Esteban Prado Nació en 1985 en Mar del Plata. Desde hace algunos años trabaja en una trilogía sobre los sinsabores de ser parte de una colectividad que ya no existe. La primera parte -Ana, la niña australfue publicada en 2015 por Letra Sudaca. Desde entonces ha conocido la infamia de ser leído por lo que él mismo escribió, traicionándose, para una contratapa. Se ha acostumbrado a intercambiar palabras por dinero; en la actualidad, evalúa la posibilidad de hacer más rentable esa relación y prepara una novela con la que ganará el premio Clarín o cualquier otro de los que garantizan un toco. Ha escrito y dirigido proyectos cinematográficos –Parabellum, 2015; Lara and the dead dolls, 2013-. Junto a Esteban Quirós dirige la editorial Puente Aéreo.
Revisión - A. Rumitti Diseño/maquetación - M. Passaro
Existe un momento en el desarrollo natural de una familia en el que su crecimiento alcanza un punto crítico. Alcanzado ese punto, la traición y el incesto son igual de posibles. ¿Por qué? Porque hay un primo al que no conocés y un hermano que se aprovecha de eso. Dado el lugar que en estos tiempos estás ocupando, te seleccionamos para una tarea especial. No vas a ser un chivo expiatorio ni un entregador pero queremos un listado. Tu tarea es decirnos lo que pensás. No quiero que nadie, y sabés lo que eso significa, sepa lo que estás haciendo. Cuando terminés, avisanos.
Como me conocen acá, yo soy el Exchepibe o el Eche. Antes los escritores eran periodistas para poder bancarse los vicios y escribir lo que querían, lo que les dejaban y lo que podían. Yo vendo merca y ni siquiera soy escritor, apenas leo. Claro, frente a mis compañeros, que están más cerca del garrote o las gafas 3D que del libro, soy tomado como una especie de sabio. En un curriculum poco careta, cosa que no existe, pondría, como ocupación actual, que trabajo para una organización mafiosa de gran envergadura. En trabajos anteriores, tendría que poner mi historia dentro de esa estructura, de Chepibe a Exchepibe. Del colegio a la moto, de la moto a la fiesta, de la fiesta a la oficina y de ahí a regentear dealers que reproducen el circuito. Si imaginamos que ese curriculum se transforma en un formulario de otra clase, una entrevista para una revista, del tipo de las que Gente le haría al Chapo Guzmán, le pediría a la “periodista” que diga que en la actualidad soy un soltero codiciado, que vive tranquilo, que se ha retirado del campo de acción y que ahora sólo consigue nuevos dealers cuando los otros caen. Cuando ella, antes de empezar a caer en mis redes, me preguntase por algún defecto, le diría con hondo pesar que defectos no tengo pero que sí puedo recordar una mala pasada, algo en mi historia que me gustaría cambiar: el día en que cayó Maxi. Sin que se diera cuenta, me sentaría un poco más cerca y empezaría a recordar: era una etapa de transición, fuimos a lo de un cliente, ya andaba con protección, nos hacía pedidos mensuales, una media de veinticinco, treinta lucas. Teníamos que cuidarnos porque habían matado a un policía y se lo adjudicaban. La casa estaba pintada con insultos y amenazas de todos los colores. Lo 7
dudamos, pero ya estábamos ahí, ya habíamos hecho un movimiento de stock y no podíamos volver, si habíamos llegado hasta ahí, había que entrar. Si a esta altura todavía no se hubiese dado por vencida, seguiría contándole: Así es este oficio, lo que se saca del depósito no vuelve y, cuando pasa algo por el estilo, la tengo que guardar en casa y ahí nadie se hace responsable. Antes o después del amor, le contaría, que justo cuando nos estaba abriendo, caen dos camionetas, llena de afroconurbanos de civil armados hasta los dientes y con ganas de vengar al compañero muerto. Del lado de adentro nos abren, entro de un salto y el garca, de la misma forma que abrió, cierra. Maxi queda afuera. Lo empujo, abro y ahí está. Es un segundo: me mira y se despide. Piensa que va a despertarse en un par de horas y le duele y medio que dice corré, corré que te la dan a vos también y quiere acordarse del sambayón de Italia por si no lo vuelve a probar y obviamente se acuerda de la vez que por movernos a la hermana de Nenuco terminamos enredados y a los besos. Es un segundo, Maxi queda sostenido contra la pared por la intensidad de los disparos y cae. La puerta se cierra y fin de la revisión de mi pasado. Pero claro, si todo esto fuese una jugosa entrevista, la corresponsal tendría sus triquiñuelas para hacerme hablar y yo seguiría: Medio de rehenes, quedamos adentro, gritamos por la ventana, yo negocio. Les digo que tengo un paquete lleno de sustancias ilegales, ilegales y puras, y además está la guita de este otro, que si hacen las cosas bien, coronan una visita perfecta. Ellos dicen que primero quieren que Raúl salga, que tienen que hablar con él. Yo les grito que se lleven la mochila y listo pero Raúl interviene, agarra la mochila y me tira un fajo de billetes, acá está lo tuyo, me dice, esto es mío. Ahí 8
nomás, pasado de estrés, eso le dije a mi clínico, le pego un tiro. Les grito que ya está, entran, comprueban con sus ojos que es verdad y se van, me dejan la mochila, el fajo, todo, saben de quién es cada cosa, no quieren problemas. Entre lágrimas y humo, mirándola a los ojos, le confesaría a ella, mi periodista favorita, que desde entonces tengo mi propio chepibe, que manejo casi todo menos la guita porque los números los lleva el contador, Alfredo Muñón. Con muchas ganas de seguir la nota para siempre, tendría que confesar que mi curriculum allí se agota, que desde entonces llevo una vida traquila, con un sueldo fijo y sin muchos riesgos. El Sidoso es sidoso. No hace falta decir más nada: es puto, drogón y sanguinario como el solo. Si hiciéramos unos círculos, como en los afiches de los sanatorios, con las personas que entran en los grupos de riesgo, el Sidoso podría sentirse identificado e incluirse en cada uno de los diagramitas. Le tengo aprecio y todos, quien más, quien menos, se lo tenemos. El Sidoso nuestro es el sidoso ideal, perfecto, la encarnación del virus. Él es el poeta de la enfermedad o más bien la poesía de la enfermedad. Lo chistoso es cómo se lo contagió: cualquiera diría que fue por puto, por drogón o por sanguinario-carnicero pero no. Se lo contagió, en su último esfuerzo hétero, con una novia que lo cagaba con un pendejo que se había movido a una puta que se había movido a unos cuantos tipos por noche a lo largo de un par de años, de los cuales uno o más eran más contagiosos que tatuaje tumbero. Manuel Damazco era el nombre, trabaja con el Capo desde el 89. En el 94 se enteró de que estaba enfermo y que había contagiado al Bebé, niño muerto en el 96. Ahí se abrió, pro9
metió venganza y mató a uno por uno. Hubiese sido la historia de nunca acabar, primero la novia, después el pendejo, después la puta y ahí, de asesino en serie, hubiese pasado a genocida. Pero no, en algún momento cambió y quiso terminar con esa locura, sentar cabeza, volver a la familia. Por suerte para él, cuando lo hizo, el Capo lo estaba esperando con los brazos abiertos. La única condición que le puso fue que empezase a hacerse llamar El Sidoso. Desde entonces, se mueve con cualquier objeto punzante y de filo. El Sidoso tiene un ritual, una vez que termina una terea, le da al abrelatas y lo baña en sangre para asegurarse, por si sobrevive. Está loco pero no un poco loco, está como una cabra. Vos lo ves caminando por la calle y es un divino, arregladito, con ese pelito con gel que nunca se le despeina, con manos de obrero pudoroso que usa guantes hasta para lavarse los dientes. Con su aura de abuela que te va a preparar la torta de ochenta golpes cada vez que se la pidas, nadie se imagina que es el perro rabioso que el Capo suelta cuando quiere mostrar poder. Es una buena técnica: en vez de limpiar a veinte en la calle, el Capo manda al Sidoso a la casa de uno de los que joden, cuando no esté. Lo que sea que encuentre, destroza. La mejor fue la del hámster, ahí supimos bien qué era lo que hacía. Fue cuando el Tano dijo lo del abrelatas. Resulta que había caído en una casa en la que no había nadie, excepto un bicharraquito de esos. Nosotros nos enteramos porque salió en el diario un veterinario hablando de la cantidad de sangre que puede llegar a tener un animal que pesa quinientos gramos. Parece ser que volvieron los dueños y encontraron al hámster flotando en sangre, cortado por la mitad. Los muy imbéciles, en vez de entender que era un aviso, no, llamaron al 10
diario para mostrar cuánta sangre había perdido la mascotita. Yo lo leí y se lo mostré al Tano, el Tano conocía la casa, me arrebató el diario y se fue corriendo a mostrárselo al Sidoso. Le rompimos las bolas hasta que nos contó. No lo podíamos creer. Siempre andaba con las muñecas vendadas y nosotros pensábamos que era por algo del tratamiento pero no, era porque regaba a las víctimas con su propia sangre. Además nos explicó que tiene controles seguido, pero nada del otro mundo. El Tano no sabía y descorchó un tinto, porque teníamos Sidoso para rato y porque, sin dudas, confirmaba todos los mitos. El Paragua siempre viene atrás del Sidoso, en homenaje a esa particularidad, con él sigo. El típico tipo de lugar chico que llega a un lugar grande y no se da cuenta de dónde se está metiendo. Así fue que el Capo se lo comió crudo y le prometió un sueldo, cuando en realidad le tendría que haber pedido por favor que lo dejara entrar en el negocio. El tipo se retiró de la policía paraguaya a los cuarenta años y retomó acá su primer oficio: mozo. Se metió en el Sheraton y ahí creó su centro de control. Mientras trabajaba hizo los contactos necesarios en la frontera, conoció a todas las personas que tenía que conocer y largó. En el 81, hizo negocios con el Capo, le habilitó un paso durante tres días. El pobre no tiene idea de la guita que tuvo en las manos. De todos los que trabajamos para el Capo, a él es al que menos conozco, lo veo poco y nada. Encima de que no viene seguido, no lo soporto, asique cuando aparece, yo me voy y listo, no estoy diciendo nada nuevo, todos saben cómo son las cosas, sobre todo conmigo. El Paragua entra en la categoría de los que 11
prefiero tener más lejos que cerca. El problema con él surge de sus axilas, tiene un olor que te tumba, y es muy lento, no es que yo sea una luz, pero es de la clase de personas que hay que darle un sopapo en la nuca para que arranque. Su lentitud, lo que hace que si querés putearlo le tengas que hacer un esquema de la situación, combinada con su contextura, es bastante, bastante fortachón, me obligan aguantar callado mientras está y, si se queda un rato, rajar lo más rápido posible. Virginia Rostaray. Ahora le toca a ella. La peor de todas. Nadie se había animado, en todo el tiempo en que estuvo en la familia, a aventurarse y yo, el día en que ella se aventuró conmigo, dudé y dudar no era una posibilidad. Después fue tarde, siempre fue tarde. Nunca más. En un momento, a los días, cuando me di cuenta de que mi situación no tenía marcha atrás, me saqué y si el mismísimo diablo se me hubiese aparecido, yo le daba lo que me pidiese. Sólo a mí me pasa. No conozco a nadie que se la haya dado, nadie. Ni siquiera un rumor. Entre nosotros ya es mito, fantaseamos, no con que pase algo, sino con las posibles aventuras de Virgi. Obviamente empezaron involucrando al Capo, después las dimos de baja cuando nos enteramos de que era la hija de un primo muerto, después volvimos a pensar que podían ser amantes, pero no. Cada uno tiene una aventura y, cada vez que nos juntamos a jugar al póker, le va a agregando detalles, por supuesto que nadie me creyó cuando les conté lo que había pasado. De hecho, la historia que sostiene el Sidoso es conmigo de personaje principal, es el hipotético destino que hubiese tenido si ese día hubiese aceptado. La fantasía que le pone es genial, ella termina siendo estrella 12
porno y yo, casado con Virgi, soy coprotagonista de todas sus películas. Es desopilante y hay veces que se pone muy desagradable, incluye objetos, animales, parentescos, famosos como Soldán y una sarta de cosas terribles que terminan por destruir toda fantasía e incluso llegan a producir mareos, náuseas y migrañas. Además de la peor yegua de la historia de los hipódromos y de la aventurera insaciable de todas nuestras historias, es una especie de asistente, de personaje indescifrable que está y no está, que viene y va. Por ejemplo, está en todas las reuniones en que el Capo arregla cuentas con nosotros. Ya sean positivas o negativas, con o sin tensión, con o sin ajuste de tuercas. Después pasan días y días en los que no la vemos por ningún lado. A veces pensamos que la tiene ahí para asegurar cierto ambiente de cordialidad. Solo estamos seguros de una cosa: no se llama Virginia Rostaray. Desde el primer día nos reímos cuando dijo el nombre, le dijimos que no podía ser así, el Capo se sonrío y ella también pero no pronunciaron palabra. Santino Alí. En mi mundo, este nombre sólo sería explicable con una madre italiana y un padre árabe pero no, Santino era el cafisho que la hizo entrar en el laburo, la cuidó y la mimó hasta que ella pudo regresar a Italia. Él quedó ahí, medio perdido, no la volvió a ver. Por su cuenta, Alí hizo todo lo que pudo: darle el apellido. El Tano para los que le gustan los tanos, el Turco para los que no, ese es Santino. El muchacho que cae bien, que se acuerda el nombre de todos, que se acuerda de los cumpleaños. Empezó recorriendo bares, cafés, kioscos, kiosquitos, ferreterías. Levantaba quiniela para un capitalista. No tardó en con13
seguir un arma, tampoco tardó en ascender y trabajar directamente para el Capo. En el mismo rubro pero apretando a los que no querían pagar. Con un veintidós le alcanzaba y le sobraba, era cuestión de que se los apoyara en la frente y con el frío del caño les aclaraba las ideas. Empezó cargándose a uno de los pesados, chorro nomás pero con sus años y con muchos trabajos encima. El Pipa estaba sentado, explicando por qué lo iban a tener que esperar un mes más, el Tano se puso nervioso y sacó el arma. El Pipa, que no era tan boludo como después dijeron, se le tiró encima. En el forcejeo, doce balas se le clavaron en el pecho. Eso dijo: “en el forcejeo, doce tiros”. Como ven, lo que tiene de tano lo tiene de tano y lo que tiene de turco lo tiene de turco y entre las dos ascendencias la fabulación crece. En Santino se contradicen la humildad del origen con lo grandilocuente de la sangre, las ganas de contar grandes historias mezclada con el pudor de ser su protagonista. “Doce balas en un forcejeo”, nadie le creyó hasta que trajeron el cuerpo. Por supuesto que nadie creyó lo del forcejeo, pero las doce balas no se podían negar. Y como el Señor obra misteriosamente, eso le alcanzó para lograr un ascenso. Durante los primeros tres meses se le rieron en la cara porque se anotó en una escuela de tiro. Se le rieron hasta que armó los contactos con la policía y no sólo eso, sino que trajo al Paragua a la Argentina. No está bien claro cómo fue el tema, lo que sí se sabe es que un día apareció en la casa del Capo en un patrullero, sentado adelante y con un policía. González, el de la puerta, avisó adentro para que se prepararan pero lo vieron bajar al Tano y las cosas se calmaron. Como no sabían qué era lo que estaba pasando, llamaron al Capo y le avisaron, él dijo que 14
los dejaran pasar, que no había problema. El Tano era el único que no tenía antecedentes, nunca había estado adentro y por eso el más preparado para el trabajo. En el asiento de atrás, el policía y el Tano traían al Paragua. Empezó con el forcejeo, ahí alguna ficha le cayó porque enseguida pidió que lo llamáramos por su nombre, se bautizó, se hizo religioso, empezó a rezar todos los días. Nunca cambió el revólver, cada domingo va a la catedral bien temprano y, antes de que se acerque la plebe, deja caer doce balas en el agua bendita, las saca una por una y las envuelve en un paño de raso, después le pide la bendición al sacerdote y se va. El domingo es el único día que vive en su departamento, para el resto de la semana tiene una habitación en lo del Capo. Cuando llega, carga el revólver y se deshace de las balas de la semana anterior. Las otras seis las guarda en una cartuchera de cuero que lleva en el bolsillo, no las seca. Corre el riesgo, dice someterse a la ley divina, si las balas no salen es porque el Señor no lo quiso. Si muere por eso, es porque así tenía que ser. Esas son las balas que puede usar en seis días, lo seduce la idea de ser una suerte de enviado, un justiciero. Con lo de las balas mojadas también se deshace de la culpa; de salir, salen por el designio de Dios. Con el tiempo se volvió un excelente tirador y, más allá de las balas que fallan y del arma que usa, a cincuenta metros te baja en menos de tres tiros. Cada siete días, de domingo en domingo, vuelve y prepara más balas. Doce son las que tiene por semana, por eso el Capo espera al viernes para darle trabajo, para que lo haga el sábado y sepa que si gasta las doce no quedará desprotegido toda la semana. Lo consiente sólo en las cuestiones religiosas y eso le sirve para te15
nerlo el resto del tiempo haciendo trabajos simples, casi lo mismo que hacía antes. Le paga poco. Él sabe que podría pedir más, pero prefiere hacer una vida austera y tener las ventajas de vivir con el Capo. El último trabajo no lo hizo para él, sino para el Cordobés, un socio. Tuvo que irse hasta La Rioja y matar a un caudillo que estaba tratando de meterse en las armas. Lo contó con detalles: “La cosa fue así: llegué a La Rioja, en ómnibus para que no me tuviesen en cuenta. No llegué en subte porque no había pero quería aparecer desde abajo. Nadie me conocía, yo no hablé demasiado porque enseguida se dan cuenta de que uno no es del lugar y más se dan cuenta de que es porteño, como nos dicen aunque vivamos en la costa. Llegué con mi veintidós abajo del brazo y cinco lucas para mantenerme. Dos días más tarde, sabía que el viejo era habitué de un salón de chicas, me conseguí una pensión de cien pesos y me fui de putas tres noches seguidas. El único dato que tenía era ese. Arreglé con una de las chicas para quedarme y esperé a escucharlo cerca. Pero el Señor no quiso que todo fuera tan fácil. Pasó la noche y nada, esperé. Según me había dicho el Cordobés, me mandaba un chofer para que me sacara, el tipo se iba a quedar oculto hasta que yo actuara porque lo tenían bastante visto. Al otro día cambié de puta y al tercero de nuevo, una más fea que la otra. A la tercera noche me invitaron un trago, que rechacé, como corresponde. Me metí en lo de Solange, así decía que se llamaba la primera, y me puse a charlar. Le conté que mi vieja era del gremio y ella me contó que estaba embarazada, que por eso estaba un poco gorda. Le pregunté cuándo venía don Francisco, que lo quería conocer, que había viajado hasta ahí para apretarle la mano, me dijo que los viernes, y era 16
viernes, que llegaba a eso de las ocho, y eran las siete. Según ella, siempre decía que no hay cosa mejor que empezar el fin de semana con un buen polvo. El viejo pagaba un sueldo y una estadía en el establecimiento, según parece le gustaba irse de putas, pero no le gustaba compartirlas y como todo caudillo hay ciertos caprichos que se puede permitir, pagaba la garantía de la monogamia de la Tucu. Podría haberlo hecho todo gratis, al fin y al cabo era dueño de casi todo en esa ciudad, pero, fuera como fuese, él le pagaba, para gratis tenía a la esposa. Esa noche me quedé dormido y le dije a Solange que se fuera a tomar una copa, que le pagaba por adelantado, pero que no dejara que se fuera don Francisco sin haberme despertado antes. A las dos horas, me desperté y ella se había deslizado adentro de la cama. Cuando miré por la ventana, vi dos autos: el Alfa del viejo, no podía ser de otro, y el Renault azul del chofer que me había mandado el Cordobés, esa era mi señal. Ahí estaba, justo cuando yo había localizado al muerto. Me senté a esperar. La tucumana gritaba como una descocida, las otras dormían. Cuando salió el viejo, me desconcertó: me lo imaginaba alto, gordo, con la cara poceada, muy gordo y sobretodo con un olor a sexo que tumbara; salió un tipo petisito con la cara poceada, sí, pero mucho más blanca de lo que me había imaginado. Salió hecho una pinturita, acomodándose el chaleco y con un saco sobre el hombro, una especie de dandi del ascenso. Por alguna razón sabía que lo estaba esperando, yo estaba ahí sentado en el piso, agarrando el arma en el bolsillo de la campera. Sabía perfectamente quién era yo y qué era lo que estaba haciendo. Buen día, Santino, dijo y se acercó. No pude disparar, caminó hasta mí, me ayudo a parar y me sacó el arma. Yo sé lo que vos hacés 17
y por eso le dije a los míos que no vinieran. Vamos a jugar a la ruleta, vos vas a empezar y vamos a ver cuál de los dos está más cerca del cielo. El chofer o el Cordobés me habían vendido. Nos metimos en el cuarto de Solange y empezamos a jugar, yo empecé. Disparé sin miedo y nada, cuando fue el turno de él, agarró el arma, me apuntó y gatilló como veinte veces. Solamente salió una pero fue de las últimas y estaba tan desencajado que no me pegó. Dejó el fierro en la mesa y sacó el suyo, levanté el mío y le mostré que mi fe era mucho más grande que la suya, tres tiros en la frente, uno atrás del otro, seguiditos. Solange nos miraba aterrada. La miré y le tiré a la cara pero no salió. Por lo visto, Dios quiso dos Santinos en este mundo. Salí por la ventana, me subí al auto y con el bufo en la cabeza del chofer hice que me llevara hasta San Fernando, ahí me tomé una copa y volví.” Romeo Galimporti. Punga. En la calle, el de la calle lo conoce. Es un infradotado con manos hábiles, una especie de mono prestidigitador, un fenómeno de circo que nos cayó en medio de la función y lo tuvimos que adoptar, es la mascota, él está, va, viene. Rara vez se le da un trabajo, se mantiene solo, hace sus chanchullos, le roba a alguna vieja, manotea algún reloj, nadie se da cuenta. Una paliza alcanzó para que supiera que donde se come no se defeca. El Capo lo agarró de las pestañas, se lo llevó al parque y le dio más golpes de los que hubiese podido imaginar. El orangután sabía que lo único que podía hacer era someterse hasta que lo matase o se cansase. Defenderse, parar los golpes, hubiese significado una muerte rápida pero, como toda alimaña rastrera, supo qué hacer para durar un poco más. 18
No soy el único que considera que pertenece a un gremio inferior. Una cosa es vender, no obligás a nadie a comprar, pero robar, punguear así, sin que nadie se dé cuenta, que llegue a la casa y no tenga las llaves, el reloj, la billetera, el anillo, eso es de garca. Tampoco voy a hacer la revolución antichorro pero quiero que quede claro que a Galimporti no lo soporto. De hecho conocí a otros como él y nunca me puse a pensar toda esta sarta de boludeces, claramente es personal, no hay dudas, es personal, pero qué le voy a hacer. Punga y garca debiera decir, porque con las dos cosas es igual. Talentos tanto para el maneje en la cola del banco como para el tome y traiga de colectivo a las dos de la tarde, de shopping a las cinco o de bar después de las once. También anda bien para la actuación en público, el escándalo. La sutileza que le sobra en las manos le falta en el resto de las cosas. La madre le puso Romeo pero a él le gusta que lo llamen Magnum, él llega y se presenta: Romeo Galimporti, un gusto, y aclara seguido: pero me llaman, y así está bien, Magnum. Nadie sabe bien por qué; dicen las malas lenguas que, como no le alcanza para un descapotable, tuvo que pensar mucho en un sobrenombre que compensara. Las minas lo adoran, eso sí, y se sabe por qué: tiene una voz espléndida y aunque parece un poco secote, en cuanto se pone a cantar, la descose. Improvisa, no se sabe bien las letras, inventa, siempre encuentra el lugar justo para meter el nombre de la mina. Así es en todas partes, por eso el Capo le tiene prohibido cantar delante de cualquier mujer de la familia. Lo despedimos el año pasado, le dijimos que se las tome, que no vuelva. Pero volvió y lo aceptaron, nadie sabe por qué o sí saben, pero nadie se anima a decirlo. 19
El Bebé nunca dejó de ser el Bebé. En el puterío le empezaron a decir así porque iba de pibe. Con pibe quiero decir once, doce. El padre lo llevaba para que aprendiera. Digo que nunca dejó de ser un bebé porque empezó a laburar en el 90 y en el 94 el Sidoso le acabó adentro y no lo dejo precisamente embarazado. En el 96 se murió después de dos años catastróficos, con un quilombo atrás de otro. En la Casa lo quisimos cuidar, hacerlo sentir bien, darle una buena despedida. Cada vez se fue poniendo más fea la cosa y de a poco la despedida se convirtió en espera. Empezó a andar cada vez peor, ya nadie se animaba a tocarlo, de vez en cuando alguien se animaba a jugar un truco o algo por el estilo, hasta que tosía dos veces. El único que se le acercaba era el Sidoso y la relación pasó de lujuriosa a familiar. Como un padre que sabe que el hijo se le muere, el Sidoso lo acariciaba sabiendo que la culpa era suya. Una mañana no lo vimos más. Simplemente se había ido, desaparecido. A los cuatro días, salió en los diarios que habían encontrado a un joven apuñalado trece veces en la cara y otras treinta en el pecho. También dijeron que había restos de semen. El pudor del diario no permitió aclarar más, pero es obvio que se dieron una buena despedida. Unos días antes, el Sidoso me pidió morfina, ácidos y merca, con urgencia. Cuando volvió, él sí que era otro. El Sidoso ya no era el Sidoso, no porque no tuviera más sida, sino porque estaba curado. Había visto a la muerte muy pero muy de cerca. Cuando lo vemos errático, sabemos que el Sidoso habla con él, nos dice que lo acompaña a todas partes. El Sidoso todavía guarda una reliquia, un pedazo que le quitó aquella noche y que lleva cerca del corazón.
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Alfredo Muñón no es nadie, o sí, es el tontito de los negocios, es el verdadero pedante con anteojos que no va a ningún lado sin su pedorrera bocota de tipo al que le falta mucho para ser algo más que un contador. Tiene una esposa que por lo que cuenta es demasiado candente para su peso, tiene una hija que es más fea que un culo y tiene una caniche. Fue mordido por las tres. De los que trabajan para el Capo, es el que más guita tiene. Labura en otros lugares y parece que de ahí es de donde la saca. El Capo le paga con contactos. Una vez por semana se interna desde las siete de la mañana hasta las tres de la madrugada de corrido y de ahí sale con todo lo que necesitamos: precios, deudas, sueldos, sobornos, propinas, todo. Nada se derrocha, él maneja el negocio entero, el Capo lo sabe muy bien y se lo permite. Muñón lo hace bien. Algunos le dicen el tullido porque estuvo en silla de ruedas un año y medio: se fue a Las Leñas y tenía que hacer esquí. Hay gente que no nace para la actividad física, para lo que tiene que ver con la motricidad. Se fue al sur, se compró todo: traje, botas, esquíes, bastones, gafas, gorrito, todo. Para él y la familia. Llegaron, se instalaron y emprendieron el ascenso. Él bajó más rápido que nadie, se cayó de la aerosilla y se rompió la cadera entre otros huesos de menor importancia; como frutilla del postre, la tibia se le salió para afuera. Daba gusto verlo hecho mierda, llegar a lo del Capo y que lo tuvieran que bajar del auto y que lo tuvieran que llevar hasta el estudio y que lo tuvieran que llevar al baño. Lo mejor fue el día en que se resbaló de la silla y se cayó, lo encontraron dos horas más tarde, lagrimeando. No digo que yo sea muy macho, ni que soporte cualquier cosa, pero de acordarme me río solo. 21
Marcos es el más viejo. Especialista en cuchillos. Una vez cerrado el circo tuvo que cambiar de rubro y ahora, en vez de clavarlos en una tabla a un centímetro del cuello de una rusa, los clava justito, justito en el medio. No sabemos para qué lo trajo el Capo, es probable que tenga que ver con una especie de colección de seres del hampa. No corta ni pincha dentro de la organización, es una especie de becado que el Capo tiene y de vez en cuando le hace justificar el dinero que le da. Por ejemplo lo usa de chofer, de guardaespaldas, de consejero, hasta de gurú lo llega a usar. Estar dentro de una compañía circense durante tanto tiempo produjo en el viejo Marcos una suerte de don para escanear las relaciones entre personas. Seguramente por eso hoy no vino a buscarme. Es muy probable que él mismo haya sido el de la idea de que yo escriba todo esto.
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Anoche, cuando volví de la Casa, estaban todos mis amigos, parecía un funeral soñado, como en El Gran Pez. Me hubiese gustado tener a la periodista de Gente pero no, todo lo contrario. Creo que ellos querían verme muerto. Me preguntan dónde están los papeles, no quieren que los entregue. Les digo que recién hoy, lunes, se los voy a acercar. Pero que no los tengo conmigo, que los tiene mi hermano. Se asustan, se contradice, mienten. Virginia me ama. El Sidoso guarda la cortaplumas. El Paragua me da un abrazo insoportable y Alfredo Muñón promete un aumento significativo en mi cuenta. Galimporti dice estar ahí para protegerme. Santino gatilla pero no dispara. No se dan cuenta de que estos papeles no valen nada. De que lo que los incrimina y condena es su presencia ahí, en mi casa. Lo bueno, para todos, es que somos una familia y todavía creemos en la posibilidad de recomponer los errores, de ser perdonados. Sobre todo, de forma póstuma.
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Serie Ilustración nro. 1 / Pedro Petrelli nro. 2 / Juan Lautaro Martín Knok knoK B&N / P. Petrelli & L. de la Cruz Serie Textos Ciudad Mutante / Mery Bargas Correspondencia / A. Catalano & J. Correa Los días claros / Joaquín Correa Tarde / Ana Rocío Jouli Doctor Simio Vol. I / Federico Giorgini Bombuchas / J. Correa Técnica de piedra, papel o tijera para ganar una partida de póker / Esteban Prado
Fanzine es una colección del sello La Bola editora.
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