Kontaketa tailerra - Taller de relato 2009

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Kontaketa tailerra TALLER DE RELATO 2

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Eva Vázquez

TIERRA SAGRADA PERMANENTE

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Miguel Parra

NACÍ EN EL CARRER D´AVINYÓ CONSPIRACIÓN

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Itziar Elexpuru

BESOS DE HUMO LA ASPIRADORA

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Gaueko Mateo

UN MUNDO DE COLOR DE ROSA NOSTALGIA

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Rosa María Morán - Vizcarret

EL BRILLO DE LAS CARTAS DORADAS LAS OCAS SE ESTÁN PASEANDO

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Amaia Gainzarain

SENTIMIENTO PÚRPURA VIDA Y MUERTE DE FLOPS

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Isabel Bilbao

MERTXE SONÓ EL TELÉFONO

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Mari Cruz Fernández

UNA VIDA TRUNCADA EL PARAGUAS DE GUS

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TIERRA SAGRADA El contacto de sus frágiles nudillos contra la puerta de mi despacho ha rasgado el silencio que necesitaba para preparar la homilía del domingo. Solo Amanda es capaz de golpear una puerta así y siempre temo que se rompa un dedo cuando lo hace. Su presencia ha invadido la habitación. El único rayo de sol que la capa de nubes ha dejado penetrar en la sacristía de Glastonbury, ha ido a parar a su rubia cabellera, creando un mágico haz de reflejos dorados. Directa al grano: ¿papá vas a dejarme o no hacerme un piercing?, voy a ser la única que no lo tenga... siempre soy la hija del reverendo. Sabía cuál era la pregunta en el preciso momento en que llamaba a mi puerta. Otra vez me ha recordado a ti, mamá. Lleva tu mismo nombre y mirándola a ella he regresado de nuevo a la infancia, a tu lado. He vuelto al día en que me despertaba de otra cálida siesta en la playa. Tú descansabas tumbada a mis pies. Tenía un poco de mi arena pegada en los labios y mis dedos rozaban tu cabeza. He mirado en esa dirección y he visto el dorado de tu pelo que siempre competía en brillo con el sol. Recuerdo haberme sentido seguro y que empujaba mi pie para despertarte En aquella época solías decirme que mientras yo dormía, tú viajabas y que si despertaba y seguías allí, sin moverte, no debía inquietarme, simplemente tenía que esperar a que volvieras. Por eso esperaba pacientemente a que regresarás de los sitios que visitabas. Después me los describías mientras cabalgaba sobre tus espaldas rasgando el aire con Excalibur, reíamos saltando las olas o nos cobijábamos en la Volkswagen pintada con flores de todos los colores. Me enseñaste a distinguir todas las estrellas, a llamarte por tu nombre, a hacer collares de margaritas y a subir descalzo a los árboles. A ir buscando el verano y compartir con él los lugares, el tiempo justo. Pero aquella tarde, la última a tu lado, te habías ido muy lejos porque ya anochecía y seguías en la misma posición. Fui caminando hasta nuestro campamento, había un par de hogueras, alguna guitarra sonando, olor a comida y Karen. Enseguida fueron a por ti. Aquella noche Karen me habló de nuestro pueblo, donde se encontraban las tumbas del Rey Arturo y de Ginebra, y de cómo los seguidores de Jesús habían conseguido refugio en aquella parte del mundo cuando le crucificaron, construyendo la primera iglesia católica de todo Inglaterra, mucho antes de Canterbury. Me explicó quiénes eran los Druidas y la colina sagrada de Otero. No paró de hablarme de cosas que entonces no entendía, pero le escuchaba fascinado mientras notaba el grosor de su tristeza, tan espesa como la mía. A la mañana siguiente levantaron el campamento y Karen me vistió con unos zapatos incomodísimos, un pantalón y una camisa desconocidos para mí y me subió a un avión. Mamá nunca regresaría de su último viaje, –me explicó–: demasiado alejado, demasiado bonito. Yo debía buscar el lugar donde quedarme y por eso me enviaba a la Isla de Avalon, donde me correspondía por mi nombre, donde encontraría mis orígenes. Pasé las ocho horas de avión llorando y al llegar a Glastonbury un hombre muy alto me cogió de la mano: –Así que tú eres mi nieto Arturo, el hijo de mi querida Amanda.

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Llevaba unos zapatos muy brillantes y pantalones sujetos con cinturón de cuero negro, del mismo color que su camisa y un jersey de lana. Me agarré con fuerza a su mano, cálida, firme, grande. Tal vez era aquel el hombre de quien tú huiste, pero desde ese día se convirtió en mi casa y en mi vida. Amanda espera una respuesta. El sol sigue iluminando su dorado pelo. Tiene tus mismos ojos y es frágil como tú, mamá. Solo espero que no tenga nunca la necesidad de irse tan lejos y que este lugar sea suficientemente bonito para ella, así que le he dicho: Anda, ve y hazte el piercing. Estoy deseando ver cómo te queda.

Eva Vázquez 05


PERMANENTE — Creí haberlo dejado claro, el ahuecador es muy diferente a una permanente, mucho menos agresivo. Con los dichosos tintes mi pelo está perdiendo volumen, en realidad sospecho que con los dichosos tintes estoy perdiendo pelo, ¿por qué si no iba a necesitar un ahuecador yo, que he tenido una cabellera superabundante?. — Se lo dije: me queda decente nada más lavármelo y después de haber aplicado como cuatro o cinco ungüentos, consigo que me dure bien media jornada. Para colmo, Enrique, mi marido, sabe usted, no hace más que recordármelo: — Qué bien te queda el pelo revuelto, según sales del baño, estas guapísima. — ¡Ja!, “el pelo revuelto”, dice, creerá él que es natural, pero nooooo, he utilizado todos los accesorios del secador. Es deprimente. Y yo, me muero por complacerle, por gustarle, vamos, por resultarle atractiva, no se si me entiende. Así que, como mi amiga Marisa me había dicho que el ahuecador era lo último en peluquería porque te da volumen sin rizarte el pelo, me decidí. Fui a mi peluquería. La elegí porque es peluquero, hombre, ¿comprende?. Siempre sospeché que las peluqueras son un poco brujas, como son mujeres... hacen lo posible por no dejarte guapa, ya sabe, la rivalidad femenina. Así que peluquero. Él no tendría reparo, yo no sería “la competencia” y se emplearía a fondo para dejarme bien. El muy cretino me dijo que sabía perfectamente a qué me refería, mientras mantenía su mano izquierda en posición de sostener una bandeja y con la otra movía el peine dibujando “oes” en el aire. “Que si se utilizaba el mismo procedimiento que para la permanente, que si era el mismo líquido, que si el rizo era más grueso, que si se tenía menos tiempo y así el cabello quedaba a medio camino y el resultado era más voluminosidad, más cuerpo y ligeramente ondulado”. En fin, que parecía que sabía lo que hacía y le di mi bendición. — Agente: cuando comprobé el resultado quise morirme. Sentada frente al espejo. Mi pelo estaba frito. Lo que se dice frito. Los rizos eran afroamericanos y yo, que soy de tez morena –como podrá ver–, tenía pinta de haber llegado el miércoles en una patera. Me entraron unos sudores fríos, que casi me caigo al suelo. Pero yo soy muy orgullosa, ya me lo decía mi madre : –es que te lo tragas todo, hija, y eso no puede ser bueno–. Así que muy digna, pero dejándole ver que estaba molesta porque aquello no era lo hablado, le dije: — Bueno, Fran –porque el muy imbécil se llama...., se llamaba Fran–, ya crecerá y podremos cortarlo. Él, dale que te pego, que estaba divina. ¡Divina!. Usted verá que no soy una mujer agraciada y, eso sí, resulto atractiva porque me saco partido, pero aquel desgraciado había cortado de un plumazo todas las posibilidades de resultar apetecible a mi esposo. Justo ahora, que estamos en crisis, vaya, el que está en crisis es él. Esa de los cincuenta –también tuvo una a los cuarenta, ¿sabe?–, que también... hay que fastidiarse, porque ustedes los hombres mucho hablar de que a las mujeres no hay quien nos entienda, que si el síndrome premenstrual y todo eso, pero, con los debidos respetos Sr. Comisario, ya les vale, justo cuando hemos terminado de darles nuestros mejores años y empezamos a necesitar restauración, van y se ponen en crisis, que consiste en mirar jovencitas que están buenísimas y tienen una mata de pelo que para qué, sin necesidad de ahuecador ni nada...y como el mercado masculino escasea –eso dicen–, pues, ala, aunque estén ustedes calvos –ya me disculpará con la franqueza que le hablo, pero es la verdad– y 06


barrigones,... Total, que según salí de la peluquería, que por cierto me cobró 50 €, 8.666 pts. de las de antes, que lo he mirado, me entró una llorera que-pa-qué. No acertaba ni a meter la llave en el coche. Me fui a mi casa, había quedado con unas amigas, ¿sabe usted?, pero aún tenía tiempo; y a pesar de que me dijo que no me lavara el pelo en tres días, para que no se me bajara, pues me lo lavé, precisamente para quitarme aquel horror. Ni se me bajó ni nada. Seguía llena de caracolillos. Una furia se iba apoderando de mí, que yo estaba desconocida, harta de las imposiciones de la moda, harta de tener que estar estupenda todo el tiempo, harta de los hombres, porque mi peluquero nació hombre, y hombres son los que deciden si se llevan transparencias, o escotes, y claro, el Fran de las narices decide rizarme el pelo cuando yo le he pedido claramente otra cosa. Así que, como ya eran las ocho, me puse mis mejores galas y pintándome como una puerta salí al encuentro con mis amigas. Se me hacía un nudo en el estómago pensando lo que iban a disfrutar nada más verme aparecer. Me puse en marcha, estaba anocheciendo y al pasar por la estación... estaba solo, no había ni un alma oiga, fumándose un pitillo, con un pie apoyado en la pared y descansando, después de la masacre que me había hecho. Estaría esperando a alguien o haciendo tiempo antes de bajar al anden, el caso es que ni lo pensé, di un volantazo y lo empotré contra mi parachoques. No quise verle ni la cara al asqueroso, eso sí, cuando caía, una voz interior me decía como que no era suficiente castigo el romperle las piernas, así que con rapidez di marcha atrás y agachado como estaba incrusté mi parachoques, ya destrozado, –para qué le voy a contar–, contra su cráneo. Un asco –oiga–. La cantidad de sangre y cosas amarillas que se pegaron en la pared, masa o materia gris, que le llaman, pero de gris tiene poco, color sebo, –hágame caso–. Menos mal que era de cemento oscuro, la pared digo, que si llega a ser blanca, vomito sobre el volante. Bueno, pues eso, le di su merecido, por bestia y luego me fui a mi cita. Tranquila, con serenidad, porque yo soy muy buena persona, –créame–, y nunca me he metido con nadie, pero lo de aquel sinvergüenza merecía una contestación, 8.666 pts., o sea, 50 €, de los de ahora, ¿me entiende?. Debería haber policía dedicada a las peluquerías también, porque eso sí que son delitos, y nada, hagan lo que hagan, salen inmunes y cobrando. Pues esta vez no, esta vez Paquita Suárez, la menda, había hecho justicia, vaya que sí. Mis amigas me encontraron monísima, pero no piense que me lo creí, no, lo hacen por pura maldad. Si realmente hubiera estado monísima, no hubieran abierto el pico. Pero si has dormido mal, te ven a kilómetros las ojeras y te lo comentan, con su mejor cara y si vas en chándal, o te han frito el pelo: estassssss moooonísima. Pero hay que dejarlas. Tampoco se trata de ir haciendo justicia por ahí, como el Capitán Trueno. Con la cantidad de mala gente que existe. Bueno, pues es todo lo que tengo que declarar, ya me dirá usted si tengo o no tengo razón: –¿lo ha anotado todo?–, –¿cree que podré irme pronto?.

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NACÍ EN EL CARRER D´AVINYÓ

“Toda novela es, en parte, autobiográfica” (Anónimo)

“Pero no sabemos si lo es en un 1 o en un 99%” (Yo)

Narcís se interesó por la literatura desde niño. Su padre era propietario de una imprenta en el barrio gótico y sentía un amor reverencial a todo lo que fuera letra impresa. Viudo y sin familia, fomentó la afición de su hijo sin escatimar dedicación ni medios. Así, el niño se pasaba el día leyendo y pronto empezó a escribir pequeñas narraciones que sorprendían por la imaginación y la perfección de su lenguaje. A los diecisiete años ganó el primer premio del “Concurso Literario juvenil del Gremio de Libreros de Barcelona” e imaginó que era su consagración definitiva como genio de la literatura. Amparado económicamente por su padre, Narcís se dedicó plenamente a escribir, participando en concursos y ofreciendo su colaboración a publicaciones de difusión regional, con la idea de vivir de la literatura. Con el paso del tiempo, sus expectativas fueron reduciéndose ya que sus narraciones no pasaban de una digna mediocridad muy poco productiva económicamente. Cuando, unos años después, falleció su padre, se hizo cargo de la imprenta, aunque sin renunciar por ello a su ambición. Así, desatendía sus responsabilidades en el negocio para, aislado en su torre de marfil, dedicarse a fabular historias que probablemente nunca verían la luz. Sorprendentemente, una editorial de folletines aceptó la publicación de una novela suya. Se trataba de la vieja historia del “Sacamantecas”, un asesino en serie del siglo diecinueve, ambientada en la Barcelona de los años cuarenta. La novela, escrita con corrección, contenía las suficientes dosis de folclore local, intriga y morbo –incluso con incursiones en lo sexual, en la medida que lo permitía la censura– como para resultar atractiva a gran cantidad de público y recibir una acogida favorable de los críticos literarios. De la noche a la mañana, Narcís se vio sorprendido por el éxito, reconocido por los gurús de las letras y casi nadando en la abundancia, de manera que se dedicó a sacarle partido a la situación: cambió de casa, de sastre y de amistades. Siendo, como era, el hombre del día que las editoriales se rifaban, asistía feliz a todos los saraos más o menos culturales y de la “alta sociedad barcelonesa” que tenían lugar. Incluso una conocida editora, joven, rica y guapa, Mercé Janés, mostraba interés en publicar sus próximos trabajos y –a la vista de lo meloso de su trato– en su propia persona. Pero, como dice el viejo adagio, la alegría dura poco en la casa del pobre: una noche, después de dejar a Mercé en su casa, sufrió un accidente con su nuevo deportivo a resultas del cual estuvo muchos días en coma, con la vida pendiente de un hilo. Durante todo este tiempo la editora no se movió de su cabecera, en su papel de “familiar responsable” (no había nadie con más interés ni derecho). Finalmente, mantuvo una reunión con el Dr. Andreu: 08

— Mire, Sra. Janés, el proceso de recuperación de Narcís es físicamente satisfactorio. De hecho,


estimo que en quince días podrá abandonar el hospital, pero me preocupa la amnesia que sufre: no recuerda nada relativo a su identidad, familia, amistades, etc. Por otra parte, se muestra muy apático e insensible, aunque dócil y pensamos que ello es consecuencia de su amnesia. Sería muy conveniente que le ayudase facilitándole fotos, documentos etc. que le estimulen los recuerdos. — En ese sentido, doctor, no creo que pueda prestar mucha ayuda: le conozco desde hace relativamente poco tiempo y que yo sepa, no tiene familia ni amigos. — Le comprendo, pero usted es la mejor opción de que disponemos. Haga lo que pueda. Es muy importante estimularle; de lo contrario su personalidad podría quedar gravemente dañada. Mercé se presentó al día siguiente con media docena de libros cuyo denominador común era la Barcelona de la posguerra; novelas con prolijas descripciones de los barrios y costumbres de la ciudad condal y entre ellas, “Nací en el Carrer d´Avinyó” de Narcís Curtabudells. Narcís le agradeció los libros muy cortésmente aunque sin entrar en conversación: continuaba con su actitud de abulia social. Sin embargo, en su siguiente visita, Mercé le encontró leyendo su novela con un innegable interés. En los siguientes días su alegría se enfrió un tanto al comprobar que Narcís se pasaba todo el día dedicado a su novela –hasta llegar a aprender algunos párrafos de memoria– sin prestar atención al resto del mundo, ni siquiera a ella. Cuando finalmente, le dieron el alta médica, Mercé se presentó a recogerle con sus mejores galas, le ayudó a vestirse, le llevó hasta su coche y le dijo:

— Narcís, te voy a dar un curso acelerado de “Narcís y Barcelona”

Inició un lento paseo por toda la ciudad observando constantemente por el rabillo del ojo la expresión de su acompañante. Llegó al monumento a Colón y empezó a remontar las ramblas.

— Mira Narcís, el Carrer Nou; la antigua calle Conde del Asalto…

— “…puerta del barrio chino, donde di cauce a mis primeros desahogos venéreos…”

A Mercé se le iluminó la cara: Narcís respondía a los estímulos, ¡recordaba!. — ¡Magnífico!. No entraré en los detalles de tus “primeros desahogos venéreos”. Por el contrario, como premio, te invito a cenar “botifarra amb mongetes”… y con vino del Penedés. ¡Vamos a “Els quatre gats”! — “ … Els quatre gats, el refugio de mi juventud literaria en la calle Montsió…cerveza y cultura; celebridades y discreción…” La cena discurrió en un ambiente extraño, entre el entusiasmo cariñoso de Mercé y el hermetismo cortés de Narcís, cuyas respuestas correspondían más a un texto de folletín que a un diálogo natural entre los miembros de pareja. 09


Sin embargo, Mercé era una mujer de carácter que no se rendía a las primeras de cambio y aún tenía municiones: — ¡Venga! ¡Vamos a casa!, Está aquí mismo, en el paseo de Gracia – dijo con una sonrisa pícara – ¡Te voy a enseñar más cosas….! — “Paseig de Gracia… reserva de la burguesía, patria del seny, lar de Montse, primer amor de mi vida, que acabó tan trágicamente….” Cuando entraron en el apartamento, Mercé se dirigió a su dormitorio:

— Voy a ponerme cómoda, Narcís, por favor, trae unos hielos y prepárame una copa…

Narcís entró en la cocina. Una estrella de luz brillaba en la encimera. Era la luz de la luna, reflejada en el filo de un cuchillo cebollero. En la boca de Narcís, se dibujó una media sonrisa crispada. Lentamente, se acercó, tomó el cuchillo con la mano derecha y sin perder la sonrisa, se dirigió a la puerta. Cuando llegó a la sala, el brazo caía a lo largo del cuerpo, su mano asía el cuchillo horizontalmente y ante sus ojos ya estaba la imagen de “les mongetes” brotando del vientre abierto de Mercé…

Miguel Parra 10


CONSPIRACIÓN Ahí está otra vez. Al acecho. Vigilando. Como cada día. Detrás de la cortina, desde que sale el sol hasta la hora de comer. A veces, hace como que lee o que tiene la vista perdida en el horizonte, pero no es así: vigila. Disimula, pero vigila. Aún no se qué es lo que trama, pero lo averiguaré. Yo también le vigilo. Estrechamente. Y él no lo sabe. Le descubriré. Cualquiera podría pensar que se trata de un anciano inofensivo, que deja pasar las horas frente a la ventana, frente a sus ojos y es esa, exactamente, la imagen que quiere dar. Pero conmigo no le vale: se que es un conspirador; un taimado conspirador que está tramando algo. Algo catastrófico y cruel. Pero le descubriré y entonces seré yo quien ría. Aunque me tenga que pasar mañanas y mañanas apostado tras mis cortinas desde que salga el sol. A la tarde sale. Si no hace mal tiempo, pasea con aire inocente por las calles e incluso se sienta en un banco del parque fingiendo mirar a los niños. Lo tengo comprobado: he tenido que seguirle discretamente durante muchos días, pero al final he descubierto que también en el parque vigila. Busca algo. Aún no se qué, pero tengo el pálpito de que estoy cerca de descubrirlo. Lo peor es cuando llueve. No sale. No se le ve tras ninguna ventana. Sólo se percibe un ligero resplandor en la de la sala, como si estuviera viendo la televisión. Pero a mí no me engaña. Hace unos días, me atacó. Le seguí a la tarde en su paseo y cuando llegamos al parque y se desencadenó la tormenta, se las ingenió para inocularme un veneno que ha estado a punto de matarme. Desde que llegué a casa, empapado, me he sentido morir. Apenas he tenido fuerzas para mantener la vigilancia, ahogándome como estaba y con fiebre alta. El ha cambiado de táctica. Ha estado días sin dejarse ver. A ninguna hora y en ninguna ventana. Tampoco ha salido. Tan solo ha recibido la visita de dos de sus cómplices. Primero vino uno, vestido con traje oscuro y con un maletín. Después y durante varios días, se repitieron las visitas, siempre a la misma hora, de una mujer de mediana edad que, para no llamar la atención, estaba disfrazada de enfermera. Luego las visitas cesaron y él reapareció en la ventana. Durante unos días fingió estar débil, pero poco a poco ha vuelto a sus maniobras: ya ha empezado a dar sus paseos de la tarde y yo apenas le puedo seguir. De buena gana me quedaría en la cama, pero no quiero ni pensar lo que podría pasar si no le controlo. Y cada día estoy más débil....

Miguel Parra 11


BESOS DE HUMO Lisa duerme entre seis y ocho horas diarias. Durante ese tiempo, yo apenas existo, permanezco inerte, sumido en una cálida y aromática oscuridad, anhelando sus caricias, sus besos, su compañía, soñando cómo será el día siguiente. ¿Viajaremos en metro?. Yo prefiero ir en su coche, con la ventanilla entreabierta, su lacia melena agitándose con la velocidad, compartiendo el leve sostén de su mano con el volante, y envueltos por una agradable música. En la oficina, me siento relegado, unas veces por el teléfono, protagonista principal, y otras por el ordenador. En este último caso, mi situación es peor aún, pues termino consumido en el olvido más total. ¿Saldremos a comer? Eso siempre tiene sus riesgos. El cliente elige restaurante y en algunos, por pura restricción, tengo que permanecer encerrado en mi pequeña celda de cartón y plata; arrinconado y perdido entre un mar de objetos más grandes y mucho más importantes, alguno de los cuales, incluso puede ocupar un lugar de privilegio en la mesa, compartiendo mantel con postres y cafés. Antes de salir de cualquier restaurante, Lisa pasa por los lavabos, se cepilla el pelo y los dientes cuidadosamente y repone el carmín de sus labios. A mí no se acerca, solo una mirada furtiva o un pequeño roce, pero yo noto su deseo; sé que tan pronto se despida de la comida de trabajo, se reunirá conmigo y caminaremos juntos, despacio, con sus pasos más pequeños, alargando con deleite el momento. Ella, aspirando, saboreando con calma, dejando una fina estela de aromático humo que se desvanece por encima de su hombro. Y yo, libre, flotando a mis anchas en el aire de la ciudad. Disfrutando en el aleteado ir y venir de su mano a su boca. Marcado con su beso más rojo y apasionado. Si el día es soleado, Lisa se sienta en cualquier banco del parque cercano al edificio de oficinas. Yo deseo que no aparezca algún conocido y me robe esos momentos de descanso. Esos momentos en que la caricia de su mano blanca y fina y el roce de sus labios son solo míos. Esos momentos en que me cuelo por su cuerpo y recorro su sosiego. Esos momentos en los que Lisa entrecierra los ojos y vacía su mente. Ella y yo solos. Al llegar la noche, compartimos largas veladas de libros y revistas, con noticiarios de televisión y series americanas. Una bandeja con un sándwich y un yogur y todo el resto de la velada, los dos. Protagonistas absolutos, envueltos en el haz de luz amarilla, que desprende la lámpara de sobremesa del rincón. Algunos días, vencida por el sueño, me aplasta sin tan siquiera darme un último beso blanco. No se lo tengo en cuenta porque sé muy bien de su cansancio. ¡Ay, Lisa! ¡Cómo deseo que te despiertes cada día y me busques!. Cómo anhelo sentir el torbellino de tus manos presurosas, tanteando ciegas entre el revoltijo de tus cosas. Todos los días te levantas con el deseo puesto en la piel, en las manos, en la boca, y cuando nos encontramos, nos damos uno, dos y hasta tres besos de humo seguidos. Itziar Elexpuru 12


LA ASPIRADORA Cuando sonó el teléfono estaba pasando la aspiradora. Sonrío al ver la mirada aterrada de mis dos hijos cuando entro con la aspiradora en el salón. Pequeños animales desperdigados salpican la alfombra entre multitud de piezas que componen una granja. Los niños se revuelven entre exclamaciones tratando de seguir la coloreada fotografía que aparece en la gran caja de cartón, ahora completamente vacía.

— ¡No, mamá! Por favor..., ahora no...

El mayor se levanta extendiendo los brazos para detener mi avance. El pequeño se une a la protesta de su hermano, mostrando en sus regordetas piernecitas las marcas de piezas recién despegadas. Suelto la aspiradora y me siento con ellos. El contacto de sus movimientos rápidos, sus gestos divertidos acompañados de interminables preguntas, me atrapan y me pierdo con ellos en un mundo inquieto y vital. Tengo que hacer un gran esfuerzo para recordar mi vida de hace solo unos años. Cuando las noches, los fines de semana y las vacaciones transcurrían en un interminable letargo. Mi mente volaba llena de planes y viajes, mientras yo permanecía sentada al ordenador. Aquella máquina estimulaba mis emociones y despertaba mis anhelos y deseos más íntimos. Mis dedos se deslizaban suavemente por el teclado apoderándose del folio en blanco, cuando me daba cuenta ya había escrito dos o tres hojas. Las palabras se abrazaban, se iban unas y surgían otras, sin buscarlas, espontáneas. Líneas que formaban párrafos. Párrafos tan densos que te dejaban sin aliento. Los espacios entre líneas se rellenaban de pensamientos compartidos, de sueños sabidos, aún no dichos. Los puntos no separaban sino que prometían más historias, noticias. Las postdatas de esperanza. Cuando sonó el teléfono estaba pasando la aspiradora. Apagué la aspiradora y descolgué el auricular.

— ¿Diga?.

— Elisa, soy yo, estoy aquí, he venido para quedarme contigo.

Itziar Elexpuru 13


UN MUNDO DE COLOR DE ROSA Luz tenebrosa. Es la única descripción. Una neblina fantasmagórica se despliega delante de mí, ocultándome lo que hay delante de mis ojos. Los rayos de luz atraviesan la niebla difuminándose y haciendo que sea más terrorífica. Observó el camino pedregoso que hay debajo de mis pies. Habla con el elefante rosa. Es traicionero. Con piedras sueltas y resbaladizas. Doy varios pasos con cuidado en dirección a la niebla que me rodea, sin ver lo que me depara mi caminata. Oigo gritos, gritos desgarradores, de dolor, de sufrimiento. Oigo sollozos a mi alrededor, pero los ignoro cómo puedo, cerrando mi mente a ellos. Prosigo con mi asustadizo andar por este pasaje, con el corazón en un puño. Estoy en alerta, intentado mirar a todas las direcciones. Habla con el elefante rosa. Encuentro, ya por fin, un claro para poder descansar de esta visita al Oblivion. Cojo aire y reanudo mi caminar. Tiemblo de miedo pero esa voz en mi cabeza, que me vuelve loco, me arrastra a seguir atravesándola y dejar el claro allí donde lo encontré. En medio del camino. Recorro lentamente el trayecto intentando controlar mi sollozo provocado por aquellos lejanos griteríos. Avanzo cabizbajo y en silencio a través de la densa niebla hasta que veo algo que de verdad me eriza el vello corporal. Diviso una sombra humana oculta por los fluidos. Sus movimientos, oh dios, sus movimientos son demoníacos, oscuros y tenebrosos. Su velocidad es abrumadora y se dirige hacia mí. Busca al elefante rosa. Mi corazón late deprisa, cada vez más rápido. Estoy asustado, acongojado. La sombra se acerca más a mí hasta que puedo ver su rostro. Su rostro de Belcebú, de vileza, de culto a la violencia. Esa cara, llena de heridas autoinfringidas, de clavos saliendo de su retorcida y deformada cara y esa sonrisa, tan llena de odio, de maldad de odio y de amor. Amor al sufrimiento, al dolor. Ver esa imagen fue suficiente. Huí sollozando. Corrí y corrí adentrándome más en la niebla, sin echar la vista atrás. Como alma que lleva el diablo, sin dirección ni rumbo. Huí, huí hasta que mis piernas dijeron basta y me hicieron caer al suelo. Apoyé en el descenso las manos en el húmedo y frío pavimento mientras. Encuentra el elefante rosa. Estaba llorando, con el corazón a punto de explotar, asustado, muerto de frío. No sabía qué hacer. No se cómo cogí el valor para echar la vista hacia atrás, en busca del demoníaco hombre. No estaba allí. Lo había dejado atrás. Cerré los ojos y cogí aire mientras me tranquilizaba un poco. Poco a poco, conteniendo el ya extinto sollozo, me levanté. Cogí aire. Me hable a mí mismo. Dialogué con mi ser atormentado de mi interior. No es nada, es una pesadilla, sí, eso es, una simple pesadilla. Ahora aparecerán mis amigos, mis compañeros de trabajo, un elefante rosa y mis padres. Sí, es eso. Una pesadilla. Solo tengo que cerrar los ojos y me despertaré. No surtía efecto, así que los abrí y allí estaba otra vez. En esa tenebrosa y blanquecina niebla. Oh, dios mío. No podía ser. Volví a retomar el paso, asustado como antes, pero no avancé mucho más. Golpeé con algo que había en el suelo obligándome a detenerme. Y de repente, la niebla desapareció. Y allí estaba, el elefante rosa sobre una fuente de brillos dorados opacos y sucios. Levantó su trompa. Habla con el elefante rosa. Me acerqué a él, tembloroso. Pero cada vez que me acercaba, me irradiaba una calma, una tranquilidad. Me daba seguridad. Ya no tenía miedo, incluso me reía del miedo. Me acerqué a su trompa para acariciarla. La toqué con dulzura, parecía terciopelo rosado y sentía que le gustaba. Sonreía y levanté la vista hacía sus ojos. Pero lo que vi me volvió a encoger el corazón. No podía ser, era imposible. Allí esta14


ba. En ese cuerpo de elefante incrustado en un cuello, como si de un relato de bajo presupuesto de terror fuera, estaba aquella cara que provenía de las mismísimas entrañas del infierno. Aquella demoníaca cara, la cual me había topado en el camino, tenía incrustada, entre los mare mágnum de clavos de su cara, aquella rosada trompa. Esa vileza con vida, que me miraba a través de sus acongojadores e hipnóticos ojos. Y se reía, el condenado se reía. El elefante rosa se reía. Me desperté bañado en un lago de mi propio sudor frío. No podía ser. Respiré hondo mientras observaba mi alrededor. Mi habitación, mi humilde morada, con la ventana abierta por el intenso calor del verano. Había pasado. La asfixiante brisa se colaba por la ventana mientras yo me recuperaba de esta terrible pesadilla. Había pasado todo. Acaricié mi peluche, con el cuál dormía todas las noches. El elefante rosa que me regalaron en mi juventud. Era el elefante. Pero un gélido escalofrío recorrió mi cuerpo entumeciéndome. La ventana se cerró de golpe dando un portazo y asustándome. La cortina había dejado de realizar su fantasmagórico vuelo hasta posarse en la ventana. Suspiré tranquilo. Y me volví a tumbar en la cama. Giré para observar al elefante rosa, a mi peluche. Pero allí no estaba. Su cara. Su rostro era aquél demonio que me observaba sonriente analizando mis entrañas para devorarlas en el mundo real. Había sido un horrible sueño, no podía haber ocurrido eso. Era improbable, irreal y terrorífico. No podía estar ocurriendo. Era imposible que fuese tan real, no podía ser cierto, o tal vez sí.

Gaueko Mateo 15


NOSTALGIA — ¿Sabes qué? El mundo ya no es lo que era antes– comentó el hombre, cuya mirada, de cuencas muertas y ciegas, observaba a los transeúntes pasar. — ¿A qué viene esa perla de sabiduría?– Respondió el fornido hombre con un rostro facial que recordaba a un halcón. Pues ellos eran los dioses Caronte y Horus, apoyados sobre la fachada de un edificio de ladrillos, que se alzaba hacia el cielo. — El domingo pasé por una de esas iglesias católicas que hay… ¿Y sabes qué? No había casi nadie. Técnicamente hay mil millones de cristianos en este mundo, y en este pueblo habrá, no sé, unos treinta mil habitantes aproximadamente…– prosiguió Caronte.

— ¿A dónde quieres llegar?

— Si no me interrumpe... Gracias. Lo que iba diciendo. En este pueblo habrá treinta mil habitantes o algo así. Y hay tres iglesias oficiales, dando por cada parroquia diez mil habitantes. Si añadimos que el cuarenta por ciento de ellos se van a otras parroquias, entonces nos quedan seis mil habitantes por parroquia. Y por último, si añadimos, el absentismo y otras creencias religiosas tanto en el cristianismo, como de otra índole religiosa nos quedarían unos tres mil por parroquia. Y el otro día no llegaríamos a cien asistentes. ¿Te crees posible que ya casi no se crea en dios?

— Te tiras demasiadas horas con los muertos – Ironizó Horus.

— Por lo menos allí me respetaban, aquí no respetan a nadie. Joder, si es que desde que lo dejamos con aquellos dos putos becarios, el mundo ha ido a peor. Fíjate, no ha habido más que conflictos religiosos. Si en nuestra época no se luchaba por temas religiosos. — Cierto, solo era por tema de espacio y poder, no temas religiosos. Además se podía jugar con los mortales. Eso sí era vida, cuando hacíamos aquellas competiciones poniendo a prueba aquellos seres. Por cierto, el otro día vi a Afrodita.

— A, ¿sí?. ¿Y cómo le va?

— Bien. Desde que abrió aquella agencia matrimonial le va como la seda. Y eso que las pasó canutas hasta hace poco. El hombre sin ningún pelo y de aquellos ojos grabados en un fuego mortuorio movió la cabeza melancólicamente. — Echo de menos mi vida anterior. Sigo sacando la barca pero no puedo llevar los muertos. Cómo pudimos ser tan idiotas de dejar que aquellos dos críos nos quitaran la corona. No entiendo como pudimos ser tan ciegos– dijo Caronte.

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— No sé. Quetzalcoalt y Teztatlipoca están tramando algo. Algo extremadamente gordo. Aún tienen espíritu joven, no como nosotros, que nos hemos acomodado a esta condición de mortales. No sé si podré combatir con ellos Caronte, no lo sé. Caronte miró a la lejanía, observando cómo los rayos primaverales de sol iluminaban el parque que había enfrente de ellos. — Tienes razón, viejo Horus. Incluso Poseidón y Bahamut, con lo rencorosos que son, se dedican a enseñar submarinismo a los turistas en las Bahamas. Somos mayores, muy mayores. Y el silencio envolvió a los dos amigos, solo interrumpido por las campanillas de la puerta de la farmacia que se encontraba en la fachada donde se apoyaban los dos hombres para hablar. De un impulso, Horus se separó de la pared.

— Tengo un cliente. Luego seguimos hablando.

— Sí, yo también tengo un cliente esperándome a que le acondicione– ironizó Caronte.

Horus entró en la farmacia mientras Caronte levantaba la vista para ver el cartel que colgaba del establecimiento de al lado. “Funeraria Caronte” Y en ese momento notó como se enmudecían sus mejillas al recordar el pasado.

Gaueko Mateo 17


EL BRILLO DE LAS CARTAS DORADAS De Jorge a Amalia Remover la palabra como la tierra, cultivarla, dorarla, ha sido una laboriosa conversación conmigo mismo, sentado frente a la ventana, en esa medio inconsciencia del atardecer, mientras se elevaba en mí el estado de enervamiento y efervescencia que hace brotar todo lo que te quería decir, esas ansias de mandarte frases a borbotones como abrazos que estrechen de nuevo nuestras vidas. Con el ímpetu del agua que se desborda sobre un tobogán de imaginación, así mis palabras, queriendo encontrar al final del vertiginoso recorrido, la estampa ideal de un paisaje lingüístico, donde ningún detalle falte para que te sientas bien ahí, identificándote con la frase misma y al mismo tiempo, lo rodeo de bruma, para darte un espacio personal de ensueño, más allá de lo que puedan evocarte mis palabras. Doblegar, amasar, domesticar, hacer parte de mí este idioma que modela y matiza nuestro sentir. Hoy, quiero jugar con los rayos de sol y las palabras, Amalia, necesitamos una luz para ver con claridad, para animarnos y retomar lo más valioso de nuestras vidas. Acuérdate de lo exaltado y dorado de nuestros sueños, los tuyos tan altos en colores pero los merecías, tan bonita y risueña... exultabas ese poder imantado de la personalidad elocuente, brillabas como una luciérnaga al anochecer y, durante el día, tus sonrisas y palabras nos guiaban como la estrella del Norte, cubriendo de oro nuestra estancia en aquel caserón donde nos reuníamos todos los veranos. En la lengua de los vascos te hubiera llamado Maitegarria, en sajón Fair y en galo, ma petite Libellule. Siempre me ha gustado esta versatilidad de los idiomas, quizás porque me recuerdan tus ademanes y los mil matices de nuestras conversaciones que tanto he echado en falta... Te mando esta evocación escrita como un beso, para que vuelvas a encender esa luz que nos iluminaba a todos, para que te animes, Amalia. En mi corazón. Argentina, 5 de mayo.

De Amalia a Jorge Acabo de leer tu carta que entra en mis sentidos como un regalo que, hoy por hoy, no puedo aceptar, mas bien hace insoportable el dolor de lo que se escapó en aquella época. Voy a intentar responderte, Jorge, agarrarme al hilo invisible que me tiendes y empiezo por un indiscutible: Querido Jorge, te escribe tu libélula, ojalá pudiese creer de nuevo en nosotros, en lo que se quedó enmarañado en el susurro de nuestras conversaciones, en los silencios gritados que se quedaron en la casa. Yo nunca fui de oro, solo el reflejo de tus ojos mimosos y amantes que me convirtieron en el girasol del verano. Pero la vida no miente y me devolvió mi verdadera imagen, Jorge, yo lucía en la medida que alimentabas la luz y cuando desapareciste, aquel teatro de los veranos se cerró y me reconcilié con el gris 18


y el humo, sobretodo, a raíz del accidente y de esos, casi ocho años, en los que trunqué las alas por una silla de ruedas. Tú has conservado ese poder de reinventar al prójimo. Eres el sol estival que al atardecer sigue reflejando en las hojas de los alisos que navegan sobre el río, ese color de lentejuelas, animándolas a sobrevivir aún, como a mí, claro. Desplegabas el poder del Dios Amarillo que se inclina sobre las cimas de Dulla transformando su imagen en moles de poderío. Supiste respetar tus sueños, amasarlos poco a poco hasta que encontraste el horno adecuado para dorarlos y, el resultado... eres un pan con mucha miga, Jorge; yo, en cambio, me he convertido en un envoltorio de lujo que mira de vez en cuando la cúpula de oropel de los Inválidos para recordarme, oh la la! que vivo en París, un envoltorio que mete mucho ruido y brilla con destellos para arropar todo el despecho y la decepción de haber renunciado a ti. Maduré en un horno fuera de mi tierra, lejos de vosotros y de mí misma. Y ahora, tu Amalia te dice ciao, à bientôt, y espera que le cuentes la bella época de “El Dorado”; háblame de aquellos españoles y portugueses que, como yo, se expatriaron para recorrer el mundo detrás de su quimera amarilla. Cuento contigo y con el brillo de nuestra nueva carta dorada. Firma una pepita de girasol, es ya, un buen comienzo... En mis sentidos. París, 22 de mayo.

Rosa María Morán - Vizcarret 19


LAS OCAS SE ESTÁN PASEANDO ¿Por qué las ocas? Por Isabelle, su personalidad, su carisma. Ella es especial, es única. Vende jeeps, se levanta a las cinco de la mañana para hacer footing, su habitación es un desván con maniquí Gautier incluído. La estancia bohemia se abre en forma de terraza con baranda de madera sobre el gran salón de chimenea, adora montar a caballo y en su coche lleva una pegatina prohibiendo comer carne. Entre sus potingues nunca encontrareis un producto cosmético en el que hayan experimentado con animales, es generosa, idealista y eficaz en todo lo que hace. Vive en un pueblecito francés, a las afueras de Orleáns y nos conocimos en circunstancias excepcionales. Mejor dicho, nos hicimos amigas de una manera extraña, ciertos acontecimientos nos unieron y también nuestro gusto por los desafíos. A los cuarenta años, decidimos convertirnos en socorristas con los bomberos de Orleáns y allí fuimos a la reunión de información del teniente Kowalsky, ella con su hijo; yo en mi rincón les observaba, parecían hermanos, no madre e hijo. Después de varios meses de clases nocturnas, nos saludábamos, hablábamos, gente que se conoce y conecta, vidas que se cruzan en unos cursillos y cada uno debe seguir el curso de su propia vida. Un año después, nos volvimos a encontrar en un supermercado. Ella, tan alegre y extrovertida, parecía triste, yo había adelgazado mucho. Nos paramos y miramos frente a frente y ese cordón invisible que une a veces dos almas se hizo casi palpable, algo se soltó en nuestro interior como un resorte. Nos dimos un abrazo llorando y decidimos tentar juntas otra aventura, un challenge más en nuestras vidas, aprender a deslizarnos sobre patines de línea o rollers con un holandés antiguo jugador de jockey sobre hielo. Toda la rabia y tristeza que sentíamos la intentamos canalizar a base de costaladas, de caer y levantarse del suelo mientras intentábamos comprender las instrucciones en holandés. El resultado de los estacazos, mas la precipitación y aceleración de las neuronas de comprensión del holandés en nuestro cerebro, provocaban más mareo que cualquier pelotazo de gin-tonic a la hora del desayuno. Sumergirse en el deporte, footing, baile, rollers... La fuerza de espíritu y la tenacidad nos mantuvieron a salvo. Su casa es como abrir la página de un cuento de hadas, un gran terreno con estanque; la casita ubicada entre la viña salvaje, delante, unos liquidambars. Alrededor del estanque, media docena de ocas corriendo: blancas, esbeltas como su dueña y con su mismo carácter altivo. Abre la puerta del armario de la cocina y observo pegadas un montón de fotos en familia. Veo a Eric en las fotos, no digo nada, me acuerdo de un chico que no quiere seguir con su madre los cursos de socorrismo ni socorrerse a sí mismo, simplemente, con un mal de vivir que lo corroe y que corroe todo a su alrededor. Sabe que lo he visto y que no diré nada; nos entendemos, somos amigas especiales, de esas que se entienden con una mirada, como aquella tarde en el supermercado. La confesión llegó primero por los ojos, la comprensión de nuestra desesperación. Una dijo: me estoy divorciando. La otra respondió: Eric se ha suicidado.

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Sí, somos como las ocas de su jardín, seres altivos dando vueltas alrededor de un estanque hasta que nos decidamos a cruzarlo de nuevo.

Rosa María Morán - Vizcarret 21


SENTIMIENTO PÚRPURA Como todas las mañanas, Olaf, un rubio de pelo ensortijado, pasaba por delante de la única tienda de flores del pueblo costero donde vivía. La regentaba Natalia, investigadora lingüística de renombre, que había llegado allí desde su país natal como conferenciante invitada y le gustó tanto el sitio, que decidió quedarse una temporada. De aquello hacía dos años y ya se había hecho un hueco en aquella comunidad. Formaba incluso parte del coro que todos los miércoles se reunía en los locales del Ayuntamiento para ensayar. Cuando cantaba, dejaba de ser persona para transformarse en “algo espiritual”, como la profesora le decía, sobre todo cuando interpretaba “Nessun dorma”, su aria preferida. Era como si las notas se introdujesen en su cuerpo iluminando la expresión de su cara, haciendo que su voz fuera clara y pura. Se movía con los acordes provocando que hasta el menos entendido en música disfrutara en la audiciones que ofrecían. Antes de abrir, ella arreglaba las macetas para ponerlas en orden en su tienda y cuando pasaba, Olaf la observaba sin apartar la mirada hasta llegar a la empresa de catering que quedaba justo enfrente. A él no le entusiasmaba ese trabajo, pero era la única forma de costearse sus estudios universitarios. Un día, Olaf entró en la floristería con el fin de encargar unos centros para las mesas que debían preparar. En el instante que sus miradas se cruzaron, se produjo una atracción profunda. No fue una seducción física, sino algo más intenso e interno. No hablaron más que de flores y ornamentos, pero ambos habían sentido esa sensación que inexplicablemente te une a alguien, aun conociéndolo apenas. Después de aquella primera conversación, Olaf adelantaba cada día su llegada para poder charlar un rato con ella. Transcurriendo así meses de continuo trato, y aunque pudiera parecer que debido a sus diferentes edades y culturas no se entenderían, sus encuentros muchas veces terminaban en largos paseos hasta casi amanecer, cogidos de la mano. Él era divertido y alegre. Siempre detallista con ella. La cuidaba y envolvía con su vitalidad y cariño y Natalia se dejó llevar por su corazón, como hacía siempre, sin importarle nada más que su manera de sentir. Intuía que aquel ser cumpliría con todo lo imaginado en sus sueños y deseaba estar el resto de su vida junto a él, entregándole su amor sin condición. Sin embargo, a Olaf comenzó a causarle temor ese amor tan grande que Natalia sentía. De su alegría por estar con ella, pasó poco a poco a simplemente estar. Sus apasionadas palabras se tornaron frías y cada vez más distantes, hasta que un día dejaron casi de hablarse. Pero aún así, él no dejó de pasar ni una sola mañana por delante de su tienda. De vez en cuando, incluso le dejaba algún detalle en al puerta. En una ocasión, al verle, ella salió de la tienda para preguntarle, por enésima vez, el porqué de su cambio. No queriendo herirla más, su única respuesta evasiva fue un tajante y escueto: “no te merezco”. Natalia sucumbió a aal tristeza. Estaba segura de que Olaf la quería porque no la dejaba del todo, pero percibía cómo se alejaba simplemente porque él prestaba oídos a otras cosas, sin dejarse guiar por su corazón. Pasaron así meses de alejada cercanía y la felicidad que su amor le produjo en un principio se tornó en un dolor cada vez más lacerante. Le tenía sin tenerle y ésto hizo que Natalia tomara la decisión de regresar a su país. Traspasó su tienda a Daxa, una compañera del coro, con la que siempre se había llevado bien y que muchas tardes le ayudaba con las flores. La tarde víspera de su partida se acercó para despedirse de ella y le dejó un paquete pidiéndole que se lo diese a Olaf cuando le viera pasar. Al día siguiente, Olaf recibió el regalo con extrañeza. Lo abrió y encontró en él un sobre y dos pequeños tiestos. En uno, un cactus y, en el otro, unas flores violetas. Sacó la carta y la leyó. Con rostro sombrío, la 22


dejó caer. Comenzó a buscar nervioso entre las flores de la tienda al tiempo que Daxa le decía que Natalia saldría aquella misma mañana de la Estación Central, andén 22. Escogiendo una pequeña maceta, salió corriendo. Daxa recogió el papel del suelo, decía así: Querido Olaf: Los cactus son plantas duras y recias que necesitan poca agua y cuidados. Arraigan en terrenos áridos y se cubren de pinchos para protegerse. Todo el que intenta acercarse a ellos corre el riesgo de herirse. Las violetas en cambio son delicadas y requieren atención y riego. Nadie diría que de dos plantas tan diferentes pudiera surgir una simbiosis. En algunos desiertos de África, existen unas flores púrpuras que viven cerca de los cactus. Con cuidado de no clavarse en sus espinas, estas plantas alargan sus raíces y saben tomar el líquido que ellos retienen, sin sufrir daño. Así sobreviven y florecen. El amor y las personas son también así. Algunas que en apariencia no tienen nada en común se unen. Nadie debería pensar si se es o no digno del otro o si se le dañará. Dicen que el amor es ciego y es verdad, no mira a quién se debe querer, solo surge y se queda, porque el corazón tiene esa libertad de sentir. Hay quien no ama nunca y hay quien no sabe dejar de amar y yo, Olaf, nunca dejaré de sentir por ti. Pero tu distante cercanía es demasiado dolorosa para mí, no dejas que tu corazón ame libre. Como el cactus, lo rodeas de espinas y lo ahogas. “No te merezco” –me dices– “Las circunstancias... todo es demasiado complicado” pero esas no son sino disculpas con las que dejas que la ignorante razón venza. Así que prefiero que la distancia que ya existe entre los dos sea también real. Regreso hoy a mi país. Tuya, Natalia. Ya en el andén, ella miraba su billete entristecida. Era la decisión más dura que nunca había tomado. Imaginaba su vida en soledad porque estaba segura de que no volvería a sentir así por nadie. Anunciaron la inminente salida del tren. Antes de subir, miró por última vez hacia el fondo de la estación. Con su corazón latiendo apresurado, las lágrimas empezaron a recorrer sus mejillas cuando puso el primer pie en el vagón. Mientras, Olaf seguía recorriendo los andenes buscando el número 22. Antes de entrar del todo, ella giró la cara esperanzada, le había parecido oír su nombre pero no, solo era el murmullo de la gente apresurada. Se cerraron las puertas. Arrancó la máquina y tras unos segundos de lenta marcha, frenó bruscamente. Cabizbaja y sollozando en silencio, se colocó sus auriculares y comenzó a llenarse del “Nerssun dorma” para aliviar un poco su realidad. Pasaron unos minutos. El tren parecía comenzar a moverse de nuevo cuando el interventor llegó hasta el compartimento de Natalia. Franqueó la entrada a un jadeante Olaf quien sonriente se acercó a ella y con suavidad le cogió la barbilla alzando su cara. Tras depositar un leve beso en la comisura de sus labios, extendió sus manos hacia ella ofreciéndole un pequeño cactus africano de flores lilas...

Amaia Gainzarain 23


VIDA Y MUERTE DE FLOPS Estaba sentada junto a la ventana, en la mesa de café. Su puerta giratoria le daba ese ambiente de local antiguo, con solera. Seguí recorriendo el local con la vista y reparé en el paragüero que estaba colocado junto a la entrada. En su interior había un solo paraguas. No llamaba la atención, era uno de esos que venden en cualquier bazar oriental y parecía no pertenecer a nadie, ya que el día amaneció despejado. Lo curioso es que estos objetos son muy propensos a cambiar de dueño con facilidad. Lo sacamos de casa por precaución al mirar por la ventana y ver un día amenazante de lluvia o por necesidad cuando llegamos al portal y vemos diluviar y, sin embargo, lo olvidamos sin pudor en cualquier lado, como si el paraguas no fuese un objeto propio, sino algo adquirido en multipropiedad. Si el olvido tuviera un símbolo, éste sin duda sería un paraguas. Quizás los olvidamos tantas veces, y en cualquier lugar, porque sólo los llevamos cuando llueve y la lluvia nos hace a quien más y a quien menos chirriar los huesos o terminar de agravar ese resfriado que tenemos a medio curar. El paraguas es un objeto extrañamente repudiado. Siempre ponemos excusas cuando nos referimos a él. Las decimos por llevarlo: “Cogí el primero que pillé, es de mi mujer, ¿sabes? Y por no llevarlo: “Yo jamás uso paraguas, prefiero mojarme”. Tomé un sorbo de café y seguí mirando a Flops (si, Flops, tengo la manía de poner nombres a los objetos). Pensé en él. ¿Y si ese paraguas ahí olvidado no fuese tan normal y corriente? Quizás podría haber sido el co-protagonista junto a Gene Kelly en su afamada película y éste lo dejó olvidado en el taxi que le llevaba a la entrega de los Oscars. Taxi que luego tomó una pareja de turistas y se lo llevó como recuerdo, dejándolo olvidado en una esquina del armario, en la habitación del hotel de la cuarta ciudad que visitaban, en dos días. Habitación que reservó al de mucho tiempo Paris Hilton y se lo quedó, llevándolo en su último viaje a Japón, convirtiéndolo así en el primer paraguas superpijo, portada del “Hola” fotografiado junto a la mismísima Emperatriz... Miré de nuevo a Flops. No, no parecía ser esa su agitada vida. También podría haber sido éste, el paraguas del que nunca se separaba el viejo del bazar de la esquina. Ese local que la policía descubrió que el chino usaba como tapadera de un negocio mafioso y que tras una redada, hallaron en su punta una jeringuilla camuflada llena de veneno letal. ¿Flops un asesino? Umm... no, no tenía pinta de sicario de ningún narco, mas bien se parecía al compañero inseparable de Celedón. Como suele ser habitual aquí, el día claro se cubrió de nubes inesperadamente y comenzó a caer nuestro querido sirimiri. El café se comenzó a llenar de gente sonrientemente mojada. Algunas, las previsoras que siempre llevan un plegable en el bolso, entraban con sus paraguas empapados dejándolos junto al bueno de Flops. Pobre, sus varillas debían estar ya medio-oxidadas de tanta humedad. La lluvia arreciaba, así que el estirado del pelo engominado que terminaba su caña en la barra, salió cogiendo por el cuello a Flops, con tal decisión que nadie reparó en que había entrado sin paraguas. Después de subirse el cuello de la americana, salió y lo perdí de vista. Una vez más el ciclo comenzaba, el olvidado Flops cambiaba de dueño y sería trasladado hasta ser abandonado consciente o inconscientemente en otro lugar. Terminé mi café y salí. Caminé unos pasos y me detuve junto a una papelera. Allí estaba Flops, completamente desvarillado, probablemente el viento había jugado con él hasta su muerte. Acabó así su historia y su frágil vida. Nadie le echaría en falta y seguramente, dentro de nada, un hermano gemelo aparecería en el paragüero del café, para ocupar su lugar. Amaia Gainzarain 24


MERTXE Mis recuerdos se pierden en el olvido al recordar a Mertxe. Una mujer con genio y figura. Una mujer decidida y autoritaria, pero ahora me doy cuenta que nunca ha sido avanzada a su tiempo, sencillamente ha sido mujer en unos tiempos difíciles que ella ha sabido aprovechar como mejor le ha venido en gana. Genio y figura. Mala leche, siempre. Seca y distante, también. Claro que aunque ahora la recuerde tal y como es, acaba de hacer ochenta y tres años, estoy segura...¡no se ni como lo pongo en duda! que ha tenido otros años... son los que están en el olvido. La recuerdo mayor, aún cuando era joven, pero ahora yo soy mayor y ella es cacatúa. Yo estoy en la oficina y ella en el Asilo. Viene todos los días a verme. Si, todos los días, menos los que no trabajo. Se levanta a las ocho de la mañana, se viste y baja a desayunar. Si por ella fuese, se levantaría antes, pero el desayuno empieza a las ocho y media de la mañana y eso no puede perderse. Le dan un café que, dicho por ella, es agua de borrajas. Discute con la monja que le sirve. Le habla con acritud y con mala cara. Se marcha sin decir nada y si lo dice, lo hace entre dientes, pero totalmente audible. Tiene abrigo y gabardina, según el tiempo que haga, se pone una cosa u otra. Se acompaña de un bastón. ¡Bendito elemento! Lleva un bolso colgado del brazo y así... enfila la calle con el propósito de venir a verme. Tiene andares lentos y lo que más se oye es al bastón golpeando el asfalto. Es ya una figura habitual mañanera. Concentrada en los pasos que va dando pero pendiente de todo lo que pasa a su alrededor. Del comerciante que está limpiando su tienda para abrir a la hora. De la dependienta que barre. De los empleados de los bancos que miran sin fijarse demasiado, pero si conscientes de hacer el comentario “... que ganas tiene esa señora de madrugar...” ó “... ¡Ya baja Mertxe! ¿Qué hora es?...” el decir es, según sea persona del pueblo o no. “... mira que es una mujer seca...” – “...siempre la he conocido así...” – “...¿a dónde irá a estas horas?...” – “estate contenta que no te venga a pedir nada a ti?– Y ella ajena a todo comentario y a paso de “a tres”, porque sus pasos son totalmente arrítmicos, pie, pie, cachava - pie, pie, cachava, sigue bajando la calle. Tiene el pelo cano y cortado a lo merceditas. Como le obligan a ducharse todos los viernes, como mínimo, y en esa ducha entra el lavado de cabeza, lo suele llevar un poco a su aire o al aire que el viento le marque, generalmente mal. No tiene ningún motivo para no ir a la peluquería y opina que tampoco tiene ninguno para ir. Así que... pasa. Cuando entra en los soportales de la Plaza y pasa el arco de entrada, el guardia jurado de la puerta la detiene y le hace depositar todo sus bártulos sobre la pasarela, cachava incluida. Si en el día a día y momento a momento, tiene mala cara, en ese paso... es algo avinagrado y blanco que no concede tregua. — Todos los días pasando por aquí y siempre tengo que dejar mis cosas sobre esta mesa. ¡Potroso! ¿Qué crees que llevo? ¿No me ves? ¡Un poco de respeto es lo que hace falta y ser buenas personas! ¡Quien se creerá que es!... la retórica sigue hasta que llega junto a mi, que con la cachava a media altura me 25


viene amenazando. –No sabe ese que yo vengo a ver a la hija del amo... –esa soy yo– ¡Ignorante! Ese no sabe que yo aquí vine a la escuela. No saben nada. –Me mira amenazante. –Un día le doy con la cachava y se va a enterar ese tonto. Porque mira que es tonto y siempre me dice lo mismo. Todos los días... Esa es la primera parada de Mertxe, venir a verme. Saludarme ¿saludarme? Procuro quitarle hierro, pero ella no me deja. Lo suyo es protestar, gruñir, poner mala cara. Deja la cachava sobre el mostrador, apoya el codo y sobre él la cabeza.

— Chica, ¡que cansada estoy!

— Mujer, Mertxe, anda tranquila...

— Tranquila, ¿tranquila? Sabes que me levanto pronto y bajo a desayunar y nada mas entrar al comedor ya estoy discutiendo con la monja. Pone cara de disgusto ¡si cabe! Llego aquí... –se retira un poco del mostrador mirando hacia la puerta– ... y ese tonto ... ¡no sabes lo mal que me trata...! Le digo que hace su trabajo, que tiene que dejar las cosas sobre el mostrador, que ya lo sabe. Que no se enfade. Que está refunfuñando...

— ¡Calla, potrosa!. ¡No le defiendas! ¡Venga, dame un bolígrafo que me marcho!

Todo seguido, sin pausas, con autoridad. Tengo el bolígrafo preparado. Se lo doy.

— ¿Ya pinta? El otro día me diste uno que no pinta. Uno que no pinta no quiero. Toma.

Busco un papel en blanco. Froto el bolígrafo y hago garabatos. Le cuesta, casi siempre les cuesta empezar a escribir. Creo que saben con qué cara de disgusto le están mirando y no quieren soltar la tinta. Pero aparecen los primeros trazos.

— ¡Venga, déjalo que lo gastas!

Recoge la cachava, guarda el bolígrafo en el bolsillo del abrigo.

— ¡Y no le defiendas que no es nada tuyo!

Me mira con cara de disgusto y se marcha. Le digo hasta mañana a la espalda que me da. Y la misma espalda me contesta.

— No sé si mañana voy a volver.

Mertxe es una señorita prolongada que desde siempre ha tenido independencia económica. ¡Por eso se ha quedado soltera! Su padre tenía una zapatería, alpargatería, o lo que sea, y ella, desde muy joven asumió el negocio. 26


Hoy está en el Asilo, pero además de la pensión, tiene una rentita por la tienda. Quizás no sea mucho porque se la ha alquilado a dos sobrinas, pero es algo. Y curiosidades de la vida las chicas, son zapateras remendonas. Antes, una profesión vetada a las mujeres, aunque parte importante de ese trabajo la realizasen ellas. Dar lustre a los zapatos. Poner el primer clavo para sujetar los tacones. Alinearlos unos sobre otros. Buscarlos cuando los venían a recoger. Cobrar... cobrar cuando se podía o dejarlos allí a la espera. Y para terminar el día, barrer, limpiar, recoger, airear... un cuchitril con olor a pegamento, cuero, herrumbre y sudor humano. Aún antes de cerrar la puerta, el último vistazo era comprobar si el imán había quedado bien preparado para atraer a los clavos que la escoba no había sabido recoger. Pero todo ésto era antes. Mucho antes. El hoy de Mertxe es distinto. La segunda visita del día es a un bar de la zona. Una taberna antigua, con su historia particular de “viejuz”, de generaciones, con un negocio impuesto por tradición familiar. Allí va ella, con sus andares y cachava, cara adusta y gestos despreciativos. Las sonrisas, si existen... solo son eso para ella, muecas que existen.

— Buenos días nos de Dios.

Al otro lado de la barra, Alicia. Mediana edad, pelo corto, cara risueña, ágil de movimientos. Enfrascada en sus trabajos, ni la mira. — ¡Buenos días he dicho!, pero ya veo que los burros no necesitan saludos. Matizando fuerte la primera frase para quedar mas entre dientes la segunda, pero no menos audible. — Esta Merche, esta Merche –le contesta con voz cantarina Alicia mientras se gira. Para en sus movimientos y con las manos sobre la barra del mostrador le presta atención.

— ¡Qué mala leche tienes, tía! Buenos días. Buenísimos días para mi.

— Pues que te aprovechen. Venga, dame un vino. Ni se le ocurre pensar que tiene que dulcificar la voz. El vaso de vino está sobre el mostrador porque Alicia se ha adelantado a todo comentario, con acciones. El vinito, una galleta y un azucarillo, porque a Mertxe el vino le gusta azucarado. — Qué castigo tengo –se queja mientras deja la cachava sobre una mesa, se suelta los botones del abrigo, se lo retira hacia atrás para no sentarse sobre él y arrastrando la silla hasta ponerla a su gusto, se sienta entre suspiros. –¡Qué castigo! Termina diciendo con voz lastimera. — Tú dirás. Tú misma. ¿Castigo de qué? –Alicia hace el comentario como algo rutinario, como los buenos días mañaneros a los clientes, como el pasar el trapo mojado sobre el mostrador para limpiar... cualquier cerco de vaso que ha quedado marcado. Mertxe, que también se espera el comentario, levanta 27


ligeramente el cuerpo para mirar sus movimientos, para contestar, para tener algo que decir. –Pues sí, pues sí, es un castigo tener que tomar todos los días un vasito de vino. Y te voy a decir aunque lo sepas, porque ya se que lo sabes, pero con tal de buscarme la boca, cualquier cosa. –levanta ligeramente la barbilla y dice un poco mas humilde. –El médico me dijo que tomase dos. Sí, dos. –Como un juez que da con el mazo sobre la mesa para dar sentencia, ella realiza la misma acción con la palma de la mano– ¡...Y dos tomo!.–Remata a la vez que se oye el manotazo. — A que éste que te tomas aquí es mas rico que el del Asilo... — Residencia. Re-si-den-cia. ¿Asilo? Ya, ya, asilo. Residencia. No decís mas que bobadas. Asilo fue cuando lo hicieron, que iban los pobres y todos esos. Ahora ¿Ahora? Menudo lujo que tenemos. ¿Cuánto tiempo hace que no has subido? Ignorantes, no sois mas que una cuadrilla de ignorante.

— No te enfades.

— ¡Vete a la mierda!

— ¿Eso es educación?

— Para ti suficiente. ¿Qué sabes tu? No sabes nada. Todas las viejas del Muelle están allí...

— ...En la otra zona...

— En la misma. –Cortante. Dispuesta a no dejar hablar sobre cosas que no interesan– ¡Todos estamos en la misma! Habladora, que eres una habladora. –Alzando la voz y haciendo amago de levantarse y marcharse. –¡Cállate la boca! Para decir tonterías mejor estás callada. En un sitio público y montar este escándolo. Nada, no tenéis nada. Ni educación, ni cultura, ni sabéis comportaros, ni nada. Discutir así con la clientela. ¡Hambre es lo que teníais que haber pasado todos!. Todos. Los todos son, además de Alicia, dos hombres que tienen un café sobre el mostrador con sendas copas de algún licor. Se ríen entre dientes como que no están a la conversación. Uno de ellos se vuelve de espaldas a ella y comenta

— ¡Qué mala leche tiene!

Mertxe no oye el comentario. Inquieta, sigue resoplando en la silla, se medio levanta, coloca bien su abrigo, masculla, lanza miradas furibundas, pone el bolso encima de mesa, lo abre, lo registra, saca medio azucarillo, lo tira sobre el vaso de vino y se guarda el entero. Guarda también la galletita que le han puesto sobre el plato. Aún sentada, sigue moviendo el cuerpo nerviosa hasta que finalmente pone los codos sobre la mesa, como abrazando el vaso de vino y, mascullando y resoplando, se va calmando. El bar ha dejado de tener protagonismo. Con el pitido del tren, unos parroquianos marchan, otros llegan, ella se queda un ratito mas. Y cuando el ratito pasa, se levanta y marcha en silencio. Se retira como las mareas en su descenso hacia la mar. Solo se oye el arrítmico tac... tac... tac... que se va perdiendo según se aleja. 28


Para no volver por el mismo sitio se acerca hasta la ría. El camino es mas largo, pero... — Los que te ven pasar son unos fisgones. No tienen otra cosa que hacer y te miran. Y yo no ando buscando nada. Por eso voy por sitios distintos– suele comentar. Es hora de emprender camino hacia la Residencia. Su vida de relaciones sociales ha terminado. Por las tardes no sale a dar un paseo. Es viernes y, aproximadamente, sobre las diez, entrará por la puerta. El guarda jurado ha venido a hablar conmigo. Me ha dicho que le dé un toque de atención a esa señora que viene donde mi. Que le monta jaleo porque no quiere dejar las cosas sobre la cinta que pasa el scanner. Que el cumple con las normas y éstas son para todo el mundo. Le digo que ya lo se. Que tenga un poco de paciencia, que se deje llevar, que sólo es un poco de rareza. Porque a esos años vamos a llegar todos y malo si no llegamos. Él me sigue insistiendo.

— Es que le van a prohibir la entrada...

Le dejo con la palabra en la boca. ¡Prohibirle a alguien la entrada a un lugar público!. Unos por viejos. Otros por prepotentes. Estoy pendiente de que entre. Quiero ver lo que hace. Para cuando me doy cuenta, ya está dejando el bolso encima del mostrador, la cachava al lado y mirándome con esos ojos pequeños de mirada penetrante que no sueltan la presa.

— A ese tonto no le he hecho ni caso hoy. Ni le he saludado. ¡Ale por ahí!

Intento no llevarle la contraria pero se que tengo que decirle que el saludo no se debe negar a nadie. Ella menea la cabeza de un lado a otro. Aprieta los labios, me mira con mirada furibunda. Y pasa de mi sin moverse. — Hoy no hay periódico. En la puerta de entrada dejan periódicos de tirada diaria y gratuitos, ADN, Nervión, 20 minutos, que ella, consciente de agradarme, suele coger y darme uno. Me lo entrega con la elegancia de una pastelera que da el pastel mas exquisito al mejor cliente. O la del maitre del restaurante que acerca a sus comensales favoritos puros habanos recién traídos de Cuba. Les deleita con el aroma, se exhibe y pavonea con la caja. Ahora bien, este gesto tan fino queda tapado por su acritud. — Para lo que pone. Ganas de perder el tiempo hay que tener para leerlo. –Se sujeta la cabeza sobre la palma de la mano y sigue– lo siento por mi amigo, no creas que lo hago por ti. A él le gusta hacer los ... esos que dices.

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Esos que digo son los sudokus y le gustan a mi marido. Un día se lo dije y ya, a partir de ahí, nunca son para mi, siempre para él. — ¿Qué tal está mi amigo? Hace tiempo que no le veo– ni espera, ni quiere contestación. Alguna vez le he preguntado que hace por las tardes, me mira con cara de disgusto y me contesta.

— Nada. No hago nada. Estar sentada.

Le comento que en la Residencia, suelo empezar con suavidad para que se de cuenta que digo Residencia como a ella le gusta, puede hablar con las otras personas que están allí, pero ella siempre me corta. — No tengo que hablar nada con nadie. Allí están sentadas unas junto a otras, en línea, sin mirarse siquiera. Solo la TV, ¡como las tontas! porque no entienden nada. Unas quieren mas alto, otras mas bajo. ¡A mi que me importa! Como loritos están mirando la TV. ¡Y sordas que se van a quedar! –Pone énfasis para decir esto, es como una amenaza que se debiera cumplir– no me hablo con ninguna... Busca mi mirada para que sea cómplice de su afirmación. Le digo que las tiene que conocer, que es gente del pueblo, que ella conoce muchas gentes. Que seguro que han entrado en su zapatería y les ha vendido... Se gira para mirarme de frente, para que no tenga escapatoria. — Sí –contesta– las conozco a todas, pero nadie me las ha presentado. Nadie me ha dicho quienes son. Ninguna se ha acercado a mi para decirme nada. Solo saben estar así, quietas, aleladas... ¡eso las que están bien! Te quiero contar un cuento las que están pallá. ¡Como chontas, así están! Le dejo entrever que a las monjas les gusta que hablen en colectividad, que jueguen a las cartas... y lo único que hago es insultarla.

— Las monjas son unas vagas.

Ella sabe que a mi no me gusta que hable así pero me mira desafiante. — No me mires así como riñéndome. Son unas vagas y chismosas. Malas como ellas solas. Mira, te voy a contar. Hay una... ¡Me tiene manía! –Ella adivina mi incredulidad– ...si, que te lo digo yo. Hay una... mala, mala, y chismosa además. Todo lo quiere saber. En todo se quiere meter. Mira, esta mañana quería que me duchase. ¿Por qué? ¿Por qué tengo que ducharme cuando ella diga? ¿Estoy sucia? ¿Me tiro al suelo como los niños? Ya le he dicho ¡Déjeme en paz y no se meta conmigo! Cualquier día le doy con la cachava. Intento calmarla. Decirle que hay que llevar un ritmo, un control, unas normas... — ¡Cállate! Pareces tonta tu también. Pues no me ha dado la gana de ducharme ¿Y sabes lo que me ha dicho? –No contesto, la miro –Mañana que no me libro. ¡No te fastidia oye! Boba, que es una tonta y una boba ¿Quien se habrá creído que es? No creas que me he callado... –de eso no me cabe la menor duda– ...es usted mala. Si mala y me tiene manía y ¿sabe cómo la llaman? –en este punto se crece, se estira, me cuadra con la mirada, resopla y sigue–. ¡La fregona! –Lo dice con rabia y satisfacción. –Si “la fregona” así la llaman todas esas que están sentadas siempre viendo la TV. ¿Y sabe que le digo? Que lo 30


dicen a sus espaldas. Ale mire, yo a la cara. – Golpea la cachava en el suelo. –Luego, mira si son falsas, ¿sabes lo que me dice? “el ser fregona dignifica a los ojos de Dios” Fíjate. ¡Será tonta!, pero ale, para que lo sepa se lo he dicho. Dignifica, ella si que dignifica. Le tuvo que dar una rabia que yo le dijese eso... Para que sepa, para que sepa y vaya aprendiendo. — ¡Tú también me buscas la boca!. –Debo de poner cara de sorpresa porque ni me deja hablar. –Si, no pongas esa cara de... no me mires así –estoy segura de que tenía pensado decirme otra cosa, pero en el último momento se ha arrepentido –¿Quién dices que entraba a mi tienda a comprar? –Se acuerda de todo. Está rebobinando lo que le he dicho hace un rato. Me va a caer buena. –De esas ¡ninguna!. Ya, ya, alguna de esas va a entrar a comprarme algo a mi tienda. ¡Hasta ahí podrían llegar! ¿Crees que alguna de esas iba a entrar para hacerme rica? ¡Qué cosas tienes! Mira que eres tonta. ¿Toonta? No se, igual te haces la tonta porque por tonta no te tengo. Algo ya eres, ya. Tengo gente, no puedo atenderla, mañana seguiremos hablando. Casi no la estoy haciendo caso y se da cuenta.

— ¿Que-e-é? –Me mira con la barbilla alzada.

Voy a buscar un bolígrafo. Con tanto jaleo de guardia jurado, scanner y demás conversación, se me había olvidado. — Mira a ver si pinta primero, que el otro día no pintaba el que me diste. ¿Qué pone? ¿Café La Fortaleza? ¡Que asco los tengo!. Siempre me das los mismos. Ni me mira. Se coloca el bolso en el brazo, sujeta la cachava en el codo, da media vuelta y no la quiero seguir mirando, es un torrente a paso de a tres que sale por la puerta. Entramos en la Semana de Navidad. Le he preparado una bolsa llena de “regalos”, bueno, cosas que para unos no sirven y para otros valen para hacer un paquetito bonito y disfrutar abriéndolo. Regalos de empresa. Jabones, maquinillas de afeitar, gorros de baño, zapatillas, todo esto de los hoteles. Detalles que hacen las novias en sus bodas. Figuritas que ya no pintan nada en casa. Agendas. El calendario oficial que emite el Ayuntamiento con fotografías de la Villa. Muchos bolígrafos. Zapatillas de propaganda. Marionetas. Bolsas de recados a modo de carteras. Neceseres que regalan las tiendas de cosmética. Muestras de perfumes. Un ciento de bolígrafos con propaganda de La Fortaleza, que no se de donde han salido. Bueno, un montón de tonterías a las cuales intento ponerles un papel de color llamativo y hacerlos bonitos. El día 21 de Diciembre es su cumpleaños. Si, estoy atenta a su llegada y la veo entrar. Según llega le cantamos felicitándola y le saco la bolsa por donde asoman todos los regalos, los mas grandes arriba. Un bolsón de colorido. Sin soltar la cachava, con el bolso colgado del brazo, pone el codo sobre el mostrador, apoya la cabeza sobre la palma de la mano y cierra los ojos. Le oigo un pequeño gemido. Se me encoge el corazón. Es solo un segundo, por lo menos eso me parece, no es largo. No es intenso, un segundo solo y se repone. 31


Coge la bolsa y se marcha. No dice nada. Se marcha a paso mas ligero que normalmente. Sale por la puerta arrollando a quien quiere entrar. Los días van pasando y su llegada hoy me ha pillado desprevenida. Enfrascada con el teléfono, con un cliente, con un montón de papeles. Me han dicho que me ha esperado un ratito, pero que poniendo mala cara y señalándome con la cachava se ha marchado. Le han comentado que se sentase un poco, pero yo se que habrá ido a tomar el vinito que le ha mandado el médico y que luego volverá. Seguro. Así es siempre, si no le hago caso cuando viene, si no lo dejo todo y la atiendo, se marcha. Algunas veces, si no estoy, buscan corriendo, corriendo un bolígrafo y se lo dan. Pero no siempre están acertados., Además como no sabe decir cosas agradables, ni dar las gracias, no les cae simpática y no le hacen mucho caso. Algo que no recibe porque no es consciente de ello y en caso de darse cuenta, no le importa en absoluto. En esta segunda vuelta, como suele decir ella, ha venido mucho mas tranquila. La he visto mirando las plantas, con interés, calmada. Sopesándome con el rabillo del ojo. Me acerco al mostrador para esperarla. — ¿Ya estás libre? Siempre que vengo estas hablando por teléfono. O me dicen que estás en la calle. En todos los sitios menos aquí. Ya estoy cansada de tanto ir y venir. — Que no tengo otra cosa mejor que hacer lo dices tú. ¡Descarada! ¿Sabes lo que me cuesta bajar desde allí arriba hasta aquí para venir a verte? — Si, dame las gracias ahora. ¡Ale vete por ahí!... Me pongo como me da la gana... Mira, te voy a contar una cosa. –Cambia el peso del cuerpo de un lado a otro– cuando yo estaba en la zapatería, no sabes qué encanto tenía mi tienda. Si, les gustaba a todos los niños. ¿Sabes el hijo de Iñaki? ¡Pues a ese...! Te imaginarás que no le faltaba de nada. Cuando llegaba Reyes, tenía preciosidades y yo lo veía. Los mejores coches. Los mejores patines, todo, todo lo mejor. –se retira el pelo un poco de la cara. Me fijo que no lo lleva muy bien y en esta pausa le digo que tiene que ir a la peluquería... – bueno ¿A qué estás? No te estoy contando lo del hijo de Iñaki. –asiento– ¡Pues cállate la boca! –Hace una pausa grande en la cual ni respiro– Verás, yo con las cajas de zapatos que la gente no se llevaba, hacía carros. Les hacía un agujero en el cartón, ajustaba una cuerda y ale, el chaval mas contento calle abajo. Fíjate, una caja de cartón y una cuerda. Pero eso le gustaba a él. –hace una pausa y yo ni me muevo– A eso iba. ¡A Iñaki le daba una rabia!. Tanto dinero, tanto que se gastaban y mira, en mi tienda una caja de cartón y una cuerda. Claro, así son los chiquillos. Me mira porque está esperando que diga algo. Le sonrío. Quiero esperar mi momento para la peluquería.

— Ya veo que no dices nada, así que me marcho.

Salgo fuera del mostrador para acercarme a ella; quiero decirle que esta semana es de muchas fiestas. 32


Llevo en la mano un bolígrafo nuevo que ella no conoce. — ¿Qué pone?¿Ya has probado si pinta? ¿Qué quieres? Su cara blanca con ojos pequeños y penetrantes me miran como un halcón, sin soltar presa–. ¿Qué te pasa? — Le digo que no me pasa nada, que no se enfade pero que tiene malos pelos. Que tiene mas categoría que todo eso... — Cállate, pesada. Ya iré. ¿Me vas a pagar tú o qué? –No, claro que no tengo intención de pagárselo yo, pero doy la callada por respuesta y como no entro a su provocación, sigue. –Ahora voy a pedirle hora. Ya voy a ir y voy a bajar a que me veas. No creas que me dejo arreglar el pelo por las peluqueras que van a la Residencia. No, yo voy donde Luchy. De toda la vida, ella me entiende. Porque si vieses qué colas suele haber cuando viene la peluquera esa... ella dice que es peluquera, yo no lo se. Total para lo que le agradecen las que están allí. Si les da lo mismo. Que les importa a ellas tener el pelo arregladito. Nada, no les importa nada. ¡A ninguna!...

— Ya sé que tú me quieres bien y te gusta. ¡Pero no me repitas mas! Ya te he oído ¡Pesada!

Le acompaño hasta la puerta. De paso con voz suave, solo para ella le digo que mañana es ultimo día, que no estoy hasta el día 7 de enero. — Cuánto tiempo, ¿no? ¿Cuántos días son esos? ¿Y cerráis? Bueno, si es así. –Y cambiando el tono de voz se gira hacia el mostrador nuevamente y dice– Venga dame otra cosa. ¡Tantos días! Le doy otro bolígrafo y esta vez es de La Fortaleza. Pone cara de disgusto y se lo guarda en el abrigo.

— Son muchos días, ¿verdad? Mañana vendré y algo especial ya tendré preparado.

Le sonrío. Le sonrío y le doy una palmadita en la espalda. Se que a ella le gustan estos acercamientos. La cara se le dulcifica y los ojos le ríen aunque te diga: — Venga, venga, no eres gitana ni nada. El día sale frío. No llueve pero las temperaturas están de nieve y se la espera. Pienso en Mertxe y tengo mis dudas si vendrá, aunque el tener un montón de días por delante sin una obligación, igual es estimulante para ella y desafía al frío. Tengo preparado un par de bolígrafos y un abanico que me han dado. Como todo el mundo que tengo alrededor está al loro de cuándo viene y cuándo se marcha, cooperan. En fin, ha venido cuando yo no estaba. Dicen que ha puesto una bolsa de plástico sobre el mostrador, ha visto que yo no estaba y que de la misma se ha marchado. No les ha dicho nada. Luego vendrá otra vez. — Creo que te traía algo para ti porque lo ha dejado encima del mostrador, me ha mirado y de la misma lo ha vuelto a coger. –Esto me dice mi compañera de trabajo– Igual no te vuelve. –Termina diciendo. 33


Pero sí vuelve, sí. Y es gracioso cómo las costumbres siempre son iguales. Cuando ha llegado al mostrador y ha puesto la bolsa de plástico encima, la ha dejado como en pendiente. He seguido todos sus movimientos. La cachava al soltarla se ha caído al suelo. Si solo con posar hace un “cloc”, al ruido de la cachava entera, que ha sido fuerte, todos han mirado. — ¡Qué porquería, no traigo mas que trastos! ¡Qué vida! –me mira– ¡Guapa! Que bien ahora de vacaciones en tu casa ¿verdad?... Deja, déjala en el suelo, no la levantes, total, no tengo prisa. –coloca los dos codos sobre el mostrador mientras me mira como paso al otro lado– ¿Qué tal está mi amigo? Ves qué suerte tienes, alguien con quien estar... Yo allí arriba no me hablo con nadie. Porque nadie me las ha presentado.... Me vuelve a explicar que conoce a todas, que están tiesas y lelas. — Mira –me dice acercándome la bolsa de plástico que ha puesto sobre el mostrador– ¿Tú necesitas ésto? –Se lo digo siempre y empiezo ahora otra vez, diciéndole que no me tiene que traer nada y como siempre también, me corta. –¡calla pesada y mira!. Según estoy intentando ver qué contiene el paquete, ella me va traduciendo — Son las bragas que da la Seguridad Social. ¿Necesitas? –Dejo de mirar– Igual no necesitas ahora pero puedes guardar para mas adelante. Toma. Tengo cantidad, me dan todas las que pido. Mira son de pata. ¿No quieres? –Me mira con disgusto. Coge la bolsa y la tira fuera del mostrador. –¡Despreciativa! Nunca me coges nada de lo que yo te traigo. Igual quieres pensar que no vas a llegar a mi edad y que nunca las vas a necesitar. Pues vas apañada. Mertxe tiene problemas urinarios y lleva una bolsa. Lo se porque me lo ha contado ella y desde el día que me lo dijo, no pasa vez que vaya a la farmacia y no me ofrezca bragas, dodotis, pañales, medias, etc. Le digo que no quiero oírle decir eso. Que ella no me tiene que traer nada, que soy yo quien le tiene que dar regalos. Que para mi es suficiente que me haga una visita... me repito, me repito como ella. Para cambiar, le pregunto por los regalitos que se llevó el otro día, si los ha dado a sus amigos. Me mira, como se mira al enemigo que tienes delante y además me grita. — No. No he dado nada. Los tengo todos en casa. –Después de una pausa–. No voy a dar ninguno porque nadie se merece que les de nada. ¿No me los has dado? Que te importa lo que haga. ¿Sabes por qué no los doy?... — Para oírte hablar. Se enfurruña durante unos segundos. Hace como que no me mira y mira a todo el resto. — Guapa, ¡qué trabajadora estás!. No ésta que siempre me está riñendo. Sí, siempre me dices cosas que a ti qué te importan y siempre diciéndome lo que tengo que hacer y cuándo. Sí, que tonta no soy y te oigo muy bien. Bla, bla, bla, hablas y hablas. Guapa. Ya te voy a traer unas galletitas para tu niña. Ésta es una desagradecida. ¿A que tú quieres? Bueno, si no quieres tu, querrá tu niña. ¿Porque tu tienes una niña pequeña, verdad? Ves qué bonito. Eso hace, falta niños pequeños que os den trabajo. Como ésta ya los tiene crecidos... se mete conmigo. 34


Venga, dame lo que me prometiste ayer. Me dijiste que me ibas a dar algo especial. No me des otro bolígrafo de esos. ¿Cuántos te han dado? Lo menos mil. ¿Qué? No guapa, a mi no me has dado tantos. Dámelos. Chula, mira que eres chula, dámelos. Empiezo por el regalito especial. Es un abanico que le han regalado a Ana en una tienda de corsetería. Rojo de madera. Es pequeño y gracioso. Lo abro y me abanico. — ¡Qué mono! –menos mal, pienso– éste para mi. Oye una pregunta, esos paquetitos que has hecho que son todos delgados ¿Son todos bolígrafos? –le digo que sí–. Pues no te has tomado poco trabajo ni nada. No los he abierto porque me cuesta, así que ahí se quedan. Otro día no los envuelvas tanto. Los tiras dentro, ese trabajo que te ahorro. Le enseño un bolígrafo de La Fortaleza. — Ya sabía yo. Claro, si te han dado mil... ¡Ya está bien! Quita de ahí ¿Me vas a dar otro ó qué?. –Le doy el otro que tengo preparado y me mira desafiante–. ¡Potrosa! Algunas veces eres mala ¿eh? Yo por mala no te tengo, eres maja, lo que pasa es que me enfadas. Bueno, ¿Cuándo vuelvo? — Cuando quiera, cuando quiera. Pero qué hago yo aquí si tú no estás. Pesada. ¿Qué día trabajas? Eso, dime, hasta el miércoles. Pues el miércoles bajaré. Y no mira para atrás. Se marcha con los mismos aires que ha venido. Pienso que es extraordinaria. Que ha hecho ochenta y cuatro años y tiene humor para salir del AsiloResidencia y bajar hasta el mismo borde de la ría para hacerme una visita y de paso, solo de paso, tomar un vino, aunque yo crea que el “de paso” sea mi visita. Pierdo el sonido de la cachava que le acompañará a ella hasta las mismas puertas del Asilo. Y allí, como una más, esperará con paciencia inquieta que llegue un nuevo día para bajar a desayunar y discutir con la monja. Para empezar un nuevo ejercicio de lucha de identidad.

Isabel Bilbao 35


SONÓ EL TELEFONO Mientras pasaba la aspiradora sonó el teléfono. — ¡Puf, menos mal! Es un agobio. Ruido infernal metido en casa. Ale, fuera enchufe, vamos a por el teléfono. Voy. Ya voy. Ya estoy, pesado.

— ¿Quién es? ¿Quién llama?

— ¿Qué? Hable un poco más alto que no oigo nada. Espere que voy a cerrar el aspirador... ¡Ay por dios, el aspirador no, el lavavajillas es el que mete tanto ruido. ¡Un momento oiga, que ahora vuelvo! Jesús, Jesús, que trajín. Vamos que ya estoy aquí. — ¿Quién es?

— ¿El veterinario?

— ¿Sí?

— ¿Y qué quiere?

— ¡Aaaah! Una boda.

— Sí, una boda aquí. ¿Aquí?

— Sí.

— ¡Ah, no! Aquí no...

— Ya.

— ¿Dónde?

— ¿El qué puedo recoger?

— La boda.

— Ya.

— Boda no. Matrimonio.

— Tampoco.

— Pues vamos a empezar.

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— Si, si, le oigo muy bien.

— No, no, no hay nadie más en casa.

— Oiga ¿Y Vd. quién es? ¿Por qué quiere saber tantos datos de mi? Ahora mismo llamo a la policía.

— ¿Una equivocación?

— Vd. dirá Sr. ve-te-ri-na-ri-o.

— No, no le estoy faltando.

— ¿Y sabe lo que le digo?

— ¡Sorda! ¿Sorda yo?

— Mire, yo no le he faltado a Vd. así que, animales habrá en su casa. En la mía, somos personas. Y si les cuento esta conversación a mis hijos que vendrán de un momento a otro, se puede Vd. ir preparando. ¡Porque sola no estoy! ¡Ni se le ocurra pensar eso! ¡Boda de animales! Habrase visto.

— ¿Sabe lo que le digo Sr. ve-te-ri-na-ri-o? Ve-te-a-me-ar-al-rí-o.

Isabel Bilbao 37


UNA VIDA TRUNCADA

— Juan, tiene una llamada del Señor Mario Palacio.

— Sí, gracias, pásemela.

— Hola Mario, ¿Cómo va todo?

— ¡Lo siento mucho! ¿Cómo ha sido?

— Era de esperar, desde aquel fatídico día era otra persona.

— Bueno, el consuelo que nos queda es que ha dejado de sufrir.

Cuelgo el auricular, mis ojos se llenan de lagrimas, miro a la lejanía, me invade la nostalgia, … aquellos días felices de hace tantos años… parece un siglo, pero solo han sido cinco largos años. Hace siete que la conocí, la nueva Presidenta, ¡Qué fastidio! Su traslado acabó con mi ascenso. Por aquel entonces yo era el Director General de la fábrica de Telares Yorkshire, en la delegación de España, el Presidente en funciones se iba a jubilar y yo, sin lugar a dudas, era el candidato para el puesto, pero ella se cruzó en mi camino, pedía el traslado a España desde la fábrica de Inglaterra. En los días previos a su llegada me resistía incluso a oír su nombre. Todo estaba preparado, la reunión de Empresa de fin de año, la despedida del Presidente saliente, la presentación de la nueva Presidenta y las palabras que nos dirigió: — “Hola a todos, mi nombre es Raquel Palacio, seré la nueva Presidenta de Telares Yorkshire, tengo importantes planes para la empresa, en estos planes, por supuesto cuento con todos ustedes. Siempre he creído que el factor humano en las empresas es lo que las impulsa, por eso hay que cuidarlo mucho. No duden que trabajaré codo a codo con ustedes y que formaremos un gran equipo.” Al mes siguiente de la presentación se hallaba totalmente integrada en la empresa, conocía sus departamentos, había visitado la fábrica en más de una ocasión, escuchaba atentamente a todos sus operarios. Atendió los requerimientos de dos de los jefes de taller, que le indicaron que algunas de las máquinas enganchaban continuamente los tejidos. Se reunía a menudo con los directores de departamentos y conmigo el director general. Enseguida nos sentimos atraídos el uno por el otro, nunca olvidaré aquel primer beso, era un día que habíamos trabajado hasta muy tarde, salimos y como estaba lloviendo decidimos meternos en una cafetería cercana hasta que aflojara un poco el temporal. Hablábamos muy cerca el uno del otro, empezamos a bromear, hasta que por momento me quedé mirándola fijamente a aquellos ojos color aceituna, ella permaneció también callada mirándome , fue entonces cuando acerque mis labios a los suyos, nos besamos una, otra vez. Supe que era la mujer con la que había soñado y era tan feliz al verme correspondido. Todo era perfecto hasta aquel día. Yo había llegado ya a la empresa, ella se retrasaría, tenía que acompañar a su hermano a resolver unos asuntos. Pero nunca llegó. Me llamó Mario desde el hospital que había 38


sufrido un accidente. Estaba siendo operada de urgencia, había sufrido todo el golpe en la zona frontal de la cabeza y tenía una fuerte hemorragia. Mario había salido ileso. En menos de 15 minutos ya me encontraba en el hospital frente a él, me contó que fue al salir de un stop, no vio que venía un coche y colisionó con él; lo peor era que en el coche viajaba un padre con su hijo de tres añitos y éste había muerto en el acto. Después de 5 horas de operación, salió el neurocirujano y nos dijo que la operación había salido bien, que habían podido parar la hemorragia pero que había que esperar para ver cómo evolucionaba. En cuanto se le pasó la anestesia, empezó a preguntar por el estado de salud de los ocupantes del otro vehículo. Ante su insistencia, decidimos contárselo. Ella dijo: “¡Un niño muerto y por mi culpa!… Se, que he de sentirme tremendamente mal pero no percibo sensación alguna, no sé cómo me siento, estoy asustada, quiero ir a ver al padre y pedirle perdón porque se que me tiene que odiar… ¡Dios mío, que he hecho!”. Me acerqué a ella, la abracé y le pedí que no se preocupara, que necesitaba descansar y que nosotros nos ocuparíamos de todo lo relacionado con el accidente. Según iban pasando los días, Raquel se encontraba mejor físicamente, pero mentalmente, aunque todos sus datos permanecían intactos, recordaba fechas, fórmulas matemáticas, recitaba pasajes de libros que había leído, memorizaba series numéricas, todo ello lo hacía como un autómata, no mostraba la menor sensación, ni sentimiento alguno. Y lo peor venía cuando tenía que tomar cualquier decisión, incluso las más simples…, recuerdo el día que le acompañé a comprar un vestido, los argumentos que iba utilizando: el vestido de color rojo es bonito porque como soy rubia me iría muy bien, sin embargo ese verde haría resaltar más el color de mi piel, bueno el azul me pega con un abrigo que tengo… no sé si está bien de precio, y el tejido… al final me dijo: “¡vamos porque no sé para qué me lo voy a comprar!”. Yo permanecí atónito, sabía que su color preferido era el azul y el vestido era perfecto para ella. En su memoria quedaron anclados los recuerdos de sentimientos como amor, tristeza, enojo, frustración era incapaz de percibirlos. Por fin fue un neurólogo quién le explico que el traumatismo y después la operación había seccionado algunas conexiones nerviosas existentes entre el cerebro emocional y el pensante, por lo que su pensamiento se había convertido en un ordenador, incapaz de asignar valores a las distintas opciones que se le podían presentar a la hora de tomar una decisión. Durante meses permanecí a su lado, pero ella cada vez rehusaba más verme, tampoco volvió a la empresa desde el accidente, no quería saber nada de nadie. Intentaba regirse siempre por las mismas pautas porque temía equivocarse. Al final ya no cogía ni el teléfono, deje de verla pero siempre le felicitaba por Navidades. Sabía por Mario que todos los años leía mi felicitación y también que cada vez estaba más sola y aislada.. que continuamente le repetía que para vivir sin sensaciones ni sentimientos era mejor no vivir, que el día del accidente, ella debía haber muerto en lugar de ese precioso niño que tenía toda la vida por delante. La puerta de mi despacho se abre, es mi secretaria:

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— Juan, tengo que salir un momento. ¿Necesita usted algo?

— No, muchas gracias.

Cojo el teléfono: — ¿Floristeria el Carmen?

— Manden una hermosa corona de Flores para Raquel Palacio a la Funeraria San Pancracio.

— De parte de Talleres Yorkshire.

— Muchas gracias.

Mari Cruz Fernández 40


EL PARAGUAS DE GUS Suena el despertador, me sobresalto, es un día de diario. — ¡Uf! ¡ Qué sueño! ¡Arriba, levántate!– Me ordeno a mí misma: ¡Hay que cumplir con las obligaciones! Desayuno, me ducho, me visto, miro el reloj, el tiempo vuela. Cojo el abrigo, salgo de casa escopetada. Al llegar a la calle veo que ha empezado a llover, subo de nuevo a por un paraguas, cojo el primero que pillo en el paragüero. Otra vez en la calle, lo abro. ¡Sorpresa! ¡Está roto!, ya no tengo tiempo de cambiarlo, así que sorteando las goteras, me coloco debajo sujetándolo con fuerza, –¡maldito viento!–. Apresuro el paso, de vez en cuando miro hacia arriba, – uno, dos, tres agujeros, así que no mojarse es un milagro. El paraguas se tambalea por el viento, eso me trae recuerdos, una imagen viene a mi memoria, aquel paraguas antiguo, negro, “de chico” de mi amigo Gus, cuya visión me traslada a mi adolescencia. Es un día de aquellos yendo al instituto a un pueblo cercano en aquel tren de Euskotren, todos en segunda clase, allí nos metíamos, no importaba cómo, cuando ya no quedaba nadie en el anden, el “Picabilletes” tocaba una especie de silbato, –todo en orden–, el tren podía iniciar su marcha. Al llegar al pueblo siguiente, los estudiantes pegados a la puerta miraban hacia afuera como diciendo: — ¡Por favor, no te metas aquí, que no cabes!, pero eso no importaba, siempre había sitio para uno más a consta de prensar un poco más a los de dentro. Cuando ya no había espacio ni para girar la cabeza, era el turno del “Revisor”, aquel hombre uniformado que entre empujones se te colocaba delante, te miraba, sabías que quería pedirte el billete o el pase de estudiante, todos esperábamos despacharnos con la palabrita “pase”, pero de repente algo le indicaba que le podías estar mintiendo, entonces él te decía: – A ver, ¡enséñemelo!– El elegido nervioso empezaba a moverse para buscarlo, a la vez que movía a todos los de su alrededor, mientras el revisor permanecía allí sin prisa hasta que se lo mostraba y si después de un rato no lo encontraba, entonces le cobraba el billete. Por fin llegábamos al destino, abríamos las puertas del tren, nos echábamos al anden, estirábamos el esqueleto, nos reuníamos los colegas para bajar juntos la larga cuesta hasta el instituto, ahí aparecía Gus. En los días de lluvia, él era el único que llevaba paraguas; cuando lo abría nosotros empezábamos por meternos debajo, a su lado; como nos mojábamos tirábamos una vez de un lado, luego del otro, así hasta que se hartaba y nos lo cedía, prefería irse mojando mientras nosotros a su lado íbamos dignamente tapados. Gus era uno de esos compañeros de clase que siempre estaba dispuesto a complacer a todos, incluso siendo el delegado, recuerdo que en los descansos entre asignaturas, jugábamos a “adivina quién es”. Él imitaba a algún personaje y nosotros teníamos que adivinar de quién se trataba, nuestros personajes preferidos eran los profesores, por supuesto, siempre había un alumno en la puerta vigilando por si venía el profe . ¡Qué bien lo hacía!. Otra de sus manías era cantar, ¡menudos recitales con su micrófono imaginario en su particular inglés únicamente coincidente en el acento!. 41


Así fue como Gus y su paraguas negro acabaron perteneciendo a nuestra cuadrilla de quinceañeros del instituto, en la que además estaba el líder muy chistoso pero mal estudiante, la guapa novia del líder, el poeta, el político de derechas, el de izquierdas, la amiga graciosa que vendía las chuletas de los exámenes a cinco pesetas, el que hacía apuestas de que se tiraba del pupitre sin hacerse daño. Fuimos creciendo, poco a poco cada uno fue yéndose por un lado, sin embargo Gus y yo continuamos durante unos cuantos años más. Era una extraña relación basada en la confianza, en el cariño, en la tolerancia, cada vez estábamos más cerca el uno del otro, pero a la vez más lejos… nuestra amistad era inmensa, sin embargo no surgía la chispa, él insistía en que eso era lo normal pero mi corazón inexperto dudaba. Hasta aquel día gris, en el que por fin comprendí la razón de la duda, en donde mi gran amigo Gus dejó de engañarse pensando que podría enamorarse de una mujer a la que no quería perder, en el que fue capaz de enfrentarse a aquella sociedad post-franquista, tan convencional, en el que se atrevió a mirar a los hombres de otra forma, en el que por fín dejó de sentirse un hombre defectuoso. De nuevo percibo la fuerza del viento y de la lluvia. Estoy muy cerca de mi trabajo. En cinco minutos estaré preparada para iniciar la jornada del día. Voy pensando en deshacerme de este paraguas, me toco el pelo, lo tengo completamente calado de las goteras, sin embargo, una sensación de bienestar me invade, sé que allá donde esté es tremendamente feliz.

Mari Cruz Fernández 42



KULTUR LEIOA

Jose Ramon Aketxe, 11 48940 LEIOA www.kulturleioa.com


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