Esteban Quirós Nació en Mar del Plata en 1984. Es editor y escritor. Estudió Letras en la UNMdP y un máster en Edición en la Universitat Pompeu Fabra (Barcelona). Ha publicado los libros de poemas Triple frontera (Mar del Plata, 2010, premio Osvaldo Soriano) y Volver (Madrid, 2016), y la novela Negro sobre blanco (Madrid, 2013; Mar del Plata, 2014). De día trabaja como editor en la editorial Herder y cuando puede dirige con mano de hierro el sello independiente Puente Aéreo Ediciones junto a Esteban Prado. Vive en Barcelona.
Ejemplar número:
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Revisión - A. Rumitti Diseño/maquetación - M. Passaro
1. Todo el músculo se tensa ahora. Desde el círculo segado de la mira el terreno se separa como el agua alejándose en vaivén sobre la orilla negra.
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2. La liebre es la sombra de la liebre una estampa gris que se aleja en la niebla y reviste de misterio la cadencia del pulso acelerado de ruido y la escasa intermitencia de las balas en caĂda.
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3. Concentrado en la mano, el tendรณn; el dedo en el gatillo. Todo se vuelve realidad supuesta en el disparo: habrรก una muerte en el terreno y negra sangre arrastrรกndose en declive hasta el grueso filo de la orilla mรกs cercana.
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4. El instante de luz es cuando al fin la liebre rueda y desbanda su caĂda: ha muerto y comeremos.
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5. En el plato no hay nada. Ni los restos de mi mano que ya no puede temblar. He decidido que quizรก sea mejor no hablar nunca de esto; porque la liebre es aun mรกs negra cuando escarbo entre la carne.
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6. Matar no es una opción que esté al alcance ni tampoco la satisfacción vedada de poder ver a mi padre revolviéndose de gusto; porque para él no hay muerte buena a menos que sea la que prodiga su mano milagrosa; para él la muerte es una ética del triunfo.
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7. La liebre no es capaz de matar por su alimento. Su mĂşsculo primitivo se tensa por afanes de otro orden. Entender el acecho forma parte de su saber absurdo.
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8. Desde la ventanilla del coche el campo empieza a parecer un lugar propicio para esta extravagancia. Hay dos hombres que comparten el espacio sin hablarse como si ese coche fuera el altar de un sacrificio; y buscan impresionarse mutuamente con pequeĂąas demostraciones de destreza asesina. Ninguno sabe usar muy bien el cuchillo pero la carabina los mantiene a buen resguardo de la presa salvaje. Abajo la liebre mira con sigilo.
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9. Cuando la luz atraviesa y se proyecta indemne sobre los bordes de la mesa, la liebre es tan sólo un almuerzo más. Con los cubiertos se separa la grasa del músculo y con las manos se acompaña el movimiento de los ojos. No decimos nada aunque sepamos que hemos dado muerte a un animal.
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10. Todo apunta a esto que decimos aunque todavía las palabras que nos dirigimos no terminen de matar. En el espacio que se forma entre bocado y bocado, el vino suple la carencia de nuestra vitamina íntima: sé muy bien que hoy o cualquier día podríamos morir de hambre sin quebrar este silencio.
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11. La piel de la liebre se quita como un sweater y se arroja a los perros del campo, que mastican renovando su pulso arcaico. No hay piedad, entiendo, cuando aquello que recubre nuestra presa es solamente un accesorio que la aleja de la realidad de otras liebres más prosaicas que se apilan boca abajo en una cámara frigorífica.
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12. Lo primero siempre es enderezar el brazo y no moverse. El secreto consiste en tenerlo presente y no olvidar que la carabina es la continuaciรณn mecรกnica del ojo y que todo lo que estรก del otro lado es un blanco mรณvil en la niebla.
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13. Cuántas veces pareciera que la mira proyecta un simulacro: no somos cazadores ni exhibimos lo que hay que tener –algunos le dicen temple y otros, huevos. Aun así, con el primer frío de mayo renovamos la ilusión que sostiene este vínculo precario: una liebre que corre a esconderse entre la niebla como se esconde cada año bajo el pálpito de la radio am otro nuevo y grueso desencanto.
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14. Por mรกs que la liebre insista en salirse del รกngulo de tiro, no cabe la posibilidad de que esta bala no atraviese el crรกneo frรกgil, las costillas, un esternรณn preparado para la muerte. La carabina que asoma en la ventana del coche en su espasmo reestablece el equilibrio de nuestro ecosistema.
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15. La erótica de la caza es mucho menos evidente de lo que parece: nada hay en la forma, en el ancho volumen del campo ni en la difícil dilatación de la carabina. Quizás esté escondida en el velo que dejamos al dar los últimos pasos antes de rematar a la liebre. Una muerte caliente que drena hasta secarse en el filo negro de la orilla. Y poco más.
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16. Un recuerdo primitivo persiste en el fondo heroico de los días: mi padre trae el arma a casa y la saca de su funda. Es preciosa y es también el artefacto misterioso de una muerte que no acaba de llegar. La carabina reposa en la superficie plana de la mesa entre el frío de la piel y el hule negro y la furia de mi madre llegando a término en otro cuarto.
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17. Mayo parece una sombra más allá del horizonte negro de la costa. Hoy es primero y en la radio todos hablan de un incendio y de Perón y de otra época, cuando en los faros de los coches rebotaba el fondo gris de un pavimento que no es como el de ahora. Con rigurosa voluntad simétrica el filo de la orilla va cambiando con el sol y la liebre se nos esconde en los prolegómenos de su propia muerte. A medida que pasan los kilómetros, las carabinas crecen.
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18. Buscar el sabor de la liebre; buscar y percibir el ritmo negro de la bala que ha cortado músculo y piel; enderezar el olfato en el aliento tibio, en los enseres de la huída; otorgar una cuota de piedad al animal que será nuestro alimento y disfrutar mientras se rasca el borde que retiene este silencio. Y sobre todo, repetir el procedimiento señalado cada año.
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19. Hemos aprendido a renovar el mecanismo de la naturaleza: el fuego pone a punto el aceite que abrigará a la liebre mientras en el territorio de la mesa se empiezan a tender los cables del desastre. Cuando se quita el sol se van también las manchas de sangre de la faena o el pelo enredado entre las uñas: comeremos y es necesario conservar la forma higiénica en que nuestras manos irán por la comida. Puede que haya vino, o mejor, conservas de pescado y el reflejo de la luz de mayo rebotando en la orilla negra de los ojos de la liebre.
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20. Algún día, hijo mío todo esto será tuyo.
Barcelona 1 de agosto de 2010 20 de enero de 2011
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Epílogo por Rosalía Baltar
Violenta belleza clavándola en la tierra por las puntas estremas de las alas, sin rompellas, seguiase lo que apenas tú barruntas. Garcilaso, égloga II it haunted me day and night E.A. Poe, «The tale tell-heart» I Pienso. La caza tiene que ver con otros tiempos o con otras literaturas. Asaltan las Liebres de marzo, Lewis Carroll, la liebre de Aira, las de Matilde Sánchez, incluso asalta la tortuga y la que se escapó, la de Diego Armando Maradona. Asaltan las escenas de caza en Delibes, en Berlanga y en Mel Brooks. La de Quirós no es más que una caza doméstica; sin embargo, vienen a mí los azores regios de la cetrería imperial que leemos en Carlos Fuentes y los perros de Botticelli en la caza de Lucrecia, adúltera. Escrita La liebre en el siglo xxi es una representación muy antigua que trae, arrastra, al presente, toda una suerte de significaciones estéticas y culturales. Elijo el primer asedio, para no abrumar. Fue Garcilaso (no por nada era guerrero y poeta) y con él, una idea, su conexión, la atrevida conexión entre un poeta del Renacimiento y un poeta del siglo xxi. Garcilaso viajó a Italia para buscar un ritmo, una técnica, su metro. Esteban Quirós, nacido en Mar del Plata se hizo
de un escaque de decir en una playa de afuera de su primer hogar. En ambos, la travesía y la caza los convocaron para dar con esa cuestión no menor de expresar su lengua como una ajenidad, que es el criterio básico de cualquier acción poética: sale de una lengua propia algo ajeno, que se convierte necesariamente en extrañeza. Y más: la caza irrumpe en el poema de Quirós y en la égloga de Garcilaso como parte de un paisaje bucólico perturbado por otro asedio, el de la crueldad. La historia de Garcilaso es vieja como el mundo, es la historia del cazador cazado: Albanio anda con su chica, cazando por ahí y termina enamorándose de ella. A él lo subyuga la pericia para matar (Garcilaso sería impugnado por Greenpeace) de Camila, su pasión por el procedimiento: estaquea con mucha alegría estorninos, palomas y torcazas. La historia de Quirós, en paralelo, dibuja la imagen del cazador cazado a campo traviesa, con las luces de los faros encendidas para que aparezca la inquietante pregunta por la crueldad, su callada violencia. ¿Qué es la caza sino la exposición de la virilidad, de la amistad entre hombres, del mundo del macho? Quizás, una forma de ser padre (antes, los padres se iban de caza, cazaban con sus amigos, traían liebres, codornices, quirquinchos); acaso una manera de poder denunciar que, para él, para un padre, «la muerte es una ética del triunfo». En esta aparición finisecular, diría, de lo bucólico, en la que cabe «la ventanilla del coche» o «carabina» y que ha dejado ya la «verdura», «fuente clara» y el «prado florido» todavía se encuentra el culto a la amistad a través de la caza: la amistad sinuosa, la amistad escondedora (Albanio, en la égloga, se hace el amigo para conquistar a la ninfa, técnica de caza humana aún vigente; acá, dos hombres que «buscan impresionarse mutuamente/con pequeñas demostraciones de destreza/asesina»). El cazador es cazado, nuevamente, ante la carne yerta de la liebre en la cena familiar. Comemos el pan y el vino y lo que hemos muerto. La celebración es vigilia porque la
caza, en sí, es vigilia y ritual, comienza antes de que algo suceda. Creo encontrar ahí, en la tensión de la mano y el futuro disparo, un nexo en todos los textos de Quirós. En Negro sobre blanco (novela, 2006), la tensa histeria de un hombre frente a su mujer, que es otra, te juro. En Volver (poesía, 2016), se tensiona el amor, la política, la pampa, los alambrados de la tapa y un sopor lejanamente walshiano. Si algo perdura desde su primer poemario (Triple frontera, 2008), es esa continua tensión, una especie de suspense que cobija todo sentido: «Con la densidad de una mentira/ la ciudad contempla desde lejos/ cómo una nube todo se lo lleva/ envuelto en plomo, sin la urgencia necesaria/ en estos casos. Así/ va borrando el día los contornos/ de balnearios y de las pocas casas/ que intentan resistir a la embestida.» II Al final, la liebre es como el ojo de buitre en El corazón delator, te convierte en cosa (versión libre de Laiseca: ese ojo «a mí me transformaba en cosa, me transformaba en cosa»): «Algún día, hijo mío/ todo esto será tuyo». De modo que en la escena estacional de ir de caza, salta la liebre que ironiza, que se burla, en su plato frío, con su carne negra y olorosa, de esos cazadores remotos. Rosalía Baltar en Mar del Plata, 22 de julio de 2016
Serie Ilustración nro. 1 / Pedro Petrelli nro. 2 / Juan Lautaro Martín Knok knoK B&N / P. Petrelli & L. de la Cruz Serie Textos Ciudad Mutante / Mery Bargas Correspondencia / A. Catalano & J. Correa Los días claros / Joaquín Correa Tarde / Ana Rocío Jouli Doctor Simio Vol. I / Federico Giorgini Bombuchas / J. Correa Técnica de piedra, papel o tijera para ganar una partida de póker / Esteban Prado La liebre / Esteban Quirós
Fanzine es una colección del sello La Bola editora.