Indio y otros cuentos - Edgardo Civallero

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Indio y otros cuentos Edgardo Civallero


Edgardo Civallero (Buenos Aires, 1973) estudió Bibliotecología y Documentación en la Universidad de Córdoba (Argentina). Ha publicado trabajos académicos relacionados con su especialidad (bibliotecas en comunidades indígenas y tradición oral) y ha incursionado en sus otras pasiones: la música tradicional sudamericana y el diseño gráfico. Actualmente reside en España, e inició su trayectoria literaria con la saga “Crónicas de la Serpiente Emplumada”. © Edgardo Civallero, 2012 © de la presente edición digital, 2012, Edgardo Civallero Ilustraciones: Sara Plaza Moreno Diseño de portada e interior: Edgardo Civallero “Indio y otros cuentos” se distribuye bajo una licencia Reconocimiento‐No comercial‐Sin obras derivadas 3.0 España de Creative Commons. Para ver una copia de esta licencia, visite: http://creativecommons.org/licenses/by‐nc‐nd/3.0/es/ Contenidos proporcionados desde: http://bitacoradeunescritor.blogspot.com

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Indio Usté me pregunta que cómo vivo acá... ¿Y qué quiere que le diga, señor, si basta nomás con mirar pa' darse uno cuenta? Hay veces que el hambre no se aguanta ni coqueando, pero por más que le cuente a usté lo que es dolor de panza de tenerla vacía, seguro que no se lo puede imaginar. Tampoco se va a poder imaginar las lágrimas de mis changos cuando lloran de frío, porque las mantitas no alcanzan pa' parar el rocío por la noche, y ni viviendo medio enterráos como vivimos nos podemos esconder de los terribles heladones que caen acá arriba... Y sí, señor. Las veces con charque nomás nos arreglamos, por no matar las ovejitas de la majada, porque uno nunca sabe lo que viene mañana, ¿no?... y otras cae algún quirquinchito, y eso si el Coquena lo deja aparecer, claro. Y bueno, con un mote de habas vamos tirando. Con la leche de las ovejas hacemos quesillo, nomás, y eso hacemos trueque o vendemos en el pueblo, los domingos o cuando bajamos, pa' conseguir algunas cositas, porque acá arriba poco crece, poco da la Pachamama, como no ser los choclitos y las habas pa' hacer mote.

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Igual, dentro de poco nada voy a poder comer, porque ya poquitos dientes me quedan, señor. Mírelos, poquitos ya, gastados los tengo de comer api con polvo de piedra, porque ni siquiera mortero de madera tenemos; molemos con la mano de piedra, nomás, señor, y así con polvo comemos. ¿Y qué se le va a hacer? Es comer eso o no comer nada, y seguro que usté no se imagina lo que es el dolor de panza de tenerla vacía... Si, señor, hijo y nieto de criollos soy, señor. Sí, todos mis antepasados eran indios. Ya quedan pocos indios viejos que sigan viviendo por esta zona. Todos se fueron mezclando con los gringos, y poco a poco la raza se perdió. Y claro. Pa' más, todos los jóvenes se van de acá como si por estos pagos viviera el diablo, señor. ¿Quién va a querer quedarse acá, dígame usté? ¿Quién? Ya l'hei dicho a mis changos más chicos que, en cuantito estén crecidos, los mando pa'l pueblo a que consigan alguna changa y se queden áhi… ¿Si en el pueblo se vive mejor? Mire, señor, en el pueblo uno no pasa tanta hambre como acá. Nos tratan igual, pero por lo menos uno tiene un cobre pa' comprar alguna comida, y pa' tomarse un vino de vez en cuando. El vino ayuda a olvidar que uno es quien es, que tiene lo que tiene y que no tiene todo lo que no tiene... Le ayuda a olvidar a uno que el patrón lo escupe, que la gente lo mira

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como a un perro, que se apartan pues de uno en la calle... Uno se olvida un rato de todo eso, del hambre de los hijos, del frío, de la soledad del puesto, de todas esas cosas, pues... ¿Quejarnos? ¿Y pa' qué? Somos indios, señor, no hay nada que hacerle. El indio, el pobre, solo sirve p'agachar el lomo y dejar que el capataz pegue, que el patrón se sienta más, que los que tienen más que uno se sientan bien.... El año pasáo, mi hermano Nicasio empezó una huelga, allá en el ingenio, ande se iba'i golondrina con la mujer y los cinco hijos. Ahora la mujer y los changuitos andan solos por el mundo, porque a mi hermano lo callaron de un tiro una noche. ¡Y dijeron que se lo había comido el Familiar! ¿Se da cuenta? ¿A qué voy a hablar? ¿Usté cree que a alguien le importa que mi hijo Antonio no sepa escribir «Antonio», que mi hija más grande ande buscando neumático viejo p'arreglarse las ushutas, que mi mujer y yo estemos con la boca sin dientes, que mis dos changuitos más chicos se hielen por la noche o no vayan a la escuela porque está a seis horas de camino? ¿Usté cree que alguien piensa en las que pasamos acá? Sólo se preocupan por nosotros cuando las votaciones. Entonces sí, ¡ah, sí!, ¡si los escuchara!: somos «los postergáos», «los heroicos desendiente'e los diaguita«... «La herencia cultural 'e la patria» somos... Vienen cantores de la ciudá y nos cantan a nosotros, a los indios, a los pobres, por valerosos, por

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ser la raíz del país, por la «deuda histórica»... Después se van, y nosotros nos quedamos acá, con nuestras necesidades, con nuestras penitas, esperando que llegue alguna fiesta grande pa' emborracharnos y olvidarnos de toda esta miseria, buscando bosta 'e llama pa' poder calentarnos, encendiéndoles velas a los santos y a las vírgenes blancas, que nada más a los de su color saben escuchar, y dejando los acullicos en las apachetas, pa' ver si la Pachamama y el Coquena se acuerdan de nosotros... Pero se ve que a ellos también los han calláo los gringos, como hicieron con los abuelos de mis abuelos, como hicieron siempre con nosotros, siempre pues...

H I Mi hijo Antonio tiene ya 24 años, señor. Nació el año del Mundial. Hace ya dos años se fue a vivir al pueblo con una linda moza, de sirviñaco, y allá tuvieron un changuito, pues. Antonio trabaja de salitrero. Se va en bicicleta todos los lunes allá, a las salinas, bien lejos, y se queda toda la semana allá arriba, porque volver sería al cuete, ¿no? Y después sí, los fines de semana se baja pa'l pueblo, a estar dos días con la mujer y el hijo, que pa' eso los tiene, digo yo. Y mire usté que ni así, con todo ese sacrificio y todo, y con el trabajo

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de su señora, que también hace changas, limpia casas y lava ropa, ni así llegan a andar bien. Y eso viviendo en el pueblo ¿se da cuenta? Dicen los que se fueron pa' la ciudá que allá es pior, que a veces no queda otra que meterse en una villa y hacer lo que nadie más quiere hacer, y que algunos acaban robando, y que los jóvenes, sobre todo, saben meterse en líos piores y acaban presos. Cosa'e mandinga, oiga. Digo yo si será cierto. Porque nosotros somos pobres, pero honráos. Yo nunca he robáo nada a nadie, señor, le juro. Vaya a saber como lo cambia a uno la ciudá, que se vuelve uno un delincuente, ¿no? Pero yo le estaba contando de mi hijo Antonio. Una vez que fuimos pa'l pueblo nos llegamos a visitarlo, y me contó que por allá, por las salinas, habían andado unos señores como ustedes, sacando fotos y haciendo preguntas, de que cómo vivían, de que cómo comían, de que si les iba bien o mal vendiendo sal... Después se fueron, pero cada tanto va alguno a hacer las mismas preguntas y a sacar las mismas fotos... A veces otros han venío, que traen aparatos para grabar las flautitas nomás, pa' los Carnavales, y después se van, grabando nomás las flautitas y las cajas, y a los copleros, y anotan las coplas y se las llevan; digo yo si pa' tocarlas y cantarlas en su pago, pero no, ellos no saben tocar, los hemos visto que no saben, es de puro estudiosos nomás que las anotan y se las llevan.

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Y digo yo, señor ¿pa' qué les sirve? ¿Pa' qué las quieren? Otros han habido que han venido a medirnos. Sí señor, como le digo, a medirnos la cabeza y el brazo, y otras cosas; me habían esplicáo pa' qué pero ya no me acuerdo, señor, estoy viejo y la memoria me falla, pero era algo así como pa' vernos la raza... Y otros también vinieron que nos leyeron de una hoja unos derechos, que decían que eran los «derechos humanos», y que teníamos derecho de darles de comer a nuestros hijos, y de aprender a escribir y a leer, y de trabajo, y de un montón de cosas más que tampoco me acuerdo, pero que me las he olvidáo de inservibles, nomás, porque, dígame usté, señor, que ha visto como vivo ¿pa' qué quiero saber yo esos «derechos humanos»? ¿Pa' qué me sirven? ¿Pa' engordar las ovejitas, p'hacer que crezcan los choclos, p'arreglarme los dientes o p'hacer que las frazadas tengan cría? ¿Eh? Pa' nada me sirven, pa' eso, nomás. No tenemos manera de hacer valer nuestros derechos, por más que los supiéramos, por más que los aprendiéramos. ¿Cómo íbamos a defenderlos, a ver? ¿No ve que hay más interesáos en que nosotros sigamos así, dándoles de comer y haciendo todos los trabajos piores, en vez de que estemos llenando escuelas o aprendiendo un buen oficio? ¿Usté sabe lo que es la dignidá? Eso es lo que nos tienen que devolver, antes que nada: nuestra dignidá. Porque todavía somos personas, somos cristianos y no bestias o

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animales del monte. Todos esos que vienen a estudiarnos, a mirarnos los huesos, a escuchar las cajitas y las flautas, todos esos que vienen a conocernos, a saber cómo vivimos, se van sin saber nada, se van sin entender un carajo de cómo vivimos, de qué nos pasa, de quiénes somos, de qué queremos, de porqué lloramos tantito a escondidas, de porqué hay tantas velas en los altares y tantos acullicos en las apachetas, de porqué hay tantos jóvenes delincuentes en esas ciudades que nunca nos van a abrir las puertas. Porque somos indios, señor, por eso nomás...

H I Y sí, señor, ya sé que ya se va: ya le'i contáo todo lo que usté quería saber, y ya ha visto todo lo que había que ver. Y va a volver allá, a la ciudá, y les va a contar a todos que acá pasamos hambre, que la chinita tiene ushutas de neumático y que vivimos medio enterráos en un rancho acá en el abra. Y todos, segurito que sí, todos se van a asombrar, y van a decir, como dicen en el pueblo, «¡pobre gente, mire usté estos cristianos, no tienen pa' comer, no hay Dios, pobrecitos!». Y alguno se va a preocupar, y va a venir hasta por acá y nos ha'i traer alguna mantita y alguna ropita, y quizá, a lo mejor, alguito de comida pa' los changos, que están flaquitos, no se me

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vayan a enfermar. Pero ¿de qué me sirve la caridá, señor, si cuando ellos se vayan y se me acabe la comida y se me gasten las cobijas, vamos a estar en la misma? ¿Eh? Más trabajo digno nos tienen que dar, eso tienen que hacer, y una escuela nos tienen que poner más cerca, con albergue, pa' que todos los hijos de los puesteros de acá puedan ir a estudiar, pa' que ellos no sigan nuestro camino, pa' que sepan por lo menos dónde viven, cómo son las letras de su nombre y cuánto es veinte ovejas más veinte ovejas... Mejor sería que se guardaran su caridá y dejaran de tratarnos como a la basura y de mirarnos como a los perros de la calle... Pero eso no va a cambiar de hoy pa' mañana, señor: siempre ha sido así, del tiempo'i ñaupa, y no lo vamos a cambiar ahora. Pero que por lo menos nos den una oportunidá pa' poder estar mejor, pa' no tener que trabajar más en las salinas, ni comer api con piedra... Pa' que los indios... o más bien, pa' que todos los pobres, sean del color que sean, dejemos de estar tanto en las canciones y en las fotos y estemos un poco más en los papeles de los políticos, a la hora de manejar la plata... Pa' que no nos maten a escondidas o nos manden a la policía pa' que nos pegue cada vez que nos quejamos y cortamos las rutas... Yo sé que en el país hay más indios, y que muchos no se han olvidáo de quiénes son... Hace años que tengo una radio chiquita y, de vez en cuando, mi hijo Antonio me trae unas pilas, y así me

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entero de lo que pasa en el país, porque sino uno se queda más aisláo de lo que está, ¿vio? Y yo sé que hay más indios, güichis, y mapuches, y no sé cuantitos otros, gente que todavía pelea, como peliaron los abuelos de mis abuelos, allá hace tiempo, que dicen que se transformaron en cardones pa' que no los sacaran de su tierra... Y yo me siento orgulloso de ellos, porque, además de peliar pa' no pasar hambre, muchos defienden todavía lo de ellos, su lengua, su cultura, lo que ellos hacen y lo que ellos creen. A mí, indio viejo como soy, me gustaría poder luchar por lo mismo, pero ya todito nos lo han quitáo, todito se ha olvidáo... Ya que se vuelve pa' la ciudá, dígales a sus amigos, a esos que van a leer lo que usté escriba, que si quieren hacer algo por nosotros, por los pobres, por los indios, que nos traigan madera y ladrillos, que nos traigan una bomba de agua, que nos traigan maestras y maestros, y trabajo, y que si quieren conocernos, vengan a pasar una noche acá, en el abra, conmigo o con los otros puesteros. Que dejen de grabar las flautitas y de medirnos y de sacarnos fotos, dígales, y que nos devuelvan la dignidá que nos robaron hace cienes de años, allá, cuando los abuelos de mis abuelos se

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transformaron en cardones, seguro fue pa' no tener que vernos así, humilláos como vivimos hoy... Córdoba, Argentina, 1998.

Glosario Coquear. Masticar hojas de coca. Chango. Regionalismo para «muchacho». Charque. [voz quechua] Carne secada al sol, cecina. Quirquincho. [voz quechua] Armadillo. Coquena. Espíritu regional (noroeste de Argentina y sur de Bolivia), protector de la caza y, sobre todo, de las vicuñas. Pachamama. [voz quechua] Madre Tierra. Choclo. [voz quechua] Mazorca de maíz tierno. Mote. [voz quechua] Plato preparado a base de habas. Api. [voz quechua] Mazamorra, plato preparado a base de maíz blanco. Changa. Regionalismo para «trabajo eventual». Golondrina. Regionalismo para «trabajador migrante». Familiar. Enorme perro demoníaco que, según la leyenda, habita en ciertos ingenios azucareros del noroeste de Argentina y devora a los

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trabajadores. En realidad, la leyenda se creó para explicar la desaparición de aquellos trabajadores molestos o problemáticos a manos de patrones y capataces. Ushuta. [voz quechua]. Sandalia. Diaguita. Pueblo indígena del noroeste de Argentina y norte de Chile, aniquilado por los españoles a lo largo del siglo XVII. Acullico. [voz quechua] Bola de hojas de coca que se mastica de una vez. Apacheta. [voz quechua] Pequeño altar popular de piedras levantado en los cruces de caminos. En ellos los caminantes depositan sus acullicos (u otras pequeñas ofrendas) y solicitan protección para su viaje. Sirviñaco. [voz quechua] Casamiento de prueba tradicional andino, periodo de convivencia de una pareja. Villa. Regionalismo para «poblado de chabolas» o «favelas». Mandinga. Regionalismo para «demonio». Frazadas, cobijas. Regionalismo para «mantas». Del tiempo i'ñaupa. Regionalismo para «desde tiempos viejos».

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Pérdidas

— I — Lloqalla 1 de quince años era yo en aquel entonces. Me acuerdo bien, mismamente como si ahorita estuviera sucediendo, pues... En primavera fue que mi tayta me regaló mi primer charanguito. El único que siempre he sabido tener. El que siempre me ha acompañado. ¡Way, y que era linda la primavera! Ashka sumaq 2 era, pero mucho más para alguien con quince años... Verdes, bonitas se ponían las faldas de los cerros, y la gente de mi ayllu 3 y de todas las otras comunidades se preparaba para el trabajo de los campos, y para el emparejamiento de los ganados... Ya desde antes habían estado limpiando las acequias entre todos los comuneros, sí, y bebían chicha y trago, y fumaban, y tonadas cantando andaban... Y

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En quechua (préstamo del aymara), «muchacho». En quechua, «muy linda». 3 En quechua, «familia extendida, clan». 2

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compartían las hojitas de coca, que en ese tiempo la ch’uspa, la bolsita de uno, era como la ch’uspa de todo el mundo... Me acuerdo que apagado andaba yo en aquel tiempo, como mata de maíz que no ha recibido riego, pues... Todos los muchachos, lloqallas como yo, tenían en mi ayllu su charanguito, o su flautita, o su zampoña nomás para hacer música, y de esa manera ir cortejando a las enamoradas... Pues quien más, quien menos, todos tenían la suya, su sipascha, su muchachita, y todos les cantaban y les decían cosas de amor bien bonitas... «Paloma del alma mía» diciendo cantaban, «florecita de sank'ayo», «estrellita dorada», «ojitos de lucero»... Así las nombraban en sus tonaditas, les hacían puros arrumacos para cautivarles el sunqucha, su corazoncito de ellas. Con canciones les iban arrastrando el ala, como los palomos, y las niñas se hacían las modositas, se hacían la que no los miraban, las que se les reían de ellos... También burlas les hacían. Pero en su dentro, bien sentían que se habían dejado echar el lazo, pues... Y yo tristecito andaba, porque nada tenía para enamorar mujercitas. Nada nadita. Ni flauta, ni zampoña, ni charango, siquiera un triste tamborcito tenía. ¡Si al menos buen bailarín hubiera salido! Pero no, gracia no tenía para bailar... Y si no

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aprendía pronto a tocar algo, había una niña de ojitos dulces miski ñawi que se me iba a escapar... Algunas canciones me había estado aprendiendo yo, cantándolas bien fuerte cuando llevaba las ovejitas al arroyo a que bebieran... La memoria no me fallaba: ¡eso sí que siempre tuve bueno, caraju...! Por lo bajo iba repitiendo las tonadas y los waynos que les escuchaba a otros, cuando las estaban cantando. Después en el arroyo, abrevando la majada, las practicaba yo solo, nomás... Mi favorita era aquella, medio en quechua, medio en castilla, que decía... Qhawariy alto cielota, estrellasqa relucechkan... Qanpaqñachu tukunkuña, ñoqapaq recién nacechkan... Pero me faltaba con qué acompañarme, porque canto sin música es como papa sin llajwa 4 . Soso queda, deslucido, feo pues... Y así fue que aquella primavera de los quince años míos, mi tayta me regaló el charanguito... Charanguito campesino, makiruwa que 4

Salsa picante, tradicional de Bolivia.

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le dicen, sencillito pues, pero bien bonito era. Y todavía lo es, que mucho muchito lo he cuidado, que no se arruine ni se rompa, ni pierda su sonido. Muchos años ha estado conmigo, el pícaro... Compañero ha sido de festejos y casorios... Me acuerdo cuando mi tayta lo sacó de bajo su catre, envuelto en un awayu 5 viejo de mi mama... ¡Escondido lo tenía, el viejo! Y me acuerdo cuando desenvolví el bulto. Sí que me acuerdo... Lo primero que vi fue el quirquinchito 6 del charango, con su color claro y sus pelitos... ¡Peludo era, el caparazón del quirquinchito! Pequeño, redondito era... Raro fue ver charanguito de quirquincho: casi todos eran de madera, de tablitas pegadas nomás. El de quirquincho, decían, traía suerte, sobre todo si el pelito crecía. Y más después aparecieron los trastes, pues, bien sencillitos, de alambre golpeado... Y arriba del todo, las clavijas, que estaban con astillas, poco pulidas. Pero ¿qué me importaba a mí si era simple, si era sencillito nomás, cuando era todo mío? ¡Un charanguito para mí solo era, pues! Lo primero era llevarlo al Sireno, me dijo mi tayta, porque así se había hecho siempre, y si quería que mi charango de quirquincho

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Colorida manta tradicional femenina andina. En quechua, «armadillo». Las cajas de los charangos tradicionales solían confeccionarse con el caparazón de este animal. 6

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sonase fuerte e hiciese callar a todos los demás, y robase el alma de las muchachas, no podía dejar de hacerlo. Así que al Sireno lo llevé, a la orilla del río donde vivía, según contaban los abuelos... Allí lo dejé, bien envueltito en mi manta, la noche entera. Y al Sireno le dejé trago, y coca, y llijta para que pudiese pijchar 7 , y así con todo eso se contentase y bien bonito me dejase mi instrumento. Toda la noche esperé por ahí cerca, porque había que velar al instrumento. Así mandaban los abuelos, así había que hacer. Frío pasé, pero ¿qué iba a quejarme yo, pues? ¡Ilusionado, como cascabel estaba yo! ¡Un manojo de cohetes de fiesta estaba hecho...! No me podía tener quieto, esperando la alborada para ir a recoger mi tesorito. Pasé todo el tiempo murmurando las canciones que le iba a cantar a mi miski ñawi, a mi jiwacita... ¡Añañaw! ¡Qué lindo es el amor, y quién pudiera tener otra vez esos años, para poder volver a sentirlo como entonces! Amaneció por fin, y yo recogí el charango mío y corriendo me fui hasta la casa de mi tío, que sabía tocar, para que él, pues, me dijese cómo sonaba. Y mi tío José lo tocó, y lo tocó, y lo tocó. Y aquello

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En quechua, «mascar hojas de coca». Generalmente a las hojas se les agrega una sustancia básica, conocida como lliqta, hecha a base de cenizas vegetales.

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era como sonido bajado del cielo, pues... ¡Como canto de ángeles era! ¡Así lo sentí yo...! Contento estaba mi tío. Decía que el Sireno se había portado bien conmigo, que muy lindo me había templado el instrumento. Y yo, inflado de orgullo me ponía, como gallo joven con toditas sus plumas brillosas. Y ahí nomás aproveché y le pedí a mi tío que me enseñara los temples y pisadas, para ir sabiendo tocar. Con él aprendí pues los tonitos, y los acordes, y cómo kalampear, y cómo rasguear y repiquetear, y cuáles eran las tonalidades para irse acompañando las canciones que se cantaban. Aprendí a tocar rápido el charango, nomás, y canté mis canciones para cuando aquella primavera se acababa, y toda la siguiente, y la otra, y al final le enredé el corazón a la mujercita de ojos de miel, que es tu madre. De vez en cuando me acercaba al río, por las noches, y le dejaba algo al Sireno, una botellita de trago o alguito como agradecimiento. Después ahí nomás me quedaba, en silencio, como enseñaban los viejos. Y escuchaba... Escuchaba... Entonces, desde el fondo del murmullo del agua me llegaban canciones, repiqueteando, jugueteando pues... Canciones nuevas... Ése era el regalo del Sireno para aquellos que con respeto le agradecíamos y

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lo sabíamos escuchar. Música nuevecita, fresca como el agua siempre teníamos. Después, sólo letra había que agregarle... Y cuando el charanguito perdía su brillo de la voz, de vez en vez, de nuevo lo dejaba a orillas del río toda la noche, y allí el Sireno lo tocaba, lo templaba, le cubría las cuerdas con tintineos, le llenaba el almita de risas... Le hice cambiar varias veces las cuerdas, porque de tanto repique y kalampeo se le fueron partiendo con los años. Conocía a una cuerdera que las hacía lindas, con tripita de oveja, finitas pues las dejaba y bien resistentes, fuerte sonaban... Y una vez, una que fui a Potosí, le hice dar laca, y bien bonito me lo dejaron. Siempre ha estado contento conmigo, porque lo he cuidado, y él me ha alegrado los días. A veces le ponía ají tostado dentro de la caja, para que no se rajase el quirquincho ni le diera aire en la carita. Y una vez me aconsejaron de ponerle cola de víbora cascabel, pero cosa mala me pareció, y no lo hice, pues, por más que me dijeron que aquello era bueno. Ahora, que ya estoy viejo y las manos ya no pueden hacer lo que antes, a ti te lo dejo, pues... Para que vayas aprendiendo, si te gusta... Para que te haga la misma compañía que me hizo a mí... Y para que siempre te una a la tierra tuya, a los paisajes, a la gente

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tuya y a tus recuerdos más queridos. Porque todo lo nuestro siempre va enlazado a una canción, nomás... Nunca lo dejes en manos de una mujer. Porque la cajita, me dijo mi tayta, es de quirquincho hembra. Y se pone celosa si una warmi la toca, y se destempla, y después mucho cuesta afinarlo. También, hay que aflojarle las cuerdas nomás para que se duerma. Porque cuando está enserenado, cuando lo ha tocado el Sireno, el charanguito nunca descansa. Solito toca, solito hace música, y con el ruido no se duerme, y feo se pone, pues... Y nunca te olvides de llevarlo al Sireno, para que te lo llene de música. Porque la música es... es como una cadena. Él va a llenarte el charango de sonidos, el charango te va a llenar a ti, y tú eso mismito harás con los que te escuchen... Y puede ser que esos canten tus canciones a otros... Así, el Sireno satisfecho va a estar. Y la música nunca va a dejar de andar, pues.

— II — Mi tayta me regaló el charango cuando yo tenía... puede que unos dieciocho, veinte años. Fue el mismo año que abrieron la mina río arriba.

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El viejo me contó que a él se lo había regalado su padre también, una primavera, cuando él era lloqalla, quince, dieciséis años tendría. Época de siembra era, y de organizar los rediles y emparejar los animales. Él andaba muriéndose por un charango. Todos sus compañeros de la comunidad, del ayllu, tenían ya su instrumento, andaban tocando en los mercados, en los campos y en los cruces de caminos... Pero él no tenía nada. Decía que se aprendía las canciones que oía, porque mi tayta tenía buena memoria. ¡Sí que la tenía, sí! Aprendiéndose así las canciones, luego las repetía cuando andaba sólo llevando las ovejas al arroyo, a abrevar. Así practicaba. Pero, claro, le faltaba instrumento para acompañar. Decía él que canto sin música era como papas sin salsa. Y allá entonces, vergüenza era no saber rasguear charango... «Apagado andaba» sabía decir el viejo, «como maíz que no lo han regado». Así andaba penando, pues... Tenía miedo que algún otro fuera a robarle su moza, una niña miski ñawi, decía él. De ojos dulces. Se había fijado en ella, contaba, pero no tenía con qué irle a dar serenata, ni hacerle saber que se había fijado en ella. Porque en aquella época, claro, no bastaba con tirar piedritas a la casa para llamar la atención, ni con echarle unos guiños o unos suspiros, o unas palabras... Había que destacar entre los demás, había que ser atrevido... ¡Y había que tener valor, pues! Porque las muchachas no

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se dejaban entrar así como así, no... Burlonas se ponían, orgullosas pues, con nada parecían ablandarse... Corazón de piedra, rumi sunqu parecían tener. Y al final mi abuelo le regaló el charango. Charango campesino, simple, con su cajita hecha de caparazón de armadillo, de quirquincho. Bien peludo decía que era, aunque con los años los pelitos se le fueron cayendo, por el uso, y para cuando me lo regaló a mí pocos pelitos le quedaban ya. Pero lindo sonaba. Siempre sonó lindo, decía el tayta: sólo había que cuidarlo y llevarlo al Sireno de vez en cuando, a que lo templara y lo dejara nuevecito y brillante como campanas de fiesta. Él me enseñó los acordes, con la mano izquierda: todas las pisadas y tonalidades me mostró... También me explicó como cambiar el encordado, y como afinar las cuerdas en distintos temples: diablo, natural, falso natural... Muchos conocía el viejo, que para eso había tocado tantitos años, pues... Luego me enseñó a rasguear con la mano derecha, y los repiques, y los kalampeos, para tocar tonadas y waynos, y tinkus, y otros estilos bien picantes... También de esos, muchos conocía. Tayta había andado por muchas celebraciones, tocando con otros charanguistas en los Tinkus, y en lugares como la Fiesta de la Cruz, sabía contar él, cuando se juntaban los jula julas y más conjuntos de zampoñas y todos se entreveraban...

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Cuando estuve listo, me dijo de llevarlo a la orilla del río, a dejárselo al Sireno toda la noche y a velar. Porque era charango enserenado. Encantado estaba... Y allí fui, pues. Le llevé lo que decían los viejos que había que llevarle: coca, y sebo de llama, y tostado de pasankalla, y trago fuerte... Todo eso le dejé, junto al charango, bien envuelto en mi manta para que el frío de la noche y el rocío no me lo arruinaran... A la amanecida volví a casa contento, con mi charango en las manos. Pero mi padre, mi tayta, serio se quedó al tocarlo. Me preguntó si había hecho todo lo que me había dicho, y yo le dije que sí, que como él me explicó yo había hecho. Tayta siguió tocando, y se puso más serio todavía, y me dijo que aquello no sonaba bien, que seguramente algo mal había hecho yo, y había ofendido al Sireno. Qunqaqtullu, «descuidado» me llamó... ¡Tristecito me puse yo! ¡Miedo tenía de que el Sireno se hubiera enojado conmigo, pues! A la noche siguiente mi padre fue él mismo al río. Seguro quería estar, decía. Por la mañana volvió como nunca lo vi. «Cosa rara anda pasando» dijo en entrando a casa. Los comuneros se enteraron, y llamaron a un hombre de un ayllu vecino, uno que era sabedor de las cosas misteriosas del agua y de los ríos. Decían que entendía las voces de los arroyos y de los manantiales; que sabía tomarle el pulso a la tierra y sentir los

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enojos de los vientos y de las montañas, sí... Después de unos días, el hombre dijo que el Sireno se había ido. Que ya no estaba en su lugar de siempre. «Sucia está el agua, sucio el río», así dijo. «Ya no ha de volver el Sireno». Tiempo después supimos que había sido por la mina, que había ensuciado el agua. Supimos porque el Sireno no fue el único en irse: las plantas de las orillas se secaron, y cuando las ovejas empezaron a morirse toda la comunidad se preocupó. Poco he tocado yo el charango. Cuando el río se ensució, esperamos unos meses y después nos quejamos de la mina a las autoridades. Allá fueron los representantes de los ayllu con el problema. Pero ninguna solución ni respuesta tuvieron. Mientras tanto, los ganados no podían beber, y las aguas de riego, sucias también, empezaron a secar los campos y a arruinar las cosechas. En poco tiempo la gente empezó a enfermarse. Y yo decidí venirme para la ciudad. Antes, muy de vez en cuando hacía sonar el charanguito acá en la ciudad, pues, para que las cuerdas no se apagasen y el instrumento no se pusiera triste... Y para recordar a mi tayta, que allá en el pueblo se quedó, apenado, viendo como su mundo de siempre se le rompía en pedazos. Para acordarme, también, de cómo era mi vida de niño, de muchacho, en el campo. Porque así decía el viejo:

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que la música une a la gente a su terruño, porque todos tus recuerdos van atados a alguna canción que has escuchado... Pero después lo fui dejando de lado. Otros asuntos, otras preocupaciones tenía yo en la cabeza, y la música se me olvidó. Al charango lo guardé más como un recuerdo que como otra cosa. Creo yo que apagado estará el instrumento. El viejo decía que la música es como una cadena, que siempre tiene que estar moviéndose, circulando, para seguir viva e ir llenando todos los huecos. Pero, a mi parecer, con este charango la cadena se rompió. Todos estos años lo he guardado con mucho cariño, con mucho cuidado... Porque puede que tú quisieras aprender. Este instrumento va pasando siempre de padres a hijos... Así que ahorita, tuyo es. Ya sabes su historia. Si no le puedes agregar un eslabón a la cadena de la música, pues, por lo menos agrégale uno a su vida.

— III — Aquí lo tienes. Ha ido pasando de mano en mano, desde que mi bisabuelo se lo regaló a mi abuelo. Así me dijo mi padre cuando me lo dio. Contaba que a mi abuelo se lo habían regalado de joven, allá

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en la comunidad. Sabía decir que había sido... durante la cosecha, creo, así que tuvo que ser para fines de verano o principios de otoño. Porque... es entonces la cosecha, ¿no? Mi padre me decía que el suyo lo había utilizado para engatusar jovencitas, que es para lo que lo querían los muchachos de aquella época. Iban dando serenatas por las calles y los patios, contaba, aunque no sé si en las comunidades hay patios... ¡Valientes bandidos! Cosas picarescas les cantarían, seguramente, pero decía mi padre que las mujercitas no eran fáciles y que había que tener mucha paciencia y mucho valor para arremeter. Mi abuelo, tu bisabuelo, al final conquistó a la que fue su mujer de esa forma, a puro charango nomás. También contaba mi padre que el suyo había llevado el charango al río, para una ceremonia vieja, que se llamaba la Sirena. Lo llevaban a la orilla de noche, con algunas ofrendas de hojas de coca y cigarrito, y trago también, que eso nunca faltaba, y ahí esperaban hasta que amanecía. Entonces decía que salía un espíritu del agua y afinaba el instrumento, el que fuera que le hubieran dejado, y que entonces sonaba que era una maravilla, mucho mejor que cualquier otro. Era como si estuviese endemoniado: decían que incluso tocaba solo, y que había que aflojarle las cuerdas para que se durmiese.

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Mi padre, tu abuelo, me dijo que él, cuando le regalaron el charango, también había ido a eso de la Sirena, pero que el espíritu se había ido, porque el agua estaba contaminada. Una mina había sabido ser, que había ensuciado las aguas. Así les había dicho a sus comuneros uno que era medio brujo y sabía de esas cosas viejas del campo, de las maldiciones de las montañas, los aparecidos, las enfermedades raras y las pérdidas de almas... Y había sido cierto que la mina estaba contaminando todo, nomás, porque tiempo después los animales empezaron a morirse y las cosechas a perderse, y mi viejo tuvo que venirse para la ciudad, y allá en el campo dejó a toda su familia. Con él se trajo el charango, que él decía que le hacía recordar a su tierra, y que la música era como una cadena, y cosas así. Me quiso enseñar a tocar lo que se acordaba, los temples y los rasgueos, pero a mí nunca me interesó eso de la música. Si he guardado el instrumento ha sido porque fue una de las pocas cosas que tu abuelo me regaló de chico. Y como siempre ha pasado de padre a hijo, ahora te toca a ti cuidarlo. Ya tiene gastada la madera, y le faltan unas cuerdas y una de las clavijas, pero si te gusta lo puedes llevar a alguna casa en donde te lo reparen y te lo dejen bonito. Mi padre decía que tenía buen sonido, el charanguito, porque cuando más viejo está, mejor suena... A veces lo tocaba, cuando andaba melancólico...

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— IV — Pues si lo quiere para un museo, o para lo que sea, ahí lo tiene... A 500 euros se lo dejo, nomás, que las cosas no me van como esperaba y ando necesitando el dinero... Una antigüedad así está barata a ese precio, ¿no le parece? ¿Que de dónde viene? Viejísimo es, se lo aseguro... Creo que fue mi tatarabuelo, que era indígena quechua, el que se lo regaló a mi bisabuelo en la comunidad en dónde vivían, allá en Bolivia, pero no me pregunte en cuál porque ni me acuerdo... Creo que de Norte Potosí eran ellos, de la provincia Chayanta o por ahí... Charango campesino sabían decirle a este pedazo de madera. Cuando mi padre me lo regaló, maldita la importancia que le di... No sé ni porqué me lo traje a Madrid. Quizás por lo mucho que me insistió el viejo en que lo llevara conmigo porque me iba a recordar a mi tierra. A mí la música no me llamó nunca la atención, y menos un instrumento ajado y roto como este. Fíjese, pocas cuerdas le quedan ya, y le faltan dos clavijas... Pero bueno, con la antigüedad que tiene, no iba a estar como nuevo, ¿no? ¿Qué más? Pues poco más sé... Mi padre solía decir que al charango le habían hecho una especie de rito, una de esas creencias viejas

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que tienen en las comunidades, pues... Algo así como dejarlo en manos de una sirena, o del diablo, o de un espíritu de esos que dicen que hay en el río, para que lo afinara y sonase más bonito que el resto. Y que lo usaban para enamorar mozas, eso también me lo contaba... Lo demás se lo puede inventar, ¿no? No creo que al museo ése al que lo va a llevar le interese saber mucho más. Al fin y al cabo, no es más que un instrumento, un pedazo de madera con una caja de quirquincho pelado y unas pocas cuerdas resecas... Nada más que eso es. ¿A quién le va a importar lo que significa?

— V — «Charango campesino Procedencia: Bolivia. Provincia Chayanta». (Ficha de exposición del Museo de...). Madrid, España, 2009.

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Historia de una zampoña Sus cañas nacieron y crecieron en la selva que viste al río Mamoré. De esa selva recordaba el calor, la humedad, el agua que anegaba las raíces y los pequeños colibríes que a veces se posaban en los tallos. Recordaba también el ruido de las tormentas cuando se acercaban y las interminables aguas que lloraban las nubes oscuras. Recordaba cuán bellamente sonaba el cañaveral mojado cuando el viento lo atravesaba, y cómo lucían de verde sus hojas tras la lluvia. La mañana en la que aquel indígena Sirionó cortó con su machete algunas de las cañas de aquel cañaveral, cortó también las suyas. Aquella mañana esos tallos se separaron de su madre tierra, de sus raíces, del agua que las mojaba, del viento que las hacía sonar, de los pájaros que las visitaban... Apretadas en un inmenso fardo que el hombre Sirionó amarró a sus espaldas, las cañas decidieron que no valía la pena seguir vivas si las separaban de su mundo. Y se secaron. Aquel Sirionó llevó su mercancía a un comerciante de Trinidad, río abajo, consiguiendo a cambio un saco de sal y varias herramientas

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de acero, elementos escasos en aquellas tierras. El comerciante — que pertenecía a la etnia Yuqui— solía subir, con sus hatos henchidos de bienes de la selva, a comerciar con las gentes Quechua de los valles cálidos del oeste. Y en su siguiente viaje, las cañas —secas ya— fueron con él. Primero remontaron las corrientes del río Ichilo hasta Puerto Villarroel, y desde allí comenzaron a ascender las estribaciones de los Andes, que en aquel punto no eran más que serranías cubiertas de bosques húmedos. El comerciante Yuqui trocó las cañas con otro mercader, un hombre Quechua de la aldea de Comarapa, en los valles de la región de Cochabamba, llevándose a cambio, de retorno a sus tierras húmedas, hojas de coca, papas de las tierras altas, sal, oca, cañihua y queso de oveja. El comerciante Quechua revisó el abultado atado de cañas que había adquirido, descartó las que estaban partidas o dañadas —pues eran inservibles—, las clasificó por grosor y tamaño y armó un nuevo atado, que, junto a otros tantos —que contenían frutas, maíz, queso, charki y coca— fueron cargados a lomos de mula. Aquel hombre, junto a su hijo mayor, comenzó a subir por los senderos que llevaban a la puna, las tierras altas del oeste. Siguiendo su valle hacia poniente, ambos atravesaron las

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escarpadas laderas de los Andes, dibujadas por andenes de cultivo y coronadas por las cumbres nevadas de los Apus. Se detuvieron en Aiquile primero, luego en Colquechaca. Abrigados con sus ponchos de lana de oveja, con las ushutas cubiertas de polvo, el hombre y su hijo condujeron su recua de mulas hasta el punto final de su largo viaje: la aldea Aymara de Challapata, a orillas del lago Poopó, donde comienza el altiplano infinito y los interminables lagos salados. Padre e hijo cambiaron sus productos por bloques de sal, carne seca de llama y mucho chuño. Y dejaron allí las cañas. El hombre Aymara que las adquirió —ofreciendo por ellas varios sacos de papas heladas— decidió que serían buen material para un amigo suyo, constructor de flautas, que vivía en la comunidad de Umala, allá en las desiertas planicies del norte. Cargó, pues, su tropa de llamas con esas cañas y algunas otras mercancías y partió. Aquel Aymara atravesó el altiplano, sólo cubierto de ichos que se despeinaban con el viento constante, bajo un sol que jamás dejaba de brillar. Iba masticando coca para aguantar el suruqchi, que en aquellas alturas hace insoportable las caminatas largas, e iba dejando los akullikus gastados en las apachetas de los caminos, pidiendo un viaje seguro y un feliz retorno a su hogar.

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El artesano de Umala compró gustoso las cañas nacidas en el oriente, mercadas a Sirionós, Yuquis, Quechuas y Aymaras antes de llegar a aquellas manos que las transformarían en instrumentos musicales. Eran una excelente mercancía, una materia prima de primera calidad para construir flautas. Y fue en Umala, una tarde de otoño, entre unos dedos callosos, hábiles y llenos de cicatrices, cuando nació ella. Una zampoña. El constructor seleccionó cuidadosamente las cañas, las limpió, las lijó y las cortó a medida. Luego las fue soplando con cuidado, controlando que estuvieran afinadas correctamente. Finalmente las ató en dos hileras —el arca y el ira— y las unió en un solo instrumento de forma triangular, un instrumento que olía a selva y a altiplano, a manos de comerciante, a tropas de llamas y a hojas de coca. Junto con quenas, tarkas, lichiwayus, mohoceños y muchas otras zampoñas, ella fue atada en otro hato —uno más en su historia— que el luriri llevó hasta el mercado dominical del pueblo de Tarabuco, en las tierras del sureste, donde vivía la etnia Yampara.

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En aquel universo de músicos, probablemente podría venderlas por un puñado de monedas plateadas.

HI Esa misma mañana de domingo, un niño tarabuqueño recorría curioso el mercado de su pueblo, que se desparramaba entre las estrechas calles de piedra, los muros de adobe de las casas y los techos cubiertos de tejas coloradas. En su chuspa estaban las monedas que, desde hacía meses, venía juntando para poder comprar su primera zampoña. Su padre —sikuri de una de las tropas de ayarachis más prestigiosas del lugar— había prometido iniciarlo en el arte de soplar aquel instrumento, tan poderoso como encantador. Su sueño más deseado era pertenecer, algún día, a alguna tropa famosa. El pequeño recorrió las calles entre los ponchos coloridos de los hombres y los inmensos fardos que transportaban en sus lliqllas las mujeres del mercado. Se detuvo ante los puestos de las vendedoras de ajíes, de las que traían papas blancas como la nieve y negras como el carbón, y de los que vendían animales recién sacrificados, cueros, pezuñas y cabezas. Y en un rincón de la plaza encontró al artesano de Umala, con su montaña de cañas

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agujereadas y atadas que prometían sonidos y melodías a los dedos conocedores de la magia de la música. El niño se tomó su tiempo para elegir una zampoña que le gustara. Examinó varias, las miró y remiró por todos sus costados, intentó soplar —sin mucho éxito— algunas y, finalmente, eligió una: la de las cañas del Mamoré. Era grande, sólida, y olía a tierras extrañas e historias misteriosas, un olor que sólo pueden reconocer los niños. El luriri lo felicitó por su elección y le entregó el instrumento a cambio de sus monedas. Y el niño, arropando tan grande tesoro con sus pequeños brazos, volvió corriendo a su casa de adobe de las afueras del pueblo, con la alegría entre las manos. La primera noche, el padre —agricultor en las chaqras— le explicó cómo debía soplar aquellos tubos, cómo debía sostenerlos bien fuerte para que el instrumento no se moviera, cómo debía conservar el borde de las cañas intacto para que no le rasparan los labios... Le explicó también un pequeño secreto las zampoñas, mojadas primero en agua, suenan mucho mejor. Pero el niño era incapaz de extraer sonidos a las cañas. Quizás aún no sabía soplar, o tal vez era la zampoña la que se negaba a cantar. Pasaron las noches y los días, las semanas y los meses, y poco cambió. Hasta que una mañana, cansado de tantas pruebas huérfanas de resultados, y en un último intento, el muchacho

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recordó el secreto que le contara su padre y ahogó su instrumento en la laguna donde llevaba a abrevar a la pequeña majada de ovejas de la familia. Fue entonces cuando las cañas recuperaron la memoria de sus selvas, de las lluvias, de la corriente del Mamoré que mojaba sus raíces, de su tierra, de aquella vida que vivían antes de decidir secarse. Y cuando el pequeño sopló sus bordes, los tubos sonaron. Cantaron una melodía grave, densa, quizás de tristeza por los recuerdos, quizás de melancolía por aquello que no podría ser nuevamente, o quizás de esperanza por una nueva vida que comenzaba, aunque no fuera bajo la forma de cañaveral sino bajo la de flauta. Desde entonces, cada mañana el niño llevó consigo su instrumento, y practicó aquellas melodías que había memorizado de tanto oírlas de labios de su padre. Y el páramo se llenó de ecos de canciones, de morenadas y sikuriadas, de huaynos y tinkus, de sayas y caporales… Y la tierra tembló —levemente, pero tembló— bajo los saltos del muchacho, que imitaba los pasos de danza de los sikuri, acostumbrados a bailar, soplar y golpear sus grandes

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bombos —todo al mismo tiempo— cuando interpretaban sus ritmos en las grandes fiestas.

H I Las lunas cruzaron el cielo andino, y el muchacho se hizo hombre y buen sikuri. Tocó en tropas famosas, en grupos y orquestas campesinas, y el resonar de sus zampoñas se oyó desde las orillas del Titicaca hasta las faldas del Cerro Rico de Potosí, junto a las de sus hermanos Quechuas y Aymaras, pobladores de esas tierras. Su zampoña primera —la del Mamoré— quedó muda a los pocos años de empezar a tocarla. Tal vez cantó todas sus canciones y se cansó, o tal vez el paso del tiempo hizo que sus cañas perdieran su brillo. Sin embargo, el hombre que fue muchacho pastor de ovejas y que soñó con tocar muchas canciones jamás se deshizo de su primer instrumento. Pues fue con ése con el que descubrió el placer de la música. Y el muchacho convertido en hombre se casó, y tuvo un hijo al que regaló, un domingo de mercado, una zampoña nueva, proveniente quién sabía de qué tierras y llena, tal vez, de mil historias. Y el niño aprendió —puede que junto a un ojo‐de‐agua, como lo hiciera su padre años antes— cómo y por qué soplarla. De esa forma, la

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música en aquellas tierras nunca murió. Pasó de boca en boca y de mano en mano, una vez con unas cañas, la siguiente con otras, pero siempre viva, siempre presente. En cuanto a la zampoña de esta historia, siguió colgada en una pared de adobe, envejeciendo junto a su dueño. Y cuando el hombre partió en ese viaje del cual jamás se vuelve, su hijo enterró la zampoña junto a él. Algunos dicen que entonces las cañas volvieron a estar con su madre tierra y cantaron felices, acunando el sueño eterno de aquel niño‐anciano músico y bailarín. Pero otros cuentan que el músico se las llevó en su viaje, a aquellas tierras de arriba en donde hay vicuñas con alas, vientos traviesos y campos infinitos sembrados de maíz multicolor. Y que allí, mojada en las nubes de lluvia, la zampoña siguió sonando por siempre. Y dicen esos que cuentan que, de vez en cuando, el viento —que nace en esas tierras del cielo— trae algunos de sus sones para inspirar a otros músicos —aquí abajo— bellísimas melodías, y así lograr que nunca, jamás, dejen de tocar. Madrid, España, 2009.

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Glosario Zampoña. Flauta de Pan andina, aerófono tradicional. Oca. [voz quechua] Tubérculo andino de cultivo y consumo tradicional. Cañihua. [voz quechua] Cereal andino de cultivo y consumo tradicional. Charki. [voz quechua] Carne secada al sol, cecina. Apu. [voz quechua] Nombre dado a los espíritus protectores que habitan en las cumbres de las montañas que rodean a una comunidad andina determinada. Ushuta. [voz quechua] Sandalia. Chuño. [voz quechua] Papa deshidratada por congelamiento. Suruqchi. [voz quechua] Soroche, mal de las alturas. Akulliku. [voz quechua] Bola de hojas de coca que se mastica de una vez. Apacheta. [voz quechua] Pequeño altar popular de piedras levantado en los cruces de caminos. En ellos los caminantes depositan sus akulliku (u otras pequeñas ofrendas) y solicitan protección para su viaje. Luriri. [voz aymara] Constructor (sobre todo de instrumentos). Sikuri. [voz quechua] Intérprete de zampoña o siku. Ayarachi. [voz quechua] Variedad de zampoña empleada en Bolivia y el sur del Perú. Chaqra. [voz quechua] Campo de cultivo.

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