Buriñón | Número 1

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Revista de literatura ilustrada | NĂşmero 1 | 2013



Una revista con algunos pelos de monstruo.



Un as es una buena carta para empezar.

Ricardo Canaรกn

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Editor responsable Ricardo Canaán Editora gráfica Catherine Medrano Periodista Edwina Quintero

Adriana Peralta (Asunción, 1989). Diseñadora, street artist e ilustradora freelance. Le gusta patinar en la calle, compartir con sus amigos y salir a bailar. Estudió la carrera de Diseño Gráfico en la Universidad Católica de Asunción. Ha realizado cómics para Juan Cobarde (2010), un sitio sobre la violencia contra la mujer, también para la organización Akahata (2011) y ha publicado en el fanzine de ilustradoras Elvira (2012). Últimamente experimenta con el collage y aprende a pintar sobre cerámica, al mismo tiempo que publica sus trabajos en behance.net/adripera y en adriperalta.tumblr.com.

Portada

por Josymar Arteaga

www.ladelmonstruo.com twitter.com/ladelmonstruo facebook.com/ladelmonstruo Buriñón es una marca independiente, y está protegida por un monstruo, al que vale mejor no molestar cuando está comiendo. No está permitida la reproducción total o parcial del contenido de esta revista sin previo aviso del editor y los autores. Las opiniones expresadas en los contenidos no reflejan la opinión del editor. Por otro lado, todo lector es libre de descargar esta edición de manera gratuita, al teléfono o a cualquier otro aparato para llevarla a todos lados, para mostrarla, quererla, hablar con ella, y hasta para escuchar sus quejas. También está permitido contactar a sus autores para piropearlos y decirles lo bien que lo han hecho. El número uno de Buriñón, correspondiente a los meses diciembre, enero y febrero; terminó de editarse el 22 de noviembre de 2013 en la ciudad de Maracaibo, Venezuela; con mucho calor, junto a un plato de mandocas, tequeños y pastelitos. El equipo de Buriñón agradece infinitamente a todos los que acudieron a esta cita a ciegas y a los que creyeron en este proyecto desde el principio. Feliz paseo. Buriñón, 2013. Todos los derechos reservados.

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Ana Olteanu (Mérida, 1988). Diseñadora gráfica, docente e ilustradora. Estudió Licenciatura en Diseño Gráfico en la Universidad del Zulia. Ha sido profesora de diseño gráfico y diseño de modas, además de fundadora de marcas de ropa y accesorios. Sus trabajos gráficos han sido expuestos en diversas muestras, entre las que destacan: Ilustremos el Futuro (2010), XI Feria de Arte Internacional Velada de Santa Lucía (2011), en el evento Moda, Arte y Diseño, MAD Maracaibo (2012); en la 3era Muestra de Arte Erótico (2012) y en la exposición Ilustremos Canciones (2013). Actualmente colabora en publicaciones, desarrolla proyectos independientes y ejerce la docencia. behance.net/olteana, @Olteana.

Andry Edec Hernández (Maracaibo, 1989). Es diseñador gráfico, artista plástico e ilustrador. Estudió Licenciatura en Diseño Gráfico (Universidad del Zulia, 2011). Ha participado en diversas exposiciones colectivas e individuales, entre ellas destacan: XIII Feria de Arte Internacional Velada de Santa Lucía, (Maracaibo,Venezuela 2013); I Encuentro Nacional de Jóvenes Artistas, (Yaracuy, Venezuela 2012); I Salón de la Cultura BOD (Maracaibo, Venezuela 2012); Un sentir a dos trazos (Sala Gabriel Bracho tranvía de Maracaibo, 2012); XXXX Salón de Pintura (Maracaibo, 2012). Actualmente cursa el postgrado Ciencias de la Comunicación, mención Sociosemiótica de la Cultura; a la par es Coordinador de Proyectos Culturales del Centro Bellas Artes, Ateneo de Maracaibo; y miembro del colectivo LACURA ARTE, el arte como medio de rehabilitación (Hospital Psiquiátrico de Maracaibo). @an_edec.


Diego Aguledo (Armenia, 1980). Ilustrador de nacimiento y creador de historias. Conoció el dibujo en la Plaza Bolívar de Armenia, donde los estudiantes del Taller 2 de Calarcá dibujaban en vivo. En 2002, después de dibujar por su cuenta y regalar fisionomías en el parque de Calarcá, fue seleccionado por el Taller 2 para exponer en Bogotá en una feria del libro; luego de unos meses decidió radicarse en la capital colombiana, ciudad en la que aún reside. En los últimos años ha trabajado como ilustrador independiente. Sus imágenes han sido publicadas en medios como: Diario La Nación (Costa Rica, 2010), Revista Proyecto Diseño (Colombia, 2011), Diario El Tiempo (Colombia, 2011-2013); Editorial Norma (Colombia, 2008), Editorial McGraw Hill (Estados Unidos, 2012), entre otros. tierraboca.blogspot.com.

Edwina Quintero Aguilar (Cabimas, 1990). Periodista. Estudió Comunicación Social Mención Periodismo Impreso en la Universidad del Zulia. Disfruta de las emociones que le produce un gol, un match point, un maillot jaune, un KO, un try o una medalla dorada; aunque lo que más ama es la magia que sale de los botines de fútbol. También le gusta imaginar, usar el botón de la creatividad con frecuencia y mostrarle a algún lector, una humilde perspectiva del mundo que ambos pisan. @EdwinaQuintero.

Eva Marabotto (Buenos Aires, 1970). Estudió Letras y Periodismo. Es Editora Jefe del diario Clarín, docente de la Escuela de Periodismo ETER y Magister en Periodismo Magna Cum Laude. Participó en la investigación del trabajo periodístico Los papeles secretos de la embajada, ganador del Premio Rey de España. Colabora en diversas publicaciones electrónicas y coedita el portal de literatura Todas las Artes Argentina. @evurum.

Evaly Contreras (Maracaibo, 1989). Traductora, profesora y escritora. Obtuvo el grado Cum Laude en Comunicación Social, mención Periodismo Impreso (Universidad Rafael Belloso Chacín, 2009). Su ensayo La Venezuela iluminada obtuvo mención honorífica en el concurso “Pensando en Venezuela”, a la par el mini-ensayo Guía básica de supervivencia para la mujer fue presentado en el evento “Diez pasos para llegar al once” en la Biblioteca Pública del estado Zulia. Su poema “Sea” fue publicado en 2010 por el periódico cultural “PublicARTE” y su poema Emancipación fue publicado en la página web de la editorial uruguaya Abrace. Tiene especializaciones en Seguridad Internacional (Flagship University, Dallas, TX) y Medios Internacionales (Campamento Youth in Action, Hungría), además de formación en Dirección de Cine y Jefatura de Producción Cinematográfica. Actualmente se encuentra escribiendo la segunda parte de su primera novela corta, mientras se desempeña como traductora de alemán, inglés y español; profesora de idiomas y redactora independiente.

Francisca Meneses, (Santiago de Chile). Diseñadora gráfica e ilustradora a tiempo completo. Es amante del café, las galletitas, los lápices y sus gatos Cereal y Hamburguesa. Estudió Diseño Gráfico en la Universidad Diego Portales. Es creadora del sitio web viviendosolo.cl en el que además, publica ilustraciones semanalmente. Sus trabajos han figurado en campañas como “Un cuento al día” del Ministerio de la Cultura y de las Artes de Chile, la campaña “Creme Brulè” de la marca de dulces Ambrosoli y la campaña “Elegir te hace feliz” de Sodexo; de igual modo, realizó la portada del anuario 2013 de Archi, Chile; diseña para Lomography Chile, y ha publicado ilustraciones en la Revista Paula, la revista Salud&Belleza y el blog Zancada, entre otros. En su página web frannerd.cl comparte sus trabajos recientes, videos y artículos. Ella es mejor conocida como Frannerd, es una vegana feliz, salva al mundo del mal y hornea galletas de vez en cuando. @Frannerd.

Freddy Aguirre (Maracaibo, 1988) Diseñador gráfico, artista plástico e ilustrador. Estudió Licenciatura en Diseño Gráfico en la Universidad Rafael Belloso Chacín y tomó clases de teatro. Ha participado en diversas exposiciones colectivas en su país con instalaciones e ilustraciones de gran y pequeña escala. Es creador de la marca de diseño Kasimiro DG. En sus ratos libres disfruta de la escritura y la lectura, el cine, y las tertulias con amigos en torno a una buena pizza. Actualmente se desempeña como diseñador gráfico del Centro de Bellas Artes, Ateneo de Maracaibo. @ freaguirre

Isabel Cristina Morán (Maracaibo, 1985). Es escritora y periodista. Lectora por pasión. Columnista y autora de microcuentos. Es periodista del diario La Verdad y titular de la fuente de Cultura y Literatura. Actualmente cursa en la Universidad del Zulia el segundo semestre de la maestría Literatura, mención Literatura Venezolana. @IsMoran.

Isabella Saturno (Barquisimeto, 1987). Escribe y edita. Son sus dos poderes. Escribe para niños –generalmente– pero edita para adultos en la Revista Arepa. Es autora de la colección “Volare” de la editorial venezolana Lugar Común. Ganó el 1er Concurso de Cuentos para Niños IDENNA y la Beca de Creación Literaria del CENAL 2012. @PetipuaSaturno.

Joel Sossa (Guadalajara, 1989). Fotógrafo y vagabundo de la vida. Tiene el don de capturar momentos. Sus fotografías han sido publicadas en diversos medios impresos y digitales, al igual que han sido exhibidas en muestras de su país y el mundo. Disfruta fotografiar al atardecer, le placen los lugares tranquilos y viajar. Sus trabajos pueden verse en behance.net/joelsossa y 500px.com/JoelSossa. @JoeSossa.

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Jorge Roa (Chile). Diseñador industrial e ilustrador. Estudió en la Universidad del Bio-Bio, Chile. behance.net/JorgeRoa.

Jorge Alejandro Vargas Prado (Cusco, 1987). Estudió Literatura y Lingüística en la Universidad Nacional de San Agustín de Arequipa. Edita desde los 17 años junto al Grupo Editorial Dragostea. Ha publicado Cuentos (Delicias al paladar, 2006), Para detener el tiempo (Grupo editorial Dragostea, 2008), Kunan Pop (Cascahuesos, 2010) y T’ikray (2013). Como traductor y antologador destaca Vello húmedo, recopilación de literatura erótica masculina (Grupo editorial Dragostea, 2007), Otoño y otros poemas de la rumana Ana Blandiana (Grupo editorial Dragostea, 2008) y Qosqo qhechwasimipi akllasqa rimaykuna (junto a Luis Nieto Degregori y César Itier, Centro Guaman Poma de Ayala, 2012). Su trabajo ha sido reconocido con publicaciones en revistas virtuales y de papel en el Perú y en el extranjero, así como con premios en poesía, cuento y videopoesía. Actualmente se dedica al fortalecimiento de su otro idioma, el quechua y a la música con la banda de música experimental andina Chintatá. @Jorgicha.

José Luis Angarita Ávila (Maracaibo, 1957). Director, profesor universitario, escritor y periodista. Hijo de padre y madre. Nació en el siglo pasado luchando permanentemente por un espacio en el que ahora, es padre, esposo, hermano, pero ya no hijo. Es un joven con experiencia y un viejo inexperto. Estudia siempre y lee desde antes de siempre, aunque ya no tanto como desea. Espera permanecer por estos lados, orbitando en torno a este planeta llamado Vida sabiendo lo que sabe hacer, mientras el alma aguante. @angaritavila.

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Juliana López Vargas (Santiago de Cali, 1991). Estudió Diseño Gráfico en el Instituto Departamental de Bellas Artes de Cali. Le gusta dibujar, nadar, escuchar historias, tomar sol y caminar. Ha participado en exposiciones colectivas como “Hábitos disecados” y ha publicado en las revistas El Clavo, Índigo, Covermag, Furiamag y en la web Women Designers. Sus trabajos pueden verse en behance. net/JulianaLov.

Laura Torres (Bogotá, 1986). Diseñadora Gráfica e ilustradora. Estudió en la Universidad Nacional de Colombia. Desde los 19 años trabaja como ilustradora para varias casas editoriales, entre ellas Norma y Santillana; también para agencias de publicidad como McCann Worldgroup y Lowe SSP3. Le gusta tomar fotos, ver buen cine, montar bicicleta, tocar guitarra, coleccionar música, antigüedades y objetos para niños, pero sobre todo tomar helado. Cursa actualmente un posgrado en ilustración aplicada al diseño en Barcelona, España. Sus trabajos pueden verse en behance.net/lauratorres.

Lisselotte R. Álvarez (Santiago de Chile, 1976). Es escritora y periodista. Nació en plena dictadura militar y con toque de queda. Lee desde los 3 años y escribe desde los 8. Estudió Periodismo y Licenciatura en Ciencias de la Comunicación (Universidad Católica del Norte, 2000). Reside en la comuna costera de El Quisco, Provincia de San Antonio, conocida como el Litoral de los Poetas chilenos. Ha publicado Nostalgias de lo Improbable, selección de cuentos escritos entre 1995 y 2009 (Ediciones Tralcamahuida, 2009; reeditado por Mago Editores, 2011). Desde 2010 mantiene el blog: creolina1876.wordpress. com. Actualmente trabaja en un libro que narra distintas historias a través de los múltiples prismas de la locura. @CuentistaChilen.

Luis M. Hermoza (Lima, 1977) Es licenciado en Filología Románica por la Universidad de Barcelona. Realizó estudios en literatura hispanoamericana en la Universidad Católica del Perú. Dirigió y editó la revista digital La Siega. En 2009, funda la Agrupación Cornelista: por un planeta sin humanos, con quienes viene publicando fanzines presentados en España, México, Perú y Francia. En poesía, publicó Pueblo Joven (Trafalgare Square, Londres, 2011; Cátedra Miguel Escobar G., Ciudad de México, 2012) y Campamento (Pelagatos.cl, Santiago de Chile, 2011). En narrativa, tiene una novela inédita que quedó finalista del Concurso Queleer-Volkswagen 2008 (Barcelona) y en segundo lugar en el Premio de Novela de la Universidad Federico Villarreal 2008 (Lima). @lasiega.

Leandro Bustamante (Montevideo, 1988). Diseñador industrial e ilustrador. Pinta y dibuja en cualquier superficie, desde cuadernolas hasta tapas de cuadernos viejos o cualquier tipo de soporte que tenga a la mano. Le gusta la literatura y el cine. Mantiene el blog ilustracioneslea.blogspot.com. Su portafolio puede verse en behance.net/leandrobustamante. Luis Pinto (México, 1989). Diseñador gráfico, comunicador visual e ilustrador. Estudió en la Universidad Rafael Landívar, y se graduó con el grado Magna Cum Laude. Ama leer, escribir y tocar instrumentos musicales. Ha publicado en revistas como Capiusa (Guatemala), Folk Magazine (Guatemala), Karma Magazine (Argentina), Picnic Magazine (México), La Cabeza Fanzine (España); y en diversos sitios web. Sus trabajos han participado en exposiciones como “I WANT MORE” (Bamboo Curtain Studio, New Taipei City, Taiwán), “Novelas ejemplares: Novelas ilustradas” (Centro Cultural de España en Guatemala), “El Amor no es como lo pintan” (Galería La Casa Azul), entre otras. Actualmente reside en Guatemala. Su portafolio puede verse en luispintodesign. com. @Luispins.


María García Lumbreras (México D.F, 1980). Diseñadora, ilustradora y animadora. Estudió Licenciatura en Diseño Gráfico en la Universidad Tecnológica de México. Desde el 2003 se ha desempeñado como diseñadora y animadora 2D y 3D; trabaja en la Dirección de Animación y Diseño de Televisa, en el proyecto de Imaginantes. Desde hace dos años decidió ilustrar como hobby y para proyectos independientes. Fue seleccionada para el “Catálogo de Ilustradores”, Filij (2012) y también en el “Concurso Ilustracional” de la revista Picnic (2012). Le gustan los libros que la desvelen por semanas y encontrar rostros en las texturas de las paredes. Su portafolio puede verse en su sitio web lalumbreras.com y en behance.net/lalumbreras.

Maggi (Mérida). Diseñadora gráfica y fotógrafa. Formada en la fotografía de manera autodidacta, se ha centrado en el retrato y la moda; sus gráficas destacan por sus acabados, conceptos, colores y texturas. Sus trabajos han sido publicados en medios digitales e impresos, al igual que ha expuesto en diferentes colectivas; en abril de 2013 expuso su primera individual titulada “Notas cromáticas”. Le apasiona la pintura, la escultura y la ilustración; también experimentar con técnicas que le permitan explorar e innovar dentro de su estilo. behance.net/maggiflux, @maggiflux.

Mario Morenza (Caracas, 1982). Obrero de la Literatura, narrador y cronista. Es docente del Instituto de Investigaciones Literarias de la Universidad Central de Venezuela y cursa actualmente, la maestría de Literatura Venezolana en la misma casa de estudios. Ha publicado las “novelas de cuentos” La senda de los diálogos perdidos (Ganadora del Premio Nacional Universitario de Literatura 2007) y Pasillos de mi memoria ajena (Finalista del Concurso para Autores Inéditos de Monte Ávila Editores 2007). Sus relatos han sido galardonados en diversos certámenes literarios nacionales e internacionales, al igual que forman parte de las antologías Tatuajes de ciudad (2007), Quince que cuentan (2008), Escritores seriales (Mexico, 2009), Zgodbe iz Venezuele (Historias de Venezuela, Eslovenia, 2009), Mínima expresión: una muestra de la minificción venezolana (2009), El libro voyeur (España, 2010), Joven Narrativa Venezolana III (2011), VIII Concurso Nacional de Cuentos Sacven 2011 (2012), De qué va el cuento (en imprenta). En estos momentos escribe un libro integrado por novelas cortas titulado La verdad de las gacelas. @MarioMorenza.

Mauro Barea (Cancún, 1981). Escritor y apasionado de la historia. Estudió Licenciatura en Administración de Empresas Turísticas (Universidad La Salle, Cancún). Su primera publicación se dio en marzo de 1993, cuando interesado en los temas históricos, geográficos y literarios de su país, decidió escribir una nota y enviarla al periódico Novedades de Quintana Roo, la cual apareció días después en la sección infantil. Tal motivación lo impulsó a seguir escribiendo, y ahora años más tarde, cuenta con dos novelas publicadas y varios relatos. Sus novelas de corte histórico, se basan en profundas investigaciones que ha realizado en los últimos ocho años sobre la cultura maya, griega y egipcia. Es autor de El Retorno de Zamná (Revista Pioneros, 2011) y El Colapso del Tiempo (Editorial Niram Art, 2012). @Mauro_Barea.

Miguel Membreño (San Salvador, 1988). Diseñador gráfico e ilustrador. Estudia Licenciatura en Diseño Gráfico en la Universidad Dr. José Matías Delgado. Trabaja como visualizador y storyboard artist para la productora de cine publicitario Garage Films, al mismo tiempo realiza trabajos de ilustración para agencias publicitarias de su país y para clientes del extranjero. Ha expuesto en varias ocasiones con el colectivo de ilustradores “27pm”; de manera independiente, ha expuesto en museos de El Salvador. Sus ilustraciones han aparecido en la revista de ilustración Göoo (Argentina) en sus ediciones “Placer” e “Ilógica”. Sus trabajos pueden verse en behance.net/ mgue y en mmilus.tumblr.com.

Nico Marreros (Puerto Maldonado, 1984). Artista visual. Estudió en la Escuela de Bellas Artes de la ciudad del Cusco; forma parte del colectivo Bestiario Taller y del colectivo Ninja de Colores. Ha expuesto de manera colectiva en la “III Semana de Video Iberoamericano” (Filmoteca de Andalucía, España 2011); “Pasaporte para un Artista” (Alianza Francesa del Cusco, 2008); “Santurantikuy 5” (Museo de Arte contemporáneo del Cusco, 2006). Ha expuesto de manera individual: “Mutilar respiro” (Sala De Exposiciones del Convento de Santo Domingo Qorikancha, Cuso 2013), “Geometría del Recuerdo” (Sala de Exposiciones del ICPNAC, Cusco 2010), “Carrusel” (Sala De Exposiciones Mariano Fuentes Lira, Cusco 2008); “Maquinaria Pesada, Pesada Maquinaria” (Sala De Exposiciones del Convento de Santo Domingo Qorikancha, Cusco 2006). nicomarreros.blogspot.com.

Rodrigo Valle, “Yurex Omazkin” (México D.F, 1982). Diseñador e ilustrador. Estudió Diseño de la Comunicación Gráfica en la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM). Desde hace dos años trabaja de lleno como ilustrador freelance. Ha trabajado para distintas publicaciones, instituciones y agencias de publicidad y contenidos, entre ellas: El Fanzine, HotBook, Kult Magazine, Entrepreneur, Chilango, Quo, Mujam, Teran\TBWA, Vice, A Editores, entre otros. Ha sido reconocido por sus dibujos en distintos concursos y participado en exposiciones colectivas en México y Estados Unidos. Le gusta la música, el cine y la adrenalina. Su portafolio puede verse en yurexomazkin.wordpress.com. behance.net/ yurexomazkin, @YurexOmazkin.

Verushka Casalins (Maracaibo, 1987). Docente y poeta. Hija de un par de fotógrafos viajeros. Estudió artes plásticas en la escuela nacional Julio Árraga, y música en el conservatorio José Luis Paz. Estudia Letras en la Universidad del Zulia, y ejerce la docencia de la cátedra Castellano y Literatura. Sus textos han sido publicados en antologías y revistas nacionales e internacionales, recientemente uno de sus trabajos apareció en la revista española Absenta. Tiene aún sin publicar, docenas de cuadernos con poemarios completos, que esperan pacientemente ser entregados al mundo. facebook.com/verushka.casalins.

Yarinés Suárez (Maracaibo, 1991). Artista visual. Estudia Artes Plásticas en la Facultad Experimental de Arte de la Universidad del Zulia. Ha participado en diversas exposiciones colectivas, tales como “Jóvenes con la FIAAM” (CAMLB, 2009); X, XI, XII y XIII “Velada de Santa Lucía” (Boulevard de Santa Lucía, Maracaibo; 2010, 2011, 2012 y 2013); “Mücken Drücken und Kröten Lecken, auf Humboldts Spuren in Venezuela” (Kunsthalle Faust, Hannover, Alemania, 2010); “El Dibujo: un nuevo escenario. Jóvenes Artistas” (Aula Magna de la Universidad Rafael Urdaneta, Maracaibo, 2011); “Pasando el puente” (Museo Alejandro Otero, Caracas, 2012); “Velada Santa Lucía Remix” (Hamburg Art Week. Hamburgo, Alemania, 2012); “Arte Postal: El sobre como continente”, Bienal de Poesía Experimental de Euskadi (Centro de Bellas Artes, Maracaibo/Gazte Bulegoa, Bizkaia, 2012); Salón “Jóvenes Artistas”, 8va edición (MACZUL, Maracaibo, 2012); “Prácticas vs. Teoréticas” (MACZUL, 2013), entre otras. flickr.com/yarinessuarez, @yaaaaaas.

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Este cuento confeccionado de manera prodigiosa, pertenece al libro «La culpa es del porno» (El Nacional, 2013), la reciente publicación de Carolina Lozada. En la página 52 puedes leer la entrevista que le hicimos. De

Carolina Lozada Ilustrado por Yarinés Suárez


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o es que no me guste la navidad, lo que sucede es que de pequeño no la pasaba muy bien esos días. Mi familia era tan pobre que en vez de poner medias para recibir regalos se limitaba a recibir medias de regalo; el resto del año nos las arreglábamos con remiendos. Para divertirme, me iba con los otros chicos de la pandilla a romper luces y adornos navideños de las casas grandes. Supongo que ésa era nuestra manera personal de lucha de clases; al menos eso era lo que decía El manijas, mi mejor amigo de entonces, hijo de un comunista consagrado a la cháchara de consignas y al desdén por el trabajo. Mi padre, por otro lado, se fue una navidad a buscar una botella de ponche crema y todavía no ha regresado. Así que cuando la doctora Lorena, mi psicóloga, me informó que tenía el trabajo ideal para mí en nochebuena, fue una mala noticia la que me dio: ella me proponía que hiciera el papel de Santa en un centro comercial. Estaba tan convencida de que de este modo mejoraría mi áspera relación con los niños, que no quise arruinarle la ilusión. Anteriormente rechacé ese empleo varias veces, porque además de ridículo era poco verosímil ¿Qué hacía yo, con este rostro marrón heredado

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de un abuelo de Bombay, vestido con un traje de Santa Claus, San Nicolás, Papá Noel o como quiera que ustedes llamen al tipo que da regalos en navidad? ¿Qué niños iban a creer en mí? Todos crecimos escuchando y creyendo que el famoso Santa es un viejo de rostro sonrosado y bonachón. El mío, aparte de oscuro, está salpicado por un acné adolescente que se me quiso quedar para el resto de la vida; además, llevo un gran mostacho para disimular mi labio leporino. Se los adelanto: soy chingo. El hecho de que el trabajo sea ridículo es lo de menos. Estoy acostumbrado a oficios que atentan contra la dignidad humana: he sido el pote de pintura que manotea en las afueras de una ferretería; me he vestido como un de frasco de pastillas para atraer a los adictos a las vitaminas hacia la farmacia; he participado en varias fiestas infantiles vestido de Pedro Picapiedra y del dinosaurio Barney. Para un público más adulto, he sido actor en películas porno para gordos. Filmes de tan bajo presupuesto que ni siquiera me permitían acabar (este último empleo lo dejé porque cogí una enfermedad venérea de la que casi muero). Un martes de carnaval fui payaso en una de las carrozas del desfile de la ciudad. La pasé muy mal, porque los niños se divertían mojando al payaso, pero no sólo eso, también recibía bombardeos de huevos piches y hasta una rata muerta fue a parar sobre mi cabeza. Desde entonces sufro de una bronquitis severa y, obviamente, no me gustan los muchachitos, que no son tan angelicales como la mayoría cree. Sin embargo, de algo hay que vivir, no importa que el trabajo atente contra nuestros principios; esa es la ley de la ferocidad. Por ocurrencias del azar, mis empleos casi siempre han estado relacionados con la infancia. Cuando era un pote de vitaminas, los niños me rodeaban mientras sus madres adictas pagaban en caja sus dosis de pastillas. Entre sus juegos salvajes, ellos me pateaban para comprobar si es verdad que las vitaminas nos hacen más fuertes. Un día que me empujaron al piso entre varias criaturas del mal, me harté y logré desquitarme con uno de ellos: lo golpeé y le pegué un susto tan grande que el bribón se


hizo en los pantalones. Ahí comenzó toda esta confusión, esos golpes largamente postergados ante el abuso infantil al que yo era sometido, me condenaron. No está mal empleada la frase, yo he sido víctima del abuso de los infantes. Nadie defiende la causa, muchos prefieren callar, pero tantos adultos somos sometidos al imperio del despotismo infantil a cuenta de que tienen cara de ángeles. Por maltrato me juzgaron en un tribunal de protección al menor. La madre del agraviado era tan adicta que casi todo el juicio lo pasó drogada, recostada en una de las bancas del público, mientras su hijito se metía los dedos en la nariz y pataleaba, aburrido porque no quería estar ahí. En cuanto al padre, éste brillaba por su ausencia. Toda una joyita de familia. El tribunal decidió no hacerme pagar cárcel; como castigo me asignaron trabajo comunitario y tareas de rehabilitación e integración social, que consistían en asistir a un albergue de menores y participar en las actividades de recreación con los niños. Estas tareas están sujetas a un nuevo programa de readaptación, ensayado por psicólogos y sociólogos para intentar integrar a individuos como yo, que somos reacios a una convivencia social sana, según dicen. El programa se llama Matar a Mr. Hyde, y yo soy uno de sus primeros conejillos de indias. Con él comienza la historia con mi psicóloga, la doctora Lorena. Y por ella —y también por otra— estoy aquí, a la espera de una decisión que tal vez resulte injusta. En las fiestas del albergue me disfrazaba de Capitán Cavernícola o de Homero Simpson; todo dependía del mensaje que quisieran dejar los terapeutas a los niños. Más de una vez me tocó disfrazarme de Barney Gómez, el borracho del bar de Moe, para dar clases moralizantes sobre el daño que causa el alcohol en el organismo y en la humanidad. La actividad era verdaderamente ridícula, consistía en una obra de teatro al peor estilo escolar, en la cual se suponía que una maestra se encontraba dando sus clases y yo, o sea Barney Gómez, irrumpía ebrio al salón y entorpecía todo. La maestra trataba de controlar la situación, pero

se le escapaba de las manos y al rato llegaban los agentes de seguridad y me sometían con varillas eléctricas. A los chicos les encantaba la dinámica, porque ellos también participaban en las labores de control. Al final, la maestra daba un mensaje moralizante, mientras ponía el pie sobre mi cuerpo sometido y amarrado. El noble público se excitaba y lanzaba cualquier tipo de objetos sobre el borracho vencido. Era vergonzoso. Aparte de este tipo de vejaciones, debía asistir a terapia una vez a la semana. Pero esa era la mejor parte del tratamiento, mi psicóloga es un verdadero primor. La doctora Lorena fue mi perdición. Lo que pasó la noche de navidad escapa de mis manos. Yo lo único que quería era coger con ella. Sabía que mi terapeuta jamás me daría su sexo ni siquiera a oler, pero qué hace uno con el cuerpo y con la mente diciéndole cochinadas. Y lo peor es que después de todo me quedé tan solo, porque lo mío era la gorda, mi mujer; pero la gorda se cayó sobre su propio peso y murió, al menos eso es lo que yo creo. Aunque las autoridades dicen que estaba intoxicada, pero nada tengo que ver con eso. Ella ya no se podía cuidar a sí misma. Estaba loca, señores, yo soy inocente. Las peores cosas de mi vida me han ocurrido en navidad; hasta parece que la nochebuena estuviera en mi contra. Tanto que le gustaba la navidad a la gorda, y venir a morirse ese mismo día. Y ahora estoy preso, como si fuera culpable de algo. Yo no maté a mi mujer, ni me dio tiempo de tocar a la doctora Lorena. Todo lo que me está sucediendo es culpa de ese maldito enano. Vamos a estar claros, ella me estaba coqueteando (la doctora Lorena, no la gorda; no confundan, la gorda ya estaba muerta). Debo acomodar este desorden, debo contarlo bien. Ustedes también tienen que poner de su parte, entiéndanme. A mi mujer le habían diagnosticado diabetes. Desde entonces el médico le prohibió las golosinas, pero la gorda era muy testaruda; siempre encontraba la manera de burlar las prohibiciones, aun a costa de su salud. Y yo

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me la pasaba advirtiéndole: gorda, déjate de zoquetadas, mira que te puede salir cara la gracia. Haz caso, gorda, deja de jartar tanto dulce. Pero la gorda no hacía caso y por terca se murió, la muy puerca. Al principio de nuestra relación, mi mujer trabajaba conmigo. Hacíamos pantomima en los parques de la ciudad. Su acto principal consistía en bailar la burriquita para los niños, pero esos pequeños engendros del mal siempre lo arruinan todo; con ella solían portarse especialmente cruel. Cuando la gorda hacía de mimo le gritaban que era una vaca con sobrepeso, que los mimos no eran gordos y le tiraban cosas, hasta caca de perro. Y cuando bailaba la burriquita, algunos se le encaramaban encima y se burlaban. Yo las burlas las soporto. Me desquito de otro modo, metiéndoles pellizcos a esos desalmados cada vez que puedo. De los padres me vengo con escupitajos en la comida y las bebidas que ofrecen en las fiestas de sus hijos. Después me siento a ver cómo se tragan todo los muy imbéciles. Pero la gorda era más sensible, y cuando llegaba a casa se echaba a llorar. Yo le decía: gorda, cálmate, ellos son unos tarados, no te eches a morir por tan poca cosa. Ninguna palabra de consuelo valía, mi mujer enfrentaba sus depresiones comiendo dulces, se atragantaba de caramelos mientras lloraba. Pobre gorda, le faltó carácter. Un día me cansé de su lloradera y le dije: gorda, quédate en casa, yo trabajo, yo solo puedo mantener este matrimonio. Quédate cuidando los conejos, estate pendiente del alimento de los peces, hazme buena comida, mantén caliente la cama. La gorda no chistó; sin embargo, el remedio redobló la enfermedad, el encierro empezó a volverla loca. En una ocasión me dijo que los conejos se estaban burlando de ella, que le hacían mofas con esos dientes tan grandes que tienen. Ese día me arreché, le pedí que se dejara de bobadas, que venía de perder un casting para hacer de Krusty, el payaso. Le expliqué que me desestimaron por sobrepeso y por mi aspecto hindú. También le conté que insulté a esos mal nacidos por racistas y xenófobos, y que al final me sacaron a la fuerza del estudio. A

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ella le grité: gorda pendeja, deja lo imbécil, que bastante jodidos estamos ya. Como se había hecho costumbre, se echó a llorar y empezó a comerse los caramelos con todo y papelitos hasta que se quedó dormida. Después no habló más de los conejos, pero un día los encontré muertos. No le dije nada, aunque deduje que ella fue la responsable, la asesina. Más adelante, mi mujer empezó a hacerse daño con alicates; los usaba para morderse los cauchos de grasa que le sobresalían de la cintura. La gorda se me estaba desquiciando y yo estaba en un estado de rabiosa apatía que me impedía siquiera intentar ayudarla. En una oportunidad, al llegar a casa, me llamaron para alertarme acerca de una situación muy engorrosa. Soy el gerente del McDonald’s, le informo que su esposa está en aprietos, se quedó atascada en el tobogán infantil. Estamos tratando de descomprimirla, pero debido a su obesidad no ha sido fácil. Ronald intentó empujarla y su cabeza quedó atascada entre el trasero de su mujer. Tuvimos que cerrar el restaurante, los niños no pueden ver tan bochornoso espectáculo; además, tal vez debido a los nervios, la señora se ha estado peando y nuestro payaso está ahogado entre los gases y la falta de aire. Ya llamamos a los bomberos, venga por su mujer, es una emergencia. Con mucha vergüenza fui a ver cómo una grúa desplazaba a la gorda y al payaso. Los dos se encontraban metidos en una de las piezas tubulares del juego. Cuando le pregunté qué carajo hacía metida en ese tobogán, la gorda volteó la cara y no me respondió; parecía una niña avergonzada por la travesura que había cometido. El bombero la metió en la ambulancia, otro bombero hizo lo mismo con el payaso. La cosa no pasó a mayores. Ese mismo día les dieron de alta, y antes de salir, obligado por la empresa, Ronald fue a llevarle una cajita feliz a la causante del accidente y posó con ella para la foto. Yo me cubrí el rostro, todo era tan patético. Aparte, el médico que la atendió deseaba hablar conmigo a solas. Sin muchas vueltas me dijo que la paciente necesitaba asistencia profesional. Está enferma


de la mente, es lo que usted intenta explicarme —le respondí. El doctor agachó la cabeza, hizo un gesto en el que se le movieron las cejas y me dio un mudo y resignado sí. En consecuencia, mi mujer estuvo internada por unas semanas en un hospital psiquiátrico. Cumplida su hospitalización, me la entregaron con varias botellitas de pastillas de distintos colores que debía suministrarle cuidadosa y religiosamente. Sin embargo, yo no tenía tiempo ni ganas de estar cuidando al pie de la letra su salud y ella no tenía cabeza para cuidar de sí misma; así que prácticamente todo quedó en manos del destino, podría decirse. En adelante, la lucidez de la gorda se reducía a escasos momentos. Un día me di cuenta de que la cola de uno de sus peces bailarinas le salía de la boca. Qué vaina con la gorda. Lo bueno de la locura de mi mujer fue que se puso muy creativa en asuntos sexuales: ella incluyó golosinas y juguetes en nuestros encuentros amorosos. Al principio la pasábamos muy bien, pero en algún momento tuve que detenerla, cuando intentó meterme por el culo un bastoncito rojo y blanco, hecho de caramelo. No, señor, yo podré ser un disfraz, gorda, le dije, pero soy un macho, a mí esas mariqueras modernas no me van. La gorda no entendió mi reclamo y se echó a llorar como una niña malcriada. Tuve que golpearla hasta que se quedó dormida. Nuestra relación se había puesto muy fastidiosa, ella lloraba por todo, y ni siquiera la novedad de los nuevos juegos podía impedir el sentimiento de desazón que mi mujer me provocaba. Ya estaba cansando de mi esposa, no lo puedo negar, pero ésa no es razón suficiente para sacarla de la vida. Mi vida marital estaba en un abismo empalagoso cuando apareció la linda doctora Lorena, de modo que no fue difícil enamorarme de ella. Desde que comenzó mi plan de rehabilitación en el programa Matar a Mr. Hyde, pensaba todo el tiempo en la psicóloga; me gustaba mucho, aunque sabía que con ella no tenía ningún chance. Estaba convencido de mi minusvalía sentimental hasta que apareció el enano.

Me obsesioné con la psicóloga, es cierto. Durante las últimas sesiones de mi terapia me di a la tarea de espiarla. Pronto supe cuál era su banco, su gimnasio, el lugar donde iba de compras, la bomba donde ponía gasolina, la propina que le dejaba a la mujer que le hacía las uñas. Afiné el oído y mis movimientos tras las puertas y paredes para lograr escuchar las repentinas llamadas que irrumpían en medio de la terapia y que ella no se negaba a contestar. Le escuché la risa, la voz risueña de quien está enamorado. La oí despedirse con un “yo también te quiero”, “cuelga tú primero”, “no, cuelga tú”… Al hombre del teléfono lo imaginé guapo a rabiar, con las hormonas masculinas exudando por los brazos fornidos. También le intuí ese toque femenino por el que ellas tanto claman. Lo imaginé tan apuesto que tuve que sacudir mi cabeza para que ese cuerpo, con el vientre esculpido en forma de cuadritos de chocolate, no se quedara rondándome. Yo soy un macho, no puedo andar recreándome imágenes de otros tipos, y menos cuando son tan apuestos, tan afortunados. Enamorada de otro o no, la doctora nunca sería para mí. A pesar de esa certeza, no podía quitarme la fantasía de desearla, y lo que voy a contar es lo que sucedió después de esa llamada, la llamada de la desgracia. Lo contaré para tratar de explicarme, para que ustedes entiendan cómo ocurrieron las cosas. Ese día, ella me informó que terminaríamos más temprano; me dio matarile, eso no estaba bien. Su corte abrupto me molestó; sin embargo, fingí tranquilidad, entendimiento, así que me retiré, aunque no del todo. Preferí hacer algo mejor: seguirla. Había escuchado la hora y el lugar de encuentro con su posible amante. Un tercero estaría en la cita, lo decidí en mi cabeza. Su amante podría ser guapo, pero o no tenía dinero o tenía muy mal gusto. Lo digo por el lugar donde quedaron en verse: Pollera La 25. Lo bueno era que la suerte estaba de mi lado: eventualmente trabajaba en ese restaurante, yo era el gran pollo rubio que recibía a los comensales y los llevaba hasta su mesa, caminando y “hablando” como un estúpido

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plumífero. Esa noche no me tocaba trabajar, pero logré cuadrar con el pollo de turno. Y así fue cómo descubrí que mi querida doctora, la de piel suave y voz dulce, la del rostro con pequitas y pestañas muy crespas, salía con un enano. Fue un impacto verlo descender del carro, tan pequeño, tan poca cosa, ¿50 centímetros, acaso? ¿60? De ahí no pasa. Mi Lorena andaba con un hombre que podría caber en su bolso de playa. ¿Por qué él estaba con ella y no en el circo donde le corresponde? ¿Por qué yo estaba disfrazado de pollo mientras ese risible enano le tendía la mano para que ella se bajara del carro? Con dificultad le abrió la puerta, y fue desagradable y doloroso comprobar la encantadora sonrisa de ella, ver su mano recibir agradecida el gesto de gentileza del espeluznante enano con sombrero de gánster. Y yo ahí parado, vestido como un pollo en la entrada del restaurante. Sentí demasiada indignación, no era justo, yo la soñaba inaccesible. No es justo que la vulgaridad venga a reventarle los sueños a uno en la cara. Cuando se acercaron, la miré por los pequeños huequitos de la máscara, que apenas me dejaban ver. La miré con ojos que se me deshacían en preguntas. ¿Por qué salía con un enano y yo no podía hacerme ni la más remota idea de que saliera conmigo? ¿Por qué él y no yo? Claro, ella no se fijó en mis ojos; frente a ella ni siquiera era un hombre, yo era sólo un ridículo disfraz. Maldito enano, tuve que fingir que era un buen pollo y los llevé hasta su mesa, la más recóndita, la más íntima, tal como me lo pidieron. No pude evitar simular un tropiezo y empujar al enano con mi ala derecha. El alazo le tumbó el sombrero. Quería hacerlo quedar débil y ridículo, como un monigote delante de ella, pero lo que obtuve fue un mohín de desaprobación de su parte. Después de la caída tuve que ayudarlo a levantarse y le puse el sombrero, tratando de enroscarlo en su cabezota. Por favor, la carta, dijo ella. Fue su manera educada de pedirme que me retirara, que los dejara solo; así que me fui con mis plumas a la cocina, dispuesto a escupir sobre el

plato del enano toda mi envidia y resentimiento vuelto saliva. Sin pudor, como un par de sinvergüenzas expuestos a la mirada ajena, la doctora y el enano se besaron con el frenesí del deseo aguantado sólo por la ropa. Me daba asco ver cómo mi intocable doctora era manoseada por aquel ser tan freak. Sentí celos, sentí envidia, me sentí verdaderamente desgraciado metido en aquel disfraz de pollo viendo cómo era derrotado por un enano. Debí gritarle freak, freak, freak como se lo merecía, pero quién era yo para hacerlo. Yo, el pollo. Abrumado, entré al baño para tratar de despejar mi cabeza; sentía que me hervía la cara, necesitaba lavarme. Mientras lo hacía, un cliente que orinaba me mostró su verga desde el urinario, y un poco ebrio y bastante cachondo me preguntó si me quería comer su polla (supongo que el muy cretino usó el término polla no porque fuera español, sino por un tonto juego lingüístico entre su sexo y mi disfraz). Me quedé quieto. Si lo golpeaba se armaría un escándalo; mi jefe no lo pensaría mucho para quitarme el empleo; y lo peor, tal vez la pareja que estaba afuera se enteraría del altercado y a mí me tocaría pasar frente a ella, vestido sólo con una parte del disfraz, como un pollo frito sin cabeza. Eso sería demasiado humillante, hasta para mí. El tipo del baño antes de salir me dijo, con risa burlona: “Este baño es para hombres, no para pajarracos”, y me señaló el letrero. Contuve los golpes, las patadas, lo único que hice fue emitir un desamparado pío. Cuando salí, el enano no se encontraba en la mesa, la doctora estaba sola y un poco nerviosa. Con disimulo, estuve rondándola. Sabía que el enano no estaba en el baño, porque yo acababa de salir de ahí. ¿Pero dónde carajo se había metido?, cómo le hacía esto a ella? ¿Sería capaz de haberse ido y de dejarla sola? Todo eso pensé, mientras aleteaba cerca de ella, buscando impresionarla o al menos arrancarle una sonrisa, aun a costa de mi dignidad. En algún momento me acerqué y con una señal con mi ala le pregunté que si todo bien, a lo que ella me respondió que sí, que todo bien, que

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su compañero ya regresaba. En ese momento sentí un ligero golpe en la pierna; perdón, en la pata. Al principio, pensé que se trataba de un calambre y me retiré. Cuando volví a pasar cerca de su mesa, observé ciertos movimientos espasmódicos por parte de mi querida psicóloga; ella tenía los ojos cerrados. No lo podía creer, el desvergonzado enano le estaba haciendo cunnilingus bajo la mesa. Eran unos degenerados. No pude hacer nada. Tuve la oportunidad de que los echaran del lugar, pero no lo hice por ella: a pesar de que ahora sabía que era tan cochina como la gorda o como yo, no quise ensuciarle su reputación. Supongo que lo hice por amor. El amor puede hacer de nosotros unos seres tan patéticos que me sonrojo al pensarlo. Al final de la jornada me fui a casa. Caminé sin quitarme el traje, estaba demasiado excitado y el pantalón a solas me delataría; en cambio, el plumaje disimulaba mi dolorosa erección. La gorda se ponía cachonda cuando me veía disfrazado, y yo tenía que coger a como diera lugar; de lo contrario me hubiera dado un infarto en la pija. Pero qué va, la fantasía se acabó cuando llegué a casa y la gorda me sirvió pollo frito. Ustedes entenderán que me sentí como una terrible metáfora y la pija se me cayó. Me provocó golpear a mi mujer, pero ella no tenía la culpa de mi tormento; así que me aguanté el dolor y la rabia y fingí no tener hambre. Me disculpé, le dije que no había tenido un buen día. Ella, como era buena, para reanimarme le chupó el gañote al pollo. Yo seguía pensando en Lorena, me revolqué con la gorda pensando en la otra. Me quedé dormido sollozando infelices píos píos. No volví a ver a la psicóloga hasta la semana siguiente, en lo que supuestamente sería la penúltima sesión de mi terapia. La psicóloga me atendió sonriente desde su escritorio, y por más esfuerzo que hice no pude devolverle la sonrisa. Sin saberlo, ella le había quitado la fantasía a mi vida. Estoy muy contenta con tu desempeño, la terapia ha arrojado muy buenos resultados. Blablablablablabla, ya lo decía Freud, blablablabla, siempre tuve confianza

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en blablabla. Ahora la sociedad te abrirá las blabla. Hay que superar los viejos mecanismos de control porque como bien dijo Foucault blablabla y blablabla. Ahora sólo queda una última tarea, sé que lo harás muy bien, será tu acto de graduación, confío en ti, bla. Tan bonita la boquita de la doctora, pequeña y carnosita, apenas maquillada por un brillo labial, ¿o tal vez ese brillo era parte de la simiente del enano que se le quedó pegada después de pasar casi toda la noche con su pepito en la boca? Siga hablando, doctora, yo finjo escucharla mientras le miro los labios y me imagino las cosas cochinas que hace con ella ¿Por qué con él sí y conmigo no? Usted también tiene sus perversiones, doctora, y el viejo ese, Freud, el que usted tanto mienta, tiene sus razones para hablar tantas pendejadas; a lo mejor él se metía en la ducha a jugar con los dedos, con el pote de champú y quién sabe qué otras cosas. Tanta cabeza, tanto discurso, tanta universidad, y todo se reduce al viejo y clásico mete-saca. Pulsiones, sí, así como ustedes lo llaman, así le dicen a las cochinadas. Usted toda fina, hablando como una profesional, y yo imaginándola con el enano encima, esa imagen me duele, con decirle que prefiero pensarla acostada conmigo y mi disfraz de pollo tirado en el piso. Pío pío, amada mía, pío pío. Al fin de cuentas, usted es tan vagabunda como yo, pura lascivia detrás de tanto discurso, mejor cállese y muéstreme las tetas. Claro, esto solamente puedo pensarlo, no puedo decirlo, doctora, vamos a jugar al mete y saca, la mejor terapia del mundo. No puedo, porque aquí el desadaptado soy yo. Lo suyo con el enano en el restaurante fue sólo un cambio de escenario para mantener viva la llama, así lo podría llamar, a ustedes que les gustan tanto los eufemismos. Sabe qué, doctora, mejor cállese y déjeme quieto con la gorda. No me haga pensarla más. Sí, le estoy dando la mano de despedida, esa mano tan llena de historias solitarias, la suya también, imagino que con esa manita chiquita masturbó al enano y todavía le quedó espacio, ¿o acaso el gancho del enano es que lo tiene grande? Un huevo tan grande que la hace olvidar que está cogiendo con una broma de la naturaleza, la mitad de un


hombre, si acaso. Desgraciado, contrahecho, pero afortunado. Insisto, doctora Lorena, permítame que la llame Lorena, sálgase de mi cabeza, déjeme con la gorda, a ella yo la quiero, pero usted me está enloqueciendo, no puedo dejar de pensarla y por su culpa me he puesto bruto con mi mujer, y cuando tenemos sexo y yo acabo y le miro la cara y compruebo que no es usted, me provoca golpearla, a veces he ido más lejos de la provocación, la he golpeado porque no es usted. Toda la culpa es suya. Y ahora viene y me dice que me encontró empleo para el día de navidad, un trabajo que me ayudará a demostrarle a la sociedad mi rehabilitación y mi buen trato hacia los niños. Otra máscara, eso es lo que me propone, gran vaina, tremendo descubrimiento el de su pinche programa Matar a Mr. Hyde, yo a quien quiero matar es al enano. Pero no, para mí lo que hay es disfraz. Que me disfrace de San Nicolás, usted también se está burlando de mí, en vez de agradecerme que no la acusara ante la gerencia del restaurante por sus actos lujuriosos e inmorales. Bueno, a mí no me lo tiene que agradecer, sino al disfraz que era yo esa anoche. Ahora la sociedad me abrirá las blabla. Muchachita ilusa, usted y su título de posgrado colgado en la pared, respaldando las bobadas que me está diciendo. Pero vamos a hacerle caso, me dije, vamos a seguirle el juego. Yo, el disfraz. La mañana del día de navidad, la gorda me ayudó a ponerme el traje, que además de quedarme muy ceñido al cuerpo tenía manchas en el área de las axilas y el mal olor de los sobacos de antiguos hombres de rojo. También me propuso que ensayara el jojojo ante el espejo. No seas boba, gorda, ya deja la vaina, le dije y le di una nalgada, la última nalgada de su vida. Pobrecita, ahora que lo pienso me da mucho sentimiento; a pesar de lo necia que se había vuelto, me va a hacer falta. Al salir de casa, vestido de San Nicolás, nunca pensé que esa sería mi última despedida de la gorda. Ese día estaba especialmente hiperactiva, cantaba villancicos y trataba de esconderme el bigote negro bajo el postín blanco, pero no había manera: el mostacho ganaba la partida. Nos

vemos, gorda, no te jartes todos los dulces, deja hallacas para el desayuno; le dije antes de tomar el transporte público hacia el centro comercial. No sé si la gorda me sonrió o se echó a llorar. No la vi más hasta que me avisaron que estaba muerta. Ese día de navidad era mi prueba de fuego para demostrarle a la psicóloga y a la sociedad que yo era un hombre regenerado, alguien en quien se puede confiar. Una vez junto a los niños y a su acostumbrada alharaca, me porté bien, sonreí, hice jo jo jo, como me lo enseñó mi mujer, tratando de evitar que mi labio leporino me jugara una mala pasada, aunque estaba seguro de que ninguno de esos niños había oído reír a un San Nicolás chingo. Insisto, hice todo lo posible por portarme bien; sólo me lancé gases cuando había bastante gente, para lograr camuflar al verdadero responsable, a sabiendas de que hasta las flatulencias son perdonadas en navidad. La doctora me dijo que al cumplir con esa tarea me graduaría de su estúpido programa de reinserción social. Después de esto sería un respetable Dr. Jekyll. Todo iba bien, juro que las cosas se estaban dando de lo mejor. Si algo salió mal, fue responsabilidad de ella. Yo hacía mi trabajo, y cuando alguno de los niños cometía una travesura y nacía en mí algún deseo de reprimenda, sentía un dolor abdominal insoportable, producto del tratamiento químico al que estaba sometido. Al calmarme, el dolor desaparecía. Así transcurría la noche. Estaba tan ocupado que ni me fijé en que la doctora estaba por ahí, rondándome con su libreta de apuntes, vigilándome como a su conejillo de indias. No sé cuánto tiempo llevaba observándome a escondidas, como a una rata de laboratorio. Si la descubrí fue por culpa del enano, que en algún momento de la noche quiso aprovechar su tamaño para tratar de pasar desapercibido entre los niños. Pero yo a ese cuerpo y a ese rostro los tenía milimétricamente grabados en la cabeza. El enano ahora estaba en mi terreno; ella lo había mandado para que me observara, para que tomara nota de mis reacciones, tal vez. Yo no estaba dispuesto a que ese enano viniera a observarme. Si acaso,

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se lo toleraba a ella, no a él. No pude reprimir mi deseo de venganza por el papel que nos había tocado: él era el amante, y yo, un paciente sometido a vigilancia. Agarré al enano contra su voluntad, lo senté en las piernas, no como un niño sino como un muñeco. Me reía, jo jo jo, mientras lo zarandeaba, y los niños, esos malvados cómplices, se prestaban a mi juego malsano. El enano comenzó a ponerse nervioso cuando lo subía y bajaba a mi antojo. A ella pude verla, asomada tras la vidriera, observando cómo jugueteaba con su hombrecito. Desde mi asiento de Santa juguetón me la quedé mirando, para que supiera que estaba descubierta. Jo jo jo, la saludamos, alzándole la manita al enano. Al sentirse pillada, emprendió la huida, abandonó a su espía. Ella lo llevó como conejillo de indias, como hizo conmigo, y luego lo dejó a su suerte. Desgraciada. Cuando ya casi iban a cerrar, aproveché la algarabía para esconderme junto al enano tras las gigantescas cajas de regalos usadas como decoración. Él estaba molesto y quería que lo soltara. Lo miré a la cara como se mira a un enemigo, y le informé que, por si acaso no se había dado cuenta, estaba metido en mi territorio. Le tapé la boca, lo tenía en mis manos, me burlé de su desventaja y lo sometí, a pesar de sus manoteos y patadas. Fue rápido meterlo dentro de la bolsa oficial de Santa Claus, autorizada con el logo del centro comercial. Jo jo jo, Santa tiene que repartir sus regalos a los niños del mundo entero, mascullaba babosadas mientras caminaba entre el grupo de pequeñines, con el enano sobre mi espalda. Las madres estaban conmovidas, arrobadas por el sentimiento fraterno de la nochebuena; los niños se despedían entre tristes y felices de Santa Claus y su bolsa móvil. Por mi parte, había hecho bien mi trabajo. Nos detuvimos en las escaleras que conducen hacia el estacionamiento. Le permití tomar aire, le pregunté qué había venido a hacer y dónde estaba ella. El enano estaba confundido, no se daba por enterado de que estaba en medio de una trampa, de que lo habían usado. Él sólo

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fue a acompañarla, ella era la responsable de lo que pudiera pasarle por estar espiando gente perturbada, a un desadaptado como yo. Te estoy preguntando por la doctora Lorena, no te hagas el loco, dime dónde está. El enano se quiso poner valiente y lo golpeé, creo que hasta la inconsciencia. En el estacionamiento no me esperaban Rudolph ni el resto de los renos, pero estaba ella, a la espera de su hombrecillo. Cuando le toqué la ventanilla se asustó un poco y sonrió nerviosa. Le sonreí y la saludé con la mano. Le pedí que me abriera la puerta, petición a la que se mostró reacia; pero, supongo que fiel a sus peroratas profesionales, pensó que podría controlar mi repentina aparición. Ilusa, ahora era yo el que tenía las riendas. Para mí, ella ya no era la doctora, terapeuta o psicóloga: ahora era simplemente Lorena, mi objeto de deseo. ¿Doctora, qué hace tan sola en navidad? Espero a alguien que debe estar por llegar en cualquier momento, me respondió. Si quiere, la acompaño para que no esté tan sola, hay mucho loco suelto por ahí. No le di tiempo de rechazar mi compañía, en cuanto pude me metí en su carro perfumado con ambientador y puse la bolsa en el asiento trasero. Al notar que la bolsa estaba muy pesada, y para disimular su nerviosismo, me preguntó si acaso dentro de la bolsa llevaba los renos. No, doctora, llevo algo más feo pero más interesante, y mejor arranque, que su espera ya terminó. Los nervios se le notaron en las manos sobre el volante, en la expresión temblorosa del rostro, en los razonamientos profesionales que trató vanamente de esgrimir para que, por favor, me bajara del auto y evitara consecuencias futuras por mi accionar poco correcto. Déjese de zoquetadas, doctora, ¿se da cuenta de que está tratando de convencer a un hombre vestido de San Nicolás? Sólo un hombre desesperado puede someterse al ridículo como me ha tocado hacerlo a mí desde siempre. Disculpe que le hable así, pero es mejor que arranque y podamos seguir conversando en un sitio donde nos sintamos más cómodos, usted me entiende, ¿cierto?


Mientras ella manejaba, yo le iba contando cómo marchaban de mal las cosas con mi mujer, le hablé de su condición, de mi hartazgo. Le asomé que un día de estos se iba a morir si continuaba maltratando su salud. A veces pienso que sería mejor para los dos que ella muriera, pero la quiero, esa es mi gran contradicción. Lorena fingía interés, me recomendaba ayuda profesional para ambos, me quería someter de nuevo a sus reglas, pero ya le conocía el truco. Tanto ella como tú necesitan ayuda, yo puedo ofrecérselas. Doctora, cállese y prenda la radio, escuchemos música, estamos en navidad. Ponga una A.M., olvídese de las F.M. Apágame la vela, María, enciéndeme la vela, María. Ah, qué bonita canción, cuando mi padre vivía en casa, siempre la escuchaba en navidad. Arbolito lindo de navidad, arbolito lindo de navidad. Sí, esas eran las canciones de papá. Vamos a su casa, vamos a pasar la navidad juntos, Lorena, esta vez sí quiero vivir una verdadera feliz navidad y usted me va a dar nochebuena. Su casa es muy bonita, Lorena, y ese arbolito está tan lindo como dice la canción, vamos a poner los regalos debajo del árbol, como si fuésemos una familia. Coja el suyo, destápelo, está en la bolsa. No sea tímida, lo traje especialmente para usted. No, no grite, deje esos chillidos, qué van a decir los vecinos. Entiendo que pueda no gustarle el regalo, pero tampoco se ponga así, un poquito más de por favor, el regalo también tiene sus sentimientos. Yo pensé que le gustaban los enanos, por eso le traje este regalito. Más tarde le damos cuerda, para que camine el monigote. Por ahora quiero que usted me dé mi regalo. Venga, mamita, venga para desenvolverla. No, no intente manipularme, no me diga que la gorda debe estar en casa esperándome. Ella debe estar dormida, seguro se tragó todas las pastillas que le tocaban por un mes, es que ella es muy tragona, la muy puerca. Yo se lo he dicho, un día de estos te vas a morir, gorda. Bueno, ya basta de conversa, menos habladera y más acción, deme mi regalo, vamos, Lorena, no me haga poner bruto.

De no haber sido porque el enano se despertó y empujó el arbolito sobre mi cuerpo, y porque la estrella de Belén, hecha de quién sabe qué filoso y pesado material, dio sobre mi cabeza, no me hubieran sacado de juego. Es que no pego una en navidad. Definitivamente ella y yo no nos llevamos bien, ni siquiera cuando pongo de mi parte. La navidad, decía el padre de El manijas, es un invento imperial de occidente para someter nuestros odios una vez al año. Cuando desperté, aún estaba vestido de Santa Claus, pero no sabía dónde me encontraba ni qué hacía acostado sobre una camilla, dentro de lo que parecía un dispensario. A mi lado estaba un oficial, custodiándome. Me dolía la cabeza y sentía el cuerpo apaleado, como si hubiera sufrido un accidente o una paliza. No estaba muy seguro de lo que había ocurrido. Al policía le pregunté si todavía era navidad; él sonrió con burla, y con un hueco en uno de sus dientes laterales me dijo: hoy es 28 de diciembre, día de los inocentes, jo jo jo. ¿Y por qué estoy aquí?, le pregunté. Por inocente no será, me respondió con desdén, y siguió leyendo la prensa deportiva que tenía en las manos. Ahora no sé qué van a hacer conmigo. Cuando me recuperé completamente me llevaron a una celda. Dicen que envenené a mi mujer con sobredosis de fármacos; me acusan de meterle un montón de pastillas en una cajita de Tic Tac, las pastillitas mentoladas que a ella tanto le gustaban. Por supuesto, esa acusación es falsa e infundada, todo un disparate. La gorda jartaba muchos dulces, eso fue ella misma, estaba loca. Yo no la maté. También me acusaban de secuestro e intentó de violación, pero la doctora retiró los cargos. Según ella, más que estar preso necesito ayuda profesional, y dale con la palabrita. Un policía burlón me dijo que mi objeto del deseo se va a casar con el enano al que casi asfixié; sé que lo dijo para molestarme. Ahora estoy preso, pero al menos no tengo disfraz. Eso del traje a rayas blancas y negras es en las películas; aunque no niego que me hace ilusión la braga naranja que usan los presos en las películas gringas.

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De

Josテゥ Luis Angarita テ」ila Ilustrado por Leandro Bustamante


Un uomo é morto da lo stesso attimo in che pensa que lo stá... Mateo Valmy, Gli Morti Vivi.

M

ateo escuchó algo muy remoto parecido al insistente toque de una llave sobre el vidrio. Mientras contaba el dinero, rápida y hábilmente, con esa prisa de último minuto en un trabajo rutinario, volvió a oír algo semejante al golpe de un metal sobre el cristal de la taquilla. No atendió sino hasta unos segundos después cuando el sonido cobró vida y se hizo más insistente y sólido, arrastrándose hasta sus oídos como un gusano. Levantó la mirada y vio, con asombrosa perplejidad de condenado a muerte, el oscuro cañón de un revólver, que más tarde se sabría era un Magnum 45, moviéndose amenazante delante de sus ojos. Después no escuchó nada más. No supo si alguien gritaba en el banco ni oyó lo que decía el hombre detrás del arma; simplemente miró a través de él para quedarse absorto en el futuro representado por la oscuridad creciente del cañón. No pensó en la muerte sino en su familia esperándolo para cenar aquella noche mientras que se enfrían las arepas y nadie se ha sentado a comer, diría su mujer preocupada por el retraso; pensó en los canarios y logró verlos muriendo de hambre y deseo, encerrados en la jaula como reos particulares, bajo el níspero donde los dejó esta mañana al resguardo de los

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ojos ajenos y de los depredadores; vio una vez más el caucho desinflado de su automóvil, y recordó no tener tiempo para repararle una fuga minúscula que se le convertía en un calvario cada vez que olvidaba reponer el aire; miró el sol a través de los ventanales del amplio salón del banco y sintió una especie de nostalgia nueva, una tristeza como de ¡qué lástima chico si queda tanto por ver! y añoró aunque lo estaba viendo como en una película, en pantalla gigante, el paisaje móvil y cambiante a lo largo del día; recordó a Miguel, su hijo, y lamentó por adelantado no estar para su bautizo ni para las fotografías del primer día de escuela; lamentó, pero enseguida le pareció absurdo hacerlo, no haber leído todavía varios de los libros que desde hacía años lo esperaban en el anaquel más alto de la pequeña biblioteca que sabía de sus pretensiones de intelectual; se vio escribiendo las historias, cuentos, ocurrencias que nunca pensó en escribir pero que ahora se daba cuenta, era lo único que podría tener sentido si el cañón permanecía negro, frío, distante y silencioso. Creyó escuchar a su mujer reclamando una vez más su desamor, en medio del alboroto de los gritos del banco que le llegaban como el rumor de un mar distante. Se vio el rostro aburrido. Miraba la tele en silencio y hacía zapping como una excusa para no hablar y se le descubriera, en el desesperado e incomprensible despeñadero de las palabras, que se estaba muriendo de la tristeza, mirando pasar la vida, como a través de una ventana; veía los lugares donde no iría jamás, las aventuras que no tendría jamás, los trajes que no usaría jamás, las palabras que no diría jamás y las bocas que no besaría nunca...jamás. Hace un instante Mateo no escucha, pero parece mucho tiempo. El bullicio de terror que invadió a sus compañeros y clientes, cuando el hombre del revólver levantó la voz cada vez más para amedrentarlo y lograr su atención, no lo oyó. Estaba paralizado, pero no de terror, sino de una nostalgia por algo y por todo, que no podía precisar bien, pero que le generaba un desasosiego efímero que era sustituido por otro desasosiego efímero, a una velocidad de vértigo tal, que no dejaba tiempo para pensar sino para sentir y esto lo paralizaba, lanzándolo hacia sus abismos interiores. Era la primera vez que miraba hacia dentro. Descubría un mundo que había estado tan cerca siempre y del que nunca sospechó. Era como mirarse a través de los reflejos

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de esos espejos de feria que nos transforman pero continúan diciéndonos que somos nosotros mismos convertidos en el otro. Repentinamente, el vendaval de la memoria, le recordó lo que no sería su vida. Era extraño, pero en medio de la ventolera de la circunstancia Mateo lo definió como recordar el futuro y le pareció una frase excelente, brillante y nueva, para incluir en alguno de los relatos por escribir que sobrevivirían a este encuentro estadístico con el destino inconstante. Sonrió levemente en una actitud parecida al éxtasis. Quienes gritaban en el banco y el mismo hombre del revólver que lo apuntaba y tenía la capucha colocada al descuido, repentinamente guardaron silencio, asombrados cada cual a su manera, por la apariencia calma de Mateo. Estaba inmóvil. Desde que vio el cañón inmenso, amenazante, en una danza ridícula y aterradora ante su mirada ausente, se había convertido en una estatua que respiraba suave y acompasadamente con la tranquilidad que da la certeza de lo conocido. Mateo murmuró algo que nadie llegó a escuchar y que los periódicos de mañana no publicarán. Algo en lo que su mujer y su hijo no pensarían en lo absoluto. El hombre armado, en lugar de acercarse para tratar de entender, se movió hacia atrás, despacio, como en una película del oeste en la escena final del duelo. Con toda calma estiró el brazo para apuntar directamente al alma de Mateo. Lo vio sonreír con esa sonrisa absurda de hace un momento y apretó el gatillo. El gerente, la secretaria, los clientes, los otros cajeros que venían acercándose desde la bóveda con bolsas de dinero en las manos, el vigilante sometido por otro encapuchado, el mismo encapuchado que disparó, vieron un fogonazo que les perseguiría toda la vida, una y otra vez, como un relámpago que se queda en la retina en medio de la oscuridad. Mateo, en cambio, vio un amanecer repentino, esplendoroso, lleno de una luz que lo deslumbró y desplomó, con precisión milimétrica, con gracia de bailarín, con naturalidad de ave en el rito amoroso; como si lo hubiera ensayado muchas veces, como si hubiera vivido ese instante en otras oportunidades y en otros sitios, como si supiera que esto no era nuevo, sino el momento final de una representación, pero con una sola diferencia: no habría una segunda función.


Entrevista imaginaria a una poceta Ella pertenece a una clase marginada, obviada por todos, pero tan necesaria en el mundo moderno como una maquinilla de afeitar. La llaman de infinitas formas, en Venezuela es mejor conocida como Poceta. En Buriñón decidimos entrevistar a una representante de su especie, a la señora Laura que muy amablemente nos abrió la puerta de su cubículo. De Ramona Alba Ilustrado por Freddy Aguirre


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legar a su domicilio se hace complicado cuando hay que desplazarse entre los viajeros del Aeropuerto Internacional de La Chinita; esquivar cabezas, niños y maletas para finalmente llegar al baño de caballeros en el que ella habita. La señora Laura es la última en la fila.Para llegar a su encuentro también hay que hacer maromas entre obstáculos humanos: señores gordos sacudiendo sus tripas en los urinarios, jóvenes aplicándose gel en el cabello frente al espejo, muchachitos jugando con los secadores de manos, y entre otras cotidianidades, ancianos que se tambalean, desesperados por descargar. Laura está impecable, hace un rato que acaban de asearla. Lleva un perfume fresco de desinfectante genérico, y una pastilla limpiadora de un azul intenso que se deshace cuando empieza a hablar. Hoy dice estar de buen humor, lo cual se nota en su mirada y en su sonrisa de porcelana. Nació en el año 2002 en una fábrica nacional de cerámicas, y es melliza de unas miles. «Recuerdo el día de mi nacimiento, fui la primera en fabricarse, luego vinieron otras más. Yo siempre he sido la oveja negra de la familia, eso dicen mis hermanas, aunque mi color denote lo contrario. De nosotras quedamos pocas, un error en uno de los procesos hizo que muchas fueran removidas, y descontinuaron el modelo. Afortunadamente yo todavía resisto», –dice entre risas. El ruido de los usuarios se filtra por debajo y por encima de la puerta. Nuestra entrevistada se ve obligada a subir la voz para que la grabadora pueda registrar sus respuestas sin problema. Antes de continuar con el resto de las preguntas, confiesa estar un poco nerviosa: «NO SABES LO PREOCUPADA QUE ESTABA, SE ME HA QUITADO UN PESO DE ENCIMA; IMAGÍNATE TÚ CON UN TRABAJO COMO ÉSTE UNA NO SABE LO QUE PUEDE PASAR, NO QUERÍA SER PESIMISTA, PERO YA ME VEÍA YO CHISPEADA DE MIERDA EN MEDIO DE LA ENTREVISTA, AHOGÁNDOME CON EL HEDOR, INTENTANDO DISIMULAR QUE ACABAN DE CAGARME ENCIMA; SIEMPRE HE DICHO QUE LA MIERDA NO ES COSA DE DIOS». Laura es una dama religiosa, ora en sus tiempos libres y dentro de su tanque de agua ha hecho pintar una crucecita a la que se aferra en las noches de vigilia.

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Ella una vez tuvo un sueño: ser contorsionista. Queda poca gente en el baño, y Laura baja el tono de voz: «supe que quería hacer del contorsionismo mi profesión, mi vida, cuando vi cómo un joven se paró sobre mi taza con las piernas acuclilladas, inclinó el cuerpo hacia delante, estiró el cuello y se miró el culo de cerca para limpiárselo mejor. Después intenté hacer algo parecido, pero se me soltaron las mangueras y me astillé en algunas piezas, fue un completo desastre; así que decidí abandonar todo sueño y me casé», –revela con desaliento. Con un trabajo como el tuyo, ¿cómo se lleva la vida en pareja? Bueno, más o menos. Verás, me lié con el imbécil del frente; para ese entonces, un urinario recién llegado que estuvo en el almacén unos años esperando ser ubicado. Llegó al día siguiente del suicidio de mi ex novio a sustituir su puesto. Juan se quitó la vida por una estupidez, por celos: resulta que su usuario más asiduo dejó de preferirlo, lo cambió por mí a causa de una diarrea; él se deprimió mucho, no aguantó la presión y tampoco nuestra ruptura. Yo estaba un poco triste naturalmente, era mi ex el que había muerto en mis narices. Pero al nuevo urinario no le importaba mi sufrimiento, o

«Cuando salga voy a vengarme de los lame culos que fabrican los destapa cañerías»

mejor dicho usó mi debilidad para coquetearme como nadie lo había hecho, transformó mis filtraciones en lindos hongos que florecían de solo verlo. Era todo un galán, usaba unas pastillas perfumadas que me volvían loca. Una noche me llamó, yo estaba dormida; desperté y cuando abrí la puerta vi que en su pecho había escrito con orín: «cásate conmigo». Esa madrugada me desbordé, tuvieron que destaparme luego de gritarle el «¡sí!». Ahora ya ni me presta atención, dice que tiene mucho trabajo y se la pasa de juerga con sus amigos. Los odio a todos ellos. Algunas noches me busca borracho… pero sé que eso es lo único que quiere. ¿Y has pensado en el divorcio? Uff, todo es una complicación. Hasta que la muerte o la remodelación nos separe; es lo que me dice y lo que me niego a aceptar. Desgracias previsibles En un baño público puede ocurrir lo más descabellado, sádico o hasta pueril posible. Pero hay cosas que Laura califica como los peores hechos que puede experimentar en una jornada laboral común: «aquí se ven cosas terribles, fíjate, desde hombres llorando como bebés porque sus parejas los han cortado por teléfono, tipos que se la hacen y terminan regando toda su virilidad en mi cara, hombres que haciendo pis sentados, cocainómanos sonándose la nariz llena de sangre y mocos; también están los que me atascan y los de mal estómago que lanzan todo su vómito sobre mí; y los peores, a los que le queda el último pedazo de papel en la mano y terminan por ingeniárselas de la forma más rebuscada y anormal posible», –dice con mueca de asco. «De estos últimos tengo bastante; recientemente, un hombre se limpió varias veces con la mano y restregó toda su suciedad en mi tapa, después se limpió la mano con el cuadrito de papel que quedaba; el pobre papelito se retorcía de agonía, y cuando gritó piedad, ya era demasiado tarde» –concluye, haciéndose la señal de la cruz. Hay una pausa en la charla, alguien toca la puerta, trae una gran taza de café y la vierte en Laura. Ella eructa sin querer y se disculpa con una sonrisa pícara, a la vez de sonrojeo; y añade a su gesto lo mucho que le gusta el café expreso. «La cafeína es mi escudo y mi adarga; una vez me quedé dormida y casi me muero ahogada por un chorro de… ya sabes. Ahora poco me permito dormir, salvo en las horas muertas. Este trabajo es pura mierda». Romances de sanitario Una poceta romántica es algo poco visto dice Laura, quien afirma que casi todas son frías, estáticas,

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sin ilusiones, sin ambiciones. Ella reconoce ser una de esas pocas que suspiran por descubrir el verdadero amor. «La mayoría de las pocetas de ahora son unas hipócritas, no se quieren ni a ellas mismas, no les importa el amor: son unas malditas. Yo creo que la culpa es de la moda y de la televisión que lo han jodido todo. Ahora todas las de mi clase, y más las jovencitas, solo piensan en drogarse y en verse bellas ¿y dónde quedan los sentimientos, los anhelos? Ahora quieren teñirse el cuerpo y atragantarse de ácidos como lo hace la estúpida del comercial de televisión, que de paso se regocija de placer cada vez que se aplica su cosmético marca MAS». –dice con resentimiento. El hombre por el que su ex novio, el urinario Juan, se quitó la vida, se llama Marcos. «Lo conocí una mañana, él tenía una colitis repugnante y vino a mí; fue casi amor a primera vista. Recuerdo que lo extrañé muchísimo cuando se ausentó por una semana, asumo que había regulado su problema intestinal. Tiempo después lo veía dándole de beber a Juan, pero ni me miraba, no sabes la falta que me hacía. Fue cuando se enfermó de amibiasis que volvimos a vernos por dos semanas maravillosas. Él trabajaba en un cafetín del aeropuerto, muy cerca de mi domicilio, y aquellos días acudía a mí a la misma hora en busca de consuelo. Le encantaba sentir mis chorros en las nalgas; me ponía muy húmeda. Juan escuchaba todo el alboroto y se desquiciaba, luego era

una tortura escucharle reclamar. A Marcos lo dejé de ver unos días antes de la muerte de Juan, le asignaron un encargo a Miami y lo agarró la DEA». – relata, como si lo estuviera viviendo. «Después que conocí a Roberto me sentí viva de nuevo, pero eso también duró poco, nuestro matrimonio es una farsa, un vil engaño. Me genera rencor incluso mirarlo. Quiero otra cosa, un cambio: aún tengo esperanzas». –agrega. No todo está perdido Laura cree que si intenta algunos trucos de contorsión, los más extremos que puedan ocurrírsele, puede averiarse a tal punto de ser desechada. «Me encantaría estropearme al filo de la muerte y que me arrojasen al campo, en un lugar verdísimo con muchos árboles para así finalmente ser libre, pero el pavor me sorprende y las nubes se disuelven». ¿Cuándo tienes planeado hacerlo? Me encantaría haberlo hecho hace años; amaría hacerlo esta noche, pero no es una decisión fácil. Lo que me preocupa es que no me lleven a un lugar lindo, no quiero terminar arrinconada en el depósito y

que usen mis partes para repuestos, pero trato de no pensar mucho en eso. Mi idea es que en medio del campo, algún hombre con la vejiga repleta me encuentre, me use y me agradezca reparándome cualquier fallo que tenga. Quiero enamorarme de ese hombre y esperar siempre por él, ser exclusiva, sólo servir a sus líquidos. Al mismo tiempo pienso en Roberto, ahí pegado en la pared, extrañándome, odiándome. Pero él tiene a sus amigos y su juerga y sus litros de orina para embriagarse y su tiempo completo para el trabajo, no para mí. Pobre Roberto cuando llegue borracho y yo ya no esté. –dice con sarcasmo y carcajea. Sabes, se siente muy feo que todos quieran cagarse en ti, incluso Roberto que ni culo tiene. En esta vida que yo llevo todo es un solo peo. –culmina suspirando. Laura jura que enviará correspondencia, «esta misma noche me iré», –dice susurrando. Luego alza sus bracitos en un gesto de abrazo que no ocurre y se despide con un «glu glu, glu, glú».


De Lisselotte R. Ă lvarez Ilustrado por Andry Edec HernĂĄndez


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os maderos verde musgo, entre rugosos y fuertes, se volvían anaranjados por los faroles del sombrío corredor. Me anticipaban un encuentro de gran solemnidad. Desconocía en absoluto quién pedía mis servicios como cronista, pero aquella solicitud era un buen augurio, mi empleador debía pertenecer a esos escasos intelectuales ante los cuales el profesionalismo prevalece. Considerando el Chile del siglo diecinueve, en que los editores, en su mayoría abogados poderosos, no reconocieron mi condición de periodista y me enviaron a apaciguar mis inquietudes, según ellos, masculinas. Entre tantas divagaciones encontré una gran puerta, maciza como el resto de la construcción. Me esperaban los sirvientes, todos de color, no de arcoíris, sino de ése brindado por la selva, la tierra, asociado a la esclavitud. Al ingresar a través de las gruesas hojas de corteza, comprendí que el imperio de tenue luz, era el pasillo recorrido y las a veces descomunales proporciones de la habitación, eran una cuestión de óptica. Entre la atmósfera acaramelada apareció Kaseir, su imponente figura me impactó entonces y hasta ahora, nunca olvidaré aquella fisonomía salvaje, sensual, pero serena. De seguro esa actitud la había heredado de los tropicales parajes, de los cuales fue arrebatado en su infancia, y a la que se arraigó su alma para no abandonarla, pese a vivir en servidumbre. ¿Cómo es que este príncipe de color pantera y aun más lustroso que una de ellas, fue confundido entre el pueblo? La ignorancia caucásica propició su venta, y la misma lo liberó al no soportar la altivez y talla de este negroide. Su iris fijo, en un hilito de luz que cruzaba en diagonal el cuarto, expresaba tristeza, me inspiraba amor. Amor, por un desconocido y tan segregado como yo. Nos reconocíamos en el otro. Expuso sus requerimientos. Él padecía una extraña e innombrable enfermedad. Yo debía escribir las crónicas de sus últimos momentos. Pero me ha llevado una vida tratar de definir o esbozar su figura exobiológica, esotérica. La obscuridad de su reino no era arbitraria, y las relativas dimensiones tampoco. Luego descubrí

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que estábamos bajo tierra como en una pirámide. Junto a ello, la otrora familiar luminosidad, que yo no ansiaba, era la causa de la momificación viviente de mi Epir, nombre que inventé imaginando que así lo llamarían en su lengua. Kaseir, el Epir, tenía una dolencia que sólo un ser extraterreno puede adquirir. La experiencia era fantástica, el aposento se cerró y sólo entonces comprendí que el privilegio no terminaría en redactar las crónicas de un semidiós, sino que compartiría su muerte causada por factores diferentes, como pueden ser la inanición o la asfixia. Las horas entregaban a su paso cada vez más antecedentes sobre nuestra estrecha relación, tanto física como espiritual… yo compartía su aliento. Las esculturas de dos hombres, en bronce y hierro envejecido, no eran otra cosa que eso. Dos verdaderos afroamericanos, que destinados a abrigar y cobijar a Kaseir, adquirieron la fosilización acelerada. Cumplir su encargo incluía el sacrificio. Yo era entonces la joven que entibiaba al rey David, como lo relata el libro de Crónicas. El tiempo culminaría pronto para nosotros, tomar las mantas y cubrirlo se tornaba difícil, era necesaria la sutileza. Y aunque el corazón de la tierra tenía una temperatura agradable, el Epir, mi Epir, sudaba, sufría espasmos. Sólo la obscuridad y el calor corporal apaciguaban el implacable avance de la rigidez. Recostado y dormido, acaricié su bíceps izquierdo, que reposaba en mi abdomen. La brillantez cutánea que emanaba, iluminaba mi impertinente y cobarde mano. A pesar de su imponente estructura ósea, me era posible sentir su niñez latiendo, perdida en la sabana, a la cual se trasladaba en cada crisis nocturna. El obscuro señor no regresó de su sueño, él estaba a salvo en la tierra de su infancia, corría desnudo, sus músculos macizos y sus ojos reflejaban la selva, sus plantas absorbían el calor de la arcilla, las bestias en los ramajes lo guiaban al agua. Vio su modelado rostro de adulto, la negrura fresca de su piel y bebió. El diminuto orificio, como un gotario envenenó a mi amo, al despertar estaba abrazada a una momia rocosa, no era él, no era su bello cuerpo, su suave piel, no eran sus brillantes ojos, no estaba ahí su alma. No lloré porque supe que aquello era la muda de una mariposa africana. Volteé la cama y encaramada en su respaldo roí la perforación, el adobe de la época cedió a la humedad de mis dedos, que se volvió sangre a la luz de la Cañada de Santiago, antejardín del sepulcro egipcio.



Las 27 horas del jueves De Mario Morenza Ilustrado por Laura Torres


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raté de corregir el impulso. Pero ya todo era inevitable y no valía la pena nada. Me atreví a instalarme a tu lado, aunque existía esa barrera incómoda. O mejor que hable de las barreras incómodas que me separaban de ti, porque también es inútil que empiece a hablar como si escucharas. Es cierto que estás allí, sin mostrar nada de lo que fuiste, disgregándote en la odiosa inmovilidad que produce tu indiferencia. Debería yo estar en un avión rumbo a la ciudad. Pero decidí pasar a ver tu rostro sin gestos ni nombres ni secretos, eterna contradicción. Si bien solamente ahora un costado –el derecho– veo. Observo y miro el más digno de tus costados, y nunca más el que esconde (o escondía) tu tenue lunar que brota (desaparece) del pómulo izquierdo. El mismo lunar que me provocó lamer ayer, mas preferí dejarte apresada con mis manos en tus muñecas, conteniendo la fiebre de tus arremetidas, cerrando los ojos a falta de otras dos manos que taparan mis oídos y no escuchar tus gritos afilados, pero tan monótonos. Soy un fantasma. Mi presencia no es más que los otros. Ellos nunca sabrán si existo y van de aquí para allá hablando de ti sospechosamente bien, entre chocolates y cafés. (La señora de sombrero excéntrico se me queda mirando). Te observo. Miro. Las voces al fondo configuran una armonía del caos. El reloj cucú sin funcionar, injusta faena contra el tiempo que sigue y seguirlo es una afrenta. (La señora de sombrero excéntrico es incapaz de sostener la mirada, la suya cae al suelo, se desmiembra en el suelo, busca otro foco; la veo, veo su derrota en nuestro individual reto de temples). También veo el enorme crucifijo, tan añejo y delator postrado (un postre ligero entre tantas líneas absolutas). Mas vuelvo a mirar tu rostro de perfil y la hora en mi reloj pulsera que sí funciona y a veces le gana al tiempo con disimulada falsedad, por vuelos de avión y husos horarios. Estás más horizontal y rectangular que nunca. Sin embargo, sorteé las maneras para llegar a ti sin lastimarte y lograr que te rindieras de a poco, suponiendo la carencia, suponiendo el derroche de energías. Hoy debería estar volando a la ciudad, y estoy aquí, despidiéndome, sin esperar respuestas ni confesiones, ni halagos, cansado de escucharte, ya tengo suficiente. La palabra, la palabra, traduciré todas tus palabras a mi idioma: las tengo grabadas en mi conciencia y en mis cintas. Mañana las entrego a La Organización. Mis dedos trémulos sombrean tu quijada. Se deslizan en el aire para dirigirse a sombrear tus ojos que se envanecen de a poco y cada vez más de a poco, se extravían en la membrana oscura de los párpados, diferente

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a esa oscuridad colérica que sentías (y sentimos todos los que estamos y estuvimos en esto), cuando parpadeabas en un gesto de complicidad o guiño de coquetería en “el restaurante de las luces intolerables”, en los vestíbulos del mundo. Se vienen abajo definitivamente tus párpados, como si fueran dos pantallas de cine, ¡abajo el telón!, y sólo puedo imaginar que se proyectan esos débiles destellos que aparecen al uno restregarse los ojos para quitarse el sueño o el aburrimiento o las lagañas. Echo abajo mis telones para tragarme la realidad. Compruebo que, efectivamente, son dos oscuridades incompatibles y no hay nada que se pueda hacer. Un aroma espeso y achocolatado raspa mis tabiques nasales: ese acercamiento propio de los olores me hace abrir los ojos, subir el telón. El telón de Aquiles: le lanzas una flecha y todos sabremos el final de la obra. Segundo Acto. Primera escena: nada a cambio ni ha cambiado. Me han llamado de muchas formas. Mañana, seguro, de otra. Y no soy el mismo que te dije cosas, pero a ese nivel las palabras adquieren el inabarcable tono de confesión. Tuve que elegir. Tuve que elegir. Hubieras hecho tú lo mismo y sé que podrías comprender a no ser porque estás allí, con las barreras infranqueables, haciéndote y deshaciéndote en la nada. Las pasiones se balancean como las ru(le)tas, y como los pé(ndu) los, y como los d(ad)os, y como los días, y elija la que se elija uno termina por arrepentirse. Las ruletas, los dados, los días: “las misiones uno no las elige tampoco”, te acuerdas cuando lo dijiste. El azar siempre fue nuestro himno, nuestro himno fantasma. El azar es la vida cúbica, nunca sabes cuál de las seis caras te dará justo en el momento en que deseas morir, gritar o arrepentirte. Mis palabras adquirieron un insoportable cariz metálico que me hizo temblar la garganta y el puesto en La Organización. Pero en el ocaso de aquella tarde o mañana, qué importan las horas, no estamos hablando de astronomía ni relojería suiza, no encontré otra salida que tratar de ir y entrar a ti, sin otra opción que la violencia de mis brazos, de mis puños y sobre todo de mi silencio. Cuando te ofendí, te comportaste como si yo preguntara la hora. Me diste la espalda con una densidad de mármol que hizo callarme. Ahora te abrigo descansando en la tenue incomodidad que ofrece tu regazo geométrico, sin formas livianamente tangibles. (La señora de sombrero excéntrico se sienta a conversar.) Estás allí, en ese paralelepípedo, estás cúbica y tu rostro mira hacia el punto más enmarañado de la Vía Láctea. Pero siempre alguien se separaba y a jugar

de nuevo, a invertir papeles. Reinventarse otra vez los mismos diálogos. Hilvanar morales con el aire jactancioso de los jefes producía numerosas heridas en la punta de los dedos, aquellos aguijones carecían de prórrogas y su filo era absoluto. Hablar de buscar dedales era simplemente ridículo. Confiésalo, te gustaba el juego. Las frases rehechas flotaban como esporas, atentas a la ferocidad de nuestras miradas. La tuya, orientalizada y de perspectiva horizontal, asustadiza, inmóvil, sospechaba la silueta del porvenir como quien trata de ver el interior de una habitación cerrada a medias y logra adivinar una delgada línea vertical entre puerta y pared. Tu vida era una habitación a medias cerrada, donde yo sólo debía estirar los brazos para apartar la puerta y desgarrar el aire. Desgarrar tu inútil dejadez. Desgarrar el tiempo y tu blusa y que contaras lo que sabías mientras uno que otro botón gruñía en el piso o se ahogaba en un maremoto de sábanas, quejidos, botones, tela rasgada, tacones que picaban la alfombra con su aguja. Días antes te dije lo que nunca debiste saber. Un error. Eliminé cualquier vestigio de lealtad a cambio de los sudores de tu espalda en mi pecho cansado. Ahora esa información era tan fácil de hallar como un número en la guía telefónica: actividad que atendía más a lo primitivo que a lo frío de la prudencia. En este oficio da lo mismo que ciertas cosas la sepan media docena de personas que la humanidad entera. Todo era como excavar en un terreno recién llovido, con la tierra frágil, lista para ser abierta en canal con palas y filosas herrumbres. Hoy que tengo que viajar a la ciudad a terminar mi trabajo y esperar las vacaciones bien ganadas, la familia, mi mujer, y mis hijos que me saben un hombre bien, en una oficina trabajando, sin jugar con fuego. Sabré que llegaré, desde esta ciudad a la mía, sabré que llegaré tranquilo a mi ciudad tranquila, sabré que llegaré mañana jueves dos horas antes de la que parta el vuelo. Saldré como quien sale de un cuartucho de hotel o salón de clases, examino cada rincón a ver si algo queda. (La señora de sombrero excéntrico derrama gotas de café en su enlutado vestido). Aquí, sospechosamente, hay mucho por recuperar. Ya veremos, ya veremos: cuando tenga otro número o nombre. Pude corregir el impulso pero ya todo era inevitable y no valía la pena nada. Preferiblemente te hubiera descerrajado el pecho con el tiro, cancillera traidora. Puta de despacho. Veríamos tu rostro entero en la noche, dentro de esa otra noche, a vísperas de la eterna que será este ataúd bajo tierra.

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De Mauro Barea Ilustrado por Rodrigo Valle (Yurex Omazkin)


“El valiente tiene miedo del contrario; el cobarde, de su propio temor”. —Francisco de Quevedo.

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1. Ultimátum

ienes veinticuatro horas para entregar este cuchitril, vejete de mierda, ¿cómo la ves desde ahí? El hombre a quien amenazaban, un anciano de cuerpo robusto, matizado de arrugas en la cara cubierta por sus lentes Ray Ban, miraba detenidamente al escuadrón de hombres que lo rodeaban en la entrada de su finca. Detrás de ellos, camionetas tan grandes como cerros, los custodiaban, negras con sus cromados brillando a la luz del sol esa mañana de sábado. El anciano de setenta y siete años, midió con cuidado sus siguientes palabras. —No, señores. Se los he dicho desde hace meses, y es mi última respuesta. —¿Sabes lo que te estás jugando, pendejo? —uno de los hombres, vistiendo una chamarra negra de piel, sombrero del mismo color, y lentes polarizados, agarró al anciano de las solapas de su camisa. Antes que pudiera sacudirlo, el ranchero se zafó, evadiéndolo. Claro que sabía lo que se estaba jugando, desde niño había aprendido a tener conciencia de saber en qué diablos se metía ante casi cualquier situación. —Los que están pendejos, son ustedes —les dijo con una tranquilidad pasmosa. Eran siete sicarios, no, ocho. Uno esperaba con metralleta en mano tras las camionetas, cubriendo retaguardia. Los había visualizado y contado desde que habían entrado a su propiedad. —Entonces no vas a cooperar, viejito… —dijo uno de los hombres. Ése casi no hablaba, y cuando lo hacía, los que lo acompañaban se hacían a un lado, como si quisieran evitar el contacto de sus palabras, que salían frías, sin sentimiento alguno. —Mira don, tus amigos, los otros propietarios, se abrieron de patas y entregaron. Dejaron la tierra para nosotros sin chistar. Sólo queda tu ranchito de mierda en estos lugares. Y lo necesitamos. —Es algo que no les incumbe, caballeros. Es MI propiedad, yo la construí hace muchos años, y no la voy a ceder a un grupo de… Un golpe, directo a su mejilla, resonó en aquel paraje, interrumpiendo al dueño de aquel rancho. El anciano no cayó, no profirió ninguna exclamación. Regresó la mirada a su interlocutor. Se quitó las gafas de sol, mientras de la comisura de la boca salía un hilillo de sangre. —Ya oíste, imbécil. Veinticuatro horas, ni una más, para no verte ni el polvo, viejo. No querrás estar aquí cuando regresemos a “tomar posesión”, como dice mi compadre, un senador de ahí de la Cámara. Los demás sicarios rieron. En eso, el sonido de una camioneta Lobo interrumpió las risas de momento. Era de la policía estatal, con las torretas prendidas. Los sicarios dejaron que la camioneta se detuviera, y de ella bajó un

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oficial de alto mando, con su uniforme impecable, luciendo sus estrellas enganchadas a la pechera de su camisa perfectamente alisada. Parecía una regla en esa parte del mundo traer lentes muy oscuros, porque el oficial también usaba unos, que refulgieron al sol por un momento, mientras se acercaba al grupo que discutía el destino del rancho. —Trueno, no creí que vinieras personalmente. ¿Cómo va la negociación? — preguntó con toda naturalidad el policía al sicario que parecía ser el jefe, el que había golpeado al anciano. Sonreía, mostrando un diente de oro, que también brilló al reflejo del sol matutino. —¿Qué chingados quieres aquí, López? No necesitamos nada —contestó de mala gana el jefe, que se hacía llamar Trueno. —Recibí una llamada del “Señor”. Dice que ya se tardaron en poner el punto 21 en esta área. Se les agota el tiempo, muchachos. ¿Están jugando cartas con el don? —esta vez, López se quitó las gafas, y vio con un gesto de compasión al anciano, que no perdía compostura a pesar de que seguía manando la sangre alcalina en sus labios. —Le traje su orden de desalojo, López. No me estés chingando, cabrón. —dijo el Trueno. —¿Orden? ¿Cómo le va, Don Alejo? —López

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cambió su rostro compasivo a uno jovial, como si estuviera dando los buenos días a un vecino por la mañana. Por toda respuesta, el anciano, don Alejo, se quitó las gafas Ray Ban, y le escupió la sangre contenida, a unos centímetros de sus botas relucientes. Los sicarios aguardaron. —¿Por qué lo hace difícil, Don Alejo? No le queda nada más que esto. Si hubiera aceptado la propuesta que le daba el “Señor” en un principio, no se iría de aquí a la mala, sin un quinto. —Mi respuesta es la misma, “comandante”— dijo don Alejo, sin ninguna inflexión en su tono de voz. —Mire. No todas son malas noticias. El “Señor” le da la última oportunidad. Cédale el rancho. Un millón de pesos por todo. Así no se va con las manos vacías. ¿Qué le parece? —Dinero sucio. Yo no acepto dinero sucio, narcos. No se vende, ni se cede. Es mi respuesta. — respondió, mirándolos a los ojos. Un gesto torvo se acentuó en el comandante López. Hizo una seña al Trueno. —Mátalo, entonces. Todo sucedió en lo que dura un parpadeo. El trueno sacó una calibre 38 y encañonó al anciano, directo en la sien. El viejo no se inmutó,


y no dejó de ver a López. Éste por un momento, sintió un dejo de frialdad que le recorrió la nuca. Ese maldito viejo… —Despídete, pendejo. «CLICK» Nadie cambió su postura. Don Alejo ni siquiera parpadeó. No movió un músculo. Los sicarios no supieron si reírse, o quedarse como estaban. Esa última treta de “disparar” un arma a la cabeza, siempre funcionaba con todas las víctimas. Terminaban suplicando por sus vidas, retorciéndose. Pero aquel anciano mantenía la vista fija en López. Éste retrocedió, involuntariamente, dos pasos. Un aura extraña invadió el lugar, y el mismo Trueno descubrió que sudaba copiosamente. Empujó a don Alejo, intentando sonreír. No le salió más que una mueca cadavérica. —Veinticuatro horas —repitió el Trueno. —Y le juro que para la próxima, este bebé no estará descargado. —¡Piénselo! —le gritó el oficial, en tono burlón—. Un millón. Veinticuatro horas. Y así todos ganamos, usted más. ¡Es eso, o a la mala, a la calle sin un quinto, tal vez muerto! ¡Piense en los que viven aquí! López, y los sicarios, subieron a sus respectivas camionetas. Rechinando llantas y levantando remolinos de polvo a lo largo de la propiedad. Don Alejo esperó a que abandonaran el rancho, más allá de la segunda verja, para dar media vuelta hacia su casa. 2. Recuerdos del pasado

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— ecesito que se vayan ahora mismo. Están despedidos. Los trabajadores, peones y capataces, lo miraban incrédulos. Su jefe, con el que llevaban mucho, muchísimo tiempo trabajando con armonía, el que los había ayudado más que cualquier patrón que hubieran visto, los estaba corriendo. Juancho, el capataz, la mano derecha de don Alejo, lo miraba absorto. —Sí, necesito que empaquen y jalen de aquí. Los liquidaré como merecen, y no quiero que haya ninguna queja, por favor. Este es mi rancho, y puedo hacer lo que me venga en gana. Uno por uno, pasarán conmigo conforme los llame, para entregarles su dinero. De la caja fuerte, fue sacando fajos de billetes de todas denominaciones, y llamó por separado a los jefes de las dos familias que residían ahí. Juancho, sentado a la sombra de un árbol,

esperó a que lo llamaran. A sus cuarenta y cuatro años, recordaba todo lo que había pasado con don Alejo. No creía que en verdad lo fuera a despedir, no con tantos años a su servicio, y no sólo eso. Las cacerías, los asados con las familias, sus enseñanzas… pero él había visto todo: las primeras veces que venían esos sujetos a reconocer el terreno y a ofrecer diplomáticamente su compra, y don Alejo, siempre con respeto, negó cualquier negocio a quien llamaba “Los hijos de su puta madre del Diablo”. Y así transcurrieron varios meses, muy ocasionalmente venían con diferentes ofertas, y las ofertas entonces se convirtieron en amenazas. Hoy, desde lejos, vio como lo encañonaban con un arma vacía. La misma policía estaba involucrada, por Dios. Ése era el comandante López, una “vara” muy alta. Había aprendido de don Alejo una cosa: el esfuerzo produce beneficios, los beneficios producen enemigos, y si confiabas en la gente, era seguro que la tumba te esperaría gustosa. Ese viejo se había convertido en un ejemplo para él y para su familia. No conocía la palabra corrupción. Sabía que una de sus hijas, que se había metido en la política, le ofreció muchas veces su ayuda. Pero eso sólo sirvió para aumentar el distanciamiento que ya existía con el resto de los Garza Támez. Sí, se había convertido en un viejo lobo solitario, trabajando sin la ayuda de nadie, con su propio esfuerzo. Salía del rancho a lo estrictamente necesario, y se encargaba de ir a Ciudad Victoria por víveres, no tenía siquiera teléfono celular ni línea en el rancho. Vivía con lo justo, muy celoso de su vida privada y fortuna. Sabía que don Alejo tenía una cuantiosa fortuna en una cuenta de banco, que no le interesaban los lujos de la vida moderna, y que se sentía feliz cuando iba de caza o de pesca al lago. En eso se había reducido su vida. Por alguna razón, había bloqueado todo contacto con el mundo, con sus familiares. De repente lo sorprendía mirando melancólico un álbum de fotos viejas. Una vez, pasado de copas, don Alejo le confesó que su esposa, el amor definitivo en su vida, murió por una “enfermedad incurable”. Pero su rostro se crispó cuando le recordó que la negligencia de las autoridades de salud derivó en la muerte de su mujer. Rompió la copa de cristal apretando el puño, y no le importó cortarse las falanges. Eso no lo perdonaba, ni lo perdonaría “ni muerto”. Todo lo que significara autoridad, de gobierno en especial, le provocaba un rencor bárbaro. Prefirió no ahondar en aquel tema aquella vez. —¡Juancho!

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La voz de su patrón interrumpió sus pensamientos. Cuando se dio cuenta, las otras dos familias ya se encaminaban a la salida del rancho en dos de sus camionetas, con sus hijos y pocas pertenencias que tenían. Se paró impulsado como por un resorte, y corrió a su encuentro. Don Alejo se encontraba de pie en el umbral de la entrada de la casona, sin sus lentes característicos que siempre utilizaba. Su mirada, fija en él, lo hizo ponerse la carne de gallina. Parecía que miraba los ojos de un cadáver. —Ven. Vamos a dar un paseo al lago. Detrás de la finca, como parte de su propiedad, un lago, aquel que tanto había disfrutado pescar, hoy lucía tranquilo como un espejo, y brillaba con intensidad, debía estar rayando el mediodía. Como siempre, el capataz esperó a que su patrón hablara. —Sabes todo lo que pasó, ¿verdad? No tengo que hacer rodeos contigo, además esas tonterías me molestan. —Sí, patrón. —Se acabó el tiempo, Juancho. Esta noche vienen por mí, y no hay salida. Juan tragó saliva. Así era Don Alejo, directo, sin atenuar nada. —¿Por qué? ¿Por qué no se los entrega y ya, y acepta el dinero como una compraventa normal? Un bofetón, que lo agarró de sorpresa, surcó la mejilla de Juan. Don Alejo, iracundo, lo miraba con severidad. —¿Qué has aprendido acá, en este rancho, Juan? ¡No seas pendejo! Hay algo más valioso que la pinche vida, y que las pinches propiedades, y el dinero. No voy a rebajar mi dignidad como lo hacen los perros, metiendo la cola entre las nalgas y corriendo para vivir como un avestruz, con la cabeza enterrada en la porquería. Y no voy a aceptar dinero manchado de sangre. Sabes perfectamente quiénes son y lo que hacen, esa escoria que vino a verme hace rato. —Los narcos… —balbuceó Juancho. —Sí, hijo, los narcos. Una bola de malvivientes, amparados en la corrupción de este gobierno. Yo conocía al comandante López desde que era un mocoso, y míralo. El poder, el dinero, cambian las mentes de los hombres. Esos hombres que mataron a Celestina. Dios. Lo había dicho. Así que ése era su nombre, el de su esposa. Don Alejo lo miró esta vez, con las lágrimas brillando en las pupilas, esforzándose por no fluir. —Traigo este dolor en mi pecho, Juancho…

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desde hace mucho… ¿te conté cómo murió? —Fue la enfermedad… —No, Juan. Fue por culpa de un burócrata borracho. Ella iba en su coche… y chocaron. Desafortunadamente, no murió al instante mi Celestina. Peleó por su vida, pero a la semana del accidente, falleció de una hemorragia cerebral. Eso fue en los sesenta, creo. Prefiero olvidarlo. —Oh, Dios, don Alejo, no sabía, lo siento tanto… —Y el burócrata resultó ser un pez gordo, del alto mando del gobierno del estado. No lo procesaron, no pagó nada por su crimen. ¿Y sabes por qué, Juan, sabes por qué? Don Alejo se había derrumbado. Lloraba copiosamente, pero seguía de pie, atragantándose con esas palabras que seguro pronunciaba a alguien después de mucho tiempo. —¡Por su fuero! La protección mágica que les da a esos perros de hacer lo que quieran, al amparo de influencias y la corruptela. Cambiaron el peritaje, lo hicieron, a pesar de mis gritos en el tribunal, a pesar de que me desviví porque se hiciera justicia. Y para rematar, mi hija calló. ¡Calló, y era su madre! No le convenía hablar, pues mancharía su carrera política, y la convencieron de cerrar la boca. —Seguro la amenazaron de muerte, jefe. —¡Me importa un carajo! ¡Era su madre! ¿Ves lo que te digo? ¿Dónde quedó la dignidad? ¿Dónde quedó el “honrarás a tu padre y a tu madre”? Juancho empezaba a entender todo. Era por eso su distanciamiento. Era por eso su odio al mundo exterior, en particular al gobierno. Y era por eso que… —Don Alejo, ¿qué va a hacer entonces? Su jefe calló. Y esta vez lo miró, tal vez como un padre puede mirar a sus hijos cuando va a enfrentarse a lo desconocido. Lo tomó de los hombros. —Quiero que te vayas lejos Juancho, por favor. No es tu rancho, no es tu obligación, y tienes una familia que mantener. Vete en una de mis camionetas con el dinero que te voy a dar, y una carta para mi hija. De su pantalón, sacó un sobre amarillo doblado en dos. No tenía nada escrito en la cubierta. —En este papel está escrita su dirección. Sólo entrégasela y piérdete, aléjate, Juancho. Te lo pido por favor, hijo. —Jefe, no lo dejaré solo, no lo dejaré… —¡Cállate! ¿Quieres morir aquí conmigo, por nada? ¿Quieres dejar desamparada a tu familia,


pendejo? ¡Es una pinche orden, no necesito a nadie para esto, a nadie! Hubo un silencio que apenas cortaba el viento incipiente que se deslizaba en los pastizales, que temblaban, tensos. Don Alejo recuperó la compostura, y sin limpiar las lágrimas que le recorrían la mejilla, dio media vuelta hacia su casa. Sin saber qué hacer, Juancho lo vio alejarse, su espalda, sus pasos decididos a todo. Un escalofrío lo hizo temblar al ver al hombre que más respetaba, además de su padre, alejarse con ese paso casi marcial hacia lo inimaginable. Corrió tras él y le dio alcance. Lo abrazó. Al contacto, sintió electricidad que invadía todos sus poros. —Usted, usted ha sido como un padre para mí. Lo quiero un chingo, gracias por enseñarme muchas cosas. ¡No lo haga, por favor, no lo haga! Y rompió a llorar como un niño. 3. Despedida

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a camioneta Jeep encendió con el ronroneo de un motor viejo, pero funcional. Juancho se despedía del que fuera su patrón por más de veinte años, mientras el sol caía lentamente, dando paso a la tarde. Don Alejo se despidió de su esposa —que también la conocía desde que era una niña— y de sus pequeños. Les dio la bendición. —No te veo ya como mi capataz, sino como un viejo amigo. Te encargo mucho lo de la carta, Juancho, por favor, hazla llegar lo antes posible. Y esto es para ti. Don Alejo le entregó un morral viejo, desgastado por los años. Pesaba. El capataz se quedó de una pieza cuando al abrirlo, éste rebosaba de billetes de altas denominaciones. —Yo conté quinientos mil pesos, un poco más, un poco menos. Úsalos correctamente, amigo. Abre un negocito cerca de aquí, siempre discreto, o vete al gabacho. No te conviertas en lo que yo, o se repetirá la historia de todos los días de mi pobre país. Hoy, México me deja como tú me ves ahorita. Sin nada más que la tierra que estás pisando. Sin mi Celestina, sin mi familia. Don Alejo le guiñó el ojo. Jamás lo había visto hacer tales cosas. —Déjeme ayudarlo, patroncito… El viejo negó con la cabeza, sonriendo. —Mírate. Mira a tu familia, Juancho. No les hagas falta. Sé un buen padre, y quiérelos un chingo, siempre. Sé un hombre derecho, y no olvides jamás ser un cabrón de bien contra la injusticia. —Dios lo bendiga, don Alejo. Dios lo bendiga hoy y siempre. Le voy a dar algo para que

tampoco nos olvide. —De sus morrales, Juancho sacó un pequeño crucifijo de madera pulida. —Yo lo hice para usté, patrón —dijo la esposa de Juancho, forzando una sonrisa. El anciano sonrió, y lo metió en la bolsa de su camisa. Se abrazaron por última vez. —Chíngueselos. Que no se olviden quién manda aquí, patrón —Juancho le susurró al oído. —Se los haré saber, Juancho. Vete ya, por favor. El Jeep dejó el rancho San José, solitario, con su dueño contemplando la polvareda hasta que desapareció tras la colina, en la segunda verja. 4. Los hombres no somos víctimas

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na mujer, de ojos grandes y cabello recogido, lo miraba a través del papel mate. —Celestina… Sacó la foto del álbum, la besó, y la guardó junto al crucifijo en la bolsa izquierda de su camisa, junto al corazón. Respiró hondo, y abrió el estante de madera carcomida por el tiempo, concentrándose en lo que había adentro con todo su ser. Mentalmente contó todas sus armas apiladas ya en el escritorio. Los cartuchos, ordenadamente dispuestos para cada arma y pistola, esperaban ser cargados. Mientras revisaba las más viejas, encontró un rifle muy especial; ése se lo había regalado su padre, cuando lo acompañó a cazar venadillos por primera vez. Con ése había aprendido a apuntar y tirar, a esconderse entre los arbustos, preparar, y ¡Bang! Cómo había disfrutado esos días. Su padre estaba más que orgulloso de él, pues decía que tenía una mira en el cerebro: de cada diez tiros lograba nueve efectivos, y rara vez erraba uno en las presas. Los patos, animales más difíciles de cazar, sobre todo cuando alzan el vuelo asustados por el primer disparo, caían como moscas. Con el paso de los años ese rifle pasó a la historia y su padre le compró uno mejor, con mucha mayor precisión. Poco a poco fue conocido como el niño cazador. Trataron de convencerlo para participar en torneos internacionales, pero su madre estaba empeñada en que terminara sus estudios, por lo que se conformó con formar el club de caza y pesca más importante de la región, “Dr. Manuel María Silva”. Ahí conoció todo tipo de armas para tal efecto, y conforme las décadas pasaban la tecnología mejoraba, aunque últimamente se le hacía más cómodo disparar con las más antiguas. Los años no le hacían perder el tino. Cuando ya

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vivía en el Rancho San José, Juancho se asombraba aquellas veces que se internaban en el monte, y al encontrarse con una parvada de ocho patos, seis caían listos para desplumarlos y asarlos. Dio un vistazo a su reloj. Las cuatro de la tarde. El tiempo se agotaba, y seguro no tendría ese plazo de veinticuatro horas, como le habían dicho. Al irse la luz del día, las sabandijas saldrían de su escondite. Cinco rifles de caza, una pistola calibre 22, era todo lo que tenía. Y sí, por primera vez, usaría su pieza definitiva de colección. La madre de todas sus armas, la que atesoraba tanto como su propiedad. Su rifle Winchester M97, que su padre le heredó al morir. Consistía en una escopeta con un depósito para almacenar los cartuchos bajo el cañón, en forma de tubo longitudinal. Los cartuchos se almacenaban en dicho tubo hueco, que por acción de la corredera, iban abandonando ese cargador para ascender hasta la recámara y quedar listos para disparar. El último cartucho del depósito era el primero en ascender a la recámara y el total de cartuchos era de seis. Tras cada disparo, al accionar la corredera, el arma quedaba cerrada y lista para un nuevo disparo. Era efectiva para lo que se proponía. La probó hacía unos veinte años en unos patos. Desistió de dispararla de nuevo, ya que hizo

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de aquellas aves un amasijo de plumas y pedazos de carne chamuscados. Investigó y descubrió que esa arma era de guerra y tenía su historia, tal como su padre se lo había dicho. Creyó que nunca más la utilizaría. Bueno, uno nunca sabe. Por un momento, vio su arsenal, las escopetas apiladas, algunas desgastadas por el uso, pero ninguna en mal estado. Contemplaba años de armarlas, desarmarlas, aceitarlas, darles cariño, y de vuelta a sus fundas. Sabía que iba a disparar mucho, a blancos fijos —ventaja para él— y continuamente por algunos minutos. Esos malditos traían armas automáticas, una gran desventaja para él. Las de don Alejo eran todas manuales, se tenía que amartillar para disparar, a excepción de la pistola semiautomática. Dio doble capa de aceite a cada una, en cada rincón, en cada túnel que seguro utilizarían sus balas para viajar sin ningún problema hacia esas ratas. Sus municiones resbalarían seguras, sin atascarse. Por supuesto, hoy no podía fallarle nada. Sus queridas armas lo conocían más a él que a la inversa. Sabían de su soledad, de su pesar, y tal vez por eso, le ayudarían a terminar esto con honor. “Dios debería quedarse agazapado hoy”, pensó. Antes de que el sol se metiera, ordenó sus rifles, listos para tomar posición en las ventanas


frontales y en la puerta principal de la casona. Los árboles pegados a su propiedad al menos le iban a brindar una defensa momentánea. La cocina tenía dos ventanas grandes, ahí dispuso más rifles que en ninguna otra parte. Su puerta principal, endeble, no aguantaría mucho las ráfagas. No tenía muebles pesados, pero volcó su escritorio de roble hacia aquella puerta, única vía de acceso frontal a su casa. A su favor tenía el punto exacto donde se iban a estacionar las camionetas y a bajar los sicarios. En casi todas las incursiones, se quedaban en el mismo lado. Asumiendo esto no tuvo que memorizar más las condiciones del terreno. No había más accesos, pues detrás de la casona estaba el enorme lago. Por un momento pensó en darles una ráfaga inicial, y ante el desconcierto de las ratas correr y subirse a su bote, y navegar lejos, pero casi enseguida lo desechó de su mente. No iba a correr a ningún maldito lado. “Correr ante el enemigo, eso sólo lo hacen las ratas, y los cobardes. Muere antes de ser así, hijo, ¿entiendes? No antepongas tu «seguridad», tu «propia seguridad», por darle gusto a otros cobardes.” Eso se lo había dejado bien en claro su padre, casi desde la primera vez que lo llevó cazar. Si no hubieran tenido eso en mente Miguel Hidalgo o José María Morelos y Pavón, ¿qué

nación tendríamos? Murieron por lo que pensaban, y de pie. Hoy, morir es para los que secuestran, a los que amenazan, a los que ejecutan. ¿Cuántos, veintiocho mil? Todos fueron víctimas. No te conviertas en una víctima de los cobardes, víctima de las ratas, Alejo. Ni Zapata ni Villa eligieron como morir. Fueron víctimas”. “Eso era lo que, en su poca preparación académica, me quería decir mi papá” pensó don Alejo de todo eso. Las últimas luces del día pintaron de rojo el horizonte, mudo presagio de lo que pasaría pronto. De repente, tuvo sed. Sacó un poco de ron de su reserva especial, unos hielos, y se tomó aquel licor que tanto paladeaba. Las armas estaban listas. Se dejó la Winchester en una bandolera cruzada al pecho. En aquella bandolera acomodó las municiones que utilizaría de inmediato para la M97, cuando todo empezara. También dejó una hilera de cartuchos útiles dispuestos en cada arma en las zonas vulnerables, en caso de necesitar. Se fijó un comal cuadrado al pecho, que incluso le protegía el estómago. Era uno de los que usaban sus cocineras para hacer las tortillas a mano. Tuvo una idea brillante: fabricó tres pequeñas bombas molotov con trapos y gasolina que utilizaba para las camionetas. Para cuando la cosa se pusiera fea. Dejó que el reloj hiciera lo suyo, esperando

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a los hijos del Diablo, aquellos que según, no le tenían miedo a nada, y podían hacer lo que se les antojara, sólo con pararse como fantoches con sus sombreros, chamarras de cuero, botas norteñas y amenazando con sus pistolones de alto calibre, escuchando su música de “banda”. Así, se sentían los amos del mundo, hasta hoy. 5. La noche del Cazador

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n convoy de seis camionetas negras y polarizadas irrumpía el silencio absoluto de aquel paraje. La desviación de la carretera que daba a Ciudad Victoria, apareció como siempre, abandonada, a excepción de un retén hecho por la policía local. —¿Y este PENDEJO qué hace aquí otra vez? —dijo el Trueno, con los ojos brillantes y un leve tizne blanco en los orificios de la nariz. Estaba eufórico, siempre pasaba lo mismo cuando hacían los “desalojos”. Si alguien se ponía imbécil, a morir, a morir, a morir todos. —¡Es López otra vez, Trueno! —dijo uno de los narcos a bordo. —¡Como chinga! La camioneta los obligó a detenerse. Bloqueaba el camino al rancho San José, con la torreta apagada. De ella salió efectivamente, el comandante López, ataviado con su uniforme impecable. Se acercó hasta el convoy de los hombres armados. Esta vez no sonreía. —Buenas noches, Trueno. —Qué buenas noches ni que la chingada. Hazte a un lado cabrón. —Al decir esto, sus acompañantes mostraron el arsenal que traían consigo, listos para iniciar una pequeña guerra. Armas pesadas, de grueso calibre. —Tranquilo, hombre, sólo vengo a decirles que no necesitan llevar tanto. Hace rato salieron las familias que viven en el rancho del viejo, con todos sus tiliches. El imbécil se quedó solo en su propiedad. Parece que sí comprará. No tiene otra opción. —Mis huevos, López. Tengo orden de desalojar a la chingada al viejito, sin un peso de por medio. Órdenes del “Señor”. —¿Eso dijo el “Señor”? —preguntó López. Por un momento, la sonrisa desapareció, pero regresó como si nada. —Quítate, imbécil. Ahora. Vamos a terminar esto rápido, y a la mierda. López movió la camioneta, abriéndoles paso en el camino de terracería. Las camionetas aceleraron y con violencia continuaron su camino,

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perdiéndose en la negrura de la noche. El tumbaburros de la enorme camioneta Lobo que comandaba el Trueno fue suficiente para abrir de par en par las dos rejas que señalaban la entrada al rancho “San José”. Tuvieron que utilizar todos los faros de niebla para iluminar el terreno, pues las luces de la finca se encontraban apagadas, dándole un aspecto abandonado. —¿Qué coño…? —el jefe escudriñó el terreno. Vacío como un maldito cementerio. Se estacionaron donde siempre, desde que venían a ofrecer la compra del rancho a aquel viejo solitario, justo enfrente de la casona de aquella finca. El sicario había intentado por todos los medios amedrentarlo, con matar a su familia, pero estaba tan alejado de ellos, que aquella táctica no dio resultado, tampoco la de encañonarlo y dispararle con un arma vacía. Aquel viejo parecía una piedra desértica que sólo la podía amoldar el tiempo y el viento. Todos los asesinos bajaron, acercándose a la casona de don Alejo. Una ráfaga de su metralleta, al aire, con el grito envalentonado de orden del Trueno, dieron inicio a la batalla del rancho “San José”: —¡…SAL HIJO DE TU PUTA MADRE, CON LAS MANOS EN ALTO, PINCHE VIEJO! Otra ráfaga de AK-47 al aire. Risas y voces broncas y confiadas llenaron el ambiente de oscuridad. Las luces de las camionetas trataban de iluminar la casona, sin conseguirlo del todo, los árboles frente a la finca no dejaban ver muy bien su interior. —¡O SALES, O TE LLEVA LA CHIN…! Segundos antes de que se produjera el disparo, sucedieron dos cosas al mismo tiempo. El viento dejó de soplar como por encanto, y un venado corrió cerca de ahí, internándose en los pastizales llamando la atención momentánea de los criminales. Trueno no supo que eran blancos, animales de caza, hasta que un segundo cañonazo de rifle pasó a su lado cortando el aire como un filoso cuchillo, y otro de sus compañeros cayó de forma graciosa, golpeando la camioneta y desparramando su sangre en los cromados relucientes. Parte de su cabeza había desaparecido tras borbotones de sangre. —¡Le dieron! ¡Le dieron al Pocho y al Jijúe! —gritaron del otro lado. Las voces de sus hombres sonaron tipludas como si fueran gansos. Les estaban disparando. El… el viejo de mierda, ¡les estaba disparando! Por unos instantes, ninguno de los narcos, incluido el Trueno, supieron


qué hacer. Vio al Pocho y al Jijúe tirados, inmóviles, ensangrentados. Más balas, que provenían dentro de la casona, se estrellaban en las camionetas, rompiendo faros y parabrisas. —¡FUEGOOOOOOOOOO! Don Alejo, como un buen francotirador, seguía buscando blancos, desde la ventana del cuarto principal. Cuando el reloj acariciaba la medianoche, escuchó ruidos de motor acercarse a su propiedad; eran las camionetas de las ratas. Dejó a un lado el ron, guardó la foto de su amada Celestina en la bolsa de su pecho, se puso la gorra que siempre utilizaba para cazar, y se colocó en posición como único soldado al frente. Esperando con toda la paciencia del mundo a que bajaran de sus vehículos y se acercaran confiados hacia él, pues no había otro camino para entrar a la casa. Los había esperado mucho antes de que vinieran a intentar comprar su rancho. Los esperaba desde el mismo momento que supo que Celestina iba a morir. Los esperaba desde hacía mucho, sí. Aquel que conocía como Trueno, el jefe de esos pelmazos, empezó a disparar al aire. Contó mentalmente, quince, no, dieciséis sicarios, armados con AK-47, “cuernos de chivo”. Lo encañonó, era fácil, pero pensó: “mejor para después, Truenito”. Puso toda su concentración en la mira mental de su cerebro… y jaló del gatillo. Dos escorias habían caído como dóciles venados ante su rifle. Fue fácil, blancos inmóviles. La sorpresa, como pasaba con los animalitos, estaba del lado del cazador, que esperaba paciente, agazapado, esperando que la presa se colocara estratégicamente. Hoy, don Alejo se convertía en el cazador de diablos. En el cazador de cazadores. ¡BANG! Y otro más cayó de bruces, exclamando adolorido, mientras los demás narcos, despavoridos, intentaban correr para protegerse en sus camionetones. Tres a cero, favor don Alejo. Escuchó destemplados “¡Mierda!” y “¡al suelo!” de los valentones Hijos del Diablo. Sonrió al ver que todavía no podían responder a su fuego, así que siguió, como sniper solitario, tirando a los blancos, ratas de alcantarilla. Sus manos se movían más rápido que su mira mental, por eso erró varios disparos más, sin embargo, pudo fundirles algunos faros de sus costosas camionetas. Cuando escuchó “¡FUEGO!” al fin, don Alejo se tiró de bruces, y las ráfagas entonces entraron como pequeñas bombas por toda su propiedad. El ruido era impresionante, pero ya lo esperaba. Los vidrios de su cocina volaban en todas direcciones, el polvo de la piedra pulverizada por los impactos de los cuernos de chivo cubría como una niebla su

visión.

Una pequeña pausa de ellos, bastó para tirarles más plomo de su rifle, y volverse a cubrir. Estaban desesperados, sorprendidos, y ya tenían tres bajas. Don Alejo, tal vez en esos momentos, pensó en la victoria, lograr lo imposible, hacerlos correr como perros, con la cola entre las nalgas… Eso fue hasta que una explosión, muy fuerte, detonó en la ventana de uno de los cuartos contiguos. Estaban usando granadas, los muy hijos de puta cobardes drogadictos. —Vas a entrar, Lobo —le ordenó el Trueno a uno de sus hombres. Entras por toda la orilla, empujas la maldita puerta y lo matas. —¡Pero tiene armas, Trueno…! —¡No seas puto maricón! —lo empujó— ¡Es sólo un anciano de setenta y siete años, pendejote! ¿Le tienes miedo a un abuelito? —¡Pero ya se cargó al Pocho, al Jijúe, y al Tranzas…! —¡Me vale madres, cabrón! ¡Nosotros te cubrimos, imbécil, hay que acabarlo ya! Con los latidos del corazón a mil por minuto, por efectos de la cocaína y la sorpresa, el Lobo se deslizó por la propiedad, mientras los disparos incesantes seguían castigando la finca. Se dio cuenta que no salían disparos desde dentro de la casa. ¿Sería posible que el viejo ya estuviera muerto? Continuó acercándose… más… llegó a la reja principal. Nadie disparaba desde dentro. “Ya está muerto” pensó. Abrió la reja, y el Trueno ordenó de inmediato con señas que un grupo de siete lo siguiera para entrar en la casa. El Lobo giró el picaporte de la puerta principal, y en medio del aturdimiento de la balacera y el efecto de la droga, creyó que una serpiente se deslizaba hacia su mano, saliendo por un orificio de la puerta. Fue hasta que su mano desapareció, junto con parte de su abdomen, al disparo de la Winchester M97, que había confundido con una víbora. El Lobo gritó como una niña mientras desparramaba sus vísceras en la entrada de la finca, y caía, entre espasmos mortales. —¡A la mierda, ratas! —gritaron desde adentro de la casa. El contingente de ocho sicarios que ya seguía al Lobo, vieron impávidos cómo una botella de vidrio, con una mecha prendida, se dirigía hacia ellos como si fuera cámara lenta. Sobre sus cabezas, la botella estalló a un disparo del M97. Una sombrilla de fuego cubrió al contingente. Se tiraron al suelo, revolcándose de dolor, tratando de quitarse el fuego abrasivo. Olía a ácido muriático más que a pólvora. El líquido contenido en la

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bomba casera corroía su piel como magma. El Trueno seguía disparando para cubrir a los hombres quemados que regresaban. “¿Pues qué tienen a la Marina allá adentro? ¡López dijo que sólo estaba el viejo, maldita sea!”, pensó. No podía asimilarlo. Era la primera vez que pasaba, por eso se sentía así, como si lo hubieran desnudado. Era la primera vez que alguien realmente le disparaba a matar. Que alguien resistía. Puta madre. —¡Saquen el “Terminator”! —gritó el Trueno a uno de sus hombres. De la cajuela de una de las camionetas Lobo, el esbirro sacó lo que parecía un ataúd pequeño. Al abrirlo, aquella arma, por sí sola, emanaba un poder increíble a los ojos brillosos de los sicarios, y volvían a adquirir confianza. Parapetado en la cocina, don Alejo trataba de buscar blancos, pero todos estaban tras las camionetas. Disparaba sólo para que continuaran gastando sus municiones. Adentro olía a humo, pólvora y cartuchos percutidos. Las manos le escocían, sin embargo, recargaba como si nada los rifles. Para eso tenía los callos, se los había ganado. No lo esperó. Cuando se produjo la explosión, mientras era lanzado hacia la pared como un muñeco por efecto de la misma, don Alejo se preguntaba cómo esas ratas poseían un arsenal tan poderoso, como para hacer temblar al ejército. La granada había estallado muy cerca, y ahora estaba desorientado y sordo. Escuchaba un pitido agudo, y sentía el cuerpo pesadísimo. La edad, oh, sí. Esta vez, una ráfaga de metralla descomunal cimbró la casona. Esa debía ser un arma de muy alto poder. Mierda, estaba herido. De una pierna manaba abundante sangre, y en la cara tenía múltiples cortes por el vidrio y concreto pulverizado que volaba como alfileres. —¡NO! —gritó. ¡Aún no me llevan, hijos de su puta madre! Sin importarle el dolor, continuó vaciando sus rifles, ahora desde otra habitación. El sudor por momentos le nublaba la vista, pero sin saber por qué, lo refrescaba. Volvía a tranquilizarse. Sonrió mientras preparaba otra Molotov. No así estaban los sicarios. Trueno ya tenía cuatro muertos, y varios heridos graves. Ni siquiera en las balaceras con el ejército o los polis tenían tantas bajas. No podía creerlo, se negaba. Una nueva bomba casera estalló sobre sus cabezas, aunque un poco más lejos, iluminando momentáneamente el campo de batalla, como señal de que el viejo no estaba en condiciones de rendirse. Seguro alguien lo ayudaba, no era posible. “¿Por qué no te mueres, viejo?” pensaba el sicario jefe, apretando los

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dientes, sintiendo que se le escapaba la operación de desalojo. Se suponía que era una maniobra de “rutina”. Abrieron fuego con el “Terminator” una vez más. Las ventanas volaron con estrépito, el concreto brincaba como si tuviera vida propia. Maldito anciano, muérete, muérete. MUÉRETE. Una bala del Terminator le dio de lleno en el abdomen aprovechando un descuido mientras disparaba a la bomba Molotov en el aire. Diablos no, fueron cuatro balas. El comal había amortiguado los impactos, pero los proyectiles ingresaron a su cuerpo sin remedio. Los sentía como brasas cocer sus órganos internos. Se quedó boca abajo, apretando los dientes. Todo estaba terminando. La esperanza de obtener al menos esta victoria se le escapaba de las manos. Otra granada estalló afuera con violencia, privándole del sentido del oído. Ahora escuchaba los disparos muy lejos, como si tuviera los oídos tapados con cera. Sintió un mareo extraño, pero se obligó a concentrarse de nuevo. “Respira hondo, hijo. Que los latidos de tu corazón no te evidencien con la presa. Tranquilo. Prepara, apunta, dispara. ¿Verdad que es fácil?” Las palabras de su padre, otra vez. Esas sí las escuchaba más claras que los disparos de los asesinos. Cerró los ojos. Respiró hondo, a pesar de que las balas dentro de su cuerpo ardían como fuego del infierno. Sonrió. —Ya no disparan, jefe —le dijo uno de los sicarios. —Ya me di cuenta, imbécil. ¡Alto al fuego! La ruleta del Terminator dejó de girar, y de nuevo el rancho “San José” quedó envuelto en el silencio nocturno de un paraje desolado. Cuatro cuerpos yacían desperdigados y manchados de sangre sobre la propiedad del anciano. Sólo los faros de las camionetas continuaban dando un poco de luz a la batalla campal. —¡VIEJO! —gritó el Trueno —¿Tienes algo más? Silencio. —Jefe, creo que ya no hay na… El Trueno le ordenó callar con una seña. —¡VAMOS A ENTRAR, AHORA! Nadie se movió, y tampoco hubo movimiento desde adentro. El viejo, y quienes estuvieran con él, estaban muertos, o heridos de gravedad. —Vamos a entrar —les susurró a sus hombres. De nuevo, diez hombres se arrastraron como gusanos, sigilosamente, a la puerta principal. Empujaron la puerta, que poco le faltaba para caer a pedazos por los impactos de bala. Pesada, pero



poco a poco pudieron abrirla. Antes de que vieran realmente al anciano, parado, manchado de sangre, pero sonriéndoles en el umbral de una de las puertas desde dentro de la casa, uno de los sicarios salió despedido hacia atrás por otro impacto certero en la cabeza. Con una mano, enérgico, recargó la Winchester de inmediato. Los que iban detrás tardaron en reaccionar, y cual comadrejas, se hicieron a un lado, cayendo todos por fuera, evitando los disparos del ranchero. —¿Creyeron que podían entrar nomás así, pendejos? —Don Alejo seguía sonriendo. Cinco a cero, a favor de un septuagenario. —¡No está muerto! ¡No está muerto! —fueron las exclamaciones de sus hombres, apostados ya en el umbral de la puerta principal de la casucha. No podía ser, no podía ser que no pudieran allanar una maldita propiedad de un hombre con un pie en la tumba. —¡Dispárenle, pendejos, dispárenleeeeeee! ¿Qué putas esperan? —gritó el Trueno. Más disparos intercambiados, y no derribaban al viejo. Estaba atrincherado ahora tras una barra de concreto, más endeble. —¡Está casi muerto! ¡Métanle! ¡Métanle! Dos más cayeron, heridos en una pierna y brazo respectivamente. Retrocedieron. Y no conseguían doblarlo. Cuando vieron llegar a su jefe, iracundo, con el rostro desencajado y ya también dispuesto a jugarse la vida, cargando el “Terminator”, un arma que se supone, solo debería usar el ejército, y pararse en el umbral de la puerta, no pudieron más que tirarse a sus costados. El Terminator escupió metralla pesada, los casquillos volaban y caían, repicando, pues el estallido del arma sobre el concreto era impresionante. Pero los narcotraficantes aún permanecían fuera de la casa. De nuevo, el humo y el silencio reinaron. La ruleta del exterminador paró en seco con un dedo del Trueno. —Se acabó… Lo vio por penúltima vez. El anciano, el maldito anciano, parándose como un viejo guerrero revolucionario, apuntándole con un rifle también antiquísimo… el rifle de su primera cacería. Vio la bala viajar del túnel del arma hacia él. 6. Los Valientes deciden cómo morir

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omo pudo, se arrastró al último reducto que le quedaba, el baño. No estaba en mejores condiciones que la cocina, pero al menos podría

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cubrirse ahí. Escuchaba poco, aunque había visto caer al Trueno con el último disparo. Tampoco veía bien. Se sentó, recargado en la pared, se desabotonó la camisa, y extrajo el comal que le había servido de escudo. Parecía una coladera, con infinidad de orificios de bala a lo largo y ancho del pedazo de metal. No se miró el cuerpo, debía estar deshecho, pero era raro porque no sentía dolor. Lo que sí olía era a pólvora, demasiada. Aunque se le dificultaba mover los brazos, amartilló la única arma que le quedaba cargada. La Winchester M97, la que le había heredado su padre, en un tiempo muy, muy lejano. El rifle escupió el cartucho percutido. “Los valientes deciden cómo y cuándo morir, Alejo” —Sí, padre. Ahora… Celestina, ya voy contigo, espérame mi amor. —balbuceó. Trueno se incorporó. Habían pasado unos segundos desde que vio al anciano apuntarle y dispararle. ¿Es que es inmortal? Para su fortuna, el impacto había dado en su hombro, y no era grave. Era la primera vez que sentía el dolor de un disparo, y mierda, cómo dolía. —¿Dónde… dónde está ese anciano hijo de puta? —Se… se arrastró a esa habitación. Está desarmado. Le disparamos y le dimos, pero se cubrió ahí—balbuceó uno. Al fin, por primera vez desde que le ofrecieron comprar el rancho, entraron a la casa, derruida por los disparos y granadas. A cada paso de los asesinos, crujían pedazos de vidrio y concreto, y tintineaban los casquillos tirados por doquier. —Viejo… si aún estás vivo y me escuchas, quiero que sepas, que buscaré a toda tu PUTA FAMILIA. La voy a hacer mierda, por tu pinche atrevimiento. Ah, y te voy a mochar la cabeza, para mostrarla en el centro de Ciudad Victoria, hijo de tu puta madre. Pobre de ti, si aún vives, abuelito. No has visto nada de los Hijos del Diablo. Cuando entraron al cuarto de baño, el último sobresalto del corazón del Trueno se suspendió al recibir también la última bala de la escopeta legendaria de don Alejo. Su corazón tronó y estalló por dentro al paso del proyectil. Los sicarios que lo acompañaban miraron azorados los ojos, muy abiertos, del Trueno, sorprendido, cayendo para siempre a los pies de Don Alejo, que lo miraba con esa sonrisa que podía vulnerar incluso a los mismos Hijos del Diablo. Cuando reaccionaron los asesinos, espantados, escupieron metralla sobre el cuerpo ya


inmóvil del anciano hasta que vaciaron sus armas, como si quisieran asegurarse de que el viejo no se pararía y terminaría matándolos por atreverse a entrar a su propiedad. Las manos les temblaban sin control, y tenían los pelos de punta. Algunos cuentan que don Alejo Garza usó su último suspiro de vida para dispararle al Trueno, otros, que ya estaba muerto, y el mismo reflejo de cacería y sed de justicia lo obligaron a levantar el brazo y jalar del gatillo, incluso después de la muerte. Lo que fue un hecho, es que los narcos sí huyeron como perros apaleados, asustados al ver a su líder muerto a los pies de un viejo de setenta y siete años. Corrieron a las camionetas, sin importarles sus muertos, y jalaron lejos del rancho San José, que de nuevo quedó en penumbras y en silencio. Sí, mucho después, llegaron los marines y la prensa, incrédulos a recrear la cruenta batalla, la última noche del cazador. También cuentan que aún los ojos vigilantes de don Alejo cuidan la propiedad, y nadie nunca más se acerca, a pesar de la soledad del paraje. 7. La Carta

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enélope Garza se hallaba caminando por el parque, tratando de hacer un poco de ejercicio. Llevaba unos pants deportivos y un chaleco negro, y ahora apretaba el paso porque nubes amenazadoras venían sobre ella anunciando un aguacero. Llegó a la entrada de su casa, y con extrañeza vio un sobre amarillo, doblado en dos, atorado en el quicio de su puerta. No tenía nada escrito en su cubierta, pero estaba sellado. “¿Y ahora?” se preguntó. “Es para mí” pensó de inmediato. Al tocarlo, sintió como si la nuca le hormigueara. No le gustó esa sensación de electricidad, como agarrar una caja de toques. Entró, y se acomodó en uno de los sillones de la estancia. Abrió el sobre con cuidado, con el nerviosismo cada vez más a flor de piel. —¡Oh! Lo primero que reconoció de inmediato, fue la caligrafía de su padre. “¿Papá? ¿Hace cuánto que no se comunicaba?” Eran dos hojas de papel, una con la escritura apretada de don Alejo. Sí, para ella. Penélope Hija, seguro que te extraña una carta así de repente, pero le pedí a un amigo que te la hiciera llegar lo antes posible, sin usar el correo tradicional. Posiblemente lo sepas, pero unos individuos, que se hacen llamar “Los Hijos del Diablo” llevan meses presionándome para

que les entregue el rancho “San José” a las afueras de Ciudad Victoria. Hoy me dieron un ultimátum para entregárselos, con la amenaza de matarme si no lo hacía. Acabo de despedir a mis empleados del rancho, y me quedo solo, a esperarlos. No te confundas. No se los voy a entregar, no se los voy a vender. Voy a hacer mi última cacería, y a tratar de defender lo que es mío. Me acongoja ver a mi país en ese estado de guerra y miedo permanente, por culpa de ratas como esas, que sólo por vestir como norteño, de botas y chamarra de piel, pueden amedrentar a quién se les antoje, escuchando corridos en sus camionetones, cargando un arma que ni siquiera saben usar correctamente. Tú lo sabes. No confío en ninguna pinche autoridad del carajo, desde lo que le pasó a tu madre, y jamás me rebajaré a irme, alzando las manos y bajando la cabeza ante semejante escoria. Hoy intentaron burlarse de mí, amagaron con matarme con una pistola descargada. Creo que no les di gusto, y conmigo, ya se chingaron. Una vez que termine esta carta y se la entregue al mensajero, me prepararé para cuando lleguen esos criminales, confiados, a quitarme mi tierra, y mi deuda de vida con ella. Puedes decirme y recriminarme lo que quieras, porque no estoy seguro de salir victorioso de esta. Pero ya soy viejo, viví mi vida a mi manera, y quiero irme también a mi manera. Porque hoy es el rancho San José, ¿y luego? Todos los vecinos vendieron, se fueron. Soy el único que queda. Me parece que tu tío también vendió. No voy a hacer lo que esa basura quiere. No voy a darles gusto. La otra hoja es una carta notariada, válida para que tomes el control de mis posesiones, y la cuenta bancaria. Tiene algo de dinero para que lo uses como te convenga, y olvídate del rancho San José. Una vez que ya no esté, no sé qué hagan con él. Seguro lo sitiarán, pero ya no será de mi incumbencia. Polvo soy, polvo seré. Por último, te pido perdón por todo el distanciamiento, por toda esa frialdad que como adulto necio adopté contigo desde la muerte de tu mamá. Te amo, Penélope, hija. Ojalá me perdones por esto, hijita, de verdad que lo siento mucho. Simplemente ya estoy harto de este país, en manos de quién está, el país que tanto quiero, de la tierra que me ha dado lo que soy. Las personas, si es que pueden llamarse así, los que me visitarán al rato, no tienen la más remota idea de lo que eso significa. Y esta noche, se los haré saber de la única forma que conocen. Solo te pido que vivas tu vida con honestidad, y con los valores que te inculqué desde niña. Perdóname por no hablarte por teléfono, o ir a verte. Sé discreta, por los que amas, y no veas mi acción como algo personal. Lo hago porque aún, desde muy en el fondo de mi limitada visión, creo que podemos cambiar el futuro. Tu papá.

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Por

Ricardo Canaรกn Fotos por Maggi Maquillaje y peinado Carlos Gonzรกlez


Para leer esta conversación que tuvimos con Carolina Lozada, deben saber con toda sinceridad que terminarán enamorados como completos idiotas. Si al final se percatan de que llevan rato cayéndose de culo, pues bien hecho; han descubierto a una autora tan fascinante como su obra. Si no han leído «El disfraz», devuélvanse a la página 12 y no regresen hasta haber terminado.

O

livia Martina va con poca ropa esta mañana, apenas lleva un pañuelo rojo que le abraza el cuello. Se mueve con soltura, con el hocico en alto como toda una dama de alcurnia, y con esa mirada despreocupada de que tiene el poder de leer la mente. Entra al estudio —un cuarto pequeño rodeado de libros—, se echa junto a la silla y suspira antes de empezar a mordisquearse las patas; en cuanto termina, da un gran salto y aterriza en un par de piernas. Y duerme. Duerme de nuevo, como exhausta, sobre Carolina. «Olivia, mi perra salchicha, es la que ladra y manda en casa, pero es generosa y está bien educada, me deja dormir a los pies de la cama» — dice su ama frente al escritorio, a la vez que se lleva el café a los labios. Ella, —Carolina, no Olivia—, es una de las escritoras venezolanas más valiosas del momento. Comenzó tarde en la escritura, pero desde niña se la pasaba inventando cuentos, embaucando a los adultos, riéndose de encubierto de sus propias mentiras. Dice, con cierto aire de gala, que le hubiese encantado ser espía: la agente 99. A eso de los diez años quiso ser periodista, jugaba a hacer reportajes y entrevistaba a sus hermanos; al crecer se olvidó de la idea y estudió Letras en la Universidad de los Andes. Lo suyo es definitivamente la ficción, y lo hace con estilo; miente, pero por pura cuestión de oficio.

Cuando Carolina Lozada escribe, sólo Olivia tiene derecho de admisión a su rincón de trabajo, «y el día que hable: no entra. Por ahora sólo ladra». — expresa. Cada vez que esta mujer pone sus manos sobre el teclado de la computadora hay un anillo en ellas, dice ser una «loca» de los anillos y los anteojos. También escucha música mientras escribe, por ejemplo, ahora suena El cuarteto de Nos y comenta que estos tipos serían la banda perfecta para la vida de algunos de sus personajes más patéticos.

Sobre el arte de escribir Hasta qué punto te identificas con lo que has escrito en el pasado, los primeros cuentos, los primeros libros. Hay un cuento al que le sigo teniendo cariño, se llama «Historias vecinas» y está en mi primer libro. Ese relato tiene la mirada panóptica abarcadora de varias historias satelitales que merodean alrededor de una supuesta historia principal ―que en realidad no es tal porque el cuento carece de un verdadero centro. Con «Historias vecinas» traté de explorar la soledad acompañada de los residentes de un mismo piso. La “soledad acompañada” es un tema que me muerde. Has dicho anteriormente que el título de tu primer libro lo consideras un error, ¿cómo lo titularías ahora? Lo llamaría Yo no soy el hijo de Hernández. Nada, es joda, no sé, ¿cómo nombrar el pasado?, ¿acaso podemos rescatarlo? Tal vez debería llamarlo Marty Mcfly, en honor a Back to the Future. ¿Eres una escritora rememorativa o amnésica?, te inspiras en hechos del pasado o más bien en lo transitorio, lo no explorado. Para trabajar la memoria hay que darle tiempo. Hay viñetas del pasado que vienen como bocanadas y a veces las atrapo y otras veces las dejo pasar. Supongo que de vieja tomaré más en

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serio esas bocanadas, por ahora prefiero escribir sobre otros. Prefiero escribir sobre lo no existente o sobre terceros, me interesa más la ficción que la documentación. Cuando estás escribiendo, ¿en qué piensas, a quién le escribes? Pienso en los personajes, me cago de la risa con ellos o me lastiman sus desiertos. ¿Prefieres dejarte llevar por lo espontáneo o por el trabajo meticuloso? La generación espontánea no existe, eso ya está demostrado, de modo que si quieres ser escritor debes asumir una disciplina. Escribir también es un ejercicio, si te ejercitas a diario obtienes mejor resultado, es como ir al gimnasio. Si un cuento me sale bien puedo jactarme como el papeado del gim: estos son mis tonificados bíceps. ¿Cuál de tus libros consideras que ha marcado un antes y un después en tu obra? Con Los cuentos de Natalia desarrollé una voz y una atmósfera mucho más intimista, en La culpa es del porno mis personajes ya han pisado los límites del desbarrancadero, son tipos procaces, torpes, son los últimos de la fila. Con La culpa es del porno solté la carcajada en medio de la caída y el fango. Cuando llegan a tus manos los primeros ejemplares de tus libros, ¿qué sientes, los lees de nuevo? Me ruborizo un poco, al ser libro ya es un hecho público y hasta ajeno. Y no, no leo mis libros publicados. Lo que fue, fue. ¿Qué crees que deba tener un buen libro, y qué no? Me interesan los libros que tienen buena prosa y se cuidan de lugares comunes. Admiro la forma de adjetivar que tienen autores como Juan Carlos Onetti. Un autor sagaz logra que sus personajes habiten la vida de quienes los leen, al menos mientras el libro esté abierto. Por otra parte, no creo que la historia que se cuente deba ser transcendental, de hecho un buen libro puede contar algo tan aparentemente fútil como un día en la vida de una mosca, el detalle está en cómo lo cuenta. ¿Cómo hago para que la vida de una mosca pueda interesarle a un lector?, podría poner sus patas (las de la mosca; claro está) sobre el alambrado en Auschwitz, por ejemplo. El escritor tiene que tener sus mañas. ¿De dónde salen esas

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mañas? De la lectura, del cine, del arte, de la vida, del ojo que la observa. ¿Qué estás leyendo ahora? Últimamente me la paso mirando libros de poesía, buscando imágenes, tal vez respuestas, casi los estoy usando como el I Ching. Las obras completas de Paul Celan, por ejemplo. Pezgetarianismo, dientes y feminismo ¿Cómo cocina una escritora? Una escritora pezgetariana tiene que ser más creativa como cocinera que como escritora. He descubierto la omnipresencia de la papa y el calabacín y las artimañas para hacer del brócoli un plato apetitoso. ¿Cómo era la Carolina de 10 años, y cómo es la ahora? Dientona, flaca, fea. Dientona, gorda, fea. ¿De qué se ríe Carolina Lozada? De sí misma, de sus personajes, del país, del hombre que dijo que iba por cigarrillos y lo mató un tren y la mujer se quedó esperándolo y los hijos crecieron creyendo que los abandonó por culpa de la nicotina. De la tragicomedia de la vida, de eso me río. Tú y el feminismo, ¿amigas o hermanas siamesas? Apoyo la lucha de género, pero no me veo izando una bandera con una teta como insignia. De hecho, si estuviera en una plaza ondeando esa bandera podrían llegar grupos de ataque feministas a golpearme por traidora, porque a veces escribo como macho, como un macho obseso con el sexo encabritado. El fracaso: ¿una sensación que te arropa de momento o una forma modesta de aceptar el éxito? ¿Qué es el éxito y el fracaso en un patio del tercer mundo? En Venezuela, un escritor es exitoso según tantas manitas reciba su perfil de Facebook, un perdedor ni siquiera tiene cuenta en Facebook; o sea, yo. En estas condiciones, el éxito y el fracaso son frágiles cantos de sirenas. La culpa es del porno El intertítulo de arriba no es una invención meramente estética para esta entrevista, es en realidad el nombre de su publicación más reciente


«La lectura es el cuarto del loco y el de los corotos, ahí encuuentras de todo»


El pasatiempo de siempre. Jugar jueguitos de video para chicas. No me disparen, Levrero se la pasaba jugando Solitario, batiendo sus propios récords.

editada por El Nacional. 176 páginas y 13 deliciosos cuentos para leer con una sola mano; mientras una sujeta el libro, la otra previene el infarto. ¿Qué tanto hay de Carolina en el libro La culpa es del porno? La carcajada mientras la fulana Carolina lo escribía con el ojo embarrado de mala intención y cizaña. Me divertí mucho haciéndolo. ¿Cuál fue tu búsqueda en este nuevo libro? Debo confesar que no hubo una búsqueda particular, no me senté a pensar algo así como «voy a escribir historias que tengan que ver con el mete-saca y sus consecuencias», no, la cosa vino con los personajes, hay par de ellos que se repiten en varios cuentos, sus vidas grotescas y tragicómicas me fueron dando las pistas, la atmósfera y el tono del libro. ¿Cuánto tiempo te tomó escribirlo? Supongo que tardé algo más de dos años en tenerlo listo. Cuando noté que buena parte de los cuentos de este libro estaban sometidos bajo el imperioso sol negro del sexo, supe qué nombre ponerle. Desde su estudio se escuchan los loros de los vecinos del frente y el canto de «patria, patria querida» de su vecino revolucionario, que no sospecha que su vecina es una escritora que está haciendo de su vida y de sus consignas patrioteras una parodia. Su misión como escritora, y más en tiempos de crisis en su país, es muy modesta: «Mi misión consiste en que en la panadería no me vendan pan duro. En cuanto al país, ese azar que me tocó, le estoy escribiendo sus parodias, algo llamado Res púbica, así enfrento la humillación diaria a la que estamos sometidos por una partida de ineptos gobernantes y sus descerebrados seguidores».

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Música: bandas impelables. Los héroes del silencio. Fui joven en los 90; así que no me golpeen. Y sí, me gustan los movimientos amanerados de Enrique Bunbury en solitario. Soy pro gay, pro andrógina y pro esas cosas pecaminosas para nuestras abuelas. ¿Cinéfila o melómana? Mi cabeza está llena de imágenes del celuloide, de partituras de bandas sonoras, de trozos de guiones, de escenas sublimes y atroces. ¡El cine, oh por dios, el cine! Una película difícil de olvidar. La mirada de Ulises, de Theo Angelopoulos. 5 escritores. Felisberto Hernández, Philip Roth, Mijaíl Bulgákov, Marina Tsvietáieva, Saul Bellows. Para comer y comer. La pasta, los mariscos. ¡Mmm, pasta! ¿Enamorada? ¿Esto es para el perfil de Twitter? ¿En qué crees? En la brevedad de la vida, así que… hay que andarle.


De Evaly Contreras Ilustrado por

MarĂ­a Lumbreras


A

lguien mencionó un nombre que se me antojó tuyo, entre amigos y copas, sin querer, se escaparon las letras de una boca que no distinguí del grupo. Alguien mencionó tu nombre y lo percibí ajeno, drásticamente lejano, como antes de conocerte. Como después de no conocerte. Un ronroneo, un silbato, un gagueo, que pronto tomaron forma de palabra, y no sé el motivo pero evoqué una serpentina rosada y verde pastel desenredándose en su espiral constante con soltura gimnástica, envolviéndose alrededor del aire y arropándolo como serpiente de azúcar rosa. Alguien dijo un nombre y yo recordé una serpentina que de pronto era cintura, una cintura morena que bailaba en círculos, no, morena no, tostada con reflejos dorados. Pensé en una cintura que se parecía a unos ojos negros, con pestañas largas como cabellos, ojos sonrientes, esos ojos que no necesitan boca, alguien dijo tu nombre y yo recordé unos ojos. Alguien dijo un nombre y yo recordé tus ojos.

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Alguien contaba una historia y tocó con la punta de los dedos un tren de letras que tiene tu cara, lo tocó y sin percatarse del rasguño continuó la historia en la que tienes poca relevancia, mientras los demás escuchaban atentos sin relacionar ese nombre con tu ser, sin concederte esa importancia que a mí me encanta darte. Alguien lo dijo y mi alma de golpe tomó conciencia de tu existencia, entonces te buscó en los alrededores sin suerte y un instante más tarde mi alma y yo recordamos que ya no estás y que todo lo que queda de ti es el roce indiferente que una boca pasada de tragos le hace a tu nombre, pero que poco sabe de tus lunares en los muslos y tu cicatriz en la espalda. Alguien te mencionó y recordé que te encantan los manteles a cuadros, que le dedicas tiempo exagerado a expandirlos encima de mesas de cuatro sillas hasta que las puntas queden perfectamente alineadas con cada lado de igual largo. Te vi estirando la tela con entusiasmo y acomodándola con paciencia, te oí decirme cuánto te divierten los cuadros y las mesas impecables al


tiempo que servías café para los dos. “Es porque encajan perfectamente, sino no serían cuadros” comentaste una de esas veces. Yo nunca respondía, no quería sesgar ese instante celestial en que por fin te brillan los ojos, como si el cosmos lo hubiera estado preparando por milenios, vigilando cada detalle con paciencia en cada creación aparatosa sólo para que ese segundo fuera perfecto, el segundo en que una chispa de luz se cuela en tus pupilas y sin darte cuenta se ha convertido en un incendio que avanza hasta tu boca, entonces se abre, y veo tus dientes, y tus dientes me ven, “Es porque encajan”, dijiste, y yo me callé en absoluto por respeto al cosmos y a sus invenciones maravillosas. Te regalé una sábana cuadriculada para que en la noche, mientras te cortejaba poco a poco pero descaradamente, incendiaras el cuarto con esa alegría que me excita, junto a otras cosas como tu pelo abundante que es muy negro aunque la gente diga que algo no puede ser muy negro, que es negro y ya, tu pelo es la excepción. Es entonces cuando empiezas a esfumarte,

te veo parada mirándome pero me voy alejando, no quiero irme pero no sé qué pasa, de pronto ya no estás conmigo y no recuerdo bien cómo pasó, un mar de meses me separa irremediablemente de tus dientes, de tu negro muy negro, que ahora mi memoria no lo pinta tan oscuro y me lleva el infierno por eso, me esfuerzo en evocar el color verdadero y fallo, me estoy poniendo viejo, resulta que no son meses sino años, barrancos de 365 piedras que me llevan a una reunión de tragos entre compañeros que también han envejecido, que son testigos de ti, que supieron de tus manteles y tus contorneos, que continúan con sus vidas como hace la gente normal sin detenerse a pensar los colores que se han perdido con los días. Alguien dijo tu nombre y ese instante volví a amarte, un hueco se hizo obvio en la escena, un vacío mal recortado con silueta de guitarra tostada se dejó ver en la multitud, pero al rato quedó tapado por varios cuerpos de relleno y el sonido de tu ausencia cedió ante los detalles de la narración que continuó sin ti.

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Cartas a ĂŠl para olvidarlo De

Isabel Cristina MorĂĄn Ilustrado por Adriana Peralta


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I

on absoluta responsabilidad y adelantándome a los acontecimientos, permitiré que leas documentos del futuro que nunca llegarán a tus manos. No me interesa leer tu respuesta a esto, con total y leal respeto te lo digo. No me sentiré mejor si la leo. Solo decime si lo leíste o no. Decímelo siguiendo estrictamente esta sencilla estructura que a continuación te entrecomillo: “Sí, lo recibí y lo leí”. Comienzo así: No puedo olvidarme de que en algún momento fuiste mi presente. Y eso que intenté olvidar que en algún momento te recordé. Sea lo que sea el olvido, que se haga presente ya, de lo contrario, me carcomerán los recuerdos, es en ellos donde todavía vivís, porque está claro que ya no sos ni mi presente ni mucho menos mi futuro. Si algún día voy a dejar de estar enamorada de vos, que Dios me lo diga ya. Importa poco si es dentro de diez o 20 años, si dentro de cinco meses o si es nunca, pero imperioso es tener esa información. Así, al menos, lloraré con esperanza. Vos, que ya te viste con el olvido, decíle que no sea tan coño e’ su madre conmigo, que se apiade de mi dolor. Pedíle permiso para decirme cómo hiciste vos pa’ olvidarme. ¿Acaso no le da sentimiento verme llorar cada noche? ¿Qué clase de olvido es este que no le corre sangre por las venas? Es que si alguna vez tengo frente a mí al olvido, le exigiré indemnización por tanto tiempo de desamor. Hoy por primera vez me provocó secarme la cara con mis manos e ir a restregarte estas lágrimas en la tuya, para que sintás lo que es ir y no encontrar tus ojos. Repito: sea lo que sea el olvido que se pronuncie ya, con extrema urgencia de mi parte. No quiero morir ni vivir amándote, tampoco recordándote. II

N

o se baja vivo de una cruz, me decía Julio Cortázar hace días cuando leí su cuento Queremos tanto a Glenda. Y yo me bajé sangrando por dentro.

Aprendí el dolor seco que se experimenta cuando idealizas tanto a alguien y luego te caes de culo. Golpe frío. Esta es la segunda carta a vos. La escribo con 16 días de diferencia con respecto a la anterior. Supongo que querrás saber qué hice en 16 días. Bien: hice de todo e hice nada. Lloré poco. Estudié. Leí mucho. Vi Mi primer beso. Dos veces en una semana. Releí Estrictis de la muchacha más cercana. Tres veces en un fin de semana. Morí de ternura. Me acosté mirando al techo. Con un punto rojo en la mente: vos. Quise decirte que te amaba. Te olvidé, te recordé. Te besé, te abracé. Te di buenas noticias. Dormí. Me desperté a medianoche pensándote. Me pinté las uñas de las manos de amarillo y la de los pies azules. Bailé. Canté. Comí pizza. Otra vez lloré. Y me junté de nuevo con María. Quise decirte que te amaba. Vi Entre le murs, la película que me bajaste y que no vimos juntos. Terminé de leer Blue Label, me compré Los desterrados y me prestaron Jezabel, porque no la hallo, todas de Eduardo Sánchez Rugeles. Te gustaría leer La conspiración, lo sé. Regresé a casa y comí chocolates. Me dormí con nostalgia. Abrí los ojos. Trabajé. Me monté en moto. Fui a la universidad. Me cambié de trabajo de grado. Tomaré las crónicas periodísticas y las literarias y las compararé. Es buena idea, me dijo mi coordinadora. Se publicó la crónica de Rafael Osío en País portátil y la entrevista en La Verdad. Me fue muy bien. Escribiré un libro. Decidí jugármela toda con algunos premios. Ya casi tengo internet, me compré el modem. Alejandro está por instalarlo. Aarón Gabriel bailó Los adolescentes. Luis Augusto corrió. Los besé en la frente a escondidas. Mami y Sofía Isabel cumplieron años. Había tres tortas, de chocolate negro, blanco y galleta. Y tequeños. No comí mucho. Dormí de nuevo. Bebí cerveza de la negra y vomité mucho. Te recordé. Bailé. Quise decirte que te amaba. Bailé. Me fui a casa. Conocí a un nuevo escritor. Quise decirte que te amaba. Hablamos mucho. Primero por mensaje, luego por pin. Quise decirte que te amaba. Tengo un pequeño negocio: vendo libros “leídos, no usados”. He vendido casi 250 bolívares. Quise decirte que te amaba. Me deben 135. Comparé más y seguiré. Me va bien. Pero quise decirte que te amaba.

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Desde el lunes 3 de junio no me arropo con mi colcha. La doblé y la guardé en el clóset de mami. No me gusta mi nuevo arropijo. Creo que es la textura. Es áspera. Y la tela es muy corta. Ese verde no debería ser verde, debería ser azul con flores blancas y amarillas, como mi colcha. Pero me tapa del frío de aire, no del tuyo. Entonces quise decirle al nuevo trapo que te amaba. Hablo mucho con María. El sábado la visité. Me encontré a un espiritista en el camino que me dijo que me estaban trabajando con una mata de zábila, una cola de caballo y un gato negro. Según y que me quieren engordar y que se me caiga el pelo. Le conté a María y reprendimos todo mal en el nombre poderoso de Jesús. Quise contártelo y decirte que te amaba. Ya sé la diferencia entre dolor y sufrimiento. Te explico: el dolor es inevitable después de una separación, pero el sufrimiento puede evitarse. Vos

no me hiciste sufrir. Vos solo me causaste dolor. Fui yo quien me hice sufrir recordándote. También descubrí que el amor se basa en tres elementos: intimidad, eros y compromiso. No quiero explicarte esto, ya no necesitas saberlo. Tal vez no necesites saber todo esto, pero no lo escribo para que lo sepas, lo escribo porque quiero. Comí pizza con palmito. Fue extraño, porque hasta entonces pensé que no me gustaba el palmito. Quise contártelo, te habrías reído, de seguro. María no se la comió toda, yo sí. Lázaro comió pinchos mixto con queso. Se bebió tres o cuatro cervezas. Quiso salir con nosotras porque no quería que muriéramos de amor. Qué tipazo es Lázaro. El sábado próximo iremos al cine. Veremos Superman. Ya Lázaro compró las entradas. El protagonista de Superman actúa en El conde de Monte Cristo. Seguramente querré decirte cuanto te amo.


De

Pueblo joven Poemas de

Luis M. Hermosa Ilustrados por Luis Pinto


1 Techos sobre la cabeza de un niño no hay nadie en casa ni el perro salió a ahuyentar a los mendigos que cuelgan del árbol En algún lugar pendulan como un coito interracial BDSM Contra-La-Señora-Naturaleza ya nadie los recuerda ni sus últimas palabras ni el taladro contra-la-pared ni sus maldiciones a la historia y a todos los antepasados de este país que se derrumbó Estamos tú yo él y los demás y se derrumba Lo que cae no son gotas de sangre ni lluvia ni papel picado que festeja la reelección del eterno mandatario ni balas de masacres ni trozos de carne ni pelos ni uñas lo que cae de las azoteas de los edificios más altos de Ciudad Gótica en medio de la alegría y las palmas de los murciélagos lo que cae como una manzana son tigres elefantes serpientes y hermanos gatos amantes liebres y orangutanes cosas que nadie ha visto y que en esta ocasión tampoco verá.


2 Había una lucha en el cielo la noche nubes entrelazadas el sonido del mar entrando y saliendo peces muertos en la orilla escupiendo burbujas buques de guerra como sombras de madres palomas ardillas viejos amigos ahogados flotando boca arriba de nuestras palabras que el viento no llevó que tragó la arena el llanto de gaviotas el grito de gaviotas la risa de gaviotas bajando de la isla sus alas plateadas y encendidas por el fuego azul de nuestros ojos había coca cigarro harto trago y tú y yo sobre la arena

3 El río acaba en el culo de la señora vieja o empieza Un puñado de adolescentes corre hacia la orilla se cuelgan de sus tetas como osos hormigueros El señor marinero transporta su carbón a través del río a un destino que sólo él conoce Un barco con turistas de otro mundo lo sigue los ojos bien abiertos la boca bien abierta Baja agua por el río seco dos veces al año Ancianos de diversa calaña toman el vertedero para remojar sus pies A lo lejos jinetes sin caballo persiguen una foca los delfines saltan y muerden a los nadadores más intrépidos Medusas flotan en el horizonte es lo mejor de los días como éstos Una pareja de enamorados jóvenes mira desde el acantilado la marea toda revuelta los ancianos desnudos que se disponen a follar El sol abrasa y si te toca te quema 65

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4 *** Podemos doblar barrotes con las manos romper vidrios con los dientes hacer polvo las rocas con los dedos mover montañas perforar paredes con el láser rojo de nuestros ojos mandar de vuelta a casa las olas las lluvias con sus tormentas bajo el brazo la arena enloquecida con su vorágine en la espalda las cumbres con sus barbas blancas en la maleta derrumbar acantilados con la energía acumulada de nuestras palmas derribar aves de hierro de un escupitajo apagar volcanes con la orina desviar tormentas con un soplo incendiar bosques con un tronar de dedos convertirlos en desiertos y los desiertos llenarlos de agua secar los ríos secar los lagos bebernos hasta la última gota de las fuentes eructar el pasado que comienza ahora hacer vibrar las cuevas hacer huir los animales hacer caer los frutos verdes de un solo grito hacer el amor cien veces antes de que la noche caiga ahogar en placenta cada una de nuestras consciencias apagar los remordimientos como una vela mirar el horizonte saber que es nuestro porque sí es nuestro n u e s t r o que es lo mismo a MÍO pero cuando se abre la tierra y nos traga pero cuando se abre la tierra y nos traga pero cuando se abre la tierra

y nos traga


Una excursión por el mundo de

Esta diseñadora e ilustradora venezolana abrió sus puertas para dejar al descubierto esa personalidad soñadora, aventurera y apasionada que la caracteriza; así mismo, dejó fluir su colorida imaginación y creatividad para ilustrar esta primera edición de la revista Buriñón y darle vida a nuestro monstruo.

Por

Edwina Quintero Fotos por Ric


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on anchas y empinadas las escaleras que conducen hasta una sala que pareciera flotar en el aire. Las paredes transparentes en forma de vitrales y el ventanal gigante permiten que los rayos del sol de Maracaibo iluminen el espacio. Desde ese décimo piso se puede observar una parte del Zulia, el Lago, los buques, otros edificios, las nubes y hasta el smog. Por un pasillo se escuchan unos pasos, es Josymar que se aproximaba a la sala. Sus zapatos color magenta combinan perfectamente con el gorro tejido y el vestido floreado que decora su silueta. Los pasos se dejan de escuchar cuando finalmente pisa la alfombra. Desnudando una barra de chocolate y se sienta en un cómodo sofá de cuero. Al lado, en una pequeña mesa reposan dos tazas humeantes de café, ella toma la suya con la mano izquierda y con la derecha acomoda su ondulante cabello que brillaba por el resplandor del sol.

«Cuando ilustro me siento más humana»

De repente se escuchan algunos golpes seguidos, el sonido viene del mismo pasillo del que ella apareció; ahí está el estudio que comparte con Luis, su esposo, quien martilla algunas tablas para una maqueta. En esa habitación está el caballete de Josy con un cuadro aún no terminado, dos computadoras, una mesa de trabajo, guaches, papeles y todo lo necesario para hacer sus obras. Ella sonríe, bebe de su café casi de un sorbo, y dice con cierto encanto: estoy lista.

Tierra llamando a Josy Cuando el despertador marca las 6:30 am, Josymar abre los ojos pero se queda un rato en la cama mirando hacia la ventana y el techo, mientras Luis la abraza y acaricia para que no se levante. Inevitablemente lo hace, planifica su día y comienza a trabajar. Después de cada comida suele leer un libro de suspenso o ficción, ve televisión o toma una ligera siesta para luego seguir trabajando en su estudio. Al atardecer, le encanta salir a alguna exposición, al cine, al teatro o a caminar por un parque; poco antes de la media noche decide descansar. En cuanto al tema de quién lleva las riendas del hogar, todo está muy claro: están compartidas. Tanto ella como su esposo se dividen las tareas con el fin de terminar lo más pronto posible. Ella con respecto a la comida no tiene por qué preocuparse, Luis ama cocinar.

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¿Qué tan importante es el apoyo de tu pareja en una profesión como la tuya? Muy importante, es la persona con la que día a día te despiertas, y escuchas simplemente un ‘te amo’ de saludo, eso hace sentir a una con la fuerza suficiente para seguir adelante y pensar en lo grande que se es en el mundo. Además de siempre ayudar a dar ese último empujón que se necesita para lanzarse al agua, y avanzar con las ideas. ¿Qué tal se llevan la Josymar diseñadora y la esposa? Aún estoy adaptándome a esta nueva Josy, vamos a cumplir pronto 6 meses de casados, es más o menos lo que tarda uno en darse cuenta de los grandes cambios y de aceptarlos. Me gusta mucho esta nueva faceta de esposa y estoy haciendo lo posible para vivir con ambas a la par, sin mutilar mi creatividad con la rutina. La familia y los amigos también se convierten en una parte fundamental en su vida, cuando se reúne con ellos trata de hacerles pasar un buen rato escuchándolos, compartiendo sus elocuencias, reflexiones y maneras de ver y afrontar los obstáculos que se interponen en el camino. El mundo de las acuarelas y los colores Arte es una palabra que compone su apellido y su sangre, destelló en ella desde la niñez y aunque no siempre imaginó que un día sería su razón de ser, los primeros pasos creativos los dio al querer participar en un concurso de dibujos del colegio.

¿Recuerdas qué fue lo primero que plasmaste?

¿Cómo nacen tus obras y en qué te enfocas?

Mi memoria no es muy buena, a ver te podría decir que lo más viejo que recuerdo haber dibujado fue cuando tenía como ocho años, dibujé una mujer en un columpio. Fue para un concurso del colegio. En ese entonces mi modelo a seguir era mi hermana mayor quien siempre dibujaba mujeres, yo quería ser tan buena como ella, por eso siempre repetía lo que ella hacía pero desafortunadamente no conservo ningún dibujo de mi infancia, a mi madre le encantaba deshacerse de todos los papeles viejos del colegio.

Comienzo a mirar las paredes y los techos como si hubiese un horizonte infinito frente a mí, empiezo a caminar por todos lados, a rayar en un cuaderno todas las ideas relacionadas con el proyecto y comienzo a investigar en libros, buscar referencias de artistas, estilos y técnicas; y cuando ya me siento segura de todas las decisiones tomadas para realizar la obra, entonces me siento en el piso de mi cuarto o del estudio con todos los materiales necesarios alrededor y allí comienza la magia. El tiempo corre de forma distinta a lo habitual y a veces no me doy cuenta ni de los atardeceres o cuando ya está amaneciendo. Si es digital entonces me siento al computador y es técnicamente lo mismo, tengo un montón de pestañas abiertas con todas las referencias marcadas.

Los cielos y mares no siempre fueron risueños En un momento en el que su mundo estaba desordenado y necesitaba desahogarse para conseguir el horizonte, Josy aprovechó un día en el que se despertó con inspiración para diseñar, se puso a rayar sobre servilletas, dibujaba peces voladores en paredes y todo lo que se le atravesara, fue desarrollando la idea, le puso líneas de lápiz y lagunas de colores y cuando menos lo esperó había definido y digitalizado «Ciclos a la Inversa», su obra favorita.

Esta ilustradora venezolana se siente muy a gusto cuando está ilustrando, no hay algo que separe a la artista de la humana porque afloran todas sus emociones, pasiones, debilidades y sentidos, se desbordan las acuarelas y los colores. Por eso cada obra la hace acompañada de su música favorita e inciensos, para entonces sacar a relucir

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ÂŤCuando comienzo a pintar el tiempo corre de forma distinta a lo habitual y a veces no me doy cuenta ni de los atardeceresÂť


su mundo de cielos, mares flotantes y globos gigantes que se transportan a remotos lugares en los que no se necesitan ni visas ni pasaportes; y donde las guerras son de almohadas y pasteles. Anteriormente ese mundo tuvo una etapa descolorida, sin movimiento ni brillo, lleno de dudas y tristezas, estudiaba ingeniería, una carrera que no le permitía desarrollar su verdadera personalidad y pasión, pensaba que si seguía ese camino, sería una persona triste. Aunque estaba consciente de que un cambio de carrera podía acabar con esas frustraciones, no se sentía segura para dar ese gran salto. ¿Cómo fue esa etapa en la que estudiabas ingeniería mientras querías estudiar diseño? En ese entonces mi nivel depresivo y de frustración era muy alto, mi autoestima estaba por el piso, realmente sentía que si hubiese seguido en esa carrera iba a ser una persona triste, sin pasión. Se me hacía muy difícil verle el lado positivo a la situación porque era bastante negativa para entonces. Pero en momentos llegué a pensar que si no hubiese podido cambiarme, podía empezar a diseñar máquinas con muchos colores y que se movieran teniendo efectos cinéticos. Pensaba que al salirme de ingeniería iba a

perder esos dos años que estuve en la facultad. Aun así, el destino fue más fuerte que yo y me puso una variedad de personas en el camino que me indicaron la dirección correcta y las salidas menos escabrosas para encontrar mi pasión. La puerta que lleva al éxito Después de decidirse por comenzar la carrera de Diseño Gráfico en La Universidad del Zulia (LUZ), todo cambió en la vida de Josymar Arteaga, la imaginación fluyó y las acuarelas se hicieron protagonistas en ese camino que se dedicó a emprender sin los miedos del pasado. Logró obtener un premio en la universidad por realizar el mejor Proyecto de Grado, se trataba de un juego de mesa y un libro Pop Up didáctico sobre el turismo geo-histórico del estado Zulia. Además, le otorgaron el título Summa Cun Laude y la oportunidad de hacer el discurso de graduación representando a toda su promoción. Luego de graduarse ha hecho varios trabajos como Matte Paintings, Live Paintings, diseños para empresas, tiendas, periódicos y revistas. Ha participado en exposiciones y convenciones. «Ciclos a la Inversa» salió publicada en una revista internacional para ilustradores.

Los gustos que encaminan al futuro Le inspiran los cuentos y libros albúmes, el Pinterest, el Instragram y el Twitter, herramientas que le permiten mantenerse al día con las técnicas, estilos y artistas. Le encanta el chocolate, es su sabor favorito, al igual que la pizza primavera con vegetales y hongos, la pasta al pesto, el pasticho y el jugo de parchita. Le gusta la música, especialmente la que se complementa con el piano y el violín, viajar, hacer yoga, nadar e indudablemente crear historias, objetos, personajes y mundos. Le molesta la injusticia, la irresponsabilidad, la mentira y las críticas destructivas que no lleven a nada. Le teme al fracaso. Admira a Julio Verne, a Rebecca Dautremer, a Erwin Aguirre, y a Audrey Kawasaki. Cree en la complejidad y en la incomprensión del universo, en lo minúsculo que es el ser dentro de sí mismo, donde cualquier cosa es posible, donde la energía se transforma de manera infinita, donde podríamos ser el experimento de algún otro ser, en otro plano, o simplemente ser la generación espontánea de un choque de moléculas y partículas. Lo cierto es que cree que en este universo tan grande donde difícilmente seamos los únicos, por eso lo ama, como también ama la vida y toda su esencia, a la naturaleza y a la serenidad que le genera la brisa que producen los árboles y el sonido de las aves, el sonido del mar y el fluir de los ríos y cascadas. Ama apasionadamente a su esposo, los picnics y todo lo que involucra su presente y futuro.

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¿Cómo y con quién te ves dentro de 10 años? Me veo muy feliz junto a mi familia, mis hijos y mi esposo. En mi casa en la montaña, con un patio para sembrar. Quiero enseñarles a mis hijos a inventar cosas, mientras sigo creando historias, ilustrando, escribiendo y animando junto a mi esposo, siendo unos artistas reconocidos y talentosos en nuestro campo de la ilustración, el diseño y lo audiovisual. Actualmente la ilustradora de 26 años trabaja de manera independiente y está en proceso de hacer un estudio creativo de ilustración y animación. Se encuentra desarrollando un proyecto experimental audiovisual surrealista y fuera de lo común. En el futuro, planea hacer colecciones de calendarios, agendas, postales y bolsos con sus ilustraciones; organizar una exposición fuera del país y especializarse en animación y producción audiovisual, lo cual le ayudaría a explotar aún más su fantástica imaginación para lograr algo que tanto quiere: ser recordada como una artista que a través de sus obras, mostró distintas perspectivas de ver el mundo.

¿Cuál es tu lema? Aventurarme, explorar, vivir para aprender y luego enseñar. El mejor recuerdo El primer viaje a Ayapaina en la Sierra de Perijá, donde después de 3 días de hacernos novios, mi esposo me pidió que me casara con él y estuviéramos juntos por siempre. ¿De cuáles pecados capitales eres culpable? La Lujuria ¿Qué le gritarías al mundo ahorita mismo sin importar las consecuencias?

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¡Dejen los dispositivos móviles a un lado!, se supone que sirven para acortar distancias de comunicación, no para crear hoyos negros entre individuos en un mismo espacio. Hobbies Soñar, delirar, escribir, también me gusta mucho la fotografía. Sueño con aprender a tocar piano y cantar Jazz y blues algún día. Si no existiera el arte, ¿qué sería de ti? Todo es cuestión de una necesidad visceral; exteriorizar tus emociones y sentimientos con los que te rodean para generar arte. Como dice F. Nietzsche «Sin el arte la vida sería un error».


(Poesía de Buriñón) Por

Ana Olteanu




De

Isabella Saturno Ilustrado por Jorge Roa



D

ijo vámonos al carro y yo dije al fin. Había pasado toda la noche deseándolo mientras ella hablaba de Federica y sus uñas perforadas. El maquillaje blanco se me secaba y los tirantes me apretaban. Pero lo dijo. Vámonos al carro. Mientras caminábamos hacia la calle yo acariciaba las llaves en mi bolsillo: textura de éxito. Vámonos al carro, dijo. Un paso más y le abro la puerta, doy la vuelta, abro mi puerta. Lo demás se resumía en tres palabras, incluyendo el reflexivo. Es un claro y conciso golpe bajo para ti y lo sabes. Un bastonazo para tu parcela en mi cerebro. Un empujón a tu submarino hacia el fondo. Un triunfo de pecho afuera. Tú nunca confiaste en mis habilidades de conquistadora, pensaste que me iba a quedar escuchando el mismo disco hasta. Pero no. Ella dijo vámonos al carro y yo dije al fin. Cerramos las puertas sellando el contrato. En mi cabeza ya tenía una corona de laurel. Pensaste que me iba a quedar oliendo tu. Pero no. Ella se recostó al asiento y yo puse Depeche Mode. A ti nunca te gustó. Vi su boca entreabierta. Estaba ahí, palpitando entre tanta tierra. Solo quedaba nadar hasta la orilla. Prohibido pestañear, dije, el tiempo en el agua es otro tiempo. Vamos directo a su boca, directo al triunfo. Empezaba el vuelo sin escalas mientras me acercaba al asiento del copiloto. Pero no. La distancia no se había acortado más de cinco centímetros cuando fruncí el ceño: de su boca salía una especie de cuadrilátero donde se enfrentaban dos fantasmas milenarios. Los vi salir de sus guaridas con sus atuendos ridículos a oponerse, el uno contra el otro: Yo soy de carmín espejo seductor, indígena supervisor de los calores de pecho, no puedes

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contra mí, cuerpo maltrecho, ni con mis ojos negros de puro petróleo. No intentes besar a quien ni un poco te seduce y que habla de Cortázar poniéndole acento en última sílaba. Sabes que contra aquella, nadie. Ya vienes a molestarme con tus faldas invisibles. Razón hay que darte en nada. Eres espejismo de movimientos de cadera y engañas a cualquiera. Vete de aquí, déjala besar a quien esperanza infunde. El que contigo compite, nunca encuentra tregua. Techo hay que construir para la lluvia. Vuélvete atrás, aburrido. Soso espíritu común. Eres como el último botón de la camisa. No mientas. No puedes contra sus curvas romanas. Te he visto más de una vez sucumbir a boca abierta. Deja de pretender el hogar americano y ríndete ante las francas malas intenciones de aquella quien tú piensas que no ama. ¡Estos pezones son rubios! Ríndete tú envuelto en maleza para que ella abra otras puertas. ¿No te cansas de usar el mismo anzuelo? Mucho daño has hecho en venas. Reponerse ella intenta. Tú, caleidoscopio sin luz, no haces más que dibujarte soles en el ombligo. No le pongas los lentes con la fórmula al revés y termina de irte a la sección de pornografía. Acuérdate, bruto, del pacto entre ellas. Tú lo viviste también y firmaste el contrato en calidad de asociado. Amor eterno y pestañas curvilíneas para algunas cenas. Aléjate, color gris, da paso a la eterna aventura. Sabemos que el canibalismo la inspira. La del carro es obra mundana. Quedé en mono. Obra mundana se repetía en el tocadiscos de mi hipotálamo. Obra mundana, obra mundana, obra mundana. Intenté enfocarla y escuché que todavía ella hablaba de Federica. Recosté la cabeza al asiento y suspiré. No sé cómo se perforan las uñas. Te hubieses burlado tanto de mí. Imaginé tu carcajada retumbando en los vidrios del carro. Volteé a verla y ella, indignada, sacudía las manos. Creo que las nuevas técnicas manicuristas no son su estilo. Mierda, tu olor a coco fresco. Las tardes en tu casa con la luz de las cuatro dándote en las tetas. Tus ojos negros de indígena. Tu piel de arcilla… Pero ella dijo vámonos y yo dije al fin, así que a lo que iba. Arre, caballo, hacia la boca de quien tiene como enemiga a la uña perforada. - ¿Isabella? ¿Qué haces? - Besarte. Tú dijiste que viniéramos al carro… - No, jeva. Vine fue a meterme unos pases. ¿Quieres? Ella dijo vámonos al carro y yo pensé que al fin acabaría con tus fantasmas.



Curso bĂĄsico

para un suicidio eficaz y efectivo De

Verushka Casalins Ilustrado por Miguel MembreĂąo


Diríjase a la azotea del edificio más cercano La luna irradia su plateada luz sobre las edificaciones el embotellamiento del tránsito se escucha a lo lejos las luces de la ciudad se ven simples y diminutas como pequeñas luciérnagas flotando en la penumbra. PERO RECUERDE, sus problemas no son así de pequeños, se está divorciando, el negocio ha quebrado y no consigue empleo, se cortó picando tomates, lo defecó una paloma, se le rompió el zapato en plena calle, se quemó la lengua tomando café, DEBE: la luz, el agua, el gas, el alquiler , 2 cuotas del carro que le acaban de robar y no estaba asegurado, su cuenta bancaria está en cero, su celular no tiene saldo, le cortaron el cable, el teléfono fijo y el internet, sus tarjetas de crédito están saturadas, no ha pagado los impuestos, la nevera y despensa están desérticas, los cobradores lo persiguen como depredadores al asecho, su familia discute todo el tiempo y en su cabeza no cabe más de lo que ya hay. Así que: Adopte una posición cómoda, siéntese al borde del techo un ligero movimiento circular de cuello ayuda mucho respire profundo, inhale y exhale, lentamente, relajando su cuerpo… La línea entre cielo y tierra se desdibuja, el horizonte es infinito, la brisa paraliza su rostro, las casas están adormecidas, la gente se ve como pequeñas hormigas, el murmullo va y viene difuso, todo parece estar en calma. PERO RECUERDE el fin de su visita, está en un techo para suicidarse y no para admirar el paisaje, asegúrese de que la distancia escogida para saltar sea adecuada para una muerte segura, pues no es digno no lograr matarse para quedar parapléjico o simplemente con una que otra fractura o rasponcito, imagínese lo hostigante que sería la atención de todo aquel que en un pasado le ignoró por bolsa y luego del “intento suicida” se acerca para decirle que no está sólo, y que: Dios le ama. Esa misma gente que si usted logra su objetivo inicial, un suicidio eficaz y efectivo, irá a su funeral y dirán lo “bueno, útil y especial que usted fue en vida” y querrán entrometerse de una u otra forma diciendo que antes de morir hablaron con usted y le vieron extraño semblante o tratarán de hallar algún culpable, etc. Así que mejor: Deje sus pies colgar en la nada, sienta el cosquilleo que sube a sus rodillas cierre los ojos: Respire profundo, inhale y exhale lentamente relajando su cuerpo…

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La ciudad se convierte en una simple e imperecedera línea gris a la altura de sus ojos está usted de pie en la cornisa el viento comienza a mecerlo. Concéntrese en una canción que le guste: Here in my cot where my cot loves me I’ll stay here a while in the cotton wool cocoon. De un paso al frente… y SUAAAAS Respire profundo, inhale y exhale lentamente relajando su cuerpo… Su peso se aligera a medida que va descendiendo, ya no siente carga alguna, sólo un zumbido ensordecedor y el eco de la melodía escogida: Lying in blankets I’ve been here a while I’ve been here too long banging out rhythms listen for other tappings banging out rhythms. El cielo y el suelo se difuminan en un solo espiral multicolor y un profundo suspiro lo despoja AL FIN de su cuerpo y problemas humanos. Dé la bienvenida a una nueva etapa de su vida, usted se ha convertido en un suicida exitoso.

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Una cr贸nica de

Eva Marabotto Ilustrada por Diego Aguledo


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ueño con fuego. Las llamas trepan por las paredes y se enroscan en las cortinas. Se ensañan con los marcos de las puertas y alcanzan las ramas más bajas del árbol de tilo de la vereda. Oigo el crepitar de las llamas y huelo. Me despierto sobresaltada. Apenas puedo respirar. La pesadilla vuelve una y otra vez. Aterroriza las noches de mi infancia. Un día se concreta. Por la mañana mi madre me cuenta que prendieron fuego el negocio de mi padre. Recorro de su mano el local de paredes ennegrecidas. Lo veo levantar los fragmentos retorcidos de algunas fotos viejas. Lo veo acariciar un anillo de mi abuelo que se fundió con un dólar de plata. Forman una masa informe, caprichosa. Mi padre tiene la cara tiznada. Vende transformadores y fuentes para autoestéreos y computadoras. Su mercadería es un amasijo de plásticos, chapa y restos de cables pegoteados. Le cuesta recuperarse. Nos cuesta recuperarnos. Sigo soñando con fuego. Sigo oliendo aquel humo. Imagino llamadas en las que me avisan que se quema mi casa, mis libros, mi vestido de novia y aquel enterito lila que mi hija usó cuando salió de la maternidad. Cada tanto vuelve la pesadilla. Le temo al fuego más que a la muerte, más que al dolor. Pero claro que Rubén Argomaniz no lo sabe. El no me conoce. Solo cambiamos algunos mails. Los suyos empezaron como un reproche furibundo porque el suplemento en el que trabajo confundió Del Viso con Garín. El vive en esta última localidad, un sitio abandonado a la buena de Dios y a la solidaridad de los vecinos. Me escribe para contarme que Garín existe en algún lugar del mapa de la zona norte de la provincia de Buenos Aires. Que tiene una casa de la cultura y una biblioteca

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y un cuerpo de bomberos voluntarios que cumple 35 años. Le propongo hacer una nota y me invita a conocerlos una tarde de verano. Me cuesta aceptar. No quiero tener nada que ver con esa gente que no se detiene ahí donde yo vacilo. Pero le debo una a Rubén, enrolado en una cruzada por reivindicar a “su” Garín y allá voy con un remisero somnoliento. Me pregunto si mi chaperón será bombero o jefe del cuartel. Pero me encuentro con un señor de bigotes que ni bien sube al auto cuando pasamos a buscarlo me advierte que jadea porque tiene EPOC. No lo imagino sobre una autobomba o tratando de dominar el potente chorro de una manguera. Mientras nos guía hasta el cuartel me cuenta que integra la comisión de vecinos que ayuda a los bomberos. “Cuando me detectaron este problema respiratorio, además de dejar de fumar decidí cambiar de vida. Empecé a trabajar menos, a disfrutar de mi familia y me acerqué a colaborar con los muchachos del cuartel”. Junto a él hay otros vecinos. Algunos son comerciantes prósperos y otros jubilados que cuentan las monedas para llegar a fin de mes. Pero todos colaboran con el cuartel. Arman rifas, cenas y festivales, timbrean casa por casa para que a los muchachos no les falte nada. Después de cruzar la barrera llegamos a la sede del cuartel, en la calle San Luis al 3.700. En el camino transitamos barrios de casas bajas, calles de tierra y otras sembradas de pozos. Rubén hilvana quejas: zanjas inundadas de barro a la vera de las calles, árboles sin podar desde hace años, una red de gas que demora en llegar a todos los vecinos y una desidia gubernamental que genera que muchos vecinos prefieran decir que viven en los Altos de Pilar en vez de en Garín. “Lo dicen para jerarquizarse pero también para vender mejor sus casas. En vez de escalar como en todos lados los precios de las propiedades se desvalorizaron muchísimo porque faltan pavimentos, cloacas, seguridad, todo”, resume el hombre que sabe de qué habla ya que trabaja en una inmobiliaria garinense. Con semejantes prolegómenos pienso que voy a encontrarme con un patético cuartel de lo más profundo del conurbano bonaerense. Pero al entrar al galpón mis preconceptos se desmoronan. Puedo contar al menos diez móviles de todos los tamaños. Todos están relucientes. Hay autobombas con acoplado y una escalera de unos 50 metros de alto y otras más pequeñas destinadas, según me explican, a acudir a incendios más chicos. Pero también hay camionetas y camiones y hasta un Jeep. Igual, mi favorito es el auto del comandante. Una especie de Cadillac descapotable en el cual


puedo imaginarme a una estrella de rock o una versión corpórea de la Barbie. Es rojo y dorado y en una de sus puertas lleva pintado el logo “911”. Mientras camino fascinada entre los vehículos y me doy el gusto de trepar a la autobomba me olvido de mis pesadillas. Rubén me mira corretear y me propone conocer a los hombres que están de guardia, de los 65 que componen el cuartel. Ahí aparece Quique Escalante, el subcomandante a cargo, en ausencia del jefe que está en los Estados Unidos. Me cuenta el motivo del viaje. Hace unos años, en una noche de guardia Quique y otro compañero se contactaron con la Fundación 911, una ONG estadounidense dedicada a brindar capacitación y apoyo técnico en casos de emergencias o catástrofes. El nombre alude al día del ataque a las Torres Gemelas y el objetivo a preparar a las áreas encargadas de la defensa civil para otros hechos semejantes. Durante un tiempo los mails fueron y volvieron y al cabo de unos meses las autoridades de la Fundación llegaron a ver cómo trabajaban los bomberos voluntarios de Garín. No se preocuparon por las calles de tierra ni por las

plazas descuidadas. Pero quedaron fascinados por el empuje de esos hombres que cumplen guardias de 30 horas semanales sin mayor compensación que un seguro de vida por accidente y la promesa de una jubilación, pasados los 65 años. Ahí Quique me aclara que los bomberos no tienen sueldo y cada uno de ellos tiene un trabajo fuera del cuartel para mantener a su familia. “Yo trabajó en una fábrica y ayer cumplí mi turno de ocho horas. Ni bien me acosté con mi señora empezó a sonar la sirena. Ella empezó a rezongar porque la nena estaba durmiendo y además le da miedo que me venga en bicicleta cuando es noche cerrada. Pero tenía que venir”, dice uno de los hombres, sonrisa de niño, ojos inmensamente azules. ¿Habrán sido sus ojos? ¿Habrá sido su coraje? La gente de la Fundación foránea se entusiasmó con el cuartel y comenzaron a mandar no sólo móviles último modelo sino también instructores para dar cursos de rescates, defensa civil, evacuación en incendios y control de daños. En alguna oportunidad Garín fue la sede nacional de un Congreso al que llegaron bomberos de todas las latitudes de la Argentina. De Ushuaia a La

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Quiaca, como en aquel disco de León Gieco. La recorrida nos lleva a la torre de control, un balcón de madera con el frente vidriado. Desde allí un bombero de guardia atiende las llamadas de auxilio y hace sonar las alarmas que ponen en funcionamiento la maquinaria del cuartel. Los hombres se enorgullecen de que en los últimos meses lograron bajar el tiempo de salida de las autobombas. Para mejorarlos colocaron un perchero con cascos, botas, hachas, pantalones y camperas antiflamas en la entrada del garaje. Me pregunto cómo me vería con ese atuendo, pero sólo me dejan probarme un casco. No tienen espejo donde pueda mirarme. Maldigo la falta de coquetería masculina. “En el último tiempo hemos tenido que rescatar caballos caídos en un pozo ciego y bajar un gato de un árbol, pero también intervinimos en incendios enormes como el de la fábrica de pinturas ALBA y otros en grandes plantas industriales que abundan en la zona. Incluso recibimos un premio de Autopistas del Sol, la concecionaria de la Ruta Panamericana, por salvar a una familia que había quedado atrapada en un auto después de un choque”, enumera Escalante, el subcomandante del cuerpo que interviene en unos 570 incidentes anuales, con un promedio de entre 40 y 50 por mes que se incrementan cada diciembre por la sequía de los pastizales de la zona y la fascinación de los vecinos por la pirotecnia. Mientras hablamos suena la alarma. La estridencia del sonido agudo me hace temblar y motoriza mis antiguos temores. Rubén sigue a mi lado y se entusiasma con la oportunidad que le brinda el pedido de auxilio. “¿Querés salir a un auxilio?”. Muero por ir y sé que voy a morir de miedo. El operador alerta que se trata del incendio de una casa. Eligen una autobomba mediana y me explican en detalle algo sobre el agua que van a necesitar, pero no lo entiendo. Si me queda claro que en caso de necesidad, sacarán el resto de los vehículos y alertarán a los cuarteles vecinos para que envíen sus dotaciones. Muchos tienen con los hombres de Garín una deuda de gratitud ya que por su intermedio recibieron donaciones de la Fundación 911. Me acomodo en la autobomba roja y brillante y trato de no molestar. Me prometo no hablar ni hacer preguntas. Me alcanza con tomar notas. El vehículo sale disparado por las calles de Garín. Dobla desenfrenadamente en algunas esquinas y reduce la velocidad o cruza hacia el carril contrario en las calles bacheadas. “Tenemos estudiados los caminos más rápidos para llegar a cada lugar de Garín. Y también nos aprendimos los pozos para no romper la autobomba ni demorarnos

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por un accidente”, me explica uno de los hombres. El viaje no dura más de dos minutos pero se me hacen eternos. Imagino las llamas abrasando las paredes. Los gritos de los ocupantes de la casa. Aquel olor del negocio de mi padre. Deseo haber dicho que no. Deseo estar en mi casa con mis hijos. Pero una vuelta a la esquina y vemos unos cuantos vecinos curiosos frente a una casa baja con un galpón al costado. Un hombre empuña un matafuegos con fuerza. Alguien se lo ha acercado. La espuma cubre una esquina del galpón. Una mujer se acerca restregándose las manos. Nos explica que su marido estaba usando una amoladora y una chispa encendió un bidón de nafta. La pareja agradece a los hombres que bajaron de la autobomba. Yo vuelvo en el remís que nos siguió a corta distancia. Siento alivio porque no hubo fuego ni destrucción ni derrumbes. Pero también una cierta decepción. Me había imaginado una película diferente. Plena de heroísmo y actos de arrojo. Los bomberos no comparten mi sentimiento. “Así es mejor. Preferimos que nos llamen antes de intentar apagarlo y que cuando lleguemos esté extinguido a que avisen cuando no tuvieron éxito y los daños son irreparables”, filosofa José Salto, uno de los más veteranos en las lídes de campear el fuego. A su lado Franco Conidi se enorgullece de que participó en varias salidas desde que ascendió a bombero, apenas cumplió los 18, después de seis años de ser cadete. “Vine a los diez años a visitar el cuartel y me encantó, ahora es un orgullo acudir a un llamado”, cuenta y admite que ser un servidor público lo convirtió en el héroe de sus ex compañeras del secundario. Me ofrecen un diploma de bombero honoraria pero no creo haberlo merecido. Repasamos la historia del cuartel que nació en una vieja fábrica de soda abandonada. Me la cuenta “Totocho” Bozzano, uno de los integrantes de la comisión directiva que llegó a poner dinero de su bolsillo para comprar el Volvo 47 que fue la primera autobomba. Me despido con la promesa de que voy a volver a la cena navideña en la que los voluntarios y la comisión festejan con su familia y reparten premios entre quienes se destacaron a lo largo del año. Esa noche vuelvo a soñar con fuego. Las llamas trepan las paredes del negocio de mi padre. Se ensañan con los marcos de las puertas y los aparatos electrónicos acomodados en las estanterías. Desde el techo alcanzan las ramas más bajas del árbol de tilo de la vereda. De pronto una lluvia fina lo empapa todo, me moja la cara y la ropa. Me pregunto si allá en Garín habré conjurado mi miedo.







Mรกncora


De

Jorge Alejandro Vargas Prado Ilustrado por Nico Marreros


L

lévatelo, huevón. ―No jodas. ―Puta, Primo, qué huevón que eres. No seas pavo. ¿Cómo chucha piensas pagarle al Colombiano? Primo piensa. Mira la toalla que oculta la mochila del muchacho que ahora se baña solo en el mar. ―Ni cagando, Recio, ese broder tiene pinta de ser buena gente. ―Será buena gente, pero tiene más plata que tú y no le debe una roca de coca al Colombiano. Primo se muerde los labios y mira otra vez, por encima del abdomen plano y bronceado de Recio, la mochila bajo la toalla. No habla por un momento. ―Ni cagando ―dice con firmeza, pero se arrepiente porque sabe que Recio lo tildará de cobarde―. Con el kite del Ego la hago. Sólo hasta fin de mes. Además, si nos llevamos su mochila, ¿tú crees que ese huevón no nos va a reconocer? ―Mira, ese broder te apuesto que recién ha llegado hoy día, recién lo he visto hoy día. No se va a dar cuenta de nada. Es un pavazo. ¿No viste? ― Recio calla―. Y si dice algo, le sacamos la mierda y lo botamos por allá, lejos. ―Ni cagando, Recio. Piensas huevadas. Recio se irrita con facilidad. Tiene unos ojos enormes y un cuerpo musculoso que parece ensancharse cuando enfurece. ―Cabro de mierda. Vas a ver, por ser así de cabro, te vas a quedar sin mujer. Va a venir un cojudo cualquiera, de cualquier parte y se va a llevar a la Marlene. Por huevón te quiero seguir ayudando a pagar la coca de mierda. Que el Colombiano te mate por perder su coca de mierda, huevón. ―Recio chasquea sus dedos― No tienes ni idea, pavazo ¿Qué chucha más quieres que haga? Te digo para chambear como pescador, no quieres. Te digo para vender chelas en el bar de mi viejo, no quieres. Te digo para vender hierba, no quieres. Sabes cuánto billete le debes, ¿no? Vete a la mierda, pe, huevonazo ―Recio termina de soltar todo lo que durante esos días llevaba atorado entre la boca del estómago y la garganta. Levanta la voz para avergonzar a Primo frente a unas argentinas que toman sol, un poco más allá―. ¡Ya me llegas al pincho! Como si cagaras plata, huevonazo… Recio se levanta y de su cuerpo se desprende mucha arena que le cae en la cara a Primo. Primo se muerde los labios de rabia. Recio camina y, cuando se va alejando, patea el aire. Por todo su cuerpo le arden brasas. Aunque no lo consiga siquiera imaginar, Recio siente responsabilidad sobre Primo, como si fuera su padre, por eso, al ver a Primo tan despreocupado, siente rabia. Recio cree que Primo no valora lo suficiente a Marlene, que Primo no sabe la importancia de tener una mujer. Recio y Primo tienen casi la misma edad, veintiuno.

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Primo, por su parte, está harto de sentirse un cobarde frente a Recio. Recio siempre que se emborracha termina golpeándose con los turistas que se aglomeran, todos los días del año, en los bares. Él no. Él detesta las peleas. Su alma es tranquila. Primo se queda en la arena, sintiéndose escupido, humillado. No quiso aceptar las ofertas de trabajo de Recio porque siente vergüenza. Cree que los turistas nunca lo tratarían igual siendo un mozo o un pescador, que siendo un instructor de kite surf. No quiere esforzarse. Confía ciegamente que con el equipo de kite de su primo Ego podrá reunir el dinero para pagarle al Colombiano. Faltaba una semana, o algo así, y Primo había reunido sólo trescientos soles. El corazón de Primo palpitaba furioso. El muchacho de la mochila regresa corriendo. Lleva un short de color azul encendido. Le sonríe a Primo, quien pretende ocultar su ira. Estira su toalla y se echa. ―Gracias, brodercito, por cuidarme mis cosas ―le dice a Primo. Primo, aún molesto, le nota un acento serrano. ―De nada. ¿De dónde eres, ah? ―¿Yo?, yo soy de Cusco. Me llamo Guillermo, pero todos me dicen Chemo, como el entrenador de fútbol. ¿Tunas? ―Me dicen Primo y vivo aquí. Doy clases de kite. ―¿Kait? ―Sí, kite surf, con una tabla y una cometa. Tú… recién has llegado… ―Sí. Estuve viajando un poco y tenía que conocer Máncora. ¿Tú eres de aquí? ―Soy de aquí… Más tarde vas a ver a los que hacen kite surf por allá. Aunque estos días no ha estado haciendo viento. No sé ―Primo siente algo de hambre, además está incómodo ahí porque continúa muy enojado por la pelea con Recio. Primo podía ser buena gente, pero estúpido no era para dejarse insultar así―. Bueno, compadre, me jalo. De tus cosas no te preocupes, si te vienes a este lado de la playa puedes dejar tus cosas ahí nomás. Nadie se las lleva. Hablamos ―Primo se detiene porque no recuerda el nombre de Chemo. Continúa―, Cusco. A Chemo le causa gracia ser llamado “Cusco” por Primo. Se despiden dándose la mano y golpeándose luego los nudillos. ―Te veo luego… ―Hablamos, Cusco. Chemo mira su reloj, son las once de la mañana. Viendo las pertenencias de los turistas

a un costado y al percatarse que muchos nadaban con relajo, decide dejar su mochila y su toalla del mismo modo. Corre al mar tibio que lo recibe con suavidad. El mar es transparente y luminoso, tan diferente al mar de Lima o de Arequipa que es gris, frío y violento. Los peces nadando casi en la orilla le sorprenden. Cada vez que una ola revienta muchos saltan en un pequeño espectáculo. A Chemo le parece que se divierten y siente envidia. Por un momento recuerda lo de su hijo y lo del cumpleaños de su compañera de trabajo y siente angustia. Se tapa la nariz y se sumerge, torpe. ―No soy gay ―dice en su mente, como lo ha hecho durante todo su viaje en Arequipa, en Lima, en Ancash, en Trujillo, en San Martín. “Mientras más lejos mejor”, pensó al salir de Cusco―. No soy gay ―le dice al mar tibio y turquesa que lo presiona despacio, como una gran mamá. Vuelve a sumergirse y al salir, pronuncia por milésima vez las mismas palabras que no se cansa de repetir: ―Ahora tengo un hijo. Ahora soy papá ― dice tratando de convencerse. Chemo está escapando, pero las vacaciones se acaban y tendrá que volver al Cusco. Le quedan cinco días para regresar al banco y ver a Sandrita, su compañera de trabajo, tan embarazada como Puki, la mujer que dentro de medio año dará a luz a su primer hijo. Está muy lejos de Cusco y, como lo vino haciendo durante todo su viaje, intenta no pensar en esa espina o, mejor dicho, esa estaca inevitable que lo hace temblar. ***

Chemo ve el desenfado de la gente desde el

segundo piso de una de las cabañas que, pasadas las seis de la tarde, se convierten en discotecas. Mucha gente no aguanta el calor, pese a que no se tratan más que de enormes cubículos sin puertas, y baila en la calle, cerca de la arena. Decenas de mesas se extienden sobre la playa. Los que prefieren beber sentados son iluminados por velas. Chemo busca al grupo de muchachas que conoció luego de estar con Primo, en la mañana, dos chilenas y dos argentinas. Bebe lento una cerveza porque no quiere embriagarse. No quiere emborracharse nunca más. Hace casi un mes que Chemo despertó en su cama todavía borracho. Había vomitado y las frazadas estaban manchadas. Se limpió un poco el rostro con la mano. Tenía un raspón en la muñeca y no podía recordar cómo había llegado a su

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departamento. Miró su reloj. Era un poco más de las once de la mañana. Aún llevaba la camisa del banco, el pantalón de su uniforme estaba lleno de vómito en el suelo. Se sentó. Fue a su cocina a beber algo de agua y notó que sus medias estaban mojadas, se las quitó y para reconocer el líquido las olió. Era orín. Asqueado, enchufó su boca al caño por largos segundos. En ese momento su teléfono comenzó a sonar. Adivinando de dónde venía el sonido, encontró el celular dentro de su saco. Cuando vio la palabra “Sandrita” en la pantalla recordó alguna pequeña cosa, muy poco clara pero lo suficientemente grave como para sepultar su aliento. Sintió vergüenza o angustia. Miró el teléfono hasta que dejó de sonar. Buscó una respuesta, repitiendo en voz muy baja: “no puede ser, concha de su madre, si yo no soy gay”. Recordó un rostro molesto, en la oscuridad y pensó que había discutido con alguien en el edificio o antes de entrar en él. Pensó recordar la expresión molesta de Sandrita. Se arrepintió con todas las energías que le permitía su existencia. Se desesperó en silencio. No podía ser, con él no podía ser. Sandrita había organizado en su casa una pequeña fiesta antes de que todos, en el banco, entren de vacaciones. Recordó que cuando lo invitaron sintió un extraño punzón, una ligera advertencia. Sin embargo, en

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las últimas dos semanas la carga laboral se había incrementado muchísimo y eso merecía una buena juerga. En varios momentos, tuvo tanto trabajo que llegó a sentir vértigo mientras tecleaba con frenesí su computadora. Al salir de la oficina se despidió de sus compañeros y compañeras que estaban bastante entusiasmados con la reunión, hasta Sandrita que ya comenzaba a mostrar su barriga: “Mi última juerguita pues, Chemo. De hecho, yo no tomo nada. Yo no tomaré. Quiero que el Gordo se divierta. Hace tanto que no sale. El trabajo lo está poniendo loco a mi gordito. Anda, anímate, ven a mi casa”. Pensó ir a comer unos sánguches, como todos los viernes, al McDonalds de la Plaza de Armas, pero se sentía tan libre de la rutina apenas dio el primer paso en la calle ―o lo que es lo mismo, el primer paso dentro de sus vacaciones― que negó su idea con la cabeza. Pensó en comenzar la juerga él solo, brindando con él mismo. Fue hasta la calle Plateros y entró al Amaru. Se dirigió al balcón. Pidió una pizza hawaiana mediana y una jarra de sangría. Un mozo aburrido tomó la orden. Chemo fue al baño. Orinó contento. La ira parecía drenarse a través de su orín. Sacudió su pene. Se miró en el espejo mientras se lavaba las manos con jabón líquido. Se encontró hermoso. Recordó que a los dieciséis años, hablaba ―en medio de


una borrachera joven junto a sus compañeros de colegio― sobre cómo se verían todos en diez años y se imaginó así, tal cual se veía ahora en el espejo. ―Soy todo un hombre, carajo ―dijo y se arregló el cuello de su camisa de ejecutivo. Mientras regresaba a su mesa, ya con la jarra de sangría, Chemo ni siquiera llegó a suponer que la cara de niño se le había quitado recién un año antes, justo en el momento en que lo ascendieron y comenzó a ganar lo suficiente para vivir en un pequeño departamento algo lujoso, en el piso diez de uno de los nuevos edificios altos que se venían construyendo en la avenida de la Cultura. Se sirvió un vaso y lo miró en silencio. Desde el balcón se podía observar el enorme templo de la Compañía de Jesús. Antes de llevarse el vaso a la boca, pensó fugazmente en derramar desde allí un poco de sangría para brindar con la pachamama, como lo hacía con sus amigos del colegio siempre que comenzaba a beber, pero de inmediato se arrepintió. Imaginó cómo se vería un ejecutivo de su talla echando un poco de sangría, desde el balcón, a la calle. Y con una sonrisa que sólo elevaba un lado de su rostro, bebió. Masticó con los ojos cerrados los pequeños pedazos de fruta. Cuando le trajeron la pizza, se sentía ligeramente mareado.

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― rimo ―le dice Marlene con suavidad―. Primo… Él abre los ojos. La tarde ha caído y desde la ventana abierta se escurre un rojo fluorescente. Él y Marlene han dormido luego de tener sexo sin parsimonia. ―No fuistes a dar clases hoy día, ¿no? ―No, no. Estaba cansado. Ayer salí, pero a ver nomás. No tomé. Bueno, tomé un poco. Cusco me invitó unas chelas. ―¿Quién? ―Cusco. Un tipo del Cusco. Buena onda. Lo conocí ayer nomás, en la playa ―Primo recuerda con cólera a Recio y sus insultos―. Ese Recio es un choro. Ayer me dijo para robarle sus cosas a Cusco. Es un choro. ―¿Un choro? —Marlene se detuvo un momento, pensando, luego estrujó agilmente su boca— No sé si el Recio es un choro, pero justo ayer me mostró una cosa linda que te quería contar ― el entusiasmo de Marlene desata el corazón de Primo― No sabes. Mira ve… tenía un conejito negro, ¡lindo! Pero con sus ojitos así. Se lo va a regalar a la Giovanna. Ya llevan años de novios,

¿no?

―¿Novios? Si ayer el Recio estaba que agarraba con una gringa. ―¡Ay! Y eso qué importa… Aunque se bese con otras, la Giovanna es su mujer. Las otras son por vacilón nomás. ¿No has escuchado eso de que una es la catedral y las otras son las capillas?. Si la propia Lucía de la Cruz lo dice. Además, la Giovanna me ha contado que no importa quién sea, cuando la molestan, el Recio siempre la defiende y le pega a todo el mundo. Es que ella es su mujer, nada más importa. El Recio es bien valiente. Bien corajudo. Primo piensa que de tanta rabia se iba a notar el palpitar de su corazón en su pecho desnudo. Se voltea dándole la espalda a Marlene. ―¡Regálame uno! ―Qué cosa… ―Un conejito, para mi cumple. Dice el Recio que venden en Guayaquil o en algún pueblo cerca, no sé bien, dice que allá hay unas brujas gordas que los venden. Le han dicho que cuando un chico le regala un conejito negro a su novia se amarran para siempre. Se aman para siempre. Así me ha dicho el Recio. ¿Y si me compras un conejito negro? Mira ve, me compras ese conejito para mi cumple… Yo quiero quedarme para siempre contigo. Quizás mi papá, con ese hechizo del conejito negro, se convence y nos casamos. ¿Qué dices? Me compras mi conejito ecuatoriano para mi cumple y nos quedamos juntos para siempre ―Marlene hace una careta de cansancio y sopla―. Tú nunca me haces sorpresas, como el Recio. Primo no quiere voltear. Escucha el rumor del océano. El cumpleaños de Marlene está cerca. No recuerda con exactitud la fecha, pero sabe que es a inicios de marzo. Recuerda lo que le dijo Recio sobre las oportunidades que él no sabía aprovechar. ―Pero, ¿y mi conejito?, ¿me lo vas a regalar?, ¿me vas a comprar mi conejito ecuatoriano? Mira que para mi cumpleaños falta poquito. ―Tu conejito ecuatoriano. Ya. Te regalaré tu conejito ecuatoriano para tu japi y nos quedaremos juntos, por siempre. *** Chemo observa estupefacto el mar. Está atardeciendo y el cielo se pinta, junto al mar, de un rojo embravecido, furioso. En ese momento, el mar y el cielo parecen dos espejos luminosos frente a frente. Chemo imagina que así debe sentirse su hijo en el vientre de Puki, sólo que completamente dueño de ese mundo donde él es el único habitante. Así debe estar su hijito en

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ese momento, en un mundo tibio y de bronce fundido, sin miedos todavía. Sin herir a nadie. Sin malentender. ¿Qué pasaría cuando su hijo se entere que él es maricón? A ningún hijo le gustaría un papá maricón. Chemo imagina por un momento que Sandrita pierde a su bebé luego de una separación violenta con el Gordo, por todo lo que él hizo en la fiesta de ella. Sin embargo, casi de inmediato, imagina algo que lo hace sentir mucho peor, que el hijo adolescente de Sandra y el Gordo termina contándole a su propio hijo, también adolescente, todo lo que ocurrió esa noche. O que todos molestan a su hijo en el colegio repitiéndole: “tu papá es maricón”. Una vez más la angustia quiere apoderarse de él. Cada vez queda mucho menos tiempo para volver a Cusco y enfrentarse con la situación. ¿Cómo iba a criar a su hijo?, ¿de lejos para no transmitirle ni siquiera uno de los genes que esa noche lo traicionaron, haciéndole actuar así? Quizás sería lo más conveniente, piensa, alejarse aún más de Puki y cumplir con pagar una suma mensual de dinero lo suficientemente alta para que todos estuvieran tranquilos, ellos con sus gastos y él con su conciencia. Quizás fuera mejor que Puki encuentre otro hombre que pueda criar a su hijo con rectitud. ¿Qué chucha voy a hacer?, se repite Chemo. Sus ideas parecen enormes gusanos con dientes en la cola que se devoran, de rato en rato, a ellos mismos. Su cabeza es un nido de grandes alacranes venenosos, cansados de compartir un lugar pequeño. Sandrita. El Gordo, el esposo de Sandrita. El hijo de ambos en el vientre de Sandrita. Puki, la mujer con quien salía y que, por casualidades, llevaba a su futuro hijo ―un pequeño Chemo― en su vientre. ¿Qué va a hacer ahora?, ¿qué va a hacer? Chemo, con un poco de prisa se pone de pie, envuelve sus cosas con su toalla y camina irrevocablemente hacia el mar. Se abre de piernas y brazos, para flotar mirando el cielo. El calor es agradable. El mar es tibio.

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― e eso, a la firme, Cusco, no sé ―le dice Primo a la tercera botella juntos―. Mi viejo siempre fue un cagón conmigo. A mi viejita no la respetaba ―Primo quiere hablar más, pero una casi natural desconfianza hacia el mundo se lo impide―. Yo, franco, quiero casarme con mi mujer. Yo quiero ser el hombre de la casa. Tener mis chibolos. No sé si me entiendes, Cusco… ―Primo apura su vaso de cerveza, echa la espuma y se lo pasa a Chemo, siempre desde el segundo piso de algún bar, donde

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puede controlarlo todo, donde casi nunca hay peleas con los turistas. Cuando Chemo escucha que Primo habla con tanta seguridad sobre los hijos que algún día tendrá, sobre la decisión de casarse con su mujer, siente por él tres cosas que se entremezclan junto a una suave bruma alcohólica: envidia, ternura y admiración. Sabe que podría emborracharse y siente temor, sin embargo, resuelve que tomarán tres cervezas más, sólo tres cervezas más, como hacen los verdaderos hombres. ―Primo, me caes de la puta madre, te invito tres chelas, carajo ―dice Chemo intentando sonar grave y masculino―. Es mi última noche en Máncora, Primo, no me cagues… Primo duda. Mañana tiene que dar clases con el kite de Ego. Mira su reloj, todavía son las once y media de la noche. Acepta con una sonrisa. Comienza a sentir cariño por Cusco. ―¿Cuántos años tienes, Primo? ―¿Yo?, recién voy a cumplir veintidós. Cuando Chemo imagina la cifra siente un dardo helado en el pecho. A los veintidós años Primo lo tiene todo tan decidido, habla con tanta seguridad. Chemo tiene cuatro años más que ya le parecen toda una vida y se siente disminuido. Todo, en ese momento de su vida, es incertidumbre. Primo, en Máncora, sin haber estudiado la universidad y con veintidós años ya lo tiene todo planeado: es un varón que ama con intensidad a su mujer y que quiere tener hijos, que seguro los va a criar bien. “Admirable”, está a punto de pronunciar Chemo, pero no quiere verse borracho. No quiere estar tan borracho nunca más. ―Y ¿tunas? ―pregunta Primo ante el silencio. ―Yo ―Chemo no puede evitar sonrojarse―, tengo veintiséis. ―A la mierda, ¿veintiséis años nomás? Pasu mare, ¿y ya has hecho tantas cosas? Qué lechero que eres compadre. Yo pensé que la gente de la sierra era otra cosa, así, que sólo podía salir adelante siendo mozos o chambeando de mototaxistas ― Primo ríe un poco y vuelve a apurar su cerveza― Es que a veces viene cada serrano, sin ofender claro. Quiero decir, no los que vienen de turistas que aunque sean serranos son pitucos, hasta hay medio rubios. Si no los otros, tú me entiendes ― Primo vuelve a reír adivinando que fue torpe―. Me caes bien, Cusco. Primo también siente una extraña envidia, pero no se percata. Chemo, o Cusco, era todo lo que su familia siempre le dijo que él tenía que ser: profesional, de buen trato, con un trabajo que le dé



mucho dinero y que le permita vestirse con buena ropa. Siente también cariño cuando habla con Cusco. Quizás podría prestarle plata para comprar el conejo negro de Marlene y asegurarse con ella para siempre. Una vez que ambos estuvieran juntos de seguro que ya no se iba a preocupar de nada y podría trabajar más duro para pagarle al Colombiano. Era una buena idea pedirle prestado dinero a Cusco. Cusco era bueno y tenía plata. Se ríe en sus adentros de Recio, porque si le hubiera hecho caso y le hubieran robado a Cusco, quizás jamás lo hubiera conocido. Ahora Marlene iba a tener su conejito negro. Su conejito negro. Justo cuando está planeando cómo pedirle dinero a Chemo, da un sobresalto. ―Puta madre... ―dice mirando a las personas que bailan. ―¿Qué pasa? ―El Colombiano. ―¿El Colombiano? Primo no ha contado bien los días o el Colombiano ha regresado antes de tiempo. Presiente, con potencia, problemas graves. Todos saben que el Colombiano es muy buena persona, que ayuda de todo corazón, pero el propio Recio alguna vez le contó que había golpeado a un muchacho hasta romperle la muñeca, porque se había sobrepasado con una de sus amigas, a la que le estaba dando clases de kite. Le resuenan en la cabeza, otra vez, los insultos de Recio y su imagen robusta, sus músculos flexibles, los labios que en ese momento seguro están besando a alguna turista, sus poderosos puños ajados y luego los puños ajados del Colombiano. Galopa hasta su mente un enorme conejo negro y la ocupa como una gran sombra, donde lo único que queda es una leve imagen de Marlene. Chemo repara algo muy grave en el rostro detenido de Primo, pero prefiere ver la espuma del mar negro de noche. Sin embargo, la expresión de Primo le provoca preocupación a cualquiera y Chemo no logra distraerse. ―¿Estás bien? ―Puta, Cusco... Me jalo nomás. ―¿Te jalas?, pero, Primo, ¿con las chelas me vas a dejar? ―Cusco, mañana hablamos, pe ―se levanta de la mesa, empieza a salir, pero vuelve rápidamente―. ¿Tú crees que me puedas prestar una plata mañana, Cusco? Estoy en problemas. Sin pensarlo, Chemo relaciona las palabras de Primo con su mujer. Lo primero que imagina es que la ha embarazado y necesita librarse, así de fácil, como muchos de sus amigos en Cusco.

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Reconoce en la desesperación de Primo y en su certeza al pedirle dinero, aunque le avergüence, su propia incapacidad de haber solucionado sus asuntos de otra manera, dando la cara. Está convencido de que si mañana le presta el dinero y lo ayuda, habrá desatado un nudo en su pecho y se habrá ayudado a sí mismo a enfrentarlo todo, como un hombre. Chemo llega a esas certidumbres empujado por el alcohol. ―Claro, waykicha, lo que quieras te presto ―dice Chemo con una solidaridad honesta y conmovedora―. Pero tienes que buscarme temprano, estoy acá, en el “Sol y mar”. Le preguntas nomás a la persona de recepción por mí. Ya sabes… mañana me voy por la tarde. ―Gracias, Cusco, gracias ―responde Primo con un rostro de desamparo que también conmueve y arrastrando una noche de acero se va. Chemo lo ve bajar las gradas y luego perderse entre el gentío eufórico que baila cerca de la arena. Él suspira, llena su pecho de aire y luego exhala sintiendo cariño por Primo. La preocupación por él desaparece en poco rato, cuando apura un par de vasos de cerveza. Mira el vaso. No quiere volver a emborracharse de esas maneras. Se detiene luego, mirando el mar oscuro porque siente que algo poderoso le llama. La sensación es tan intensa que imagina que sus ojos se le caen de las cuencas y se deslizan a toda velocidad hasta el mar que le quiere contar un secreto. El cielo y el mar contrapuestos en la noche son formidables. Siente que el estallar de las olas vence a la estridencia de la música. No sabe bien si continúa sentado en el segundo piso del bar o si está donde están sus ojos desprendidos, cerca al mar. Sus ojos pueden ver que un gran pez se despierta en las profundidades y Chemo alcanza a distinguir, muy al fondo una explosión en el cielo, luego una materia luminosa cae al mar. Da un sobresalto tan violento que una de las cervezas cae. Los ojos de Chemo regresan veloces cuando él nota que se está mojando, levanta la botella y mira preocupado alrededor para ver si alguien ha visto lo que él. Nadie se ha inmutado. La explosión en el cielo fue lejana, pero lo suficientemente llamativa para asustar a todos en la playa. Chemo respira con dificultad y sin embargo, siente como si con esa explosión se hubiera drenado su cuerpo, como si todos los conductos de su cuerpo se hubieran desatorado. Agitado todavía, y sin darse cuenta, sonríe. Hay unos pescados de plástico adornando la pared en los que sin querer se fija. Uno de ellos le guiña el ojo. Chemo no se asusta porque se está emborrachando, muy al contrario, ríe pensando en que el tiempo se ha detenido.


Un nuevo remezón en su mesa lo inquieta. Una extranjera se ha tropezado y sus amigas, mesas más allá, no paran de reír. ―¡Oh! Lo sientou. La extranjera está ebria y feliz. Chemo y ella se miran por unas centésimas de segundo y se carcajean. Automáticamente, él sirve el vaso y se lo ofrece a la extranjera. Ella, suelta de huesos, se sienta en la mesa y acepta el vaso. ―Prost! ―dice y bebe sin parar hasta haber acabado―. He venido para desatarte ―pronuncia con torpeza y luego sofoca un eructo― …, perdón, desearte que vas a mi mesa. Nadie puede aguantar la risa. ***

Primo siente golpes violentos en el pecho.

Sus piernas parecen doblarse. La gente le impide caminar más rápido. ¿Qué haría ahora?, se pregunta sin poder pensar más. Cuando llega al boulevard corre. Da vuelta a la izquierda. La gente escasea más allá. Se acerca hasta donde hay algunos buses esperando. Hay una cabina de internet todavía abierta. Adentro los muchachos gritan jugando a algún tipo de guerra en sus pantallas planas. Primo pide una máquina. ¿Era realmente el Colombiano? ¿Por qué había venido tan pronto? ¿Y si no era el Colombiano? Digita la dirección del Facebook. Cuando termina de escribir su contraseña nota que el sudor le ha empapado el bividí. El intenso calor de Máncora se ha detenido ahí dentro. Sólo hay un viejo ventilador que gira su cabeza con parsimonia y ruido. El aire le devuelve un poco de calma a Primo quien comienza a convencerse de que se había equivocado de persona. No recuerda la ortografía exacta del nombre del Colombiano y prueba una y otra opción. Hasta que lo encuentra. Veintisiete de febrero. Un mensaje en el muro del Colombiano le revela que efectivamente está en Máncora. Siente un ligero mareo. ¿Cómo es posible que sea ya veintisiete de febrero? Sus sienes son aletas furiosas. Le duele la cabeza. Faltan dos días para el cumpleaños de Marlene. Y el conejo negro ecuatoriano. Y el Recio. El Colombiano y el Recio. La droga del Colombiano. El precio de la droga. Trescientos soles. Se levanta arrastrando la silla de plástico. ―Le debo ―es lo único que alcanza a decir. La señora que lo atiende todos los días anota la deuda de Primo en un cuaderno viejo. Piensa que Primo tiene una diarrea por la cara que se lleva. O que se le ha pasado la mano con algunas de esas

cosas que a los extranjeros tanto les gustan. Sin entenderlo, camina hacia el boulevard. Piensa en Cusco, en Chemo. El Colombiano es feroz. Por ajustes de cuentas ha matado a un par en Lima. Y a tres en Trujillo. O al menos eso cuentan. El Colombiano es buena gente. Pero cuando le fallan es una mierda. Siente náuseas. Le duele el estómago. Ahora tiene frío. El alma tranquila de Primo tiene miedo. Todo él tiene miedo. Se siente idiota. Frágil. Inútil. Cobarde. Todo lo que el Recio le dijo con la mirada y sus músculos hinchados, sin palabras. Si el Colombiano le rompía la nariz. Marlene. Si el Colombiano le fracturaba la mano. O los dedos. El Recio y el Colombiano eran amigos. Seguro ya se habían encontrado. Seguro ya estaban golpeando turistas en algún lugar. El Recio le contaría que él no hizo nada por pagarle. Que se relajó. Que es un vago. La gente riendo aparece otra vez. Sin saber por qué Primo regresa al boulevard, sintiendo que entre tanta gente sería más difícil encontrarlo. Sin embargo, en la mitad del boulevard ocurre algo. El Recio y Marlene. Al principio Primo no comprende lo que ve, pero como si fuera un felino hambriento y elástico se lanza y golpea tan fuerte a Recio que se disloca la muñeca. Recio y Marlene se habían dado un beso fugaz. Recio se tropieza. Y cae mirando directo a los ojos de Primo. Detrás de él hay una bicicleta y detrás de la bicicleta un muchacho muy bronceado cargando un balón de gas para subirlo a una pequeña camioneta. Luego de una confusión colectiva, el mar de Máncora se detiene por un momento breve. La caída de Recio, la bicicleta, el muchacho y el balón de gas, en una espeluznante coincidencia, terminan quebrándole el cuello a Recio quien fragua una mueca atroz. Una muchacha chilena es la primera en ver algo de la sangre de Recio y da el grito de alerta. Marlene muda mira todo. Primo ya había escapado.

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l pene de Chemo sabe encontrar el camino. La arena en su espalda resulta un tanto fría. La sensación de apoyar las nalgas desnudas sobre la arena es extraña. Sin embargo, la vulva cálida y espesa de Juliane lo abriga, lo sostiene, le calma. Presiona con fuerza la cintura de la alemana contra su propio vientre, le restriega la espalda para sentir de alguna manera los senos en contra de su propio pecho. Chemo besa con intensidad a Juliane, que intenta separar sus labios por momentos para tomar aire. Chemo logra distinguir

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los muslos tostados de Juliane con algún resquicio de brillo, los acaricia con ternura y cuando, entre sus manos, se van acabando las piernas de ella, decide cargarla y voltear sus cuerpos. Ahora es ella quien está debajo. Una pareja de norteamericanos que también desean tener sexo consiguen ver cómo el musculoso trasero de Chemo, quien siempre ha intentado ir al gimnasio después de las agotadoras jornadas en el banco, arremete como si estuviera escarbando en la arena. Los norteamericanos se excitan todavía más y corren lejos. Las olas revientan. A través del vigoroso pene de Chemo, corre un temblor delicioso. Poco a poco, ese estremecimiento le alcanza las nalgas y, recorriendo su espina dorsal, se distribuye por todo su cuerpo. Juliane menea sus caderas en forma circular, para que su clítoris incandescente se restriegue con el pubis de Chemo quien la acaricia como si quisiera gastarla, con tal energía que el sexo le parece a Juliane algo nuevo. Los testículos de Chemo, vestidos con una suave peluza, sienten el viento. El increíble temblor que recorre las venas y los nervios de Chemo llega hasta donde están sus omóplatos y ahí en medio, se encienden dos tocapus de un color verde fluorescente. En ese instante, con la misma sensación de cuando a uno le crecen las alas, el temblor se lanza al unísono hacia sus brazos y su cráneo. Entonces, con los tocapus encendidos como si concentraran la sangre de un batallón de luciérnagas, eyacula inundando el preservativo. El mar se detiene otro instante imperceptible y en el cielo vuelve a observarse una explosión. ***

Ese llanto viene traído por el viento como

la brisa de una catarata. Se está combinando, poco a poco, con el sueño y la borrachera que ya se va. Luego se siente la sacudida de un cuerpo y de pronto, como cuando se sopla, Chemo despierta. Mientras los lamentos se hacen más fuertes en su conciencia adormecida, Chemo se restriega los ojos. Mira el techo y reconoce su hotel. Se mira desnudo y gira escuchando el lamento. Espantado se levanta de un salto. Se arremolina. El hincón que lo ha perseguido todo su viaje regresa desbocado. Siente cómo se le desarman las costillas. Se ha vuelto a emborrachar de esas maneras. ―¿Qué chucha ha pasado?, ¿qué chucha haces aquí? ―Cusco, estoy cagado, cagado, puta madre ―la convulsión de Chemo le devuelve un poco de energía a Primo quien intenta acercarse como

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pidiendo protección―. Cusco… ―y de sus ojos llueve una tormenta espesa. Chemo, todavía confundido, vuelve a sentir asco por sí mismo. Él desnudo despertando con otro hombre al lado. Siente asco por Primo. Piensa en su futuro hijo. En Puki. En el hijo de Sandrita. En Sandrita. Primo quiere hablarle más cerca, quizás buscando un abrazo, y Chemo lo evita. ¿Qué pasó? ¿Se la metió a Primo? ¿Cómo se emborrachó tanto otra vez? ―Suéltame, huevón ―advierte Chemo. ―Cusco, tienes que ayudarme, huevón. Estoy cagado ―y Primo vuelve a acercarse a Chemo para ser protegido de alguna forma. ―¡Suéltame, mierda! ―y Chemo muerde las palabras “cabro de mierda” porque siente que esa expresión, dicha en voz alta, es en realidad un disparo hacia él mismo― ¡Suéltame, puta madre! Chemo corre a encerrarse al baño. Primo se muerde la mano y tampoco comprende. La policía lo debe estar buscando. Los del serenazgo lo deben estar buscando. El propio Colombiano debe estar tocado cada puerta. Sus propios padres. Máncora entera, desde todas las latitudes, está a punto de estrujarlo. Y Marlene. Marlene. Sus padres. Sabe que el Colombiano y él son muy amigos. Recuerda, con la convulsión de las náuseas, la deuda que tiene con el Colombiano. ―Cusco, puta madre. Chemo está bañándose. Enjabona su cuerpo con fuerza, intentando quitarse la mugre imaginaria. Intenta recordar, también con la convulsión de las náuseas, lo que había ocurrido la noche anterior. ¿Cómo había terminado con Primo en su cama, calato? Cada golpe que da Primo en la puerta del baño lo aturde. Se esfuerza: el bar, las cervezas, Primo. Se ilumina un poco su frente. Primo se fue molesto y asustado. Las alemanas. ¡Claro! Las alemanas. Chemo, sin embargo, no recuerda la gran explosión que vio en el cielo. Recuerda a Juliane. Luego sólo tiene el sonido denso del mar y de sus gemidos. Luego cierra los ojos y se ve en la cama de su hotel despertando. Primo sigue rogando en la puerta. Golpea con un puño donde están marcados sus propios dientes y donde, le parece de pronto a Chemo, se ha condensado toda la orfandad del mundo. El agua logra despertar y tranquilizar un poco a Chemo. Él guarda silencio en su mente y escucha a Primo suplicando. Pero la duda todavía existe. Se ha vuelto a emborrachar de esas maneras. Cierra los ojos y recuerda el rostro de Primo cuando le hablaba de su mujer. Recuerda que le ha pedido dinero. La duda quintuplica su volumen y lo presiona. Chemo prefiere saber, de un


tajo, la verdad. Quiere enfrentarse. Está dispuesto a poner el rostro, de una vez. Chemo destraba la puerta del baño con lentitud. Cada traqueteo de la aldaba detiene un poco el tiempo de ambos. La puerta se abre. Chemo y Primo se miran segundos enteros. ―¿Qué chucha pasó anoche? ―dice Chemo todavía con temor. Primo se atora y habla con dificultad, muy despacio. ―Mi mujer, Cusco. Mañana es su cumpleaños. Yo me olvide. Y me olvidé de lo del Colombiano, Cusco, puta madre ―Chemo quiere pedirle que se calme para entenderle mejor, pero las revoluciones de Primo son incontenibles―. Ayer te dije que estaba en problemas. Pero ni con toda la plata que te pedí, ni con toda la plata que me prestes me salvo de esta. Yo no sé mechar. Le perdí como 150 falsos al Colombiano. Yo estaba borracho y por bromearle le escondí su canguro entre la arena. Tú sabes que aquí roban en la noche, en la playa. Y cuando se desesperó, le dije, tranquilo, huevón es una broma. Más cojudo yo. Más idiota, puta madre. Y nunca encontramos su canguro. El Colombiano es una mierda. Dicen que ha matado a gente. Pero también es bueno. Y me dio tiempo para pagarle, pero no he podido chambear — Primo piensa que ha sido un perezoso y que debía mostrarse intachable con Chemo, un poco para que lo pueda ayudar—. Hay ya varias academias, los turistas confían más en ellos que en lo que uno trabaja. El asunto es… que le debo al Colombiano. Y ayer el Recio se besaba con mi mujer. Y le metí un combo y se cayó y unos huevones estaban trasladando unos balones de gas, puta y le cayó uno a la cabeza, Cusco. Lo enfrié al Recio. Lo maté, Cusco. ¡Lo maté! Yo mismo vi sus sesos. ¿Qué chucha hago, Cusco? Me deben estar buscando. ¡Cómo la Marlene me va a hacer eso, Cusco! Yo la amo a mi mujer. Carajo, yo no sé mechar. Pero el Recio se mecha todos las noches con los gringos, con los limeñitos pitucos que se quieren agarrar a nuestras mujeres. Mi muñeca me duele. ¡Mira cómo se me ha hinchado! Estoy cagado. Encima me olvido de la fecha. Y el Colombiano viene antes. Y la Marlene me ha pedido un conejito negro ecuatoriano que dice que venden unas curanderas que hacen amarre. Me ha dicho para casarnos en su cumpleaños con su conejito ecuatoriano. Puta madre, Cusco. Qué hago… qué hago… ―Puta madre ―Chemo no logra asimilar las palabras de Primo y vuelve el punzón ardiente en su pecho―, y ¿cómo chucha hemos terminado aquí? ¿Cómo chucha nos hemos terminado acostando?

―Chemo recuerda que tiene que partir, que podría perder su bus―. ¿Qué hora es? Huevón, yo tengo que jalarme a Cusco hoy día, sino no llego a la chamba. ¿Qué hora es? ―mientras busca su celular, vuelve a toparse con los ojos huérfanos de Primo y entiende que ha sido egoísta. ―Yo me escapé, Cusco. Me fui para arriba hasta que pasaron unas horas y como estaba como loco, no sé por qué decidí regresarme a Máncora pensando en la Marlene y andaba como loco por la orilla. Y tropecé porque todavía estaba oscuro. Y eras tú, borracho. Te desperté con el patadón que te di sin querer. Yo tampoco me acuerdo bien. Era de noche y con las justas llegamos a tu hotel, por la playa. Ahí recién me entró un poco la cordura. Por el miedo. Máncora es chico, todos se conocen. Pero el recepcionista era extranjero y estaba todo dormido. ―Y, ¿cómo chucha estoy calato? ―Yo no dormí nada, Cusco. En la noche te fuiste quitando la ropa por el calor. Yo no dormí nada y tú no despertabas. Chemo guarda silencio y vuelve a buscar su reloj. Son casi las tres de la tarde. Todavía desnudo, vuelve a observar a Primo y le ama porque es huérfano. Le ama porque no iba a permitir que su hijo se sienta, alguna vez, como Primo se estaba sintiendo en ese momento. Porque aunque él sea maricón, aunque contagie a su hijo con esos genes, jamás lo iba a abandonar. Porque entiende la desgracia de Primo. Sin que lo note, los dos tocapus que se marcaron en su espalda la noche anterior vuelven a brillar. ―Larguémonos de Máncora, ahora ―dijo Chemo― Yo tengo mi pasaje a Cusco. Con mi DNI compramos un pasaje para ti, ¿a dónde? Habla al toque. ―No sé, a Guayaquil. ―¿Y si te vas a Cusco? ―No sé, Cusco, no sé. ―Decide rápido. ―Ya. ―Bueno, luego compramos el pasaje para ti con mi DNI y te lo quedas. ―¿Cómo? ―Te lo quedas. Yo digo que me lo han robado o algo. Tú te lo quedas. Puedes irte a Ecuador con mi DNI. ―Pero no nos parecemos. ―Huevón, mírate, no somos tan distintos. Es más, pareces yo con el cabello largo. Nadie mira tanto el DNI. Ponte esto… ―dice Chemo alcanzándole algunas de sus ropas, un sombrero y unos enormes lentes de sol. Él mismo se coloca una

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pañoleta a la cabeza y otros lentes de sol. ―Y, ¿cómo mierda salimos de acá? Todo Máncora ya debe saber. Cusco, todos ya deben saber. Chemo se detiene. Se sienta en la cama y toma su cabeza con pesar. Primo quiere llorar y volver a morderse el puño. Su muñeca le duele y está hinchada.

C

***

― amina rápido. No vas a voltear. ―Ya ―dice Primo asustadísimo, mientras caminan por la avenida Piura hacia donde están los buses. ―Decide, ¿Guayaquil?, ¿Cusco? ―No sé. Chemo, o Cusco, voltea. De tanto miedo siente ganas de orinar. Un grupo de policías camina con dirección a ellos o a la comisaría. Empuja a Primo y entran a una agencia de viajes. Mira la pared con rapidez y revisa los horarios. Un destino estaba apuntado para hace quince minutos. ―Señorita, un pasaje a Trujillo ¿Ya salió el bus? ―dice Chemo, temblando. ―Acaba de salir, joven ―responde la señorita, con acento de ecuatoriana, muy distraída en una novela. ―Señorita, tengo una urgencia, por favor, necesito irme en ese bus ―dice Chemo. ―Ya se ha ido, pues, señor. ―Señorita ―dice Chemo intentando no desesperarse― Puede comunicarse con el chofer con esa ―Chemo apunta― radio y decirle que falta un pasajero. Por favor, señorita. No creo que el carro esté muy lejos. Primo tampoco quiere voltear a ver. Espera

unos metros más atrás, paralizado. La señorita aburrida por el parloteo ridículo de Chemo y molesta porque se está perdiendo de importantes detalles de su novela acepta comunicarse con el chófer. ―Son 50 soles más una comisión. Para la gaseosa, nomás. Con los dedos temblorosos, disolviéndose, busca en su billetera y deja el dinero en el mostrador. Cierra los ojos y avanza. ―Tienen que correr, el bus les va a esperar tres minutitos. Está más allá nomás, pero apúrense. Si no llegan en tres minutos, se va ―les dice mientras ambos salen. Sin mediar palabra, ninguno corre. Primo se tapa el rostro fingiendo que el sol le molesta. Sudan copiosamente por el calor y la caminata. Cuando divisan el bus detenido aceleran el paso. ―Agarra ―le dice Chemo a Primo y le da el pasaje y su DNI. Cruzan la pista y le dan alcance al enorme bus. La terramoza les reprende su tardanza. Revisa el pasaje y el DNI de Chemo en las manos de Primo. ―Suba ―le dice muy molesta, pero Primo se ha detenido. Chemo lo abraza y, sin explicación, le da un ligerísimo beso en los labios. Primo sube al bus confundido. Chemo regresa mientras escucha que el bus parte. Mientras más se acerca al boulevard más distingue la agitación. Su celular suena. Lo busca entre los bolsillos de su short. Mira la pantalla. Dice “Sandrita”. Su corazón se desdobla y aunque le parezca imposible a Chemo, late aún más fuerte, inundando sus manos y pies, haciéndole sentir un extraño placer. Piensa en su hijo. En Puki. En el marido de Sandrita. Y con una sonrisa definitiva, contesta.


De Ricardo Canaรกn Ilustrado por Catherine Medrano


2

:50PM. Eran las tres menos diez y la pereza me quebraba desde la raíz. Dejé la toalla sobre la mesa y me tiré sobre la alfombra; las hebras me acariciaron el culo. Me quedé mirando el cielo de concreto; un techo blanquecino con una mancha de filtración en forma de foca que a veces se movía de posición. No había mucho que ver allá arriba, más que la foca aplaudiendo y dando saltos. Giré la cabeza a la izquierda, y vi una lagartija, una horrible lagartija trepando por una pata de la mesa. Volví la cabeza a la derecha; había algo bajo el sillón. Estiré el brazo y logré alcanzarlo. Me lo llevé al ojo. Colores, distorsión: el caleidoscopio de Jonás. Jugué un rato apuntando a la luz de la ventana. El objeto tenía olor a yerba como si hubiese participado en una pachanga hippie la noche anterior. Suspiré, y miré de nuevo hacia la mesa: ahora habían dos lagartijas en la cima del Everest que formaba mi paño albo. Agité el brazo con fuerza y pegué un buen tiro. El juguete se desbarató por completo; las piezas fosforescentes se desperdigaron por todo el salón. Los amantes escamosos cayeron resistiéndose al vacío. Al primero en caer se le salieron las tripas, el segundo, en su intento de huida fue sorprendido por mi despiadado pie. Después de despegar al minucioso ser de entre mis dedos, sacudí la toalla, y me fui a duchar. El agua cae mezquina, como si la muy hija de puta tuviera asco de mojarme. Siempre he sabido que me veo mejor vestido; también sé que los demás lo notan, y lo siguen notando luego del primer encuentro. Me examinan, hurgan entre mis axilas buscando un pecho tonificado; me escanean y sé bien que les viene a la mente la palabra ecografía al ver mi barriga de preñado; me inspeccionan la espalda y siento cuando arrugan la cara. El champú es un buen amante, porque no me tiene miedo, se cuela por dónde le da la gana y hace espuma, más espuma que aquellos tontos. El champú es generoso y no se queja. La pereza que tengo de vestirme es la misma que sentía cuando me tocaba moverme. Jonás no se cansaba nunca, punzaba con la continuidad de una aguja de máquina de coser. Me reventaba por dentro. Al llegar mi turno las cosas cambiaban bastante. Me quedaba ahí parado fumando un cigarrillo, admirando su porte, su firme trasero. Sólo después, cuando me aburría de mi propio desaliento, tiraba la colilla; paseaba lentamente mi dedo ensalivado con nicotina, levantaba mi panza y en un momentico me corría dentro del lodo. A la moda y a mí nunca nos presentaron; terminé poniéndome una camisa

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cualquiera con unos pantalones de Jonás. Cogí la chaqueta y salí. En el pasillo, bajando las escaleras me encontré a Lola: «¡Abel!, pero qué guapo vas». «Gracias Lola. Y tú has bajado un poco de peso ¿no?». Realmente, cada vez que la veo luce peor. «Te digo que no he bajado ni un gramo, lo dirás por cortesía, pero estoy más gorda». «Debe ser la ropa entonces», dije por instinto. «¿Cómo está Jonás? ¿Ha vuelto?». «La verdad es que no he tenido muchas noticias, sólo sé que está en un pueblo sin mucha comunicación». «¡Espero vuelva pronto!, él siempre ha sido buen muchacho, hace falta en el edificio» –dijo, culminando la frase con ese tono de querer hacer más preguntas. «Cuídate Lola y salúdame a los niños. Se me hace tarde. Voy corriendo al mercado», me apuré a decir. «Anda, les daré tus saludos. ¿Tienes invitados hoy?». Lola es una vieja chismosa, y sus niños unas ratas de cañería que andan siempre escuchando tras las puertas de los vecinos. Lola se sabe la historia de todo el mundo, pero nadie conoce la de ella. A veces me provoca decirle: «Oye, Lola, vete al infierno pendeja, jodete tú y tu puto cabrón», pero no sé porque no lo hago. La verdad, creo que es bruja. Hoy tengo invitados. Pensaba en los perros mientras esperaba el autobús. Los perros no tienen nada que esperar. Sólo están allí; ser perro es eso. Su existencia se reduce a estar: no tienen que esperar por la graduación del colegio, por la universidad, no hacen filas en los bancos; no suspiran pensando en matrimonio, les importa un pito ganarse la lotería. Por eso me gustan los perros callejeros; almas libertinas sin rabos amputados, hocicos que nunca han cogido periódicos con fines de servicio. Ése que se chupaba las patas tenía hambre, los huesos le moldeaban la piel. No llevaba nada para darle, pensé en una moneda, pero los perros no esperan nada, sólo están allí. No son mendigos. En el autobús encontré un asiento libre junto a una morenaza –algo vulgar y desaliñada–, iba con una nena que aparentaba tener un año. La niña iba hablando con su propio reflejo en la ventanilla. No era linda, pero tenía personalidad. De repente comenzó a llorar. Su reflejo también lloraba, parecía un drama entre gemelas. «¿Cómo se llama?», pregunté. «Lidia», dijo la mujer. Lidia enfurecida haló el escote de su madre. Las tetas brincaron. La mujer le dio un regaño, pero su pequeña hizo caso omiso y siguió forcejando con los senos. La madre no aguantó el berrinche, y se sacó una teta –por un momento creí que atravesaría la cabeza de la niña con aquel pezón tan alargado

y puntiagudo–. Era una mamila oscura, casi negra, pegada a una areola gigantesca. Lidia succionaba de modo rítmico. La mujer, cansada, cerró los ojos; entre succión y succión, se mordió la boca y dio recorridos suaves con su lengua por el labio superior. Si me gustasen las mujeres, no hubiese dudado en pedirle una probada. El bus se detuvo. Me despedí de la niña con una sacada de lengua, le sonreí a la madre y bajé de un salto. En el pasillo de los embutidos tumbé unos frascos de pepinillos, los vidrios se volvieron añicos; los vegetales quedaron mutilados pidiendo auxilio en su propio charco de vinagre. Me cuesta entender esa estúpida manía que tienen los supermercados por amontonar todo en forma piramidal, –ni que esta mierda fuese Egipto–. Mi barriga ha empezado a no gustarme, la tropiezo con todo. Me alejé del accidente y de los heridos pepinillos, en mi mente sonaba el soundtrack de la Pantera Rosa. Cogí lo que necesitaba y pagué. Cuando volví a la parada de autobuses, crucé la calle y vi que el perro tenía compañía: una perra callejera. Saqué un paquete de salchichas, las arrojé y seguí mi camino. A unas pocas cuadras de recorrido volteé a ver. La escena era clara, después que tragaron la comida se pusieron a copular en público. Eso me recordó la vez que lo hicimos en vivo vía internet. La anaconda de Jonás me abrazó por la cintura, y sumergió su cabeza en lo profundo. Yo estaba amarrado de brazos, suspendido del techo –a él le gustaban las acrobacias. Siempre envidié la anaconda de Jonás, pero era una envidia sana, porque en ella encontraba todo consuelo. Él no tenía amigos, lo cual me llenaba de regocijo. Jamás hubiese permitido ninguna salida con un tipo que no fuese yo, Jonás era perfecto. Una escultura caliente con palpitaciones y pensamientos. Mi hombre tenía la carne dulce; sus abdominales eran como morder bombones de pulposa carne. Su pecho bronceado sobresalía con una grandeza comparable a la de un gladiador romano. Esa vez frente a la cámara de video, sangré; Jonás se puso mucho más caliente, sacó su monstruo y se corrió en toda mi espalda. Después, para premiarme por mi buena conducta lamió el hilo rojizo que destilaba desde mi esfínter. Seguido a eso, vimos la grabación –parecíamos actores y eso nos excitaba–, así que recreamos la escena de nuevo, sólo que con menos fiereza. Jonás es de esos tipos que provoca comérselos a bocados. Tocaron el timbre. Eran Fran y Jaime: una pareja de maricones maduros, de esos con el ego enterrado como un mojón en la cabeza. «Hola, Abel», dijeron a dueto. «Adelante chicos, un gusto

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verlos». Tuve días planeando la cena, todos dicen que los maricones cocinan bien, pero no es mi caso. Respondí algunas preguntas insustanciales acerca del aspecto de mi apartamento. Serví vasos de vodka. «Esto debió haberte costado una fortuna, qué buen gusto tienes», pronunció Fran con tono halagador. «Eso no lo compré yo, aquí el de los gustos es Jonás», contesté. «Ah claro, claro», dijo Jaime. Fran rió levemente. «A propósito, ¿qué has sabido de Jonás?», cuestionó Jaime. «Pues, no mucho. Sólo sé que estaba trabajando como cantinero en la capital. Sé que está bien», dije. «Es una lástima que las cosas hayan terminado así», intervino Fran. «Yo todavía lo espero, es lo único que me importa de esta mugrosa vida. Él se desmoronó cuando me escuchó al teléfono, yo hablaba con un chico que recién acababa de conocer, era simple coquetería ya saben… fallé en confesarle algunas debilidades de Jonás, su incapacidad de hacer amigos, su familia disfuncional, sus padres muertos, en fin, su dependencia a mí. Jonás de ningún modo hizo nada sin mí, los cuatro años que estuvimos juntos fueron maravillosos, pero pequé en decir

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que me estaba sofocando, que a veces desearía que tomara un vuelo y no volviera en meses», les dije desahogándome. «Y te tomó la palabra», acentúo Jaime. «Sí, literalmente la tomó. Entonces lloró como nunca; no he visto ojos más tristes ni lágrimas tan espesas». Ciertamente, no tengo idea por qué sigo teniendo trato con estos maricas, son unos imbéciles materialistas. Los dejé conversando un rato. Volví a la mesa y serví la cena. Fran y Jaime hicieron comentarios exagerados sobre lo delicioso que había quedado todo. Comieron hasta reventar. Me sentí gozoso de verlos tragar, estuve al límite de tener un orgasmo. Vaciamos la botella de vodka y al rato se despidieron. Eran insoportables, juré que sería la última vez que los vería. Me puse a ordenar la cocina. Metí un par de cosas en el refrigerador, y vi que todavía quedaban costillas. El sitio olía a quemado, eso de cocinar a fuego lento no iba conmigo. Boté las flores marchitas del florero. Lavé los platos. Abrí el horno, era todo ceniza y carne chamuscada. Barrí el polvo –su mejor polvo– y lo vacié en el florero. El maldito de Jonás siempre quiso que lo cremaran.







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