Leo Circus

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LEO CIRCUS

© Verónica Leonetti por las ilustraciones. © J. E. Álamo y Roberto Malo por el texto. Corrección: Sergio R. Alarte. Diseño: Jesús Huguet. Maquetación: kharmedia.es Kelonia Editorial Primera edición: Abril 2014 © Kelonia Editorial 2014 Apartado de correos 56. 46133 - Meliana (Valencia) kelonia.editorial@gmail.com www.kelonia-editorial.com ISBN: 978-84-942366-1-7 Depósito legal: V707-2014




A nuestros lectores mĂĄs exigentes: Sarah, MarĂ­a, Leo y David.



LEO Leo es un niño singular. No lo es por ser flaco o tener el pelo lacio y negro como noche sin luna, o el rostro alargado y tan pálido como el nácar. El motivo es que tiene los ojos de un pez. Dos ojos enormes, oscuros y relucientes. Nació así y nada pudo hacer por él la medicina. –Imposible de operar –dijeron los médicos a los padres de Leo–. Pero déjenlo aquí para que podamos estudiarle. ¿De qué les servirá a ustedes? No tiene párpados y el sol quemará sus ojos. Jamás podrá ayudarles en nada y solo será una carga. Les pagaremos unas monedas. Pero Papá y Mamá, que ansiaban un hijo como nada en el mundo, se negaron. –Yo le pondré gotas con sal todos los días y a todas horas –anunció Papá. –Y yo le bordaré párpados de la seda más suave para protegerle del sol –afirmó Mamá. –Y le querremos –aseguraron los dos a la vez. Y fueron fieles a su palabra. Le quisieron hasta los diez años. Durante ese tiempo, Papá siempre anduvo atento para ponerle las gotas que evitaban que los ojos de Leo se secaran. Por su parte, Mamá bordó muchos párpados de colores oscuros para proteger los ojos de Leo del sol. Al ser de seda, se transparentaban y Leo tenía una visión borrosa del mundo. Una imagen como la que uno vería a través de una pecera llena de agua, pero a Leo le bastaba para querer conocer ese mundo. Como no podía salir mucho, Leo se aficionó a los libros que le leían Papá y Mamá. En esas páginas se contaban historias de países cercanos y lejanos, de tiempos antiguos y por venir, y sobre personas y animales increíbles. Así vivió dramas, tragedias, comedias... Y en Leo nació el deseo de ver mundo, deseo que con el tiempo se hizo cada vez más grande. Hasta los diez años Leo fue un niño feliz. Papá y Mamá también lo fueron, aunque no cesaban en su búsqueda de una cura para el mal de su hijo. Confiaban en encontrarla algún día. Fueron diez años maravillosos.

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El día del décimo cumpleaños de Leo, Papá y Mamá volvían de la ciudad de comprarle unos libros cuando les cayó encima una estrella fugaz. –¡Una estrella fugaz! ¡Algo extraordinario! –le contó a Leo el agente Macario mientras hacía grandes aspavientos. Macario era el policía del pueblo; un tipo grandote de buen corazón, pero también un poco bruto–. Los aplastó del todo. Me lo contó Rogelio el pastor. Estaba muy fastidiado el hombre, también murieron cinco de sus ovejas. ¡Algo trágico! –Finalmente se calló ante el silencio de Leo. De pronto cayó en la cuenta de que perder a tus padres es más serio que perder cinco ovejas. Como ya no supo qué más decir, acabó dándole una palmada de ánimo en la espalda a Leo y se marchó. El dolor de Leo fue tal que creyó que moriría aplastado por el peso que tenía en su pecho. Sin embargo, al cabo de unos días supo que viviría. Recibió visitas de familiares que le ofrecieron sus hogares, pero notó cómo le miraban a hurtadillas y hablaban en susurros cuando le creían distraído. Les dijo que lo pensaría, que era pronto aún para pensar en mudarse. Una noche decidió que no podía quedarse en una casa con tantos recuerdos y que tampoco quería irse a vivir con nadie. Así que metió en un morral las gotas, los párpados de seda, algunas monedas y algo de comida, y echó a andar en la dirección por la que se ponía el sol. Tomaría el camino que atravesaba el bosque Lilith, cerca de su hogar, para ver qué había más allá. Tuvo la certeza de que Papá y Mamá, allá donde estuvieran, habrían aprobado su decisión. Iba a conocer ese mundo del que hablaban los libros.

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, IMPAVIDO Y AMAPOLA –¡Damas y caballeros! ¡Niños y niñas! ¡¡EL JUEGO DEL AMOR!! El más antiguo y deseado de los tesoros: querer y ser querido. Ni el oro, ni la plata, ni las piedras más preciosas. El amor es lo más apreciado y está por encima de todo eso. Sí, caballero, no me mire con esa cara. Usted no me cree porque tiene amor, porque ama y es amado. ¿No es acaso su familia quien le acompaña? Su bonita esposa y sus maravillosos hijos, ¿verdad? ¡Ea, ahí lo tiene! Usted tiene amor y por eso no lo desea. TODOS USTEDES TIENEN AMOR, ¿VERDAD? Ya les veo asentir, son buenas gentes y es natural que disfruten de sus vidas; aman y reciben a cambio amor... Pero, ¿y si no fuera así? ¿Y si no bastara con amar? ¿Y si amando con todas sus fuerzas, solo consiguieran ahuyentar al objeto de sus desvelos? »Un aplauso, querido público, un aplauso para Amapola». Y, entre el batir de palmas, una joven menuda sale a la gran pista circular de Circus. Luce una larga melena pelirroja y ojos grandes, ansiosos y muy verdes. Va vestida con un sencillo vestido también verde. En los pies calza unas discretas zapatillas color caoba. Amapola hace una breve reverencia al público, que la observa preguntándose qué tendrá que ver esta mujer con todo lo que les acaban de contar sobre el amor. Ella llega hasta el centro de la pista y aguarda allí de pie, retorciéndose las manos. No aparta la mirada del gigantesco jefe de pista, el Gran Grizzly, que la mira con ternura. –A la pequeña Amapola no pudieron retenerla en casa. Amaba demasiado –cuenta el Gran Grizzly en voz baja, respetuosa–. Es tal su pasión, que cualquier ser humano normal arde con su contacto. Sí, niños, no os engaño, el amor es maravilloso, pero en ocasiones puede ser terrible, devastador. Y un buen día la pobre Amapola apareció por aquí, o casi diría que nosotros aparecimos por Amapola. Sí, una pequeña broma, señora; no me mire así. O quizás no lo sea. ¿Quién sabe cómo teje sus hilos el destino? Amapola comienza a mostrarse inquieta, mirando a todas partes.

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–¿Quién, sino el destino, pudo traernos hasta Amapola cuando aquí mismo teníamos aquello que ella ansiaba? O mejor debería decir aquel a quien ella ansiaba. –El Gran Grizzly calla y observa a Amapola, la joven ha comenzado a ponerse colorada y las primeras filas notan el calor que despide su cuerpo–. Creo que no debemos dilatar más la espera, podría ser peligroso. Voy a presentarles a un hombre extraordinario, alguien tan enterrado en sí mismo que jamás dio amor ni lo recibió hasta que... Pero mejor véanlo con sus propios ojos. ¡Damas y caballeros, niños y niñas: Impávido! De entre las sombras de los cortinajes que dan entrada a la pista, surge un hombre flaco, de aspecto grave y andar pausado. Corresponde al aplauso que le da el público con un tímido fruncimiento de cejas. Luego, llega hasta el centro de la pista, despliega un taburete que lleva en la mano y se sienta. Viste unos pantalones grises, una chaqueta también gris y una camisa blanca sin corbata. Sus zapatos son grandes y negros. Apenas mira a Amapola, y hasta parece un poco aburrido. Pero Amapola sí le mira a él y lo hace con una fuerza inusitada en sus ojos. Hasta los espectadores más alejados notan el calor que brota de la chica. Entonces salen varios hombretones cargados con grandes cubos de agua. Se colocan alrededor de la pista. –Solo una medida de precaución –susurra el Gran Grizzly, y todos lo oyen porque el silencio es absoluto. –TÚ –exclama repentinamente una voz aguda–. TÚ. Amapola está ardiendo. Su pelo se eleva en el aire como dotado de vida propia, y es tal el calor que despide, que todos los presentes sudan profusamente. Pero no solo sudan, también sienten una profunda emoción que les recorre de la cabeza a los pies, una sensación embriagadora que les sacude sus entrañas con tanta fuerza que da miedo. Es el amor que despide Amapola y ni siquiera está dirigido a ellos, no. Está dirigido a Impávido. Todas las miradas buscan al que está sentado en el taburete. Algunos casi esperan verle envuelto en llamas... Impávido sigue sentado tranquilo y no hay llamas rodeándole, ni parece afectarle el calor lo más mínimo. De hecho, si uno se fija bien, parece que sigue aburrido. –¡TÚ! –y la voz ruge como un incendio devorando un bosque. Se oye el llanto de algún niño. El calor es insoportable. El Gran Grizzly se echa hacia atrás mientras se enjuga el sudor con un enorme pañuelo rojo. Impávido gira el rostro hacia Amapola. La observa con una ligera expresión de interés. El vestido de Amapola ha ardido y la joven avanza totalmente envuelta en llamas.

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–¡TE AMO! –grita ella y hay ternura, deseo, pasión y amor verdadero en esa declaración. Todos los presentes comienzan a llorar, conmovidos en lo más profundo de sus corazones. Se oye incluso algún que otro “Yo también te amo” entre el público. Amapola solo tiene ojos para Impávido, que ahora le devuelve la mirada. Él tiene los labios entreabiertos y parece a punto de decir algo, pero no lo hace. Al cabo de unos instantes, vuelve a cerrar la boca, pero ya no parece aburrido. Ella llega a su altura y le toma de las manos. Un grito asustado recorre las filas de espectadores. El Gran Grizzly levanta ambas manos y pide silencio. –Te amo –susurra ella, y entierra su rostro entre las manos de él. Algo brilla en los ojos de Impávido, una solitaria lágrima. –Yo también te amo a ti –declara finalmente con voz grave–. Más que a mi propia vida. La lágrima cae sobre el cabello de Amapola y las llamas se apagan lentamente. El Gran Grizzly se adelanta y envuelve el cuerpo desnudo de ella con su enorme capa negra. Los dos amantes abandonan la pista cogidos por la cintura mientras el público aplaude con fuerza. No hay rostro que no esté surcado de lágrimas ni corazón que no haya sido conmovido. El Juego del Amor ha concluido.

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