T a c o n e s le ja n o s / K ristel Guirado 1* edición: 1995 © Editorial La Liebre Libre Colección Cantos Iniciales N 2 13 ISB N 980-3 2 7 -1 7 4-1
Diseño y textos: Editorial La Liebre Libre Arle final: Artes Gráficas Enedé C.A. Impresión: Industria Gráfica Integral C.A. Editorial La Liebre Libre Áv. 19 de abril/ Edif. La Maestranza Piso 2/ Apto. 7/ Maracay/ Edo. Aragua Tlf. 043/461495 Consejo Editorial: Harry Almela Efrén Barazarte Alberto Hernández Rosana Hernández Pasquier Este libro se edita gracias al aporte de la Dirección General Sectorial de Literatura del Consejo Nacional de la Cultura y la Secretaría de Cultura del Estado Aragua. Impreso en Venezuela Printed in Venezuela
Kristel Guirado
Tacones lejanos
La Liebre Libre Colecci贸n Cantos Iniciales
Kristel G uirado. Nació en La Villa de San Luis Rey de Cura, Estado Aragua, e l id e diciembre de 1968. Actualmente cursa estudios en la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela. Ha participado en los Talleres de Narrativa aus piciados por la Secretaría de Cultura del Estado Aragua. Ha colaborado en distintas publicaciones regionales y obtuvo en 1990 el Primer Premio en ell Festival deMonólogos «Armando Urbina», auspiciado por la Casa de la Cultura de Los Teques con el texto Quebrantos, publicado en 1993, y él Premio de Narrativa «Pedro R. Buznego» auspiciado por la Casa de la Cultura de El Consejo en 1994. Tacones lejanos constituyesu primera muestra de cuentos.
A Iran铆 Guirado, que conoci贸 de cuartos y paredes, de trazos marrones en el infinito.
I da
«
aquellospulmones de emprender la muerte»
Alberto Hernández
Más que un placer, una necesidad, el regresar a casa cada tarde en el mismo bus, donde solía montarse Guille, «el loquito ese con voz de locutor», como se referian a él los habitantes del pueblo. El y yo esperá bamos cada tarde en la misma esquina, indiferentes el uno del otro (eso simulaba yo), que pasaran los buses hasta que llegara el número tres, el León de Petaquire. Él lo tomaba para irse a su casa sin tener que pagar y yo lo hacía, aunque suene sórdido, para sentir su olor. Era escabrosamente adicta al efluvio que exhala ba el loco. A esa mezcla de sudores con sudores. Sudo res con tierra, con grasa, con flores que él solía reco ger. A esa coincidencia de aromas y hedores que me inquietaba, me perturbaba, me despertaba unas ganas ✓
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de no sé qué. Un escondido deseo que apenas ahora puedo presentir. La semana pasada, semana de santos y ayunos, de presos y planazos, representó para mí, más que unas vacaciones, la única posibilidad de culminar mi tesis de grado, la cual debo presentar en mayo. El miérco les, día de orquídeas, las palabras y los conceptos ya no fluían con claridad. M e perdía entre tanta idea le ída y releída. Así que, con la excusa de recuperar un poco la creatividad y despejar la debilidad y el cansan cio, m e fui a la procesión con el fin de lograr ver a Guille y detenerme a su lado aunque fuese unos ins tantes. Lo conseguí. Logré seguir la procesión unos cuan tos metros marchando a su lado. M iraba con asombro danzar al yeso monumental. Yo respiraba lo más cerca posible de él. Pero, ¡qué débiles mis sentidos! En vano intentaron satisfacer mis anhelos. Lo prefiero en las tardes, parado ju n to a mí porque no hay asientos vací os. En la plaza no, allí fue inútil esfuerzo. El aceite, los inciensos, las reliquias, allí, lo anularon todo. En el autobús, cualquier emanación de su cuerpo es adobada por el sudor de más de cincuenta obreros que, cansa dos, regresan a sus casas. A la mía habría de retornar fracasada y vacía, algo más pura quizás.
He contado cuatro interminables días. El tiempo, eterno como una ironía, y el indomable clima de este pueblo de impredecible cielo, amenazaban con impedir el encuentro. Pero, muy a pesar de la lluvia, de la es pesa neblina, en la soledad de la calle estaban él y su olor. Al acercarme no me pude reprimir y obedecí al apremiante impulso de besarlo. Inmediatamente grité. Grité no de miedo sino de náusea. Fue como darle vuelta a la moneda, como si el sabor fuese la pieza opuesta en este rompecabezas. Salí corriendo y él tras de mí. Tras él, el policía de los monederos que se aso mó para ver quién gritaba y por qué. Corrimos. Llegando a la otra esquina, desembocó el autobús que esperábamos. Yo aceleré y esquivé el bus. El policía se detuvo para darle paso. Pero Guille, que nada podía hacer, nada podía pensar, fue arrolla do por el inmenso animal mecánico, que al encontrar a sus pies la blanda esperma —residuo de fe— no pu do frenar. Tbdos hicimos círculo a su alrededor. El policía comenzó a hacerme preguntas. Yo intentaba recrear los gestos de María Schneider al final de El último tango... El agente exigía respuestas y yo con los re cuerdos fijos en la película. En la goma de mascar que Paul sé sacó de la boca, el murmullo indescifrable y la
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sonrisa de niño con la que murió. En ese final, en ella que no sabía de cómos ni de por qués. «No sé quién es no sé por qué se enfureció conmigo nunca tuve contac to con él...», atiné a contestar.
Eraloco pero tranquilo. No se metía con nadie. Só lo hablaba, hablaba solo pero tenía voz de locutor. Una voz bella a pesar de ser loco. Tengo años llevándolo pa ra su casa en las tardes y jamás había hecho nada. Hablaba pero no le hacía daño a nadie. No era malo, ni siquiera ocioso... M e acerqué un poco más'. Su cabeza, su cuerpo partidos a la mitad.. Sus heridas en incontenible erup ción, semejante a algunos diseños de esos repugnantes
Niños de
laBasura. Me acerqué. M e acerqué y busqu
Sentí. Disfruté su delicioso olor, esta vez unido a ese aroma de la sangre tibia que comenzó a inquietarme, a despertarme lo inhabitado y me elevó hacia el llanto. El policía me alejó mientras me repetía: «tranquilícese, no se preocupe, ya todo pasó». Yo, que esa noche duermo con un recuerdo, com prendo. En mí apenas comienza.
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Una
muñeca para una ventana
Yo juego con tu cuerpo de tela t
Artemisa
con tus manos abiertas y tus piernas largas
María Eugenia Hernández
¡No, ya no quiero coleccionarlas más! Mi casa, co mo tú bien lo sabes, está llena de ventanas. No, no me refiero a las ventanas que le son propias, sino a las otras. Bien que compartes conmigo este empeño de preservar la memoria, manía dentro de la cual se cuenta esta caza incesante de las ventanas viejas de casas prontas a demoler, para luego colgarlas en al guna pared baldía de la casa y colocar tras ellas mu ñecas adultas. ¡No, Barbies no! Muñecas muñecas co mo las otras, pero en vez de ser niñas tienen cara de mujer, con pestañas largas, sombra azul en los párpa dos y unos grandes ojos que te miran sugestivamente. Son una especie de muñecas seductoras, de hermosos - 11 -
senos y moldeados muslos. He llegado a pensar que las hicieron con la idea original de que fuesen juguetes para varoncitos. Sí, eso es lo que ocurre. Como yo co loco de ellas sólo pedazos, tú no las has notado. Ade más, son las ventanas lo que atrapa tu atención. Pero había una, poeta, había una ventana que no había lo grado adquirir. Pasa adelante para que la veas. Estaba en una casa que debía caerse de un mo mento a otro, una casi horizontal que se encontraba en una de las calles que me lleva al trabajo. Todavía hoy no conozco a los dueños de la casa y nunca he visto a nadie entrando o saliendo de ella. Pero Kristel, que me conoce como nadie y que como pocos me aprecia, había jurado conseguírmela. Ella había notado (ella, yo no, porque yo no me acercaba a la casa) que la ventana es taba apenas amarrada a la tela metálica que soportaba el bahareque y que sobresalía, justo allí, en el encuen tro del balaustre con el barro. Prometió que una noche iríamos a buscarla. Pero dime, flaco, ¿cómo dejaba yo que Kristel se acercara a la casa? Yo sabía que iba a caerse y se lo decía siempre. Pero ella se empeñaba en pasar por su lado y tomar cada día los detalles de la ventana. Su plan no podía fallar. Tenía las herram ien tas necesarias y calculada la hora exacta de la madru gada, aquélla en la que el pueblo existe por dos o tres
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que nos desvelamos. Todos los días me decía «vamos hoy», y yo siempre me negaba: «¡Esa casa nos puede caer encima, Kristel!». Pero esa noche, mientras me observaba limpiar las ventanas que están aquí en la sala, abrió sus grandes ojos como canicas pulidas (sus pestañas eran más ne gras sobre el fondo azul de sus párpados) y, mirando el fondo vacío del pasillo, me preguntó: «Esa pared es para tu ventana, ¿verdad? ¿Por qué no vamos hoy? Le dije que no tenía muñeca para decorarla, que cuando tuviera una íbamos. Ella se levantó y salió sin decir más. Pero en su pecho sus senos se enderezaron como nunca y sus piernas, bien moldeadas, caminaron con una determinación irrevocable. Entendí que iría por la ventana v salí tras ella. En la cuadra precisa la vi forcejear con los barro tes y vi cómo comenzaron a caer las tejas, la caña amarga, los trozos marrones descubiertos de la azul asbestina, hasta que la ventana cedió, junto con la ca sa, a tanta seducción y cayó sobre ella. Entonces sí me acerqué y, ¿podrás creer, Alberto?, la encontré así como la ves ahora en esta pared. Su cuerpo mutilado, esa pupila mirándome dilatada, se ductora aún, pero fija. Sus pestañas de nylon más ne gras que nunca. Tuve que peinarle un poco el cabello
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y limpiarle las uñas. Al tronco no lo pude salvar, los agujeros de las articulaciones perdieron la forma con el peso de la ventana. Esta mañana salí y la calle toda era un bazar y las ventanas eran grandes aparadores. Tbdos lucían m u ñecas que me miraban ansiosamente. Pero sus ojos bordados y sus fláccidas piernas a rayas, que colgaban hasta el suelo, no despertaron en mí seducción alguna. Por eso, Alberto, no quiero ya coleccionar ventanas.
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I nserción
Dejo los cuadernos sobre el mueble y lo pienso un poco. Vengo a la cocina, relleno un pan con mermelada y me sirvo la última taza de café mientras leo en un diccionario: CEREBELO m. Anat. Parte posterior del encéfalo. La perra, velándome, da vueltas a mi alrededor y me sigue por toda la casa. Yo, incesantemente, busco una aguja. No la encuentro. Comienzo a hurgar de nuevo, pero ahora en los sitios donde nunca hubiese esperado encontrar alguna. La casa es un verdadero desorden. Vengo a la nevera, levanto una revista y aquí está: el paquete amarillo con dos mvgercitas son rientes que mamá compró la semana pasada. Estoy re cordando claramente las últimas palabras del profesor. La perra se apoya en las patas traseras haciendo equi librio. Como recompensa le doy el pedazo de pan que me queda. La observo. Hace al comer unas muecas exageradas que me causan una vaga gracia. «Es im probable, no deja huellas...». He buscado en libros y enciclopedias, pero no en cuentro dato alguno sobre la relación tiempo-efecto. No sé si tendré los segundos necesarios para retirar la
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aguja, pero debo arriesgarme. Repaso mis anotaciones del lunes, el profesor apuntaba: «En la base de lo que nosotros llamamos nuca se forma una especie de hen didura. Si apretamos la cabeza del sapo un poco hacia atrás, lograremos sentirla mejor. Ahora claven la agu ja en el centro de la hendidura, exactamente en el centro, y mataremos al sapo sin causarle dolor, de forma rápida y sin dañarlo físicamente...». Guardo estos libros, coloco el paquete de agujas donde lo encontré y dejo sólo la que voy a utilizar. Tomo la bolsa de pan, agarro otro y se lo doy a la perra para entretenerla. Sin pensarlo mucho, palpo entre la cabellera el orificio, me inserto la aguja y, en efecto, tengo tiempo de retirarla y lanzarla lejos.
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La
visita
Estuve ¿llí en el momento de su muerte. Nunca supe quién era, jamás me interesó su nombre, sólo ese olor. Yo tendría diez u once años cuando lo descubrí. Jugaba yo en casa de Cleo cuando sentimos un gri to y un largo lamento. «Escucha —dyo—, se murió el señor de al lado». Salimos corriendo a curiosear. En la puerta de la casa la señora esperaba ayuda, estaba so la con él. Cleo se quedó con la señora, pero yo me aventuré y entré. Corrí la cortina del primer cuarto y lo vi. Todavía estaba vivo, pero se estaba ahogando. Su pecho emitía agudos silbidos que culminaban de pron to en un breve silencio. Los ojos hundidos, el costillar de tísico dibvyado en el pecho, los labios blancos, las venas hinchadas y aquel olor. Era un olor distinto, un olor con temperatura. No hedía pero desagradaba. Era un olor primitivo, casi maternal pero repugnante. Se me metió dentro y me recordó algo que nunca había vivido, como si el primer recuerdo partiera del último. No sé en qué momento dejé de escuchar los silbi dos y la tos. Cuando me percaté de que el hombre ha bía muerto, abandoné la casa sin que el olor abando nara mi memoria. Me persiguió durante semanas. Fi-
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nalmente lo olvidé y desapareció de mi vida mientras la adolescencia y su alegría no quisieron saber de la fatalidad. La abuela murió y tuve que asistir al funeral. Me marcó para siempre ese minuto en el que me acerqué a la urna y comprendí que mi nana no volvería a ser la misma. La nariz rellena con ese amarillento algo dón. La sonrisa inamovible, eterna, gracias al recurso de la pega mal disimulada en sus labios y aquella blancura impropia de su piel morena. Quise abrazarla pero no pude. Me aferré un poco más al vidrio que nos separaba y en la rígida expresión de su rostro estaba esperándome. Era aquel olor. Sólo después del entierro y tras volver a casa dejé de sentirlo. Pero el acto social de acompañar a un do liente quedaría vedado para mí. Sé que suena ridículo, pero estoy segura de que es el olor de la muerte. Un olor característico, único. Ni el aroma de las flores lo logra disipar. Durante años dejé de asistir a esas ce remonias para evitar su encuentro y el recuerdo de aquella sensación ya casi se había extinguido. Pero hoy, cuarenta años después de aquella prime ra vez, esta tarde he vuelto a sentirlo. Está acaso en mi cama o en mi ropa o en la expresión de mi rostro
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en el azogue. El cuerpo confuso, todo olfato y presenti足 miento.
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AÑO NUEVO FELIZ
¡Morir..., dormir! ¡Dormir...! ¡Tal vez soñar! ¡Sí, ahí está el obstáculo! Porque es forzoso que nos detenga el considerar qué sueños pueden sobrevenir en aquel sueño de la muerte.
Hamlet
Era 31 de diciembre, víspera del año ’86. Faltaban, a mi gusto, algunas ovejas, dos o tres pastores, casas y la estrella de Belén en el pesebre para que éste lu ciera realmente vistoso. No quería que, al llegar las doce, mis amigos no contaran mi nacimiento entre uno de los m ás hermosos que hubieran visto. Tomé la de terminación de llegar a una tienda donde recordaba haber visto todo lo que se necesitaba para mi navideña frivolidad. Seis o siete cuadras separaban mi casa de la quincalla Mi Virgen. Tenía que atravesar, para lle gar allí, una calle repleta de árabes inútiles y guajiros insalubres, que a toda hora rifan y tratan de vender cualquier variedad de cosas. Cerca de casa pasa un ca ño de río seco, camino por el cual se acortan unas - 20 -
cuantas cuadras, se evita el desagradable encuentro con los vendedores de baratijas y se ahorra el tiempo que, en un día como hoy, se hace tan necesario. Tbdos los mediodías, cuando regreso a casa a almorzar, lo utilizo. Eran cerca de las ocho de la noche y faltaba mucho que hacer. Así que tome el atajo que me lleva ría más rápido a mi destino. Cuando iba más o menos por la mitad del caño, pensando tan sólo en ovejas y pastores, surgió de la espesura del matorral un hombre y se abalanzó sobre mí, sacó un puñal y me lo adentró varias veces en el pecho, luego se alejó. No me quitó el dinero ni las prendas ni nada. Me estoy muriendo y no sé por qué. De nada me valió gritar mientras tuve fuerzas para hacerlo. Me encuentro en un lugar solitario y el resto del pueblo es sordo, está colmado de invariables soni dos que van llegando a mí cada vez más lejanos. Cohe tes, tumbarranchos, gaitas, parrandas, ahogaron en la noche mis ya ahogados lamentos. Casi inmediatamente olvidé al hombre, la agresión y su causa y sólo tengo pensamientos para mi agonía. Mi piel palidece, un charco de sangre me circunda, me anega, huye de mí por estas grietas, marcas del tiempo que quiso detenerse. Deben ser la diez, debo tener dos horas aquí, mientras todo afuera del caño continúa.
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Por momentos me dejo invadir por destellantes en sueños, me sumerjo en ellos y casi me siento perder, hasta que el dolor lacerante me trae a la realidad. Pienso en la posibilidad de que la demora inquiete a mis familiares y los haga salir a buscarme, aunque du do en lo absoluto que lleguen a imaginar que estoy aquí. He logrado, por instantes, no pensar en la muerte y su enigma que estoy pronta a descifrar. Pero, enton ces, he comenzado a recordar, como si mirara una pelí cula en cámara rápida, mi vida. La he recreado sin perder un solo detalle. Tal vez éste sea el peor sínto ma, quizá eso me acerque más al final, pero me con sume el tiempo hacerlo. El dolor se ha ido calmando progresivamente. Aho ra me posee un adormecimiento corporal y el profundo silencio que surca mis oídos me deja pensar más tran quila. He perdido, por completo, la noción del tiempo y no sé si la claridad que percibo es la del primer día del nuevo año o es la señal del fin que no me dejará mirar el sol una vez más. Me pregunto cómo será. Si bajaré a un laberinto de hirvientes cuevas o subiré a otro laberinto de nubes de algodón. O simplemente dejará de ser, todo se apa gará y me uniré a la tierra de donde he venido. Me
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percato del miedo terrible que le tengo a la muerte. Un helado sopor sube por mi cuerpo, me siento parte de la sangre que ahora me rodea, como un humor más. La cercanía a la soledad total me aterra, cierto. Pero más le temo a esta última y fugaz idea que cruza en este instante mi mente y a todas las últimas y fu gaces que han de cruzarla. Llevo, creo, un incontable tiempo pensando en esto. Me preguntó si acaso no es taré ya muerta, si no será la muerte otra espantosa burla, un inquietante minuto que no termina, un eter no instante que no transcurre, una circunstancia que determina sólo la misma circunstancia, una espera que tal vez no tenga fin. Quizás estoy muerta, siempre estaré muerta y nunca tendré la certeza de estarlo, nunca podré per catarme de ello. El final parece no tener límites.
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Tacones
l e ja n o s
a Romano Matute
Los pasos que se alejaron de la casa revolvieron un olor de viejas venganzas en las hojas acartonadas por la humedad en el jardín. Pero hasta la alcoba, también húmeda de llanto, sexo y sangre, sólo llegó un aroma a ¡gracias a Dios! En la gastada memoria de una seño rita vieja se escuchan aún los secos sonidos de aquel adiós. Ella me cuenta hoy, entre desvarios y miradas ex traviadas, una de esas películas en una sola dimensión que no se ven ahora. Una película española (¡cómo se rían de buenas esas películas españolas cuando Es paña existía!), donde Victoria Abril le introducía pa ñuelos rojos en el trasero a su amante, éxtasis indes criptible con palabras, nieta, éxtasis por el cual el joven muchacho degollaría a su novia, a pedido de aquella vieja, para que minutos después apareciera ella, la vieja, Victoria Abril, más hermosa que nunca, más deslumbrante y perturbadora que nunca, entre ventanas de tren, y se extasiara una vez más jugando
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con la lluvia, con la lluvia roja como el pañuelo, que era la sangre de la novia. «... Me arrancaré los ojos, me cortaré las manos y los pechos hasta ser un despojo a tus pies...», cita aún mi abuela como lo haría aquella tarde. Pero los pasos de aquel adolescente se alejaron sin percatarse de que nada era más fuerte que el cue llo de mi abuela. Yo me conformo con pensar que una historia no se repite igual dos veces. Acaso por ello mi abuela no mo riría desangrada aquella tarde, como tampoco por ello pudieron ser atrapados en parte alguna los amantes. Acaso por eso, a sus noventa y un años, mi abuela ca mina extraviada por el jardín, recuperando el olor que aún conservan las hojas húmedas, mientras adentro escuchamos la letanía de siempre: «Atame, átame a es te recuerdo, átame a esta cicatriz que es más honda en mi memoria, átame para esperar...». Esperar, acaso, el día en el que el pasado delire con ella y, justo en ese mínimo y frágil instante, atra vesar la pantalla y alcanzarlos en la estación para in tentar, en el aire gris de aquel día de lloviznas, la lás tima de unos tacones alejándose, seguros de haber lo grado matarla.
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De
un p u n t o a l s u r
Se me antojaba diferente mirando al sur. Al sur no hay un astro naciendo que ilumine, ni una tarde que muera cada tarde, ni una estrella que muestre un po sible camino. Al sur, soledad y vacío, tal vez espe ranza. Ella, sin embargo, miraba ansiosa la calle que se iba estrechando a lo lejos hasta perderse en un pun to. Todos los días, cada tarde, con las rodillas asidas al pecho, acurrucada, arrullada por sí misma, se la suele encontrar mirando ese punto. Distraída, distraída no, abstraída, nada ni nadie varía aquella fiel actitud, aquel ritual que comienza pasadas las tres y termina muy entrada la noche, cuando la calle se despuebla hasta el silencio. Todas las tardes yo, y todos los que como yo, por facilidad o ritual, regresamos a casa por esa calle, contemplamos la figura enmarcada al entorno de la ca sa, de la calle misma, y nos preguntamos por qué sin reparar én la respuesta. Hasta entonces, esa figura na cía para mí sólo al pasar frente a ella, vivía mientras me formulaba una incógnita que no me tomaba la mo lestia de responder, y moría rápidamente al cruzar la esquina que me permitía sepultarla en el olvido.
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Pero ese día crucé la esquina, crucé la otra esqui na y aún otra esquina más y todavía volvía la vista atrás para mirarla, para no olvidarla más hasta hoy. Era el mismo vejestorio mirando al sur, la misma fi gura roída por el tiempo que musitaba un indescifrable pensamiento. Se me antojaba distinta, era verdad, pe ro ella era la misma, el incierto era yo, ahora quería que me perteneciera. Pasé una semana intentando el mínimo de relación posible con ella. Un saludo, un adiós, un buenas tardes señora. No logré respuesta alguna de aquellos labios que parecían no haberse desplegado en años. Un día, ante tal indiferencia, decidí abordarla directamente. Me senté a su lado fingiendo cansancio y le pedí un vaso de agua. Llamó a Julia. Nunca supe si era una hermana, una sirvienta, una amiga. Ella, casi inme diatamente; viró la cabeza y continuó mirando. Tomé agua despacio, mentalmente ensayé fórmulas distintas para preguntárselo y al final, cuando no me quedaba qué beber, le di las gracias y seguí mi camino, no sin antes despedirme y dar las gracias nuevameñte. Desde ese día, las tardes serían para mí sólo un intentar. In tentar una frase, acaso un gesto que me trasluciera un porqué.
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No sé en cuál momento comenzamos a entablar pe queños diálogos que, aún cuando me proporcionaban la pequeña alegría de sentir que me ganaba su con fianza, no me revelaban en lo más mínimo por qué se sentaba allí todas las tardes. Se acercaba mayo y co menzarían las lluvias. Pensé entonces que dejaría de verla, por lo menos durante los días de torrenciales aguaceros, ahora que me iba conformando con pensar que era una extraña manía de vieja decrépita, que ella misma no sabría el motivo. Cierto fue que cuando llovía no se sentaba en el quicio que daba a la acera. Se paraba en la puerta, del lado de adentro, y se apoyaba en una pequeña reja de madera que le daba por los codos y que ella había mandado a colocar, seguramente, para no tener que cerrar la puerta de día. Se dejaba descansar sobre el codo izquierdo y miraba, ya no un punto, ya no el sur borrado por la lluvia, sino la lluvia en esa dirección. Un viernes (es acaso lo único que no podría olvi dar) le pedí el favor de permitirme escampar allí. Ella no se negó, pero tampoco varió su antigua actitud. Dentro estaba la otra señora. Me senté y comencé a mirarla, a los pocos minutos pude percatarme de que Julia hacía exactamente lo mismo. Pasó una hora, quizá. Ella seguía allí. Julia y yo también. La calle
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tada, inhabitada. De pronto ella levantó un poco la ca beza, una pequeña sonrisa se dibujo en sus labios, Ju lia reaccionó y yo, sin comprender nada, creo haber he cho lo mismo. Luego un impermeable cruzó la calle sin detenerse, continuó hacia el norte y la vía debió que dar nuevamente despoblada. Ella, con un gesto casi de cansancio, regresó a su antigua reflexión. Julia se levantó y dyo que haría café. «Sí, Julia», fue lo único que se escuchó. Entonces decidí saciar de una vez aquella curiosidad. Fui hasta la cocina y, sin rodeos, se lo pregunté a la señora: —¿Ella no hace algo más que no sea asomarse y mirar...? —no me dejó terminar. —Después de las tres de la tarde, no —me contes tó a secas. —Pero sólo ve al sur. ¿Por qué? —insistí. —¿Y a dónde va a mirar? —me preguntó— Se su pone que por allí debe regresar. Y comenzó a contarme lo que debí imaginar siem pre. «Hace muchos años que lo hace. Treinta y cuatro, exactamente. Al, principio entraba y salía, y por horas lo olvidaba, pero al pasar el tiempo se empecinó más en ver si venía. Ella nunca lo ha dicho, pero yo sé que lo espera, que lo esperará siempre... Antes por lo me nos reía. Ahora no. Ahora es nada. Me alegro cuando
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me contesta como hoy. Es como si despertara, porque desde hace algunos años para acá es nada, como si le quedara solo la costumbre de asomarse a la puerta». La señora continuó contándome, pero ya no me intere saba. Era sólo una pena de amor alejado, un marinero cualquiera que prometió lo de siempre. La mantiene en esa puerta la pequeña esperanza (o convicción) de verlo acercarse. En invierno la angustia sería menor, sólo una que otra silueta cada media hora. Pero en ve rano, cuando la calle produce sombras unas tras otras y cualquiera podría ser él, no alcanzo a imaginar lo que siente. Tbdos los días lo mismo, pensar es aquél e inmediatamente desecharlo: «No, no es aquél, quizá el de atrás o el de más atrás». ¡Qué desilusión!, pensé. Yo no sé qué esperaba encontrar yo detrás de su mirada, pero me desconsoló descubrir que fuese amor. Ahora paso pero no me detengo. Ahora es verano y cuando paso ella está en el quicio y no me ve. Paso y ella me trae un vago recuerdo a curiosidad. Luego muere al yo cruzar la esquina. Un día pasaré y ella no estará y tal vez me pregunte si habrá muerto o enfer mado. O acaso, desde el final de la calle, de un punto muy al sur, em erja una sombra y ella pensará es él y
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siga pensando es él,lento, viejo, pero es él, sí, e cruzo mirando a los lados la eisquina y ya no la recuer do.
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Otoñal Hace veinte o veinticinco años sus hilos tenían cierto brillo, aun en la oscuridad. Era tan tensa como una lona de circo, con la diferencia de que entonces nada rebotaba, todo se quedaba adherido a ella. La si metría de sus puntos era algo que atrapaba la aten ción de todo aquél que alzara la vista sobre la ventana. Ahora hasta la telaraña había envejecido. Pensaron por un tiempo que estaba deshabitada. Pero una de esas tardes, en las cuales el tedio agudiza el ocio, vieron a la propietaria salir en busca de un pequeño insecto, que eran los únicos que entonces no lograban escapar. La araña, vieja y cansada, avanzó sus ocho pasos lentos y poco a poco lo fue envolviendo. Luego, con la misma lentitud, avanzó en retroceso hasta per derse detrás de la red, seguramente en alguna hendija de la pared. Casi no salían de casa. Sin embargo, era poco el tiempo que empleaban en eliminar las telarañas del techo. Ni las que bordean los cuadros ni las que se guramente se encuentran en los rincones y debajo de los muebles. La verdad era que faltaba poco para que la casa estuviera impenetrable como ahora.
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Pero es que con la vejez a uno lo cubre el cansan cio. O tal vez es uno que lo anida en los huesos y en los músculos y con el tiempo, que pasa y aumenta todo y que a todo lo va colocando más lejano, uno no se per cata del momento a partir del cual el cansancio forma parte del cuerpo, del instante en el que se integra a él y pronto, como a todo, uno se acostumbra y se deja in vadir de polvo y telarañas. En ocasiones, Pastor se armaba de valor (decía él, yo prefiero creer que de necedad), se encaramaba sobre una silla y con una escoba quitaba algunas. Otras, las que se encontraban muy altas, como la de la ventana, permanecieron eternas junto a ellos. Inés, que contem plaba a su esposo cariñosamente, pero que le conocía, pensaba igual que yo, que estaba chocho, que no debía prestarle atención, que no debía escucharlo, sobre todo cuando éste le decía: «Te estás poniendo vieja, Inés, viejiiiiiita...». Pero otras veces, cuando Pastoría detenía en al gún lugar de la casa, con urgencia, con esa cara de ni ño que muestra la presa del triunfo, ella se olvidaba de toda necedad y pensaba en la vitalidad del compañero que, a pesar de la edad, respondía a veces como un jo ven potro. Pensaba en ese trofeo que la hacía olvidar el cansancio y que recibía ansiosa, deseosa, como en
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sus mejores tiempos. Allí, en los pasillos, en la cocina, en el corral jun to a las gallinas, sin perder tiempo, donde la urgencia de ambos les ayudara a olvidar que habían envejecido. Aquél de agosto fue un día de exce sos. Una extraña necesidad de amarse se apoderó de Pastor e Inés. Insaciables, ninguno se levantó de la ca ma sino por comida. Así pasaron días y ambos se pre guntaban qué tan normal sería este cambio. Con los meses, dejaron de hacerse preguntas y no entorpecie ron más, con pensamientos inútiles, su felicidad. La frecuencia de las relaciones ya no era la misma, pero sí lo bastante tomando en cuenta que mantenían por lo menos una diaria. Sin embargo, permanecían la mayor parte del tiempo en la cama, no sólo porque el amor entre ambos se había acrecentado y los inspiraba a hacerse cariños a todas horas, sino además porque acostados notaban muchísimo menos el cansancio, que entonces en nada había mejorado en comparación con su vida sexual. Se turnaban para hacerse la comida, para sacar el vaso de cama y para traer agua hervida y jabón, pues era en el cuarto, y el uno al otro, como se aseaban. Cuando sus hyos venían a visitarlos sentían, más que una alegría, un rechazo hacia ellos por tener que abandonar su nido de amor. Ambos se quejaban de ha-
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berlos traído al mundo. Sin su presencia ellos nunca hubiesen abandonado esa forma de idilio, la ideal se gún sus descubrimientos. Con ella comenzaron al ca sarse y con ella vivirían felices sus últimos días. Du rante la corta temporada que los hyos pasaban en ca sa, Pastor e Inés revivían aquellos lejanos días de «si lencio que pueden escuchar los niños». Hoy, luego de un olvido de cinco meses a pedido de sus padres, los hijos apartaron un espacio en sus agen das y se pusieron de acuerdo para ir todos juntos a vi sitarlos. Llamaron a la puerta insistentemente pero nadie salió a abrir. Al llegar a la habitación los encon traron muertos. Las siluetas unidas en eterno éxtasis apenas se veían por entre el bosque de telarañas. Co menzaba desde sus cuerpos hasta impedir celosamente la entrada al cuarto. Como si en un último minuto les hubiesen hecho jurar a sus únicos testigos (que pa recían estar más llenas de vida) velar porque ese ins tante de placer no fuese perturbado. Ellos acaban de irse sin mover nada y yo bajé del techo rápidamente y corrí a contarte todo.
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Dos CUENTOS PARA SER LEテ好OS EN TREN
Rieles
y vagones
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Oswaldo González
Había una vez un niño rosado, rosado como los atardeceres en mi pueblo, un niño que extendía todos los años su mirada verde a lo largo de la calle en es pera de sus tíos ricos que algo hermoso debían traerle para su cumpleaños, maravilloso regalo cualquiera que trajeran para ese niño que de juguetes sólo conocía la ausencia. Llegaron al fin y de la esperada caja emergieron rieles y vagones, controles y una batería cuadrada y grande que, finalmente, le daría vida al inanimado ve hículo. El niño, invadido por la certeza del conocido maña na, no demoró el momento de armar su regalo. Poseído por esa emoción sólo posible en los niños, se esmeró al punto de lograr, entre la selva del jardín, una suerte de montañas rusas y cuevas y llanuras y cuando co nectó la batería, sus pupilas Se dilataron hasta casi hacer desaparecer el verde y sus carnosos labios di bujaron para todos el asombro, el tren subía y bajaba,
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se perdía en una gran boca para luego reaparecer por otra y pitar, porque el tren pitaba y él no lo sabía y lloró de auténtica felicidad y luego lloró de rabia y dolor cuando se acercó la medianoche, la imposterga ble hora de dormir, del ya impostergable adiós. Y eso era realmente, una despedida, él lo sabía, por eso tomó el tren, lo guardó en su caja y colocándola en la al mohada la besó y la besó hasta quedarse dormido. En la mañana lo despertó su tía Sofía, quien le arrebató la caja, se la llevó a la casa del lado. La tía Sofía, autoritaria, armada toda con un derecho que nunca se supo por qué la madre del niño le había otor gado. El nunca más volvió a ver el juguete, pero en las tardes sin lluvia se iba al patio, se sentaba con el oído pegado a la pared de la izquierda, donde sabía que so lía jugar su primo Francisco y entonces escuchaba los pitazos. ¡Porque el tren pitaba, Kristel! ¡Pitaba como los trenes de verdad, mi amor!
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El
ruido de los engranajes
a Rosana Hernández
«Verdadero también era el ultraje que había pade cido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios». Término de leer el cuento jus to en el instante en el que un pitazo y el estrepitoso movimiento de múltiples engranajes le hizo caer en cuenta que el tren había iniciado su andar. Entonces cerró el libro y, como tenía previsto, abrió la ventanilla un poco más y sacó del bolso la bufanda de seda azul que le había confeccionado mamá, la colocó en su cue llo y, con gesto ensayado, dejó que una de las puntas se abriera paso en persecución del aire que corría jun to al tren, más allá de la ventanilla. Así debía ser. Así lo había leído ella en detalladas descripciones de nove las, así lo había visto en innumerables películas y así debía ser, con sombrero y guantes y las obras comple tas de su autor predilecto sobre las piernas para leerlo a ratos cuando el paisaje, en algunos trayectos, se hi ciera común. Así debía hacer ella su primer viaje en tren, cumpliéndole culto a la nostalgia, un acto de ma-
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gia que le permitiera, cual un dios, jugar con el tiempo y vivir, en un lapso de breves horas, un pasado del que sólo sería testigo, así, valiéndose del infalible truco de desempolvar los objetos que mamá atesora, celosamen te, en un baúl en el cuarto del patio. Cuando niños el baúl representó para nosotros una suerte de museo al que mamá\nos llevaba cada cierto tiempo para m os trarnos, una tras otra, las maravillas que, jun to a fo tografías y cartas, allí guardaba. Objetos que en sus manos, y acompañados de una historia, forjaban en no sotros la idea de eternidad, idea que más tarde William y yo reconoceríamos imposible, excepto ella que no pudo nunca sentirse insegura de espacios y de ho ras. Ella siempre pensó que algo horrible debió acontecerme para haber elegido este destino que cree triste y severo. Sin embargo yo, que lo reconozco hermoso, sentí más triste y más severo el retiro que ella se im puso al despertar de la infancia. Aquel silencio, refu giada siempre en ’ os libros, la pluma acompañando sus vigilias y aquella nostalgia, aquella necesidad de vivir lo anterior a la memoria y una frase repetida en sue ños que no respondía a un porqué. Cuando le dije que si podía acompañarme al puer to, pero que lo incómodo era que iríamos en tren, no
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podía creerlo. «¡Qué maravilloso, en tren!». Inmedia tamente comenzó a prepararlo todo: el vestido blanco de florecitas azules, el sombrero pequeño, los guantes que parecen de primera comunión, las obras de Borges llenas de hojas secas que marcan a su antojo cuentos y poemas y la bufanda, no podía ir sin la bufanda, «azul mamá, azul como el azul de las florecitas, que parezca una banderita en la ventanilla del tren, ma má». Luego la noche, que no pudo ser noche sino un dar vueltas en la cama, un madrugar a la imaginación, agotarla hasta no tener más ya imágenes que la del cuarto y el baúl e ir allá y tomar no sé qué cosas, inú tiles pero sin duda para ella valiosas, llenar con ellas el bolso y entonces, creyéndome dormida, comenzar a rezar y explicar: «No es un robo Dios, perdóname, ma ñana las regreso, es que es mi primer viaje en tren y así debe ser, yo te juro en tu nombre que las regreso, yo soy incapaz, yo no soy ladrona...», y quedarse dor mida con la frase aún en los labios, no sé en qué sue ño, como un eco, y yo, con otro eco en lo inasible: por qué, por qué, por qué... Ahora, rumbo al puerto, ella estaba allí sentada, como en otro sueño, con su banderita al aire y una sonrisa en juego exacto con su mirada, lánguida, per dida en el paisaje. La misma pose de tía Rita en aque-
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lia fotografía que se tomó en El Encanto. Llevaba las piernas muy juntas, algo inclinadas y el libro se fue deslizando por ellas, respondiendo al inevitable tem blor que provoca el movimiento del tren. El libro cayó al piso. Confusa, al mismo tiempo que recogió las hojas dispersas, leyó la página abierta. La misma frase como una sentencia: «Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios». Alzó la cara y vio apenas los tobillos, el traje de monja y el rosario que temblaba, como temblaba todo, a la altura de las rodi llas. Entonces, el tiempo, de quien nadie conoce, la lle vó al pasado. Pero no a ése al que ella jugaba a estar hacía algunos minutos, sino a uno que no está ordena do por la imaginación sino por el recuerdo. Se encontró, de pronto, temblando por la humilla ción y el miedo, apartada en una de las esquinas del salón de quinto grado. Vio de nuevo el traje blanco con la franja azul y el rosario a la cintura alzarse sobre ella, la monja bruja que se empeñaba en no llamarla por su nombre sino «la oveja negra». La monja bruja que no le corregía las tareas, que la apartó en un rin cón por ladrona, que prohibió a los niños que le habla ran por ladrona. La brujas de los porqués que descono cimos siempre, la de su silencio y sus pesadillas. «¡Bru-
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«¡Bruja, yo no me robé esos cinco bolívares, no soy la drona!», gritaba, mientras apretaba el cuello con más y más fuerza, poseída por el rencor inconfesado de casi treinta años, y mientras más fuerte apretaba más re petía: «¡No soy una ladrona, no soy una ladrona!». En vano intenté decirle yo nosoy la herman Rosa, tu hermana, tu hermana que también es monja, pero que no sabía, que te cree, que te quiere. Sus manos ahogaron mi voz. Anidé la esperanza de que escucha ran sus gritos, pero hoy día viaja tan poca gente en tren. Entonces intenté defenderme, alcancé la bufanda pero sólo logré sentir lo suave de la seda y un color ca si azul ocupó el espacio hasta tornarse noche. Busqué la ventanilla, la luz, y un negro absoluto lo abarcaba todo. Lejos, muy lejos, se escuchaba el ruido de los en granajes del tren y la voz de Ana que repetía una fra se como un eco. Pensé en mamá y en William. Ellos tampoco lo saben. ✓
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INDICE I d a .............................................................................. Una muñeca para una ventana ........................... Inserción ................................................................ La visita ................................................................ Año nuevo feliz ..................................................... Tacones lejanos ..................................................... De un punto al s u r ................................................. O to ñ a l.....................................................................
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Dos cuentos para ser leídos en tren ....................
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Rieles y v a g on es................................................... El ruido de los engranajes....................................
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Este libro, Tacones lejanos de Kristel Cuirado, se realizó merced al arte de imprimir y de labrar ti pos de letra, sin ninguna escritura con pluma, para la gloria más grande de Dios, por el atento esmero de La Liebre Libre, en el año 1995, vísperas de Rogelio Le Fort, beato y arzobispo de Bsurges (2 de marzo). En su alzadura se emplearon tipos New Centuiy de 8 y 9 puntos, Palatino de 8 y 10 puntos y Bookman de 8 y 10 puntos. Edición de 500 ejemplares
C olección Cantos Iniciales
Ella me cuen ta hoy, en tre desvarios y m iradas extraviadas, una de esas p elícu la s en una sola dim ensión que no se ven ahora. Una p elícu la española (¡cómo serían de buenas esas p e lí culas españolas cuando España existía!), d on de Victoria A bril le introducía pañ u elos rojos en el trasero a su amante, éxtasis indescriptible con palabras, nieta, éxtasis p o r el cu al el jov en m uchacho degollaría a su novia, a ped ido de cu/uella vieja, p a ra que minutos después apa re ciera ella, la vieja, Victoria Abril, más herm osa que nunca, más deslum brante y pertu rba d ora que nunca, en tre ventanas de tren, y se ex ta siara una vez más ju g a n d o con la lluvia, con la lluvia roja com o el pañuelo, que era la san g re de la novia.