Revista 360 / 90

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CR CRÓNICA

POR JULIETA LOMELÍ | @JULIETABALVER

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ace ocho años visité Puebla por primera vez, tenía pocas expectativas al respecto. Me habían contado que era una metrópoli colonial llena de iglesias y con gente que gustaba de la superioridad moral; aunado a ello, mis amigos juzgaban a los poblanos de individuos pesados, elitistas y que sostenían su seguridad con base en las apariencias, al cliché de verse bien en el antro o de manejar un carro del año. Me los describieron como seres detestables, superficiales, competitivos, desleales, entre otros muchos prejuicios que volvían mi viaje poco prometedor. A pesar del miedo impuesto por tales comentarios, estaba obligada a ir y leer mi primer ensayo académico en un coloquio nacional de estudiantes de Filosofía organizado por la BUAP. Pensé, entonces, en el peor de los escenarios: yo, alumna joven que apenas comenzaba en los diretes de la academia, me imaginé compartiendo mesa con jóvenes poblanos moralinos, junto a un público proveniente de una cuidad moralina. Mientras leía sobre la muerte de Dios y la necesidad de superar los vicios sociales acarreados por dos milenios de religión nihilista, escuchaba una turba de profesores, también moralinos, que desde el patio del colegio exigían lincharme o someterme a la hoguera inquisitiva de sus argumentos teístas. Obviamente nada de eso sucedió. Aquel viaje a Puebla fue maravilloso y me encontré con personas encantadoras, todo mundo me trató bien, tanto que decidí regresar al año a hacer un semestre entero en la Angelópolis, y posteriormente, no pudiendo desapegarme de mi amor por la cuidad y su universidad, volví y me inscribí a un Posgrado en Filosofía. No bastándome, al terminarlo me quedé tres años más a trabajar en la metrópoli. Lo que más me gustaba de la ciudad eran sus noches. Estas se convirtieron en lo más representativo de mi día, el momento en que desempeñaba gran parte de mi labor cotidiana. Como soy más bien nocturna, empleaba las noches para estudiar y escribir una densa tesis de maestría que me rompió el alma y la cabeza durante tres años. También implicaban el tiempo para pensar mis columnas y otros textos de intenciones literarias que lanzaba constantemente al aire en búsqueda de un lector. Igualmente, las noches de la Angelópolis representaban para mí los momentos dedicados al ocio y a la fiesta. Las noches poblanas fueron mis musas. Lunes: mi semana comenzaba con clases en la tarde, me gustaba ir a los seminarios que se impartían entre seis y ocho de la noche sobre Nietzsche o Heidegger. Siempre

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fueron sesiones filosóficas complejas, de un nivel de abstracción que valía la pena enfrentar. Saliendo de la facultad, entrando la noche, visitaba el Sanborns del Paseo de San Francisco, porque los restos de la antigua peletería, conocida como “La piel de Tigre”, me daban esa sensación de ambigüedad, en la cual por momentos olvidaba en qué año estaba viviendo, o confundía el ruido de los automóviles con el andar de las máquinas de aquel viejo recinto. Pero ese no era el único motivo para salir del Sanborns de madrugada. Cuando me corrían del restaurante tomaba el taxi más cercano (todavía no existía Uber ni la paranoia colectiva hacia el taxista cotidiano) y le pedía que se fuera por el Barrio de Analco, que de noche viste con mariachi y un mercado de comida que nunca duerme. Por ese mismo rumbo recorría algunos bares que no dejan su carácter de “mala muerte”. Mentiría si dijera que nunca me metí a uno de ellos a beber cerveza ofrecida de manera poco elegante, o a echarme una caguama con uno que otro colega del colegio. Martes: el segundo día de la semana laboral, después de haber cumplido con el estudio, dedicaba mis horas a buscar algún evento cultural en el Teatro de la Ciudad, el Museo Amparo o el Teatro Principal. Cuando la variedad cultural se agotaba, terminaba tomándome algo en la terraza del Amparo, y apreciando desde ahí cómo la luz natural era reemplazada por los foquitos de los negocios, de las casas lejanas y de la iluminación de la Catedral, que a más de cuatro siglos en que se comenzó a construir, me seguía pareciendo la más bella de México. Me quedaba por horas apreciando los costados del recinto religioso, imaginando el esfuerzo y el costo humano que implicó construir aquel “monstruo”. A la vez me preguntaba qué tan poscolonizados seguimos siendo en la actualidad. Nunca me cansé de mirar la ciudad desde la terraza del Amparo, pasaba hasta tres horas inmutable, viendo hacia el horizonte. No sé si perdiendo tiempo o ganando serenidad. Miércoles: una vez a la semana la dedicaba al teatro. Muchas compañías se extienden a lo largo y ancho de la Angelópolis, desde la compañía de teatro de la BUAP, otras pertenecientes a las universidades privadas, hasta un sinfín de grupos teatrales independientes. En este rubro, recuerdo con cariño las noches de Cuentos para no dormir, que la actriz y productora Mónica Tovar lleva años realizando en el Breve Espacio, un bar situado en el centro, justo al lado del tradicional Hotel Aristos. En esos miércoles

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