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Los muros que levantamos: el rostro invisible del migrante

Catalina Elena Dobre Doctora en Filosofía

Unos días atrás, la noticia del incendio en el “Centro de detención del Instituto Nacional de Migración”, en Ciudad Juárez, en la frontera de México con Estados Unidos, fue escandalosa. Aproximadamente 39 migrantes (de El Salvador, Guatemala, Venezuela, Colombia), quemados vivos por un incendio. No entraré en los debates políticos alrededor de este tema, pero no puedo dejar de hacer una reflexión, ya que todo lo ocurrido refleja lo opuesto a lo que significa el proceso de migración, además de que da testimonio de que un Instituto que debería ser un ámbito de protección y apoyo, se transforma en una “policía de frontera”.

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La realidad de nuestros tiempos nos hace darnos cuenta de lo problemático y urgente que es el tema de la migración forzada, determinada por muchos factores: ya sea por guerras, por condiciones de inseguridad ante la violencia local, o sea por la incapacidad de los Estados políticos de brindar a sus ciudadanos un mínimo de condiciones de bienestar para poder tener un proyecto al futuro. La migración, aunque es un tema antiguo, en el siglo XXI y así como se presenta el panorama, parece un problema que somos incapaces de comprender y al cual no sabemos responder.

Una mirada hacia atrás, nos hace recordar, que el siglo XX ha sido denominado como el siglo de los campos, como lo describe Hannah Arendt en su obra Los orígenes del totalitarismo, y si bien al final de la década de los ochenta el mundo asistía a la caída del famoso “Muro de Berlín”; el siglo XXI debutó con un levantamiento de muros en un panorama social y económico que se quería, y se quiere global y cosmopolita. Esta es la gran paradoja de nuestro siglo: con el fin de detener las infracciones y la violencia, los países desarrollados empezaron a plantear la idea de rodear sus fronteras con muros. Un retroceso que recuerda al de la Edad Media, cuando las ciudades eran amuralladas, precisamente contra los invasores. No sería este el único retroceso que estamos viviendo como sociedad. Como bien afirma Donatella Di Cesare: “después del Muro de Berlín, el tercer milenio se ha abierto con una nueva época de muros”.

Muros que nos separan en un mundo que promueve la diversidad, la inclusión y un “mundo sin fronteras”; palabras que, en la realidad, son solo eslóganes que nos hipnotizan y nos dan la impresión de que vivimos en “un mundo mejor”. Desde el “muro de Bush”, al “muro de Trump”, o las fronteras que delimitan el espacio Schengen en Europa, así como muchos otros muros invisibles, la realidad es totalmente diferente. Miles de migrantes, en su deseo de buscar una vida mejor, por una guerra, o por pobreza y violencia, sufren en las fronteras humillaciones, deportaciones y otros abusos o, como en el caso de México, la muerte. Y esto pasa porque vemos en el migrante al “enemigo”, al invasor en un espacio que ni siquiera nos pertenece, como nada nos pertenece en este mundo.

¿Qué es un migrante? No es un enemigo, y menos se le debe enjaular en “centros de detención”. Es un ser humano que, por necesidades y en espera de una vida mejor, deja atrás su hogar, su tierra, y lo único que lo espera es un mundo de incertidumbres. Al migrar, estas personas, entran en un tipo de “régimen del refugiado” que se define como un cúmulo de normas, reglas, procedimientos, que un Estado ofrece a los migrantes. Pero las reglas, los procedimientos no bastan para atender al migrante, se necesita de humanidad, de comprensión y real apoyo. El hecho de que hemos transformado las fronteras en barreras o muros, muestra el hecho de que el problema de la migración no está visto, ni a la fecha, desde un punto de vista humano, ético, sino que se ha abandonado en manos de políticas policiacas que defienden el territorio de un estado.

Independientemente de la causa que produce el proceso de migración, el migrante viene a develar una ruptura en la mentalidad colectiva de nuestra sociedad, muestra lo inhumanos que seguimos siendo. Las políticas migratorias que, supues- tamente, están enfocadas en el respeto a los derechos humanos y la reintegración de los migrantes, lo más que han intentado, no cubren esta ruptura. En general, donde sea que lleguen, los migrantes, al ser los más vulnerables de un territorio, son humillados, deportados, y muchas veces tratados como criminales. La sociedad global, apuesta por leyes de migración cada vez más complicadas y a veces absurdas. Hemos creado discursos sobre los derechos humanos, sobre la inclusión, pero cuando se trata de la realidad, los migrantes son marginados y no deseados.

Los territorios se deben delimitar, por muchas razones, pero el problema es que las fronteras deben, sobre todo para aquellos que buscan ayuda, ser más fluidas y los ciudadanos más hospitalarios. Es verdad que, en algunos lugares, inclusive en México hay organizaciones civiles, voluntarios y propuestas humanitarias que tratan de ayudar, pero se topan, a la vez, con un sistema rígido cuando se trata de los migrantes. Ante un panorama en el cual levantamos muros, expulsamos, creamos un tipo de neurosis colectiva ante los migrantes, se deslumbra lo que Marc Colpaert llamaba “la tragedia monocultural”. Sobre el extranjero (migrante, refugiado) escribieron varios filósofos: desde Hannah Arendt, a Derrida, Levinas, Di Cesare etcétera, todos resaltando la vulnerabilidad de los seres humanos ante un proceso migratorio; pero solo recordamos a los migrantes cuando pasa una tragedia, una catástrofe. “Los migrantes, los extranjeros y los refugiados no son, en primer lugar, un problema. Están aquí, como la vida está aquí; se anuncian, como se anuncia la vida. Se anuncian a sí mismos por varias razones. Es nuestro deber decodificar e interpretar estos anuncios”, afirma Colpaert.

Mientras no repensemos el modo de tratar a los migrantes, mientras no cambiemos nuestra forma entender la migración, y mientras los Estados no tomen en serio el problema para enfrentarlo, no a través centros de detenciones y con muros levantados, el tema de los migrantes expresa el modo en el cual, como sociedad nos hemos organizado en torno a la falta de humanidad, la indiferencia y la ignorancia en un supuesto “mundo sin fronteras” .

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