REVISTA DE LA FUNDACIÓN VERACRUZ EN LA CULTURA
DANIEL SADA | ADOLFO CASTAÑÓN | LUCIUS LÆNGST | ANTONIO TABUCCHI | ÁLVARO ENRIGUE | LUIS ENRIQUE RODRÍGUEZ | JUAN ANTONIO MASOLIVER | JOSÉ EMILIO PACHECO | MIGUEL TAPIA ALCARAZ | DAVID MEDINA | EFRÉN ORTIZ | IGNACIO RUIZ-PÉREZ | CAMILA KRAUSS | JAROSLAW IWASZKIEWICZ | JORGE BRASH | PABLO SOL MORA | MARIO TORRES | DARÍO CARRILLO | JOSÉ PULIDO | JULIÁN GONZÁLEZ | FABIO MORÁBITO | EDUARDO CELIS-OCHOA | SILVIA EUNICE GUTIÉRREZ | ALEJANDRO GARCÍA ABREU | ALEJANDRA CLEMENTE ROMAGNOLI | VICENTE ALFONSO | PAOLA VELASCO | VÍCTOR HUGO VÁSQUEZ
AÑO I
NÚMERO 3
ENERO-MARZO 2010
EJEMPLAR GRATUITO
Foto: Alberto TovalĂn
REVISTA DE LA FUNDACIÓN VERACRUZ EN LA CULTURA
AÑO I
NÚMERO 3
ENERO-MARZO 2010
DIRECTORIO
Rodolfo Mendoza Rosendo Director Sergio Pitol Consejero Editorial Claudia Zagal Espinoza, Enzia Verduchi Corrección Moisés Luna Murrieta Asistente Daniela Rocha Diseño Roxana González Meneses | Concepto Gráfico, diseño y edición Formación Fundación Veracruz en la Cultura Eduardo Pérez Roque † Director Rafael Antúnez Jaime, Daniel Ayala Casas, Guillermo Barklay Galindo, Luis Bello Estrada, Mirna Benítez Juárez, Gilberto Bermúdez Gorrochotegui, Francisco Beverido Duhalt, Reynaldo Ceballos Hernández, Romeo Cuervo Téllez, Dulce María Dauzón Márquez, Patricia K. Deschamps Gómez, Luis Espinosa Gorozpe, Miguel Fematt Enríquez, Alberto Flores Callejas, Gerardo Galindo Peláez, María Marcela González Arenas, Manuel González de la Parra, Ángeles González Hernández, José Homero Hernández Alvarado, Juan Hernández Ramírez, Estela Jara, Jesús Jiménez Castillo, Hugo López César, Héctor Martínez Domínguez, Manuel Montoro, Rubén Morante López, María Teresa Moreno Torres, Rodolfo Nani Lugo, Mateo Oliva Oliva, Miguel Ángel Pimentel Luna, Sergio Pitol, Javier Pucheta Garcíapiña, Marcelo Ramírez y Ramírez, Marcelino Ramos Hernández, Gerónimo Reyes Hernández, Ida Rodríguez Prampolini, Carlos Romano Allen, Iván Romero Redondo, Alberto de la Rosa, Wilfrido Sánchez Márquez, José Delfino Teutli Colorado, Mirna Valdés Viveros, Sergio Rafael Vázquez Zárate, Miguel Vélez Arceo, Gladys Villegas Morales Miembros de la Fundación Todas las obras que ilustran el presente número son de la autoría de Vicente Rojo, gouaches sobre papel de 28 x 28 cm., realizadas en 2010 para la exposición Circo Dormido en la Galería López Quiroga, de la ciudad de México, en junio y julio del presente año. Agradecemos profundamente a la Galería López Quiroga su generosa colaboración. Los detalles de la portada y de la página 1, 2 y 4 corresponden repectivamente a: Carpa 2, Red 2, Red 3, Red 1. Reprografía de la obra de Vicente Rojo: Pablo López Luz. La Nave. Revista de la Fundación Veracruz en la Cultura. Trimestral: enero-marzo de 2010. Domicilio: Av. Lázaro Cárdenas no. 1504, colonia Hidalgo, código postal 91169, Xalapa, Veracruz, México. Teléfono: (228)814-0477, correo electrónico: nocsic@hotmail.com. Todos los derechos de autor reservados por La Nave. Número de certificado de licitud de título: en trámite. Número de certificado de licitud de contenido: en trámite. Impresa en Offset Rebosán, S. A. de C. V., Av. Acueducto núm. 115, Col. Huipulco Tlalpan, México, D. F. Distribuida por Librería Bonilla y Asociados, S. A. de C. V. AÑO I
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UN CAMINO SIEMPRE RECTO DANIEL SADA
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BOLETÍN BIBLIOGRÁFICO DE LA SECRETARÍA DE HACIENDA ADOLFO CASTAÑÓN
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FUGAS LUCIUS LÆNGST
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SERGIO PITOL, ENSAYISTA ANTONIO TABUCCHI
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VIRGINIDAD ÁLVARO ENRIGUE
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ANTONY AND THE JOHNSONS, AGUARDANDO LIBERAR AL CORAZÓN LUIS ENRIQUE RODRÍGUEZ VILLALVAZO
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EL SENO DE SILVIA JUAN ANTONIO MASOLIVER RÓDENAS
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POEMAS JOSÉ EMILIO PACHECO
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EL DÍA MÁS FELIZ MIGUEL TAPIA ALCARAZ
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RONCHA DAVID MEDINA PORTILLO
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LOWRY Y VERACRUZ: DEL HOTEL JUÁREZ AL CALLEJÓN DEL CHORRITO EFRÉN ORTIZ DOMÍNGUEZ
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POEMAS IGNACIO RUIZ-PÉREZ
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EL CRISTAL LISO Y TRANSPARENTE CAMILA KRAUSS
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CÁLAMO AROMÁTICO JAROSLAW IWASZKIEWICZ
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DÉCIMA SUERTE JORGE BRASH
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DIARIO BORGES PABLO SOL MORA
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PÁJAROS EN LA BOCA de Samanta Schweblin MARIO TORRES RUIZ
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GRANO DE SAL Y OTROS CRISTALES de Adolfo Castañón DARÍO CARRILLO
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LA SABIDURÍA SIN PROMESA de Christopher Domínguez Michael JOSÉ PULIDO TINOCO
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UN TIEMPO SUSPENDIDO de Roberto García Bonilla JULIÁN GONZÁLEZ OSORNO
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LOS APRENDIZAJES DEL EXILIO de Carlos Pereda FABIO MORÁBITO
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UNA AUTOBIOGRAFÍA SOTERRADA de Sergio Pitol EDUARDO CELIS-OCHOA FERNÁNDEZ
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EL TIEMPO ENVEJECE DEPRISA de Antonio Tabucchi SILVIA EUNICE GUTIÉRREZ
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Y PASAVENTO YA NO ESTABA de Enrique Vila-Matas ALEJANDRO GARCÍA ABREU
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EL DESVÍO A SANTIAGO de Cess Nooteboom ALEJANDRA CLEMENTE ROMAGNOLI
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EL SUEÑO NO ES UN REFUGIO SINO UN ARMA de Geney Beltrán Félix VICENTE ALFONSO
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DECLIVE / LA COMPARSA de Sergio Galindo PAOLA VELASCO
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ADÁN EN EDÉN de Carlos Fuentes VÍCTOR HUGO VÁSQUEZ RENTERÍA
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Editorial
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Contenido
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Editorial “Soy hijo de todo lo visto y lo soñado, de lo que amo y aborrezco, pero aún más ampliamente, soy hijo de la lectura” dice Sergio Pitol en su título más reciente: Una autobiografía soterrada (ampliaciones, rectificaciones, desacralizaciones). Los lectores somos hijos del libro, de sus páginas y, más íntimamente, de lo que cada libro nos dice secreta y apasionadamente al oído. La Nave quiere decirle a nuestros lectores que parte de lo visto, lo soñado y lo amado en otros libros lo podrá encontrar, también, en nuestras páginas. En el esperado volumen Aproximaciones de nuestro querido José Emilio Pacheco, a quien desde aquí felicitamos por el Premio Cervantes de las Letras 2009, se leerán los siguientes versos de T. S. Eliot: “Sólo existe la lucha por recobrar lo perdido / Y encontrado y perdido una y otra vez / Y ahora en condiciones que parecen adversas. / […] Para nosotros sólo existe el intento”. A pesar de las condiciones adversas en el país y en el mundo, se sigue diciendo sí a la literatura y a los libros, a las revistas y a los blogs, a los proyectos privados e institucionales: lo seguimos intentando. Se trata de leer y de completarnos a través de la literatura: “Uno es una cifra interminable”, dice en estas páginas Lucius Længst. La Fundación Veracruz en la Cultura agradece la solidaridad de nuestros colaboradores y lectores; además de que agradece profundamente a Vicente Rojo y Ramón López Quiroga el habernos prestado para nuestras páginas la obra que será exhibida en la Galería López Quiroga de la ciudad de México, del 26 de junio al 30 de julio de 2010. Cuarenta de los cincuenta gouaches sobre papel, que conforman la exposición Circo dormido, son las piezas que ilustran el número tres de La Nave. No encontramos mejor compañía para la obra de Rojo que los poemas de JEP dedicados al circo. Reproducimos aquí cuatro de los doce que conforman “Circo de noche”. Para la Fundación sigue siendo primordial ofrecer al público un remanso de lectura acompañado de notable obra gráfica. En un momento espinoso y complicado, nuestros sentidos deben abandonar, al menos por unos instantes, esa realidad que se llena de malas noticias, de estulticia, de un ruido ya no sólo mundanal, sino de sentina. Sea La Nave, pues, ese intento continuo que nos han enseñado Eliot, Rojo y JEP, y nos lo demuestran los escritores y los lectores de este tercer número. La dirección
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Un camino siempre recto Da n i e l Sa d a
Puñal mugroso, tosco, con la sangre a punto de cáscara, guardado sobre un poyo de algodón en un estuche de níquel. El escondite final fue una gaveta de una ménsula de acebuche, cerrada con doble llave. Ese acomodo tapado fue sugerencia de la sirvienta Magnolia Villegas, una cincuentona que tenía la facultad de ver consecuencias muy a futuro y que muy a modo observó el asesinato cuando mezclaba harina con manteca. Lo atestiguado (feo) sin querer. Asesinato a la intemperie, lleno de realidad. Estamos en pleno desierto, en la casa más grande de las tres habidas en el rancho llamado El Berrinche. A pleno sol la muerte. ¿Cómo se iba a imaginar ese tal Cid que su patrón trajera un puñal bajo la chamarra de mezclilla? Partamos de algo cruento: de tanta orden exagerada que Arturo profería, el empleado ya había llegado a un colmo. Tiempo de aguante: años, meses, hasta reventar, y la consecuencia: la réplica increíble: vozarrón abarcador jamás escuchado por el patrón, vozarrón henchido de palabrotas que lo lastimaron muy en serio, tanto que el interpelado no tuvo más remedio que extraer su arma filosa y encajársela con mucho coraje al energúmeno, justo en el centro de su panza. De inmediato el desplome, pero luego ¿qué hacer?, ¿dónde esconder ese cuerpo miserable, fregado? Hay que advertir que este muerto novedoso tenía una esposa joven y cuatro hijos chiquitos, mismos que quedaron desprotegidos en un pispás, aunque, bueno, ojalá que no se enteraran de lo sucedido tan a lo brusco, o que Magnolia, la testigo, le dijera
Pronto el asesino se dirigió a la cocina de aquella casa y la sirvienta huyó aterida porque no de oquis temía que Arturo también le encajara aquello.
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Empecemos esto con un pequeño gatuperio: Pancracio Morris tenía en su poder el puñal con el que su primo Arturo Garza asesinó a su empleado Cid Chavira.
a la esposa una mentira casi fantástica al respecto, o que mejor no dijera nada. La sirvienta escogió la talla mentirosa. Pero al que sí le dijo lo mero-mero fue al primo de Arturo, ese Pancracio Morris que tenía la cabeza bien canosa, a él sí porque era el mejor entendedor de asuntos graves, también patrón de patrones, además de ser el hombre más importante de esa región desértica, la cual estaba cercana al pueblo de Acuña, allá en el norte de Coahuila. Ahora salgámonos un rato de este lío para dar una información pertinente. El Berrinche se encuentra a la mitad de los villorrios María Rebeca y San Juan de Adentro. Al decir “a la mitad” estamos dando a entender que entre los villorrios mencionados hay una brecha de cascajo (recta de principio a fin) que mide setenta kilómetros aproximadamente. O sea que en el kilómetro treinta y cinco, ¿eh?, por ende, allí es, allí fue el crimen ése. El nombre del rancho cuadra con lo que estamos diciendo, aunque la razón del mote debió ser distinta… en fin… Lo que hay que ver ahora es al muerto tendido en el suelo y a Arturo moviendo la cabeza casi en redondo para ver si alguien había visto su acción siniestra. Sí: Magnolia Villegas, por lo tanto: conexión de miradas, a topa tolondro, acompañada de un nerviosismo inevitable, en un espacio no muy amplio: diez, once metros cuadrados. Pronto el asesino se dirigió a la cocina de aquella casa y la sirvienta huyó aterida porque no de oquis temía que Arturo también le encajara aquello, pero él la detuvo con estas palabras: No me tema. Ya solté el puñal. En el suelo el arma, plena de sangre abrillantada, excepto la empuñadura: una gorda, muy negra. Sin embargo, de nuevo el apuro de ella, sus pasos rápidos, bastante graciosos, pero Arturo le dio alcance, le agarró el brazo derecho y: ahora sí veamos a los dos sujetos bajo el cenit de un sol especial: —¡Por favor!... ¡Óigame!, no voy a entretenerla. —¡Ah!, sí… ¡Oigo! —Creo que usted es la única que vio lo que hice. No quiero que nadie se entere, ¿está claro? Si alguien me echa la culpa, entonces usted me la pagará, así que… —No siga, don Arturo. Le juro que seré una tumba.
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—Nada más le informo que me llevaré al muerto, Lo cargaré en mis hombros. Pienso llevármelo hasta la Región de las Víboras. Allá lo dejaré, porque sé que ahí nadie entra. —¿Y usted va a regresar? —No sé… Bueno, adiós… Y mucho cuidado con hablar de esto, pues de lo contrario la mato. —No, no va a pasar nada. —Es mejor que no pase. Yo no quiero matarla.
2 Si a cualquier aventurero se le ocurriera conseguir un helicóptero y sobrevolar la Región de las Víboras, descubriría que hay un montón de cadáveres dispersos, casi todos bocarriba. Gente despistada que sin saber ha entrado en esa nopalera, atrayente por frutosa, y ha sido mordida por uno o dos de esos bichos tremebundos. A la fecha, ya está localizada esa zona, localizada por la gente que vive por ahí, nada más. Y en cuando a la carga: Arturo tenía que caminar con el bulto encima unos ocho kilómetros rumbo al Sur de El Berrinche. Se tomaría sus respiros bajando al muerto al suelo cual si fuese un fardo horrendo y luego cargándolo en el lomo cual si fuese un muñeco gigante: ¡qué complicaciones, pero qué firmeza de solución dilatada! Horas de andar: horas de sed.
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Quede este encuadre informativo como advertencia de que lo infranqueable es siempre infranqueable, y más en el desierto. Así perdurará hasta que a alguien se le ocurra fundar una ciudad hecha y derecha en esa zona… pero ni para cuándo. Y volviendo a El Berrinche, ¡vaya!, aquel puñal ensangrentado duró tres días en el suelo. Un descuido a expensas del acaso. Durante ese lapso Magnolia Villegas tuvo el gozo y el riesgo de ser la única habitante de El Berrinche. Su soledad, mientras se iban acumulando las horas, ganó confianza tras convertirse en acicate mental: componer-descomponer efectos, la mayoría estantiguos, pero a los dos o tres buenos que se le ocurrieron —a partir del crimen— debía reforzarlos con grata desproporción, coronarlos con una invención algo lógica, por ejemplo: que Cid y Arturo se habían ido a la frontera, que cruzarían algún puente (legalmente, ¡claro!), porque un gringo había venido hasta acá a ofrecerles un trabajo temporal formidable, cosa de un mes, o quizá menos, de ausencia. ¿Le creerían? Su invención podía ser más exagerada o mal hecha, pero al considerarla harto creíble (porque sí), se convenció de que ya contaba con una fuerte revelación, la cual en su momento soltaría. Llegó al rancho Manuela Barragán, esposa de Cid Chavira, con sus cuatro hijos chiquitos. Llegó en un camión de redilas, proveniente de Acuña, por ese camino de cascajo: el susodicho recto, aburrido. Hay que decir que el camión prestaba ese tipo de servicio en ciertas zonas áridas de por allí. Transporte de gente: irregularidades en cuanto a los viajes, pero… La cosa es que Manuela había ido a visitar a sus padres, ya viejitos: ausencia de cinco días, y la novedad radiante: la ida de Cid y Arturo adonde ya se dijo. De resultas, la creencia casi entera por parte de quien no vio el cuchillo ensangrentado en el suelo. Magnolia sí lo vio, pero fue a recogerlo justo cuando juzgó que nadie la veía… ¡En la noche!, ¡qué suerte!... Todo estaba saliendo bien. Magnolia, como se dijo, guardó el cuchillo en un estuche de níquel, uno que halló en el cuarto de triques de la casa grande. Lo hizo porque tenía un plan, aún vago.
3 Llegó dos días después Pancracio Morris al lugarcito en mención en compañía de dos sobrinos adolescentes bien trompudos. Llegó por el camino recto, muy manejador de una Carpa 1, 2010.
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manera: rentar un helicóptero para sobrevolar la Región de las Víboras. Contratar a un piloto capacitado. Hacer un planeo casi a ras de tierra, a ver si detectaba desde lo alto el cadáver de Cid y también el de Arturo, es que si este último decidió meterse con su carga hedionda a esa zona riesgosa, se debía a que, a causa de su gran culpa, ya no quería vivir, ¿o sí? Redondez que Pancracio alojó en su mente para al cabo usarla más tarde… mmm… tal vez la próxima semana, o acaso un poco antes, cuando consiguiera el helicóptero… ¿Conseguirlo? No sería tan complicado: él era amigo de gente importante del Ejército… En fin… Dos añadidos quedaron pendientes: Magnolia refirió la mentirota que había inventado y dicho a Manuela en un dos por tres: lo de Estados Unidos: la ida sorpresiva de aquellos hombres, su estancia temporal allá, la mutua conveniencia: y: ninguna alteración informativa. Así que de ese tamaño se quedó el embuste; por lo que sólo quedaba defenderlo, afirmarlo ¡para siempre! Lo otro era el puñal guardado en… El escondite final fue una gaveta de una ménsula de acebuche, con doble llave. Hagamos un alto para referir lo de los sobrinos adolescentes. Ellos eran hijos de otro primo de Pancracio Morris, un hombre llamado Zacarías Montaño y el motivo de la vacación en El Berrinche consistía en que los trompudos deberían estar allí cuando menos durante un
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camioneta lujosa, una de las tres que tenía. Y dándole más hilo a lo perfilado como abundancia, hay que traer a cuento que él era el propietario de unos seis ranchos mirrungos (ganaderos, a medias) de esa zona desértica. El gran jefe, pues, que vivía en Acuña, pero que por lo menos una vez por semana visitaba alguna de sus rancherías, le tocó esta vez enfilarse rumbo a El Berrinche. Y ahora la novedad: el recibimiento agachón, medio compungido, de Magnolia. Téngase el adelanto previsor, acaso adivinatorio, tras escuchar el ruido del motor y las ruedas del mueble que llegaba: ella ¡al tiro!, a bien de que la otra, Manuela Barragán, no acudiera a juntársele para eso de la bienvenida, que fuera festiva, o casi. No. ¡Nunca! Entonces, volviendo a lo agachón: cabe ampliarlo un poco más: Magnolia de inmediato le dijo a Pancracio que deseaba hablar con él a solas. De modo que yéndose ambos hacia un rincón de la casa grande, ella, aún agachona, le iba dando nociones muy cortas, como: “pasó algo bien feo”; “quiero mostrarle un cuchillo ensangrentado”; “quiero contarle sin prisas lo que miré a poca distancia”. Ahora hay que imaginar a estos dos de pie y arrinconados hablando con toda tranquilidad. Los sobrinos trompudos caminaban por otra parte del rancho, su alegría flotaba (digamos), era pura distracción de todo a todo. Manuela estaba entretenida dándoles de comer a sus hijos chiquitos. Total que Magnolia le dio rienda suelta a su relato, lo que fue la realidad vista: el asesinato instantáneo, el decir con pelos y señales, por ejemplo, lo del hundimiento del puñal en la panza flaca de ese tal Cid, o sea: la facilidad mayúscula; con decir que la carne del empleado parecía una bola (no muy bola) de mantequilla. Luego el desplome y, bueno, para qué repetir aquí lo demás ocurrido. Se entiende la insolencia, también la vergüenza del matón a fin de cuentas. Don Arturo me amenazó. Me dijo que si yo chismeaba lo del asesinato me mataba. Pero yo no tengo miedo ni creo que lo tenga luego, porque estoy segura de que todavía no me toca morirme, dijo Magnolia, y Pancracio se quedó perplejo, más aún cuando se enteró de que Arturo se había llevado al muerto a la Región de las Víboras, región no lejana, eso sí. Hartazgo ya de información. Con lo sabido ya había un soporte para imaginar toda una estrategia. Pancracio miraba hacia el confín más asoleado, siendo que de esa manera podía pensar más, y mascullaba y a veces soltaba vocablos al azar, hasta que apretando los puños y moviéndolos como títere colérico dijo deprisa lo que haría, podemos resumirlo de esta
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mes, haciendo labores de peonada, cosas bien rústicas, pero afables, como ordeñar vacas y matar chivas, chivos y borregos, a bien de hacerse hombres de una vez por todas. Otra encomienda significativa era realizar con puro balasto y grava una pequeña curva, algo así como un desvío prudente, justo en la mitad del camino recto… pues para desentumir a los conductores de vehículos… Cierto que también trabajarían a puro pico y pala, tras utilizar el material de macadam que habían traído en la camioneta; y he aquí el chiste: que ambos sudaran en serio y a diario nomás porque sí. Improvisación de dizque ingeniería civil, pero con ganas netas, por supuesto: sin desmayo, y cierta lógica simétrica o niveladora… a ver qué salía… Asimismo, cuando los sobrinos se tuvieran que ir (por la razón que se antoje), había que traer a otros dos peones, uno que mandara al otro, como fue el caso de Arturo y Cid. Pues bien, la curva ¿qué tan pronunciada? Por lo pronto, el cálculo acorde con la imaginación, pero lo físico desde mañana, a temprana hora… Las proporciones, las medidas, al fin tanteos, aproximaciones... Y ahora refiramos la partida de Pancracio Morris en su camioneta lujosa por el camino recto. Veámoslo perderse en la incandescencia de hasta allá. En un par de horas llegaría al lugar donde se reunían de cuando en cuando algunos miembros del Ejército, mayores y coroneles, algún
general, en una suerte de cantina mal iluminada. ¡Claro que en la noche buscarlos allí! ¿Amigos? ¿Conocidos? Pancracio debía intuir que los encontraría; que incluso con brusquedad les pediría que unos dos de ellos, junto con él, se treparan en un helicóptero de la Armada Nacional para efectuar una labor de escrutinio aéreo, sobrevolando muy bajo una zona no lejana, cuyo nombre ya les diría, pero donde lo más seguro era que notaran una buena cifra de cadáveres dispersos. Matanza, sí, aunque a causa de mordeduras de víboras de cascabel: plaga canija endemoniada: sólo ahí, y, bueno, hay que decir que nos hemos adelantado a lo que sucedió porque no hubo problemas para que un coronel equis facilitara el artefacto volador, desde luego a cargo de un piloto uniformado, el más competente, incluso, y otro soldado raso que de tan callado parecía irreal. Se estaba forjando, por ende, un favor extraordinario, ya como compensación simbólica de una serie de favores que Pancracio les había hecho a varios uniformados. Así que un día de tantos el viaje por los aires hacia… Antes Pancracio tuvo que emborracharse a medias con ellos, además de soportar su humor simplón y guarro, uno referente a mujeres encueradas y lucidoras de melenas largas muy en desorden. Esas cosas. El vuelo ocurrió un día de mucho sol y pocas nubes. Dar al cálculo con… Vuele más bajo. Estamos llegando a la región que les dije. Ducho el piloto uniformado, éste era un hombre largo que conducía tal armatoste con gran inteligencia. Sobrevolaron casi rozando los huizaches. En efecto, había una buena cantidad de cadáveres por doquier, más boca arriba que en ladeo ¿por qué? Región de las Víboras, por fin el nombre dicho sílaba tras sílaba por el señor canoso. Notados de inmediato los reptiles groseros, la mayoría arrastrándose por mor de inspeccionar lo mucho móvil, discreto, pero… Cierto que una cifra menor de víboras permanecía en enrosque dormitando a medias. La abundancia parecía un anhelo lleno de trazos. El antojo de llegadas, ¿cuándo vendría un gentío? La carne viva henchida de inocencia. Visitas. También de vacas. También de chivas. También de coyotes. Bienvenidos los animales alelados. Bienvenidos a la zote mortandad. Vibra creciente que se apreciaba desde el helicóptero donde Pancracio quería avistar cuánto. De mucho movimiento, de mucho cabeceo, su intriga, porque deseaba detectar los cuerpos de Cid Chavira y Arturo Garza. La expansión de la zona, a fin de cuentas, se fue
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de ardor y meta. En consecuencia la frustración: dejar, sin más, el tal cuerpo inservible en esa región tan espeluznante. Dejarlo, sí, total qué… ¡Ni modo!... Sabiduría fría, desazón favorable, por respeto a la ocurrencia de aquella mujer aguda.
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estirando de un modo impredecible. En un equis centro se acumulaban los cadáveres rancheros, pero por ahí y por allá, y hasta encima de unas colinas había huesos pelones y pudrición de carnes. Esas soledades tanto de hombres como de animales, esos gestos gayos, fijos (dizque para siempre). ¡Qué ganas de descender para buscar con calma! El paseo del sobrevuelo (casi al ras) se volvió tan reiterado que ya no, que mejor… a ver… ¿atreverse?... Buscar una landa para… Las sugerencias de Pancracio alcanzaron buen volumen y caos. Frases en correntía. Desesperación. Y tras la machaconería en pleno desate de quien se suponía que era el buscador principal, el ducho piloto no tuvo más remedio que hacer que aquella cosa de acero tocara tierra, en una landa, ya se dijo, algo lejos de los enrosques y las arrastradas viboreras. Antes hay que decir que Pancracio había detectado el cuerpo de Cid Chavira, es que había visto su habitual camisa blanca a cuadros naranjas —llena de sangre a la altura de la panza— y sus rarísimas botas color vino. Allí, como en aislamiento, estaba el difunto al lado de una planta monumental de gobernadora. Al que nunca vio fue a Arturo Garza, quien tal vez supo escapar del peligro de ser mordido por… Fue habilidoso. Se esfumó de allí como por arte de magia, luego de colocar el cuerpo de Cid donde se dijo. Si hubo o no hubo parsimonia en la colocación de aquello, es asunto que aquí pierde importancia, lo siguiente, al hilo, sería saber a dónde diablos Arturo se hubo desplazado. Tal vez ahora podría estar en un hotel bien cómodo allá en la frontera, o ¡sepa!, o usted proponga, porque todo lo que imaginemos al respecto puede ser estéril. Inclinémonos a pensar que ahora Arturo se estaba asumiendo como un ente feliz, pese a haber asesinado al hombre con quien más platicaba en El Berrinche. A saber qué protección especial del cielo o de la Providencia tuvieron Pancracio y el ducho piloto, amén del soldado casi irreal que los acompañaba, para recoger el cuerpo apestoso de Cid Chavira sin que víbora alguna se les acercara con ganas de morderlos. Sin embargo, cuando estuvieron a punto de subir al helicóptero el tal cuerpo reconocido, Pancracio tuvo una chispa en sazón. Se acordó de la mentira que con absoluto desparpajo tuvo a bien inventar Magnolia Villegas, misma que se tragó de pe a pa Manuela Barragán. Sí, pues: que la ida a los Estados Unidos; que la oportunidad inmejorable, y cuéntese de una vez las tres o las cuatro ideas que ellos se habían hecho acerca del futuro, todas cargadas
4 Lo de la curva: la imperfección ganando entretenimiento muy a voleo. Los trompudos trabajaban a diario, pero mal, en eso de la hechura improvisada. Sea que no estaba resultando lo de amontonar grava para luego endurecer el guardacantón, y así la resulta (irregular) del bordillo y el óptimo peralte, aunque ¿cómo?, ¿cuál cálculo? Horas y horas sin logro. Otra improvisación era la atareo madrugador de ordeñar vacas: el jale alternativo obligado: y por ende ¿sacar leche?, ¿difícil?, no, porque venía a ser como una crudeza premiosa o algo así como jugar con las chiches de una mujer, pero de manera más ruda que vacilona. Más adelante vendría el aprendizaje supremo que les era urgente consolidar: las matanzas de animales, sólo que a ese respecto sí necesitaban de la enseñanza de un maestro ranchero. Justo de ese menester se percató Pancracio al llegar a El Berrinche, por lo que no pasaron ni cuatro días para que trajera de Acuña (como si nada) a dos peones avezados en los entresijos de las matanzas y laboreo campirano, ellos se llamaban René y Prudencio. El brete: el alojamiento: el imperativo de usar las habitaciones de la casa grande sin que hubiese otra disyuntiva posible bajo ningún techo. Allá los nuevos peones, acá los trompudos, reparto de olores y cuerpos, y Magnolia Villegas haciéndola de cocinera y sirvienta, tan ufana como embelesada, o mejor digámoslo así: su agobio se estaba enredando con su ingenio. Ya lo nuevo cual pita de transformación: un pequeño hotel en la llanura. Veamos por lo pronto el encuadre actual: en El Berrinche había dos vacas lecheras y dos de engorda; cuéntense seis chivas, tres chivos y cuatro borregos; ocho gallinas y dos gallos; un perro y dos gatos; dos mujeres, cuatro niños y cuatro peones, de los cuales dos, en dos semanas, se irían sin hacer nada digno de
A saber qué protección especial del cielo o de la Providencia tuvieron Pancracio y el ducho piloto, amén del soldado casi irreal que los acompañaba.
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mención: o sea los trompudos… tan púberes, al cabo de terminar la curva, que al parecer ni para cuándo, porque en referencia a ese leve desvío recreativo… uh… por más que le añadieran… pues no. Lo mal hecho se quedaba tal cual: inútil, incorregible (je). ¿Cambiaría la vida del rancho cuando se fueran ésos? Mal que bien se insinuaba alguna suave amenaza… Esos peones. Esas mujeres.
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Cierta noche, cuando Pancracio tuvo a bien revisar —nada más por morbo— aquel puñal ensangrentado, pensó que no tenía caso mantener el pormenor del siniestro tan en secreto. Incluso ya en sus manos, tras echarle un vistazo a la rojura inservible, tomó la decisión de lavar el arma en un aguamanil. Sí, con la nueva limpieza daba comienzo otro episodio. De hecho, el hombre canoso sentía mucha pena por la mentira exagerada que había inventado Magnolia. ¿Qué tal si él procuraba manejar una verdad tanteadora?, una que prevaleciera como engaño pero que se corrigiera tras aminorarse buenamente. Y ni tocar lo de la ida hacia la Región de las Víboras, con la carga inexplicable, gacha por molesta, pues… entonces lo más o menos real: la muerte —por despiste— de Cid: que una víbora lo había mordido con harta saña, y él murió al instante, gritando como un loco en razón de que el dolor crecía como si se inflara demasiado… Aunque era difícil que Manuela (obvio) se tragara esa invención de cabo a rabo. Lo más seguro sería que preguntara que dónde estaba el cuerpo de su esposo; que si lo habían sepultado como Dios manda, digamos, en un féretro cómodo ¿eh? Además cuéntense los menesteres de velación: todo un día y toda una noche, lo menos, con un friego de rezos —sin parar— y, ¡claro!, hacer muchas preguntas: que si hubo bastantes cirios y arreglos florales y a saber qué más requisitos se le irían ocurriendo a esa viuda, quiéranse los caprichos propios de una zote desesperada… Pero mejor no darle por ahí, mejor dejar de ese tamaño la falsedad y que fuera el hilo del tiempo el que se encargara del desenredo total. Por ahora, ya estaba sembrado el empeoramiento ficticio, mismo que entendido de revés era un cálculo astuto, y, bueno, ¡qué inteligente era Magnolia!, ¡considérese su visión!,
¡puros pros!, ¡sí!, y en ese revuelo conjetural o cargado de asuntos abstractos perdidos (quizá) en el aire pasaron dos semanas exactas sin que ocurriera nada digno de traer a cuento. Aclaramos lo de “exactas” porque justo fue un lunes cuando los sobrinos trompudos regresaron a su lugar de origen. Tal acontecimiento medianamente sentimental. Pancracio se los llevó en su camioneta. Aquello sucedió una mañana en que se suscitaron unos adioses emotivos, la más emocionada fue Manuela, que veía el camino recto, interminable, e imaginaba las fantasías de lo lejano, las remotas rapideces y la idea de que su marido, siempre responsable, vendría en cualquier momento lleno de dinero y presumiendo buenas nuevas. Mientras tanto la despedida: manos oscilantes: ¡varias! El vehículo se desplazó hacia un teñido horizonte norteño que parecía rejuvenecer. Punto móvil, al fin: cual extravío y cual olvido, neta reducción hasta que ya no, porque en lo concerniente al asueto de los sobrinos, contemplado endenantes como laboreo talachero, nada rendidor merece destacarse; en todo caso hay que decir que por más que trabajaron no hicieron bien las cosas, acaso fueron sus innumerables pendejadas lo único que se debe recordar. Todo lo dejaban a medias, por desidia, por aburrimiento: mala ordeña, ni un litro de leche le sacaban a las vacas; malos matarifes, malos pastores, malos albañiles y malos ingenieros: nunca pudieron con la supuesta curva, misma que fue un desastre, y así quedó el batiburrillo ése: choncho desparramo de material, y pues qué nivelación y qué narices, por lo que su huida vino a ser un alivio para la vida del rancho, que visto de otro modo ahora sí que podría establecerse que tampoco los otros dos peones eran muy-muy. Téngase que El Berrinche se había convertido en una pesadez y en una murga desde mucho tiempo ha. O sea que cuando vivía Cid: tampoco, ni cuando aún Arturo Garza no era asesino. La verdad es que el rancho entró en decadencia por culpa de Pancracio: su descuido se volvió despacioso, más, más, y tal vez la razón más certera tuvo su origen en la muerte del único caballo que había allí, uno retinto que se murió porque fue mordido por una víbora. Quedó el caso como un anuncio, pues significaba la vil amenaza de que un colmo de víboras se dejara venir el día menos pensado, sí, proveniente de aquella región horrenda, no distante, y matara —piénsese que por diversión o también por aburrimiento— a todos los habitantes de El Berrinche: personas y animales ¡zas!; y de una vez digámoslo tajante: que todos que-
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daran amontonados (porque sí), como un pastel pupo, con los cuatro hijos chiquitos encima ¡bien muertos!, coronando la plasta de ¡carnes mucho más muertas! También le podía tocar eso feo a Pancracio, si no se apercibía. Pero veamos lo anterior con calma: lo sobresaliente de esta conjetura es que la decadencia avanza como un reptil, ¿verdad?, pocas veces hace ruido.
Pancracio Morris pues no, no estaban, téngase la habilidad para la esfumación. Tal vez se fueron de noche por el camino recto, librándose así, más que de las viudas deseosas de amor (porque también Magnolia era viuda necesitada), de las mordidas viboreras. De este modo, ya se hacía evidente lo craso de lo que pasaría sin más, sin esos dos ¿quién ordeñaba a las vacas? Se aclara que la ordeña nada más requería cierta cantidad de litros broncos: uno, dos, póngale tres, es que solamente era para el consumo de los moradores de El Berrinche. Al respecto hay que decir que desde hacía tiempo ninguna venta se efectuaba. Es que ninguna camioneta venía para llevarse la demasía de leche en botes. El abandono (buscado) hacía más oprobiosas tales subsistencias. Ahora sí que sólo quedaban las dos mujeres y los cuatros chiquitos sin papá. Rancho sin hombres, de buenas a primeras, o mejor dicho: mujeres sin hombres, expuestas al viboreo inminente que bien pudiera ser mañana mismo una gran calamidad. De hecho, Pancracio ya vislumbraba todo el tiquismiquis del que estamos hablando. Lo vislumbraba sentado en un sillón de su sala elegante, allá en su casa de Acuña. Se los va a llevar el diablo, se decía con absoluta tranquilidad mientras bebía un vaso de cocacola bien fría. Luego atisbaba en una grata tentativa: Algún día regresaré a El Berrinche. Estoy convencido de que desde hace tiempo dejó de ser negocio. No creo que batalle para venderlo. Tragos más ociosos: más chiquiteo y profusiones, hasta dar con una razón estrambótica: Sé que tarde o temprano las víboras acabarán con todo lo vivo que haya en el rancho. Ojalá que quienes vivan allí se den cuenta de la amenaza y huyan cuanto antes. Venta después. Relajación. Desidia. Cinismo de ricachón ufano e insensible. Mientras tanto Magnolia y Manuela en la guala: ¿qué hacer? El alimento:
6 Todas las mañanas Manuela se da tiempo para mirar durante casi media hora el camino recto que da la sensación de no tener fin. Fantasía agreste y colorida. Ella de pie mirando, pensando. Magnolia —la inventora de la ducha mentira— la ve, se conmueve, quisiera ir adonde ella para sacarla de dudas, pero prefiere consolidar su artimaña para que se mantenga vertical y se convierta en pura buena fe. Y la ilusión inagotable de Manuela acorde con los amaneceres… Y la dureza de su rostro isidro… Y su derrota diaria, porque Cid no, porque Cid ¿nunca?... Y el andar sin sombra, después, con esa idea de retorno dándole vueltas, pero inmodificable…
7 Pasaron cinco semanas y ya andaban presentándose los siniestros: durante un amanecer muy colorado apareció un perro muerto junto a un chivo muerto: mordidos por… Como hermanitos: dos ángeles tiesos, aunque de resultas ¡qué espectáculo macabro!, dos cuerpos vistos por… aquello fue brutal… Dígase que al día siguiente los peones traídos de Acuña por
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menos, menos: día tras día, además de los “qué” y los “cómo” nada prometedores o salvadores, más bien lo ínfimo estrujándose. Y ni venía Cid Chavira (ni a pie ¡carajo!) con sus buenas nuevas, ni Pancracio ni nadie, alguna camioneta despistada transitando por el camino recto, conducida por algún fantasma o por algún bandido o qué cosas razonables pensar o cuánto aguantar sin ninguna ocurrencia. Para esto las muertes (en goteo) parecían modular la falta de alimento, porque ninguna de las dos mujeres se iba a poner a despacharse a qué animales de allí, de eso ya estaban encargadas las víboras ¡con sus mordidas letales!, sea que un día amaneció muerto el único borrego, una de las gallinas y un gato, ¡pues a comérselos!, no había de otra. Las partes más buenas cortarlas con una dizque pericia que ya quisiéramos imaginar… Cada vez más en tales afanes se estaban volviendo duchas Magnolia y Manuela: cuchillos filosos; darle aquí y allá: para… guilla de retazos, en consecuencia. Y las víboras ya estaban poblando El Berrinche, de modo que los chiquitos… a ver, pues… nada de que salir a jugar, por ende: encierro rabioso, por ende: ¡Ya vámonos de aquí!, esa frase la repetían idéntica niños y viudas. El hijo mayorcito, llamado José Ernesto, dijo: ¡Vámonos de aquí como sea! ¡Yo ordeno! ¡Yo quiero! ¡Claro!, sólo que a dónde, ¿hacia al Sur o hacia el Norte? Ya se sabe, hacia el Norte estaba Estados Unidos y sus iluminaciones progresistas y su chula arrogancia de rascacielos por doquier punteando: algo que cuadraba con la grandeza presumida o la pingüe esperanza de vivir más a gusto. Y que había rumbo al Sur: ¡uf!: lo afable y empeorado. Aquel camino tocho ¿caminable? Hacerse a la idea, de una vez por todas, de que no vendría nadie ni por equivocación. ¿Y cómo esquivar a las víboras?, mismas que ya andaban con ganas de morder a los chiquitos, ¿sí? Cosa de no molestarlas. Tratar de no acercárseles. Pasos finos, de puntillas: casi: ergo: la consecuencia: víboras respetuosas, pero que conste: ¡a fuerzas la expulsión! Lo expulsable: los movimientos vándalos: que no parecieran ¡PUES! Huida delicada en conjunto, hacia algún paliativo remoto, el empalme conocido rumbo al Norte, mismo que ahora se transformaba en la imaginación, ese que estaba pasando el villorrio de San Juan de Adentro, sólo que las dos mujeres y los cuatro niños tenían que caminar unos treinta y cinco kilómetros, con susto, con zozobra. ¡Ni modo! Se pone de relieve la huida tan sutil hacia lo que aquellas viudas consideraban ventajoso.
Aleccionados los niños a base de escrúpulos útiles pero bien pequeños. Pasos, discreciones, y, bueno, sentirse casi irreales: ¡todos! Cierto que después del encierro de dos días en la casa grande de El Berrinche todos debían escapar con melindre de la amenaza mortal, eso había que hacerlo sin estar hablando tontamente. Lo que si que: nada de soltar una frase discordante en tono o en significado, nada que las víboras interpretaran como procura de escapatoria. Sea, pues, ningún descaro de a tiro. Sea que las dos mujeres y cuatro chiquitos tuvieron el logro de plantarse en el camino recto con la seguridad de que ninguna víbora se atrevería a interceptarlos para chingárselos. Entonces caminar rumbo al NORTE: decisión o inercia: hacia un perenne albor. Bah, pura intuición a lo zaino. Donde que dejaban atrás un turbio rollo de recuerdos, por tanto, el avance fue meditabundo, cuidadoso al tope y más o menos plácido: sí: bajo el cobijo de las casualidades. Atardecía con lentitud ingrata. Prohibido hablar, sssth, así que… Y trascurrieron dos horas de traslado y no pasaba ningún vehículo. Noche. Miedo. Residuos de vehemencia. ¡Qué dientes! Hacia la medianoche pasó una camioneta rumbo al SUR. Los caminantes tuvieron que orillarse. Una hora después pasó otra camioneta en el mismo sentido. Luego, casi detrás del mueble mencionado, pasó un camión de redilas también rumbo a lo que se dijo. Poco después cruzaron dos más. ¡Hacia el SUR!, ¿por qué? Entonces Magnolia le dijo a Manuela: —¿Qué tal si al siguiente camión que pase le pedimos un raid? —¿Y si va rumbo al Sur, como los otros? —Pues nos vamos al Sur. Dicho y hecho, nomás pasó el primer camión de redilas en dirección adonde se dijo y tras dedearle vistosamente al chofer equis para que se frenara, pues sí, ¡ya!, hubo cosa de raid: la comprensión rápida. Favor. Acuerdo. ¡Súbanse y vámonos! Las mujeres viudas y los cuatro chiquitos se subieron con harta solvencia a la cajuela del vehículo. Ese era el azar. La complacencia ganadora, tan nocturna. Los seis personajes iban de pie, sujetos buenamente de las redilas, así y asá miraban absortos a todos lados conforme el avance sobre ruedas. También iban dudosos, mudos, inquietos, cejijuntos, lívidos, ominosos… Amanecía con tiento.
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Boletín Bibliográfico 1 de la Secretaría de Hacienda Ad o l f o C a s ta ñ ó n
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El autor agradece a la Biblioteca Miguel Lerdo de Tejada de la SHCyP en la persona de su director, Juan Manuel Herrera, la invitación a escribir estas páginas.
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… el olor de los libros santifica la maledicencia. Anónimo, “Las tertulias” Boletín Bibliográfico de la Secretaria de Hacienda y Crédito Público, No. 20, p. 1
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representaron espacios vivientes, indiscernibles de su educación y formación personal. Como su padre, el Lic. Jesús Castañón Rodríguez (1916-1991), se desempeñaba como “responsable” de dicho Boletín, desde 1954 en unas oficinas anexas al depósito de la Biblioteca y como casi todos sus colaboradores, ayudantes y superiores eran sus amigos las imágenes del padre, el Boletín y la Biblioteca como que se encontraban fundidas, trabadas en irreductible identidad. Don Raúl Noriega Ondovilla, (19071975), el director técnico, era un hombre pulcro, de mediana estatura, ojos azules, pelo blanco y con la mirada luminosa y sonriente. A él rara vez recuerda haberlo visto Castañón Morán en la Secretaría de Hacienda. En cambio, lo iba a visitar en compañía de su padre a su amplia casa en la calle de Camelia en la colonia Florida, algunos fines de semana y todos los fines de año: en su casa había una
réplica de buen tamaño del calendario Azteca o Piedra del Sol que él estudiaba, una amplia biblioteca donde se reunían algunos de los colaboradores del Boletín como Andrés Henestrosa, Arturo Arnáiz y Freg, Ralph Roeder. A otros colaboradores el niño que fue Adolfo se los encontraba en el despacho que tenía el Lic. Jesús Castañón en el Centro, en Gante 15,3 número 402: Augusto Hernández Arreola, Moisés González Navarro, Ernesto de la Torre Villar, René Avilés, Francisco Liguori, Xavier Taver Alfaro, entre otros, discutían apasionadamente sobre temas de política e historia mexicana, cantaban e improvisaban y seguían discutiendo, como si estuviesen vivas las ideas de Francisco Zarco, Luis de la Rosa, José María Luis Mora, Sebastián Lerdo de Tejada, Ignacio Manuel Altamirano… Otros nombres ausentes sonaban en el aire: Antonio Caso, Samuel Ramos, Daniel Cosío Villegas. Y es que ese puñado de estudiosos de la historia mexicana que se congregaba en torno al Boletín Bibliográfico no estaba solo: formaba parte de una generación mexicana —la nacida a lo largo de las dos o tres primeras décadas del siglo— a la que le había tocado vivir el proceso de los últimos años de la Revolución, la creación de instituciones, el conflicto religioso, la “cristiada”, conocida así gracias al libro de Jean Meyer, la ardua institucionalización, la Segunda Guerra Mundial, la consolidación del cardenismo, y todos los ismos sexenales que siguieron. Al igual que la generación de 1915 —compuesta por Manuel Gómez Morín y Daniel Cosío Villegas, entre otros— a éstas le era particularmente sensible la soledad y la fragilidad de ese proyecto de país llamado México. El Boletín Bibliográfico se inició durante la gestión presidencial de esa eminencia gris llamada Adolfo Ruiz Cortines, uno de los presidentes mexicanos cuya acción a largo plazo en diversos campos está aún por ser reconocida y a quien se ve retratado en compañía de su gabinete en el número 6 del Boletín, con motivo de la inauguración de la VI Feria del Libro Mexicano, marco en el cual fue lanzado el Boletín. Las efemérides mexicanas y en particular republicanas tuvieron en el Boletín Bibliográfico y en la Biblioteca Sebastián Lerdo de Tejada de la Secretaría de Hacienda un eje y un punto de apoyo: la conmemoración de la Constitución de 1857, la instalación del recinto de
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Para el niño que fue Adolfo Castañón Morán, la Biblioteca de Hacienda2 y el Boletín Bibliográfico (periódico de grandes dimensiones: 34 x 46.5 cm.),
Biblioteca Sebastián Lerdo de Tejada de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público.
Jesús Castañón Rodríguez antologó y presentó páginas de F. Pedro de Gante en el Boletín Bibliográfico.
Entre las anécdotas que recuerdo en relación con aquella época, registro una: Margarita Josefina Castañón Morán, mi hermana y yo íbamos a pasar cuanto día feriado o vacación teníamos al Centro, ya sea para acompañar a mi madre, Estela Morán, a su consultorio de dentista en una clínica de la Secretaría de Educación Pública en la calle de Guatemala o a mi padre a Palacio Nacional, donde alguna vez me extrañó encontrar entre los numerosos autos oficiales un convertible deportivo europeo. Obviamente preferíamos acompañar a mi padre, y entrar a Palacio donde saludábamos a los soldados casi por su nombre y teníamos la sensación de que todo mundo nos conocía. La administradora del Boletín, la señorita Ana Luisa Meyer Díaz —quien por cierto escribió para el Boletín una serie de artículos sobre la historia de las ferias del libro en México— era para nosotros “Anita”, un hada madrina que nos permitía acompañarla al depósito de los libros y recorrer con ella los corredores inhóspitos como tiros de mina. Con el tiempo, mi hermana y yo tomamos confianza, y Anita nos llevaba a ese almacén y nos dejaba ahí instalados en algún rincón en el fondo de la biblioteca viendo libros y revistas. Un día, mientras estábamos leyendo revistas antiguas, se apagó la luz y la oscuridad más densa nos envolvió. Nos asustamos mucho y mi hermana empezó a llorar diciendo desconsolada que ahí nos íbamos a quedar para siempre. Yo tuve una idea. Había observado que las altas estanterías metálicas de la biblioteca estaban provistas de escaleras corredizas que podrían desplegarse desde el fondo hasta la entrada. Si nos apoyábamos en las escaleras encontraríamos la salida: así lo hicimos, no sin dificultades, pues el piso estaba sembrado de libros y papeles, y la escalera no corría, teníamos que desplazar en la oscuridad los papeles mientras oíamos los ruidos y chillidos de las ratas que eran las habitantes habituales de aquel lugar. Primero llegamos hasta el fondo de la biblioteca y luego, desde ahí, con
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El Boletín Bibliográfico de la Secretaría de Hacienda fue fundado en el marco de la VI Feria del Libro Mexicano que estuvo situada en la calle de Héroes, en el lugar más conocido como plaza de Indianilla, hoy sede de juzgados y tribunales en la colonia de los Doctores. Su primer número apareció el sábado 20 de noviembre de 1954. Se publicó en forma anónima
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ánimos redoblados alcanzamos con muchos esfuerzos la entrada que reconocimos a lo lejos por la raya de luz que enmarcaba la puerta de entrada y que poco a poco se fue agrandando. Cuando por fin llegamos a la puerta empezamos a golpearla y a gritar pero en un primer momento no obtuvimos respuesta. Al final, oímos la voz de un vigilante quien nos pidió calma y nos dijo que iría a buscar ayuda. Al fin, llegó alguien capaz de abrir la puerta, acompañado de mi asustado padre quien, como todos los empleados del Palacio Nacional, se había visto acarreado hasta el Zócalo para saludar al presidente yugoslavo Josef Broz Tito, quien hacía una visita de Estado (1963). Luego de ese episodio, a los diez años, supe que yo nunca me perdería en una biblioteca y que compartía con la Biblioteca Sebastián Lerdo de Tejada el secreto de una aventura que me había llevado a conocer, a oscuras, sus entrañas.
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homenaje a Benito Juárez dentro del Palacio Nacional, la conmemoración de la Invasión francesa de la batalla del 5 de mayo y del fusilamiento de Maximiliano. Todas estas fechas se presentaron ante los ojos de ese niño, hijo de un historiador, como fiestas cuya médula eran los preparativos mismos.
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BALANCE DEL BOLETÍN BIBLIOGRÁFICO
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por el departamento de Bibliotecas de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público siendo Oficial Mayor de la Secretaría de Hacienda el Lic. Raúl Noriega y editor responsable el Lic. Jesús Castañón Rodríguez. Durante esa fecha se publican 25 números diarios y a partir del 26 la publicación tendría una periodicidad mensual. A partir del número 50 de su primera época aparece el siguiente directorio del Boletín, “Órgano del Departamento de Bibliotecas y Archivos Económicos de la Dirección General de Prensa y Redacción de la Memoria”: Director Técnico, Lic. Raúl Noriega; Director, Lic. Manuel J. Sierra; Responsable, Lic. Jesús Castañón Rodríguez; Colaboradores permanentes, Sr. Román Beltrán Martínez; Jefe del Departamento de bibliotecas y archivos económicos, Lic. Moisés González Navarro; Subjefe del Departamento de bibliotecas y archivos económicos, Lic. José Miguel Quintana; Lic. Renato Molina Enríquez, Dr. Manuel Carrera Stampa y Lic. Ernesto de la Torre Villar. Dibujante, Carlos Pérez de León; Administración, Srita. Ana Luisa Meyer Díaz. Con motivo del primer aniversario de la publicación del Boletín Bibliográfico el Lic. Jesús Castañón Rodríguez (secretario responsable de redacción), hizo una breve historia y expresó algunas de las líneas editoriales que rigieron la publicación:
El pasado día primero, con el número 70 y con su plana central dedicada a J. Guadalupe Posada, cumplió su segundo aniversario el Boletín Bibliográfico de esta Secretaría de Hacienda, que empezó a publicarse el 20 de noviembre de 1954, con motivo de la “VI Feria Mexicana del Libro”. Se pensó entonces que su vida estaría limitada a la duración de ese acontecimiento, o sean 26 números. En ese lapso se publicaron dos ensayos de bibliografía, una referente al Plan de Ayutla y la Reforma, y la otra de Geografía de México. En esos 26 números se publicaron las biografías e iconografías de los Secretarios de Hacienda, desde la Independencia hasta nuestros días. También se publicaron 26 notas de historia económica, bajo el rubro de “Fichas para la Historia Económica de México”, con documentos provenientes del Archivo Histórico de Hacienda. Notas sobre libros básicos para el estudio de la economía de nuestro país, escritos por autores mexicanos. Una serie de notas sobre las revistas económicas que se han publicado en México a partir del siglo pasado. Las principales bibliotecas oficiales del Distrito Federal fueron objeto de estudios y se publicó una breve historia de cada una de ellas. La organización fiscal en México fue dada a conocer por medio de unos estudios que proporcionara gentilmente el Sr. Lic. Hugo B. Margáin. Se informó al público sobre nuestro tesoro bibliográfico en la sección denominada “Un libro raro”, y se procuró volver a publicar algunos trabajos de escritores mexicanos del siglo pasado, que por innumerables razones habían permanecido en la obscuridad o al margen de las reediciones. Se publicó un “Tratado de paleografía” del que es autor el Sr. Román Beltrán Martínez, Jefe del Departamento de Bibliotecas y Archivos Económicos de esta Secretaría; Tratado que hasta la fecha se encontraba inédito. Esto es lo que puede considerarse como los artículos principales de nuestro Boletín independientemente de que aparecieron notas sobre materias diversas. Al terminar la feria, en el último número, o sea el correspondiente al 15 de diciembre, se publicó un suplemento dedicado al Pensador Mexicano que se había tenido como símbolo de ella; en dicho suplemento se republicó su biografía debida a la pluma de Pedro Enríquez Ureña, en el Testamento del Pensador Mexicano, y un manifiesto publicado en 1821 por el
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a) Bibliografía de don Benito Juárez, primera y segundas partes, de la que es autor el señor Román Beltrán Martínez; b) Bibliografía de paleoantropología de México por el doctor Manuel Carrera Stampa. c) Ensayos de bibliografía espeleológica mexicana, por el doctor Manuel Carrera Stampa. d) Bibliografía de Manuel Toussaint, por el doctor Manuel Carrera Stampa. e) Bibliografía sobre Esteban de Antuñano, de José Miguel Quintana. f ) Bibliografía de don Antonio Caso, como un hombre en el 10° aniversario de su muerte, por el licenciado Jesús Castañón Rodríguez. Las bibliografías publicadas hasta la fecha, suman cerca de 6,000 fichas. A partir del 1° de marzo se abrió una sección denominada “Conciencia de México” en la que se ha procurado revalorizar o buscar nuevos ángulos de aquellos hombres que con su esfuerzo personal, con las armas, con la pluma o el pensamiento, han contribuido a la estructura de la conciencia nacional enfocando principalmente a los extraordinarios dirigentes de la Reforma; en una palabra, se puede decir que se siguió en todo, la trayectoria trazada en los primeros 26 números. El día 15 de enero de 1956 y teniendo en cuenta que en este año se cumple un centenario del Constituyente de 1856-57 que diera como fuente magnífica la Constitución Liberal que rigiera al país teóricamente, durante 60 años, se inició la publicación de las biografías e iconografías del Congreso Constituyente y se ha insistido sobre el tema de la Reforma desde todos los ángulos posibles en todos y cada uno de los números que se han publicado. Se han reeditado 2 pequeños libros: La breve noticia de los novelistas mexicanos en el siglo XIX,
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propio Pensador, “A las valientes tropas mexicanas”, los folletos de los que se tomaron dichos documentos pertenecen al acervo de nuestras bibliotecas. Dado el éxito que obtuviera la publicación, ésta continuó y así apareció el número 27 el día 15 de enero de 1955 iniciándose con la bibliografía de Joaquín Fernández de Lizardi, con unas fábulas debidas a la pluma del Pensador. De entonces a la fecha el Boletín ha continuado apareciendo quincenalmente, y entre las más importantes aportaciones se encuentran las bibliografías publicadas, que alcanzan un total de 17, entre las que cabe hacer resaltar por su importancia como aportación a la cultura mexicana, las siguientes:
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de Luis González Obregón que se enriqueció con las fotografías de 27 de los novelistas que se citan en la obra, esta iconografía no está incluida en ninguna de las ediciones del mencionado libro: Del álbum de mi madre del que es autor el arquitecto Carlos Obregón Santacilia. Se ha procurado dar a conocer a los valores de la provincia, en la medida que ello nos ha sido posible. A la fecha se llevan publicados más o menos, 3,500 títulos sobre diferentes temas. A iniciativa del C. Oficial Mayor de la Secretaría, licenciado Raúl Noriega y del C. Director de Prensa licenciado Manuel J. Sierra, el Boletín Bibliográfico se distribuye a todo el Servicio Exterior Mexicano con el objeto de que el material sea utilizado por los agregados culturales en sus notas informativas sobre el país; por último, se distribuye a centros de cultura, periódicos y radiodifusoras nacionales que utilizan el material sin más limitación que citar la fuente de que proviene. Muchos de los periódicos de provincia utilizan y reproducen nuestro material. Las instituciones culturales de los Estados Unidos de Norteamérica y algunas europeas se han expresado en elogiosos términos de esta publicación que consideran como una de las mejores en su género en el país, prueba de lo anterior es la correspondencia que obra en la Oficialía Mayor y en la Dirección General de Prensa de esta Secretaría.
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Aprovechamos la oportunidad para dar las gracias, en primer término a nuestros colaboradores que desinteresadamente y con gran cariño han trabajado durante 2 años. Así mismo agradecemos cumplidamente a nuestros suscriptores y lectores la acogida que ha dado a esta publicación; el esfuerzo conjunto de todos la ha hecho posible.
(Boletín Bibliográfico, núm. 71, martes 26 de noviembre de 1956, México, D. F., pp. 1 y 5.)
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El BBH publicó más de 400 números que se dividen en dos épocas. Una primera dirigida por el mencionado Lic. Raúl Noriega y por el hijo de don Justo Sierra, el ilustre jurista y embajador don Manuel J. Sierra (1882-1970), quien dirigirá también la segunda junto con José Camacho Morales, bajo la responsabilidad de Carlos J. Sierra. Esta publicación se dedicó a hacer bibliografías y recensiones, reseñas, notas y comentarios de los libros mexicanos, pasando desde el examen de algunos códices prehispánicos y las publicaciones del Virreinato hasta los impresos del siglo XIX y el XX. El Boletín es en verdad una feria o un tren de fuentes para la historia y la historiografía mexicanas e hispanoamericanas. De ahí que aunque
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hayan pasado muchos años y mucha agua haya corrido bajo los puentes no pierda su interés y su vigencia. Sus números monográficos sobre Benito Juárez, José María Morelos, la Intervención francesa, Francisco I. Madero, Ricardo Flores Magón, entre muchos otros, son muy apreciados entre los bibliófilos y estudiosos de la cultura y las letras mexicanas. Tenía una sección de “Bibliotecas mexicanas” que iba haciendo la semblanza —pues una biblioteca es como una persona— de cada uno de los diversos acervos nacionales: la del Congreso de la Unión, la del Banco de México, la de la Suprema Corte de Justicia, la de la Secretaría de Salubridad y Asistencia, la de la Secretaría de Agricultura y Ganadería, la de la Secretaría de Gobernación, la de la Secretaría de Relaciones Exteriores, la del Ejército, la de la Secretaría de Economía, la de la Dirección General de Estadística, la Palafoxiana de Puebla, las Bibliotecas de Eguiara y Eguren y Beristáin, la del Colegio de San Idelfonso; o apuntes sobre “Cómo se formó la Biblioteca Nacional de México” o noticias sobre la Biblioteca del historiador José Fernando Ramírez, entre otros temas. Otra sección ofrecía semblanzas e iconografías de los secretarios de Hacienda “desde la Independencia hasta nuestros días”. Además contaba con las secciones “Espejo de libros”, “Mundi-libros”, “Reseña de libros extranjeros” (a cargo de Irene Nicholson revisando libros en inglés, francés y alemán). Poco a poco ese Boletín que sólo iba a durar 26 días prolongó su existencia durante muchos años y, sin descuidar la atención hacia los temas económicos, fue ampliando sus horizontes hasta transformarse en una mina de noticias para la historiografía y la bibliofilia mexicanas e hispanoamericanas, como lo muestra por ejemplo el hecho de que sus noticias hayan servido para alimentar en parte la Enciclopedia de México editada por José Rogelio Álvarez. En orden alfabético algunos de sus colaboradores fueron: Arturo Arnáiz y Freg, Salvador Azuela, Óscar Castañeda Batres, Ana Rosa Carreón, Manuel Carrera Stampa, Horacio Espinosa Altamirano, Susana Francis, Andrés Henestrosa, Roberto Heredia, Domingo Martínez Paredes, Renato Molina Enríquez, Alberto Morales Jiménez, Irene Nicholson, Antonio Luna Arroyo, José Miguel Quintana, Ralph Roeder, José Rojas Garcidueñas, Xavier Tavera Alfaro, Gutiérre Tibón, Ernesto de la Torre Villar, Rafael Heliodoro Valle, Fausto Vega, Fanny Rabel, Alfonso Reyes, Marcela de Río, entre los vivos dieron
Los primeros números se publicarán diario durante 26 días en el marco de la VI Feria del Libro Mexicano. Su animador principal fue el Lic. Raúl Noriega, quien había sido director del periódico El Nacional y ahora estaba rodeado de un equipo de entonces jóvenes en-
tusiastas como Carlos J. Sierra, el historiador hondureño Oscar Castañeda, el historiador Ernesto de la Torre Villar, el xalapeño Xavier Tavera Alfaro, René Avilés (padre del escritor R. Avilés Fabila), Moisés González Navarro, Jesús Castañón Rodríguez, quienes a su vez eran alentados por escritores de mayor edad como Andrés Henestrosa, Gabriel Saldívar, Arturo Arnáiz y Freg, José Miguel Quintana. Colaboraban también extranjeros reseñando libros sobre México como la periodista inglesa Irene Nicholson o el historiador Ralph Roeder, autor de las biografías monumentales de Benito Juárez y su México (1947, traducida por él mismo al español en 1952), el libro póstumo sobre Porfirio Díaz y del gran libro sobre el hombre del Renacimiento: The Man of the Renaices, Four Laugivers: Savonarola, Machiavelli, Castiglioni, Aretino (1933). El proyecto del Boletín Bibliográfico surgió para definir y consolidar el riquísimo acervo que la Biblioteca Sebastián Lerdo de Tejada había venido acumulado a lo largo de las décadas con fondos provenientes originalmente de los acervos de los conventos y de los embargos a grandes propietarios. El Boletín —como decían familiarmente sus colaboradores— no fue un hecho aislado. Alrededor, germinaban, se desarrollaban o prosperaban otras empresas culturales relacionadas con la conservación y cuidado de la memoria mexicana como la revista Historia Mexicana, La historia moderna de México en El Colegio de México, iniciada por don Daniel Cosío Villegas, el Boletín de la sociedad de geografía y estadística, la fundación de la Escuela Nacional de Economía o la instauración de los institutos de Investigaciones Históricas o de Investigaciones Estéticas de la UNAM. El Boletín Bibliográfico traía en su nombre su destino: quería ser una publicación especializada de rescate y salvación de los documentos impresos y de los autores de esos documentos desde la época prehispánica, la virreinal, el siglo XIX y el XX. Era una publicación ante todo abierta a la investigación y dedicada a alentarla en todos los órdenes de la historia y la historiografía: desde la política
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A lo largo de los diversos números del Boletín está presente la cultura del libro con temas como los libros raros, los libros de apuntes, las tertulias, los libros viejos, los aditamentos del libro, el arte de la lectura, las erratas, los bibliopiratas, el libro roto, los incunables, los ex libris mexicanos...
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a sus páginas consistencia; y entre los extranjeros ocasionalmente traducidos Marcel Brion y Hubert Juin. También se publicarían textos de autores fallecidos como Federico Gamboa, Luis González Obregón, Amado Nervo, José Juan Tablada; entrevistas con escritores como Elías Nandino, Carlos Pellicer, Luis Alberto Sánchez; o bien documentos valiosos para la historia del libro en México como, por ejemplo, las reproducciones facsimilares de los primeros contratos celebrados en Alemania por el impresor novohispano Juan Pablos o el artículo “La novela de las estampillas” escrito por Manuel Carrera Stampa en el centenario de la primera estampilla postal mexicana. Una red de amigos libreros custodiaba a esos amigos del libro: los Porrúa, Manuel y Rafael, y los libreros de viejo como Ubaldo López, don Amado Vélez, el Lic. Álvarez, don Fernando Rodríguez, los Bonilla, los hermanos Zaplana, don Fernando Villanueva, entre muchos otros, que además se podría uno encontrar los domingos en el mercado de libros de la Lagunilla. A lo largo de los diversos números del Boletín está presente la cultura del libro con temas como los libros raros, los libros de apuntes, las tertulias, los libros viejos, los aditamentos del libro, el arte de la lectura, las erratas, los bibliopiratas, el libro roto, los incunables, los ex libris mexicanos, la tipografía y la muerte, los insectos y los libros, El Philobiblión —título de la obra clásica que se publicó integra por entregas—, entre otros muchos. Bajo la presidencia de Adolfo Ruiz Cortines y luego de Adolfo López Mateos y siendo secretarios de Hacienda Antonio Ortiz Mena y luego Antonio Carrillo Flores, el Boletín Bibliográfico llegó a ser una verdadera enciclopedia mexicana a través de su acucioso trabajo bibliográfico y hemerográfico respaldado por el vasto acervo de la Biblioteca Sebastián Lerdo de Tejada situada, entonces, en un anexo del Palacio Nacional. La memoria mexicana en la celebración del Bicentenario de la Independencia y el Centenario de la Revolución Mexicana no sabría prescindir de este valiosísimo instrumento.
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De sus curiosas y pintorescas ilustraciones mexicanas o extranjeras, surge el sentimiento o intuición de que, para sus redactores y amigos la historia no era un accidente ni una fantasía sino una suerte de militancia que requería una actitud exigente y curiosa. hasta la historia del arte, pasando por la de la vida cotidiana, la moda, la pintura, la cocina y, por supuesto, la literatura. Pero acaso el momento preferido de los redactores y escritores de la publicación haya sido el siglo XIX y las figuras señeras de los maestros de aquella época empezando por Carlos de Singüenza y Góngora, Joaquín Fernández de Lizardi, José T. Cuéllar, El Gallo Pitagórico, Guillermo Prieto, los novelistas mexicanos del siglo XIX, Benito Juárez, Juan A. Mateos, Ignacio Manuel Altamirano, Manuel Gutiérrez Nájera, Francisco Sosa, Ángel del Campo, “Micrós”, Rafael Delgado, Manuel Orozco y Berra, Beristáin y Souza y más cerca de nosotros, Ricardo Flores Magón, Francisco I. Madero, Antonio Caso, José Vasconcelos, Manuel Toussaint, Adolfo Menéndez Samará, Alberto María Carreño, el periodismo en la Revolución Mexicana, los libros de Alfonso Reyes en la Biblioteca de Hacienda o bien sobre temas como la geografía de México o la Constitución de 1917, El café en México, las “Fichas para una Bibliografía espeleológica mexicana” o la deuda exterior. Además se publicaron por entregas libros enteros como el ya mencionado Philobiblión o la apasionante correspondencia sostenida entre el ilustre bibliófilo michoacano Nicolás León y el sacerdote y humanista Ignacio Montes de Oca, por sólo dar un ejemplo. De sus curiosas y pintorescas ilustraciones mexicanas o extranjeras, surge el sentimiento o intuición de que, para sus redactores y amigos la historia no era un accidente ni una fantasía sino una suerte de militancia que requería una actitud exigente y curiosa, un atento talante abierto a las trayectorias de las circunstancias regionales, aunado todo ello a una voluntad colectiva de sistematización de la memoria, organización, modernización y fe en el presente porvenir de la mónada o entelequia llamada México, vista y entrevista a la luz de las ideas en el mundo y del mundo de las ideas, en el mundo de la información y la memoria histórica nacionales. La historia era concebida por este puñado de lectores e investigadores no sólo como una hazaña sino
como una suerte de deber filial hacia el pasado y hacia el porvenir.
VI
Por dar un ejemplo: el Boletín Bibliográfico en su número 5, expone la “Tragedia de los creadores del Himno Nacional”, da noticia en su sección “Bibliotecas mexicanas” de la Secretaría de Agricultura y Ganadería, de “La historia del contrabando en Nuevo México y noticias curiosas” por Ernesto de la Torre Villar; sobre la “organización fiscal en México” desde la “Época aborigen y la primera etapa colonial” por el Lic. Hugo B. Margáin; una nota anónima sobre un “libro raro”, “Pasiones y lamentaciones”, una obra musical de Fray Juan Navarro publicada a principios del siglo XVII (1604) en México, una “Bibliografía económica mexicana” y una revista de “Revistas económicas mexicanas”, más una “síntesis gráfica de la historia de la letra D” por Gutierre Tibón en su sección “Los 26 pilares de nuestra cultura”. El ejemplar valía 25 centavos y se publicó para la VI Feria del Libro Mexicano, el miércoles 24 de noviembre de 1954. Se ilustraba con una reproducción facsímil del ejemplar impreso en 1954 por la Casa Murguía en México del Himno Nacional titulado: “La música que cada mexicano lleva en su corazón”. Con motivo del XXV aniversario de la Fundación de la Biblioteca de Hacienda, se exhibió al público parte del tesoro de esa Biblioteca del Tesoro que es la llamada Biblioteca Sebastián Lerdo de Tejada. Entre los colaboradores don Ramón Beltrán G. —bibliógrafo y paleógrafo de la Biblioteca—, Xavier Tavera Alfaro, Augusto Hernández Arreola. En el número 55, dedicado a honrar a don Benito Juárez, aparece consignado el “directorio”: Director Técnico, Lic. Raúl Noriega; Director, Lic. Manuel J. Sierra; Responsable, Lic. Jesús Castañón Rodríguez; Colaboradores permanentes, Sr. Román Beltrán Martínez; Jefe del Departamento de bibliotecas y archivos económicos, Lic. Moisés González Navarro; Subjefe del Departamento de bibliotecas y archivos económicos, Lic. José Miguel Quintana; Lic. Renato Molina Enríquez, Dr. Manuel Carrera Stampa y Lic. Ernesto de la Torre Villar. Dibujante, Carlos Pérez de León; Administración, Srita. Ana Luisa Meyer Díaz.
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Fugas Lucius LĂŚngst
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Toda relación amorosa produce siempre su propia y singular patología.
El amar es un oficio siniestro.
Unos ven el Apocalipsis en la Biblia, otros en la Eneida y otros más en la Divina comedia; muy pocos se dan cuenta de su diaria condena. 24
El desamparo no es una pena, es una necesidad.
Un secreto siempre es fascinante, develarlo no.
Uno es una cifra interminable.
¿A qué oficio pertenecen los gajes de vivir?
A veces me inunda un inmenso deseo de consolar a un siervo herido.
¿Sabré alguna vez cómo se utiliza el corazón?
Beber y olvidar. Escribir y olvidar. De eso se trata.
¡Qué fastidio buscar la felicidad todos los días!
Traducción: Rodolfo Mendoza
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Sergio Pitol, ensayista An t o n i o Ta b u c c h i
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No pasa año sin que algún ilustre crítico, de esos que, habiéndose pasado la vida desmontando los mecanismos de la novela, creen que basta con volver a montar las ruedecillas para escribir una novela, celebre, como es sabido, el funeral de la novela, e invite a todos los escritores del mundo a su funeral privado. Tales críticos recuerdan a esos honrados relojeros del siglo diecinueve que a fuerza de montar y desmontar relojes pretendían escribir un tratado acerca del Tiempo. Con gesto desilusionado, mientras contemplan a la criaturita muerta que han producido, certifican el fallecimiento como regla general, y dan el grito de alarma ante la epidemia, sin que se les vengan a la cabeza las causas de su fracaso. Que en realidad son muy sencillas: en el interior del ataúd no está la novela, sino la Marquesa. Como es sabido, la Marquesa salió a las cinco. Solo que salió dentro de un modesto ataúd, y obviamente no regresará nunca. Esos críticos siguen esperándola aún. “La marquesa nunca se resignó a quedarse en casa” es uno de los ensayos más extraordinarios que conozco sobre la vitalidad y la necesidad de la novela. Sergio Pitol lo escribió en 1994, dedicándoselo a Margo Glantz, escritora amiga y cómplice, y es un ensayo que sigue siendo un insuperable faro de inteligencia, una respuesta lanzada al futuro, ante todas las arrogantes necrológicas de la novela, con las que los críticos luctuosos y los aspirantes a escritores sin talento llenan periódicamente las crónicas literarias de los diarios. Las cinco de la tarde. Hora fatal. Hora del encuentro del torero con el toro. Hora fúnebre celebrada por García Lorca. En Andalucía, a esa misma hora, moría Antoñito el Camborio. Por doquier, en el mundo, moría la insoportable Marquesa. Y la novela, vitalísima, seguía celebrando, en sus distintas formas, el carnaval de la vida. “Hasta ahora, que yo sepa, nadie ha registrado esa salida”, es decir, la salida de la Marquesa, dice Pitol al final de su ensayo. Es cierto.
Así quise señalarlo yo también, algunos años más tarde, en mis Autobiografías ajenas, con el mayor cuidado para no citar al pionero, siguiendo esa especie de hurto filantrópico y solidario al que me ha acostumbrado Enrique Vila-Matas. “Mientras más huele a podrido en Dinamarca —y hoy Dinamarca parece ser buena parte del Universo— más indispensable se vuelve la novela”. Si Pitol afirmaba algo así en 1994, nosotros podemos afirmar, sin temor a ser desmentidos, que hoy, doce años más tarde, el olor a podrido se ha intensificado notablemente. Y la necesidad de la novela se siente mucho más aún, como si la novela fuera directamente proporcional a la podredumbre. ¿Por qué? Por la sencilla razón de que este mundo está dominado por la noticia, y la noticia no es suficiente para explicar la complejidad del mundo. Por lo demás, ¿qué es la noticia? ¿Qué significa decir que en Irak han muerto hasta ahora cincuenta mil personas? ¿Es que la contabilidad de las víctimas de la guerra nos hace captar la esencia de la guerra? ¿La explica? ¿La entiende? ¿Permite entenderla? Y las crónicas de la época napoleónica, pongamos por caso, ¿es que nos explican acaso el “napoleonismo”? Cito al Pitol de “Viajar y escribir” (1993), en El arte de la fuga: “¿Qué hazaña de Napoleón podría compararse en esplendor o en permanencia con La guerra y la paz, los Episodios Nacionales, La Cartuja de Parma o Los desastres de la guerra, obras que paradójicamente surgieron de la existencia misma de esas hazañas?”. Con determinados grandes narradores, o con determinados grandes poetas, puede llegar a ocurrir que la importancia de su obra narrativa o poética oculte en parte su obra crítica y ensayística, relegándola a un plano secundario, haciendo que nos olvidemos de que si se trata de grandes autores es precisamente porque en ellos convive, en un mismo plano y al mismo nivel, la producción creativa y la producción puramente intelectual y especulativa. Ese es el caso de Joseph Brodsky, reconocido sobre todo como poeta; ese es el caso de Borges, reconocido sobre todo como creador de relatos fantásticos. Y sin embargo, los escritos de Brodsky acerca de Thomas Hardy, Auden u Horacio, por ejemplo, son de una profundidad creativa no inferior a la de sus versos, al igual que los escritos de Borges sobre Cervantes o sobre Henry James no son inferiores a sus relatos. ¿Por qué? Porque son aportadores de novedades. Es decir: dado que estamos razonando sobre la litera-
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Traducción: Carlos Gumpert
Domador 1, 2010.
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al que asiste, sino en la esencia de esa acción, de ese viaje, de ese espectáculo. “Cuando escribo algo cercano a la autobiografía, sean crónicas de viajes, textos sobre acontecimientos en que por propia voluntad o puro azar fui testigo, o retratos de amigos, maestros, escritores a quienes he conocido, y, sobre todo, las frecuentes incursiones en el imprevisible magma de la infancia, me queda la sospecha de que mi ángulo de visión nunca ha sido adecuado, que el entorno es anormal, a veces por una merma de realidad, otras por un peso abrumador de detalles, casi siempre intrascendentes. Soy entonces consciente de que al tratarme como sujeto o como objeto mi escritura queda infectada por una plaga de imprecisiones, equívocos, desmesuras u omisiones. Persistentemente me convierto en otro. De esas páginas se desprende una voluntad de visibilidad, un corpúsculo de realidad logrado por efectos plásticos, pero rodeado de neblina. Supongo que se trata de un mecanismo de defensa. Me imagino que produzco esa evasión para apaciguar una fantasía que viene de la infancia: un deseo perdurable de ser invisible. Ese sueño de invisibilidad me acompaña desde que tengo memoria y subsiste hasta ahora; anhelo ser invisible y moverme entre otros seres invisibles”. Hacer visible la visibilidad más obvia es tarea de los numerosos testimonios autobiográficos que la historia de la literatura nos ha legado. De ellos nos quedan hechos, empresas, vivencias: crónicas. Hacer visible su propia “invisibilidad” es decir, la esencia fantasmática de la que estamos hechos, es un privilegio reservado a pocos escritores.
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tura, los grandes creadores de literatura ponen en funcionamiento los mismos elementos naturales, las mismas enzimas que cuando crean literatura: imaginación, intuición, fantasía. Y de esa forma producen otro autor: un autor desconocido y paralelo al autor que conocíamos, un nuevo autor. Brodsky, al hablar de Horacio o de Auden, produce un “nuevo” Horacio y un “nuevo” Auden, un hiper-Horacio y un hiperAuden; Borges, al hablar de Cervantes o de Henry James, produce un “nuevo” Cervantes y un “nuevo” James, un hiper-Cervantes y un hiper-James. Los grandes escritores, al enfocar con sus lecturas a otros grandes escritores, les hacen mayores aún: inventan a los inventores al igual que inventan la vida real. En tal sentido, la escritura “crítica” de Sergio Pitol corre pareja en creatividad con su obra creativa: porque aumenta lo ignoto que la literatura lleva consigo, porque ensancha el misterio de la obra y del autor del que se ocupa. Y al ensanchar ese misterio es como si tirara del horizonte por una goma elástica: y lo que nos parecía antes una línea alejada de nosotros pero visible desde un solo punto de vista, se convierte en una línea circular que podemos mirar desde cualquier punto de vista, permitiéndonos girar sobre nuestro propio eje. La misma “operación” (y ruego que se me perdone el horrendo sustantivo) que Pitol, como Brodsky o como Borges, efectúa sobre sus autores preferidos (Chéjov, Conrad, Hasek, Galdós, sólo por citar algunos de su familia), se verifica en sus escritos autobiográficos, en los que la vida no es biografía del “pragma”, sino del intelecto: es decir, una vida vivida por las emociones y por la inteligencia. En este sentido los textos (y ruego otra vez que se me perdone la palabra) “Todo está en todas las cosas”, “Con Monsiváis, el joven”, “Vindicación de la hipnosis”, “Siena revisitada”, todos de El arte de la fuga; o “El salto alquímico”, de El mago de Viena son realmente textos ejemplares (unas “Novelas ejemplares”, siento la tentación de decir) en los que Pitol es capaz de verse como “otro”, es decir, como entidad pensante y emotiva que, como resulta sabido, es siempre “otra” respecto al individuo del carné de identidad cuya biografía está formada por las acciones concretas y cotidianas de una vida documentable. Al estilo pessoano o pirandelliano o como en los diarios de Kafka o de Valéry, Pitol se busca a sí mismo y da cuenta de sí mismo, no tanto en el relato de una acción, no tanto en la relación de un viaje, no tanto en la descripción de un hecho
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Virginidad Ă lva r o En r i g u e
Francisco I. Madero ocupó la mayor parte del tiempo que gobernó en cablear la patria: llenar de teléfonos y focos los centros urbanos que le tocó desarrollar —la capital, Guadalajara, Puebla. También puso un admirable empeño en levantar escuelas. Pero ese tiempo de administración de las cosas públicas se le pulverizó conforme la gente que había votado por él se iba desesperando, conforme sus hermanos iban encumbrándose en el gabinete no siempre con las credenciales correctas ni con la honestidad a prueba de balas que sí tenía Francisco, conforme los alzamientos proliferaban como dientes de león en el prado. Es curioso: el primer presidente que entendió que además de bienes y mercancías, había que mover información por todo el país, terminó siendo víctima de la prisa con que los medios de comunicación aprietan nuestra realidad. Al final, como nos sucede a todos hoy en día, ya no podía hacer nada más que defenderse de la hostilidad de un entorno: contestar el teléfono, enviar telegramas, quedarse tardísimo a trabajar. Dejó de gobernar para poder administrar el fracaso de su gobierno como nosotros trabajamos todo el tiempo en administrar la imposibilidad de trabajar. Y eso que todavía no se inventaban los recibos de honorarios, las fotos tamaño infantil con la frente descubierta, los correos electrónicos perentorios, la declaración mensual. Madero fue el primer mexicano que vivió protegiendo su intimidad de un mundo que se le metía en casa por todos lados y cayendo una vez tras otra en el esfuerzo por someter a los sátrapas que nunca se van a ningún lado: los bandidos corporativos, los opinócratas, los curuleros que confunden a la nación con su patrimonio y son capaces de lo que sea con tal de no perderlo, la clase empresarial más abusiva de Occidente —si México fuera parte de Occidente, de lo cual nosotros estamos seguros, pero los occidentales de abolengo no tanto. Si el escritorio de Madero no hubiera tenido un teléfono, tal vez habría tenido tiempo para hacer algo más y ese algo hubiera sus-
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Si escribir para cine fuera así: ir levantando poco a poco un universo de hechos tomados de la experiencia más íntima del mundo y de todos los libros que he leído sobre la Decena Trágica; si fuera encontrar un tono, ver las cosas desde una perspectiva que resultara nueva no sólo moralmente, bordar en torno a un relato que mientras cuenta una cosa dice otra. Si escribir cine fuera de verdad contar —profetizar lo pasado—, entonces la película con la que ya llevo tantos años fracasando consistiría en ver la Decena Trágica desde los ojos de Ramón López Velarde. Por supuesto, para llevar al López Velarde de 1913 al cine, habría que pervertirlo. Inventarle un amor por una mujer viva y no por la pariente muerta que, al menos por los años de la Decena Trágica, no podía olvidar; esa mujer viva tendría que ser más bella que la Fuensanta de sus poemas, Josefa de los Ríos —una mujer feísima si se atiende a la única foto que se conoce de ella. Sería indispensable dotarlo de un airecito heroico que definitivamente no tenía. Al menos hasta la muerte de Madero, era un burócrata cumplidor, medroso y provinciano, que ocupaba un cuarto de pensión con su hermano en el barrio de Dolores y había escrito apenas un puñado de poemas sorprendentes. Los primeros nueve minutos de la película empezarían con una señora mayor gritando “López, López” desde la sala de la pensión. La señora ya iría vestida, porque serían pasadas las diez de la mañana; tal vez habría dejado
descansando en un sillón de su recibidor una canasta con el mandado para implicar que el día ya cumplía varias horas. Haría un pequeño y enternecedor altavoz en torno a su boca con la mano izquierda y en la derecha cargaría con cuidado y reverencia el auricular de un teléfono: la más revolucionaria innovación en la vida capitalina para la noche del 8 de febrero de 1913. “López, López”.
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Si hacer un guión de cine fuera como escribir una novela, es decir, construir un texto a base sólo de palabras de manera lenta y solitaria hasta que se produzca algo similar a la sensación que nos dejan los recuerdos.
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te a que tuvo acceso de joven y la que le permitió juntar un ejército, derrotar a los Federales en la batalla al final tan higiénica de Ciudad Juárez, conquistar la voluntad de la gente pueblo por pueblo hasta que lo llevara a la silla del águila. Puso tanto denuedo en conectar cosas, en tensar cables, que me imagino que pensaba que si el dictador había pasado a la historia —como entonces se suponía que lo haría— por sus ferrocarriles, él lo haría por sus conexiones; que sería el presidente del teléfono y la luz eléctrica. Estoy seguro de que en su fuero íntimo entendía que la democracia es sólo una llave distinta para la misma puerta. Si hubiera terminado sus años de gobierno no sería recordado como el cordero del sufragio efectivo sino como el pragmático que distribuyó los beneficios del desarrollo tecnológico, entre los que también estaba el derecho a votar como un bien sólo práctico. No sería el apóstol de la democracia, sino el de la clase media.
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pendido el acuerdo sobre la necesidad de su muerte. Pero no podía, no se podía entonces como no se puede ahora. Ya se le suicidó un general, señor presidente; ya se armaron de nuevo los zapatistas, señor presidente; el Congreso no va a aprobar su reforma, señor presidente; ya se desarmaron de nuevo, pero quebraron las vías, señor presidente; quien sabe por qué Huerta no termina de derrotar a los orozquistas; ya se le alzaron también en Veracruz; dicen que usted no llega al día 28. De joven, Madero había aprendido que al mundo se le somete con los recursos de la inteligencia. Su rancho, Australia, más que un terreno productivo, era un gigantesco experimento que además tuvo la gracia de funcionar. La convicción de hierro con que llegó hasta donde llegó no venía ni del espiritismo —que no le hemos terminado de perdonar— ni de las fortalezas éticas que sí le concedieron un cristianismo liberal y un budismo suicida, sino del éxito que tuvo con la hidroponía en sus años de hacendado Peraloca. Creía, como el dictador que a fin de cuentas lo formó, en forzar los cambios —incluidos los de gobierno. Su idea del país —un país que simplemente no existía más que como abstracción hasta que Díaz doblegó selvas y desiertos mediante la instalación de los rieles que conectaban todo el territorio— se gestó en el útero de hierro de los trenes, la tecnología más eficien-
La segunda secuencia de la película comenzaría con una toma cerrada sobre los oídos de López Velarde: el instrumento con el que cambió, a la manera modesta en que lo hacen los escritores, el mundo. Habría un pequeño movimiento, tal vez una toma de los ojos cuajados de chinguiñas. López estaría amarillo, hinchado. El sonido se iría acercando a una puerta hipotética y cerrada. “López, López, te hablaron del Ministerio”. Se moverían casi imperceptiblemente las orejas, se escucharía un toquido. “Dicen que el secretario te quiere ver en su casa, que hubo un golpe de Estado”. Se abrirían los ojos del poeta y la pantalla se iría a negros. Aparecería un único título: “López”. ¿No sería justo ver al poeta en el momento en que el siglo XX se transformaría en el más sangriento y voraz de todos los que ha habido? Se hace la luz y el profeta despierta. El espectador lo vería tratándose de vestir en un estado físico que sólo le permite dar tumbos por un interior frío, anticuado y pobre. Tendría los bigotes caídos y los calzoncillos enrollados; una camiseta sin mangas, lamparoneada. Se detendría un momento a escribir algo en un papel y seguiría adelante, desbaratado y febril. El papel diría: “Madero, único héroe a la altura del arte”. Sería estupendo verlo cetrino y apretado en su traje de burócrata de medio pelo, metiéndose el papelito en la bolsa, con la esperanza de escribir otro verso en un día que ya no le alcanzaría para nada. Verlo bajar las escaleras: se agarraría el bombín, la corona
Hay, por supuesto, secuencias de prodigio que un guión como este tendría que saltarse. Tendría que obviar la salida en la madrugada Payasos 2, 2010.
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Díaz le heredó a Madero —sin ganas y probablemente impulsado por el dolor de muelas que lo apretujó durante todo 1910— un país que después de 500 años de vivir militarmente sujeto a la unidad por la ciudad de México, finalmente se conoció a sí mismo mediante los trenes, los puertos, los coches y los telégrafos. Madero le dejó a Huerta el mismo país, pero con teléfonos, luz eléctrica y un disgusto de asesino hacia lo que había encontrado en el espejo. Díaz también le heredó a Madero una nación que tenía con qué comparar sus miserias. Las obras de modernización del Centenario en la capital y la dotación de teatros para las ciudades por entonces importantes de provincia, la información internacional que empezó a llegar instantáneamente desde Europa por cable, los libros y revistas que arribaban en embarques para ventas masivas, mellaron la de por sí maltrecha autoestima de la patria. El drama de identidad que produjo el arribo de lo global —el hallazgo que los mexicanos hicieron de sí mismos comparados con otros—, terminó en un millón de muertos. Un millón de muertos detrás del muerto desolador que fue Madero.
de los cuerpos alzados del cuartel de Tacubaya —hoy una extrañísima isla de arquitectura histórica enmarcada por el despliegue de concreto y coches desenfrenados del cruce de Constituyentes y el Periférico— rumbo a la cárcel de Tlatelolco. Tendría que dejar ir ese momento fascinante en que los alzados se apoderan de la cárcel, pero tienen que esperar a que el general Reyes termine su desayuno para comandarlos a la victoria. También la marcha al presidio de Belén, ya rendido, a cuyas puertas los esperaría Félix Díaz, muy ufano con su cuerpo de bebé que no terminó de crecer y su tricornio de generalito de Maximiliano. La desesperación de Gustavo Madero por la inexplicable pasividad de su hermano ante un golpe de Estado que todo el mundo sabía que se daría esa noche, su conmovedor hallazgo de decenas de voluntarios entre los cuerpos de servidores públicos nocturnos —veladores, gendarmes, bomberos. La muerte tan sabrosa del criminal de Bernardo Reyes, que se las dio de muy hombre atacando a pecho descubierto y palomo un Palacio Nacional que creía que ya estaba de su lado. Su frente de prócer agujereada por las balas de uno de los hombres en la línea de fuego que el general Lauro Villar dispuso al pie mismo de Palacio. Qué muerte justa y paradójica esa: la pantera con galones que ya se cree presidente de México, fulminada por el tiro de un bombero.
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más bien triste para la ropa entallada de un juez de pueblo al que el presidente le dio un puesto razonable por haber sido su abogado defensor cuando estuvo preso en San Luis. Saldría de las calles desde entonces sórdidas y enclaustradas del barrio de Dolores y llegaría a los espacios repentinamente abiertos y modernistas de la Alameda. Seguiría corriendo, se detendría a escupir el alma recargado en un árbol, se tropezaría, alcanzaría una acera, se cruzaría con un pelotón de voluntarios armados con carabinas y palos corriendo rumbo a Palacio Nacional. Seguiría. Cuando llegara al paseo de la Reforma tomaría un respiro y alzaría la mirada hacia el castillo de Chapultepec con un poco de resentimiento, como tal vez hacemos todos todavía. ¿Por qué Madero no hacía nada para defenderse? La mirada de López Velarde debería decir eso. El Caudillo había alzado tanta esperanza que el hecho de que no llegara a ser quien prometió que sería —un presidente enérgico, invencible— le debe haber dolido a sus fieles como la traición que tal vez haya sido. Decidiría irse al Zócalo, a defender al presidente.
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Los comandantes alzados eran la crema más agria de la pudrición del porfiriato. Reyes, Blanquet, Mondragón, Félix Díaz eran juniors incompetentes, oficialitos de embajada, militares incapaces de ganar fuera del casino. Madero debe ser el presidente mexicano que perdió más batallas y la incompetencia de sus enemigos era tal, que ni aún así lo podían derrocar. El golpe de Estado podría ser contado como un cuadro de vodevil: ¿Qué pasa con los alzados, Huerta? Pus siguen alzados, mi presidente. ¿Y cómo es que no los derrota? Pus no los derroto. ¿Ya está borracho otra vez? Un poquito. Madero sabía que sólo Huerta podía vencerlo y Huerta estaba consciente de que sólo él podía derrocar a Madero. Era un militar competente y culto y aún así se tardó trece días en matarlo; como si no hubiera querido, como si Madero lo hubiera obligado. A su manera ladina, don Victoriano siempre dejó una puerta abierta para que el presidente se creciera, pero el presidente no hacía nada más que marchar a su calvario. Hay que aceptarlo: un magnicidio que tarda trece días en concretarse es más bien un “hasta aquí” de toda una sociedad. ¿Dónde empieza y dónde termina Madero? Como personaje, es imposible por azaroso e inconsistente. Publicó un libro en el que prometía cambiar al país pacíficamente y acto seguido se alzó en armas. Nadie se levantó con él en la fecha señalada por el Plan de San Luis —corregido, según la leyenda, por López Velarde— pero entre los pocos que se le unieron tardíamente, estaban Orozco y Villa, dos estrategas mugrosos y geniales que salieron literalmente de la nada. Ellos dos derrotaron a Díaz, el dictador eterno. Una vez que Madero ganó, se tardó meses en asumir la presidencia —al parecer lo que le gustaba era estar en campaña, los “¡Viva Madero!”— e impuso a Pino Suárez como candidato a la vicepresidencia en una jugarreta antidemocrática e impopular. Dividió con ello los intereses del grupo que le había abierto el camino a Palacio Nacional y perdió el control del Congreso que le hubiera permitido reformar la administración del Estado con presteza. Durante ese mismo periodo de campaña interminable, desarmó a sus leales y los dejó en descampado para las elecciones municipales que sucedieron antes que las federales. Cuando finalmente tomó posesión, no sólo no metió en la cárcel a los bandidos y criminales de jaquet del régimen anterior, los dejó en las posiciones de
poder que tenían durante la dictadura. Duplicó el armamento del Ejército Federal, detuvo a Villa por haberse robado un caballo en la campaña contra los orozquistas y nunca le extendió el perdón que no dudó en concederle a Bernardo Reyes y Félix Díaz, que habían fracasado en sendos golpes de Estado. No supo interpretar lo que había de justo en las demandas agrarias de los zapatistas; ellos, contra pronóstico, cerraron filas con él —que los había traicionado— en la hora de su muerte. Tal vez haya sido el único mexicano de su generación que le mostró una confianza de hierro a Victoriano Huerta. Pero tenía razón. Tenía razón en pedirle a los zapatistas que pelearan sus tierras en los tribunales y en desarmar a sus hombres para garantizar unas elecciones libres; hizo lo correcto en duplicar el armamento del Ejército Federal —que Díaz había desmantelado voluntariamente por temor a un golpe—; tuvo misericordia con sus enemigos —si a César le había funcionado, ¿por qué a él no? Villa y Orozco podían ser estrategas naturales, pero no tenían una noción de Estado que defender: pensando en los derroteros que siguieron sus vidas, queda claro que Madero hacía lo correcto distanciándose de ellos. Todo el mundo sabía que Huerta era un traidor, incluido Madero, pero también que era el único oficial de alto rango capaz entre los egresados del colegio militar porfirista. Para los historiadores, que ven una narración como una secuencia de hechos que no podrían haberse sucedido de otro modo, Madero está claro: tomaba decisiones raras, pero era un político raro —budista, espiritista, homeópata, considerado. Para un escritor, Madero es siempre inaprensible porque se parece más a la literatura que a la historia: demasiada tensión interior, demasiadas consecuencias por una serie de actos que sólo pueden ser definidos como éticos, demasiados muertos en nombre de un solo muerto. Huerta, en cambio, es un estupendo personaje de ficción; tan claro en su torcedumbre que incluso sería bueno para el cine más banal. La historia de su paso de niño huichol que almorzaba pasteles de lodo a ingeniero militar de puros dieces y de ahí a oficial y general tenía mucho de conmovedora y pudo haber dado un hombre que sacrificara sus ambiciones para devolverle al país lo que el país le había dado. El apodo de “La Cucaracha”, le venía de ahí y la tonada popular acumulada —más que escrita— en su honor, se refiere a eso: era el único
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El momento en que Madero selló su muerte tan lenta es célebre y ha sido bien contado muchas veces, pero desplegado en una pantalla de cine sería tenso y emotivo. Juntó a los pocos leales que le quedaban en el castillo de Chapultepec la mañana del nueve de febrero de 1913 y bajó en un caballo blanco a instalarse en Palacio. La gente lo volvió a vitorear y la marcha se convirtió en un desfile. Al alcanzar la calle de Plateros —López Velarde podría cruzarse con él en la película y tratar de llamar su atención: “No vaya al Palacio Nacional, señor presidente, vámonos a San Luis, ahí lo protegemos”, gritaría sin que Madero pudiera escucharlo por el renacido fervor popular— una manada de caballos desbocados que embestía por lo que hoy es Lázaro Cárdenas confundió al contingente mientras un grupo de francotiradores abría fuego sobre la escuadra de cadetes. Uno de los voluntarios cayó muerto. Madero y sus leales se replegaron y el presidente corrió con su Estado Mayor de improvisados hasta la óptica Daguerre para ponerse a resguardo del fuego. En ese instante y como llamado por un destino que pudo ser altísimo, Huerta pasó por ahí en un coche de sitio —nadie sabe si rumbo a Palacio o la Ciudadela. Iba de civil porque había sido retirado del ejército sin honor por desobedecer las órdenes de Madero en la campaña contra los orozquistas. El general detuvo el coche entre la refriega y corrió a la óptica, dónde el presidente se había atrincherado bajo un mostrador. Huerta entró en la óptica y le informó al Estado Mayor que Lauro Villar, el general victorioso en la defensa de Palacio, había muerto a traición en la Ciudadela. La capital se había quedado sin comandante de plaza. El fuego tardó en amainar y los francotiradores en ser sometidos, así que el cuadro vestiría mucho una película que se llamara López. Algún cadete, dos o tres voluntarios y el traidor agachados hablando con el presidente bajo el mostrador, mientras las balas les zumban, quiebran los restos de la vidriera, revientan las vitrinas de anteojos. El traidor dice: “Deme la plaza, señor presidente, y le entrego a los rebeldes en veinticuatro horas”. Afuera, López Velarde, desesperado, trata de hacerse escuchar plegado en
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general que sincronizaba vicios de oficial y de soldado: era borracho y mariguano. Cuando le llegó la hora, se dejó abrazar por el mal como un antihéroe de estampita: es casi Anekin Skywalker —igual de sobreactuado, con sus lentecitos oscuros y su sarakof prusiano.
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un rincón al exterior de la óptica: “Vámonos a San Luis, don Francisco”. Su llamado representaría el sol; el de Huerta, animal de presa que de pronto encarna todo lo que es mortal, el águila. El tintineo de los vidrios rotos, el vuelo de la moneda. En ese instante se jugó todo. La decisión correcta en ese momento tan rico en casualidad habría transformado el futuro y el pasado. Si caía sol, las decisiones de Madero en el escaso año y medio que pudo gobernar habrían sido el luminoso fundamento de un cuatrienio en que México se había visto a sí mismo y había decidido gustarse; hacia el futuro, se habría salvado la vida de un millón de personas y don Francisco sería recordado como el autor de una clase media potente e ilustrada. Qué capital humano habría tenido el país para enfrentar el siglo XX que se metía por las vidrieras rotas tan lleno de promesa y de tormenta. Hacia atrás, hacia lo que ya era Historia para entonces, Porfirio Díaz habría sido recordado como el dictador de luces que había sabido renunciar después de terminar la labor de Juárez. Un instante: Huerta que especta, Madero que piensa, un cadete que descubre a un López Velarde posible en el ventanal proponiendo una salida práctica: sacar al presidente de la ciudad, y reventar a los rebeldes a cañonazos en unas horas trayendo a Felipe Ángeles de Cuernavaca.
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Las cosas se calcularon tan mal, que le seguimos llamando la Decena Trágica a algo que duró trece días.
Madero clava los ojos sobre Huerta y lo mide. En lugar de ver su propia muerte, mira al niño huichol que llegó a general. Se conmueve: le tiende la mano ante el descrédito del López Velarde negativo, que se levanta y corre, corre desaforado porque es poeta y visionario: ya nunca va a dejar de correr ni va a volver a escribir de política ni a pensar en la horrenda Josefa de los Ríos.
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Entre el nueve y el veintidós de febrero de 1913 nadie entendió nada y todo se volvió innecesario y torpe. Las cosas se calcularon tan mal, que le seguimos llamando la Decena Trágica a algo que duró trece días. Los inexplicables desprecios que Madero le propinó a Felipe Ángeles —general brillantísimo y de lealtad a prueba de balas— pueden ejemplificar el desastre. 1. El 10 de febrero el presidente se escapó a Morelos para traer a Felipe Ángeles —un día completo perdido yendo a Cuernavaca cuando el país lo necesitaba comandando a las fuerzas leales al gobierno en el sometimiento de la Ciudadela. 2. Ángeles juntó una tropa de soldados federales e irregulares que garantizaba el sometimiento de los rebeldes y la metió a la ciudad. Madero lo premió decidiendo que su lealtad estaba con Huerta y nombró al general que trajo de Morelos sólo comandante de artillería, para colmo obligado a aceptar como encargados de las baterías a los hombres del traidor. 3. Sigue algo que todavía duele: a los tres días, Madero destituyó a Ángeles porque las baterías bajo mandos huertistas bombardeaban casas de diplomáticos en lugar de la Ciudadela. 4. Lo peor de todo es que la destitución ya era para entonces innecesaria, porque a Ángeles no le quedaban hombres: Huerta había permitido que los irregulares y los federales fueran barridos una y otra y otra y otra vez por las ametralladoras de la Ciudadela, mandándolos a atacar de frente sin respaldo de artillería. 5. En el lugar de Ángeles el propio Madero nombró a un esbirro del general jalisciense.
La capital estaba perdida y, le pese a quien le pese, cuando la capital pierde, pierde todo el país. La dignidad republicana de la ciudad de México, que no ostenta ni una sola h de heroica a pesar de que ha resistido bañada en sangre tantas veces desde el sitio que le impusieron los tlaxcaltecas con la asesoría técnica de un amotinado extremeño, se perdió por muchos años después de la Decena Trágica. Fueron capitalinos los que corrieron a Díaz cercando su casa en la calle de Cadena y fueron capitalinos los que le dieron a Madero su apoteosis. Fueron capitalinos los miles que se murieron defendiéndolo en las calles. Al final esos mismos capitalinos fueron brutalmente castigados por los sonorenses que los gobernaron a partir de 1914, debido a que no habían hecho nada en defensa de Madero. Un guión sobre la Decena Trágica que fuera escrito con cariño por su locación desmentiría esa infamia. La ciudad de México puso sus muertos durante esa sucesión de golpes de Estado, por cierto sólo entre norteños a la que hoy quien sabe por qué llamamos Revolución Mexicana —y esto incluye, ni modo, al de don Francisco contra Díaz. El poco pietaje que sobrevive de las casi dos semanas feroces de la Decena Trágica muestra que la capital padeció la Revolución con el estoicismo y bravura con que lo hicieron otras regiones, que puso una cuota de sacrificio para defender lo que quería: las pilas de cadáveres que se quemaban en las calles todas las noches al terminar los combates, la merma del capital arquitectónico por los bombardeos constantes y francamente borrachos de los oficiales de Félix Díaz, las hambrunas y las epidemias que empezaron entonces y no se terminaron hasta la muerte de Carranza. Algo de eso se podría ver en la carrera desaforada de López Velarde rumbo a la casa del ministro. Martín Luis Guzmán, que es por mucho el mejor narrador de la literatura mexicana, siempre le sacó el bulto a Madero. Comenzó El águila y la serpiente —su testimonio del pasaje revolucionario y su obra maestra— justo al final de la Decena Trágica. Para su personaje, que en ese libro es él mismo, las ilusiones se habían quebrado para siempre y tenía que escapar. El libro empieza como Moby Dick: alguien corre de algo que no se puede contar. López Velarde vivió siempre de algún trabajo burocrático y complementó sus ingresos con
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Para que un guión de cine me hiciera millonario, el personaje del embajador Henry Lane Wilson se disputaría el rol de antagonista con Huerta. ¿Para qué hacer una película mexicana si los malos no van a ser los gringos? La película que preferiría hacer no le brindaría a Wilson más que una presencia afantasmada y hasta un poco triste. Es cierto que el embajador encontró grosero el nacionalismo guadalupano de Madero desde antes de que asumiera la presidencia y que recomendó intensamente su deposición porque pensaba que estaba loco —la arrogancia americana ha tenido más de un episodio de vergüenza ajena. También lo es que Félix Díaz y Victoriano Huerta firmaron en la Embajada de Estados Unidos el pacto mediante el cual desconocían al gobierno de Madero. Pero Madero siempre estuvo en comunicación con el presidente Taft y Taft no sólo lo respaldó de principio a fin en su presidencia, su apoyo fue más que decisivo para que el Ejército Constitucionalista lo vengara con saña. Nos duela lo que nos duela en nuestro nacionalismo maderista y guadalupano, Huerta no hubiera huido con tan poca gracia si los marines gringos no hubieran estado aceitando sus fusiles en Veracruz. Eso por no recordar que toda la Revolución que llevó a Carranza al poder se hizo con plomos gringos a los que el Ejército Federal no tuvo acceso. Madero siempre supo que las rabietas del embajador —que de tanto amenazar con una
invasión terminó convocándola, pero en contra de su amigote Huerta—, eran más bien los brotes demenciales de un borracho consuetudinario (otro borracho consuetudinario). Probablemente el que esté mal sea yo y, aunque una lectura incluso superficial de los documentos diplomáticos del periodo muestra que los embajadores de España y Cuba terminaron asumiendo un rol más activo en la destitución del presidente, Wilson sí haya sido decisivo para el golpe de Estado. Aún así, creo que habría que clavar una lanza contra la historia de venas abiertas: al millón de muertos se lo cargó un millón de vivos, todos mexicanos. Una historia de venas abiertas consistente nos obligaría a estar orgullosos también de eso.
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artículos de política publicados por la prensa de provincia. Tras la Decena Trágica, simplemente dejó de escribirlos. Su penúltimo artículo político fue del 7 de febrero de 1913. Guardó silencio por seis años y tres meses y sólo volvió a escribir un último: una nota celebrando, en mayo de 1919, la muerte de Aureliano Blanquet, tal vez el más repugnante de los asesinos de Madero, el que lo detuvo en Palacio y el que dio la orden de que lo asesinaran. Para López Velarde, como tal vez haya sido para todo el país, el golpe de Estado representó la pérdida de la inocencia en términos absolutos. Lo que restaba era convertirnos en una nación de asesinos, por lo que corrió lejos, lo más lejos que pudo, como también hizo Guzmán en esas fechas. Mejor irse de putas, volverse un borracho, treparse al techo de un tren e irle a partir la madre al enemigo, aceptar que Josefa de los Ríos era sólo una fea, a fusilar al que no se pasara a nuestras filas, escribir poemas que ya no se entendieran en el pueblo que lo vio nacer, leer con fervor a Lugones, imitarlo, superarlo por mucho.
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Hay una escena inexplicable durante la madrugada anterior a la detención del presidente, la del 18 de febrero: un espía de Gustavo Madero sigue a Huerta y confirma: a) que se reúne con los rebeldes y el embajador Wilson en casa de su compadre Cepeda, b) que Félix Díaz y Manuel Mondragón entraban y salían de la Ciudadela como si no estuviera sitiada, y c) que mientras la capital se moría de hambre el cuartel rebelde era abastecido generosamente con las provisiones de los federales que la sitiaban. Cuando Huerta regresó a Palacio, Gustavo lo desarmó con facilidad y lo llevó a la oficina del presidente, que recibió la pistola del traidor de las manos de su hermano —para entonces el último ser humano en el que podía confiar. Huerta argumentó algo y Francisco, en lugar de mandarlo fusilar de inmediato y restituirle el mando a Ángeles, le devolvió el arma a cambio de la enésima promesa de desalojar a los rebeldes en veinticuatro horas —otras veinticuatro para hacer lo que no había querido en las doscientas diez y seis que se habían juntado en ocho días de golpe militar interminable. Por cierto, durante la Guerra de Reforma, Juárez le pidió a Sóstenes Rocha que desalojara la Ciudadela, donde se había atrincherado una buena parte del ejército conservador. Rocha le devolvió a Juárez los cuerpos exánimes de sus enemigos en dos horas. Francisco Madero no sólo dejó ir al traidor que ya estaba en la olla, obligó a Gustavo a comer con él en Gambrinus, un restorán de Plateros —hoy Madero— en que se celebraba un banquete con la prensa extranjera, para que se notara que en el gobierno había unidad.
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Para el fin de ese almuerzo, se había terminado todo para los Madero: Francisco estaba preso en la Intendencia de Palacio Nacional; Gustavo fue metido a un coche y enviado a la Ciudadela, donde fue torturado hasta la muerte, primero por los soldados rebeldes y luego por la gente común que se había hablado por teléfono y se había visto con luz eléctrica y no se había gustado. No importa, en cualquier caso, qué tan desesperante haya sido y siga siendo la resistencia a Madero a librar un golpe de Estado que debió pasar a la historia como un momento más bien cómico; no importa la voluntad que al parecer puso en dejarse asesinar a pesar de que pudo evitarlo; no importa que haya desaprovechado esa segunda oportunidad que el destino le ofrecía para deshacerse de toda la escoria porfirista y empezar de nuevo ganando una batallita en la Ciudadela y fusilando con honor y sin piedad a todos los rebeldes que ya le habían hecho la vida imposible durante dieciocho meses. No importa. La hora de su muerte tiene algo de sacramento. Una vez que fue recluido en la Intendencia de Palacio Nacional, todos los generales de su Estado Mayor que seguían vivos, excepto Huerta, desfilaron por su celda —que compartía con Ángeles y Pino Suárez— para convencerlo de que renunciara. Ni siquiera los volteó a ver. Al final Pedro Lascuráin, su ministro de Exteriores, consiguió que firmara, probablemente confesándole que su hermano Gustavo llevaba veinticuatro horas muerto, que le habían sacado los ojos con una bayoneta, que le cortaron el pito e hicieron role con él, que habían arrastrado su cuerpo todavía vivo por las cercanías de lo que hoy es la Biblioteca de México y que la gente que antes gritaba “Viva Madero” había salido a la calle a disfrutar de arrancarle la vida a pisotones, que habían dejado el cadáver al sereno con los huevos en la boca, que las mujeres de ambos y los hijos que habían salido de ese pito tan divertido de Gustavo estaban por el momento en la Embajada de Japón, pero quién sabía. Madero firmó su renuncia y el Senado nombró presidente al mismo Lascuráin —uno a veces quisiera que existiera el infierno— quien en su mandato de cuarenta y cinco minutos firmó sólo dos papeles: el nombramiento de Huerta como ministro de Gobernación —López Velarde su empleado en fuga— y su renuncia. Nunca salió ni siquiera del Congreso siendo presidente de México; ahí mismo
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el cuerpo colegiado votó porque se nombrara al general para la silla del águila. Pedro Lascuráin vivió hasta 1952. Nunca concedió una entrevista y nunca volvió a ocupar un cargo público. Llegó a ser rector de la Escuela Libre de Derecho. Para entonces ya había dos municipios, seis ciudades y 162 pueblos en México que se llamaban “Madero”. Ninguno se llamaba ni “Huerta” ni “Lascuráin”. Ojalá haya tomado lenta nota. Lo que sigue es un delirio teatral: cuatro días de fiestas rutilantes por la ciudad, algunas de las cuales suceden en Palacio donde nadie —salvo tal vez Huerta— recordaba que Madero seguía vivo, pateando una puerta en la Intendencia para que le cumplieran el compromiso de mandarlo a Veracruz y Cuba y tal vez Francia, donde hubiera podido gozar su exilio tomando café con Porfirio Díaz —el dictador sobrevivió dos años al hombre que lo había derrocado. Es shakesperiano a morir que Huerta haya presidido sus fastos, recibido congresistas y embajadores, firmado decretos, sabiendo que en el piso de abajo del edificio en que gobernaba todavía tenían encerrado al único político sin mancha en toda la historia de México. Se sabe que Huerta no dio la orden y que la noche del veintitantos de febrero estaba perfecta y absolutamente borracho, dando tumbos por Palacio Nacional. Que fue el general Aureliano Blanquet quien le pidió a un mayor Francisco Cárdenas que llevara a Madero a Lecumberri y que lo asesinara en el camino fingiendo que un grupo de leales había tratado de salvarlo. No se sabe si salió vivo de Palacio Nacional; no está confirmada la leyenda de su serena
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entrega al ángel, ni consta que en el último minuto haya tratado de huir. Se sabe que Cárdenas lo mató de un disparo a quemarropa en el cuello.
a responderlo, lo voltearía a ver y lo dejaría replicar para seguir atendiendo algún asunto con Felipe Ángeles y Pino Suárez. López Velarde, con el auricular pegado a la oreja, tallándose la frente con el índice y el pulgar, debajo del bombín un poco suelto. Jiménez Riveroll y sus hombres entraron al salón de acuerdos, alzaron los fusiles y le dijeron a Madero que estaba arrestado —en la película, el teléfono repicaría como la angustiosa música de un mundo que pudo ser mejor. Los hombres de la escolta presidencial actuaron correcta y cabalmente: mataron a los dos oficiales que comandaban a los rebeldes con sendos tiros helados en la cabeza. Los soldados rasos todavía hicieron una descarga, que absorbió un secretario que se había interpuesto entre la tropa y el presidente —el muerto que luego sería seguido por novecientos noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve muertos se llamaba Marcos Hernández y ya nadie lo recuerda. Un momento de silencio, el teléfono insistiendo. Madero, más bien desconcertado miró a la tropa y gritó: “Ya basta, no tiren. Soy el presidente de la República”. Los soldados bajaron los fusiles. En la película Madero abriría su legendario cajón y agarraría su pistola. Saldría del salón de malas, seguido por Ángeles y Pino Suárez —me pregunto cómo habrán salido en realidad, si marcialmente, si corriendo azorrillados, si con inocente dignidad de corderos rumbo al túmulo de Dios. Antes de alcanzar la puerta de Moneda y su coche y el millón de vivos, Madero fue detenido y desarmado por Blanquet, al mando de otro piquete de soldados. Se lo llevaron a la Intendencia. López Velarde colgaría el teléfono, se recargaría en la pared de madera del locutorio, se le caería el sombrero.
Yo aprendí de niño que en la hora de su detención, el medio día del dieciocho de febrero, Madero sacó su pistola del cajón del escritorio presidencial y mató de un tiro perfecto en la cabeza a un oficial de nombre Jiménez Riveroll, encargado de arrestarlo con el apoyo de un capitán y un piquete de soldados rasos. Al parecer no es cierto. También se ha dicho que ese hombre equivocado que fue Pino Suárez tuvo un momento de grandeza civil, y que se interpuso entre los asesinos y el presidente como alguna vez hizo Guillermo Prieto para proteger a Juárez, que Pino Suárez habría dicho algo tan lúcido como el “los valientes no asesinan” de entonces. Tampoco es cierto. En la película la escena se contaría tal cual sucedió, pero antes habría una secuencia en la que se viera a López Velarde ya de vuelta en San Luis Potosí, corriendo. Llevaría la mano en el bombín para que no se le volara, iría enfundado en un abrigo que le quedara un poco grande para protegerlo de los ventarrones helados del desierto. Un hilo de sudor le correría por la sien y las patillas a pesar del frío. Llegaría a un locutorio y convencería a la telefonista —ojos inusitados de sulfato de cobre—, que lo comunicara a Palacio Nacional, que un colega del Ministerio le había enviado un pitazo por telegrama y que tenía que hablar con el mismísimo presidente Madero. Jiménez Riveroll y sus hombres estarían por entonces en la armería de Palacio, recibiendo órdenes y fusiles de Aureliano Blanquet. En el salón de acuerdos, sonaría el teléfono. Madero que durante toda la película había corrido
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Antony and the Johnsons, aguardando liberar al coraz贸n L u i s En r i q u e R o d r 铆 g u e z Vi l l a lva z o
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sin embargo para Antony Hegarty, creativo e icono del grupo Antony and the Johnsons, esa máxima no aplica, se rebela y transforma en sonoridad el dolor. Su música toda es un himno al desamparo. A ello deba quizá su éxito, a la posibilidad que le abre a quienes no saben o no se atreven a exteriorizar el temor que representa enfrentarse cotidianamente a un entorno de suyo inhóspito que los obliga a enclaustrarse dermis adentro. Recién en el 2009 publicó su tercer disco, The crying light, luego de que el anterior, I am a bird now, lo llevara a ganar el Mercury Music Prize al mejor álbum en 2005, aspecto que incidió en definitiva para que se le conociera fuera del ambiente underground de Nueva York donde Hegarty, de 38 años y originario de Chichester, Inglaterra, había venido desarrollando su trabajo desde principios de los años noventa, entre los aleteos de las drag queens y la penumbra de los cabarets. ¿Cómo describir a la música de Antony Hegarty?, sólo hay una forma y es en el plano sensorial, epidérmico, es la representación del dolor sutil, la punta de un alfiler que se clava lentamente en los párpados, obligándote a mantener los ojos abiertos mirando, reconociéndote en ese otro frente al espejo. Pero, curiosamente, la mixtura entre su voz y el piano que mellizo lo acompaña en todas las piezas, generan, no obstante una atmósfera de paz, de extremaunción si el término cabe. La mayoría de las letras de Antony and the Johnsons son un lamento, la expresión de la melancolía de quien se sabe incompleto, roto. Su condición de transgénero —artista que se rebela contra su cuerpo, como él lo llama— se ve reflejada en la escritura y la necesidad de encontrarse a sí mismo, su otredad femenina, como lo expresa en el disco I am bird now (2005) donde algunos de sus títulos son demasiado referenciales respecto a esa condición, como canta en “For today I am a boy”:
One day I’ll grow up, I’ll be a beautiful woman One day I’ll grow up, I’ll be a beautiful girl One day I’ll grow up, I’ll be a beautiful woman One day I’ll grow up, I’ll be a beautiful girl
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Hay quien afirma que el desamor es esa clase de experiencia enorme que lo reduce a uno al silencio,
But for today I am a child, for today I am a boy… One day I’ll grow up, I’ll feel the power in me One day I’ll grow up, of this I’m sure One day I’ll grow up, I know a womb within me One day I’ll grow up, feel it full and pure… “You are my sister”, tema incluido en el disco citado y que canta acompañado de Boy George, uno de sus referentes musicales como él mismo señala: “A los once años me fui a Estados Unidos y escuché el primer disco de Culture Club [Kissing to be clever, 1982]. Vi la cara de Boy George en la portada y aluciné. Era tan femenino, era conmovedor. Sabía que eso estaba dentro de mí en algún nivel. Así que pensé que tenía que ser cantante. Eso es lo que haces cuando eres como yo: te conviertes en un cantante, porque ése era el único lugar donde veía a gente como yo”, puede tomarse como un canto de amor filial, pero al mismo tiempo es un homenaje a la dualidad intrínseca, la mujer que habita en el transgénero: You are my sister, we were born So innocent, so full of need There were times we were friends but times I was [so cruel Each night I’d ask for you to watch me as I sleep I was so afraid of the night You seemed to move through the places that I feared You lived inside my world so softly Protected only by the kindness of your nature You are my sister And I love you May all of your dreams come true… La voz de Hegarty es fundamental para lograr el desarrollo de las atmósferas minimalistas que anidan en su creación, tanto en los tonos crepusculares de sus canciones que hablan de la soledad y el temor ante la sensación de estar en un espacio y una entidad que le son ajenas, impropias. Pero no todo es dolor, hay piezas que son un verdadero regocijo en su musicalidad y letra, como “Fistfull love”, donde despliega un soul potente y que invita a sacudir el alma un rato, se hace acompañar por Lou Reed, quien después de escucharlo en un concierto lo invitó a participar en su gira y a colaborar en su álbum The Raven (2003).
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I am bird now es sin duda un disco introspectivo en el que el autor hace un reconocimiento de sí mismo, para después exponerlo con todo lo que tiene de doloroso, pero al mismo tiempo liberador. Previo al lanzamiento de The crying light (2009) publicó el EP Another world (2008), mostrando en la portada de ambos imágenes de Kazuo Ohno, fundador de la danza japonesa Butoh, fotografiado en 1977, en el primero, mientras que en el segundo el retrato data de 1984 y fue realizado por Pierre-Olivier Deschamps; ahí vale la pena destacar el corte “Shake that devil”, que deja escuchar a Hegarty a capela, para posteriormente introducir un riff de batería que acompañará su voz a golpe de saxofón, dotándolo de mucha fuerza y acercándolo a los terrenos del funk, es una lástima que este coqueteo sea demasiado breve. En The crying light, si bien mantiene la tónica y se permite guiños incluso con la música medieval en temas como “Epilepsy is dancing”, Hegarty entra en mayor contacto con el entorno, pero sin dejar de lado el tono intimista y la recurrente necesidad de encontrar(se) un mundo mejor, lejos de ese uniforme que le fue asignado, que le recuerda su precariedad individual; cuanto más sabe lo que desea, mayor es la nostalgia y el dolor ante la imposibilidad de obtenerlo: I need another place Will there be peace I need another world This one’s nearly gone Still have too many dreams Never seen the light I need another world A place where I can go?
Escalera 1, 2010.
Hay quienes califican al trabajo de Hegarty como kitsch (lo han etiquetado como pop de cámara —lo que sea que eso signifique— o cabaret oscuro [súper sic] —no entiendo al cabaret si no es a oscuras—), lo cual pudiera no estar muy alejado de la realidad, si se mantiene trabajando en la misma línea, sin mostrar una cara menos gris del poliedro que es como creador. Antony and the Johnsons son blues, soul, jazz, funk; Antony Hegarty es todo eso, y va más allá, es un crooner, es pintor —en febrero de 2009 mostró su trabajo plástico en Londres, mientras que en abril lo hizo en París, a la par que realizaba una gira por España que se extendió hasta mediados del mes de mayo—, su música ha sido llevada al cine (The secret life of words de Isabel Coixet, tiene como marco “Hope there’s someone” de I am a bird now, y posteriormente en V for Vendetta fue incluida “Bird Gerhl”; al respecto señala en una entrevista con El País: “…tengo ganas de componer música para el cine, me parece fantástico subordinar tu arte a la imagen”, es un creador en todo sentido que, simplemente, trasciende los géneros.
DISCOGRAFÍA Antony and the Johnsons. Editado por primera vez en 1998 en el sello Durtro; posteriormente fue re-editado por la compañía Secretly Canadian en 2000 y 2004. Temas: “Twilight”, “Cripple and the Starfish”, “Hitler in My Heart”, “Atrocities”, “River of Sorrow”, “Rapture”, “Deeper Than Love”, “Divine”, “Blue Angel”. I am a bird now. Aparece en 2005 bajo el sello Secretly Canadian. Cuenta con las colaboraciones de Rufus Wainwright, Devendra Banhart, Boy George y Lou Reed. La portada es la fotografía “Candy Darling sobre la cama donde murió” realizada por Peter Hujar. Temas: “Hope There’s Someone”, “My Lady Story”, “For Today I am a Boy”, “Man Is the Baby”, “You Are My Sister”, “What Can I Do,” “Fistful of Love, “Spiralling”, “Free At last”, “Bird Gerhl”. The crying light. En febrero de 2009 y nuevamente cobijado por Secretly Canadian aparece ésta, la placa más reciente del grupo. Temas: “Her Eyes are Underneath the Ground”, “Epilepsy is Dancing”, “One Dove”, “Kiss My Name”, “The Crying Light”, “Another World”, “Daylight and the Sun”, “Aeon”, “Dust and Water”, “Everglade”.
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El seno de Silvia Jua n An t o n i o Ma s o l i v e r R 贸 de n a s
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Cuando Jorge se despertó aquella mañana en que el calendario de su mesilla de noche marcaba una fecha inverosímil: enero de 2009, se quedó sorprendido al no reconocer su habitación ni, cuando se dirigió al retrete, la decoración de la casa. Mientras orinaba, trataba de despertarse de aquel mal sueño o de recordar cómo había acabado la noche y por qué razón se encontraba en un lugar que le era al mismo tiempo familiar y extraño. Se miró en el espejo y le sorprendió no reconocer su rostro. Se asomó al balcón y, aliviado, pudo reconocer los edificios de enfrente y los tilos que se perdían en la neblina, pero le sorprendió no encontrar las farolas de gas, sino ver unos coches que le parecían surgidos de una película futurista y oír unos ruidos ensordecedores. Le costó muy poco darse cuenta de que había perdido la memoria. Pero, ¿por qué no le costó reconocer las casas de enfrente o el arbolado? ¿Por qué se acordaba, por ejemplo, de sus tardes en el ping-pong con Mario y Fernando, de los paseos por la rambla Cataluña al salir de la universidad, de sus primeros viajes, de sus amigos, de sus enemigos, de sus novias, de...? ¿Por qué estaba solo? ¿Dónde estaba su mujer? Recordaba perfectamente a la primera, las complicadas razones que le llevaron al divorcio. El espejo le había mostrado a un hombre entrado en años, de pelo ralo y canoso, de ojos hundidos, con la cara llena de manchas oscuras, con una cicatriz en la frente, suponía de alguna operación que no podía recordar. Trató de recordar el hecho más reciente de su vida y era precisamente el día en que abandonó su casa para ir a vivir a dos diminutas habitaciones en Gracia, los encuentros con Maristany en la plaza del Sol, sus colaboraciones en la enciclopedia Salvat, sus reseñas sin firma en La Vanguardia sobre todo tipo de temas menos los literarios. Y, finalmente, el regreso a la casa de los padres, en la que ninguno de sus hermanos
había querido vivir porque se estaba cayendo a pedazos, aunque ahora estaba tan cambiada que le costaba reconocerla. Se daba cuenta de que había un gran vacío entre aquel entonces que para él era ayer mismo y este inmenso vacío que se le mostraba como un vértigo. Comprobó, extrañado, que la ropa le entraba como si se la hubiesen hecho a la medida, que los sobres que había encima del escritorio llevaban su nombre y una dirección que era la suya, pues fue apenas cuando encontró un trabajo fijo en El Noticiero Universal, gracias a su amigo Antonio Padilla, que decidió trasladarse al piso de la rambla de Cataluña. Sólo reconocía algunos muebles. Y el retrato del abuelo Bartolomé. Empezó a hurgar en los cajones. Había objetos que le resultaban familiares, la pluma Parker de su padre, una lupa con las iniciales LS, de su tía Lola, las barajas de cartas y, ¡ah!, varios álbumes de fotos. Buscó el asiento más cómodo de la casa, un feo sillón de cuero que sustituía al de su abuelo y que hacía juego con un mal gusto general salido de una película de Hollywood. En los primeros álbumes no tuvo ningún problema en reconocer a todo el mundo, le daba la impresión de que su memoria se había agudizado o por lo menos que le resultaba incómoda, casi dolorosa, de tan aguda: cada imagen le llevaba a una nueva imagen, hasta que se perdía en los bosques de lo que para él, se dio cuenta muy pronto, era solamente el pasado. Porque a medida que iba abriendo los álbumes, las fotos, todas en colores estridentes, no le evocaban nada. Se dio cuenta de que estaba reconstruyendo las caras de lo que podrían ser sus hermanos, algunos todavía mayores que la figura que había encontrado en el espejo. ¿Cómo podía ser que ayer se hubiese acostado como lo que era, un joven de pelo oscuro y rizado, con una barba rojiza, sin gafas —porque de pronto se dio cuenta de que lo veía todo borroso—, algo cansado después del partido de frontón con José Alfredo y los whiskies que tomaron uno para celebrar la victoria y el otro la derrota, y ahora fuese casi un anciano con dolores reumáticos, con problemas para levantarse de la cama y hasta para sentarse en el incómodo sillón de cuero brillante? Sonó el teléfono. No reconoció el aparato. No colgaba de la pared sino que estaba encima de una mesa que claramente no le pertenecía. Era de color rojo y tenía un teclado. Era Benet. Hacía semanas que no sabía nada de él, pero apenas empezó a hablar le pareció todo incomprensible. Le mencionaba a personas que él jamás había conocido y propuso que co-
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Otero, uno de sus poetas preferidos, y se dio cuenta de que recordaba todos los poemas de Ancia, uno por uno, sin necesidad de leerlos. “A Jorge, amigo de la paz y la palabra, de su amigo Blas”. Abrió la antología de Castellet y respiró aliviado: todos los nombres le eran familiares, a Carlos Barral se lo encontró por casualidad hacía muy poco en el bar-librería Cristal. Estuvo muy amable con él cuando se acercó a decirle que le había gustado mucho Metropolitano. La verdad es que muchos poemas no acababa de entenderlos, pero a Maristany le pasaba lo mismo. Lástima que no le propuso a Benet comer los tres juntos. Como siempre, tuvo que esperar casi cinco minutos antes de que subiera el ascensor. La beata del principal y la señora Virgili, su vecina, se quedaban hablando a pesar de los gritos de la portera pidiendo que cerraran las puertas. Cuando bajó, la portería estaba cerrada. Se dio cuenta de que no sabía qué día de la semana era. De la semana ni del mes ni del año, ni siquiera del siglo. Suspiró. Así que soy un poeta del siglo XXI. Si el portón estaba cerrado, tenía que ser domingo. Apenas abrirla le horrorizó el estruendo de la calle. Tuvo que meterse de nuevo en el portal y se quedó mirando la forma de vestir de la gente, la mayoría en manga de camisa y hasta con shorts, el tráfico ensordecedor, un coche parado justo delante de la casa con la ventanilla bajada tenía puesta la radio a todo volumen, unas guitarras estridentes, un tambor que parecía recién
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mieran en un restaurante que no le sonaba. Benet se quedó sorprendido cuando le preguntó la dirección. “¡Si estuvimos con los Rodés y Cristina la semana pasada!”. No tuvo valor para decirle lo que le estaba ocurriendo. Por suerte, Benet aclaró: “No el de Pau Claris, sino el Córcega. Para ti son dos minutos”. Jamás había oído hablar de Pau Claris, pero si estaba al lado de su casa no tendría problema en localizarlo. ¿Torino? Los únicos restaurantes italianos que conocía eran el de vía Augusta y el de la calle Aragón. Consultó el reloj. Se quedó sorprendido al ver el modelo. ¡Un reloj ruso! ¿Cómo podía llevar un reloj ruso? Eso ya no tenía nada que ver con la memoria. ¿Se había despertado en otro planeta? Se arrepentía de no haberle explicado a Benet lo que le estaba ocurriendo. Para hacer tiempo, recorrió la casa habitación por habitación. Claramente, algunas cosas le eran familiares, pero otras era la primera vez que las veía. Algunas le parecían de un mal gusto espantoso, de otras se le escapaba su utilidad. Volvió a sonar el teléfono, pero no se atrevió a enfrentarse con otra sorpresa. Era casi la hora de ir al restaurante. Le costó encontrar las llaves, que él siempre dejaba en el bolsillo del pantalón. Las encontró en el cajón de la mesilla de noche. Había también un cuaderno de tapas de plástico, otra extravagancia, de un museo de Barcelona que no le sonaba. Lo abrió y lo que leía eran mensajes cifrados: citas con gente de la que jamás había oído hablar, teléfonos con más cifras de lo habitual, tarjetas de restaurantes donde no había estado nunca. Finalmente, pudo encontrar una tarjeta del Torino. En efecto, a dos pasos del Doria y de la zapatería de la Niell. Debajo del cuaderno había un libro. ¡Con su nombre! ¡Escrito por él!, La memoria sin tregua. ¡De 2008! ¡Ni siquiera estaba en su siglo! ¡Y él jamás había publicado un libro ni tenía la mínima intención de publicarlo desde que Batlló le dijo que el manuscrito que le había entregado no eran poemas sino panfletos eróticos. Que aquello no se lo iba a publicar nadie! Y ahora... Se rió de su vanidad. ¡Así que antes de acostarme me leo mis propios poemas! Leyó uno y le pareció incomprensible. Aquello no tenía nada que ver con él. Aunque se le estaba haciendo tarde, decidió ir a la biblioteca de lo que él llamaba su sala de lectura, lujos de esos pisos del Ensanche donde hay una habitación para cada actividad. Le sorprendió el desorden, los libros amontados en el suelo, los catálogos de editoriales que le resultaban desconocidas. Algunos libros le eran familiares, abrió uno de Blas de
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salido de la selva y ¡alguien cantando en catalán! No se le ocurrió la estupidez de que estaba soñando, porque era demasiado obvio que estaba despierto. Pero sí tuvo la sensación de que estaba delirando. Decidió enfrentarse al estrépito y al tráfico caótico y se dirigió al 286 de Córcega, donde se encontraba el Torino. ¿Cómo iba a decirle a Benet que allí no había estado nunca? Pero mirando a su alrededor le pareció que tampoco había estado nunca en aquella calle ni en aquella ciudad. En la puerta del restaurante una chica de casi dos metros estaba abrazada a una mucho más baja que ella, tenía que arrodillarse para besarla. En el restaurante sólo había un grupo de hombres de negocios u oficinistas o funcionarios y un anciano que hundía la cara en el plato para comer la pasta. Los camareros no parecieron reconocerle y él, por supuesto, no les reconoció a ellos. ¿O debería decir conoció? Llegó un hombre disfrazado de pintor, con el blanco cabello terminado en una coleta de torero jubilado, chaqueta de pana, unos ajustados vaqueros y unos zapatos afilados y con tacón de color granate. ¿Tan cambiado estaba Benet? Se sentó en un rincón. Claramente no era Benet. Pidió otro whisky para hacer tiempo. Después de una hora y media de espera decidió comer algo. Uno de los hombres de negocios se sacó un teléfono del bolsillo y se puso a hablar a gritos. Media hora más
tarde el restaurante se quedó vacío. Pidió la cuenta. No podía entender por qué el precio estaba en una moneda que no le era familiar y, en letra más pequeña, en pesetas. Sería el colmo del exotismo que le cobrasen en liras. Pero tampoco eran liras. Tuvo una intuición. Al sacar la billetera vio la foto de una mujer de pelo rubio y mirada lánguida a la que no pudo reconocer. Su intuición se confirmó: los billetes coinciden con los de la cuenta. Salió a la calle. Se dio cuenta de que los del restaurante no eran los únicos que hablaban por un teléfono que no estaba conectado a ningún sitio. La gente hablaba a gritos, gesticulaba, algunos ni siquiera llevaban un teléfono en la mano sino algo enchufado en la oreja. Le pareció todo grotesco, como esas películas en las que se ha perdido el sonido y en las que sólo vemos a los actores gesticulando como si estuviesen en un manicomio. Era realmente demencial. Regresó a su casa. La portería seguía cerrada. En aquel momento llegaron dos ancianas altas y flacas, vestidas de negro, con una mantilla en la cabeza y cogidas del brazo, que le saludaron amablemente. Decidió subir a pie los tres pisos, quiso evitar una conversación que le iba resultar incómoda, por no decir descabellada. Ya en su casa, buscó una guía telefónica, pero no la encontró. Empezó a abrir cajones. De pronto sonó el teléfono. Lo descolgó y llegó una voz metálica que le estaba diciendo algo, pero que no contestaba a lo que él le decía, como si fuesen dos autómatas. Le estaba diciendo que a las siete le volvería a telefonear para ver si había hecho memoria de una vez, que estaba harta de evasivas y que por ella si no volvían a verse mucho mejor, lo dejaba todo en manos de sus abogados. Él insistió en hablar pero la mujer siguió con sus gritos y amenazas. “Lo único que te pido es que me llames apenas hayas escuchado este mensaje. Hay una cosa que no tiene nada que ver con los abogados. Telefonéame al 93 545 9776. Repito el número, por si no te has curado de la amnesia que ha hecho que te olvides de mí y de todas tus responsabilidades. Aunque sólo sea para recordarte que eres un cabrón”. Y en su furia se olvidó de repetirle el número que él no pudo retener. Volvió a sonar el teléfono. Era Benet. Para su alivio le decía que no había podido acudir a la cita. “Así que estamos empatados. Pero no, no es ninguna represalia. Los del piso de arriba se han dejado el grifo de la bañera abierto y tengo todo el estudio inundado”. Decidió que le convenía hablarle con toda franqueza, por-
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que no podía vivir en aquella oscuridad, como si hubiese entrado en una pesadilla de la que le resultaba imposible despertar. “Mira, Benet, necesito que me escuches unos minutos. Estoy en un apuro”. “Giorgio, ¿no puedes esperar a que te llame yo? Estoy aquí con el cerrajero, el fontanero, el servicio de limpieza, esto parece una reunión de sindicatos. Y tengo que llamar a la compañía de seguros y pasar un momento por la galería en la que estoy preparando mi exposición. En un par de horas te llamo y si quieres quedamos en algún sitio, cenamos juntos. De paso me puedes traer el deuvedé, me había olvidado pedírtelo esta mañana”. “¿De qué coño me estás hablando? No entiendo nada de lo que dices, Benet. Ni siquiera sé quién soy”. “¿Quién coño vas a ser? El que no te entiendo soy yo. Mira, te llamo en un par de horas. Si puedo, antes. No puedo dejar todo esto empantanado. ¿Dónde quieres que quedemos?”. “Solo una pregunta. ¿Estoy casado?”. “Estás casado tres veces, Jorge. Y ahora, a tu edad, ¿vas por la cuarta?”. “¿Una mujer rubia?”. “¿Qué pasa? Qué ya no te acuerdas ni de la mujer con la que hace tres días me dijiste que te ibas a casar”. “¡No me acuerdo de nada!”. “Pues tendrás que hacer memoria. En serio, Giorgio, tengo que tratar de resolver este desastre”. Colgó, no sabría decir si desesperado o furioso. Las dos cosas, probablemente. O muchas más. Empezó a revolver toda la casa, tratando de encontrar alguna pista, como si tuviese que reconstruir su vida. Pero no sabía por dónde empezar. Encontraba papeles con nombres que nada significaban para él mezclados con otros que recordaba perfectamente y que le llevaron a los distintos estados de ánimo por los que había pasado a lo largo de su vida. Pero se dio cuenta de que el pasado no le servía para nada y de que carecía de presente, incluso el pasado se interrumpía en un tiempo muy remoto. Algo tenía que haber ocurrido, algo traumático. Tal vez estaba relacionado con la llamada enfurecida de la mujer y con la foto de la mujer rubia de mirada lánguida. Volvió a abrir la billetera. No. No era una mirada lánguida. Le estaba mirado a los ojos y trataba de comunicarle algo con la mirada. Dio la vuelta. “A Gorka, su mujer más lejana”. Y una fecha: 24 de junio de 2004. Miró de nuevo la foto. Cada vez la mirada de ella parecía decirle algo distinto, sugerirle más cosas. Volvió a sonar el teléfono. Era la voz femenina de antes. “Vaya, finalmente te encuentro en casa. Ya me dirás que has decidido”. “¿Decidido qué?” “¿Cómo que decidido
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qué? ¿Es que has perdido la memoria?”. “¡Claro que he perdido la memoria! Ni siquiera sé con quién estoy hablando”. “Estás hablando con Julia. ¿Con quién ibas a estar hablando?” “Pues encantado de conocerte”. “Oye, hijo de puta, que te la mame Silvia. Estoy grabando la conversación. Ya te he dicho que todo lo que tengamos que discutir se hará a través de los abogados”. “No sé de qué abogados me hablas. Yo no tengo ningún abogado. Y, ¿quién es Silvia?”. Ahora cambió el tono de su voz. “No es necesario que me hieras. Fuiste tú el que me dejó. Espero que Silvia tenga más suerte que yo”. Lo último que oyó fueron las lágrimas de ella. Regresó al sillón de cuero. Se dejó hundir en la desolación. ¿Se podía vivir sólo del pasado? ¿Se podía ignorar un presente que se empeñaba en hundirle cada vez más en el vacío en el que se encontraba? ¿Se podía refugiar es un pasado que sólo existía en su memoria y que no servía más que para acentuar su soledad? Si realmente habían transcurrido tantos años, ¿cómo podría recuperarlos ahora, vivirlos de nuevo minuto a minuto? Si el pasado era un espejismo, el presente era algo que sólo había empezado esta mañana y que carecía de significado. ¿Quién era la mujer que le amenazaba y lloraba y colgaba el teléfono sin más explicaciones? ¿Y el amigo que le abandonaba porque el agua del vecino había inundado su
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estudio? ¿Y esas calles en las que era un extraño por más que en tantas cosas le resultaron familiares, como esos paisajes que se alejan para no regresar jamás y sólo nos dejan el dolor de la ausencia? Como estas niñas que una mañana se levantan y descubren que son mujeres y que han perdido su infancia para siempre. Como esta mujer de la fotografía que le está mirando y no puede entender lo que su mirada le está sugiriendo. ¿Y qué futuro puede construir si sólo tiene un presente de menos de doce horas? Un presente lleno de palabras que no entiende en una lengua que no entiende. Lloraría pero, ¿por qué y por quién? Está enamorado de Silvia y no sabe quién es Silvia. Una mujer le detesta y no sabe ni quién es ni el motivo de tantas acusaciones. Un amigo que valora más sus cuadros que la amistad y que ni siquiera ha podido entender su desesperación. La mezquindad del arte. Lo que pensaba ayer, hace treinta años, ¿es lo mismo que piensa ahora? ¿Qué piensa ahora? ¿En qué puede basar sus pensamientos? Sí, como una carretera que en lugar de llevarnos hacia delante nos lleva hacia atrás, a lugares que aban-
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donamos y que no nos sirven para nada, donde todas las puertas están cerradas. O están abiertas, pero para llevarnos a habitaciones vacías. Un recorrido en el vacío que nos lleva a otro vacío, como si estuviésemos en el monótono tiempo de la eternidad. Sonó el teléfono. Lo dejó sonar. Se dirigió a su dormitorio. Se tumbó en la cama. Cerró los ojos con la esperanza de que cuando volviese a abrirlos regresaría todo el tiempo olvidado. El teléfono no dejó de sonar, siguió sonando cuando se despertó al día siguiente perdido en su propia casa. No recordaba nada. Notó que se estaba orinando. No le importó. Oyó que alguien abría la puerta y que se dirigía directamente a su habitación. Una mujer rubia le sonreía. Él cerró de nuevo los ojos. Sentía que no iba a dejar de orinar nunca y esto le llenó de una acogedora placidez, la placidez del que carece de pasado y de futuro. Una mano le acarició la frente, le puso en su boca un pecho en que le llenó los labios de una leche espesa y caliente. El teléfono ha dejado de sonar y él había dejado de orinar.
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Poemas* Jo s ĂŠ Em i l i o Pa c h e c o
*Agradecemos a Marcelo Uribe el permiso para reproducir los poemas de JEP tomados de "Circo de noche" en El silencio de la luna [1985-1996], ERA, 1996.
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LA TRAPECISTA La Trapecista encarna el drama del amor y está siempre en manos del aire. La Trapecista no comparte el estigma: ser de la tierra y regresar a la tierra; vivir atados al polvo por la ley de la gravedad y por la pesadumbre del cuerpo. La Trapecista actúa siempre con dos pero nunca se queda con ninguno. Se hunde y vuela en la noche en donde no hay red. Su cuerpo se hace vida ante la muerte.
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La Trapecista es el deseo que se va. Se halla al alcance de la mano y escapa. Alta como una estrella en su desnudez, su arte de estar presente se llama ausencia.
PAYASOS Por los Payasos habla la verdad. Como escribió Freud, la broma no existe: todo se dice en serio. Sólo hay una manera de reír: la humillación del otro. La bofetada, el pastelazo o el golpe nos dejan observar muertos de risa la verdad más profunda de nuestro vínculo. Todo Payaso es caricaturista que emplea como hoja su falso cuerpo deforme. Distorsiona, exagera —y es su misión— pero el retrato se parece al modelo. Vuelve cosa de risa lo intolerable. Nos libera de la carga de ser, la imposible costumbre de estar vivos. Cuando se extingue la carcajada y cesa el aplauso, nos quitamos las narizotas, la peluca de zanahoria, el carmín, el albayalde que blanquea nuestra cara. Entonces aparece lo que somos sin máscara: los payasos dolientes.
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Desde que abrió los ojos le gustó el Circo. A los seis años se unió a él. Pasó otros tantos en el aprendizaje de su arte. Ocho horas de ejercicio todos los días para cinco minutos de espectáculo.
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EL CONTORSIONISTA
Primero fue flexible, después alado, incorpóreo. Esqueleto de gato, huesos de esponja, cuerpo de alga o de agua que asimiló las formas de Proteo. Volvió su carne reflejo y cauce del fluir del mundo. 49
Fue pelota de goma, tirabuzón, árbol en la tormenta, vela, pagoda: lo que usted quiera. Todos y nadie. Vaso del aire, forma pura, concepto, garabato, acertijo, símbolo. No existe el mundo para él si no hay Circo. No concibe otra vida que no sea el Circo. Quiere morirse allí sin ver el mundo de afuera. Por lástima, por el vago recuerdo de sus hazañas, no lo han echado del Circo. Oye con gran dolor la resonancia del látigo. Cada animal provoca en él accesos de llanto. Se muere de tristeza ante los grandes reyes cautivos (muy pronto en esta tierra no habrá elefantes). Pasó aquel tiempo en que era atleta y acróbata. Nunca será de nuevo El Contorsionista. Ahora sólo se mueve bajo el estruendo del golpe. Es El Payaso de las Bofetadas.
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LAS JAULAS Dejemos que termine el empresario del Circo: «En la arena del mundo somos tigres y leones. Nacemos con las garras bien afiladas. No hay nadie que no tenga agudos colmillos, disposición para la lucha, talento innato para la herida, para el desprecio y la burla. »Unos cuantos alcanzan el doctorado, grandes torturadores o asesinos en serie. Pero todos ganamos nuestro diploma en la escuela del desamor, en el colegio del odio, el seminario de la intolerancia.
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»La inmensa paradoja es que se ha hecho justicia: a nadie en el reparto de los males se le negó su rebanada. Daga es la mano, proyectil el puño, flecha incendiaria y venenosa la lengua y látigo los dedos que abofetean. Todos nosotros somos ministerio de guerra, ejércitos compuestos de una sola persona, tropas de asalto contra el semejante a quien nunca hallaremos desarmado. »El gran tema del mundo es la venganza. Me haces algo, contesto, me respondes. Perpetuamos el ciclo interminable. Y si alguien se atreve a interrumpirlo será siempre marcado a fuego y hierro con el terrible epíteto: cobarde. ¿A quién honran los pueblos y las artes? Al que deja montañas de cadáveres para salvarlos de su error: ser distintos. »La vida sólo avanza gracias al conflicto. La historia es el recuento de la discordia que no termina nunca. El zarpazo bestial es tan humano como la dentellada. El heroísmo auténtico sería entender las razones diferentes, respetar la otredad insalvable, vivir hasta cierto punto en concordia, sin opresión ni miedo ni injusticia. »Pero entonces, señores, no habría Circo, no habría historia ni drama ni noticias. No estaría bajando esa cuchilla que ahora mismo cercena mi cabeza».
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El día más feliz Mi g u e l Ta p i a Al c a r a z
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Aquél fue el día más feliz de mi vida. En cuanto abrí los ojos recordé que esa tarde vendrías a verme, y entonces supe que las cosas nunca estarían mejor. Aunque quería gritar y reír y abrazar a la ciudad entera, tuve el extraño impulso de guardar silencio, escuchar los ruidos del mundo para asegurarme de que todo seguía igual, que el tiempo seguía corriendo y que la hora en que llegarías a verme se acercaba sin impedimentos. En la calle se escuchaba el ruido de algunos coches, mi madre fregaba los platos en la cocina, en el cuarto de baño alguien se lavaba los dientes. Todo parecía estar en orden, todo en el mismo lugar que el día anterior. Entonces estallé en júbilo. Tiré la cobija al suelo y me puse de pie sobre el colchón, cantando y bailando de gusto. El chirriar de los viejos resortes se unió a mis gritos de alegría. Me sentía ligera, renovada, capaz de lograr cualquier cosa. Mi bata de dormir danzaba a contratiempo con mi cuerpo, acariciándolo suavemente. Mi cabello volaba libre tras la prisión trenzada de la noche. Mis tetas recientes bailoteaban a un mismo ritmo, como un par de amigas cómplices, mientras yo disfrutaba viéndolas, orgullosa, como quien acaricia un arma secreta. Con algo de suerte, pensaba, algún día serían tan bonitas como las de mi madre. Si había algo que quería heredar de ella, era precisamente eso, sus lindas tetas. Con frecuencia descubría a los vecinos, e incluso a mis compañeros de escuela, mirando con disimulo, o cuchicheando entre ellos, atentos al busto de mi madre. No era difícil notarlo cuando ella me recogía en la escuela para llevarme a casa, vistiendo uno de esos grandes escotes que tanto le gustaban. Yo caminaba entonces a su lado, entre todos aquellos mirones, imitando su paso erguido y orgulloso. Del lado de mi padre, en cambio, heredé la voz potente, el amor por el canto. Tengo muy presente su voz, que hacía vibrar las paredes de la casa y castañear las celosías de las ventanas. Durante
las fiestas que solía improvisar repetía una y otra vez el mismo repertorio, mientras sus invitados aplaudían y gritaban entusiasmados, haciendo sonar sus vasos de cristal como si escucharan el concierto por primera vez. Hasta que una noche mi madre, llorando a gritos en medio de la sala, echó toda la fiesta a la calle y en casa no se volvió a escuchar el canto de mi padre. Pero estoy segura de que él siguió cantando en otros sitios, porque con frecuencia, cuando yo me iba a la cama, él aún no volvía a casa, y yo lo imaginaba cantando ante sus amigos, contento y con el rostro encendido como siempre. Yo estaba segura de que todo era consecuencia de la escena de mamá, y por mucho tiempo la culpé por ello. Poco después de esa escena, comencé a imitar a mi padre encerrada en mi habitación. Sólo que yo no cantaba aquellas canciones anticuadas e incomprensibles. Ponía a todo volumen mi disco favorito y dejaba que tu música me acompañara mientras descubría mi voz sonora y firme, como la de papá. Mi canto rebotaba entre las paredes completamente cubiertas por tus fotos y carteles. Soñaba con tu sonrisa, releía una y otra vez tus entrevistas o miraba tus programas de televisión. Aquel día tan especial, mientras bailaba sobre la cama, me sentí transportada a tu lado, en el momento más emotivo de un concierto ante miles de admiradores, y canté junto a ti. Tu cabellera húmeda se agitaba bajo los reflectores; pude sentir tu calor a mi lado, tu sudor que me humedecía el rostro. Canté como nunca. Entregada a nuestra unión musical me desnudé, dejando caer mi camisón. Me acerqué a ti bailando, y pasaste tu mano por mi cintura, rozaste mis caderas, admiraste mis senos. Fue sólo al final de la canción que descubrí al enano de Pepe, el vecino fisgón, mirándome desde su ventana, como un idiota tras sus gafas verdes. Cuando debí ocuparme de las cosas prácticas, todo sucedió con mucha lentitud. A pesar de que quería que pasara el tiempo, que la mañana se fuera volando como sucedía con frecuencia en mis días libres, la emoción no me permitía concentrarme en ninguna tarea y sólo pensaba en ti, en tu llegada, y maldecía la pereza del reloj de mi habitación. Lo vigilaba constantemente. Entre un vistazo y otro, la hora en la pantalla avanzaba apenas unos minutos. Tan lento transcurría el tiempo, que esa mañana me duché, me cepillé el cabello, desayuné y tuve el primer pleito del día con mi madre en tan sólo una hora. ¡Una hora! Sentí tanta rabia que fui a la sala para corroborar,
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digo, atendernos, mejor; dedicarnos más tiempo. Todo esto estaba indicado en las condiciones que nos leyeron a mi madre y a mí cuando gané el concurso, y lo justo era que Laura lo supiera. Ella estaba muy agradecida de que yo la hubiera elegido, pero no le di mucha importancia pues nunca fui de las que cobran los favores. Había muchas otras compañeras, claro está, que de un día para otro se habían vuelto muy atentas conmigo. Aquel golpe de suerte me había convertido en una personalidad de la noche a la mañana. Pero Laura era en verdad la que estaba más cerca de mí. Era muy bonita, pero no más que yo, lo decían todos en la escuela, aunque a nosotras nunca nos importaron las habladurías. Además de ser muy simpática —incluso a mi madre le agradaba—, sabía mucho de maquillaje y peinado: era la compañera ideal para la ocasión. Aquella tarde debía ser un éxito total. Y así fue. Pero, aunque a todo el mundo le dije que fue perfecta, la verdad es que en aquel momento yo misma tuve mis dudas. Si bien la mañana transcurrió con mucha lentitud, a partir de que tus primeros amigos llegaron todo sucedió muy rápido. Yo estaba tan nerviosa, que no me di cuenta de muchos detalles hasta después de que te habías ido. Desde que la hora indicada sonó en el horrendo reloj que mi madre se empeñó en hacer pulir con aceites, Laura y yo nos quedamos paralizadas en el sofá de la sala, tomadas de las manos. A los pocos minutos tocaron a la puerta y vi una confusión de gente entrando apresurada, hablando entre ellos y con mi madre, que de pronto salió de la nada con un vestido escotadísimo que nunca le había visto. Laura y yo permanecimos sin saber qué hacer, de pie junto al sofá, esperando que tú aparecieras. Había gente muy bien vestida, y otras perso-
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en el enorme reloj que mi madre se empeñaba en mantener frente a la puerta de entrada, que mi despertador no estaba atrasado. Para mi desesperación, la hora era la correcta. Aquel reloj espantoso, que sólo le gustaba a mi madre, siempre funcionó a la perfección. En esa época lo odiaba particularmente. Me había atrevido incluso a sugerir, unos días antes, cambiarlo de sitio para tu visita, pero lo único que conseguí fue que mi madre me gritara como una loca y me mandara sin cenar a mi habitación, donde me encerré a llorar de coraje y a ver tus fotos. Luego quiso compensarme y me autorizó a usar tacones para recibirte. A veces ella tomaba esta actitud. Me gritaba y se jalaba los cabellos por cualquier tontería, y luego venía arrepentida y sin razón aparente cedía en algo que durante mucho tiempo me había negado. Fue en una situación parecida cuando aceptó que tú vinieras a casa, luego de haberme hecho la vida imposible durante una semana entera por atreverme a sugerir que la falda con que salió a hacer las compras era demasiado veraniega para la época. Así que me pagó el llanto con su permiso para organizar la cena y con la promesa de ayudarme en las gestiones con papá. Laura llamó casi a las diez. Llevaba tres horas despierta, según me dijo, pero no había querido llamar más temprano. Igual que a mí, los nervios le habían impedido seguir durmiendo. Reímos en el teléfono como unas tontas durante casi una hora. Luego me dijo que fuera a su casa cuanto antes para comenzar a arreglarnos. Laura, además de ser una buena amiga, era la mejor maquilladora de la escuela. En parte por eso la había elegido como mi compañera para tu visita. Le expliqué que sólo tenía derecho a una invitada, porque alguien tan solicitado como tú estaría muy ocupado, y de esa manera podrías atenderme,
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nas que iban y venían con aire cansado, trayendo y llevando aparatos que nunca supe para qué servían. Algunos tomaban fotos, otros movían objetos de las estanterías, y otros más hacían preguntas idiotas a mi madre, como dónde estaban mi papá y mi hermano, o el perro pequeño y adorable que según mi candidatura teníamos en casa, y no sé cuántas tonterías más. Pero todo cambió en el momento en que anunciaron tu llegada. Fue como un milagro. Primero toda la actividad en la casa se calmó. Casi todos salieron, y la sala quedó sumergida en una tranquilidad angustiante. Entonces por la ventana, contra la oscuridad de la tarde, percibí, envuelta en un haz de luz, una silueta que reconocería entre un millón. Entraste detrás de un grupo de hombres que cargaban cámaras fotográficas y de televisión, lámparas y paneles blancos y negros; una chica alta, que apretaba un paquete de papeles contra su pecho, te hablaba continuamente al oído con expresión aburrida. En cuanto entraron, me miró con envidia. Entonces tú, decidido y ágil, con naturalidad, la dejaste hablando sola para dirigirte hacia mí y regalarme una enorme sonrisa que me derritió. Me había empeñado tanto con mi maquillaje y mi ropa que llegué a pensar que no me reconocerías. La foto que te había enviado tenía ya varios meses. Pero me reconociste de inmediato, me diste un beso en la mejilla y no pude contenerme. Me lancé a tu cuello, abrazándote con fuerza, sollozando, mientras me estrechabas y reías tiernamente al ver las lágrimas en mis ojos. Luego volteaste y viste a los hombres con cámaras que nos seguían, acechándonos con sus luces y tropezándose entre ellos, y con un gesto detuviste la grabación para que yo pudiera estar más tranquila. Los enormes focos se apagaron y
enseguida todo mundo comenzó a charlar y a hacer un gran alboroto con objetos que había que meter o sacar del salón o mover de sitio. Un señor muy elegante te presentó a Laura y a mi mamá, mientras otras personas terminaban la decoración de la mesa, a pesar de que mi madre la había arreglado una y otra vez durante todo el día. Me miraste fijamente, ya sentados en la mesa uno junto al otro, cuando contesté tu primera pregunta —me hiciste cuatro, lo recuerdo, ¡qué bonita voz la tuya! Luego, en silencio, volteaste a ver a Laura en repetidas ocasiones. Laura creyó, la pobre, que te habías interesado en ella. La sentí ruborizarse a mi lado, bajar la mirada. Mi madre se esforzaba, sentada frente a ti, por atenderlos a todos. Siete en total. Se ponía de pie con frecuencia y servía la ensalada, la pasta o los filetes de pescado, todo en raciones elegantemente pequeñas, inclinándose con estilo y mostrando sus dotes de buena anfitriona. Las cámaras y las luces se encendieron de nuevo. Tú te pusiste muy contento y entonces me hiciste más preguntas con una enorme sonrisa. ¡Qué impresionado quedaste cuando te dije que quería ser cantante! Me miraste con esos hermosos ojos bien abiertos y me pediste que te hablara de mis proyectos. Mi madre tosió justo entonces. Yo tuve miedo de que se estuviera ahogando, pero por suerte se le pasó pronto. La que no fue muy atenta fue la mujer alta que se fue a sentar, la muy pesada, a tu otro costado, y no dejó de tomar notas y de susurrarte cosas al oído en toda la cena. Pero tú fuiste lindísimo y la ignoraste todo el tiempo, poniendo atención a lo que yo decía. Entonces te conté que me gustaban las baladas, como las tuyas, y que quería estudiar en una escuela de canto y actuación y llegar a ser una estrella. Luego la misma felicidad lo hizo todo. A lo largo de estos años he aprendido que la felicidad acelera el tiempo, nos aleja del presente a gran velocidad, aun cuando quisiéramos retenerlo, guardarlo con nosotros. Nos deja entonces sólo unos cuantos recuerdos que debemos cuidar como un tesoro, pues es lo único que nos quedará para el futuro. Aquel día no fue distinto. Había terminado apenas una rápida explicación de mis inquietudes artísticas cuando todos, menos mi mamá, Laura y yo, se levantaron de la mesa al mismo tiempo diciendo que la cena había sido una delicia, a pesar de que, según reclamó después mi madre, tú apenas habías probado sus platillos. Desde ese instante hasta el momento en que la casa quedó sumida de nuevo en el silencio,
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pasaron sólo unos minutos llenos de destellos de flash, cámaras en movimiento, preguntas y anotaciones sobre cuadernos y formularios. Al final, me encontré en la puerta acompañada sólo por Laura, mientras tú soportabas a la grandulona que no dejaba de hablar y al señor elegante que te hacía señas incomprensibles todo el tiempo. Ya estaban listos para meterte en un auto sin que te hubieras despedido de mí, cuando dos hombres, que se movían por todos lados con una de las cámaras, me señalaron y tú pudiste escapar y venir por fin hacia mí con tu enorme sonrisa en el rostro. En tu cara leí que el adiós te afligía, así que preferiste un beso corto, casi sin tocarnos, y luego un largo abrazo, durante el cual me susurraste al oído que me querías y que nos veríamos de nuevo. Cuando se fueron, me quedé con Laura en la puerta de entrada, afligida ante la mirada atónita del barrio entero, que se había congregado frente a la casa para presenciar mi gloria, mientras mi madre, de pronto malhumorada, levantaba la mesa. Desde entonces, como lo presentí aquella mañana, mi vida no volvió a ser igual. Durante los días siguientes no hice otra cosa que pensar en ti, en tu rostro, en tu voz y en tu forma de mirarme. Mientras pasaba el tiempo, la angustia crecía. Comencé a buscarte, pero no había manera de dar contigo. Los boletos para el concierto que nos había prometido el señor bien vestido no llegaban, y Laura y yo pensábamos ya en la forma de conseguir el dinero para pagar las entradas en primera sección. Para calmar mi angustia, nos veíamos varias veces al día sólo para repasar los detalles de la visita, el día más feliz de mi vida, y para ver una y otra vez las fotos que uno de los fotógrafos que llegaron contigo amablemente nos vendió. En ocasiones mi desesperación llegaba a ser tan grande que me ponía a llorar, y Laura, siempre tan atenta, me consolaba. Tus palabras resonaban en mi cabeza día y noche, y no hacía sino hablar de ti. Con mi madre nunca pude comentar la visita. Parecía disgustada por lo que sucedió aquella noche, aunque nunca supe por qué. Tal vez porque cuando papá se enteró —ella nunca le advirtió que habría una cena— le armó una bronca enorme y desde entonces se hizo más raro verlo por la casa. Quizá, ahora que lo veo desde otro punto de vista, aquél fue el inicio de su separación definitiva. Con el tiempo me resigné, porque siempre te he querido y porque respeto tu carrera, a que no tuvieras tiempo para verme más. Me vi obligada a aceptar que tu profesión exige
Malabarismos 4, 2010.
muchos sacrificios, como el tener que alejarte de la gente que más quieres, incluso de la mujer que amas. Lastimada pero más madura, seguí adelante con mi vida, dedicándola siempre a ti. No terminé la escuela. La dejé, y luego de unos años me casé con el imbécil de Pepe, el vecino fisgón, que a pesar de todo es ahora un buen abogado. Tengo dos hijos que me hacen la vida imposible, asisto a sesiones de terapia, y si no fuera por la habitación donde guardo todos tus recuerdos, y que mantengo siempre cerrada con llave, en mi vida no habría esperanza. Mi familia siempre fue reacia a compartir conmigo la dicha enorme de haberte conocido. Creo que mis hijos incluso se avergüenzan de ello. Pero no me importa, son muy chicos para comprender las dificultades de la vida. Sólo recientemente mi marido, en un arranque de incomprensible buena voluntad y sentido común, aceptó que le contara algunas de mis anécdotas contigo. Como ves, no es mucho lo que tengo, pero a mí me ha bastado hasta ahora. En realidad me considero una mujer con suerte, porque a final de cuentas tuve la oportunidad de compartir un poco de tiempo contigo, la persona que más he admirado y querido. Por eso quiero que recordemos juntos aquella fecha. Hoy que se cumple un aniversario más de nuestro primer encuentro, quiero revivirlo, compartirlo y devolverte de alguna manera todo lo que aquella experiencia me aportó. Quiero pagarte el favor de haberme hecho, por un día, la mujer más feliz de la tierra. Ahora, después de tantos años de seguirte y disfrutarte en todo momento, tengo por fin la oportunidad de retribuirte algo de lo que me has dado. Justo ahora que, ya no es secreto para nadie, tu carrera comienza a declinar, como declinan las carreras de todos los grandes, incomprendidos por el público
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ignorante y el mercado ingrato. Ahora que no se escucha tu música en la radio como antes, que no se te ve en televisión, lo que necesitas es un impulso, un nuevo golpe estratégico. Verás, la vida me ha enseñado muchas cosas, y el imbécil de mi marido también, por sorprendente que parezca. Así que he decidido hablar, contar nuestra historia. Quiero mostrar al mundo la experiencia de haberte conocido y que el mundo te adore tanto como yo. He decidido contar cómo me diste la felicidad más grande al venir a verme personalmente. Cómo fuiste de amable y gentil con nosotras en casa. La forma en que marcaste nuestras vidas, llenándolas desde esa noche con un recuerdo maravilloso. Cómo, cuando por fin completamos para las entradas, fuimos Laura y yo a tu concierto, a escondidas de nuestras madres, habrá que decirlo para agregar algo de drama, y fuimos recibidas por tu personal en los camerinos. Amablemente nos hicieron esperar mientras terminabas tus compromisos luego del evento. Nos invitaron algo de comer y de beber, y nos atendieron a pesar de que a nuestro alrededor todo mundo tenía mucho trabajo. Quiero contar lo atento que fuiste, cuando llegaste luego de algunas horas, a pesar del cansancio, y nos trataste como a buenas amigas. Visitamos el escenario, ya vacío e impresionante. Nos contaste anécdotas increíbles, nos invitaste a tu camerino. Debo decir lo finos y exóticos que eran los licores, las bebidas y tabacos de toda clase que nos ofreciste. Lo aturdidora que es tu compañía, lo convincente que fuiste, lo galante y generoso, lo hábil y resuelto al momento de besarnos a las dos sorpresivamente, con suavidad primero y con más decisión después. Nos llevaste con delicadeza contra las suaves mantas del sofá, sin dejar de acariciarnos con esas manos que parecían multiplicarse, nos hiciste luego el amor sobre las bancas del camerino, entre el vestuario, frente al espejo. Lo extraña y lejana que me pareció aquella facilidad liberadora, la ausencia de dolor, la ubicuidad de tus manos; el rostro extasiado de Laura junto al mío, su boca húmeda en mi boca, tu aliento embriagador y tibio sobre mí, tras de mí, debajo de mí. Quiero contar lo bien vigiladas y seguras que son las instalaciones de los sitios donde te hospedas. Lo amables que fueron todos con nosotras, dándonos comida y una habitación
He estado rememorando nuestras aventuras, todo lo que viví a tu lado, que he guardado tanto tiempo.
con una cama enorme para descansar mientras volvías de tus compromisos al día siguiente. La cantidad de cosas nuevas que vi, que escuché, que probé, ya sin Laura, porque de alguna forma se perdió en los pasillos del hotel y no volvió a aparecer. Las bebidas, pastillas y otros regalos que todos llevaban para ti y para mí. Lo guapos y simpáticos que eran tus amigos, a quienes invitabas a compartir nuestra alegría. Lo ilimitado de tu generosidad. En fin, todo el encanto que significó la aventura de estar contigo aquella semana, antes de que dejaras la ciudad. Antes de que siguieras tu rumbo, llevándome incluso unos kilómetros contigo, para luego tener que dejarme —ay, las crueles leyes de la fama— en mi situación de antes, pero con el alma colmada de recuerdos. He estado rememorando nuestras aventuras, todo lo que viví a tu lado, que he guardado tanto tiempo como secretos íntimos, y ahora está todo listo. El imbécil de mi marido, que por una vez tuvo una buena idea, está preparando todo lo necesario. Publicaremos un libro. Una verdadera apología, lo llama Pepe, de tu personalidad. Interpondremos, además, once demandas. ¿No es maravilloso? Pepe asegura que esto será suficiente para ver tu foto de nuevo en las primeras planas de todos los diarios y revistas del país y el extranjero, y para relanzar tu carrera de figura pública. Ya imagino tu música de nuevo en todas las estaciones de radio. Las cámaras persiguiéndote, los periodistas rogando por una entrevista, las mujeres gritando tu nombre en la televisión. Políticos y altas autoridades hablando de ti en todas partes. Tus discos saliendo de las bodegas de las discotecas para pasar a los estantes de los más solicitados del mes. La fama, la gloria, la vida de nuevo, mi amor. Esto será una nueva oportunidad para los dos. Todo va a estar bien, ya verás. Mi marido es un canalla, pero estos asuntos los conoce a la perfección. En cuanto a mí, yo sólo quiero verte feliz de nuevo, devolverte todo lo que me diste y, si es verdad que hasta podría sacar algo de dinero para mí, pues mejor aún. ¿Sabes? Al final las tetas que heredé de mi madre son realmente lindas, pero no eternas, y una retocada ahora no les vendría nada mal. Espero que estas noticias te hagan tan feliz como a mí y que pronto, muy pronto, podamos disfrutar de un nuevo encuentro. ¡Feliz aniversario! Tu eterna enamorada. © Señor de señores, Almadía.
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Roncha Dav i d Me d i n a Po r t i l l o
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Lleva ya largo tiempo sentado negándose a abandonar su lugar una vez que sonó el timbre anunciando la hora de salida. La madera sobre la que apoya los brazos deja ver más de un surco rasgado por el lápiz, manchas de tinta contra el barniz roído por el uso. A veces se reclina y, con la cabeza sobre la paleta del banco, cierra los ojos. No hay nadie, apenas el manoteo de un trapo que el conserje sacude a lo lejos. Imagina las otras aulas y pasillos vacíos, la plancha del patio inmensa al calor de la tarde. Un día le compraron una bolsa de globos y junto con Margarita, la criada, jugaron aventándose bombas de agua. Acabó empapado pero lleno de una alegría que le infló el alma. Igual que ahora, separaba una y otra vez los dedos, arrugados y pegajosos entre sus calcetines húmedos. Su madre había salido y cuando volvió él ya estaba convenientemente cambiado, con los zapatos y la ropa como si nada, asoleándose en la esquina de una pileta. Ignora qué le dirá a su madre ahora, cuando entre y lo vea ahí solo en medio del salón y apretando la mochila contra sus piernas. ¿Por qué no pides permiso para ir al baño? Le agobia que por su culpa le llamen y quisiera abrazarla apenas llegue al quicio de la puerta. Decirle que Margarita lo arreglará todo
Quisiera huir, esfumarse al cerrar los ojos como esas cáscaras de fruta que guarda en su bolsa y reaparecen luego en un cesto de basura junto a su cama. Un extraño sentido de la propiedad le hace creer que las miserias, si son suyas, pertenecen a una órbita de lo familiar en donde una deidad sin rostro vigila el cumplimiento de su ciclo natural: esperar hasta el fin de semana.
igual que en su casa si la cama amanece mojada. Colgará del tendedero su ropa, lo bañará y pondrá la tele después de comer. Le inquietan sus propios latidos pero saber que su madre está cerca lo tranquiliza, tanto que haberse orinado casi pierde importancia. Ya no experimenta esa angustia al borde del llanto frente el silencio expectante o las carcajadas abiertas si la miss le pide que se levante. Cuando esto sucede enrojece, pierde la voz y se mantiene rígido. No entiende lo que aquélla le dice y a la actitud impaciente tamborileando sobre una esquina del escritorio, responde apenas con frases cortas e inaudibles, juntando aún más las rodillas como si así pudiera borrar la evidencia. El colegio se encuentra visiblemente vacío y podría salir al pasillo para alcanzar el patio sin que nadie lo note. Si hay suerte, el portón que da a la calle no tiene seguro y basta abrir sin hacer ruido, deslizarse hacia la banqueta y desaparecer; si no, debe volver sobre sus pasos y enfrentar el riesgo de que ahora sí alguien lo vea. Quisiera huir, esfumarse al cerrar los ojos como esas cáscaras de fruta que guarda en su bolsa y reaparecen luego en un cesto de basura junto a su cama. Un extraño sentido de la propiedad le hace creer que las miserias, si son suyas, pertenecen a una órbita de lo familiar en donde una deidad sin rostro vigila el cumplimiento de su ciclo natural: esperar hasta el fin de semana, cuando un empleado de la limpieza recorre las calles empujando un gran tambo. No me digas, lo interroga su madre exagerando sus sobresaltos: y si te cortan el pelo, ¿lo guardarás también? Un día alguien me contó que, después de morir, todos nos reencontramos con aquello que fue nuestro alguna vez. La idea lo perturba, duda y da vueltas sobre la cama, con la almohada y las sábanas hechas nudo. Un paisaje ultraterreno con los despojos propios y ajenos le resulta impensable; sin embargo, de cuando en cuando la criada le corta las uñas y él las guarda en una cajita que luego mete al buró. No sabe qué pasaría si ese diminuto empaque faltara a su cita pero la posibilidad de algo suyo extraviado, abandonado en quien sabe qué inmensidad, le causa un verdadero terror. Los brazos y piernas le hormiguean. Se reacomoda con lentitud y al mover las rodillas sus zapatos producen una fricción ligeramente aguda rayando el piso. Hace rato que el conserje ha dejado de sacudir entre los corredores del edificio; habrá salido a comer, piensa. Luego estira otro pie procurando no hacer ruido y, con la respiración suspendida, intenta erguir la cabeza.
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Jaula 2, 2010.
El pasador del zaguán se activa produciendo un zumbido eléctrico. La hoja metálica se abre y escucha cómo alguien empuja una, dos veces para volver a cerrar. No alcanza a distinguir qué dicen las voces detenidas por un instante junto a la caseta de vigilancia. Después se oye un taconeo firme dirigiéndose a la escalera de acceso al piso de aulas en donde él está. Ahora puede soltar la mochila y colocarla en el suelo; el olor que despide es espeso y agrio, a cuero mojado y tibio. Intenta mover las piernas con mayor libertad, entumecidas aún después de mantener la misma posición durante largo rato. La mancha de orines se destaca oscureciendo la gruesa tela del pantalón: un lamparón escurrido del cierre hasta las rodillas. Qué le dirá a su madre, se pregunta otra vez mientras apoya los hombros contra el respaldo y recibe el tiro áspero de los calzones, los calcetines húmedos y adheridos casi como una segunda piel. La verdad es que nunca sabe qué responder, cuál excusa inventar para no decir que siente vergüenza o, peor, que le avergüenza sentir vergüenza. ¿Y no te parece
peor que todos te miren así? Nadie se va a reír si pides permiso para salir al baño. Levanta la mano y te dejarán ir. No recuerda por qué ni cuándo fue la primera ocasión en que se orinó a mitad de la clase aunque da igual, desde entonces padece las consecuencias de ese incidente. Y levantar la mano ahora es llamar la atención, justamente, sobre aquello que menos quiere; exponerse sin pestañear al látigo que imagina estallando en coro. Sólo de pensarlo le salen ronchas e intenta escenificar para sus adentros cómo, entre el regocijo de un mea unánime, podrá alcanzar la puerta del baño. Un leve rasguño asoma bajo el cuello de su camisa, imperceptiblemente rojo al principio pero de reacción rápida conforme se rasca. ¿Por qué no pides permiso para salir al baño? Se ve a sí mismo al fondo de una larga fila de mesabancos y advierte que no va a llegar. Sin embargo, aún espera, indeciso y atado al piso de modo que al recibir por fin el anhelado ¿si? desde el escritorio, ya sólo escucha a los demás golpeando contra las butacas: ¡mea!, ¡mea!, ¡mea!
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Lowry y Veracruz: del hotel Juárez al callejón del Chorrito Ef r é n Or t i z D o m í n g u e z
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es posible advertir que los dos procesos sociales más relevantes para nuestro país, como lo fueron la guerra de Independencia de 1810 y la Revolución social de 1910, suscitaron la curiosidad de los artistas europeos: los pintores viajeros en el primer caso, los escritores vanguardistas en el segundo. De esa manera, contamos ahora con diseños, láminas, acuarelas y óleos realizados entre 1821 y 1840 por Daniel Egerton, Johann Moritz Rugendas, Johann Bartholomeus Hegi, como también, entre 1915 y 1940, los textos de D. H. Lawrence,1 Aldous Huxley,2 Constantin Balmont y Vladimir Maiakovski,3 y desde luego, Malcolm Lowry. Cada una de estas experiencias enriquece la visión que sobre nuestra historia y sobre nuestro país, sus paisajes y costumbres, podemos tener. Y también, en el terreno estrictamente artístico, alienta la creación de motivos e imágenes que, a la manera de los caleidoscopios, ofrecen múltiples perspectivas. Podemos ver lo que hay dentro y lo que está afuera, desde arriba y desde abajo, lo que pertenece de manera íntegra a una individualidad y lo que posee una perspectiva más amplia. Subrayaré también que mi acceso a la obra de Lowry es reciente y tiene que ver, precisamente, con su naturaleza de escritor
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Viva y muera México; México: Diógenes (Antologías temáticas 3), 1970. 2 Beyond the Mexique Bay (Más allá del Golfo de México); Barcelona: Edhasa, 1986. 3 Luis Mario Schneider: Dos poetas rusos en México: Balmont y Maiakovski; México: SEP (Sep Setentas 66), 1973.
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viajero que ha transitado, como tantos otros artistas, por los caminos de Veracruz. Se une al motivo central de mi investigación porque los poemas que el novelista y poeta inglés dedica a las cantinas de Veracruz, su legendario deambular entre el hotel Juárez y la vieja cantina de El submarino amarillo, en el callejón del Chorrito, ponen de manifiesto ese vínculo entre los tópicos del viaje y las ciudades literarias. Vínculo que permite pasar, de manera imperceptible, del diario de viaje a la poesía, de la página de sociales a la crónica o la memoria histórica. Porque a final de cuentas, toda referencia que un escritor haga sobre un lugar real convierte el villorrio en topos literario. Xalapa en las escasas referencias de Rubén Darío,4 o la Estridentópolis que en ella han
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En la vida, como en la literatura, son frecuentes los paralelismos. Y hoy que nos dedicamos a evocar acontecimientos de dos centurias tan disímiles, como las del XIX y el XX,
“Resumiré. Al llegar a Veracruz, el introductor de diplomáticos, señor Nervo, me comunicaba que sería recibido oficialmente, a causa de los recientes acontecimientos, pero que el gobierno mexicano me declaraba huésped de honor de la nación. Al mismo tiempo se me dijo que no fuese a la capital, y que esperase la llegada de un enviado del Ministerio de Instrucción Pública. Entretanto, una gran muchedumbre de veracruzanos, en la bahía, en barcos empavesados y por las calles de la población, daban vivas a Rubén Darío y a Nicaragua, y mueras a los Estados Unidos. El enviado del Ministerio de Instrucción Pública llegó, con una carta del ministro, mi buen amigo, don Justo Sierra, en que en nombre del presidente de la República y de mis amigos del gabinete, me rogaban que pospusiese mi viaje a la capital. Y me ocurría algo bizantino. El gobernador civil, me decía que podía permanecer en territorio mexicano unos cuantos días, esperando que partiese la delegación de los Estados Unidos para su país, y que entonces yo podría ir a la capital; y el gobernador militar, a quien yo tenía mis razones para creer más, me daba a entender que aprobaba la idea más de retornar en el mismo vapor para la Habana... Hice esto último. Pero antes, visité la ciudad de Jalapa, que generosamente me recibió en triunfo. Y el pueblo de Teocelo, donde las niñas criollas e indígenas, regaban flores y decían ingenuas y compensadoras salutaciones. Hubo vítores y músicas. La municipalidad dio mi nombre a la mejor calle. Yo guardo, en lo preferido de mis recuerdos afectuosos, el nombre de ese pueblo querido. Cuando partía en el tren, una indita me ofreció un ramo de lirios, y un puro azteca: ‘Señor, yo no tengo que ofrecerle más que esto’; y me dio una gran piña perfumada y dorada. En Veracruz se celebró en mi honor una velada, en donde hablaron fogosos oradores y se cantaron himnos. Y mientras esto sucedía, en la capital, al saber que no se me dejaba llegar a la gran ciudad, los estudiantes en masa, e hirviente suma de pueblo, recorrían las calles en manifestación imponente contra los Estados Unidos. Por la primera vez, después de treinta y tres años de dominio absoluto, se apedreó la casa del viejo cesáreo que había imperado. Y allí se vio, se puede decir, el primer relámpago de una revolución que trajera el destronamiento. La vida de Rubén Darío escrita por él mismo: http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/ 01604074870145957430035/p0000001.htm
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La ciudad de Lowry en poesía no es Quaunáhuac, la antesala del infierno en la tierra, poblada de barrancos y de calles en declive. Como los poetas de la vanguardia, Lowry sucumbe al encanto de los puertos.
identificado John Dos Passos, Tina Modotti,5 el mismo Lowry o Roberto Bolaños,6 pasa entonces de la referencia geográfica, de la ubicación en la cartografía geopolítica al terreno de lo imaginario si no en las mismas condiciones y categoría que Comala, Macondo o Santa María, al menos, sí como inscripción en el inventario cartográfico de los mundos posibles, del terreno de la literatura.
ESTRIDENTÓPOLIS Y SUS VIAJEROS La condición de Xalapa como paso obligado entre el puerto de Veracruz y la ciudad de México es el fundamento de una riqueza excepcional. Por sus calles empedradas caminaron innumerables personajes de la vida política y cultural, muchos de los cuales dejaron constancia de la ciudad, sus paisajes, gente y costumbres. La escritura, pero también la pintura, el grabado y, modernamente, la fotografía, fueron acumulando un acervo de imágenes y de crónicas que permiten observar la paulatina transformación de una pequeña y tranquila villa, dedicada a las ferias y a las celebraciones religiosas, hasta el bullicio y la intemperancia automovilística de la actual urbe. Un seguimiento de tales imágenes y textos está fuera de mi alcance, pero constituye la razón de ser de este bosquejo, dedicado a un
par de escritores en cuyas páginas podemos localizar estampas vívidas de nuestra ciudad, imágenes devenidas literatura. La ciudad de Lowry en poesía no es Quaunáhuac, la antesala del infierno en la tierra, poblada de barrancos y de calles en declive. Como los poetas de la vanguardia, Lowry sucumbe al encanto de los puertos, a la luminosidad de los faros y la agilidad de los ferries. En la estampa panorámica de esas marinas, hay siempre un sentido de profundidad y de lejanía que contrastan vivamente con los poemas que desarrollan escenas interiores, por lo general, bares, lo que genera de principio un fuerte contrapunto, técnica que preside la mayor parte de sus poemas. Así, por ejemplo, en el poema “Ciudades de hierro”, la insistencia con que la imagen urbana utiliza la dureza del metal no sólo en su matiz descriptivo, sino también como expresión de la frialdad de las relaciones en ella establecida, constituye un doble juego a la vez metafórico y metonímico que brinda a la imagen una fuerza expresiva incomparable, seguido del contrapunto de lo inanimado y frío con la vida y la naturaleza. Marca característica de las urbes contemporáneas, el despliegue de paralelismos por afinidad y por contraste que el metal juega con los demás componentes hace del poema una original versión del tópico citadino, en la traducción de Rafael Vargas, aparecida en Un trueno sobre el Popocatépetl, (Era, 2000): Duros pensamientos zarpan al anochecer en [barcos de hierro; Se deslizan en silencio como haces distantes Mientras los veleros se mecen anclados y un [ferry tartajea y gira Como una cofa en las revueltas aguas de la [marea. […]
5 Imposible
en este momento certificar la presencia de Dos Passos en Xalapa, pero sí podemos consignar la traducción al inglés de “Urbe”, el poema vanguardista con el que Maples Arce exalta la ciudad y que, tradicionalmente, ha sido vinculado con Xalapa. En relación con ambos temas, véanse las fotos de Tina Modotti que muestran el congestionamiento en el tráfico citadino y las abigarradas líneas eléctrica y telefónica. También es ilustrativa aquella que muestra el mimetismo del escritor viajero norteamericano autor de Manhattan Transfer, de paso por México en 1926. Cfr. http://www.geh.org/ar/strip87/htmlsrc3/ m197400610161_ful.html 6 Estridentópolis aparece mencionada en la novela Los detectives salvajes; es sabido que el escritor chileno visitó varias veces la ciudad, en compañía del poeta jalapeño Orlando Guillén.
… Los pensamientos abandonan la cruel [ciudad; En tanto que los hombres tienen corazones [y costados que se deterioran y oxidan. Duros pensamientos zarpan de las aceradas [ciudades envueltas en polvo, Pero tiernos como palomas son los pensamien[tos que vuelan a casa. (“Ciudades de hierro”, p. 17)
No obstante la abundancia de escenas portuarias, de la inmensidad del océano y de las remembranzas a Herman Melville y Joseph Conrad, abundan también escenas interiores
En esta temática se halla esa foto, tan conocida y seguramente nada posada, del poeta aletargado sobre la barra del bar: Cómo comenzó todo esto y por qué estoy aquí En esta barra arqueada con su descarapelado [barniz marrón, Papagei, mezcal, hennessy, cerveza, Dos sucias escupideras, sin más compañía que [el miedo. (“Sin más compañía que el miedo”, p. 63)
Dos poemas aluden explícitamente a Veracruz, aunque su tratamiento sea distinto. De intenso dramatismo, “Delirio en Veracruz” es un poema que explaya sentimientos de una profunda soledad. Si el hotel tiene marcas de transitoriedad, de amenidad, la mirada del sujeto colocada frente al espejo nos devuelve la doble ausencia del otro, por encontrarse el sujeto fuera de su espacio propio y por no hallar nada más que mirarse a sí mismo en busca de un sentimiento extraviado. Así, el yo poético termina por interrogar a los objetos, en busca de una respuesta ausente ya sabida desde el momento de ser planteada:
El segundo es la “Sextina en una cantina”, cuyo título, una rima en eco, es seguido de la siguiente acotación: “Escenario: una cantina en el puerto de Veracruz, al amanecer”; se trata de un diálogo poético teatralizado en que, bajo la forma de sucesión de imágenes en cascada, a la manera del delirio, intervienen seis figuras: Legión, san Lucas, Sir Philip Sidney, Ricardo III, la edición matutina de El Universal y los cerdos. El diálogo hace referencia al milagro de Jesús y el geraseno poseído, a quien exorciza, enviando los espíritus malignos a una piara de cerdos y que es contada en
¿A dónde ha ido la ternura? Le preguntó al [espejo Del hotel Biltmore, cuarto 216. ¿Qué tan probable Sería que la imagen de la propia ternura En este mismo espejo preguntara también Sobre mi paradero, y en cuál horror camino? ¿Es ella la que miro medrosa contemplarme Detrás de tu barrera Tan frágil y vencida? La ternura Jaula 1, 2010.
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LA NAVE
Dé Dios de beber a los borrachos que al alba [despiertan, Totalmente exhaustos, farfullando en el regazo [de Belcebú, Y asoman a la ventana para divisar, una vez [más, El temible Pontefract del día. (p. 55)
Estuvo aquí, en este cuarto, este Lugar, su forma vista, sus gritos escuchados Por ti. ¿Qué confusión advierto? ¿Soy acaso La imagen cruel que se superpone? O es ésta el espectro del amor que solías [reflejar, Ahora, con un fondo de tequila, Colillas, cuellos sucios, Perborato de sodio, y una página Emborronada para los difuntos, Y el teléfono sordo, descolgado, Rabioso, destrozó Todos los vidrios de [la pieza (Calcularon los daños en 50 dólares). (p. 55)
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en un topos urbano y portuario por excelencia: “la soñada cantina que frecuenta la desesperanza” (“El florido pasado”, p. 19). A ellas dedica toda una serie de poemas de inspiración goliárdica, en los que el delirio, la indeterminación del tiempo (ocaso/alba), la soledad y la desesperanza se convierten en eje temático fundamental. He aquí la “Plegaria por los ebrios”:
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el Evangelio de Lucas (30: 33). La cascada de imágenes esconde, no obstante, una serie de resonancias que confieren al texto múltiples posibilidades de interpretación. La primera tiene que ver con el simbolismo numérico: Una sextina es una forma estrófica integrada por seis versos, en el diálogo intervienen 6 personajes, y la resonancia “Sextina/cantina”, invita a reconfigurar, como eco, la cifra de la bestia: “666”. Ya en Bajo el volcán, un anuncio del conocido ungüento medicinal daba pie a un guiño similar. Por otro lado, si el poema tiene como paratexto el Evangelio de Lucas, ¿por qué Jesús, ejecutor del milagro, no se hace presente? ¿No estará disimulado detrás de ese “Vera-Cruz” y que el nombre del puerto sea simplemente utilizado para aludirlo? Cristo, el ser capaz de hacer arrojar los espíritus del cuerpo del poseído, no se hace presente, por lo tanto, el milagro no se consuma: la consecuencia es que Legión mantiene, cual es su función, mantener al ebrio en estado de confusión, le hace víctima del engaño, hecho al cual se alude mediante la imagen del amanecer. En efecto, cada una de las sextinas alude a la misma imagen de manera diferente. Legión evoca, en el primer parlamento, imágenes de otras múltiples auroras, delineadas a partir de la belleza de un tenue colorido; se trata, por ende, de la confusión, palabra clave asociada con el espíritu del mal: Oh, nos hemos contemplado en muchos [espejos Confundiendo todos nuestros atardeceres con [el alba, Llenando de delirios cada lengua y cada hoja Y de las más extrañas alusiones a la prisión, Y mirando el nauseabundo océano como si [fuera El último trago de nuestra vida antes del [ocaso. Oh, (p. 75)
Lucas, por su parte, se interroga acerca de la veracidad del acontecimiento: ¿acaso fue verdadera la contemplación o se trata, en realidad, de una ilusión creada a la manera de un juego de espejos, por lo que “La memoria tiene maneras de mantenernos en prisión / para mejor vigilar sus horrores”? Lucas, enseguida, expone los horrores del delirio: No hay ya libertad en el océano, Y aún si la hubiera, le gustan sus horrores, Y si los aniquilara lo haría al alba
Para poder conseguir unos más antes del [ocaso; Para esa hora los habría convencido ante el [espejo De pasar muchas noches en prisión. (p. 77)
Legión invoca imágenes seductoras, en tanto Ricardo III, el cantinero, expone la desastrosa condición del ebrio. El Universal, en su sesión matutina, intenta crear alguna certidumbre o ilusión: ¿acaso el amor? ¿acaso hay al menos una esperanza? En su último parlamento, Legión proclama su poder absoluto sobre la humanidad y la muerte de Dios, a la par que en el cierre, los cerdos constatan la victoria final de ésta. Se trata, por ende, de un canto que proclama el triunfo del horror, de la desesperanza, de la prisión y la confusión del loco, preso de las ilusiones creadas en y a partir de la imagen falsa que crean los espejos. Es una cantata, si se me permite la hipérbole, verdaderamente delirante y diabólica, en la que el ebrio no alcanza la posibilidad de la redención. Analógicamente con el relato bíblico, en la que el poseído no alcanza a ser exorcizado. Pero hay también una tercera posibilidad de interpretación que restaría por investigar: la analogía tan fuerte entre las figuras enunciadas por el poema y las cartas del tarot. La lectura de los poemas y el uso del tarot de Aleister Crowley fueron una práctica altamente extendida en los medios intelectuales de la época, en especial por aquellos asiduos al esoterismo, el alcohol, la mezcalina y las drogas duras. No podría por el momento adelantar juicios sin incurrir en riesgos interpretativos. Preferiría dejar solamente acotada esta posibilidad. Quisiera rematar simplemente con la observación de que, en conjunto, los poemas de Malcolm Lowry son francamente malignos: hablan acerca de hechos y sentimientos terribles, pero están escritos de una manera altamente seductora. ¿No es esa, justamente, la característica de Luzbel, la belleza terrible? Analógicamente, la poesía de Lowry, encerrada en el fondo de la botella, nos ofrece, decantada, una enseñanza igualmente bella pero terrible: Si la muerte puede volar, sólo por amor al [vuelo, ¿qué no podría hacer la vida, por el gusto de [morir? (“Por el gusto de morir”, p. 45)
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Poemas Ig n a c i o Ru i z - P ĂŠ r e z
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* gozoso se asoma el ciervo, vedlo pasar:
sus ojos llamean silencio, almizcle deja su huella
vedlo pasar, despacio se asoma el ciervo: 66
su cornamenta es un trozo del cielo, sus pezuñas pasmo del viento
gozoso se asoma el ciervo, vedlo pasar: ** ah, qué espléndida forma la del sueño, qué materia tan apagada, tan impedida de sí, qué paso del ciervo tan callado, entre zarzas que arden, toda la noche vacilando *** dejas mirra a tu paso —ciervo que tiende las horas dejas tu nombre en la hierba —tu paso tampoco se borra dejas la tarde que sube —eres el viento que sopla dejas sitio al jardín —fuente que mi nombre ahoga dejas el día sin sol —roble que sostiene la soga dejas que pase la nube —negra sombra que me asombra
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El cristal liso y transparente Camila Krauss
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¿En dónde está la poesía en la poesía de Anne Carson? De los dedos al teclado, una respuesta: en la sobriedad del léxico simple, una desnudez sin adornos que soporta la referencia erudita y el intertexto coloquial. “El poeta original mira con ojos originales o con una visión importada, como Eliot viendo a través de Laforgue o Pound como chino” afirma Guy Davenport. Reticente a la idea de originalidad pura, Anne Carson recurre al juego de reflejos sobre el cristal, trasladando su mirada a la imaginación de Safo, Estesícoro o Keats, por nombrar a algunas de sus fuentes, Carson observa la lupa con la que observa la creación poética de otros, la transparencia de su herencia, la lisura del inglés contemporáneo como idioma para la poesía. Las mismas palabras del mecano hacen los castillos de un discurso sin fachada; un poema, eficaz y verdadero, no aparenta, es transparente andamiaje. Anne Carson escribe en versos un ensayo, o una purga sentimental, o un recado, o un hermético diálogo entre madre e hija en la cocina o lo que no dices y piensas en el diván del psicoanalista. Estructuras que soportan registros de una interioridad femenina sin ornamento ni vehemencia. En cadenciosas intermitencias, Anne Carson se distrae del canto y habla, se confiesa lacónicamente y se interrumpe a propósito; el suyo es un discurso no lineal que se apoya, tanto en el verso corto como en el versículo y consigue un ritmo sincopado con aliteraciones y la disposición solemne de blancos y estrofas en una versificación más bien narrativa que musical. James Laughlin se asombra con la experimentalidad de esta autora canadiense, pero al invitar a Davenport a hacer el prólogo de
Glass, Irony and God (New Directions Paperbook, 1995) le recalca: she needs explaining. Davenport responde: I don’t think she needs explaining at all… Anne Carson’s powers of invention are apparently infinite. The range of her interests go from horizon to horizon… Prose will not accommodate Carson’s syncopation, her terseness, her deft changes of scene. El poema largo “The essay of glass” (“Ensayo sobre el cristal”) incluido en Glass, Irony and God, reproduce en tercetos (en su mayoría) oralidad y pensamiento, ruido y silencio, monólogo y polifonía, expresividad emocional y pensamiento crítico. Puedo escuchar pequeños crujidos dentro de [mi sueño. La noche gotea su tintineo de plata a mis espaldas. A las 4 a.m. me levanto pensando en el hombre que partió en septiembre. Su nombre era Law. Mi cara en el espejo del baño tiene blancos surcos que descienden. Me enjuago y regreso a la cama. Mañana voy a visitar a mi madre. […] Viajo todo el día en tren y traigo un montón [de libros— algunos para mi madre, algunos para mí incluyendo Las obras completas de Emily Brontë. Mi autora favorita. También mi gran miedo (…) Siempre que visito a mi madre siento que voy convirtiéndome en Emily [Brontë, mi vida solitaria me rodea como un páramo, mi cuerpo desgarbado apisonando truzcos [de lodo [con un aire de transformación que muere cuando paso por la puerta de la [cocina. ¿Qué carne es, Emily, la que necesitamos? […] Tres mujeres silenciosas en la mesa de la cocina. La cocina de mi madre es oscura y pequeña, pero afuera de la ventana, hay un llano estático y helado.
Cientos de preguntas me golpean los ojos [por dentro. Mi madre estudia su lechuga. Paso a la página 217. […] Es como si todos hubiéramos sido sumergidos [en una atmósfera de vidrio. De vez en cuando una advertencia rasguña el [cristal. […] A través de la ventana puedo ver hojas muertas, [caen haciendo tic-tic en la llanura y restos de nieve marcadas por la suciedad de [un pino. En medio del páramo
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[…]
ce amalgamar un occidental corazón enamorado, una cabeza inteligente y sesuda; un cuerpo que siente y una mente meditativa y autoconsciente. La poesía de Anne Carson es filosa y fría, contrasta con su fascinación por pintar volcanes en erupción y leer a los clásicos grecolatinos.
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Se extiende tan lejos como el ojo alcanza a ver sobre millas planas hasta el cielo blanco, sólido [y opaco.
Cuando entro la cocina está quieta como un [hueso. No hay sonidos del resto de la casa. Espero un momento luego abro el refri Brillante como nave espacial, exhala fría [confusión. Una vez oí a unas niñas cantar una canción [de Festival de Primavera que iba: Violante en la despensa Roe un hueso de cordero ¡Cómo roe eso! ¡Cómo le clava el diente! Cuando sabe que está sola.
donde el suelo se hunde en una depresión, el hielo ha comenzado a romperse. Brota agua negra
Las niñas son más crueles entre sí. Alguien como Emily Brontë, niña toda su vida, a pesar de su cuerpo de mujer,
borbotea como la ira. Mi madre habla de repente. La psicoterapia no sirve de mucho ¿o si? […]
se repuso con crueldad de todas sus caídas, como nieve de primavera.
Una voz en primera persona narra simultáneamente: un rompimiento amoroso, la vuelta a la casa materna como nido de amortiguamiento, avistamientos sobre el origen de la crueldad, el comienzo de la primavera en un páramo helado, los delirios de la razón, líneas de reflexión sobre la obra de Emily Brontë, acciones sin importancia como dormir sin cortinas o comer yogur. En apariencia, un “caos organizado”, y definitivamente, un caos transparente (y tal vez por ello intimidante) agrieta las expectativas del lector ceñido a géneros, linealidad y formas prefijadas en la poesía. En medio de las cumbres borrascosas de lo que implica la forma por la forma, en la literatura y el arte modernos (de Gertrude Stein a Francis Bacon, etc.) y frente al hecho de formas carentes de contenido, ¿qué lugar tiene la experimentalidad? Anne Carson opta por la experimentalidad en pos de la no-disociasión, es decir, de la inclusión de todos los niveles de realidad (y por lo tanto del discurrir) de la conciencia humana, en el devenir de la conciencia poética. La mente de Carson pareTrapecios 3, 2010.
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A wound gives off its own light surgeons say. If all the lamps in the house were turned out you could dress this wound by what shines from it…
Trapecios 4, 2010.
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[…] …a los 14 cuando un perro rabioso la mordió [(según dicen) cruzó a zancadas la cocina y tomó de la estufa [unas tenazas rojas de calor que apretó contra su brazo…
La poesía cauteriza llagas frías y la crueldad caliente. Los accidentes de cocina, el frío amor no recíproco o traicionado, la vocación por elucidar la ira, todo esto hermana a Carson con criaturas como las hermanas Brönte o Emily Dickinson. También comparte con ellas esa geografía donde la primavera despunta cuando aun hay hielo sobre la tierra, el paisaje donde un sol de acero brilla y derrite la nieve mientras los árboles florecen y los setos retoñan, el momento estacional donde la fertilidad despierta y se propaga debajo y a pesar del hielo: “Libertad significa algo distinto para distinta gente […] tan pronto como la luz de la mañana toca mis ojos quiero estar afuera, en ella”. Fue Safo la primera en referirse a Eros como aquél que, de un flechazo, nos desata una experiencia de placer y dolor, simultáneamente. Homer and Sappho —cita Carson en su ensayo Eros. The bittersweet (Dalkey Archive Press, 1998)— concur, however, in presenting the divinity of desire as an ambivalent being, at once friend and enemy, who informing the erotic experience with the emotional paradox. El término compuesto con el que Safo adjetiva a Eros es glukupikron, literalmente dulce-amargo, debido al efecto de las flechas de Eros que primero nos sangran miel, luego amargura. Una herida, la de Eros, despide luz propia aun cuando en casa todo se haya quedado a oscuras y no haya nadie (The Beauty of the Husband, Vintage, 2001):
La poeta le dedica 29 tangos a un hombre que: Not ashamed to say I loved him for his beauty. As I would again… El mismo hombre que fuera su marido y hurgara en su libreta de apuntes y de ella copiara buenos finales para las cartas a sus amantes. Why did I love him from early girlhood to late middle age…? Beauty. Not a great secret. Carson asume las ambivalencias de Eros, aleccionada por los helenos: the lover is the loser (…) loves does not happen without loss of vital self (Dalkey Archive Press, 1998). La rendición a esta pérdida del yo es algo que tiembla en el furor de las visiones fantásticas de Emily Brontë e hilvana la apasionada renuncia a nada de Emily Dickinson, autoras mironas de: Dios, humanos, páramos, nieve, luz, oscuridad, almas, amantes y un no miedo a la muerte. Anne Carson se pregunta de dónde sacó Emily Brontë —quien nunca tuvo “amigos, niños, sexo, religión, matrimonio, éxito o salario”— a un personaje como Heathcliff. Heathcliff es un nombre para representar toda la contrición y el encierro impuesto a una imaginación sensual y creadora, la de la señorita Brönte, en este caso. Anne Carson, doctorada con una tesis bajo el título: Odi et amo ergo sum, cede en su arte a las fuerzas de Eros en una época que ve el Deseo como un problema médico o de mercado y apoya y va tras la pronunciación de la bella de Lesbos: “…adoro la delicadeza… Eso y un ansia amorosa de sol, me han deparado el esplendor y la belleza” (Carlos García Gual, “El ultimo poema de Safo” en Letras Libres, julio 2006). Anne Carson es una voz inclasificable dentro de la propia tradición en lengua inglesa, un caso singular de una poeta “culta” y de oído ejemplar, pero igualmente cómoda y resuelta para abandonar la puntuación convencional, el metro o la demarcación de un solo género. La influencia de Marcel Duchamp en su concepción del poeta como artista, como ejecutante, y de la poesía como experiencia sensorial de múltiples niveles, no-sólida, es contundente y no efectista; lúcida en cuanto a la apropiación de medios para comunicar y expresar; como si al cabo de cierto número de poemas apilados, de versos transcritos o sonados, la poeta siguiera preguntándose: ¿Qué se supone que contiene un libro de poesía…?
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Cรกlamo aromรกtico Ja r o s l aw Iwa s z k i e w i c z
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Sin la figura y la obra de este gigante, la literatura polaca contemporánea quedaría mutilada; sufriría de una oquedad que ningún otro escritor estaría en posibilidades de colmar. Murió de casi noventa años, setenta de los cuales estuvo dedicado a la creación literaria. Le inquietaron todos los géneros y a ninguno se rehusó: la poesía, el ensayo, el teatro, la novela y el cuento. En este último es indudablemente un gran maestro. Alimentado en las ricas tradiciones literarias, polaca, rusa y francesa, del siglo XIX, conocedor a fondo de la cultura europea moderna, en sus novelas y relatos logra plantear los problemas del hombre de hoy a través de una prosa fundida en los más puros moldes del pasado. Piénsese, por ejemplo, en algunos de sus relatos más perfectos: El bosque de abedules y Madre Juana de los ángeles. Una nota que caracteriza su producción es la distancia que sabe guardar frente a sus temas y personajes. Su pluma no deja de subrayar, con ironía, su calidad de espectador, aunque, paradójicamente, este efecto lo logra al introducirse en el relato mismo, tal como ocurre en este “Cálamo aromático”, publicado en 1960. Sergio Pitol
El cálamo aromático, que en algunas regiones de Polonia suele también llamarse ácoro, tiene dos aromas. Cuando se machacan entre los dedos sus largos tallos verdes se obtiene un suave aroma de “aguas sombreadas por los sauces”, con alguna ligera reminiscencia del nardo oriental; pero si se aproxima la nariz a alguna hendidura de los tallos, recubiertos por una pelusilla lanosa, se percibe a la vez un perfume de almizcle, un olor a limo, a pútridas escamas de pez, a cieno. Desde mis primeros años he asociado tal olor con la idea de una muerte repentina. Durante mi niñez, el pórtico y los balcones de casa se cubrían de cálamo aromático en los cálidos y animados días de la Pascua. Pero esa planta también me recuerda la muerte de mi
primer amigo verdadero, quien tenía el extraño nombre de Gracián y pereció a los trece años. Esto ocurrió hace mucho tiempo, pero hasta el presente ese perfume ambiguo me trae a la memoria sombríos pensamientos. Cada final tiene una relación misteriosa con el principio; sonidos, colores y olores repercuten de un extremo al otro de nuestra vida. Los aromas de la juventud entreveran con los de la vejez y la juventud se refleja en el polvoso espejo de la senectud. La gente, por lo general, se asombra de que para huir del bullicio de las ciudades y la fatiga de los viajes, para evadirme de ocupaciones tediosas y estériles pase una parte del verano (el fin de la primavera, mejor dicho) en Z., una pequeña población situada a orillas de un gran río. Fuera del río, de los prados y bosquecillos de las riberas, del pequeño puente que une ambas márgenes, no hay literalmente nada notable en la población. Una polvosa plaza de mercado, algunas casas y pequeñas villas y, eso sí, muchos jardines y huertos que son el único ornato del lugar. Para mí, el mayor atractivo reside en que puedo vivir en una casa de reposo sin dar a nadie mi dirección ni ser molestado por llamadas telefónicas o telegramas, recibiendo sólo una carta diaria de mi mujer. Hay otra cosa que me atrae allí: mi amistad con la señora M., a la que personas que no me conocen bien atribuyen una significación mayor de la que en realidad tiene. Es una amistad perfecta, ya que nos vemos sólo una vez al año durante dos o tres semanas; no nos escribimos y no tenemos ninguna curiosidad excesiva sobre nuestros respectivos secretos. Eso contribuye a la sinceridad de nuestras confidencias y tiene una influencia benéfica sobre nuestro carácter. Durante veinticinco años de amistad no hemos dejado de ser algo “especial” el uno para el otro. La señora M. —Marta—, esposa de un médico, perdió a sus dos hijos durante la ocupación, y ahora vive en una absoluta soledad. Su marido está del todo absorbido por el trabajo. Además de las labores en el hospital tiene abundante trabajo privado en las afueras de la población. En otros tiempos lo veía pasar en carros de caballos en los que recorría quince o veinte kilómetros para visitar a sus pacientes. Ahora que tiene automóvil puede visitar en el curso de un día a un gran número de personas. Esto se refleja económicamente en su hogar. A pesar del buen nivel de vida, Marta resiente agudamente la soledad. Las pocas semanas que paso en Z., no logran hacerla olvidar la vacuidad de su existencia. Debo añadir
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la juventud lleva una indumentaria informal: brillantes camisas a cuadros y el cabello desgreñado a la manera beatnik. Los domingos, en cambio, el cabello está meticulosamente peinado, las camisas son blancas y las chaquetas oscuras. Vestidos de uno u otro modo, los jóvenes beben jugo de frutas y, pese a lo que se dice de la embriaguez en Polonia, no llevan vodka consigo; son demasiado pobres para comprarlo. Juegan también al bridge, a medio céntimo el punto. Por lo regular, hay pocas jóvenes; la mayor parte de ellas van con sus compañeros para bailar. ¿Adónde podía llevar Marta a una amiga llegada de Varsovia? ¿Qué podía mostrarle en aquel pueblo arruinado por la guerra? Naturalmente tenía que llevarla al embarcadero. El río centelleaba bajo la luna. De vez en vez una ola se estrellaba ruidosamente en la orilla. Pero nadie miraba al río. Las parejas bailaban en la terraza donde el magnavoz carraspeaba despiadadamente. En el interior casi todas las mesas estaban ocupadas. Algunos jóvenes jugaban a las cartas. Las dos señoras se sentaron en una pequeña mesa en un costado del salón y echaron una mirada a la sala. En un rincón, detrás del mostrador, una amable rubia vendía agua gaseosa y el jugo de frutas que daba fama a la fábrica local. Uno tenía que ir a servirse. Marta se dirigió al mostrador y pidió dos botellas de jugo de manzana. De regreso a su
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que Marta jamás se queja, no expresa sus sentimientos. Atiende con esmero la casa, se ocupa del teléfono, anota los mensajes de los pacientes y procura que el doctor, cuando vuelve a casa lleno de fatiga, encuentre orden, paz y armonía. La casa del doctor es una residencia de antiguo estilo, como hay varias en el pueblo. El complicado diseño de las vastas habitaciones hace imposible la división del edificio, así que el matrimonio lo tiene todo para sí. El cuarto de los hijos está cerrado con llave y nadie entra en él. Las otras habitaciones, de techo bajo, pero con suficiente luz, están amuebladas con muebles antiguos. Marta me recibe siempre en el salón de muebles de caoba estilo Zimler, cubiertos de felpa color zafiro, de cuyas paredes cuelgan algunos cuadros y el retrato de Marta hecho por un artista local, que en otros tiempos debió haber respirado el aire de París. En unas jardineras oscuras crecen espesos manchones de plantas verdes que parecen hechas de seda y hojalata. En una esquina hay un enorme piano de cola que nadie toca desde hace años. El suelo se halla cubierto por una alfombra roja en cuyo centro aparece una mujer que lleva dos cubos de agua en un balancín. No era un cuarto que invitara a las confidencias. Sin embargo, fue allí donde Marta me narró la historia de su vida. Allí también, hace poco, cuando le confirmaron los síntomas de una enfermedad incurable, me hizo el relato que sigue. Por supuesto tomé notas —como lo haría todo escritor— y las complementé posteriormente dando libre cauce a la imaginación e intentando, a veces, penetrar en el corazón mismo de los protagonistas. Quizás he tratado el asunto de una manera demasiado dramática, como si se tratase de algo excepcional. Y, sin embargo, es una historia ordinaria; centenares por el estilo suelen ocurrir diariamente en nuestras ciudades y aldeas. Marta no va nunca al embarcadero; así dan en llamar al amplio galerón de madera que se alza a cierta distancia del río. Consta de dos salas. En una de ellas hay un mostrador donde se venden cigarrillos, cerveza y un excelente jugo de frutas. Hay también una terraza grande o más bien una plataforma de madera en la que baila la gente. El edificio está sostenido por una alta base de cemento que impide que el “embarcadero” sea arrastrado por la corriente. La terraza constituye el mayor atractivo de Z. Allí van a bailar y a divertirse los jóvenes cuando se aburren por la monotonía del trabajo o de los estudios en una aldea situada tan lejos de cualquier centro cultural. Los sábados
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mesa pasó junto a un grupo de jugadores. Uno de los jóvenes levantó la mano para tirar una carta y golpeó la botella que llevaba Marta. Ésta, casi la dejó caer. El joven levantó la vista y pidió disculpas cortésmente. Marta se sentó al lado de su amiga y guardó silencio durante unos minutos. Después llenó los vasos de un líquido bello y maduro y volvió a quedarse pensativa. Miró hacia la mesa de los jugadores. El joven que había golpeado la botella quedaba frente a ella; mostraba un perfil irregular, la nariz chata y un poco aplastada, como de un boxeador. Tenía una hermosa cabellera peinada hacia atrás. Miró la mano con la que sostenía las cartas: eran dedos largos y hermosos que contrastaban con la nariz quebraba, con la cabeza vulgarmente esculpida y con el macizo cuello que emergía de la camisa roja. Marta pronto advirtió que su amiga y ella tenían poco que decirse. Poseían algunos recuerdos juveniles comunes, pero Marta había llegado desde hacía algún tiempo a la conclusión de que no soportaba los recuerdos. Estos la envejecían y le traían a la memoria un mundo que se había convertido en cenizas, y ella tenía aún vagas esperanzas en el presente. Escuchó el relato de su amiga que tenía cuatro hijos diseminados en distintas partes del mundo, recibía de ellos cartas y paquetes y creía cortés informar detalladamente a Marta de ello. Marta escuchaba tratando de ocultar su falta de interés y de vez en vez hacía alguna pregunta mientras observaba a los muchachos que jugaban a las cartas. De repente vio a una joven que entró con paso rápido, se detuvo frente a la mesa de los jugadores y puso la mano sobre el hombro del muchacho que había golpeado la botella. Éste se volvió y entonces por primera vez pudo
verle la cara de frente. Ésta no correspondía, como sucede a veces, a su perfil. Amplia, de maxilares marcados, con una expresión y un brillo especial en los ojos que Marta encontró muy atractivo. El joven dijo algo a su amiga y se volvió de nuevo a atender el juego. Ella permaneció algunos minutos a su lado, como vacilante. Después se alejó con lentitud. Vestía un suéter negro y una falda de vivos colores. Llevaba el cabello al estilo “cola de caballo”. Algo en ella había de descuidado, cierta languidez en los movimientos, un desaliento que se manifestaba en toda su figura. El suéter, muy ceñido, destacaba las hermosas líneas del cuerpo. Sus movimientos eran felinos. Parecía ser una chica interesante. El joven dejó de jugar y en medio de la indignación de sus compañeros salió corriendo tras la muchacha. Le reemplazó un adolescente magro y de mirada astuta que durante todo el tiempo sólo había estado esperando la ocasión para ocupar un sitio en la mesa. Poco después Marta y su amiga abandonaron el lugar. Al día siguiente dieron un largo paseo por el terraplén que se extendía varios kilómetros a lo largo del río. Lo único que tenía carácter en el pueblo era el río. Su belleza compensaba el polvo, la suciedad y la vulgaridad de las calles y hacía que uno se olvidara no sólo de las casas, sino también de los habitantes. Corría, ancho y majestuoso, por un gran lecho, bordeado a ambos lados por bosquecillos. A principios del verano emergían del agua unos bancos de arena semejantes a dorsos oblongos de monstruos marinos; pero en el centro la corriente seguía siendo rápida y poderosa. Después de las lluvias volvía a crecer el caudal de agua y cubría rápidamente las arenas emergidas. La vista del río era demasiado poderosa y, en cierto modo, inhumana para el gusto de Marta. Ella prefería ir por el terraplén, a cierta distancia del río, y contemplar los verdes prados que se entreveían a través de los bosquecillos como si fueran otra corriente, más remansada. A lo largo del camino se extendían bosques de sauces. De cuando en cuando se alzaba entre los sauces el tronco enorme, centenario, de un álamo. Cuando se pasaba al lado de uno de esos gigantes, incluso en un día aparentemente sin viento, la fronda temblaba siempre con un extraño murmullo musical, continuo y suave, diferente al seco rumor de las palmeras. Era una música que Marta prefería a todos los rumores del campo. Había también allí espesuras de matorral y de sauces
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llorones. Eran esos los lugares donde se formaban pequeños lagos, “ojos” cubiertos de agua y juncos, donde flotaban nenúfares blancos y amarillos. A Marta le gustaba detenerse cerca de aquellos depósitos de agua, sombríos y muy profundos. En el fondo de los estanques manaba una fuente subterránea que se manifestaba en la superficie por medio de burbujas y círculos en el agua. La atraían sobre todo los “ojos” rodeados de un espeso laberinto de maleza y cálamo aromático, como si pretendieran ocultarse de la vista del hombre; la atraían por su carácter misterioso, y por el hecho de que en sus márgenes se lograba la soledad completa. Parecía que al lado de uno de aquellos lagos se estaba completamente al margen de la vida. Cuando Marta y su amiga llegaron al terraplén resplandecía un brillante sol de mayo. No se veía en el cielo una sola nube y los sauces estaban inmóviles. Sólo se oía el dulce murmullo de los álamos. Caminaban tranquilamente. A la izquierda, en dirección a los prados, bajaba una ladera azul de nomeolvides; a la derecha se alzaban las casitas de los campesinos y brillaban los cristales de los invernaderos. Marta escuchaba con indiferencia el relato de su antigua compañera. De pronto vio a una pareja sentada al borde del terraplén. Era la misma del embarcadero. La joven llevaba un vestido claro y él una camisa color caqui. Ella hablaba con animación, mientras su compañero mordisqueaba una hierba con el rostro vuelto hacia el río que en aquel lugar se veía azul entre los matorrales. Marta los vio de lejos. Cuando ambas mujeres llegaron al sitio donde estaban sentados, la pareja guardó silencio. Al volver del paseo los jóvenes se habían marchado. Marta recordaba el lago donde habían estado sentados y vio allí tréboles y nomeolvides aplastados. Pocos días después la amiga se marchó. Uno de sus hijos debía llegar de los Estados Unidos y tenía que ir a Varsovia a esperarlo. Marta volvió a quedar sola. Y así una tarde salió a dar un paseo a lo largo del río. Le parecía que iba a encontrar otra vez a esa pareja que la había fascinado por su belleza y juventud. Y efectivamente, casi en el mismo sitio encontró al joven, pero solo. Marta sabía ya como se llamaba y qué hacía. Era Bolek K. Aunque apenas tenía unos veinticinco años trabajaba desde hacía tiempo en el servicio fluvial. Bolek era muy popular en el lugar y todo el mundo lo conocía. Marta era
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también bastante conocida. Cuando ella pasó junto al joven, éste se ruborizó y la saludó. Marta se detuvo cerca de él. —¿Así que hoy está solo? Bolek se ruborizó aún más e hizo ademán de levantarse. —Siga, siga sentado —dijo Marta—, también yo me sentaré. Este lugar es muy hermoso. Se sentó en la yerba y miró el paisaje. Ante ellos se levantaba un álamo alto y lleno de encanto. Era un día muy caliente y Bolek llevaba sólo una camisa deportiva. Tenía brazos hermosos, pero la cara con la nariz chata parecía de cerca muy fea e incluso salvaje. Marta lo miró atentamente. —Halina se ha marchado —refunfuñó él. —¿Quién es Halina? —preguntó. —Una muchacha —respondió Bolek con voz encantadora y sonrió. Pese a la diferencia de edades, Marta, sentada al lado de Bolek, se puso a pensar en su cuerpo. ¿Podría encontrar él algún atractivo en su belleza madura y quizás marchita? Sintió de pronto —hacía mucho tiempo que no pensaba en eso— sus caderas y sus muslos; pensó en sus senos. “Él no sabe cómo soy”. Y recordó que su costumbre de hacer gimnasia diariamente le había permitido conservar hasta la edad madura el vigor de los músculos y la elasticidad de la piel. Seguía teniendo los pechos pequeños, andaba con paso rápido y ligero. ¿Sería suficiente esto para atraerlo? Se sintió avergonzada. Durante unos minutos reinó entre ellos el silencio. —Ella es estudiante —dijo Bolek repentinamente, sin mirar a Marta—; es bastante inteligente y yo soy un simple muchacho... Había verdadero pesar en su voz. Marta no tenía deseos de escuchar sus confidencias.
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—¿Viven sus padres? —preguntó. —No —respondió—, murieron durante la Insurrección. Me ha criado mi abuela. —Ha criado un muchacho estupendo —dijo con voz segura y se detuvo al instante. “¿Qué es lo que me hace decir estas estupideces?” —pensó. —¿Dónde estudió usted? —preguntó sobriamente para borrar aquella necia frase. Bolek la miró con súbito desagrado, como si estuviera pensando. “¡Por Dios, no es éste el sitio para interrogatorios!” —En Elberg —dijo—; hice cursos de técnico de irrigación. —¿No le hubiera gustado estudiar otra cosa? —Está usted como Halina —dijo Bolek con impaciencia—. No seré otra cosa, ¿me entiende? No, he nacido para ser medidor del agua y basta. —¿Y ella qué quiere que sea usted? —preguntó Marta contenta por la ruda respuesta del joven. Era claro que él no había advertido su estúpida frase. —Bien, quiere que lea libros y que salga con ella de paseo por la orilla del río a la luz de la luna. —¿Y usted prefiere jugar a las cartas? —¡Por supuesto! —Lo vi la otra noche en el embarcadero. —Sí, me acuerdo. Abajo, al pie del terraplén, pasaba un rebaño de vacas con las ubres repletas manchadas de verde por las altas hierbas; andaban lentamente, delante de los zagales que a cada momento gritaban ¡Alto! Una llevaba, sin masticarlo, un ramillete de nomeolvides en el hocico. Marta puso su mano sobre la de Bolek. —A mí también me gustaría que usted estudiase, que leyese libros. Bolek no retiró la mano. Un mosquito se le detuvo en el brazo y Marta lo aplastó. Una gota de sangre apareció en la bella redondez del músculo. —Leo a veces —dijo Bolek con profunda voz de bajo—, pero no sé dónde pedir libros prestados. Yo no puedo comprarlos, debo mantener a mi abuela —añadió a guisa de explicación. —Pídamelos a mí —dijo Marta—. Nosotros tenemos bastantes libros. Mi marido los encarga y yo no tengo mucho tiempo para leer. La mayor parte de las veces se quedan sin abrir. —Muchas gracias —respondió embarazado Bolek, que no sentía el menor entusiasmo por la lectura. —¿Cuándo vendrá usted? —preguntó Marta.
Él no respondió. Comenzó sobriamente a masticar una hoja de hierba. Marta le tocó un brazo, pero él ni lo advirtió, embebido como estaba en sus propios pensamientos. De pronto explotó: —¡Vaya Dios a saber lo que ella se imagina! Quiere ser profesora universitaria y dice que se avergonzaría de un ignorante como yo. Tal vez carezca de educación. A decir verdad no me interesa ninguna filosofía. Estoy muy bien así como soy. Si quiere casarse conmigo, bien, si no, ya me las arreglaré... Marta se quedó estupefacta. —Pero seguramente son demasiado jóvenes para casarse. Bolek la miró irritado. —Demasiado jóvenes, demasiado jóvenes. Eso dice ella también. Nunca seré distinto. —Venga a verme mañana —dijo Marta con bastante firmeza y se levantó. Bolek también se puso en pie —¿Sabe dónde vivo? Cerca de la puerta de Cracovia. Le extendió la mano. A través del cuello de la camisa distinguió la temblorosa piel del pecho. —¿Nada usted? —Por supuesto —respondió él y le besó la mano. —Entonces tal vez podamos encontrarnos alguna vez en el río. Él no respondió. Parecía sorprendido pero no incómodo. Marta estuvo de excepcional buen humor durante la cena. El doctor parecía fatigado, pero pronto se recuperó. Hablaron de los asuntos del día con una vivacidad que faltaba desde hacía tiempo en sus comidas. La vida en común había perdido todo sentido desde hacía bastante tiempo. Marta desempeñaba las labores de una buena esposa, pero la cocina era el dominio de la vieja Sofía, que había criado a los niños, y el cuidado del jardín y la atención al teléfono no eran ocupaciones absorbentes. Marta advertía la futilidad de su vida pero no sabía qué hacer al respecto. De vez en cuando invitaba a alguna amiga de la capital, pero las visitas escapaban a los pocos días. Una de ellas comentó a su regreso a Varsovia que la atmósfera en la casa era semejante a la de una obra de Ibsen y eso contribuyó a que las demás se resistieran a aceptar las invitaciones de Marta. El doctor no era muy exigente: le gustaba la buena comida y los domingos leía los periódicos y las revistas médicas. Casi nunca conversaba con su mujer; su trabajo y el deseo de ganar dinero lo absorbían. Por las noches ni siquiera tenía fuerzas para hablar.
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—Eso sería horrible —se estremeció—. Odio a las mujeres jóvenes. Son tan presuntuosas. El doctor se le volvió a acercar. La tomó por un brazo. —Bien, salgamos de aquí —dijo—; sólo te estás martirizando. —Vivo martirizada. Llena siempre de una vergüenza terrible cuando veo una vida joven. La juventud en cambio es tan desfachatada, ¿no crees? —dijo mientras salía del cuarto acompañada de su esposo. Pero el doctor meneaba la cabeza con ademanes de negación. —Pareces olvidarte de una cosa —le dijo—, que la vida puede muy fácilmente convertirse en muerte. Al día siguiente se presentó Bolek. Marta estaba bastante sorprendida. Sólo después de un rato comprendió lo que el joven quería: había tomado al pie de la letra lo que ella le había dicho sobre los libros. Quería que le prestase algo para leer, pero no sabía qué. Algo de literatura polaca, dijo vagamente. Marta supuso que deseaba leer algún libro relacionado con los estudios de Halina. Obviamente no leía nada ahora y ni siquiera recordaba los títulos de los libros leídos en la escuela. Aceptaría cualquier cosa, pero Marta insistía en hacerle confesar alguna predilección. Fue incapaz de lograrlo. Estuvieron por un buen rato sentados en el salón de muebles color zafiro. El tiempo era bueno y había una bella puesta de sol. Frente a la casa crecían unas enormes lilas. Estaban en floración y velaban la luz crepuscular con sus ramilletes de un blanco verdoso. —¿Ha visto nuestras lilas? —preguntó—, son verdaderos árboles. Esta era una de sus expresiones favoritas, una expresión de su
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Esa noche, sin embargo, parecía que algo entre ellos había cambiado. Esta momentánea animación fue una sorpresa para los dos, y, sentados a la mesa frente a frente, parecían en cierto modo renovados. El doctor estaba intrigado. Vio que Marta se llevaba ambas manos a la cabeza y se echaba el pelo para atrás; un gesto hacía tiempo olvidado, un ademán de los años juveniles. El doctor suspiró; bajó la mirada y contempló una vez más su plato. La comida era excelente esa noche, arroz con cangrejos y crema, y de postre crême brûlé. Después de cenar Marta se levantó y tomó una llave del cajón de una mesita próxima al piano. Su esposo la miró sorprendido. Rápidamente, aunque trataba de ir más despacio (pensaba en el gracioso andar de Bolek) llegó hasta la puerta de la habitación de sus hijos, la abrió y penetró en ella. Encendió la luz. El cuarto estaba muerto y vacío; no quedaba nada de su antigua atmósfera. Marta se sentó a la mesa donde sus hijos acostumbraban estudiar. Unos años atrás pasaba diariamente algunas horas frente a esa mesa, pero desde hacía mucho tiempo no pisaba la habitación. En el comedor el doctor tomaba el té, al parecer imperturbable. La puerta del cuarto de los hijos quedaba frente a él, así que podía observar todos los movimientos de su mujer. Después de un momento, la vio cubrirse el rostro con las manos y permanecer así, con los codos apoyados sobre la mesa. Cuando terminó de beber el té se levantó con visible esfuerzo y se dirigió hacia ella. —Ven —le dijo, poniéndole la mano en un hombro—. No te sientes aquí. Marta se levantó, lo contempló durante un instante. —¿No sientes vergüenza de estar vivo? —preguntó. Él se encogió de hombros. —Siento vergüenza de vivir cuando tantos han muerto —dijo Marta. Se levantó y comenzó a caminar por el cuarto vacío—. Siento vergüenza frente a todos los que han muerto, no sólo ante nuestros hijos. El doctor permaneció desamparado en medio del estudio; los brazos le pesaban como si fueran de piedra. —Piensa tan sólo en la multitud de jóvenes que viven —dijo Marta— mientras que nuestros hijos han muerto. —Ya no serían ahora tan jóvenes —musitó el viejo doctor. —¿Crees que se habrían ya casado? —Seguramente. Tendríamos ahora en casa a sus esposas.
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juventud. En aquel entonces las lilas no eran tan altas, pero ya entonces las llamaba árboles de lilas. Bolek no sabía, al parecer, de que árboles se trataba. Como algunos hombres muy viriles era incapaz de recordar los nombres de las flores y de los árboles. No tenía ninguna idea de cuáles pudieran ser las lilas sólo conocía el nombre y eso debido a una anécdota vulgar oída en el colegio. —En efecto —dijo, y miró a Marta inexpresivamente. —Es usted demasiado joven —dijo Marta de pronto—. ¿Cuántos años tiene? —Ya se lo dije, veinticinco. Marta pensó que era agradable estar con alguien que declaraba tener veinticinco años. La sola cifra le producía alegría. ¡Era un número de años tan extraño y hermoso! Por un momento estuvo a punto de decírselo a Bolek, pero pensó que no entendería nada y desechó la idea. Había aún otros temas de conversación. Volvieron a hablar de la natación y de las crecientes que habían ocurrido recientemente en la localidad. Las palabras fluían mucho mejor que el día anterior. También mencionaron el terraplén. —¿Va por allí a menudo? —preguntó Marta. —No tengo con quien ir —respondió Bolek y se ruborizó. —¿Cómo? —inquirió asombrada ella. Bolek tomó aliento y respondió: —A menos que usted quiera venir conmigo. Marta se desconcertó. —Con mucho gusto —balbuceó. Luego preguntó, —¿Halina, se marchó? —Ha ido a casa de su tía. Ni siquiera se despidió de mí —dijo con acento infantil. Este tono le era a Marta completamente nuevo y miró al muchacho con ternura. —Muy bien —dijo—. Si está libre mañana al mediodía, podemos encontrarnos en la playa bajo el puente y nadar juntos un buen rato. Bolek aceptó inmediatamente. Poco después se marchó. A fin de cuentas no se llevó ningún libro. Al día siguiente Marta recibió una carta. Era una hoja doblada, sin sobre. Un muchacho del departamento hidráulico la llevó a su casa. “Querida Sra. M. Estaba ayer tan confuso que me comprometí a verla al mediodía, aunque es un día de labores y no estaré libre sino hasta las cuatro de la tarde, ¿nos podríamos ver a esa hora en el mismo lugar?
Con respetuosos buenos deseos Bolek K.” La carta estaba escrita (tal vez copiada) con letra cuidadosa e infantil, sin faltas de ortografía. “¿Se la habrá escrito alguna amiga?”, se preguntó Marta. A eso de las cuatro de la tarde fue a la playa bajo el puente. No era grande y a esas horas estaba completamente desierta. Ninguna señal de Bolek, Marta se desnudó tras los arbustos, como lo hacía todo el mundo sin distinción de edad ni de condición social y se puso el traje de baño. La corriente era tan fuerte que era imposible nadar contra ella. Había que seguir río abajo y luego salir y regresar caminando, a través del campo, hasta la playa. Marta hizo un par de estas excursiones. No quería admitir que la ausencia de Bolek le producía una gran decepción. Cuando volvió por tercera vez vio en el puente la silueta tan bien conocida. Era Bolek, pero con Halina; por lo visto no se había ido a casa de su tía. Iban rumbo a la estación; hablaban excitadamente. Marta regresó al sitio donde había dejado la ropa, bajo unas zarzas próximas a un bosque de sauces. Se sentía frustrada, incapaz de recupera el ánimo. Súbitamente advirtió el carácter de sus sentimientos hacia Bolek y tal comprobación fue como un golpe en la nuca. Se estremeció como si tuviera fiebre. Por muchos años la tristeza y la resignación habían reinado en su corazón, y ahora, como si sintiera el germen de la enfermedad mortal, que en ella se albergaba, la figura de ese joven, más joven aún que sus hijos, había asolado su alma. Quiso maldecir a Bolek, sin embargo no hizo sino repetir una y otra vez. —¿Pero acaso la culpa es suya? Permaneció sentada durante largo rato. Varias personas pasaron por la playa: soldados que nadaban en ropa interior, niños. Unos adolescentes caminaban llevando ramos de cálamo aromático recogido en los prados colindantes con las pequeñas lagunas. El día siguiente era la Pascua de Pentecostés y el cálamo se emplearía para decorar las casas. Marta siguió allí por un buen rato. “¿Tener que vivir después de esto?” —se decía—. “Es terrible, preferiría morir ahora mismo”. De pronto escuchó una voz: —¡Señora Marta! ¡Señora Marta! Miró hacia arriba. En el puente estaba Bolek; sonreía.
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—Perdóneme por el retraso —le gritó inclinándose por el barandal—. Bajo ahora mismo. Iremos a recoger ácoro. Marta le saludó con la mano. Cogió un largo tallo verde de la planta acuática que un niño había dejado caer al pasar. Olió la hoja aromática. Adoraba ese olor. Después se levantó y salió al encuentro de Bolek. Esperó un poco, hasta que apareció él por entre la maleza. Se había quitado la ropa y se acercaba a ella con su paso danzarín, completamente desnudo, salvo una mínima trusa color limón. No estaba quemado por el sol, por el contrario la piel era blanca y suave como la seda. Una vez más le sorprendió su belleza excepcional. Las líneas del pecho y los muslos eran tan armoniosas, tan perfectas que Marta permaneció casi sin habla. En silencio le tendió la mano, pero él esta vez no la besó. La miró directamente a los ojos. La tosca cara plantada sobre un cuerpo tan hermoso cobraba otra expresión. “Si tan sólo no hablara”, pensaba. Pero Bolek habló. —Siento haber llegado tan tarde, pero tuve que acompañar a Halina a la estación. —¿Se marchó? —No tenía suficiente dinero para el billete. Tuve que darle lo que tenía y me quedé sin un centavo. Sonrió de una manera tan radiante que se le transfiguró el rostro. La sonrisa pareció extendérsele por todo el cuerpo. —Te prestaré algo —dijo Marta. —¿En verdad? —Bolek estaba más que feliz. Aquello era horrible. Marta quería borrar cuanto antes aquella conversación vulgar, odiosa. Quería separarlo, y ella con él, de todo el mundo. Quería cubrirlo con un verde manto de hojas. ¡Y que callara! La playa, el puente, los niños que sin cesar gritaban, los soldados que se bañaban le resultaron de pronto insoportables. No quería mirar las casas del pueblo que desde allí se divisaban. De la parte baja del río llegó el canto de un mirlo. En un álamo cerca del puente se podía ver su centelleante plumaje dorado. Marta tenía cogido a Bolek por la mano. —Vamos, cogeremos cálamo para mañana —dijo, y lo arrastró hacia los prados. A lo largo del río, entre las orillas pobladas de bosquecillos y las vastas praderas cubiertas en aquel momento por una espesa red de margaritas, se encontraban los pozos de agua estancada. Eran vestigios de afluentes cuya desembocadura se había encenagado o agujeros que se habían llenado a causa de las inundaciones.
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Algunos de esos pozos formaban verdaderos lagos pequeños, pintorescos, abundantes en cálamo y cubiertos con los abanicos de las hojas planas de los nenúfares. En las verdes aguas se reflejaban los altos sauces, los bosquecillos y las nubes blancas que apaciblemente desfilaban en el alto cielo. Marta y Bolek caminaron en silencio. A la orilla de uno de esos pequeños lagos, situado lejos del camino y un poco distante de los otros, se alzaba un alto álamo. Cuando se pasaba a su lado, incluso en los días sin viento, las hojas del árbol zumbaban incesantemente. Era una música singular que Marta amaba apasionadamente. Llegaron a la orilla de un amplio y sombrío lago, muy profundo, había en las márgenes un poco de arena blanca, una playa minúscula. Dejaron allí las prendas que llevaban y se quedaron en traje de baño. Serían las seis de la tarde, pero el tiempo era cálido. Bolek llevaba puesta sólo su minúscula trusa color limón. Marta lanzaba de vez en cuando miradas a su cuerpo perfecto que no armonizaba con su rostro de eslavo bárbaro, con su tosca nariz chata. Él se tendió en la arena a contemplar las escasas nubes que pasaban por encima del lago. A lo lejos, en los otros pozos, las ranas croaban ruidosamente. Lo ruiseñores gorjeaban con exagerada intensidad. Sólo ellos se mantenían silenciosos. —¿En qué piensas? —preguntó Marta. —En nada —respondió Bolek con desagradable premura. —¿En Halina? —insistió ella. —Sí, en Halina —confirmó el joven y se sentó. —Tienes la espalda llena de arena. Deja que te la quite. Y se puso a limpiar la piel de Bolek.
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—Pero si ahora voy a bañarme —dijo el muchacho con impaciencia. Marta no le hizo caso y siguió acariciando cuidadosamente la espalda del joven. Después apretó fuertemente su mejilla contra ella. —¿Qué hace usted? —exclamó Bolek, volviéndose bruscamente. Marta retiró la cabeza y se echó hacia atrás. Por un momento se miraron fijamente, hasta que Bolek atrajo hacia sí la cabeza de Marta y la besó en los labios. El beso se prolongó por largo rato. Cuando se separaron, Marta sólo pudo decir: —¿Qué has hecho Bolek? Bolek sonrió y dijo suavemente: —Eres tan buena. Marta enrojeció. La frase la irritó. —Un hombre jamás debe decirle a una mujer que es buena. —¿Y qué debe decirle, entonces? —preguntó Bolek ingenuamente, pero con cierta petulancia. —Nada —silbó Marta entre dientes y le dio la espalda. Durante unos minutos permanecieron sentados frente a frente sin decirse nada. Finalmente Bolek suspiró. —Hay que coger esa hierba —dijo. Se levantó bruscamente y se lanzó al lago. Se zambulló, emergió en el centro y poco después estaba ya al otro lado, donde crecían los verdes tallos de la planta aromática. Marta se quedó en la orilla con el corazón pesado por la desolación. En realidad —pensaba— no le quedaba sino el suicidio. Todo estaba perdido. Cuando Bolek cruzó de nuevo el lago y apareció ante ella con una brazada de cálamo lo miró como a un extraño, como a un desconocido. “Uno de los dos debería morir” —pensó—. Y se imaginó el infinito alivio que sentiría si aquel joven dejara de existir. No habría entonces nadie en la tierra que conociera su secreto. El tormento y la vergüenza se desvanecerían del todo. —Toma —gritó Bolek alegremente, sin mostrar la menor confusión por lo que había ocurrido—. Traeré más. Y dejó caer a los pies de Marta la brazada de plantas verdes. “Está acostumbrado a estas cosas” —pensó Marta con amargura, sin querer mirar a Bolek. Miraba las plantas depositadas en la arena. —Ya hay bastante —dijo. —No, es muy poco. Luego te quejarás de que soy perezoso —Bolek rió, y de repente la
tomó por el cuello y rozó suavemente sus labios con los de ella. Marta quiso retenerlo. —En seguida, en seguida —dijo con mirada significativa—. Traeré todavía un poco más de esta porquería. Se separó de ella y se zambulló corriendo en el agua obscura. Desapareció y tardó un largo rato en emerger. Marta vio salir la cabeza en el centro del estanque. Avanzaba lentamente y con dificultad. “¿Qué le pasará?” —se preguntó Marta. Bolek nadó tranquilamente hacia la otra orilla. Sus brazos surgían clásicamente del agua y sus manos se movían de manera elegante en la superficie. Marta le vio llegar a tierra, detenerse ante los manchones de cálamo y arrancar largos tallos. Naturalmente con el verde ramaje en un brazo se le hacía más difícil el regreso. Podía nadar sólo con una mano. Por eso avanzaba tan despacio. “¿Qué le pasará?” —volvió ella a preguntarse. De pronto se hundió en medio del lago. “¿Por qué se zambulle?” —se preguntó con inquietud Marta. La cabeza de Bolek surgió del abismo unos minutos después. Estaba bastante lejos, pero ella pudo advertir en sus ojos algo semejante al miedo. Se incorporó rápidamente. Bolek volvió a hundirse. Cuando apareció hizo con la mano un ademán de desesperación. Se estaba ahogando. Marta se tiró entonces al agua y nadó en dirección suya. Nada se veía en la superficie. Al llegar al centro del agua se zambulló hacia el fondo. Al abrir los ojos vio esa opaca luz verdosa que se suele percibir al zambullirse. Tendía las manos en todas las direcciones en busca del cuerpo. Pero nada encontraba. Descendió aún a una profundidad mayor. No podía resistir más la falta de respiración y comenzaba a salir a la superficie, con los párpados cerrados, cuando las manos de Bolek, que se agitaban sin sentido e inconscientemente, rozaron su cuerpo. En aquel momento dos fuertes brazos se prendieron a su cuello. Trató de salir a la superficie, pero los brazos pesaban, la apretaban y atraían hacia abajo, hacia el fondo. Perdió el aliento; presintió que al siguiente segundo comenzaría a tragar agua. Con un enérgico movimiento de cabeza logró liberar el cuello de los brazos que la sofocaban y con un ligero impulso hacia arriba volvió a la superficie. Estaba muy cerca de la orilla. No supo ni cómo logró llegar a la arena. Miró el pequeño lago: en medio del agua oscura surgieron durante un momento algunas
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Traducción: Sergio Pitol
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ra para siempre grabar en la memoria esa belleza inverosímil. Todo el cuerpo del ahogado parecía cubrirse de un celofán que lo hacía extraño e irreal. Comenzaba a dejar de ser humano. En la radiante luz del crepúsculo de junio brillaba impúdicamente la trusa color limón estrechamente pegada al cuerpo, cuyo color se oscurecía por efecto del agua. “¿Por qué no me he ahogado con él? —pensaba Marta inclinándose sobre el cuerpo— ¿Es que quiero vivir?, ¿seguir viviendo?, ¿para qué?” E incesantemente volvía a su memoria el momento en que con un ademán violento había librado su cuello del abrazo sofocante. —¿Vivir? —repetía—, ¿vivir? Delicadamente tocó el pecho de Bolek. La piel del ahogado se secaba rápidamente aunque el sol había descendido ya hacia el oeste. Sintió bajo los dedos algo infinitamente frío, como el mármol. La armonía de los músculos era perfecta. Marta puso los labios en el pecho donde crecía un vello delicado. Se había ya secado también. Gradualmente fue desplazando sus labios más abajo del pecho, después con pasión salvaje comenzó a besar el pecho, el diafragma, el ombligo. En la violencia de los besos con que cubría al muerto descendía cada vez más abajo. Todo el cuerpo frío, estatuario y bello olía a cálamo. Pero cuando Marta sintió bajo sus labios el borde de la trusa, llegó a sus narices un olor a limo, a escamas pútridas y a cieno, el aroma de la muerte, que muy pronto sería también el suyo.
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burbujas. Se cubrió los ojos con las manos. Cuando las retiró la superficie estaba tersa. Subió al terraplén y corrió gritando: —¡Socorro! ¡Socorro! De atrás de los árboles surgieron dos muchachos que segaban el trigo. Les gritó, a la vez que señalaba el pequeño lago: —¡Allí, bajo el árbol! Bolek se está ahogando. Los muchachos corrieron más deprisa y cuando ella llegó al lago se habían quitado la ropa y arrojado al agua. Buscaron sistemáticamente en el fondo. Cuando salían a la superficie gritaba. —En el centro, en el centro —profería Marta. Los muchachos recorrieron todo el lago y emprendieron el regreso. De pronto uno de ellos, Stasiek, exclamó, irguiendo la cabeza: —¡Aquí está! ¡Lo he hallado! —Agárralo por el pelo —gritó el otro. Ambos se zambullían y emergían en el mismo sitio, luego nadaron hacia donde estaba Marta; tirando de un fardo bajo el agua. Llegaron a la orilla con grandes dificultades sacaron a Bolek, luego lo tendieron en la arena. Todo esto había sucedido en una media hora. Comenzaron a practicarle la respiración artificial. El agua salía a chorros por la boca del ahogado, pero éste no daba ninguna señal de vida. —Espera —dijo Stasiek— voy a buscar a alguien más, hay que columpiarlo. —Yo te acompaño —gritó el otro, mirando con cierto temor el cuerpo. Sabía seguramente que todo esfuerzo era inútil. Bolek era un buen nadador. Debió haber sufrido un ataque al corazón. Cualquier auxilio era innecesario. —Quédese cuidándolo —dijo Stasiek a Marta. Se pusieron la ropa sobre los cuerpos mojados y se fueron corriendo. Durante unos momentos se oyeron todavía sus gritos. En el pequeño lago reinaba un silencio mortuorio que no alteraban ya los gritos de los muchachos. El cuerpo de Bolek yacía en la arena al lado de un manojo de ácoro, tal y como lo habían dejado sus salvadores. Tenía los brazos en cruz y en el vello de las axilas brillaban redondas gotas verdosas. Los ojos abiertos eran inexpresivos y duros como los de las estatuas antiguas. De la boca entreabierta escurría un fino hilo de agua o saliva. Acurrucada junto al cadáver, Marta lo contemplaba intensamente, como si quisie-
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Décima suerte* Jo r g e B r a s h
* Selección del cuaderno inédito integrado por 54 décimas correspondientes a las estampas de la lotería mexicana.
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Si en el coco el agua danza, en este fruto gigante puesto al anhelo delante como cumplida esperanza, la sangre se agolpa... y lanza sus guijarros contra el día. ¡Ah cómo me gustaría, de ofrenda para mi diosa, una encarnada y jugosa rebanada de sandía!
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LA SIRENA Empecé por añorar la tibia humedad del seno, desestimando el veneno de esta criatura de mar. Pretendía soportar la belleza que enajena —promesa de dicha plena— y a su embrujo resistir. Acabé por sucumbir al canto de la sirena.
EL VENADO Yo sé de un árbol viajero que anda en busca de su pienso en un pastizal inmenso. Con los fríos de febrero desciende desde el otero a triscar el anhelado helecho del descampado. Al alba miré en la brecha la cornamenta derecha, la majestad del venado.
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EL DIABLITO En general muy discreto, comedido y reservado, lo traigo aquí en un costado o pegado al esqueleto. Sin él me siento incompleto desangelado, maldito... y entre rumores transito imperceptibles al mundo. Me disgrego, me confundo sin este diablo bendito.
LA GARZA Exaltación de blancura en lo más verde del llano, este viento destilado en frío su nieve encumbra. Ingrávida luz de pluma pisa el silencio descalza y tenue nube levanta en un punto del pantano. El tiempo se ha congelado en un prodigio, la garza.
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Diario Borges Pa b l o S o l Mo r a
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Para Alfonso Colorado
11 de diciembre, 2006 Hoy, a mi clase de la una en Sever Hall, llegó un alumno agitando The Crimson Harvard con la mano en alto y me preguntó si había visto lo del robo.
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Yo no había visto nada, claro. Resulta que en Lame Duck Books, librería de viejo en Arrow St., adonde voy a curiosear de vez en cuando sin comprar nada, poseían ni más ni menos que los manuscritos de “Pierre Menard, autor del Quijote” y “La biblioteca de Babel”, valuados
en algo así como medio millón de dólares cada uno. Al parecer fueron robados luego de que el dueño los prestara para una exhibición en Hamburgo. Ya se presentaron sendas denuncias ante la policía de Cambridge y la Interpol. Digno de un cuento del propio Borges o, más precisamente, de Henry James.
12 DE DICIEMBRE Hoy la noticia del robo está en todos los periódicos. He visto las notas del Boston Globe, el New York Times, Clarín y, por supuesto, The Crimson. Mientras las leía, vi más claro el argumento de un cuento tipo James (cuyos Note-books, dicho sea de paso, compré aquí mismo en la librería Grolier hace diez años y de donde saqué la costumbre de anotar argumentos para relatos): un joven aspirante a escritor y fanático admirador del Maestro roba los originales de unos textos (poemas, de preferencia), los atesora celosamente y los venera como si fueran reliquias. Confiesa su crimen a un profesor suyo (especialista en la obra y que ha contribuido en gran medida a la admiración del muchacho), seguro de que es el único que puede entenderlo. Éste trata en vano de convencerlo que devuelva los manuscritos. El profesor ha insistido en clase en la memorización de poemas con la idea de que sólo así los textos se harán parte de su ser o algo así. Arrebatado con esta idea y presionado por la pesquisa policíaca de los textos, al final el muchacho decide comérselos o alguna acción grotesca por el estilo. La historia, claro, estaría narrada por el profesor.
14 DE DICIEMBRE Leo frenéticamente las más de mil quinientas páginas del monumental Borges de Bioy Casares, que estoy reseñando. Ahí aparece Borges al natural, con su inteligencia e ironía habituales, pero también con su malevolencia, sus prejuicios y manías. “¡Qué animal!”, es el dictum borgeano repetido a diestra y siniestra. No se salva nadie, de Goethe a Thomas Mann.
18 DE DICIEMBRE Voy, como todos los lunes, a casa de D., a quien conocí el año pasado en el Rockefeller Center cuando dio una conferencia sobre el Quijote siciliano de Giovanni Meli (un curiosísimo Sombrero 4, 2010.
En el Borges leo: “Habla de diversos horrores sentidos. Sentir, en cama, de noche, que todo es horrible, hecho de repeticiones, incomprensible: ‘Ver, de pronto, toda la vida como una sucesión de ciclos triviales y repetidos. Te acercás a la ventana, después fatalmente te alejas un poco, echás comida adentro, vas al cuarto de baño y la expelés, decís: ‘Buenos días, cómo le va’, te vestís, te desvestís, te tendés en la cama, te cubrís, te descubrís, te levantás…’ ”. ¿Todo mundo sentirá alguna vez lo mismo? Yo lo he sentido (más que con horror, con tedio) a la hora de cepillarme los dientes (en alguna época me dio por pensar en voz alta, melodramáticamente cansado: “La vida es lo que pasa entre cada vez que nos lavamos los dientes”) y a la hora de levantarme, muy temprano.
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19 DE DICIEMBRE
didos. El narrador, en este caso, sería un aburrido erudito borgeano (especialista en los primeros y repudiados libros de ensayos y autor de un libro titulado Borges, inquisidor de Borges) que imparte un seminario de doctorado en la universidad cuando ocurre el robo. Cuentista frustrado en su juventud, decide intentar escribir una historia al respecto, una historia al estilo de Henry James…
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poema épico de más de mil octavas reales). Como de costumbre, más que nada platicamos y tomamos café. Me cuenta varias anécdotas sobre Borges, al que tuvo oportunidad de tratar el año que estuvo aquí para impartir las Norton Lectures. La protagonista de varias es más bien Elsa Astete, su primera esposa. Elsa, impresionada, tomando fotos en los baños de Harvard; Elsa negándose a vivir en la casa que la universidad les había conseguido; Elsa escondiendo debajo de la cama las cartas que le llegaban a Borges; Elsa aburriéndose horrores en las reuniones que se organizaban después de las conferencias; Borges desesperado hablándole una noche por teléfono a L., diciéndole que ya no aguanta más y que por favor le consiga un lugar para vivir. Y mi favorita: Elsa dejando a Borges por horas en alguna banca frente al río mientras ella se iba a pasear por ahí. Pienso, desde luego, en “El otro”, el cuento donde el viejo Borges del Charles se encuentra con el joven Borges del Ródano, y me pregunto si no deberemos a la negligencia de Elsa uno de los mejores cuentos de Borges.
21 DE DICIEMBRE “Para este relato me hubiera gustado un inicio enfático y memorable (‘Bajo el notorio influjo de Chesterton…’), o bien sobrio y preciso, como una ordinaria referencia bibliográfica (‘En la página 272 de la Historia de la Guerra Europea de Liddell Hart…’), ambos mecanismos utilizados varias veces por el Maestro. Renuncio a esas elegantes posibilidades y confieso de una vez la verdad: no soy un narrador, sino un especialista (otro más) en la obra del autor de El Aleph, particularmente en los primeros y repudiados libros de ensayos. El colega o el curioso probablemente conozca mi libro Borges, inquisidor de Borges, editado por la Universidad de Hamburgo y acogido favorablemente por la crítica especializada…”
20 DE DICIEMBRE He estado pensando que el relato no tendría por qué apartarse demasiado de la realidad y que bien podría tratar sobre los manuscritos de Borges efectivamente perSombrero 5, 2010.
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22 DE DICIEMBRE
sación sea un típico ejemplo del desencuentro entre el académico y el escritor. De los últimos años registrados en el libro, lo que presiento que se me va a quedar grabado son esas descripciones desoladas de las cenas de fin de año en casa de Bioy: él, Borges, Silvina y alguna persona más en la penumbra de un cuarto, muertos de sueño y de tedio, hablando sin escucharse, esperando que den las doce.
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A punto de terminar el Borges. En sus últimos años, al parecer, difícilmente escuchaba a alguien (impresión que dan también varias de sus entrevistas; el interlocutor hace una pregunta, Borges contesta algo que no tiene nada que ver y se larga a hablar de Kipling o Stevenson). Bioy apunta: “Diríase que sólo quiere hablar él (no escucha, interrumpe) y que no le importa que lo oigan: colmo de egocentrismo”. Una de las muchas víctimas fue Raimundo Lida, con quien sostuvo una de estas conversaciones. De cuando la leí, recuerdo que Lida intenta vanamente encauzar la plática hacia algún lado y Borges siempre sale con otro tema (hace poco, en la conferencia que organiza Harvard en memoria de Lida, Ricardo Piglia recordaba cómo éste había sido unos de los pocos interlocutores de Borges que se había atrevido a decirle que no). Había visto que su nombre figuraba en el índice y tenía curiosidad de saber qué diría. Temía, en el fondo, que la mención no fuera a ser halagadora. En efecto, no lo es. Sobre la dicha conversación, Borges dice: “Lo que traté de decirles, pero no in so many words, es que a él le interesa la historia de la literatura y a mí la literatura”. Sorderas aparte, quizá la conver-
Los manuscritos aparecieron. Nunca fueron robados. El dueño de la librería los encontró entre unos folders perdidos en un librero mientras buscaba otra cosa. Ahora se manejan dos hipótesis: una genuina estupidez y un ridículo mundial.
23 DE DICIEMBRE Borges y D. En pleno invierno, Borges insiste en ir a Concord a visitar la casa de Emerson. A ella no le queda más que acceder, temerosa de que se caiga en el hielo o tenga un accidente. Lo lleva en coche hasta allá y una vez en la casa, parado frente a ella y viendo lo poco que podía ver, Borges comenta: “Y bueno, es mucho más modesta que la de Hawthorne, ¿no es verdad?”.
27 DE DICIEMBRE Los manuscritos aparecieron. Nunca fueron robados. El dueño de la librería los encontró entre unos folders perdidos en un librero mientras buscaba otra cosa. Ahora se manejan dos hipótesis: una genuina estupidez y un ridículo mundial o un elaborado truco publicitario (a costa de la policía y la Interpol parece poco probable, no hay que subestimar la estupidez). Yo, por lo pronto, sigo ensayando variantes para el relato, pero, me conozco, lo más probable es que acabe por no escribir nada.
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Pájaros en la boca Almadía, Oaxaca, México, 2010 Sa m a n ta S c h w e b l i n
Este libro pertenece a la colección Mar Abierto de Editorial Almadía, donde se da cabida a los viajes más ambiciosos y logrados de la narrativa contemporánea, aquellos que descubran islas inexploradas o transmitan la experiencia de la inmensidad oceánica, que hace posible la navegación. Así reza la parte final del colofón de Pájaros en la boca, volumen de catorce cuentos de la escritora argentina Samanta Schweblin, que la citada editorial acaba de poner en circulación. La frase en sí es toda una declaración de principios y, a renglón pasado, puede decirse que Schweblin ha cumplido su cometido de ir, justamente, por esos mares de la imaginación. Desde la presentación misma del libro hay una intención desbordada y clara por ser original. Y es que tanto la colección Mar Abierto correspondiente a la narrativa contemporánea, como Pleamar, tocante a la sección poética de esta editorial, intentan darle una cara sugestiva y atractiva a los volúmenes, utilizando elementos visuales y juegos de imágenes en papel que fungen como ventanas para el futuro lector que puede husmear e interesarse en su contenido. La portada muestra una imagen de fondo, el de una niña y, como segundo forro del libro, la silueta horadada de un pájaro, forma que da un guiño al lector toda vez que éste ha leído el episodio narrativo que da nombre a esta novedad editorial. Samanta Schweblin nació en Argentina en 1978, en la ciudad de Buenos Aires, en el 2001 obtuvo el premio del Fondo Nacional de las Artes en su país con la obra El núcleo del disturbio, mismo que se publicó en Editorial Planeta en el 2002. También consiguió el primer premio del Concurso Nacional Haroldo Conti y el premio Casa de las Américas en 2008 por el libro que nos ocupa en estas líneas. Pájaros en la boca es una invitación a la brevedad. Onda corta de frecuencia modulada, bien escrita y no siempre con finales convencionales y cerrados sino sumamente abiertos que recuerdan por momentos pasajes de la Nueva novela francesa (Nouveau Roman) de mediados
de siglo XX. “El cavador” da muestra de ello: sin nombres, con rasgos apenas mencionados del lugar y las circunstancias y con atisbos psicológicos ante determinada situación, los personajes remiten también a los cuentos pertenecientes a El exilio y el reino de Albert Camus, sólo que en breve, como resumidos, en onda corta. En “Conservas” asistimos a una buena historia: un embarazo al revés. De la gordura, torpeza, lentitud y gula de los últimos días previos al parto, tornamos al paulatino descenso hormonal y a la ligereza de gramos y compromisos, todo con aséptica cordialidad, control y aceptación social, rondando la esquizoide e impoluta sociedad de cualquier libro de ciencia ficción donde lo aberrante es norma social de buen gusto. “Conservas” es uno de los cuentos mejor logrados, es un viaje a la semilla (de Carpentier) o el extraño caso de un pariente lejano de Benjamin Button. “Mariposas” es un relato de carretera, peripecias de una pareja on the road; una foto, el instante de un episodio en el camino con un sutil toque gaucho, mate y asado incluidos. El asombro no para ahí, la historia sigue, sólo que el narrador ya no nos convida de la misma. Ahora bien, imaginemos una divertida y dramática historia de infidelidades vista por un niño esperanzado en la visita de Santa Claus. Con un brillante y ágil manejo del humor al presentar una escena de violencia histérica propia del agravio que emana del adulterio, el cuento “Papá Noel duerme en casa” da una idea de la homogeneización que prima en nuestras sociedades latinoamericanas y, ¿por qué no? en buena parte del mundo occidental en donde el american way of life nos permite imaginar las historias narradas como en una simpática película hollywoodense. Bajo ese mismo tenor puede desarrollarse la idea del divorcio en “Pájaros en la boca”, esa constante conformada por un círculo familiar roto y vuelto a armar en la siguiente relación, resumida en la frase concerniente a los hijos: los tuyos, los míos y los nuestros. Con ese marco apa-
rece en escena la historia de un padre, su ex esposa Silvia y Sara, hija de ambos, cuya forma de alimentarse es peculiar y, por momentos, escalofriante. Cómo los padres se enteran de la muy particular dieta de su angelito y cómo lo afrontan es, como dice Serrat, todo un síntoma de urbanidad. El dulce y sensual candor de una joven enamorada, desvelado en un tono íntimo, tierno y femenino da cuenta de un sentimiento profundo en “El hombre sirena”, obra en la que los mitos quedan de lado y se piensa más bien en una situación cotidiana, desarrollada con ejemplar naturalidad. Destaca también por sus buenas hechuras, por su brevedad (tres páginas y media) y contundencia “Perdiendo velocidad”. Tego, un hombre bala del circo, percibe que aunado a su edad y gordura va tardando eternidades en los quehaceres de toda la vida: afeitarse, lavarse los dientes o atender el teléfono, lo que le atormenta y le hace decir: “Eso pasa cuando uno deja de hacer bien lo que uno mejor sabe hacer […] Eso estuve pensando, que uno se muere”. El desenlace es lo menos pero importa, y más aún, el último final del cuento. Pájaros en la boca entonces es un escenario donde deambulan personajes diversos, descritos apenas, o bien muy desarrollados, en voz masculina o femenina, con edades diversas y con personalidades variopintas; entorno en donde los diálogos aportan naturalidad y acompañan acciones también comunes y familiares al lector, como tomar una cerveza en la barra de un bar o planear un embarazo para cuando sea conveniente o, en el extremo opuesto, como en una película de Tarantino, ser testigos de situaciones límite o inquietantes tales como un cadáver frente a un refrigerador de restaurant o un hombre sirena galanteando a una jovencita, acciones todas rubricadas por diálogos bien resueltos y anclados en la bendición del relato breve, de la onda corta bien modulada. Mario Torres Ruiz
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Grano de sal y otros cristales Ediciones sin nombre / Universidad del Claustro de Sor Juana, México, D.F., 2009 Ad o l f o C a s ta ñ ó n
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Nos comunicamos con la realidad exterior a través del oído, la vista, el tacto. Podemos oír, ver y tocar porque así lo decidimos. Sin embargo, en la mayoría de los casos, lo hacemos de manera inconsciente, sólo porque hay algo en nuestro entorno posible de ser percibido. El acto de comer requiere de un grado más alto de lucidez. Si bien nos vemos impelidos por una necesidad orgánica, lo hacemos únicamente a volición propia. La alimentación es, sin duda, de todas las funciones vitales en que intervienen los sentidos, en la que más participa la conciencia. No obstante, los escritores que abordan temas gastronómicos, desde la literatura, son poco frecuentes en relación a su importancia. La descripción del banquete de Trimalción, en el Satiricón de Petronio; las comilonas de los protagonistas de Gargantúa y Pantagruel, del monje Rabelais; las recetas recopiladas en el Gran diccionario de cocina, de Alexandre Dumas; son algunos ejemplos sobresalientes. En la tradición hispanoamericana no está de más mencionar a Miguel de Cervantes, Emilia Pardo Bazán, Álvaro Cunqueiro y Manuel Vázquez Moltalbán; José Lezama Lima, Jorge Amado y Alfredo Bryce; o, más cercanos a nosotros, Sor Juana Inés de la Cruz, Alfonso Reyes, Salvador Novo, Laura Esquivel y Paco Ignacio Taibo I. A estos autores hay que unir el nombre de Adolfo Castañón (Ciudad de México, 1952). Ensayista, editor, académico y poeta, que a títulos como El mito del editor y otros ensayos, La gruta tiene dos entradas (Premio Mazatlán de Literatura 1995) y Viaje a México. Ensayos, crónicas y retratos (Premio Xavier Villaurrutia 1998), añade ahora Grano de sal y otros cristales, libro donde reafirma su prestigio de gastrófilo. Grano de sal tiene su punto de arranque en la columna del mismo nombre que, por invitación de José María Espinasa, se publicó en la revista Casa abierta al tiempo, de la Universidad Autónoma Metropolitana, entre 1994 y 1995. Como libro ha
tenido varias ediciones: una manuscrita y encuadernada a mano por Andrea Fuentes en 1997, otra incluida en la biblioteca para suscriptores del Breve Fondo Editorial en 1999, un año más tarde Planeta estuvo a cargo de la tercera estampa, y la más reciente ha visto la luz bajo los sellos de la Universidad del Claustro de Sor Juana y Ediciones sin nombre. Cada nueva edición del libro se ha visto enriquecida con textos escritos originalmente para las revistas Vuelta, Letras libres, La palabra y el hombre, Algarabía, y con otros, de diversa autoría, que permiten al lector apreciar los vasos comunicantes entre diversos géneros, propósitos y visiones. En “Grano de sal”, el primer apartado del libro y desde mi punto vista el más interesante, Adolfo Castañón utiliza el verso libre para abocarse, en diez pequeñas series de poemas, sobre la relación existente entre comida e identidad. La fiesta, tan propia de la sangre latina, tiene su lugar en esta mesa. La exuberancia de colorido, olores y sabores, atraviesa el libro todo. No obstante, el autor descubre en la cocina cotidiana, en su modestia y anonimato, su punto de partida: “Los fuegos artificiales de la cocina / festiva casi no se pueden entender sin esa / base anónima”. La forma de alimentarnos, nos recuerda Castañón, está ligada a la historia. A la Conquista y el miedo, a la religión y al sacrificio. El pescado nos sabe a Cuaresma, y la carne de puerco, las carnitas y el tocino, la chuleta, la longaniza y el chorizo, “les sirve a los mexicanos, todavía traumados / por tanto sacrificio y tanta Inquisición, / para limpiarse desde hace siglos/toda sospecha de judaizantes”. El secreto es también parte fundamental de lo que nos conforma. No sólo nos encerramos (“máscara el rostro, máscara la sonrisa”, escribió Octavio Paz) sino que también cubrimos lo que llevamos a la boca. La cocina mexicana nos muestra celosos de la intimidad. Bañamos el alimento en salsas, lo escondemos en masa o con tortilla, lo cocinamos entre hojas
de maíz, de plátano o de maguey. Tenemos la necesidad de alimentarnos de lo oculto, de “sazonar el alimento en el vientre de la tierra, / hundirlo en la madre para purificarlo, / impregnarlo de la vida taciturna, / secreta de las raíces y de la muerte”. Sin embargo, en aparente paradoja, comemos al aire libre, en el puesto atendido por una madre anónima. Llevamos el itacate al trabajo, a las peregrinaciones o excursiones. Asistimos a las tornabodas y recalentados. Para nosotros, al “igual que entre los españoles, / comer es, esencialmente, salir a comer”. Con los franceses tenemos otras semejanzas: el paralelismo numérico entre chiles y quesos, la ortodoxia con respecto al gusto (“mientras los franceses echan de menos por / la mañana su café con tartine (…) los mexicanos sufren una nostalgia visceral / que lloran con chiles y salsas”) y el papel de las flores “en ambas cocinas (los franceses las imitan / como adorno; los mexicanos se las comen)”. A diferencia de los europeos que, decían los chinos, son “bárbaros que comen con espadas”, de este lado del mundo nos arremangamos los brazos y nos ponemos de pie. Para la tostada o el taco no se necesita más: “Cuchara y alimento, servilleta y vianda, / relleno y plato, la tortilla sugiere en su / pensamiento circular que para el diente / mexicano se da una consagración feliz, / una alianza inolvidable entre los fines y / los medios que hace del instrumento: un indumento”. La segunda parte del libro, “El cocinero práctico”, es un recetario decimonónico que perteneció a Juan E. Morán, bisabuelo del autor. Si bien, como señala el propio Adolfo Castañón, no es una obra original, ni un ejemplar sobresaliente de la cocina nacional mexicana, su interés radica en las expresiones de la época, ni plenamente orales ni escritas, y en recordarnos que la tradición gastronómica del país tiene sus raíces en el recetario criollo. Sirva de muestra la receta de Gaznates de ranchero: “Se muele nixtamal sin
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de las imágenes, la fuerza de las evocaciones de sabores, olores y texturas”, como señala Soledad Loaeza en la contraportada, y de lo que comeremos cotidianamente, de ahora en adelante, con un mayor grado de conciencia. El poema, el diario, la receta, el ensayo, el comentario de viajes… no son aquí una mera colección de textos, sino los muchos ingredientes de un mole a la vez íntimo y erudito.
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en la misma dirección de la evolución de la lengua, de los estilos literarios y artísticos y del desarrollo de los medios de comunicación y de control social. A manera de postre, las últimas páginas del libro recogen refranes populares, menús, recetas, leyendas, algunos poemas y prosas, un breve listín comentado de obras sobre alimentación, y una bibliografía. Grano de sal y otros cristales es una invitación a disfrutar de, y con, la lengua. De la “riqueza del vocabulario, la frescura
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ojitos y en seco se le pone queso seco azúcar y canela, ya revuelto todo se le pone la sal que necesite, se hacen figuritas y se fríen en manteca”. Como tercera entrada, y a manera de plato fuerte, el “Tránsito de la cocina mexicana en la historia. Cinco estaciones gastronómicas: mole, pozole, tamal, tortilla y chile relleno”, conferencia leída en el Coloquio “Literatura y gastronomía” organizado por la Universidad de Amberes en 2007, asistimos a la periodización de las diversas cocinas mexicanas
Darío Carrillo
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La sabiduría sin promesa Lumen, México, D.F., 2009 C h r i s t o p h e r D o m í n g u e z Mi c h a e l
Si tomamos en cuenta que la historia no es el estudio sistemático y cronológico de todos aquellos hechos realizados por el hombre que repercuten preponderantemente hasta nuestros días, y más bien es un cúmulo de enfermedades padecidas por la humanidad, nos encontramos, tal vez de una manera ególatra y sin sorpresa, con que el siglo XX, cómplice y victimario de las dos guerras más virulentas, fue el que más padeció ante las voluntades humanas. Desde las batallas religiosas e ideológicas, hasta las revoluciones intelectuales y artísticas, con una persistencia casi devota e inconsciente por el Eros y el Tánatos, viejos jerarcas que entre telones vigilaron la puesta en escena, es precisamente donde La sabiduría sin promesa: vidas y letras del siglo XX de Christopher Domínguez Michael intenta reescribir la patología del siglo pasado a través de la literatura. “Durante el siglo XX floreció, a contrapartida del horror, una nueva vivencia del sexo, del erotismo y, quizá, del amor”, alcanza a apuntar el autor en un prólogo sustancioso que propone una revisión de la literatura que haya su nacimiento, esplendor y ocaso en la inmediatez y bre-
vedad que caracterizaron al siglo XX: “Los académicos se han apresurado a concluir que el siglo pasado fue una centuria corta. Entre 1914 y 1989”. Lo que pudiera ser en primera instancia un canon personal, donde aparecen las lecturas de formación hasta aquellas que consolidan al autor como uno de los críticos más importantes de la lengua española, es más una necesidad por entenderse a sí mismo como un hombre hecho a partir de la literatura y su fantasma: la historia. El libro se vuelve entrañable gracias al conjunto de anécdotas biográficas que acompañan a cada ensayo y crítica. Así nos encontramos con un Anatole France que dejó a su mujer porque perdió la dentadura, o a una Susan Sontag que muy joven tuvo el atrevimiento de tocar a la puerta de Thomas Mann, hasta una María Yupina que por su temeridad se hizo respetar ante el gobierno de la Rusia estalinista. Con una curiosidad cercana a la del biólogo que mira a través del microscopio su caja de Petri, Domínguez Michael acude a su librero para acercarnos a su
pathos personal, contagiándonos de una enfermedad de la cual, contradictoriamente, lo más saludable sería no curarnos, ya que como diría André Gide, quien aparece en las páginas de La sabiduría sin promesa y de cuyo ensayo debe su nombre el libro: Creo que las enfermedades son llaves que nos pueden abrir ciertas puertas. Hay un estado de salud que no nos permite comprenderlo todo. Es muy posible que la enfermedad nos niegue el acceso a ciertas verdades, pero la salud nos niega el acceso a otras o nos desvía de ellas, al hacer que por ellas no nos inquietemos.
Desde la pérdida de la noción del universo como un todo indivisible gracias al nacimiento de la modernidad y con ello, la categorización del mundo, los sistemas político-utópicos y la fe ciega por el progreso, sabemos ahora que no hay promesa en la historia, mucho menos en la literatura, pues haciendo coincidir a Kundera con Domínguez Michael, debemos aceptar que el único deber moral de la literatura es el conocimiento, una especie de sabiduría que nos revela algo de
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nosotros mismos, que tal vez siempre ha estado ahí. “La sabiduría sin promesa es la única manera —nos dice Michael— de beber del fluido del tiempo sin arriesgarse al desacato de la profecía”. El libro es aprehensible por su estilo libre de toda atadura académica, que in-
vita constantemente a la lectura, demostrando que la crítica es ante todo un acto de sinceridad, pues hablar de un libro es siempre hablar de uno mismo. Se agradece esta segunda edición ampliada del libro, donde podremos encontrarnos con autores un tanto fami-
liares para nosotros, como con otros que a partir de la lectura de esta Sabiduría sin promesa empiezan a serlo a riesgo de contagio del cual, estoy seguro, no habrá cura. José Pulido Tinoco
Un tiempo suspendido. Cronología de la vida y la obra de Juan Rulfo Conaculta, México, D.F., 2008 Roberto García Bonilla
Tarde o temprano, las obras literarias terminan delatando su rango artístico. Las hay que nacen bajo el signo de lo artificioso y la impostura. En ellas, dice Sergio Pitol en El mago de Viena, las costuras resaltan demasiado. Otras, en cambio, nacen perfectas. Y aún cuando algunos tarden en reconocer la maestría de sus líneas, este tipo de obras dejan inmediatamente una sensación de vértigo. Sólo en estos casos, el lector siente, al concluirlas, la necesidad de conocer los entresijos de la creación para ver si dicha perfección tiene algún fallo, una mancha, algo que delate su terrenalidad; y, no conforme con ello, busca también en la vida del autor para saber por qué escribió así. Vanos intentos. Las obras de este género terminan por imponerse a la crítica y al tiempo. A esta estirpe pertenecen, lo sabemos, El Llano en llamas (1953) y Pedro Páramo (1955) de Juan Rulfo. Traducidos a más de cuarenta idiomas, los cuentos y la novela de Rulfo han sido objeto de estudio de cientos de artículos, reseñas, conferencias, ponencias, biografías, monografías, bibliohemerografías, diccionarios, tesis y cronologías. En este último género se encuentra Un tiempo suspendido. Cronología de la vida y la obra de Juan Rulfo de Roberto García Bonilla. Delineada durante doce años y sustentada en una vasta documentación bi-
bliohemerográfica, en entrevistas, obras historiográficas y biográficas, entre otros tantos documentos, esta cronología pretende consignar en un solo volumen todo lo escrito, dicho o “murmurado” acerca de Rulfo y su obra. Menudo objetivo, tratándose de un autor como éste. Sin embargo, puede decirse que se trata de la cronología más completa de las que hay acerca de la vida y obra de este autor. Parte de 1784, cuando nace Juan Manuel Rulfo, tatarabuelo del escritor, y concluye en 2002, con los homenajes póstumos a Juan Rulfo, quien murió el 7 de enero de 1986. El registro cronológico es tan detallado, que a veces se consigna día a día lo que acontece alrededor de la figura de este escritor; además, intenta corregir ciertas imprecisiones de algunos datos proporcionados por anteriores estudios y cronologías, para ello se apoya en un corpus bibliohemerográfico que tiene más de mil referencias y citas. Dato nada desdeñable para los investigadores o admiradores de Rulfo. Otra característica importante de esta cronología, y que la hace destacar entre el vasto caudal de publicaciones acerca de Rulfo, es su apéndice —de 134 cuartillas—, que registra, corrige y pone en orden, y a la mano, las diferentes ediciones de las obras de Rulfo, sus conferencias y ponencias —pocas, para nuestra
desgracia—, sus prólogos, lo que dijo ocasionalmente o durante la recepción de algún premio; además, en este apartado, se consignan las traducciones respectivas de El Llano en llamas, Pedro Páramo y El gallo de oro, las obras musicales o coreográficas inspiradas en su obra; se anotan, también, las adaptaciones teatrales, cinematográficas y aun las novelas o cuentos de otros autores que han establecido con la obra rulfiana un diálogo intertextual. Sin embargo, su publicación ha suscitado polémica. La Fundación Juan Rulfo —creada por los herederos del escritor con la finalidad de “cuidar y difundir su legado artístico”— intentó detenerla antes de ver la luz, dado que no la consideró de calidad; del mismo modo, no permitió que García Bonilla tuviera acceso al archivo del escritor durante su indagación, según comenta el propio investigador. Esa situación contradice el espíritu mismo de la Fundación. Sus razones, por supuesto, son respetables, aunque discutibles. La comunidad académica, en cambio, acogió de mejor ánimo la investigación: Fabienne Bradu, Felipe Garrido e Ilán Semo felicitaron su publicación. Por su parte, Evodio Escalante dijo que era útil por la información que aportaba, pero que no constituía el germen de una gran
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te reconocido en México? Estas y otras tantas preguntas se encuentran en Un tiempo suspendido, y también las más variadas y disímiles respuestas. Muchos lectores, entre los que se cuentan Jorge Luis Borges, Susan Sontag, Gabriel García Márquez, Günter Grass, Kenzaburo Oé, Julio Cortázar, Juan Carlos Onetti, Miguel Ángel Asturias, Sergio Pitol, el propio Octavio Paz, Carlos Fuentes, etc., han reconocido la grandeza de la obra de Rulfo. Las palabras de éste dieron incluso rumbo a nuevas creaciones, como es el caso conocido de Cien años de soledad. Es normal que los lectores deseen saber más de un autor de tal estatura. Un tiempo suspendido. Cronología de la vida y la obra de Juan Rulfo intenta responder a tales inquietudes y pone sobre la mesa varios elementos más para estudiar y profundizar en temas relacionados con el creador jalisciense. Si algo la caracteriza, es su seriedad en el tratamiento de las fuentes, su admiración hacia la obra de este escritor, su deseo de contribuir en el conocimiento de nuestra literatura y una propuesta a caballo entre la cronología y la biografía. Ninguna censura puede silenciar la recomendación de boca en boca. Julián González Osorno
Los aprendizajes del exilio Siglo XXI, México, D.F., 2009 C a r l o s Pe r e d a
Al final de su libro, Carlos Pereda señala que se propuso escribirlo omitiendo las notas eruditas, las cuales, afirma, suelen entorpecer “cualquier meditación exploradora primeriza”, y añade a continuación que el haberlas suprimido lo obliga desde ahora a emprender nuevas indagaciones sobre el mismo tema, que habrán
de desarrollarse esta vez “con el rigor que se merecen”, esto es, respaldadas con minucia en “las investigaciones pertinentes”. Parecería, así, que Pereda nos está entregando con este libro tan sólo una primera incursión en el tema del exilio, una incursión regida más por su experiencia personal (Pereda se “exilió” muy
joven de su país de origen, Uruguay), que por un corpus teórico. Me pregunto, por cierto, si existe dicho corpus. O dicho de otro modo: ¿puede existir una teoría del exilio? Después de leer este libro, mi respuesta es negativa. Creo, sin embargo, que puede existir una suerte de cartografía de la condi-
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fuerzo que hizo por superar sus propias obras, su lucha contra la palabra y el silencio hasta su muerte. Esta cronología es una “suma de voces”, como el mismo García Bonilla define su trabajo en la introducción, que a veces pisa los terrenos de la biografía. Su estructura, fragmentaria, semeja un “rompecabezas” que los admiradores de Rulfo debemos armar, como bien anota Carlos Blanco Aguinaga en el prólogo. Las preguntas se suceden en este estudio y da la sensación de estar leyendo algo más que una suma de datos vertebrados por el tiempo: ¿Por qué Rulfo nació siendo ya un clásico? ¿Realmente fue así o hubo lectores que, en un principio, no comprendieron su propuesta artística? ¿Cuáles fueron sus lecturas, sus influencias literarias? ¿Quién fue el primer lector y editor de El Llano en llamas y Pedro Páramo? ¿Por qué Rulfo se convirtió en un Bartebly que prefirió callar a seguir publicando, como observa Enrique Vila-Matas en su novela Bartebly y compañía? ¿Es Rulfo realmente el astuto zorro que Augusto Monterroso describe en su fábula? ¿Qué vivencias influyeron en este autor para escribir de esa forma lacónica y poética donde parece resonar el alma de un pueblo y, más aún, del ser humano? ¿Octavio Paz intentó frenar la carrera de Rulfo porque quería ser el único escritor plenamen-
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biografía. Observación interesante ésta, pues de todas las cronologías a propósito de Rulfo, quizá la de García Bonilla sea la más completa y la más engañosa. Engañosa porque su estructura obedece a un orden estrictamente cronológico, pero se ve la intención clara de conformar un mosaico perfectamente ordenado de sucesos y opiniones que toca al lector descifrar. A través de sus páginas se confrontan distintas visiones y voces que hablaron acerca de la obra y vida del escritor jalisciense, pero ninguna es conclusiva, ninguna se arroga la palabra final. En Un tiempo suspendido se muestra parte de la vida del escritor y las opiniones que otros tuvieron al respecto: aparece ahí desde la historia de los antepasados de Rulfo, hasta la gestación de su obra, la publicación, la crítica, la promesa de Rulfo de volver a publicar ante la insistencia de sus lectores; también deshace varios mitos: la presunta condición de que era un escritor sin lecturas ni preparación, la influencia de William Faulkner y Edgar Lee Masters, el supuesto rol protagónico que tuvieron Alí Chumacero, Antonio Alatorre y Juan José Arreola en la ordenación final de Pedro Páramo, el carácter taimado y tímido del autor. Asimismo, se enfrenta a temas escabrosos y que no gustaron a los herederos de Rulfo: su alcoholismo, su rehabilitación, el gran es-
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ción del exilio, y lo digo basándome otra vez en este libro que, contradiciendo las declaraciones finales de su autor, representa un intento de establecer, no sólo con minucia sino con cierto grado de jerarquía, unos cuantos principios básicos que atañen a la experiencia de todo exiliado. Se trata, en efecto, de una búsqueda tentativa, y lo confirma la frecuencia de exclamaciones como “cuidado”, “alerta”, “cautela”, “detengámonos un momento”, que aparecen para acotar una afirmación, matizar un argumento o introducir una duda. Son ellas, a la postre, las que imprimen su sello estilístico al libro, conformándolo como una reflexión basada en máximas de sentido común, o sea máximas probadas por la experiencia. Por eso, a la hora de recoger algunos testimonios individuales sobre el exilio, Pereda da preferencia a lo que él denomina metatestimonios, o sea poemas, y creo que lo hace por una doble razón. Por una lado, los poemas representan la evidencia más clara de que el exilio sólo puede comprenderse desde una perspectiva subjetiva; por el otro, tienen la ventaja, frente a testimonios subjetivos menos elaborados (entrevistas, recuerdos, confesiones, etc.), de elevar la experiencia individual a una condición proverbial, y es justamente en este sentido que un poema puede ser definido, en términos muy amplios, como una máxima de sentido común. Un lamento personal es respetabilísimo, pero suele parecerse a otros lamentos; en cambio, un poema que se hace cargo de una lamentación determinada no tiene por qué parecerse a otro poema que se hace cargo de una lamentación del mismo tipo. Dos poemas sobre el exilio, así, son tan diferentes entre sí como lo es un poema que hable de los balcones frente a otro que gire en torno a la experiencia de la guerra. Los poemas, por lo tanto, le permiten a Pereda confirmar que el exilio, materia impregnada de experiencia individual, guarda en su seno una repetición de situaciones y motivos que rebasan al individuo y constituyen una fenomenología o, si queremos ser más humildes, una sintomatología. Siendo así, puede haber entonces aprendizajes a partir del exilio, y el libro de Pereda es estimulante porque nos descubre no sólo que esos aprendizajes son numerosos, sino que sin algunos de ellos ninguna sociedad humana sería completa. A tal grado el exilio está presente en el horizonte social de cualquier grupo, que Pereda llega a la conclusión, a través de una serie de razonamientos que no cabe reproducir aquí, de que “toda ética es ética
para desarraigados” (p. 127), fecunda sentencia que hace del desarraigo la condición existencial que permite desprenderse del reducido terruño moral de cada uno para alcanzar una auténtica comprensión y respeto del otro, con lo cual el exilio, en lugar de una condición que padecen unos cuantos, pasaría a ser un valor que habría que construir, cultivar y perfeccionar en cada uno de nosotros. Pero volvamos a las notas eruditas que Pereda decidió suprimir de su libro. No es este gesto lo que me llama la atención, sino su declaración de que se compromete “desde ahora” a volver sobre el tema con otras armas, equipado de otro modo, dejando a un lado la libre exploración para aplicarse a un esfuerzo de profundización y sistematización del tema. ¿Será cierto? Me pregunto si no se trata de una de esas promesas incumplidas que definen el talante de un autor tanto o más que sus propósitos realizados. Es como si Pereda estuviera escindido entre dos maneras de filosofar, la del tratado y la de la conversación, y como si el hecho de haberse abandonado a la segunda lo hiciera sentirse vagamente en falta. Es el mismo sentimiento que nunca abandonó del todo a Ortega y Gasset, maestro de la disertación pero codicioso, en el fondo, del aplomo vertical de los tratadistas, según el propio Pereda afirma en la última parte de su libro, dedicada a José Gaos y a María Zambrano, ambos discípulos de Ortega. Sospecho que Pereda escribió esta parte antes del libro y decidió incluirla como un apéndice porque le permitía establecer, entre otras cosas, la oposición de dos estilos filosóficos distintos, dos maneras de reflexionar ante las cuales se siente atraído, a saber, la rigurosamente académica que encarnaba Gaos y la de temple más lírico que cultivó Zambrano. Con ello, acaso sin querer, Pereda ha querido retratar su propio estilo meditativo, colocado idealmente en el cruce de esas dos escuelas, donde el pudor y la imaginación se enlazan vinculados por una vocación más descriptiva que científica, más discursiva que teórica y, finalmente, más socrática que analítica. En efecto, educado parcialmente como filósofo en Alemania, pero atraído por la poesía con la misma intensidad que la filosofía, Carlos Pereda parece reunir en su actitud de pensador tanto la tentación tratadista como la de la libre expansión crítica o, como la llama él, “de la meditación exploradora”. Este libro es una prueba de ello. Al construir una sintomatología del exilio, Pereda parece querer tomar una
saludable distancia de sus contenidos más subjetivos y sentimentales, pero decide verificar esta sintomatología a través de unos poemas, no de unos tratados, con lo cual nos recuerda que el exilio no es una idea, y mucho menos un arquetipo, sino un accidente humano, algo que le pasa a las personas reales en momentos y lugares reales, y que los testimonios de los individuos deben ser la materia prima en que se sustente una reflexión seria sobre su naturaleza. Ya he explicado las razones por las cuales, según yo, Pereda, entre los testimonios individuales a su alcance, privilegia los poemas. Ahora añado que su interpretación de ellos es un ejemplo de pertinencia, de capacidad de atenerse a lo que cada poema dice, respetando su naturaleza de artefactos estéticos y cuidando, por lo tanto, de no someterlos a interpretaciones unívocas. Al contrario de tantos filósofos y escritores que se refieren a la poesía con un exceso de veneración, veneración que es una excusa para ignorarla o una manera de ocultar su temor a no comprenderla, Pereda, sin temor y tampoco sin engolar la voz, consigue acotar de cada poema su ascendencia espiritual dominante. No dudo, desde luego, de que Pereda tenga los conocimientos y el rigor para aplicarse a una indagación del exilio con un temple más teórico, pero me temo que, en vez de obedecer al impulso más profundo de su método de indagación, persigue con ello, igual que Ortega, un fantasma ajeno. Vuelvo una vez más a las notas eruditas. Curiosamente, mientras leía el libro de Pereda, estaba leyendo el ensayo de otro filósofo que se enfrentó al mismo dilema estilístico. Me refiero al volumen de Rob Riemen, Nobleza de espíritu, recién editado por la UNAM y ediciones de El Equilibrista. Rob Riemen nos cuenta que su libro le fue comisionado afectuosamente por una amiga suya, Elisabeth Mann, la hija de Thomas Mann, y que en la encomienda se incluía la solicitud de escribirlo sin notas al pie de página. Riemen cita las palabras de Elisabeth Mann al respecto: “—Hazle un favor a Joe: ¡nada de notas al pie! Sólo un poco de ‘poesía’ y ‘verdad’. Hasta Goethe se contentaría con ello”. Sólo un poco de poesía y verdad. Me parece que es ésta la consigna a la que fue fiel Pereda al escribir su libro, y que debería serlo, de pasada, de cualquier libro de filosofía que se escriba en estos tiempos de agitación y ruido, con o sin notas eruditas. Fabio Morábito
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Una autobiografía soterrada (ampliaciones, rectificaciones y desacralizaciones) Editorial Almadía, Oaxaca, México, 2010 S e r g i o Pi t o l
Una autobiografía soterrada culmina el viaje al que Sergio Pitol diera inicio con El arte de la fuga. Un viaje alrededor de una habitación que, de improviso, nos percatamos que está vacía, inasible. Y es que desde la Trilogía de la memoria su intención más evidente ha sido la de fundar una escritura que penetre en la urdimbre de su propia identidad, el sujeto que escribe como medio y fin de un proyecto que desde su propia esencia implica el peligro de ya no reconocerse en lo que creía de sí mismo o de caer en la cuenta de que lo único válido y patente es el no existir o no haber sido. Como el protagonista de “El viaje de invierno”, ese cuento admirable de Georges Perec, Pitol se ha embarcado en la tarea de desentrañar lo que confabula dentro del lenguaje, la materia oculta detrás de cada palabra, el andamiaje que sostiene a la obra. El arte de la fuga, como propuesta inaugural, fundó y nombró un movimiento que se vislumbra desde su creación temprana: la fuga como base del contacto con lo real. El viaje concretizó esa fuga en un territorio delimitado y, a la vez, la expandió por medio de su contacto directo con la literatura rusa y centroeuropea. Por último, El mago de Viena hizo del ocultamiento del lenguaje su propio mecanismo de ficción, una estructura directamente fundada en su misma esencia. A lo largo de esta etapa “autobiográfica”, el autor de Juegos florales ha participado en el riesgo de conocerse a sí mismo. Es en “Vindicación de la hipnosis”, incluida en El arte de la fuga, que la escritura se convierte en un medio de renuncia a lo preestablecido por el engaño del ser; la palabra sirve como iluminación (pero una iluminación a la manera de esa línea de sombra que planteó Joseph
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Conrad), como desciframiento de una silueta de la memoria. Sugiere Juan Antonio Masoliver Ródenas que sería difícil pensar que en esta configuración y figuración del recuerdo que es la Trilogía de la memoria pudiera insertarse una pieza más. Pero Una autobiografía soterrada mete en juego el acoplamiento al que Pitol ha recurrido desde su obra temprana. Esa recombinación que le ha arrojado de vuelta a los papeles de juventud, a reconstruir un cuento primerizo, a la incursión sostenida en Juegos florales, novela que pudo no llegar a existir si no hubiera sido por el temple y obstinación (una obstinación casi involuntaria) de un artista que nunca ha temido a la innombrable angustia de lo perdido. El subtítulo del libro nos induce a pensar en una suerte de prolongación que se entrevera con los vértices de ese edificio autónomo que es la Trilogía. En efecto, Una autobiografía soterrada continúa ese postulado que se vislumbra en El mago de Viena: “Only connect…”, epígrafe que hace tangibles la red de vasos comunicantes sobre la que se funda la literatura de Sergio Pitol, vasos en cuyos puntos de unión no existe, en un principio, sino la más pura intención de desaparecer, de esconderse detrás de la irresistible estructura de un lenguaje en el que todo está en todo. Sin embargo, lo que hace a Una autobiografía soterrada uno de esos libros de efectiva madurez es la aceptación de que el sujeto que ha buscado toda la vida desaparecer no ha hecho más que lo contrario: “En todo lo que he escrito: cuentos, novelas, crónicas, hasta en ensayos, me presento por todas partes, durante más de cincuenta años de escritura estoy presente” leemos en el segundo ensayo del
libro. Presencia que no implica un verdadero estar, sino la vinculación de la vida, la lectura y la escritura como estados de un mismo movimiento. Es decir, partir del viejo je suis un autre, ilusiva sustancia de la escritura, para llegar a uno mismo. Aparente regresión que no entraña un arrepentimiento, sino el aceptar que esa invisibilidad deseada siempre fue la máscara del viajero incansable de territorios, temporalidades y géneros que ha sido Sergio Pitol. “En mis narraciones soy más bien un personaje enmascarado, que se mueve en los corredores, un observador de las tramas para despejar las oscuridades de la obra, o encapotarlas más: dejémoslo así”, continúa el mismo ensayo. Podemos afirmar en este caso que todo escritor es un fantasma de sí mismo, como el innombrado personaje que ocasionalmente aparece en las páginas del Ulises y señalado como un cameo de James Joyce. Pero la rectificación no sólo está encaminada al último sustrato de sí mismo, sino hacia el resto de la obra de Pitol. En el ensayo “La coronación, el destronamiento y la paliza final”, bajo los postulados de Bajtín, se nos esboza una muestra de lo que es el ars combinatoria del autor. Sin embargo, lo más interesante es que la forma en que se nos sugiera esta lectura del mundo y de la propia escritura sea el diario. Si bien es cierto que El viaje también está trazado de esta forma, en dos ensayos de Una autobiografía soterrada (“Diario de La Pradera” y el que anteriormente mencioné) esta misma estructura ya no tiene una intención de referencia a un espacio, sino que Pitol ya nos habla desde un velado lugar sin nombre, desde la profundidad a que su escritura ha aspirado desde el principio. Esta suerte de culminación de una obra no podría exis-
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tir en un esquema lineal; solamente el diálogo consigo mismo y con la memoria es capaz de llevar hasta sus últimas consecuencias el viaje emprendido desde el comienzo de la escritura. Y es el intercambio con este pasado que muta en presente lo que propicia, por ejemplo, regresiones a etapas como la infancia: “Estoy cada vez más rodeado de la infancia, inserto en ella; me asaltan las imágenes y las voces del pasado, los ecos de esas voces de repente me aturden, pero permito que me lleguen.” Ecos que se traducen en figuraciones inaprensibles, como aquella inolvidable del final de la infancia junto al río de Atoyac. Con motivo de Paul Auster, dice Justo Navarro que “el novelista forma parte del mundo y, al traducir el mundo, se tra-
duce a sí mismo. Así se desdobla, se convierte en otro, una sombra, un fantasma”. Igualmente, Pitol traduce un lenguaje por momentos volátil, pero nunca con la intención de revelar el mundo, sino con la de descubrir la forma, la estructura en la que se configura la lengua, pues como él mismo citara en un ensayo dedicado a Kusniewicz, Sklovski sustentaba por completo el contenido de una obra literaria en la forma que éste tomara. Una autobiografía soterrada no es sólo la confluencia de los distintos matices por los que ha atravesado la obra de su autor, es también un salto alquímico, la raíz que lleva a afirmar que todo está en todas las cosas, un mapa de disolubles pasadizos. En ella resurgen muchos de los temas con los que Pitol construyó esa trilogía quimé-
rica de la memoria: su propia obra creativa, el México de su infancia y juventud, el peso de Alfonso Reyes en la cultura mexicana, las consecuencias del alejamiento del país natal y la refutación de que alejarse es desconocerse en el nuevo territorio. Sin duda, la obra de Sergio Pitol es una de las más dinámicas e impredecibles que ha dado la lengua española. Estas páginas completan los fragmentos de un libro futuro que se fundamenta en su propia intención. No sería aventurado reconocer que todos están contenidas en todos y que los pasajes entre ellos develan y ocultan a la vez un proyecto en constante recombinación. Eduardo Celis-Ochoa Fernández
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El tiempo envejece deprisa Anagrama, Barcelona, España, 2010 An t o n i o Ta b u c c h i
Persiguiendo la sombra, el tiempo envejece deprisa. Fragmento presocrático atribuido a Critias.
Con este epígrafe Antonio Tabucchi abre y nombra su nuevo libro. El escritor italiano ha elegido las palabras de una sombra. De Critias no sabemos nada, como no sabemos nada de lo que olvidamos y sin embargo recordamos en la memoria de otros. La obra de cualquier presocrático permanece sólo en las citas que otros han hecho de él. Tabucchi vuelve el palimpsesto de voces legible. El primer relato de la serie de nueve empieza así: “Le pregunté sobre aquellos tiempos en que éramos aún tan jóvenes, ingenuos entusiastas, tontos, inexpertos. Algo de eso ha quedado, excepto la juventud”: un narrador evoca la voz de un viejo profesor que a su vez cita la voz de “El viejo catedrático” de Wislawa Szymborska. Recordar es, un poco, adivinar el pasado en sus sombras. Del viejo catedráti-
co sólo retenemos eso, un perfil, como de Critias sólo un eco: “el tiempo envejece”, y si estamos hechos de tiempo, ésta es una forma de decir que envejecemos nosotros. La memoria de la juventud se renueva y permanece, no así la juventud cubierta con la piel del tiempo, y el tiempo envejece deprisa. Y es que perseguir la sombra tiene un verbo que agota. Si la vida es un camino y el camino se corre pronto, la carrera se acaba y el hombre está cansado. Pero ¿qué persiguen los hombres?, ¿qué representan las sombras? En el primer relato aparece la conciencia de un hombre enfermo, Feruccio. En realidad su nombre no es Feruccio, pero así lo llama la tía que le hace visitas en el hospital. Es ella también quien guarda la memoria de su niñez. Feruccio se da cuenta que las imágenes que guarda de su infancia las forjaron otras voces. Su propio nombre le fue dado. Ahora está conectado a una botella blanca que le suministra
morfina, la paz artificial que, sin embargo, le hace pensar incesantemente en el tiempo que cae monótono en cada gota. Feruccio piensa: “estoy enfermo de literatura”. Tal vez también fue una noche, escuchando caer las gotas, que un inventor chino ideó las clepsidras. Como la noche no proyectaba sombras en los relojes de sol, alguien debió sentir la necesidad de seguir contando el tiempo. La palabra griega “clepsidra” tiene dentro otras dos, un verbo: kleptein (robar); y un sustantivo: hidro (agua). Perseguir la sombra, tal vez, es perseguir al tiempo mismo. Cuando el sol no proyecta su paso, la literatura roba gotas al tiempo para producir un eco o un canto. En este sentido, es probable que el folklore sea la memoria más polifónica. Como la de la mujer del sexto relato: una muchacha, tiende sábanas en la terraza mientras entona las palabras de un tiempo muy lejano. Tan lejano
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cos. Antonio Tabucchi, en entrevista con Massot dijo: “La foto no tiene título y yo la llamaría El heroísmo inútil, porque medio metro no cambia nada, más aún estando en los Alpes”. El trabajo del escritor, piensa, se asemeja al de este héroe. Al final de los relatos Tabucchi escribe: “Algunas de estas historias, antes de encontrar existencia en este libro mío, existieron en la realidad. Me he limitado a escucharlas y relatarlas a mi manera”. Tabucchi persigue la sombra de personas a las que envejece el tiempo para conservar su memoria como si robara una gota a la clepsidra, o fijara un eco en su escritura. “Creo haber comprendido una cosa”, dice un personaje, “que las historias son siempre más grandes que nosotros, nos ocurrieron y nosotros fuimos inconscientemente sus protagonistas, pero el verdadero protagonista de la historia que hemos vivido no somos nosotros, es la historia que hemos vivido”. Silvia Eunice Gutiérrez
Y Pasavento ya no estaba Mansalva, Buenos Aires, Argentina, 2008 En r i q u e Vi l a - Mata s
A Álvaro García
“Una fuerte imaginación generó el acontecimiento”. La historia comenzó con el transcurrir oscilante de un espíritu fugitivo y simuladamente aleatorio, atraído por lo improbable tanto y quizás más que por lo factible. El ADN vila-matiano, su estilo, fue definido por Gonçalo M. Tavares en Biblioteca, volumen en el que aprovecha el modelo del diccionario como vehículo de sus inquietudes. En la entrada que le dedica a Enrique Vila-Matas, precisa: Como si la Historia de la Literatura dejase intervalos, cosas blancas que manchas
de tinta bien dirigidas (como las letras) pueden todavía ocupar. Pero nada es involuntario, las coincidencias son el destino de un cálculo. El azar cae de una hendidura construida en mitad de una suma sencilla; como si en medio de las letras de otros libros existiese todavía espacio para escribir nuevos libros. Las palabras infiltradas dentro de otras como agua que busca el mejor camino entre obstáculos clásicos y modernos incentivos.
Fundada en relaciones sólo en apariencia fortuitas, la obra de Vila-Matas se cimienta en una estructura reticular; en ese entramado desliza libros dentro
de otros: su poética decanta la literatura. Las coincidencias entre sus escritos —la suma de sus obsesiones— resultan el destino de un largo proceso. Como un Montaigne transfigurado, Vila-Matas ensaya la vida y se dibuja a sí mismo. Ha revelado, en múltiples ensayos, artículos y conferencias —reunidos en ocho volúmenes—, los vínculos más íntimos entre sus pasiones y lugares, entre sus novelas y cuentos, entre sus afectos y recuerdos. La trama de sus días se ha ido descubriendo en cada uno de sus textos. “Mastroianni-sur-Mer” —conferencia de disposición fragmentaria donde se eliminan las fronteras entre
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que se conviertan en otros, porque arrastrándolos consigo hace que parezca un espejismo lo que en otros tiempos fue verdadero verdaderamente”. Los ideales que en un tiempo declararon guerras entre pueblos tan semejantes, ahora que han muerto, permiten que László visite al hombre cuyo informe le hizo pasar su vida en la cárcel y darse cuenta de un secreto que no revela ninguna guerra. Si la realidad fuera un tribunal, dice Tabucchi en una entrevista, la literatura sería el testigo pero nunca el juez. El escritor, como el abogado del séptimo cuento, guarda en su memoria la película que un cineasta grabó sin cinta y cuya cámara, sin embargo, incidió con su mirada en la realidad misma. La fotografía del francés Philippe Ramette en la cubierta del libro, una versión moderna de El viajero sobre el mar de niebla de Friedrich, ironiza al wanderer romántico. En la foto, el hombre que no da la cara a quien lo observa, contempla el paisaje encumbrado en la cima de una montaña y le suma la altura de unos zan-
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que quienes conocían la canción habían muerto ya todos. Pero ella, no se sabe cómo, ha heredado esta memoria y la repite a su hijo: “yo me enamoré del aire, del aire de una mujer, como la mujer era aire, con el aire me quedé”. En el tercer cuento, los personajes también hablan del aire, pero del que hiere las nubes de una playa para darles formas distintas. En este cuento un soldado retirado le enseña a una niña el arte de adivinar el futuro en la figura de las nubes: nefelomancia. Ver el futuro, aquí, es recordar formas. Lo importante es no olvidar que son nubes y que, como dice Jung, somos nosotros quienes nos vertemos en ellas. Justamente en el tercer relato se cuenta la historia de quienes olvidaron esto y creyeron tan certero su presagio que desataron tormentas de sangre en su nombre: László, un húngaro en Nueva York, abre un poema de Yeats y lee: Men improve with the years y se pregunta: “no será exactamente eso, que el tiempo mejora realmente a los hombres, pero que esa mejora significa hacer
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los géneros— originó el diseño de Bartleby y compañía, libro sobre los escritores que dejan de escribir, sobre “las personas que viven y luego dejan de hacerlo”. Desde la ciudad nerviosa provino del impulso de concebir una “teoría de la narrativa” para conectar Bartleby y compañía con El mal de Montano, donde se narra la enfermedad de los letraheridos. En “Un tapiz que se dispara en muchas direcciones” —juego de espejos que discurre alrededor de las incidencias previas y posteriores a la publicación de Bartleby, como la intensa lluvia de “escritores del No” acaecida después— Vila-Matas reflexiona en torno a la configuración de esa novela: un andamiaje teórico que está en la raíz de El mal de Montano. Más tarde manipuló y modificó “Aunque no entendamos nada”, perteneciente al volumen del mismo nombre, para acoplarlo a Doctor Pasavento. En ese ensayo sintetiza su visión del mundo, que carga de sentido al absurdo y considera que lo esencial de la realidad se encuentra en la literatura. Así Vila-Matas crea itinerarios que dan coherencia y densidad al ciclo novelístico. Doctor Pasavento, novela cuyo eje rector es la figura de Robert Walser, habla de la desaparición y del desvanecimiento del sujeto en Occidente. Pasavento recurre a un método de abandono: pretende esfumarse hasta el anonimato. Pero de lo que realmente trata la novela, según el propio autor, es de la dificultad de no ser nadie. El yo que anhela disolverse —la voluntad del anonimato o la tentativa suicida— aparece como una constante. Vila-Matas admira de Walser su rechazo a toda esperanza de esplendor, de magnificencia: “su extraña decisión de querer ser como todo el mundo, cuando en realidad no podía ser igual a nadie, porque no deseaba ser nadie, y eso era algo que sin duda le dificultaba aún más querer ser como todo el mundo.” A su vez, sigue la estela del poeta chileno Juan Luis Martínez, cuyas letras habitan los linderos de la ocultación. Martínez —experto en fantasmas y escudriñador de los laberintos de la identidad— disfrutaba las obras que no entendía del todo, como Finnegans Wake: “Mientras menos comprendo un libro —aseveró el poeta—, más me interesa”. En Ella era Hemingway / No soy Auster, Vila-Matas retoma la idea y afirma —con César Aira y John Cage— que “entender puede ser una condena. Y no entender, la puerta que se abre”. Tras finalizar el complejo entramado de la Trilogía de la Catedral Metaliteraria —el término, que designa la serie Bartleby-Montano-Pasavento, es de Jorge
Herralde— continuó las reflexiones concernientes a la desaparición. Después de concluidas, sus creaciones siguen acompañándolo. “Es más, por lo general, no entiendo de qué trataba realmente aquel libro o aquel otro hasta muchos años después —cifra Vila-Matas—, que es cuando empiezo a ver en profundidad de qué en realidad estuve hablando yo en aquella novela, o en aquel cuento”. Y Pasavento ya no estaba es una colección de artículos y ensayos literarios escritos después de Doctor Pasavento (exceptuando “Un plato fuerte de la China destruida”, “Gombrowicz en seis horas y cuarto” y “Ventanas de la alta madrugada”). La familiaridad y las líneas narrativas emparentadas surgen de la nostalgia respecto al tema de la desaparición. El libro es un complemento obligado a la lectura de la novela. En el prólogo, Vila-Matas narra que en la presentación de la versión alemana de Bartleby y compañía, en Munich, Michael Krüger lo dejó sorprendido cuando calificó de “profundamente angustioso” el tema de los escritores que renuncian a su oficio. Años después advirtió de golpe la angustia a la que se refería Krüger y sobre la que él había hablado “sin darse cuenta”. La incomprensión se transformó en el aliciente para develar los enigmas. Lo mismo le ocurrió al publicar Doctor Pasavento: “no sabía lo que pasaba, pero sentía la necesidad de seguir escribiendo acerca de los temas centrales de ese libro, como si hubiera comprendido la profundidad real de los mismos demasiado tarde”. Los textos que creó cuando el dottore Pasavento ya no estaba refractan la novela en muchas trayectorias y constituyen vasos comunicantes que unen lo disperso. El viaje sugiere profusos extravíos, pero los temas no son disímiles: a través de sutiles conexiones se percibe una genealogía de sus libros. La colección abre con un acercamiento a Samuel Beckett y la llegada intempestiva de una frase. Le sigue una deriva de la identidad —el anhelo de ser otro— y el apremio de llenar el vacío con nuevas palabras. En unas de las más intensas páginas de Y Pasavento ya no estaba, Vila-Matas revisita la “casa de la escritura” de Marguerite Duras. Posteriormente, en “Una cabeza en alta mar”, vuelve a Herman Melville y a Franz Kafka y ve un número considerable de parecidos entre el oficinista Bartleby y la extraña criatura que es el odradek; y reinterpreta la conexión kafkiana: “tal vez la ballena Moby Dick no sea más que un odradek gigante, cuya blancura persigue ese fanático del No que es el capitán Ahab”. Vila-Matas se apropia de distintos terri-
torios intelectuales: recupera una idea de Ludwig Wittgenstein —con desesperación filosófica— y esboza la historia de alguien que se esforzaba tanto por cambiar su pasado como por buscar la “dimensión insondable”. También se pregunta si Dante tiene recuerdos inventados y cuestiona la existencia de la irrecuperable Beatriz. Bosqueja la vida despedazada de Francis Scott Fitzgerald y retorna a Laurence Sterne para evocar el advenimiento del “cometa shandy”; habla de la tradición literaria mestiza en la que está inscrito —en la que caben Claudio Magris, Georges Perec, Sergio Pitol y W. G. Sebald— y elabora un retrato de Daniel Mordzinski, fotógrafo entre literatos e improvisador de silencios. En la obra amplificada persiste una idea de Amos Oz —quien consideró que los confines de los espacios exponen solamente la angustia—: “Al igual que las órbitas de los planetas, también el mundo espiritual anhela la redondez”. Todo en Y Pasavento ya no estaba es evocador, incluyendo la portada, una imagen en donde se ve a dos jóvenes mujeres —posibles opiómanas—, que desvían la mirada de un espectador potencial. Una sujeta una larga pipa, a punto de ser rellenada; la otra yace sobre cojines, inmersa en un estado de conciencia alterado. Traen a la memoria la “paciencia de la adormidera”, tan cara a Jean Cocteau, y confirman el anhelo de desaparecer en un escenario suspendido en un espacio desconcertante e ilusorio. Ambas pertenecen a una galería de personajes perdidos. La portada desata la inventiva: podría sumarse a las historias de Suicidios ejemplares. Por medio de ensayos tramados con un hilo de narración, Vila-Matas compone la historia de su escritura. En cuanto a la perspectiva, está sumergido en un perenne e impasible proceso de esclarecimiento interior. Y Pasavento ya no estaba delata una búsqueda permanente, una melancólica mirada que comprende el mundo como un artefacto literario. Figura tutelar y errabunda, Pasavento vaga por las páginas del libro como un fantasma y domina la atmósfera de cada uno de sus textos. En su desplazamiento hacia lo incomprensible e impulsado por la necesidad imperante de corregir la realidad, Enrique Vila-Matas manifiesta que ha perseguido siempre su originalidad en la asimilación de máscaras: reafirma la existencia como literatura —extraña forma de vida— y sostiene que el escritor es un espectro solitario. Alejandro García Abreu
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El desvío a Santiago Siruela, Madrid, España, 2010 Fotografías en color de Simone Sassen
C e e s No ot e b o o m
En la historia oficial no hay cabida para verdades a medias o suposiciones; ella se erige como la verdad absoluta y objetiva. No obstante, el que la escribe está provisto de todo menos de objetividad, su punto de vista se rige por la ideología que profesa. Más allá de creer que todo lo dicho por el hombre es mentira, se debe sopesar que lo que somos es lo que creemos. A diferencia de los intereses religiosos y políticos que surgieron alrededor del camino de Santiago, las historias que emergen de este suceso pueden ser más interesantes que saber que el cristianismo buscaba, a toda costa, su lugar en España. Innumerables relatos, como las cantigas, surgieron a partir de este camino tan transitado. No sólo en la época medieval se vio este auge por Santiago de Compostela. En la actualidad, la nueva edición especial de El desvío a Santiago, del escritor holandés Cees Nooteboom, nos provee de otro viaje legendario. Más allá de una concienzuda descripción sobre los lugares españoles que forman parte del camino de Santiago, Nooteboom incita al lector a hacer un viaje en el tiempo; un viaje donde su transporte es la conciencia y el desplazamiento se realiza no sólo geográficamente, sino también de manera temporal. El recorrido se define por el vagar aparente, por las paradas espontáneas, por la fascinación del extranjero ante una cultura diferente a la suya. La curiosidad fue lo que construyó el camino de Santiago; siglos son los que nos separan de esos peregrinos intrépidos que dejaban y arriesgaban todo en pos de corroborar un evento. Esa misma curiosidad es la que mueve al viajero que crea Nooteboom por los desiertos más insospechados de España, la que lo lleva a edificaciones abandonadas y a caminos truncados por la desolación humana; sin embargo, también permite que su búsqueda se vuelva fructífera al descubrir lugares tan antiguos que consienten su traslado a la época en que fueron construidos.
En este viaje lo que se tiene como destino es la consolidación de España; un esfuerzo por reconstruirla a partir de la unión de su pasado y presente. El objetivo del viajero es inmiscuirse en el pasado, no para recuperarlo, sino para definir a España a partir de él, que es quien influye en el ahora: “‘aman al pasado como pasado’, eso que está cerrado con llave y, sin embargo, nunca puede estar cerrado con llave porque repercute en el hoy”. De igual manera, es importante destacar que todo el viaje tiene una relación directa con el ordenamiento de los capítulos del libro. En primera instancia, se puede suponer que no existe tal ordenamiento, que la sucesión de capítulos es fortuita y, así como el viaje, un desvío a la divagación. El trayecto es una telaraña que se une en todos los sentidos con su origen y su destino: el arte y la historia, respectivamente. El arte es el hilo conductor de todo el viaje; es una necesidad absoluta por conocer a través de éste lo que se vivió en el pasado. El acto de reconocimiento sólo se abarca a sí mismo, en ningún momento el viajero intenta introducir un monólogo moralista sobre los errores que se han cometido y han llevado a este presente. Él defiende lo opuesto, la historia como una sucesión de hechos intrínsecos e irrevocables: el retorno es imposible y el ahora es perpetuo. La temporalidad se maneja desde dos escenarios: desde el tangible en el que se mueve el viajero, la España contemporánea, y el del arte. El segundo vuelca hacia un movimiento que actúa como una especie de máquina del tiempo; la descripción detallada de la obra de arte y su relación espacio-tiempo emerge como un viaje directo al lugar y momento en que ésta fue creada: el momento en el que la obra sería un reflejo de lo que fue. Cada obra de arte expuesta en el libro es autónoma; relata una historia por sí misma. Sin embargo, cuando ésta forma parte de un conjunto logra hacerse inolvidable. Es de este modo que Noote-
boom hace una selección especial de algunas obras artísticas españolas, sin importar si son reconocibles o no, y las unifica dentro de El desvío a Santiago. Las extrae de su tiempo y las coloca en el suyo para que en concordancia cuenten su historia. El libro no sólo cuenta con el estilo narrativo inimitable del autor, sino también con 64 fotografías, de las cuales 28 son a color y proporcionadas por Simone Sassen para la edición conmemorativa del Año Santo Xacobeo 2010. Estas fotografías, tanto a color como en blanco y negro, proveen al texto de versatilidad y sustento. Son un apoyo visual del inventario descrito por el viajero; sin embargo, no existe una concordancia entre el número de las fotografías y las descripciones, sería imposible. Dentro de esta edición especial conmemorativa se incluye un nuevo capítulo titulado “Los hermosos días de Aranjuez”, que no aparece en la versión editada en 1993. La nueva edición mejora la calidad del libro de viaje, las fotografías son un buen soporte para aquellas descripciones que el lector pueda pasar por alto debido a la falta de conocimiento sobre tecnicismos propios del Arte o la Historia. Asimismo, evita que el lector tenga que resolver su duda en otro lado al tener la fotografía que lo aclara a la vuelta de la página. “Tampoco mantendré la línea recta, que la palabra camino en mi caso nunca podrá significar otra cosa más que desvío, el laberinto eterno hecho por el propio viajero que siempre se deja tentar por un camino lateral, y por el camino lateral de ese camino lateral”. Es inevitable pensar en un laberinto al unir todo lo que conforma el libro: los lugares que visita y las obras a las que remite; así como a sus capítulos, sus fotografías, sus referencias bibliográficas e históricas. El laberíntico viaje siempre tiene un principio y un final; los caminos sólo son desvíos infinitos que llevan al peregrino al comienzo del siguiente. En realidad, no se debe entender el desvío como una pérdida de
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orientación, sino todo lo contrario, el viajero está totalmente consciente de su cambio de trayectoria y del lugar adonde se dirige. Cees Nooteboom lleva la definición del libro de viaje a un nivel más profundo y complejo. Delinea sus parámetros más allá de un territorio; es un recorrido
en tres magnitudes: espacio, tiempo y realidad. Bifurca entre mundos paralelos y el único sentido de cambio que percibe el lector es la división de los párrafos y capítulos. Cada uno de ellos tiene una cohesión propia y al mismo tiempo una coherencia con el libro como unidad: un laberinto narrativo.
El viajero llega a su destino más próximo: Santiago de Compostela emerge entre dos ríos, Sar y Sarela. El desvío a Santiago concluye con la posible continuación a otro lugar lejano, con un punto final que marca un siguiente viaje. Alejandra Clemente Romagnoli
El sueño no es un refugio sino un arma UNAM, México, D.F., 2009 G e n e y B e lt r á n F é l i x
Las letras de hoy nacen en una peligrosa encrucijada. El intenso ritmo con que se suceden los títulos en las mesas de novedades y la continua reducción de espacios en donde se diseccionan los volúmenes, propicia cada vez más la circulación de comentarios breves y superficiales acerca de las obras literarias. Pareciera que para hablar de un libro ya no es necesario leerlo. Para desahogar el compromiso de evaluar una obra literaria basta conocer dos o tres anécdotas del autor y desgranar un par de cuartillas con lugares comunes, como señalar el “notable estilo”, la “experimentación con el lenguaje” y la “visión iconoclasta” del autor reseñado. Si a esto se agrega un juego de palabras armado a partir del título del libro, se tiene una reseña fresca, impecable, que puede ser citada en el café, en conversaciones de aeropuerto, en comentarios de elevador, siempre con el vértigo que impone la cotidianidad. En un alarde de concreción, muchas veces el analista se concreta a emitir, en un juicio sumario, una resolución veloz: “el libro es bueno” o “el libro es malo”. La otra idea que participa en esta encrucijada es casi tan vieja como la literatura misma. Se trata del debate acerca del papel que juega el escritor en la sociedad. ¿Qué es la literatura? ¿Sirve para algo? ¿Debe el escritor comprometerse con la sociedad de la que forma
parte? ¿Qué significa ser un escritor comprometido? “¿Escritores comprometidos? —respingará alguien desde el otro lado de esta página— dejémosle eso a Sartre, a Camus. Los problemas hoy son otros”. Y sí, hay quienes en las últimas décadas han intentado matizar esta discusión calificándola como un discurso en desuso, digno de un sitio definido en las galerías de la historia junto a los adoquines del muro de Berlín y al cadáver de Lenin. Sin embargo, un mínimo chapuzón en el tema nos revela que, lejos de ser un contrapunto superado, el problema del papel del escritor con respecto a la sociedad vive hoy uno de sus momentos decisivos. Decir que un libro es un gran libro es en realidad no decir mucho. ¿Cuál es la diferencia entre un buen libro y uno malo? ¿Con qué criterios puede definirse esto? ¿Por la cantidad y el acomodo de adjetivos, por el suspense que se le imprime a las historias, por las dosis de besos y balas que consigna, por el número de ejemplares que vende? Por supuesto que el uso eficaz de las herramientas literarias se traduce en obras de mejor factura, del mismo modo que una adecuada combinación de colores y formas es necesaria para ser muralista. Pero tal como el arte de la pintura no se limita a tonalidades y figuras, las letras no se encasillan al uso de la sintaxis o a construc-
ciones verbales ingeniosas. El dominio de las técnicas es apenas una condición necesaria, pero no suficiente para lograr la mejor literatura. Rescato unas líneas de Mario Vargas Llosa para avanzar en el problema: “La gran literatura es grande no sólo por razones estrictamente literarias, sino porque en ella el talento, el dominio del lenguaje, la sabiduría en el uso de las formas sirven para que en nosotros se produzcan cambios, no sólo como individuos amantes de la belleza literaria, sino como ciudadanos, como miembros de un conglomerado social”. Si la gran literatura es aquella que sirve para que en nosotros se produzcan cambios importantes, entonces un libro será más grande en la medida que detone en los lectores la necesidad de replantear su vida y la vida de su comunidad. Visto así, entre más preguntas siembra, entre más cimientos cimbra, un libro es más grande, es más necesario, está más vivo. Entiendo que también esto sonará caduco e idealista para quienes estén impregnados del desencanto y el escepticismo que caracteriza el temple de ánimo de las corrientes que se llaman a sí mismas “posmodernas”. Ya vimos que la razón no era el camino, dicen. Las nociones de progreso y revolución ya no operan. Convencidos de la inutilidad de una literatura que cuestiona la sociedad en la que
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por tierra uno de los paradigmas de la literatura actual: que necesariamente más nuevo significa mejor. La novedad no tiene por qué ser un dogma en nuestras letras, aunque hay que agregar que tampoco lo contrario es ley: una novela no será buena sólo porque está escrita con las herramientas literarias que se usaban en el siglo XIX. El error está en tomar como virtudes o como defectos lo que en realidad son características. Otro ensayo de este libro memorable es “La ciudad sin Racine”, que expone con tono desenfadado y ágil las condiciones de lo que Geney llama “bastardía intelectual”. Se trata de un mal que muchos hemos padecido. El autor relata cómo su hambre de lector tuvo que sortear los problemas de vivir en una ciudad del norte mexicano en donde los libros no son prioridad: “un grave problema radica en el hecho de que los temarios de las escuelas imponen una trasmisión de datos concernientes a la literatura, no las herramientas cognoscitivas que permitan su aprehensión crítica y su disfrute intelectual. Datos, sólo datos: fechas, nombres y títulos…”. Otra vez el dogma. Nos dicen qué es importante, pero omiten decirnos por qué. Difiero con muchas ideas entre las que Geney propone en su libro. Comenta por ejemplo que hay escribidores capaces de redactar novelas que lo mismo hablen de ferrocarrileros que del Imperio de Maximiliano, sobre un dictador dominicano o un pintor francés; me parece que está confundiendo el tema con la anécdota. Pero tal como las fórmulas científicas suelen incluir su propia comprobación, El sueño no es un refugio sino un arma aboga por el derecho a equivocarse en un ensayo titulado “Derechos y contradicciones del crítico”. Más que un disclaimer, ese ensayo me parece la clave bajo la cual el libro debe ser leído: “No creo que un crítico deba ser irrefutable para tener valía (…) Iluso sería creer que el crítico es esa figura con cuyas ideas habremos de estar de acuerdo en toda ocasión”. Geney baja a los críticos del pedestal y propone replantear la función de éstos como maestros de lectura. Eso implicaría en primer lugar que la crítica y las reseñas no se escribiesen para los autores —como usualmente ocurre en este país— sino para los lectores, aún cuando éstos existan sólo en el terreno de la hipótesis. Pienso en las afirmaciones de Walter Benjamin, que en 1934 planteaba la necesidad de que los artistas, en especial los literatos, reflexionaran acerca del papel que juegan los creadores en la sociedad. “Un autor que no enseña nada a los escritores,
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instalados en la abulia y el conformismo, qué caso tiene explicar qué es la literatura, qué es la vida. Pero ante tal desgano hay quienes se atreven a seguir barrenando. La prueba más reciente es El sueño no es un refugio sino un arma, libro de ensayos de Geney Beltrán Félix publicado dentro de la colección Diagonal de la Universidad Nacional Autónoma de México. Compuesto por 24 textos distribuidos en dos grandes apartados, este libro se niega a conformarse con el dogma de la novedad y se mete de lleno con las grandes preguntas: por qué leemos, por qué escribimos, por qué es necesaria la crítica aún donde no hay lectores. Sin pretender conclusiones definitivas, Geney busca qué hay detrás de las respuestas inmediatas que pueden ir desde el mero entretenimiento —leemos para saber quién apretó el gatillo en una novela policiaca— hasta lo contrario: leemos para ver las palabras volcándose sobre sí mismas, convirtiendo a la literatura en una suerte de matraz que serviría para guardar el lenguaje en estado químicamente puro, donde quedan manifiestas las potencias del lenguaje y otras pirotecnias de laboratorio. En El sueño no es un refugio sino un arma, Geney Beltrán explica por qué hay críticos que confunden novedad con inercia y aplauden los malabares verbales en el vacío como si se tratara de hallazgos genuinos. En el tercero de los ensayos, titulado “No narrarás”, esta idea aparece expuesta velozmente: en estos días el riesgo técnico es sinónimo de innovación literaria. Parece más meritorio saltarse las trancas y destrozar las reglas de un género literario que lograr productos bien armados a partir de las reglas establecidas. A esta visión, Geney contrapone sólidos argumentos: nos recuerda que al contrario de lo que ocurre con el color y el sonido, el lenguaje no sólo no está en la naturaleza, sino que nos separa de ella. La literatura es esencialmente humana. “La materia de toda narración estrictamente poderosa es lo humano, a secas” escribe. “Nadie escribe y nada se escribe desde el limbo, nadie toma la decisión de obedecer a la urgencia particular de la escritura si no es a partir del drástico descontento ante la experiencia vital. Y si se vive en un entorno de violencia, corrupción, mentira y cinismo, y si este panorama provoca en el escritor una desazón y rabia que rayan en la repugnancia, no hay menoscabo de lo artístico en plantear la literatura como una forma de acción posible, al menos en la forma de una crítica de esa realidad”, afirma. De allí parte para echar
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nace, hoy proliferan quienes teclean páginas y páginas que se quedan al margen de los problemas comunes a autor y lector. Resultan de allí libros incapaces de producir la comezón necesaria para observar y cuestionar el entorno. Pero entonces las preguntas insisten, revolotean, moyotes necios en torno a nuestra oreja: por qué leemos, por qué escribimos. Como dije antes, estas interrogantes son viejas, pero eso no quiere decir que estén resueltas. Tampoco hemos logrado respuestas definitivas a qué es la vida o cómo se formó el universo. Un libro reciente que trata sobre física cuántica contiene esta aclaración: “No te preocupes si te provoca un dolor de cabeza. Nadie entiende a la física cuántica. Lo que importa es que las ecuaciones asociadas a estas ideas tienen muchas aplicaciones prácticas, que funcionan las entiendas o no” (Gribbin John, Física Cuántica, p. 34). La ciencia también tiene sus dogmas. Asumimos que el hecho de vivir en una época nos confiere conocimientos. Ensoberbecidos, vemos por encima del hombro a las generaciones que jamás abordaron un avión, que no sabían curar la sífilis, que no conocieron el verso libre, que escribían maniatados por la censura de la Iglesia. Pero esa sensación de que vivimos en el límite del conocimiento se desvanece cuando queremos ejercerla en el nivel individual. Dicho de otra forma, nos jactamos de la estación espacial pero tenemos dificultades para arreglar el flotador del excusado. Admitámoslo: somos herederos, disfrutamos los avances residuales que, como benéficas migajas, saltaron de la lucha de otras generaciones contra las preguntas que no podemos responder. No somos mejores que el pasado, somos en parte producto de él. Reconozcamos que nos frustra o nos aterra sentirnos en la búsqueda de las mismas respuestas que desvelaron a esos antepasados, quizá porque intuimos que tampoco nuestra generación logrará respuestas definitivas: queremos asumirnos en otra etapa, en otro escalón, y para eso lo más simple es negar que nos interesan los enigmas. Disfrazamos el miedo de apatía. Trasladando esta postura a lo literario, José Emilio Pacheco dice que “ya no hay grandes maestros porque nadie quiere ser aprendiz”. Es cierto: ser aprendiz implica heredar, junto con las técnicas y los secretos del oficio, las dudas de los maestros y el compromiso de hacer lo necesario para resolverlas. A una literatura impregnada de la visión posmodernista correspondería una crítica hecha bajo los mismos códigos:
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no enseña a nadie”, escribió Benjamin en El autor como productor. En ese sentido, El sueño no es un refugio sino un arma es un magnífico libro, lleno de reflexiones útiles no sólo para escritores, sino para creadores y lectores en general, pues aunque esencialmente se trata de un volumen literario, en realidad son pocas las esferas de la vida que no pasan por las neuronas de este joven que combina con habilidad las labores del narrador, del ensayista y del editor (Geney ha publicado, además de estos ensayos, el libro de cuentos Habla de lo que sabes, publicado por Jus, y es funda-
dor de Páramo Ediciones). Hay en este libro muchas resonancias bíblicas además del “No narrarás” que parafrasea el quinto mandamiento católico. Esto no es simple pirotecnia ni rimbombancia hueca. Geney parece recordarnos el papel fundamental de la palabra escrita en la cultura, evocando libros sagrados como el Corán, la Biblia. Afirmé al inicio de este texto que la literatura de hoy nace en un cruce peligroso, en un momento arduo. La tentación del juicio fácil conjugada con el desuso del debate acerca de la tarea
del escritor propicia que olvidemos que la mejor manera de responder a la aparición de un libro es enfrascándonos por propia voluntad en las ideas que contiene, discutiendo con éstas, negándolas o dejando que detonen cambios importantes en nuestras vidas. Sirva esta reseña como invitación a que cada quien realice su lectura de este libro, no como el atropellado resumen que nos pedían los maestros en la escuela para comprobar que repasamos la lección. Vicente Alfonso
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Declive / La comparsa Universidad Veracruzana, Xalapa, México, 2009 Sergio Galindo
Como fundador de la Editorial de la Universidad Veracruzana, Sergio Galindo es alto ejemplo de la repercusión que un editor puede tener en la cultura escrita al confeccionar su catálogo. Un quehacer nada menor que implica tomarle el pulso a la literatura que se está escribiendo, formar y compartir gustos, transmitir ideas y, eventualmente, convertir los títulos publicados en expresión y bastión de la sensibilidad y el pensamiento de una época. Con rigor crítico y generosidad —dos virtudes que idealmente habrían de equilibrarse en todo editor— Galindo aguzó el tamiz de su criterio y ensanchó el horizonte de sus preferencias, para publicar en el sello de la Universidad Veracruzana a autores que hoy forman parte imprescindible de la literatura en lengua hispana, muchos de los cuales vieron editados sus primeros libros en esta casa universitaria. En ese amplio catálogo están inscritos nombres como los de Luis Cernuda, José de la Colina, Gabriel García Márquez, Juan García Ponce, Elena Garro, Vicente Leñero, Juan Vicente Melo, Álvaro Mutis, Sergio Pitol, Jaime Sabines, Eraclio Zepeda, entre muchos otros que forman parte de la nómina de autores
que Galindo publicó guiado por su olfato de editor, convencido del valor literario y perdurable de las obras que ofrecía al público. No exageramos al afirmar que, en esta faceta, Sergio Galindo contribuyó a modelar la fisonomía de la literatura que se leyó en México durante el siglo XX y de la que hoy abrevamos. Que la Universidad Veracruzana haya decidido reeditar sus novelas y cuentos en la misma colección que Galindo creó, corresponde no solamente a una merecida renovación de su obra que permitirá acercarla a nuevos lectores, sino a un homenaje coherente con el que se reconoce la herencia intelectual de un hombre que escribió sus libros y difundió los de otros con el empeño al que obliga una inevitable dedicación a la literatura. Uno de los rasgos distintivo de la obra de Galindo es la atmósfera de desolación y desencanto en la que sumerge a sus personajes. Declive y La comparsa —dos de los primeros títulos que la UV reedita en Ficción— no escapan a esta característica, pero confirman, también, que el autor echó mano de una buena carga de humor e ironía dosificada y entremezcla-
da en la creación de sus historias. Contrapeso una de otra, la alegría y la amargura acentúan su exploración de la naturaleza humana, y dan a sus personajes la compleja densidad de lo vivo. La familia como soporte incondicional, sus intrincadas relaciones, la búsqueda de la dicha, el sentimiento de su imposibilidad, el alma frágil de la infancia y la más aún quebradiza de la adolescencia, el conocimiento de que un recuerdo aborrecible basta para destruirnos atraviesan todo Declive. Publicada por primera vez en 1985, Galindo hizo nacer esta novela bajo el signo del alcohol, el seductor demonio que se desliza por la garganta de Juan Rebollar acariciando y estrangulando alternativamente al protagonista. Como bien recuerda Vicente Francisco Torres en el prólogo a esta edición, la presencia del alcohol en la vida de Sergio Galindo dejó también su impronta en las obras; un rastro que en el caso de Declive se vuelve determinante, incursión lúcida y profundísima del autor a un estado definido por la confusa superposición de tiempos, por la aparición de zonas oscuras donde el habla y la retentiva se desvanecen. Y de nuevo, aquí, Galindo entreteje
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tancia que ofrecería una obra de ficción construida sólo para informar acerca de una región o de una clase social. La muerte de un conocido y respetable arquitecto que se accidenta en compañía de un grupo de prostitutas en el puente Sedeño es el punto de partida para construir este caleidoscopio suyo en el que Xalapa, “alegre y simple”, y sus habitantes son la comparsa de una tragicomedia donde cada uno contribuye exhibiendo las pasiones de su alma. Una novela que, como la mejor literatura, hace del conflicto de sus personajes la representación ubicua e intemporal de lo humano. En ambos libros es notable la malicia narrativa de Sergio Galindo, la concentración de su expresión y su eficacia como creador de atmósferas; dominios que le facultan para componer obras precisas que deleitan e impulsan a terminarlas de un tirón. La reedición de Declive y La comparsa —más las que se sumen— nos ofrece la oportunidad de una nueva lectura: de revitalizar la obra de un autor que merece ser mejor atendido, más allá de los lindes veracruzanos. El proyecto que ha emprendido la Dirección General Editorial de la Universidad Veracruzana para acercar la obra narrativa de Galindo a nuevas generaciones de lectores es, además, la afirmación de un sello cuya larga tradición demuestra cuán importante puede ser la aportación del catálogo de una editorial a la cultura. Paola Velasco
Adán en edén Alfaguara, México, D.F., 2009 C a r l o s Fu e n t e s
A diferencia de aquel palíndroma imperfecto que al articularse desaparece al primer hombre, la más reciente novela de Carlos Fuentes, sugiere que Adán Gorozpe, protagonista del volumen, es el ejemplo de la afirmación griega Hen to pan (el
uno el todo), que suele acompañar al gusano, la serpiente o el dragón mordiéndose su propia cola, con que se representa al uróboros u ouroboros. También se acerca a la adaptación borgesiana del ya citado ícono de lo cíclico, cuando habla de los
innumerables antepasados que confluyen en un individuo, un hombre es todos los hombres. Por su parte, Fuentes declara —en una entrevista a propósito de Adán en Edén— que uno al escribir una novela está anclado
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mansos aparentes que hacen de la fatalidad a la que siempre estuvieron destinados, un golpe mucho más seco y definitivo. La comparsa, editada originalmente unos veinte años antes, en 1964, contemporánea de La tumba de José Agustín, Los relámpagos de agosto de Ibargüengoitia y Los albañiles de Leñero, entre otras, representó en su momento una obra que sus lectores encontraron difícil de asir por la fragmentada disposición que Galindo da a la trama. Para esta edición, José Luis Martínez Morales zanja la cuestión en el prólogo y deja en claro que su complicada estructura no representa ya un problema para un lector actual y que, efectivamente, basta con emprender una lectura atenta —la que tendríamos que exigirnos siempre— y seguir sin displicencia las acciones de los múltiples personajes que se entretejen formando esta historia colectiva, para “rearmar mentalmente las partes” y comprender los significados profundos de la novela. Situada en Xalapa durante el carnaval que se celebraba aún hacia la medianía del siglo XX en esta ciudad y que, para no coincidir con el de Veracruz, ocurría al inicio de la cuaresma, La comparsa compone un irreverente, ameno y sombrío retrato de una sociedad de provincia que vive este festejo como el escenario permitido para desbordar la sexualidad —que mantiene bajo llave el resto del año—, gozar de la embriaguez —que admite el amasijo social— y actuar bajo el amparo de la máscara —que concede ser otro, anónimo. Pero Galindo conoce bien la poca sus-
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la tensión uniendo esas dos hebras fundamentales, en apariencia contradictorias, que hacen ir a sus personajes de la placidez a la opresión para mostrarnos a la familia Rebollar —cincuentera, acomodada, burguesa, absurda y por ello enternecedoramente, feliz— en sus esfuerzos por salvar al hermano, esposo, padre que se lanza cabeza abajo, página tras página, a la fresca piscina del jaibol. Como muchos otros personajes de Galindo, Juan Rebollar lleva una vida privilegiada que lo mismo permite la casa en Acapulco y los viajes por Europa que la cava permanentemente llena y la autoridad para pedir a los sirvientes —que acatan con devota complicidad— servir una copa más. “En casi todos mis libros he cuestionado los valores de la burguesía”, afirma Galindo en una entrevista que da al mismo Vicente Francisco Torres; y en Declive esta confrontación es brutal. Además de incrementar la tensión narrativa, se va volviendo cada capítulo más inquietante asistir a la vida cotidiana de los Rebollar: tan plácida, colmada de cenas, viajes, regalos, éxitos financieros, del cariño despreocupado y total que se profesan los personajes. ¡Algo terrible ha de ocurrir a estos seres!, pensamos. Algo que trastoque ese incomprensible equilibrio que los mantiene a flote, aun cuando nunca dejamos de percibir la amenaza que sólo por momentos se esquiva y pareciera conjurarse. Y sí, fiel a los fundamentos de su obra narrativa, Galindo estremece y complica a sus personajes, les ofrece re-
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Pero, ¿qué o quién es Adán Gorozpe? El representante del poder en la tierra, en México, pues. Recuerda al Ixca Cienfuegos de La región más transparente.
en su momento, en su tiempo y en su espacio. Pero está tentado, a veces sin quererlo, de escribir también para el pasado y para el porvenir. “Yo creo que de los tiempos humanos”, apunta el escritor, “el presente es el lugar de todos los tiempos, en el presente recordamos y eso es el pasado, en el presente deseamos y eso es el porvenir y esta novela no escapa a ese signo novelesco…” Adán en Edén (Alfaguara, 2009) es un libro profundo e irreverente, un texto empeñado en evidenciar su proceso de configuración: de la múltiple yuxtaposición (de registro, tiempo, asunto…) al ardid de lectores —en este caso también escritores— que comentan un libro, Adán en Edén; pasando por el tratamiento ya paródico, ya fársico, o bien la profusión de registros, la llana leperada, la reflexión literaria, filosófica —ya si lo que motiva a ésta es la inoportuna flatulencia de la esposa del protagonista o la conciencia de que el enemigo, Adán Góngora, es el Jekyll, la creatura de Frankenstein, del yo. Bitácora del poder en México, la historia que cuenta Adán Gorozpe va del génesis de la Colonia al apocalipsis de los millonarios —políticos, capos, comerciantes— de la actualidad, y de éste a una especie de revival vía la misma violencia que los vio surgir; la cual como el uróboros ya mencionado, da cuenta del eterno retorno, del ciclo que comienza de nuevo en cuanto concluye: “México es un país enamorado del fracaso, todos los revolucionarios terminan mal, los contrarrevolucionarios sólo disfrazan el fracaso, hay un gigantesco engaño en todo esto (…) a veces creemos que sólo la violencia revolucionaria nos salvará, a veces creemos que sólo la falsa paz contrarrevolucionaria es nuestra salud (…) usamos la violencia sin revolución, la paz sin seguridad, la democracia con violencia…” Consignado cerca del final de la novela, el discurso representa no la queja, ni la declaración de principios de Adán Gorozpe, sino la tácita aceptación: “a veces para asegurar lo bueno hay que acudir a lo peor”. Pero, ¿qué o quién es Adán Gorozpe? El representante del poder en la tierra, en México, pues. Recuerda al Ixca Cienfuegos de La región más transparente
—omnisciencia que narra y materia de esa misma narración. Si bien, a diferencia de Cienfuegos, Gorozpe manifiesta repetidamente su deseo de ser percibido como narrador —creador, dador de vida— y como personaje —creación, producto de algo o alguien más—, esto obedece, sí, a un artilugio caro a cierto tipo de memorias, a la estética montaigneana, pero, también, a la propia condición de Gorozpe: “Si no me muestro, creen que ya no existo. Quiero decir: si no me muestro en sociedad. Porque dejarme ver en cenas, saraos, bodas y bautizos es la forma final —a veces la única— de demostrar la existencia propia”. Y este exhibirse le permite pasar inadvertido, poder actuar libremente: “—No hay nada como ser visto para volverse invisible”. También, Adán Gorozpe es la versión meshica del self made man de los roaring 20´s del gabacho. Una especie de Gatsby que, más inteligente que aquél y que el propio Tom Buchanan, se casa con Myrtle y hace su amante a Daisy. Gorozpe es la apoteosis del corporativismo: CANACO y COPARMEX también deciden el destino de este nuestro país. No se ignora, antes se hace evidente la naturaleza de este empoderamiento, la boda de Gorozpe con Priscilia para “dar el braguetazo o sea salir de perico perro (de pobretón) y ascender con rapidez en la escala social…”, arribismo manifiesto y confeso del luchón joven Gorozpe: “yo les daba a los Holguín tanto o más que ellos a mí” que lo vuelve descendiente directo de otra inquilina de La región más transparente, Norma Larragoiti: “Dame lana y te daré clase, dame clase y te daré lana”. Y para sobrellevar el poder y la violencia, para no sucumbir —al menos no tan pronto— los bálsamos de la fe y el afecto y, ¿por qué no? También la televisión. Una fe que se reforzará ante la honestidad del falso profeta, el Niño Dios, quien al hacer evidente su impostura —ésa que tanto acongojó al unamuniano Juan Manuel Bueno— se sublima, volviéndose digno de fe. Igualmente terapéutico se presenta al afecto, uno que declara su raigambre religiosa cuando Gorozpe escribe “yo sí conozco el origen de mi buena suerte. Tiene nombre. Tiene sexo. Tiene voz. Se llama Ele. Sin Ele, todo lo
demás se vendría abajo. O si existiese, no tendría valor. (…) cada uno de nosotros entiende que hay un valor íntimo que le pone precio al valor externo de las cosas. Tener dinero, éxito profesional, amigos, todo lo bueno de la vida se basa, al cabo, en la existencia de una relación amorosa fundamental”. Adán Gorozpe al reflexionar sobre la manera de expresar sus sentimientos nos da una clave de lectura (que es a la vez una clave de construcción de la propia novela), una más. Se sorprende, pero no duda, al calificarla de confesión, y acudir a Job, quien convierte la vida en ficción para impresionar mejor a Dios y, de paso, a la audiencia humana. Esto lo lleva a Lucrecio, a Platón, a san Agustín, a espetar “He decidido carecer de memoria y es tiempo de que el lector lo sepa. Lo que recuerdo no lo deseo. Lo que deseo no lo recuerdo”. Porque para Adán Gorozpe la personal historia del corazón no se agota con la biografía, con la filosofía o con la política, pues “su propósito, increíble, imposible, es nada más o nada menos, que la recuperación del Paraíso”. Varios son los guiños que ha habido para aventurar una posible exégesis del libro. Uno podría ser, “me pregunto, en medio de esta creciente tensión entre la verdad y la mentira, entre la comedia y el drama, si lo que hago se está convirtiendo en lo que debo hacer”; otro más, “Ironizamos para admitir como verdad una mentira enmascarada a fin de revelarla, al cabo, como tal. Porque hay demasiadas mentiras que pasan por verdades”. De aquí la diversidad de registros con que, directa o indirectamente, se nos presenta la no tan abundante como variopinta galería de seres y pensares que habitan la novela, ya si se expresan con la tonta y fácil sorna, ya si se muestran a través de la difícil e inteligente ironía, para decirlo en palabras de Filópater, el apreciado mentor de Gorozpe. Adán en Edén, con su protagonista de sabiduría y cultura proverbiales, es una historia hija de un globalizado realismo costumbrista —narcos, Smartphone, noticias periodísticas—, prolongados flujos de conciencia y manifiesta superposición de planos; un sensible paraíso postapocalíptico vertido en una prosa de hondura desenfadada que —a intervalos— se vuelca sobre sí, como la sociedad mexicana de que da cuenta, sólo que ésta no se afirma, si bien procura la expiación: montaje grabguiñolesco al que asistimos con gozo e inquietud. Víctor Hugo Vásquez Rentería
REVISTA DE LA FUNDACIÓN VERACRUZ EN LA CULTURA
COLABORADORES
DANIEL SADA | ADOLFO CASTAÑÓN | LUCIUS LÆNGST | ANTONIO TABUCCHI | ÁLVARO ENRIGUE | LUIS ENRIQUE RODRÍGUEZ | JUAN ANTONIO MASOLIVER | JOSÉ EMILIO PACHECO | MIGUEL TAPIA ALCARAZ | DAVID MEDINA | EFRÉN ORTIZ | IGNACIO RUIZ-PÉREZ | CAMILA KRAUSS | JAROSLAW IWASZKIEWICZ | JORGE BRASH | PABLO SOL MORA | MARIO TORRES | DARÍO CARRILLO | JOSÉ PULIDO | JULIÁN GONZÁLEZ | FABIO MORÁBITO | EDUARDO CELIS-OCHOA | SILVIA EUNICE GUTIÉRREZ | ALEJANDRO GARCÍA ABREU | ALEJANDRA CLEMENTE ROMAGNOLI | VICENTE ALFONSO | PAOLA VELASCO | VÍCTOR HUGO VÁSQUEZ
EJEMPLAR GRATUITO
AÑO I
NÚMERO 3
ENERO-MARZO 2010