, inquieta, fugaz, incontenible. Aire etéreo, omnipresente, huidizo, libre. Las réplicas de cristal giraron, acercándose unas a otras en una danza hipnótica. Cuando estaban a punto de juntarse cayeron al ojo, fundiéndose como gotas de agua en un estanque. Y de su centro nació una figura humana. Las gemas reaparecieron a su alrededor para acabar juntas en la palma de su mano. —Say’n fue el primer ser que pisó el mundo y a él se le encargó la sagrada misión de custodiar las piedras de poder. Y así fue durante siglos. Más figuras de cristal surgieron de la superficie del ojo. Un mundo entero creció desde su interior. Un sol cristalino salía por el Este y se ponía por el Oeste dando paso a una luna transparente y brillante. Las figuras se movían con vida propia. Aparecían y desaparecían. Como un escenario de marionetas vivas, contaban la historia en la medida en que Lenar utilizaba sus palabras. —Nacieron las razas. Evolucionaron junto con las demás especies. La vida pobló el universo en constante movimiento, siempre bajo el poder de las gemas, siempre bajo la custodia de Say’n. Pero llegó un día en el que todo cambió. La ambición de los hombres, la naturaleza propia de su humanidad desembocó en una guerra. Say’n había protegido las gemas durante milenios. Milenios que había utilizado para estudiarlas y para conocer el alma de los hombres. Horrorizado por los actos terribles que la humanidad era capaz de llevar a cabo, utilizó sus conocimientos para controlar el poder de las gemas y detener sus atrocidades. La figura de Say’n crecía en el centro del ojo de cristal. Las demás figuras empequeñecían a su alrededor mientras las gemas giraban alrededor de su puño vengador, levantado a los cielos. —Pero tanto poder no debe ser usado a la ligera —se lamentó Lenar, inclinando la cabeza y escondiéndola en su pecho—. El poder de las gemas era demasiado incluso para Say’n. La tentación de poseer un poder infinito lo corrompió. Creyó poder dominar 49


todos los actos de la humanidad. Les robó su libertad en lo que él creía un bien superior. Las gemas no deseaban aquello y con el tiempo se rebelaron contra Say’n. Las piedras de cristal se desprendieron del puño de Say’n. Cada una de ellas salió disparada en una dirección para terminar cayendo en los bordes del ojo. Y allí donde se depositaron, como si de semillas se tratase, crecieron cuatro figuras humanas con sus puños alzados. Y dentro de ellos las joyas brillaban como el sol cegando a Say’n. —Las gemas eligieron cuatro guerreros. Cuatro portadores de su poder que lucharían contra su antiguo protector —continuó, y su tono cobró vida, emoción—. No fue fácil, y supuso un gran sacrificio, pero al final consiguieron derrotar a Say’n y lo encerraron donde nunca podría ser liberado. O eso creían. La figura de cristal que representaba al antiguo protector abatido desapareció en un fogonazo de luz. Y solo uno de los guerreros permaneció en pie. Las gemas flotaron en el aire y desaparecieron en el lago de cristal, cada una por un extremo, y allí quedó la figura solitaria del último portador, rodeado por la destrucción. —Usaron todo su poder —susurró, y cuando su mano sobrevoló la superficie del ojo, la imagen se hundió en el lago de cristal—. Casi se secaron, así que se ocultaron a los ojos de los hombres allí donde pudieran recobrar su energía. Pero dejaron un mensaje al último portador. Say’n era inmortal. Su unión con ellas durante milenios le permitiría volver en cuanto éstas se recuperasen, pues su poder crecería con el de ellas. Nuevamente, la luz se curvó en el interior del ojo de cristal y se formó la imagen de la aldea de El Valle bajo la negra lluvia de Say’n. Los tejados, las paredes, las estatuas, las hojas de los árboles y la tierra misma quedaron empapados por su esencia. —Así ha ocurrido durante milenios. Así volverá a ocurrir — dijo hundido en su trono—. Las gemas han despertado. El camino está abierto para Say’n. La lluvia negra es una señal. Todo comienza de nuevo. El discurso de Lenar fue detenido por un aullido terrible. Luna se apretó aun más a Othan que seguía con la mano aferrada al mango de la espada. 50


—¿Qué es ese ruido? —preguntó Othan. —Son las bestias, seres de los bosques —contestó Lenar. —No existe animal alguno en el Valle o en sus alrededores que provoque ese aullido —comentó Othan asustado. —Te equivocas —dijo Lenar sin más—. La esencia de Say’n está cambiando a las bestias, a las plantas y a la misma tierra. Los prepara para defender el terreno en busca de las gemas. Un nuevo aullido llegó a sus oídos. Y entonces vieron, a través del ojo de cristal, salir de entre los árboles del bosque bestias nacidas del mismo infierno. El primero en aparecer parecía un bérnido, pero su tamaño era descomunal. Al pasar entre dos árboles, éstos se combaron y resquebrajaron hasta romperse y caer a un lado. Sus garras se hundían en la tierra y destrozaban todo lo que quedaba debajo. Un par de colmillos nacían en su hocico hasta alcanzar las dimensiones de una espada pequeña y de ellos caían gotas de baba espesa y humeante que quemaban la tierra. El pelo se erizaba en su espalda y temblaba al andar. Al rozarse, la melena chocaba entre sí y sonaba como las espigas de madera de Ori en un día de tormenta. Detrás de esa bestia siguieron apareciendo muchos más, sífidos arrastrándose sobre sus panzas del tamaño de pequeños árboles, warlos inmensos con baba ácida, rantors de espalda pétrea a los que les habían crecido garras que parecían de cristal y en cuya espalda surgían espinas de roca afiladas. Incluso los bantas y los buntys habían cambiado hasta convertirse en animales irreconocibles y aterradores. Nada les tenía preparados para lo que apareció detrás de todos ellos. Los árboles caían a su paso. El temblor de sus pisadas se notaba hasta en la cima de la montaña. En su mano cargaba una porra inmensa de piedra. Por su cuerpo crecían escamas rocosas y sus ojos brillaban con el color rojo de la ira. Toda su piel había ennegrecido y se confundía en la noche, por eso no lo habían visto hasta ahora, aquello era, sin duda, un Ogernot. Othan había escuchado historias sobre esta raza. Cuentos de miedo para las noches de verano en el bosque. Ogros gigantes que viven escondidos en las montañas y que se alimentan de piedra y carne, ya fuese animal o humana. Hasta entonces solo había sido un mito. Pero ahora… ahora era una pesadilla. 51


El terrible ogernot y las bestias irrumpieron en la aldea. Luna retiró la mirada cuando la primera estatua se hizo pedazos. Sin embargo, Othan no podía apartar la atención del ojo de cristal. Todas las bestias estaban destrozando la aldea. El ogernot se ensañaba con sus habitantes. Desplazaba la inmensa porra sin detenerse. Más de una vez alguna de las bestias fue alcanzada por un golpe, pero eso tampoco las detenía. —Tiene que parar esto —gritó Othan interponiéndose entre Lenar y el ojo cristalino. —No puedo —contestó sin más, hundiendo su cabeza. —No me vale un “no puedo”. Hay que pararlo —se quejó nervioso—. ¡Es nuestra familia la que está ahí abajo! Lenar ni siquiera contestó. Permaneció allí en silencio con la mirada fija en el ojo de cristal, viendo cómo todos y cada uno de los aldeanos eran reducidos a grava. —Othan, haz algo —imploró Luna entre lágrimas. Él la miró y pudo sentir la tristeza y la desesperación en sus ojos. Ella lo agarraba con fuerza, como si fuese a hundirse si lo soltase. El sentimiento de impotencia le atenazaba la garganta y la rabia le hervía en la boca del estómago. Aquello no podía estar pasando de verdad. Estaba viendo morir a toda su aldea, a su abuelo, a los padres de Luna. Y algo prendió una chispa en su interior. Sus músculos se movieron solos y en un instante, la espada de su padre tenía la punta en la frente del extraño encapuchado. Luna le miraba sorprendida. Pero Othan tenía una férrea expresión de determinación en su rostro. Aunque la mano le temblaba un poco, su corazón estaba seguro como los cimientos de la misma montaña. —Dime cómo bajar —ordenó con seguridad. —¿Qué? —gritó Luna, asustada—. ¿Te has vuelto loco? Te matarán. Othan se volvió hacia su amiga y le habló con voluntad decidida. —Alguien tiene que hacer algo. Si no lo hace este extraño lo haré yo. Salvaré tantas estatuas como pueda. Luna fue a replicarle, pero las palabras quedaron atrapadas en el interior de su garganta. El puño de Lenar volvía a brillar, y se alzaba. Pero no parecía 52


ser voluntad del encapuchado, sino que una fuerza ajena a él luchaba por salir. —¿Estás seguro de lo que dices, joven? —consiguió articular Lenar mientras luchaba por mantener el puño cerrado. —Sí —contestó con firmeza. Y en ese mismo instante la mano de Lenar se abrió de golpe. El brillo esmeralda los cegó a los tres y la gema quedó libre. Entreabrieron los ojos intentando ver qué pasaba a continuación. Othan había retrocedido inconscientemente y se encontraba prácticamente en el centro del ojo de cristal. La piedra volaba lentamente hacia él, parecía estar cantando una suave melodía que impregnaba el ambiente. Le llamaba. Creía oír su nombre susurrado a través del suelo, de las paredes y del mismo cristal que pisaba. Cuando la pequeña esmeralda quedó delante de él, estiró la mano para agarrarla. Al quedar encerrada en su mano, el brillo se redujo escapando pequeños brillos entre sus dedos. Lenar sonrió, pero la mueca de sus labios mostraba tristeza. No obstante, habló. —Ahora, Othan, lucha. Luna soltó un grito de miedo. Los pies de Othan se estaban hundiendo en el cristal. Lo estaba atravesando de la misma manera que un animal se hundía en las arenas movedizas de los pantanos. Pero Othan no estaba asustado. Sus ojos verdes destellaron. Su rostro adquirió rigidez y seriedad. La gema había tomado el mando.

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Capítulo 7

D

espués de los años contarían a sus nietos cómo en la noche más oscura que habían vivido, una estrella esmeralda cayó de los cielos en su ayuda. Othan descendía velozmente desde lo alto de la montaña envuelto en un manto de luz verde. El ogernot y las bestias se sorprendieron al ver el destello en el cielo. Detuvieron el destrozo para mirar hacia arriba. Siguieron la estela de luz hasta que descubrieron que se acercaba a ellos. Entonces, todos corrieron. Al caer al suelo, Othan provocó una enorme polvareda. El impacto hizo temblar la tierra y algunas casas, que estaban ya en ruinas, terminaron por desprenderse. El mismo ogernot perdió el equilibrio y acabó en el suelo. Y mientras se levantaba, observó la nube de polvo y tierra que se había formado en el punto de caída. Una ola de luz empujó la polvareda provocando un fuerte viento. Las bestias sacudían la cabeza y el ogernot se tapó los ojos para protegerse. En el centro del cráter que se había formado, Othan se encontraba de pie, completamente ileso. Sus ojos brillaban con la intensidad de dos estrellas esmeralda. De su cuerpo fluían espirales de humo verde. Y en su mano derecha sujetaba la espada que había heredado de su padre. Retirada la nube de polvo, las bestias olfatearon el aire. La esencia esmeralda que desprendía Othan estaba por todas partes y su olor captó la atención de las fieras. Un rantor de piel pétrea mugió ferozmente y embistió contra él. Othan le esperó con el brazo en alto. No se inmutaba mientras veía a la enorme bestia correr directa 55


a despedazarle. Su rostro no mostraba expresión alguna, permanecía lisa como la superficie de la gema que brillaba en su mano. La espada que apuntaba hacia el cielo hizo un giro semicircular con total precisión y rapidez en el momento justo en que el rantor llegaba. El golpe asestado contra la cabeza de la bestia sonó a metal contra roca, como un yunque castigado por un martillo gigante. El rantor se ladeó rozando a Othan y pasando por su lado, hasta caer sobre su lomo al suelo. El arma se rompió en dos y la punta cayó al suelo. La piel de roca que protegía la cabeza del rantor también se partió y la bestia permaneció inerte en el suelo, tras la espalda del culpable de su muerte. Othan miró la vieja arma. Partida al primer golpe. Sin embargo, su mirada no mostraba sentimiento alguno. La espada de su padre, el único recuerdo que le quedaba, estaba rota, pero para aquellos ojos, para aquel guerrero en que se había convertido, solo parecía ser un inconveniente menor. Era como si no fuese Othan quien observara la espada rota, sino otra persona, otra… cosa. Alzó de nuevo el brazo y golpeó el suelo con la espada. El resto del metal que quedaba se desprendió hecho añicos y tan solo el mango permaneció en su mano. Sus ojos brillaron con un destello esmeralda. Apoyó el mango en el suelo y la tierra onduló. Al levantar de nuevo el brazo un filo gris se alzó con él. La roca adherida al mango reflejaba la luz de la luna con tonos verdemar. Y por un instante, Othan sonrió. Pero aquella sonrisa no era humana. No podía serlo. Más bestias bramaron y corrieron en pos de Othan. Un sífido acabó cortado en dos antes siquiera de poder llegar a enseñarle los colmillos. Dos warlos fueron ensartados en el aire cuando saltaban sobre él, sin ni siquiera mover los pies del suelo. Y de repente, un rugido provocó el silencio en la noche. El ogernot golpeó el suelo con su garrote de piedra mientras gritaba. Las bestias cesaron sus ataques y retrocedieron, dejándole paso. La batalla tomaba otras dimensiones, hasta los animales sabían reconocer al líder. Los pasos del gigante hacían temblar toda la aldea. Pero la figura de Othan permaneció inmóvil. El ogernot llegó al cráter donde su adversario se encontraba e inclinó la cabeza para mirarle a los ojos. Aquellos ojos carentes de humanidad, que 56


solo reflejaban el poder de la gema en control del cuerpo del joven Othan. El ogernot le enseñó los dientes y emitió un rugido que provocó pavor incluso a las bestias, que se reunieron para ver el desenlace de la lucha. El cuerpo de Othan relajó su brazo y dejó que la espada rozase el suelo. El ogernot inclinó la cabeza, extrañado. Estaba acostumbrado a que sus víctimas gritaran o huyeran, pero aquel pequeño ser, además de no parecer siquiera asustado, no pretendía defenderse. Alzó el garrote sobre su cabeza y con un grito desgarrador lo dejó caer con todas sus fuerzas contra Othan. La fuerza del impacto rompió el garrote en pedazos y provocó su caída al suelo. Todavía permaneció el eco del golpe en el aire durante segundos. El ogernot reía para sí. Había sido muy sencillo. Pero su felicidad se transformó en asombro cuando al incorporarse vio a Othan intacto entre los restos de su garrote. Sus ojos brillaban con vida propia. Su cuerpo volvía a emanar energía verde en olas de humo. Su espada permanecía sin un rasguño y sin levantarse un ápice de la posición en la que había recibido el golpe. De repente, un destello de sus ojos titiló un segundo y los restos del garrote comenzaron a rodar hacia Othan. Las rocas se amontonaban a su alrededor hasta cubrirle por completo. Giraron en torno a él, rodando, cambiando, fundiéndose unas con otras y tomando forma. Finalmente, Othan reapareció enfundado en una armadura de piedra. De su puño izquierdo escapaban rayos de color verde, su mano derecha empuñaba el mango de la espada de su padre de la que nacía el filo de piedra y en su rostro, sus ojos brillaban con poder. Duró un instante. Solo un momento. El brillo en los ojos de Othan desapareció. Un color verde oscuro, el verde oscuro normal de su rostro retornó sin previo aviso al mismo tiempo que su mente fue consciente de su presencia. Hasta hacía unos segundos había notado cómo una fuerza le había empujado al interior de su cabeza y lo había retenido allí, ajeno a todo lo que pasaba, pero por un segundo consiguió salir a flote y volver a dominar su propio cuerpo. Pero para su sorpresa su cuerpo estaba paralizado por piedra a su alrededor. No podía moverse, no sabía lo que estaba pasando, todo su 57


ser estaba confuso. Y el poder de la gema empezó a notarlo y a sufrir las consecuencias. La armadura pétrea comenzó a desconcharse y caer a trozos. El filo de la espada se deshacía como arena soplada en el viento del desierto. Y el ogernot pareció darse cuenta. Un rugido nació de su garganta como el trueno de una tormenta que se acerca con rapidez. Sus enormes músculos se pusieron en movimiento provocando que el miedo de Othan aumentase sin remedio. No sabía qué hacer. Y si no reaccionaba pronto, moriría. Una vez más notó aquel empujón. Algo tiraba de su mente con fuerza hacia atrás. Dejó que el miedo le arrastrase, escondiéndose allí donde la gema le había protegido antes, y permitió que el poder tomase el control de su cuerpo una vez más. El blanco de sus ojos desapareció para dejar paso al brillo esmeralda. Su armadura se formó de nuevo a la velocidad del rayo mientras el filo de su espada crecía. El suelo bajo los pies de Othan se alzó y lo impulsó hacia el cielo. El peso de la armadura de piedra cayó sobre la pierna del gigante, el hueso al romperse sonó como un árbol al partirse en un día de tormenta, pero pronto el crujido se ahogó en el rugido de dolor del ogro. La enorme bestia intentó estirar su brazo para alcanzar cualquier cosa, una roca, un árbol o incluso otra bestia para golpear a Othan y defenderse. Pero él fue más rápido. Corrió por su pecho y al llegar a lo más alto saltó al suelo. Mientras caía alzó su espada con las dos manos y ésta creció mágicamente. Othan descargó su fuerza y el filo de piedra sobre el cuello del ogernot y cortó de golpe el grito de dolor. De pie junto al cadáver del gigante, permaneció inmóvil ante la mirada de las bestias. Un warlo aulló y enseguida se le unieron el resto de los rantors, bérnidos, sífidos y demás fieras. El estruendo crecía a medida que los animales rugían, aullaban y golpeaban el suelo con sus pezuñas y garras. Acecharon a Othan desde un extremo del cráter, pero él no se movió. Poco a poco, se fueron aglomerando dispuestos a saltar sobre su presa. En ningún momento cesaron de bramar, rugir y aullar. Y Othan tampoco dio un paso atrás. Quedaba poco para que alguna de las bestias echase a correr dando la señal para que el resto le siguiese. El aire, denso y cargado de tensión, crepitaba con pequeños destellos, como flínegas suicidas. 58


El pelambre de las fieras se electrizaba y erizaba. Un warlo enseñó los dientes y mordió el aire, amenazador. Othan dio un paso adelante y la manada se detuvo sorprendida. El griterío cesó y Othan dio otro paso adelante. Las huellas a su paso humeaban esencia esmeralda. Dio otro paso y la espada comenzó a alzarse en su brazo. Un paso más y otro más y ya estaba en lo alto. Sus pasos se convirtieron en una carrera y la carrera en una carga. Su cuerpo brillaba, sus ojos resplandecían de poder y del interior de su yelmo de piedra surgió un grito cavernoso, que retumbó por todo El Valle. Como el trueno de la tormenta, corría hacia la manada de bestias, tenía la espada sobre su cabeza sujeta con las dos manos, su cuerpo envuelto en resplandor verde y su corazón dispuesto a hacer justicia. La jauría estaba desconcertada. Ninguna bestia supo qué hacer ante la visión de su enemigo corriendo en su dirección. Othan dio un salto que lo elevó en el cielo frente a ellos. Todo él era una estrella verde que iluminaba la noche. Y su espada cayó como un hacha ejecutora dejando una estela en el aire. Golpeó la tierra. Una grieta creció desde el punto del impacto hasta el extremo de El Valle. El suelo tembló y comenzó a abrirse bajo los pies de la jauría. Y las bestias comenzaron a caer al abismo que no cesaba de abrirse. Algunas de ellas saltaron justo en el momento en el que el suelo se desprendía, pero un nuevo brillo esmeralda recorrió la armadura pétrea de Othan y las rocas de las casas de la aldea salieron disparadas, golpeando a las bestias que intentaban escapar. Una a una fueron cayendo en el agujero y cuando no quedó nada más por caer, Othan clavó su arma en la tierra. Extendió sus brazos y los abrió de par en par. Sus ojos resplandecieron una vez más y al juntar sus brazos en el aire, la tierra se cerró sobre sí misma. El estruendo duró varios segundos. Pero al poco tiempo el silencio inundó El Valle. Ya no quedaba gente que pudiese hacer ruido o que gritase de alegría por haber sido salvados. Tampoco quedaban animales que perturbasen la tranquilidad de la noche. Tan solo Othan en mitad de la nada. Permaneció de pie. El brillo esmeralda de su armadura fue apagándose poco a poco, hasta que la roca no reflejaba ni un solo rayo de luna. Tan solo roca gris y muerta. Como corteza seca de 59


árbol, la piedra de su cuerpo se fue desprendiendo en escamas. Y allí quedó el joven héroe, una vez más en carne y hueso. Sus ojos también perdieron resplandor. Y al apagarse por completo, los cerró y se desplomó en el suelo. Su mano izquierda se abrió perdiendo la tensión de sus músculos. En el interior de su puño todavía permanecía la gema esmeralda, aguantando como un rescoldo de fuego nocturno. Y finalmente se apagó también, como una vela consumida. Una suave brisa removió la melena de Othan. A su lado, la espada de piedra se desmenuzaba y se deshacía. Desde el filo hundido en la tierra se iba transformando en arena poco a poco. Hasta que al final solo quedó el mango metálico en un pequeño montón de polvo. Arriba, en el castillo, Luna observaba el cuerpo tendido de Othan a través del ojo de cristal, temiendo no reconocer a su amigo de la infancia. ¿Cuándo se había convertido Othan en semejante guerrero?

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