Buriñón | Número 2

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Una revista con algunos pelos de monstruo



Editorial

S

an Marcelino Champagnat me miraba desde lo alto de la pared con cara de desapruebo: movía la cabeza de un costado a otro empañando el cristal con la punta de la nariz. San Marcelino no parecía un buen tipo, pero al menos era mejor que el profesor, aunque solo fuese un retrato. Esa mañana creí escuchar que se haría el interrogatorio del Coronel no tiene quien le escriba, y lo tuve claro cuando oí: «Canaán, explicadle a vuestros compañeros el tipo de narrador y el argumento de la novela». Y yo ni siquiera le había quitado el celofán... así que me inventé una historia partiendo del título –una historia que no me dejó terminar. Siempre pasaba algo en la clase de Literatura, y ese día las oportunidades se habían acabado para mí. Fue la última vez que vi al hermano Alberto. Mientras se decidía mi destino por haber reprobado el noveno grado, conocí al Coronel una de esas tardes de fumar a escondidas en el cuarto de lavado. Recuerdo que dejé de escuchar el ruido de la lavadora y del ventilador de techo apenas saboreé el café revuelto con óxido de lata que el Coronel preparó, y sentí cómo nacían hongos y lirios venenosos en mis tripas. Era la primera vez que leía un libro por voluntad propia, y puedo decir que en este instante, aparecen imágenes clavadas en mi memoria como si se tratasen de las espuelas de aquel gallo de pelea. Gabo, esta edición es para vos, y para los escritores que nunca mueren. R.

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Editor responsable Ricardo Canaán Sub-editora Edwina Quintero Portada

Vittorio Cacciatore

www.ladelmonstruo.com twitter.com/ladelmonstruo facebook.com/ladelmonstruo Buriñón es una marca independiente, y está protegida por un monstruo, al que vale mejor no molestar… cuando está comiendo. No está permitida la reproducción total o parcial del contenido de esta revista sin previo aviso del editor y los autores. Las opiniones expresadas en los contenidos no reflejan las opiniones de los editores. Todo lector es libre de descargar esta edición de manera gratuita, al teléfono o a cualquier otro aparato para llevarla a todos lados, para mostrarla, quererla y hablar con ella. También está permitido contactar a sus autores para piropearlos y decirles lo bien que lo han hecho. El número dos de Buriñón, correspondiente a los meses junio, julio y agosto; terminó de editarse el 20 de mayo de 2014 en Montevideo, Uruguay; con mucho frío, tortas fritas y dulce de leche. El equipo de Buriñón agradece a quienes acudieron con entusiasmo e ilusión a nuestras dos convocatorias. También le damos gracias a Leida, a Romi y a Ricardo por su amor; a Néstor Fuenmayor por los buenos momentos; a Jenny por las largas conversaciones de chat; a Carolina Lozada por su calor; a Lea y a Seba por los mates; a Eva por leer siempre; a Olteana por su sexitud; a Yas y a Fre por los aviones; a Claudia, a Andresk y a Amelie por su magia; a Maggi por los chistes; a Catherine Medrano por darle raíces a esta publicación y por hacernos libres; a Tamar por ponernos la piel de gallina con su Lápiz de cintura; a Mili por prestarle la PC a Edwina cuando la suya andaba de resfriado, y por acompañarla a escribir aunque siempre esté dormida a sus espaldas; a todos por creer en el proyecto, por darnos valor y motivación. Esta es nuestra número dos, hecha con los dientes y el corazón. Feliz paseo. Buriñón, 2014. Todos los derechos reservados.

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Alberto Quero (Maracaibo, 1975). Poeta y narrador. Licenciado en Letras, Magister en Literatura Venezolana y Doctor en Ciencias Humanas por la Universidad del Zulia. Miembro de la Asociación Venezolana de Semiótica. Ha publicado: Dorso (Secretaría de Cultura del Estado Zulia, 1997); Esfera (Fondo Editorial Miguel Otero Silva, 1999); Fogaje (EdiLUZ, 2000), Giroscopio (Ediciones Actual, de La Universidad de Los Andes, 2000) y Aeromancia (Universidad Católica Cecilio Acosta, 2006). Ha sido incluido en las antologías: Los espejos plurales (Universidad del Zulia, 2000) y Cuentos de monte y culebra (Universidad de Los Andes, 2004). albertoquero@yahoo.com

Alejandra Céspedes (Bogotá, 1981). Artista plástico e ilustradora. Estudió Artes Plásticas en la Universidad de Los Andes y la Maestría en Ilustración en Nottingham Tren University, Reino Unido. Sus trabajos han aparecido en revistas como Mallpocket, El Malpensante, Bacánika, La Peste y Seconal. Publicó el libro ilustrado Adiós en Altamar (La Valija de Fuego, 2012). Le gustan los libros en todas sus formas y colores, también dibujar en vivo y directo. Su tiempo libre lo invierte en el dibujo, la lectura y cuidando a sus plantas. Ama las caminatas porque considera que caminar resuelve todos los problemas. alejandrawing.com

Alejandro Uscátegui (Bogotá, 1990). Artista visual. Estudió Artes Visuales con énfasis en expresión gráfica en la Pontificia Universidad Javeriana. Ha expuesto individualmente y en varias colectivas, también ha publicado en medios digitales y electrónicos. Pinta cuentos que no ha dicho, que ya ni recuerda: uscateguialejandro.wix.com/ alejandrouscategui


Amílcar Bernal (Colombia, 1950). Ingeniero Mecánico, lector de literatura y aficionado a la escritura. Ha obtenido el Primer puesto en el VII Concurso Nacional de Poesía Ciudad de Chiquinquirá por el poemario Solos de retruécano (2009); Segundo premio en el VI Concurso Internacional de Poesía Miguel de Cervantes por el poemario La sal de los hoteles (2011). Cuenta con menciones en varios concursos internacionales de narrativa y poesía, también publicaciones locales e internacionales en antologías, periódicos, revistas impresas y digitales. amilcarb@email.com

Arturo Rozo “R2frito” (Colombia, 1987). Artista visual, animador e ilustrador. Estudió Audiovisuales y Multimedia en la Universidad Jorge Tadeo Lozano, también ilustración en la Escuela Nacional de Caricatura y realizo el diplomado en concept art en la Escuela Grau; en la actualidad cursa un taller de Cinema 4D para complementar sus habilidades en composición de video. Sus trabajos han aparecido en diferentes medios de comunicación y ha sido reconocido por su obra en diversas exposiciones y certámenes. arturorozo.com/#!nivel/c1kld

Augusto Mora (Ciudad de México, 1984). Ilustrador e historietista. Su formación ha sido mayormente autodidacta, ha tomado cursos y diplomados de ilustración en la Casa Universitaria del Libro de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y en la Universidad Autónoma Metopolitana (UAM). Ha trabajado como ilustrador para las casas editoriales: Richmond Publishing, Santillana, Editorial SM, McMillan-Castillo, Editorial Televisa y Editorial Progreso. Sus ilustraciones han aparecido en diversas revistas y periódicos. Cuenta con cinco novelas gráficas publicadas: Cosas del Infierno (MQ cómics, 2005), El Mazio, la maldición del Vástago (Editorial Jus, 2010), Muerte Querida (Editorial Caligrama, 2012), Tiempos Muertos (Editorial Resistencia, 2012) y Grito de Victoria (MQ Cómics, 2013). Le gustan las tradiciones mexicanas, las artesanías y los viajes para conocer nuevas costumbres. muertequerida.com/ augustomora_ilustrador

Carla Prato (Caracas, 1987). Diseñadora e ilustradora. Estudió ilustración en el Instituto de Diseño de Caracas, realizó cursos de dibujo y es licenciada en Diseño Gráfico por la Universidad Nueva Esparta. Ha enfocado su trabajo en la ilustración infantil y juvenil, de este modo ha trabajado para diversas casas y proyectos editoriales. flickr.com/photos/53494215@N07

Carlos Andrés Salazar (Medellín, 1981). Ingeniero, profesor y ensayista. Luego de estudiar ingeniería de control en la Universidad Nacional de Colombia y vagar por las empresas del país, decidió hacer la maestría en Hermenéutica literaria en la Universidad Eafit. Allí trabaja como investigador, hace divulgación científica y suele pretender que a todos en clase les interesa lo que dice. Publica ensayos en la Revista de la Universidad de Antioquía, algunas revistas académicas y en su blog personal. Juega ultimate, duerme mientras lee y siempre da las gracias. letraspendientes.blogspot.com

Carolina Jhon (Osorno, 1987). Escritora y Licenciada en Literatura Creativa de la Universidad Diego Portales. Directora de la revista literaria PULULA. Radicada en Lima desde 2013. Gusta del cine clásico, leer al aire libre, caminatas largas y el vino. emilia. conclaire@gmail.com

Edwina Quintero (Cabimas, 1990). Periodista. Estudió Comunicación Social Mención Periodismo Impreso en la Universidad del Zulia. El fútbol le hidrata la célula del amor, los musos también. Ama soñar despierta, vive para imaginar y usar el botón de la creatividad con frecuencia para mostrarle a algún lector, una humilde perspectiva del mundo que ambos pisan. @EdwinaQuintero

Fernando Torres Rojo (Hidalgo, 1992). Diseñador e ilustrador dedicado al diseño editorial. Su trabajo de ilustración se basa en las culturas, mitos y leyendas de distintos países. También busca configurar por medio de la geometría, mundos y realidades alternativas. En la actualidad se desempeña como Editor Gráfico de la Revista CUADRO. Le apasiona viajar por su país, escuchar música y coleccionar revistas, sobre todo si se tratan de ejemplares únicos o ediciones limitadas. behance.net/Fernando-Torres-Rojo

Florencia Aristarain (Mendoza, 1984). Diseñadora e ilustradora. Se encuentra finalizando su carrera de grado en Universidad Nacional de Cuyo, como diseñadora gráfica mientras se dedica a la ilustración. Disfruta y se inspira con la naturaleza. Disfruta leer, ir a la montaña y recostarse en el pasto a mirar el cielo. floraristarain.blogspot.com.ar

Gabriela Mesones Rojo (Caracas, 1989). Nació en un hospital clandestino de abortos. Cuando no está estudiando Artes en la UCV, actúa en el teatro, toma fotografías de calle, escribe, modela, pinta o coquetea, a pesar de tener múltiples tics nerviosos. Ha colaborado en Código Venezuela, Revista Latinoamericana Ovnibus, Revista Ojo y Revista Prisma. A veces gana cosas, pero no las recuerda. El cigarro es su pastor. @unamujerdecente

Guilmer Lugo (Cabimas, 1989). Diseñador gráfico e ilustrador. Estudió Diseño Gráfico en la Universidad del Zulia. Ha colaborado con distintas publicaciones impresas y digitales de su país. Su trabajo ha sido expuesto en diversas exposiciones colectivas en las que ha recibido menciones y reconocimientos. flickr.com/ photos/andguil, enanosbastardos.tumblr.com

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Iván Mauricio Durán (Colombia). Economista de la Universidad Nacional de Colombia. Vive entre Bogotá, Barcelona y Berlín gracias a una beca para hacer estudios de doctorado. Aunque ha trabajado más de seis años entre la investigación económica y las políticas públicas, considera que la buena literatura puede tener más impacto sobre las personas que cualquier teoría social; no olvida la primera vez que leyó Sobre héroes y tumbas ni la conmoción que le produjo Los detectives salvajes. También es un apasionado de los viajes y de la crónica literaria, especialmente Latinoamericana. www.facebook. com/ivanmduran

Javier Domínguez “Hurricane Jadg!” (Cancún). Diseñador gráfico e ilustrador. Estudió Licenciatura en Diseño Gráfico Digital en la Universidad Interamericana para el Desarrollo (UNID). En su trabajo plasma ideas tomadas de pequeñas frases, canciones o escenas. Ha publicado en varios medios digitales e impresos. Le interesan los libros y casi todo tipo de material editorial; también el cine y el rock. behance.net/HurricaneJadg

Jorge Nicolás del Río (Argentina, 1953). Escritor. Comenzó a publicar en el año 2005. Ha recibido diversos premios y distinciones. En 2011 participó en el equipo de escritoras y escritores que realizaron un trabajo para el libro Hua Hum (Identidad de un paisaje cultural a través del rescate de la palabra), con el cuento Stephan. La publicación fue presentada en la Feria del Libro de Buenos Aires, mientras que su relato Reverso formó parte de la antología NYC y VYQNavegantes en la Patagonia. jorgendelrio@ yahoo.com.ar

José Ramírez (Bogotá, 1963). Economista de profesión y escritor de corazón. En 2013 recibió másdeunadocenadedistincionesporsuscuentos, microcuentos y relatos cortos presentados en España, Brasil, Colombia, Argentina y Estados Unidos. satanasg@gmail.com

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Juan Pablo Corredor (Bogotá, 1986). Ilustrador y animador. Estudió Diseño Gráfico en la Institución Universitaria Los Libertadores. Su trayectoria como ilustrador se ha desarrollado principalmente en el área editorial, teniendo la oportunidad de trabajar con distintos tipos de público: infantil, juvenil y adulto. Sus ilustraciones han aparecido en medios digitales e impresos, al igual que en exposiciones. Su trabajo puede verse en flickr.com/photos/agafitopelaes

Juliana López Vargas (Santiago de Cali, 1991). Estudió Diseño Gráfico en el Instituto Departamental de Bellas Artes de Cali. Le gusta dibujar, nadar, escuchar historias, tomar sol y caminar. Ha participado en exposiciones colectivas como “Hábitos disecados” y ha publicado en las revistas El Clavo, Índigo, Covermag, Furiamag y en la web Women Designers. Sus trabajos pueden verse en behance.net/JulianaLov y en facebook.com/Julianadibuja

Karen Aguilar (México D.F, 1990). Diseñadora e ilustradora. Su trabajo ha sido seleccionado y reconocido en diversos eventos: en 2012 obtuvo una mención en la Segunda Edición del Premio a la Ilustración Latinoamericana en el Encuentro Latinoamericano de Diseño 2012 (Universidad de Palermo); en 2013 recibió una mención en XXIII Catálogo de Ilustradores de Publicaciones Infantiles y Juveniles; en el XXV Concurso Nacional de Cartel Invitemos a Leer, entre otros. Le gusta mirar cine, leer, escuchar música, practicar el poco alemán que sabe, aprender a coordinarse con el Ukelele y sobre todo (cuando puede) viajar. behance.net/K_A

Kiven Moreno (Colombia). Estudió Diseño Gráfico en la Fundación Universitaria Los Libertadores. Su estilo como ilustrador se basa en la utilización de tramas como solución para generar volumen, le interesa emplear perspectivas realistas aunque los elementos no se parezcan a lo cotidianos. mrhox.com/kivenes

Leandro Bustamante (Montevideo, 1988). Diseñador industrial e ilustrador. Pinta y dibuja en cualquier superficie, desde cuadernolas hasta tapas de cuadernos viejos o cualquier tipo de soporte que tenga a la mano. Le gusta la literatura y el cine. Mantiene el blog ilustracioneslea. blogspot.com. Su portafolio puede verse en behance.net/leandrobustamante.

Maggi (Mérida). Diseñadora gráfica y fotógrafa. Formada en la fotografía de manera autodidacta, se ha centrado en el retrato y la moda; sus gráficas destacan por sus acabados, conceptos, colores y texturas. Sus trabajos han sido publicados en medios digitales e impresos, al igual que ha expuesto en diferentes colectivas; en abril de 2013 presentó su primera individual titulada "Notas cromáticas". Le apasiona la pintura, la escultura y la ilustración; también experimentar con técnicas que le permitan explorar e innovar dentro de su estilo. behance.net/maggiflux

María Alejandra Spinetta (Entre Ríos, 1963). Es Licenciada en Comunicación Social desde 1996 y escritora desde mucho antes. Ha realizado talleres de literatura y cursos de narración, estudió teatro y es bailarina de tango. alejandraspinetta@ yahoo.com

María Isabel Briceño Armas (Caracas, 1959). Licenciada en Comunicación Social egresada de la Universidad Central de Venezuela con Postgrado en Psicología. Sus publicaciones han aparecido en varios medios digitales. Ama la flora y la fauna, leer; mirar, escuchar, oler y degustar la vida ajena (sin tocarla); pensar, cocinar, comer, opinar y dormir. @IsaCuento


Marian Alefes (Bogotá, 1981). Escritor, diseñador y artista plástico autodidacta. Ha participado con ilustraciones y textos en los sitios web: Esfera Cultural, Al otro lado del espejo, El microrrealista, Animalditos y Hoja blanca. Ante todo le gusta dibujar, para él es fundamental, pues considera que todo pasa por el dibujo. marianalefess@ gmail.com, behance.net/marianalefess

Melanie Taylor Herrera (Panamá, 1972). Escribe cuento, microrrelato, poesía y ensayo. Tiene un Técnico Superior en Violín, una licenciatura en Psicología y una maestría en Musicoterapia. Es violinista de la Orquesta Sinfónica Nacional de Panamá. Ha recibido diversos galardones por sus escritos en su país, Centroamérica y España. Ha publicado tres libros de cuentos: Tiempos Acuáticos (2000); Amables Predicciones (2005) y Camino a Mariato (2009). Ha escrito en inglés y español para revistas y sitios web, recientemente fue incluida en las antologías de ciencia ficción latinoamericana: Qubit publicada en Cuba por la Editorial Casa de las Américas; Cuentos del Hambre de Alfaguara y en Mujeres en la historia 1800-1940 de Ediciones Irreverentes, España. melataylor@ cwpanama.net

Natalia Letona (Santa Tecla, 1989). Diseñadora gráfica e ilustradora. Lo que realmente le apasiona es la ilustración, la creación de personajes y texturas; sus días están llenos de criaturas coloridas que hacen música. La hora del té es su momento favorito, su libreta y su pluma son sus compañeras de aventuras. Ha trabajado para diferentes instituciones y editoriales nacionales e internacionales. Realizó las ilustraciones de cada uno de los integrantes de la Sinfónica Juvenil de El Salvador para su temporada 2010. Recientemente ha colaborado con la UNICEF pintando un mural para la campaña “¿No te indigna?”; al mismo tiempo ha trabajado con artistas y colectivos ambientales independientes. Algunos de sus proyectos personales llevan por nombre “Garabateando”, “Garabato Musical” y “La hora del té”. behance.net/natalialetona

Nicolás Agustín Mattera (Buenos Aires, 1976). Es Licenciado en Sociología por la Universidad de Buenos Aires, especialista en marketing y comunicación online. Como escritor ha sido finalista en el prestigioso Concurso Cosecha Eñe 2013 de España por el cuento Tomates y ha obtenido la Mención Honorífica del Club del Libro en español de las Naciones Unidas en Ginebra (ONU) en la categoría cuentos. Es además, creador y director de desarrollo de Falsaria, la Red Social Literaria más importante de habla hispana. Viajar y leer son sus mayores aficiones. nicolasmattera@gmail.com

Ricardo Bracho “Art3sano” (Maracaibo, 1985). Diseñador gráfico e ilustrador. Sus influencias e inspiración provienen de la calle, la sociedad, la cultura latinoamericana, y la música. En su trayectoria ha trabajado para: Nike, GM, Nestlé, Fiat, Friday's, Digitel, Directv, Farmahorro, Diageo, Banco Exterior, Vogue, Empresas Polar, Supercable, entre otros. Ha participado en la exhibición "CARACTERIA" realizada en el Centro Cultural de Burlada (Barcelona, España); la conferencia dictada en la Universidad de Palermo (Buenos Aires, Argentina); los trabajos realizados para la organización HEAL THE DREAM (África), y TSJUNAMI PROJECT (Japón). behance.net/art3sano

Nilton Santiago (Lima, 1979). Es Licenciado en Derecho y Ciencias Políticas y autor de El libro de los espejos (Segundo Premio Copé de Poesía 2003 en su XI Bienal) y de La oscuridad de los gatos era nuestra oscuridad, libro ganador II Premio Internacional de Poesía Joven de la Fundación Centro de Poesía José Hierro, (publicado en 2012 con el prólogo y varios grabados de Juan Carlos Mestre). Su último libro El equipaje del ángel acaba de recibir el Premio TIFLOS de poesía y será publicado próximamente por la editorial VISOR. Desde hace varios años reside en Barcelona, donde trabaja como asesor legal y prepara su libro de poesía visual 33 formas de pronunciar Duchamp. el-instante-anterior.blogspot.com.es

Roberto Riveros (Santiago de Chile, 1988). Diseñador e ilustrador. Desde la educación básica mostró interés por el área creativa, al tiempo decidió forjarse como diseñador en la Universidad Andrés Bello. Enfocó su formación de manera integral, pero con una pasión clara: la ilustración. Trabaja de manera independiente para distintas empresas e instituciones, mantiene colaboraciones en medios digitales e impresos. cargocollective.com/robriv

Octavio Jiménez Quiroz (Ciudad de México, 1979). Cursó la Licenciatura en Diseño y Comunicación Visual especializándose en Ilustración en la Escuela Nacional de Artes Plásticas de la UNAM. Desde 2011 trabaja y sobrevive como ilustrador independiente, productor gráfico e historietista. Su obra ha sido seleccionada en múltiples concursos de ilustración, cartel y gráfica nacionales e internacionales. Ha impartido talleres de dibujo, origami, grabado en linóleo, igualmente ha participado y organizado exposiciones de gráfica popular colectiva en diferentes foros y barrios de la Ciudad de México. behance.net/moztadio

Rosakebia Estela Mendoza (Chiclayo, 1990). Escribe poesía. Ha publicado Alabanza a una extraña (El escondite, 2010); Retrato hablado de la noche (2013), entre otros. Ganó el Primer Puesto del XI Concurso Regional de Poesía, Juegos Florales Municipales- Chiclayo; también el Concurso Internacional de Poesía Latin Heritage Foundation (2011), Mención Honorífica del V Concurso de Cuento Breve a Toda Página, Centro Peruano Americano, El Cultural (2012). duasruasfoundation.blogspot.tw

Tamar Flores Granados (Quíbor, 1992). Estudiante de Letras, mención Lengua y Literatura Venezolana en la Universidad de los Andes. Trabaja como preparadora de las materias Literatura Hispanoamericana I, II, y III. Le gusta bailar flamenco como pasatiempo, o caminar por ahí sin rumbo. tamarfloresgranados@gmail.com

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Por qué los

superhéroes

necesitan un trabajo Un ensayo de Carlos A. Salazar Ilustrado por Arturo Rozo

Quisiera que estuvieras aquí para verlo… Y estarás. Johnnie Walker

H

ola, mi nombre es Peter Parker y soy fotógrafo. Mi nombre es Clark Kent y soy periodista. Thomas A. Anderson: desarrollador de software… ¿Mi nombre? Baldí, abogado. Podría parecer un despropósito poner en todo este vericueto al famoso personaje de Juan Carlos Onetti pero es que la pregunta que está por título podría haber sido planteada al revés ¿Por qué los empleados precisan una aventura? Y es que ese posible Baldí que transita el relato del autor uruguayo y cuenta historias a las Bovary de plaza Congreso es un extraviado oficinista sujeto a la necesidad de inventar una identidad para vencer a su peor enemigo: el trabajo. Quizás mi abuelo tenía más razón de la cuenta cuando me decía que acumulara recuerdos, que para él fueron la única compañía posible en sus solitarias y extenuantes jornadas de trabajo. Y aunque jamás ha precisado qué tipo de recuerdos son los adecuados, a mí me gusta creer que deberían parecerse a los de ese improbable Baldí o a los de algún superhéroe.​ Es difícil determinar la razón por la cual algunas de las personas que invaden los medios de comunicación, como superhéroes, parecen ajenos a esos sentimientos propios del trabajo. En otras palabras uno nunca podrá ver a Messi y a Cristiano Ronaldo como un par de asalariados. Uno sí sabe que Federer, Daniel DayLewis o Scarlett Johansson, por ejemplo, ganan mucho dinero pero jamás podremos imaginarlos detrás de un escritorio. Hay personas en el mundo para las que su vocación y su trabajo parecen coincidir y, tal vez, sea ese


el motivo por el que no vemos para ellos una oficina, una rutina o un jefe. De hecho, es sólo cuando alguno decide confesarse que las cosas parecen tener sentido; como cuando Gabriel Omar Batistuta declaró que el fútbol no le gustaba, que simplemente era su trabajo. O como cuando algún cantante decide emular a Héctor Lavoe para gritarle al público que pese a tanta tristeza debe ponerse, una y otra vez, el overol. ¿Y qué pasa si algún día nos levantamos convertidos en un insecto? Pues sí, angustiarnos porque no podremos llegar a la oficina a tiempo. Y es que el trabajo, su capacidad para hacerse nuestra única preocupación hace que, para quienes no tenemos la suerte de que coincida con nuestra vocación, se convierta en el lugar al que debemos hacer converger lo que somos y lo que queremos ser.​ En sus Meditaciones pascalianas Pierre Bourdieu dedica especial interés a los efectos que tiene el trabajo en la vida. Quizás una de las más interesantes reflexiones sea aquella que gira en torno al hecho de que los seres humanos vivimos inmersos en el enfrentamiento constante entre las esperanzas subjetivas y las posibilidades objetivas, entre las expectativas que tenemos de la vida y el mundo que permite cumplirlas. Y es precisamente cuando percibimos que unas no se corresponden con las otras, que debemos “orientar las aspiraciones hacia objetivos más realistas, es decir, más compatibles con las posibilidades inscritas en la posición ocupada”. La propuesta de Bourdieu concluye diciendo que el trabajo es una fuerza que genera un habitus, es decir, genera prácticas objetivamente ajustadas a las posibilidades. Y es cuando logramos ser conscientes de esto último, que percibimos la cadencia de la vida y se va consolidando un destino. Sostiene Bourdieu que es allí cuando nacen todos esos sentimientos que se encuentran en función del tiempo —y a los que tanto provecho les ha sacado la literatura contemporánea—. La espera o la impaciencia, el lamento o la nostalgia y el tedio o el descontento son, justamente, las sensaciones que relacionamos con el trabajo y que parecen no tener cabida en aquellos para los que las posibilidades se vuelven cómplices de sus esperanzas. En las últimas películas de superhéroes, por ejemplo, se ha intentado demostrar que estos personajes —pese a ser lo que son— no tienen resueltos todos sus asuntos. Es decir, a ellos el paso del tiempo también parece atravesarlos. Sus expectativas y posibilidades

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parecen no corresponderse y se fracturan. Se les niega constantemente expresar, a través de sus acciones, lo que son en realidad. Pero en su caso esa relación que plantea Bourdieu entre la illusio y las lusiones se invierte: su identidad se debate entre el ser conscientes que lo pueden todo y el saber que no es posible cumplir con las expectativas que les han sido impuestas. En toda esa legión de nuevos personajes míticos el drama de Bruce Wayne es mucho más paradójico que el de ningún otro, su fortuna le permite ser el único para el que todo es posible sin su máscara, mientras que con ella no deja de ser una persona intentando pertenecer al grupo de aquellos a quienes su naturaleza misma otorgó algún poder especial. En todo caso, la discusión respecto a qué debe pensarse sobre el trabajo y sus formas siempre estará abierta. De hecho, las manifestaciones populares parecen no ponerse de acuerdo con respecto a sus beneficios, no olvidemos que trabajar es para el buey y Dios lo hizo como castigo; en algunos casos, incluso, se avizora la jubilación como la época más feliz de la vida. Sin embargo, tanto los seguidores de Voltaire como de Martín Lutero rescatan la importancia del trabajo como forjador del carácter de los hombres. Recordemos que trabajar es lo que hace grande al corazón y le da firmeza a la mano. Sin embargo, y pese a las discusiones, las formas que ha tomado el trabajo tanto en tiempo y espacio han cambiado radicalmente. Obviamente los medios de transporte, la arquitectura, los materiales y la tecnología tienen mucho que ver en ello. Son esas transformaciones y su influencia en los seres humanos las que en las últimas décadas han llamado el interés del sociólogo norteamericano Richard Sennett quien en uno de sus libros: la corrosión del carácter señala cómo esas transformaciones nos han llevado a un punto en el que la fidelidad a una empresa, a una profesión, son deseos anacrónicos; y, por qué no, hasta la lealtad a ciertas causas. Sennett hace un recorrido por los cambios que ha sufrido el trabajo en los últimos

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doscientos cincuenta años y el impacto de estos en las personas y las sociedades. Pasamos de vivir en las casas de nuestros maestros artesanos, en su taller y compartir la mesa con su familia a tener que recorrer a diario la distancia que separa nuestra casa del lugar de trabajo. Una distancia, de hecho, que consume parte de nuestro tiempo vital y que sirve de purgatorio entre el lugar en el que somos y el lugar en el que nos imponen ser —donde sea que quede ese lugar para cada persona y tanto de ida como de vuelta. Durante esos dos siglos y medio hicimos el salto del artesano cualificado al obrero especializado, del conocer con detalle cada una de las etapas del proceso de un

producto a no conocer más de una. De ser conscientes de nuestro papel dentro de la producción de un artefacto a no poder acertar en decir qué es lo que hacemos. De darle el lugar apropiado a las máquinas para hacer aquello por lo que se les creó, a que los computadores programen e indiquen el lugar en el que debemos recoger los productos dentro de una planta y qué lugar nos corresponde ocupar dentro de ella. Habría tiempo suficiente durante estos años para que incluso, el nacionalsocialismo nos convirtiera en materia prima y producto terminado de todas nuestras manías por el archivo, los inventarios y la industrialización. Y ahora —para no ir más


lejos— la familia se fragmenta al permitir que tanto hombres como mujeres se ausenten de casa y sean capaces de considerar que con una vídeo-llamada es más que suficiente. En medio de todo ese recorrido sin embargo, queda en deuda el hecho de que muy pronto, y para un gran porcentaje de la población, el trabajo volverá a hacerse desde la casa —a diciembre del 2013 se contaban 31.533 teletrabajadores en Colombia—. En otras palabras, la casa será un lugar en el que la familia será víctima, nuevamente, de otra transformación y las sociedades deberán dar respuesta a nuevas preguntas. ¿Serán acaso cosas del pasado eso de las jornadas laborales, los jefes, los compañeros, las hojas

de vida? Y para qué vivir entonces cerca de las ciudades. Y cómo sentirse comprometido con una institución cuya identidad se desvanece en las pantallas de los computadores y las especulaciones de los accionistas. ¿Y qué puede criticársele a la rutina? Recuerda Sennett que desde la perspectiva de Montaigne la costumbre consolida una habilidad, pero el precepto de no cambiar una costumbre es una tiranía; las costumbres buenas son “proyectos” que dejan la libertad necesaria para producir diferentes “resultados”. Es decir que en el debate sobre los beneficios de la rutina tenemos aquella que nos permite hacer algo bien y con ello la sensación de que somos útiles y que hemos

sido llamados para hacer algo que muy pocos son capaces de hacer. Ser diferentes es otra de las maneras en que el trabajo nos compromete. La pregunta frecuente es por qué hacer algo que nunca se nos ha pedido. Por qué seguir esclavos de esa tarea, nada fácil, de levantarnos todos los días y darnos forma. ¿Es acaso nuestro deber como especie exponernos al mundo con un traje que encubra por un momento la más trascendental de las tareas, esa de hacer coincidir lo que somos con lo que queremos ser? Es acaso por esos pequeños triunfos que llenan los días de los artesanos, los periodistas, los desarrolladores de software o las secretarias: el acabado perfecto, el texto impreso, una rutina sin warnings o una encomienda a tiempo. De los ejecutivos para abajo la vida está inundada de pequeños triunfos diarios; de los ejecutivos para arriba todo es parte de un plan mayor e incomprensible cuya distancia a la meta los alienta a ponerse de pie en las mañanas. Es más, en medio de todas esas desperdigadas victorias, hasta los superhéroes se aburren. Una de las ideas en las que coinciden Bourdieu y Sennett es que el trabajo permite, a quienes no parecemos tener algún propósito, no una identidad pero sí la sensación de que estamos comprometidos. Es una respuesta a la pregunta por el sentido de nuestras vidas ya que, en el trabajo, dicho compromiso parece no ser con la institución más que con los colegas. Es tal vez por eso que las formas y estilos de las oficinas han cambiado y hemos dejado atrás los herméticos cubículos o las divisiones piso-techo por espacios abiertos que motiven el intercambio de ideas, incluidas las experiencias personales. Incluso, llevarse bien con los colegas no solo mantiene cohesionado un equipo de trabajo además, —según un estudio de la universidad de Tel Aviv— alarga la vida. Es por eso que los demás siempre han sido un incentivo poderoso. Así lo explica Bourdieu: […] hay en la acción [de trabajar] una felicidad que supera los beneficios

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patentes (salario, precio, recompensa) y consiste en el hecho de salir de la indiferencia (o la depresión), de estar ocupado, proyectado hacia unos fines, y de sentirse dotado, objetivamente y, por lo tanto, subjetivamente, de una misión social. Ser esperado, requerido, estar agobiado por las obligaciones y los compromisos, no significa sólo evitar la soledad o la insignificancia, sino también experimentar, de la forma más continua y más concreta, la sensación de contar para los demás, de ser importante para ellos y, por lo tanto, en sí, y encontrar en esta especie de plebiscito permanente que constituyen las muestras incesantes de interés —ruegos, solicitudes, invitaciones— una especie de justificación continuada de existir. Pertinente es considerar entonces lo que sucede con aquellos en los que esperanzas y posibilidades coinciden. Son una rara especie. Con mayor razón ahora que las empresas, debido a condiciones propias del mercado, dejaron de sernos fieles —y bueno, pese a que ahora existen tantas carreras y profesiones como para sentirnos identificados con alguna—. Unas décadas atrás los trabajadores se comprometían con las empresas en una especie de matrimonio, crecían con ellas, eran conscientes de sus debilidades y pese a ello persistían. Al punto que su identidad, su carácter, el propósito de sus vidas coincidía con los objetivos de las fábricas y hasta con los de sus dueños. Sin embargo, ahora, con la extinción de las empresas que eran capaces de hacer promesas a largo plazo a sus empleados se extinguieron también los empleados capaces de jurar lealtad, o por lo menos de hacer que sus expectativas se confundan con las de ese lugar al que acuden a diario. James Howlett es el superhéroe que quizá mejor encarna el carácter del trabajador contemporáneo. Wolverine es un superhéroe sin causa. Es difícil comprometerlo con

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algo, toda revolución le es ajena. Es él mismo quien decide por quién o qué vale la pena luchar haciendo caso omiso, igual que algunos ejecutivos de Wall Street, a cualquier consideración moral. Basta que las circunstancias se vuelvan personales para que él se decida a estar allí. Es un antihéroe en el que su poder coincide con su gran tragedia. Ser inmortal, para él, no es otra cosa que tener una existencia en la que todas las causas y las personas con quienes se ha establecido alguna relación de confianza te traicionan. Una frase que podría ayudar a concluir toda esta intrincada propuesta, debido a que las palabras trabajo y tiempo son centrales en su formulación, es aquella que repite una y otra vez José Mujica en cada una de sus entrevistas —un eslogan que con seguridad ningún otro político en la historia del mundo vuelva a utilizar— y es aquella según la cual definitivamente no compramos cosas con plata sino con el tiempo de la vida que tuvimos que gastar para tener esa plata. Y de ser así, qué nos queda entonces si necesitamos de ella. ¿Nos queda el reconocimiento? ¿Nos quedan esos pequeños triunfos diarios? ¿Nos queda el regreso a casa? ¿Nos queda de entre todas las actividades aquella que ejecutamos con mayor virtuosismo? ¿Y no es acaso por eso que se enfrentan a la muerte todos nuestros héroes? Quizás para algunos sea más sencillo de lo que podemos imaginar. En homenaje hecho por History Channel a Stan Lee se le pregunta por qué no se conformó con haber creado un puñado de superhéroes no más o si ha pensado en el retiro. Él responde que “cuando la mayoría se retira dice ‘al fin tendré la oportunidad de hacer lo que siempre quise hacer’. Yo hago lo que siempre quise hacer… no me castiguen haciendo que me retire”. Sin embargo, yo sospecho que a quién realmente deberían dar las gracias sus fanáticos es a Joan, su esposa, es evidente, al final del documental, que es por ella por quien siempre tuvo la necesidad de conseguir algo de dinero extra.


de Delirios un

ángel

Poemas de Rosakebia E. Mendoza Ilustrados por Natalia Letona I Estoy anciana de lo mismo: ganamos un almuerzo, perdemos el bus, se terminaron las servilletas. Las mangas de la camisa están amarillas. Regresamos al Zoo. Nos buscan raíces en los talones, el médico internista nos hace sacar la lengua, se transforma en un oso gigante, modula su voz de oso fumador y nos pregunta: ¿Qué te duele? Como si fuera posible decir qué nos duele con tanto dolor. Como para saber qué me duele, se rasca la oreja, se come mi historia clínica. Necesita practicarme una endoscopía, me da la orden estricta de no consumir sopa caliente. A mi abuela que lo mira tanto, le recomienda amputarse el dedo extra que tiene de nacimiento. La abuela se ríe y el médico internista deja de ser oso. Por mi parte, me dejaré las uñas largas, los bolsillos llenos de caimanes. Aceptaré el café con leche, la soga en el cuello.

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II Digamos que éste es el mar y nadie lo ve. Esta silla sacude su aleta dorsal y se extingue. No hay mar. Qué puerto triste sin tu mar sin tus olas que golpeen fuerte y duelan. Ya no quedan banderitas de humo. Toda la noche en la noche sola. He llorado toda la noche en otro sexo. Brújula sin hechizo. El conejo blanco murió asfixiado en el sombrero de la maga. No sé hacia dónde partieron los barcos con toda mi sangre. Pero por piedad, quédate irreal en el puerto. Golpéame el pecho con tu mar invisible. Devuélveme el delirio de las caracolas.

III No entiendo cómo podrías morir, un pájaro como tú que no tiene alas, tú con tus manos que son un estanque de agua bendita para criaturas impuras, con tus lunares que se esconden y reaparecen ante cualquier movimiento a manera de defensa. No sé cómo morirías sin antes humedecer el pan en el café. No sé cómo morirías sin derramar el café sobre la mesa y encender una estrella.

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IV El poema de amor también es político. El amor investiga, se justifica en sí mismo, despiadadamente exorciza. Nos ata de pies y manos, para luego lanzarnos al río. No sabemos si nos lanzarán vivos o muertos. Éste es el poema de aquellos que cayeron lentamente en el río y contemplaron el futuro en visiones confusas. Para aquellos que fueron encontrados muertos en los parques o en los burdeles. Para aquellos que en nombre del amor salen solos a caminar por las grandes avenidas y tienen los bolsillos llenos de papeles, antiguas cartas de amor.

V Con el tiempo, la rutina nos hace invisibles. Para arrancar a la abuela de su invisibilidad, hay que lanzar agua fría por toda la habitación hasta encontrarla. Entonces la abuela se queja en voz alta del tío Carlos. Al tío Carlos habrá que llenarle los bolsillos de hormigas para que no corra con la misma suerte de ser olvidado. Porque la felicidad se confunde con el deseo consciente de sentir felicidad. Porque allí está la abuela, vieja, horrible como si supiera que alguien la olvidó. Quizás es culpa del tío Carlos que se pasa todo el rato quitándole el bastón y pisándole los pies, también es culpable mi hermano muerto que nunca le lee cuentos a la abuela antes de dormir.

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El juramento secreto de

Paul Tibbets

Un cuento de Alberto Quero Ilustrado por Augusto Mora

Nobody will ever let you know when you ask the reasons why They just tell you that you’re on your own feel your head all full of lies. Black Sabbath Sabbath Bloody Sabbath

E

ra extraño: principios de agosto y hacía frío; el día aún no rayaba, aún estaba oscuro. Miró su reloj; serían las cinco de la madrugada. Salió hacia el hangar; un viento helado le perforaba los poros. Un soldado de menor jerarquía le saludó. —Buenos días, sir. Se le ve bien esta mañana. Pasó sin decir nada; sólo hizo el ademán de tocarse la visera. Llevaba el paso apresurado. Afuera, en la pista, estaba la magnífica aeronave; el personal de tierra daba los últimos toques a las descomunales hélices. Antes de subir vio en el fuselaje del avión el poco común nombre con el que le habían bautizado: Enola Gay. Las letras aún olían a barniz. Justo antes de subir se detuvo.

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Se acordó de los discursos de Truman y de las veces que se había dirigido a las tropas tratando de darles ánimo. Había prometido, además de un pronto final a la guerra... se veía tan seguro. Todo le pareció tan vacío, tan sin sentido: para qué una guerra, si de cualquier modo todos vamos a morir; para qué invasiones, para qué acuerdos y tratados; para qué política y ejércitos y espías y armas. Al diablo, pensó. —Bullshit. Miró a su alrededor; comprobó que nadie lo había escuchado. Tragó grueso, miró a las estrellas. Y se decidió a subir. En vuelo. Chequeó el combustible: todo bien. Miró por la ventanilla; con razón el Pacífico se llamaba así: toda esa quietud... oscura, inmensa, infinita. Hizo un esfuerzo; buscó con la mirada las costas de California. Trató de ubicar las luces de Los Ángeles, de Long Beach, de San Francisco o de Oakland... era inútil: ya no se veían. Se tranquilizó diciéndose que a veces uno no sabe dónde está. Varias veces se recordó que acababa de salir de las Marianas, que faltaba muy poco para que amaneciera... y que se dirigía hacia el norte. Pensó en Pearl Harbor. Y en que se había salvado milagrosamente, él pudo haber estado allí... ¡Aloha, Hawaii! Casi al instante le vino a la memoria una imagen: una vez, de chico, se impresionó tanto con las fotografías de una erupción, que juró algún día ir a conocer el Mauna Kea; se había imaginado como hubiera sido si, de pronto, ese magma entrara en erupción. Como sería aquella luz, aquel resplandor, aquella explosión súbita... Pobres aldeanos, —se dijo entonces— pobre gente: sería horrible que un pueblo fuera arrasado por esa lava hirviente; sí, sería espantosa una mañana así... morir calcinado aún medio dormido. Oía a sus compañeros de tripulación hablar de ellos, de los japs. Tras el milésimo fuck ’em volvió a chequear la gasolina. Analizó la guerra, esa guerra. No era suya, no le pertenecía; ni a él ni a los

millones de seres humanos que habían estado involucrados en ella, los que sobrevivían... y los que habían muerto. Se imaginó cuántas veces había escuchado esa frase: —Esta guerra no es mía—; le pareció gracioso el hecho de que, probablemente, esa misma frase sería repetida muchas veces más. Pensó en Hitler, en el Tercer Reich y en que, al final, seguía sin saber qué demonios era el Nacionalsocialismo ni cuáles sus objetivos. Quizá ni los mismos alemanes lo sabían... quizá ni el mismo Hitler lo sabría. La cruz gamada, la esvástica. Hitler no es alemán, es austriaco. Eso significa —se dijo, satisfecho de su capacidad psicoanalítica— que es un imbécil, un idiota sin personalidad. Y Mussolini, Il Duce. Sabía que le decían Il Duce, pero le parecía que él estaba aún menos claro que el son-of-a-bitch del Hitler. Sí, sí, es eso —murmuró en sus adentros— eso y nada más: un hijo-de-perra; si no hubiera sido por él, nosotros nos hubiéramos quedado neutrales. A lo mejor la guerra habría empezado igual, pero nosotros no estaríamos aquí... No, si no hubiera sido por su culpa, yo no estaría aquí. Pero qué más da... estaba escrito. A mitad del océano, era cierto, bien poco podía hacer. La operación ya estaba en camino y no podía ser cambiada; ni siquiera demorada. Miró el reloj. El destino siempre se cumple, coronel Tibbets... siempre, sir. El Pacífico, la esvástica. Dunkerque. Siempre le gustó ese nombre: Dunkerque. Pensó que, tal vez, cuando se retirase se iría a pasar el resto de su vida allí. No importa —murmura– no importa... en fin, lo que ha de ser, será. De cualquier modo, todos vamos a morir. Tarde o temprano. Qué más da. Cuanto uno más se aleja, más se aleja de los resultados. —Bullshit. Los compañeros decían cosas, reían. Él no prestaba atención, los ignoraba. Sabía que no era necesario,pero una vez más chequeó el combustible. Imaginó cómo, algunos años

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después, sería general y al poco tiempo pasaría a retiro con el gloriosísimo título de veterano; el Congreso le daría una medalla por ser un héroe de guerra. La esvástica; la boina de Mussolini. Panzerdivisionen. Todavía estaba oscuro; hubiera querido ver un poco de luz de sol... del sol naciente. Sí, el sol: gigantesco, rojo, con un millón de rayos, en el cielo límpido. El sol. Recordó a Jim, al pobre de Jim: no salió de Guadalcanal. Encima del ataúd estaba la bandera; lo velaron con el soberano y altivo pabellón norteamericano sobre la urna. Después, junto a una condecoración postmortem, se lo regalaron a la viuda. Tocaron

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el Star Spangled Banner. Pero cómo calmar —se dijo en aquel momento—a la viuda de Jim... a ella no le interesaba el protocolo sino que le devolvieran a su marido. No es justo —pensó mientras miraba su reloj— que haya tantos Jim. Jim, Michael o Jean-Louis y God save the Queen y La Marsellaise... No es justo, ni siquiera, que haya tantos Manfred, Günter, Franz o Konrad; no es justo que haya tantos Karl, Hans, Werner, Heinz o Wilhelm. Tantos Luigi, tantos Takeshi. Se secó la frente con el dorso de la mano. Se desabrochó un botón y volvió a chequear la gasolina. Miró por la ventanilla. La esvástica; el sol naciente. El pabellón


americano: soberano y altivo... Stalin, Auschwitz. Alsacia, Sudetes. Es tarde, vuelve a mirar su reloj. Kamikaze. Tokio, Kyoto, Honshu. Iosip Stalin; Führer, los judíos. Alguien le había dicho que los Zero eran mejores que los Spitfire. Zero Sen A6M. Y los Hayate. Hayate K84... increíbles. Nos ganaron en el aire. Sangre, sudor y lágrimas: Churchill tenía razón. Stalin; kamikaze, Hirohito; el sol; De Gaulle; Yamamoto; Jim; kamikaze; Hiroshima, Little boy. —¿Está usted bien, sir? ¿En serio? Lo noto un tanto pálido, sir. Sacó el pañuelo; se secó las manos y después los controles. Le aseguró al copiloto que todo estaba alright, que podía seguir al mando. —Como usted diga, sir. Trató de mirar por la ventanilla, pero se arrepintió. Tal vez ya había salido el sol... no quería saberlo. Clavó la vista en el tablero de mandos; miró fijamente el altímetro. Hiroshima. Lentamente desplazó sus ojos hacia el botón rojo, el más importante. Sabía cómo usarlo; se trataba del botón más importante de un B-29 y de cualquier bombardero: el que decía Release. Fat Man, Nagasaki. Quiso mirar la hora, pero no se atrevió. Es de mañana, sir: son las ocho en punto. ¡Ah! qué bueno que ya los supiera, sir. El sol: brillaba increíblemente. Y desde mucho tiempo atrás lo había notado. Sin embargo, evitó lo más posible mirar hacia fuera; trató cuanto pudo de no mirar el despejado cielo. El sol; sí, el sol: una masa de fuego. Fuego. El sol. El resto de la tripulación hablaba; estaban tensos pero eufóricos, felices. Reían, miraban los controles; bromeaban: aun sin perder la concentración bromeaban; fuck ya, japs. Sentía que todo le daba vueltas; estaba mareado. Nippon, Little boy. Al poco tiempo sobrevolaron el objetivo. Estaban tensos; sí, la tripulación estaba tensa... pero alegre: todos sonreían;

todos menos él. Puso el dedo en el botón. Release. Hiroshima, Hiroshima, Hiroshima. El copiloto lo tocó en el hombro. —Está lívido, sir. Permita que yo lo haga; deje que yo apriete el botón, sir. Le dijo que no se preocupara, que todo estaba alright; que todo seguía estando alright... y que el destino siempre se cumple, siempre; a él le correspondía esa tarea y era absolutamente imposible escapar de ella. Todo está escrito — balbuceó— y uno no es sino un ínfimo engranaje en la maquinaria del Destino; nadie puede evitar que los inescrutables designios del Hado se consuman. Hiroshima, sir; release, sir. Fuck those japs, sir... que se quedara tranquilo, que de una vez lo dejara en paz. Pensó en lo que acababa de decir, en todo en cuanto había pasado por su mente en un segundo millones de imágenes cruzaron por su cerebro. Van a morir doscientas mil personas, sir. Es la guerra: también en Berlín ha habido esa cantidad. Y en París, y en Londres y en Driesburg... Van a morir, sir. Todos vamos a hacerlo. Pero no así, sir: el problema no es la cantidad sino la forma, sir. La muerte siempre es horrible. Esto es demasiado, sir, y usted lo sabe. Sí, yo lo sé, pero hay veces en que uno no puede detenerse: uno es parte de la Máquina, de la Gran Máquina de la Historia, y ella te absorbe, te absorbe o te arrolla... no tienes escapatoria. Y fue entonces cuando creyó haber encontrado la iluminación. En ese momento juró que su último aliento iba a estar consagrado a repetir la palabra que en aquel instante, mientras apretaba el botón rojo, gritaba con todo el aire de sus pulmones y con toda la fuerza de su alma, como quien quiere abarcar en un grito a toda la Humanidad y a todos los tiempos: –Bullshit!

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Lápiz de

cintura

Poesía de Tamar Flores Granados Ilustrada por Florencia Aristarain

Lápiz visceral Voy a quitarme nuevamente la pierna derecha. Darío Lemos Que te rompan la página querida. Heberto Padilla I (Desenchufar, desencajar, desarmar, menganear). Que tengo piel de cronómetro. Que cada vez que parpadeo tengo tres recuerdos que debieron guardarse más en el fondo. Que no hay suficiente café. Que las letras empiezan a jugar conmigo, van y se lanzan a un montón de mar, que se cansaron de este cuaderno. Que te confieso que antes era diferente. Sólo me dejaba comer por las polillas. Han llegado unos nuevos visitantes que no me agradan, con los que no sé despedazarme. No me susurran canciones, no bailan. Y cuando agarran un pedazo de mi brazo, lo muerden y luego me cuesta volver a encajarme. Yo quisiera salir ilesa para visitarte pronto. Sé que no has olvidado que me gusta visitarte siempre con los ojos y la boca en algún lugar distinto. Pero esta vez, sólo bajaría la cabeza, y quién sabe si me queden ojitos de felpa para acariciarte. No se puede andar por el mundo muriendo más de cuatro veces al día, no se puede ir desenrollando al pasado en cada esquina, y pretender que luego no pasa nada, que te lo fumas y ya. No se puede. No se puede volver a ti siempre con las mismas caderas. Estoy demasiado cansada, los verbos me miran de mala gana. (Enchufar, encajar, armar, tamar).

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II Mengana que escribe en la cama Mengana en la cama Mengana en coma Cómase todas sus personalidades y las manda al carajo. Tómese un tecito, Mengana en coma. Cuidado y la arropa la nostalgia, muchachita. Se cayó una casa entera y usted salió gateando, buscando pegamento para unirse. Toda usted solita. Apláudase. ¿Cuántos tiempos verbales conoce usted? ¿En cuántos folla y en cuántos llora? Yo gimo, usted gime. Y se acaba la sed. III —Mira cómo agarra el lápiz— Se nota la náusea en algunos de los dedos. Se nota que lleva demasiado tiempo arrastrándose con la misma cobija. Se nota el miedo. Me pinté las uñas rojas para verte, y me estiré las piernas y los brazos hasta que cada hueso me sonara ocho veces. Mira cómo clavo el lápiz en el colchón y luego en el dedo. Y me retuerzo en la almohada sucia, que si la abres está llena de barcos de papel, pero no irán a ningún lado con este calor. Mengana tonta que nunca aprendió a dormir. IV Tengo un árbol en mi columna vertebral y un miedo pequeñito en mis costillas. V Sueñas que estás despierta todo el tiempo, y te cansas tanto. Cada día le dibujas una nueva hoja al árbol que está bajo tu cama, pero el árbol sigue dándote la espalda y no quiere hablar contigo. No te acuerdas de la primera vez que miraste el espejo, y vas por ahí, dañando todos tus diarios tratando de encontrar ese día, buscando en qué lugar habrás dejado tu reflejo. Si tan sólo recordaras que lo doblaste y lo dejaste en la pecera, y dejaras de buscarlo en el final de cada lápiz.


Lápiz de cintura Yo no fumo cigarrillos pero fumo miedo. Fumo señoritas. Claudio Bertoni I No me escribas más poemas en la espalda. Que si juego a que me fumo la punta de tus dedos, a que me doblas el cuello, a que se hunda la cama, es porque te quiero encontrar en cada esquina. No me escribas más poemas en la espalda, si no tienes planes de venir a borrarlos con el vino. No te aprendas de memoria mis palabras favoritas, mejor sírvemelas con un desayuno en el que llueva. No estés tan tranquilo oliendo, siempre a mar, lo conveniente, compañero, es que me mojes. II Me pasea la tristeza por las manos, me muerde cada uno de los dedos. Se empujan hasta tocar el mueble que está demasiado solo. Bailan las manos solas, nerviosas. Te buscan. Reclaman tonterías, y regresan de nuevo sin voz. Hay alguien más que mira mis manos cuando empiezan a partirse. Hay alguien que las muerde cuando ellas van de bajada y las ayuda a subir en una cosquilla. Son manos con miedo, los besos nuevos tiemblan y dejan manchas de tierra. Él me come las manos y las deja enterradas en el barro. III Tengo ganas de dividirme definitivamente. Quedarme con la mano derecha en algún árbol, quedarme con mi boca en la tuya, con las caderas en algún teatro, con mis piernas cerca de tu cama, quedarme en todos lados. Siempre he tenido un botón en lugar de corazón, tan fácil de coser en cualquier lado, pero ayer lo dejé caer dentro de tu boca. Siempre abro las piernas cuando te escribo un poema, y al terminar abro la boca y me voy. Cada vez que te vas me siento a clasificar tus besos, los besos bostezo, los besos café, y los besos que muerden. Cada vez que te vas pienso en dividirme definitivamente, y quedarme con mi boca en la tuya, y dejarte mi cintura en tus manos.

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IV Que el silencio está hecho para que cambiemos del lado de la cama. Que las manos se llevan a la boca y no sólo para besarlas. Que me la vivo diciéndote un montón de poemas desordenados y me empieza a picar la garganta. Que las cosas ya no se pueden ocultar en la espalda porque ya conoces esa entrada. Que si hace frío me vuelvo una oruga y tú entras en mí. Que acabo de poner el agua a hervir, y casi me caigo buscando el café que no sé cómo servirte. Que mi cintura se queja preguntándome por el mismo silencio. Que se acaba el silencio y empiezas a escuchar mis huesos retorciéndose en las ganas. Que mis piernas se mudaron a tu derecha, y sobre todo, que el próximo domingo despertaremos en pedazos. Que te quiero escuchar. V (A modo de susurro) Tengo que intentar escribirlo a él, hacer que se me quede en el cuaderno, en mis piernas, en mi boca. Que se quede. VI No hace frío ya. Él me quita el suéter y encuentra un hueco en mi espalda. Ahí cabría su boca, con todos sus dientes y su lengua. Nunca nadie había visto el hueco en mi espalda. Nos vamos a dormir, nos arropamos, y él pone sus manos en el hueco donde el aire hace cosquillas, ahí, cerquita del corazón.

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Lápiz de mano Sé que te disgusta el lápiz, sin embargo, insisto hasta que lo aceptes. En mi opinión es la piedra angular de la literatura y el brazo derecho del amor. Tú no quieres comprenderlo así. Tant pis. Epistolario, Teresa de la Parra. I Saqué un poema de la tierra y lo aplasté, y caminé encima de él tal descalza, con los pies tan fríos, y me senté sobre él, y lo doblé para hacer un barco. Lo usé como falda, pero era un poema de putitas que mostraban todo, y lo volví a aplastar, lo mordí. Le puse zarcillos y cariña de niña buena, le pinté las uñas y se masturbó. Saqué un poema de la tierra y me lo tragué. II De besar narices. De sonreírle a la ventana sucia. De ensuciar letras. —No debo escribir poemas de polvo— —Poemas de lluvia— de frío en la línea de la cintura, de delirio con un lazo rosado, de mojar con cosas baratas. Si me pintas más debajo de las rodillas allí sólo sé temblar. Náuseas de barro y de impuntualidad. No me muevas de sitio la tristeza. III Escriba con el dolor de cabeza que le persiguió toda la tarde, con aquel ratón moral sobre lo que nunca le dijo al muchachito aquel. Escriba con las piernas sobre la mesa, esperando a que se le escurra la decencia. Escriba con el amor de un chico que tiene un balcón con una de las mejores lunas. No se esconda. No se quede viendo como le tiemblan las manos cada vez que intenta abrazarse a algo real. No lo abrace, imagínese a un árbol y lo abraza a él. IV Tengo un lunar que corre como niño de cuatro años y choca contra las paredes. Sangra, se pone vendas y cojea, pero guarda la sonrisa del mareado.

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Unos

zapatos nuevos

Un cuento de Amílcar Bernal Ilustrado por Carla Prato

A todos ustedes.

A

l comienzo, mientras el lustrabotas brillaba sus zapatos para que no se notara lo opaco de su mente, Marcelino Ibargüen pensó que lo que el muchacho le decía, sentado frente a él y acometido por un incansable frenesí de betún y cepillo, era una historia de amor y pobreza; pero al final comprendió, como se abren al alba los ojos del sueño, que era una historia de muerte y envidia. Iba para el aeropuerto a recibir a un amigo que hace siglos no veía. Ese amigo traía en la piel los abrazos de un sol desconocido, y en la cabeza un montón de recuerdos que iba a contarle. Para eso se encuentran los amigos, en mi humilde opinión. Leopoldo Chitiva, antiguo maestro de la construcción, oficio que coloquialmente se llama “la rusa”, y ahora lustrabotas con esquina ganada en combates de miedo y cuchillo contra competidores que luchaban por un puesto en la calle y perdieron, o cambiaron de estado vital, vio a Marcelino Ibargüen detenido con su automóvil azul en el semáforo de la veintiséis con treintaiuna, y adivinó, por la opacidad de su perfil, que el tipo tenía los zapatos sucios y era el primer cliente de su martes de frío. Para eso se hizo el destino, me da por creer.

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Unos minutos antes de estar sentados frente a frente, uno trabajando mientras cuenta la historia de los zapatos de su amigo —pues se trabaja para poder conversar y un poco para comer, sólo un poco—, y el otro escuchando un relato que al comienzo supone de amor y pobreza, pero al final clasifica como un cuento de muerte y envidia, el ojo derecho del cliente había visto cómo su pie izquierdo hundía el pedal del embrague, y una operación que incluía el

cerebro concluyó que a ese zapato le faltaba betún. El ojo izquierdo enfocó entonces al lustrabotas que se paseaba pendular por la esquina diagonal de la mirada, y supo que las cosas estaban en orden. Todo se organizaba para que un señor desprevenido, que venía aterrizando, encontrara que su viejo amigo sudamericano, además de un tórrido abrazo, tenía los zapatos brillantes. —A propósito de lo que hago (moreno, de baja estatura, adolescente y un

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poco sucio de apariencia, Leopoldo Chitiva miró y señaló, con su cepillo empuñado, el zapato que en ese momento la otra mano limpiaba con un trapo mojado, y se deshojó en un lenguaje propio de su profesión pero irrepetible para alguien acostumbrado a otros aires. Marcelino Ibargüen, empleado de un almacén de zapatos, distinguido por unos detalles corporales insignificantes pero dueño de un automóvil azul y una cicatriz que viajaba desde una sien hasta la parte opuesta del mentón en una caída de aguacero con viento, se notaba fastidiado y renuente a escuchar el relato del lustrabotas; pero la revista que leía era tan vieja que prefirió, supongo, aguantarse la cháchara que parecía venir desbocada desde un dique de súbito roto, aunque nunca cerró la revista ni dio muestras de interés en la conversación), voy a contarle por qué, si usted me mira detenidamente, concluye que estoy verracamente triste. Para entender lo verracamente triste de esta tristeza conviene aclarar, en un lenguaje de todos los aires, que Leopoldo Chitiva es lustrabotas callejero en un país tercermundista pobre y sin futuro gracias a la mano de Dios y la gestión de sus gobernantes, socios en el negocio de la miseria ajena, y que el dinero conseguido en ese trabajo no es suficiente para nada. Y que Marcelino Ibargüen, seco y vacío como un ladrillo sin casa, nunca entendió lo que dijo Leopoldo Chitiva: no quiso, no sintió nada, no se conmovió, nunca lo repitió a nadie, o sea que el cuento cayó en la basura. Éstos son el mapa, el tiempo preciso y el talante de los protagonistas que pretendo ilustrar. —Es que sus zapatos tan finos y bonitos —continuó— me recuerdan los zapatos de mi amigo del alma, Casimiro Zuta, que ayer enterramos. Antes de ser el cadáver amarillo de ayer, Casimiro Zuta se había salido de “la rusa” para seguir mis pasos, cuate y pana conmigo como ninguno, y montó su trabajadero aquí mismo, en mi sitio —su brazo gira en redondo mostrando


el entorno de su reino—, y a los pocos días se echó de novia a una de por aquí que, a propósito, yo no alcancé a conocer. Es que la cosa ocurrió hace poquito. Cambio de zapato. El izquierdo suda betún fresco y el derecho está sucio aún pero va a comenzar a mejorar y será un astro refulgente cuando salga de la mano de Leopoldo Chitiva, lustrabotas diplomado en la universidad de la intemperie. ¡El que sabe, sabe! —Un día me dijo Casimiro — ahora habla mirando hacia nunca— que pensaba invitar a cine al su novia y necesitaba comprarse unos zapatos nuevos porque la situación lo ameritaba. De allí en adelante madrugaba más que el amanecer y trabajaba hasta que era bien de noche, como enloquecido por la necesidad de levantarse un billete grande. Estaba enamorado y por primera vez iba a mojar el pabilo. —Mientras toma aire para seguir su cuento, su semblante tiene la elocuencia de una revista pornográfica, digo yo que entiendo de letras menudas. Marcelino Ibargüen ha encontrado una noticia interesante en la caducidad de su revista y ahora está concentrado leyendo mientras Leopoldo Chitiva habla para un auditorio de carros veloces, papeles que ruedan, ventiscas de polvo. —Antier completó el billete para los zapatos, las boletas del cine, el precio de las crispetas y los taxis de ida y regreso. Entonces trabajó sólo hasta mediodía y se fue al centro por los zapatos. Dejó aquí la caja de embolar —mostró un rincón debajo del escaño de cemento donde Marcelino Ibargüen, que ya me va cayendo mal por la puta indiferencia que muestra, tenía el culo acomodado y ojeaba su revista como si nada ocurriera en el mundo— y me pidió que esa noche la guardara en mi pieza y se la trajera ayer por la mañana. De vuelta, como a las cuatro y media pasó por aquí, me mostró su nuevo caminado y me dijo que tenía cita con la muchacha a las cinco para ir a vespertina. Nos tomamos un tinto y se fue hacia la muerte. Bueno, a cine,

a amar, a reprimirse, a que le diera dolor en las pelotas por no poder tirársela, eso; pero como yo no volví a verlo vivo pues puedo adelantarme y asegurar que se fue hacia la muerte, ¿o no, señor? —Dijo, pero parecía que la que hablaba era la tristeza. Silencio e indiferencia por parte de Marcelino Ibargüen, que en paz descansa. —Por la noche, cuando ya casi me dormía, otro amigo me llamó para que fuéramos a ver el levantamiento del cadáver de Casimiro: lo habían apuñalado a la entrada del barrio, a la vuelta del cine, y ya estaban llegando los de Medicina Legal. Y claro, cuando lo vi, además de sin sangre y sin vida, estaba descalzo. Lo atracaron por el brillo de los zapatos, como si fuera rico. O bueno, ahora que lo pienso, ya era rico pues a lo mejor la novia lo había besado —concluyó como si fuera un conferencista de asuntos del corazón, digo yo, que también de eso sé. El ojo derecho del cliente, con brillo científico, mira sus zapatos y se percata de que están mejores que nuevos. Su ojo izquierdo indaga en el reloj y concluye que se hace tarde; entonces todo su cuerpo se desespera y opina que la mayoría de las veces el tiempo se pierde, como la paciencia, el pulso, el valor. —Y para que no se vaya sin el cuento completo, señor —ahora el lustrabotas tiene los dos brazos abiertos y cara de que va a cerrar el negocio por demolición—, le cuento que ayer por la mañana, en el velorio, un cabrón hermano suyo tenía puestos sus zapatos nuevos, los de Casimiro, sí; y a mí me late que ese infeliz mató a mi cuate del alma, su propio hermano, ¡qué hijodeputa!, para robárselos. Y creo que hasta va a robarle la novia, porque estoy seguro que hay por ahí algunas viejas que se enamoran de los zapatos de uno, si brillan, y eso, aunque me recuerda a mi amigo con tristeza, me hace cogerle un poco de cariño a este oficio. —¿Cuánto le debo? —Son dos mil quinientos, señor, y que tenga buen día.

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El muro de Berlín es un

souvenir

Una crónica de Iván Mauricio Durán Ilustrada por Alejandro Uscátegui

Considero a Berlín como los testículos de occidente, cuando quiero que occidente grite, aprieto a Berlín. Nikita Khrushchev

L

a anterior cita del ex-presidente de la Unión Soviética siempre me ha parecido extremadamente gráfica y me hace retorcer de dolor. Mi interés por Berlín data desde el pregrado, cuando además de perder el tiempo jugando fútbol en el Freud de la Universidad Nacional de Colombia, donde a propósito de vez en cuando recibía un balonazo en los testículos, lo perdía también en la cafetería de la Facultad de Sociología hablando sobre política internacional. Esas vacuas charlas, sin embargo, no eran sino el prolegómeno de una de mis clases favoritas y a las que asistí con mayor entusiasmo: Historia del Nacionalsocialismo, dictada por el profesor Enrique Biermann. Diez años después de esa magistral clase y habiendo superado varias lesiones futbolísticas, desembarqué por primera vez en Berlín.

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ran las 11:30 de la noche de principios de marzo de 2013 y caminábamos con Laura sobre la nieve desde el aeropuerto Schönefeld a la estación de tren más cercana. El profundo silencio de la noche fue quebrado por una española que iba caminando detrás de nosotros. “¡Qué frío de la hostia!, yo no pienso salir del hotel”, le dice a su novio con quien, como Laura y yo, acababa de llegar por primera vez a Berlín. Colombianos y provenientes de la cálida Barcelona no estábamos del todo preparados. La nieve era de esperarse, se supone que hasta ahora se comenzaban a ver los primeros matices de la primavera pero el frío seguía siendo inclemente. En particular no me considero buen turista, rara vez miro los pronósticos del clima y tampoco hago una lista de los principales monumentos por visitar. Si no es porque Laura siempre está más atenta a esas cosas muchos viajes habrían sido desastrosos. Después de viajar más o menos media hora en el S-Bahn llegamos a la estación Schönhauser Allee que Kathleen, la amable chica administradora del hostal nos había dicho que era la más cercana a nuestro hospedaje. Puesto que no había recepción y nuestra llegada era a media noche, también nos había dado algunas indicaciones ininteligibles sobre cómo encontrar las llaves en un locker secreto cerca a la puerta del hostal. Desde el principio tuvimos un mal presentimiento sobre eso. Y en efecto, pasada la una de la mañana, nevando y parados en frente de un viejo edificio de cinco pisos

en el distrito de Pankow, nos dimos cuenta de que éramos incapaces de encontrar las escurridizas llaves. No sé si en verdad las indicaciones de Kathleen estaban mal o éramos incapaces de comprenderlas debido al congelamiento de nuestro cerebro, o ambas cosas. Laura, con las pestañas cubiertas de escarcha de hielo y todavía de buen humor me dice: “vámonos, ¡qué frío de la hostia! busquemos otro hostal”. Después de caminar cerca de una hora y no encontrar habitaciones libres en otros tres hostales del sector, el buen humor comenzó a mermar. No conocíamos Berlín ni teníamos la más mínima idea de dónde estábamos, eran casi las dos de la mañana e, insisto, estaba nevando. Así las cosas decidimos tomar un taxi. Pudimos comunicarnos con el taxista en inglés y le pedimos que nos llevara a un hostal, un hotel, un motel, lo que sea dónde pasar la noche. El buen tipo nos dejó en un hotel de cinco estrellas totalmente impagable y se fue. Considerando seriamente la posibilidad de dormir en el tren o morir de hipotermia de una vez por todas, nos encontrábamos de nuevo caminando a eso de las 2 de la mañana por las gélidas calles de Berlín. Mientras arrastrábamos las maletas y Laura con mirada de asesina, apareció un taxista mucho más considerado. Aunque no hablaba inglés de alguna manera nos entendimos. Después de recorrer Berlín por más de media hora parando de hostal en hostal y mientras el amable conductor nos contaba muchas cosas sin que le pudiéramos entender un comino, fue inevitable que nos sintiéramos como en un capítulo adicional de esa extraña película de Jim Jarmusch Una noche en la tierra. Al final y gracias al señor taxista, logramos encontrar un hostal cerca a Alexander Platz, en el centro de la ciudad.

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l día siguiente con el tema del hospedaje resuelto y las expectativas muy en alto salimos a caminar. Era mucho lo que

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esperábamos ver, sabiendo que la mayor parte de la agitada historia del siglo XX había tenido como epicentro esta ciudad. Pero, precisamente, ¿qué esperábamos ver?, ¿arquitectura majestuosa?, tal vez, pero no podíamos olvidar que Berlín había sido destruida dos veces durante el siglo XX; gran parte de su arquitectura histórica, por lo tanto, se había perdido. Lo que sí esperábamos ver eran los vestigios del socialismo soviético y las cicatrices del nacionalsocialismo, nos parecía fascinante caminar por los lugares donde sucedieron eventos de tanta envergadura como si fuera una suerte de turismo político, por ponerle algún rótulo comercial. Nuestro recorrido comenzó en frente del Sturbucks de Alexander Platz con uno de esos famosos free tours que abundan en las capitales europeas, guiado por Robert, un simpático británico que vive en Berlín desde hace 10 años, músico y cuentero por naturaleza, guía turístico por oficio. Básicamente en Berlín ofrecen dos tipos de free tours, los “tradicionales” que consisten en visitar, como su nombre lo indica, los monumentos que tradicionalmente la

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gente visita, los “imperdibles”: la Puerta de Brandengurgo, el Reichstag, el Memorial al Muro de Berlín, ente otros (sobra decir que es un recorrido muy interesante y cargado de historia). Y el “alternativo”, que en este caso consistía en visitar zonas importantes desde el punto de vista del arte del grafiti. Pues en este último nos embarcamos, realmente casi que por azar pues era el único que comenzaba en ese momento. Prácticamente toda la ciudad está “grafiteada”, pero Robert nos llevó por algunas zonas que él considera son emblemáticas de este arte. Entre subidas y bajadas al U-Bahn y S-Bahn, largas caminatas por la zona de Mitte hasta llegar a Berlín del Este en Pankow, pudimos ver obras de famosos como Os Gemeos, Bansky y Kripoe, pero también de miles de grafiteros anónimos que, como nos contaba Robert, son reprimidos por el establecimiento para que dejen de usar la ciudad como lienzo. Sin embargo ahí se mantienen, miles de grafitis por toda la ciudad, contrarrestando con color y vida la atmósfera un poco opresiva y seria de Berlín. Al día siguiente continuamos solos el recorrido, caminando desde nuestro hostal


en Pankow hasta la torre de la televisión. Lo primero que percibimos es que muchas partes de la zona Este de la ciudad, donde comenzamos el recorrido, tienen un aspecto muy industrial. Los edificios donde habita la gente parecen todos iguales, algo tristes, como hechos en masa, pensando más en cantidad que diseño. Caminamos en dirección nortesur por Prenzlauer Allee hasta Stargarder Strasse, tomamos esta última hacia el oeste hasta Gleimstrasse y llegamos a un bonito parque llamado Falkplatz. Después de un café y un cigarrillo y de detenernos a ver ese bello contraste entre el sol resplandeciente y los parques y calles blancas por la nieve, algo que solo el comienzo de la primavera en estos países permite ver, tomamos la calle Brunnen Strasse hacia el sur hasta llegar a la tristemente célebre Bernauer Strasse, también llamada la “calle de las lágrimas”. La fachada de los edificios de esta calle tenía la particularidad de estar justo sobre la frontera del muro de Berlín, que dividía las zonas este y oeste, el socialismo del capitalismo. Era como si al estar dentro del edificio uno estuviera bajo el régimen socialista de la República Democrática Alemana (RDA), pero si se sacaba la mano por la ventana se estaba bajo el régimen capitalista del mundo occidental. Por eso, en los años 60 después de levantada las primeras versiones del muro, muchas personas saltaban por las ventanas escapando del RDA al “mundo libre” del capitalismo. Hombres, mujeres y niños colgados de las ventanas parecían lágrimas que brotaban de los edificios, pero muchas de esas lágrimas morirían en su intento de escapar. Otra cosa que llama la atención es que caminar por esta ciudad es como caminar por un museo de las guerras. En muchas esquinas recuerdan hechos demenciales de los nazis y les hacen conmemoraciones a los judíos. También recuerdan la guerra fría, el muro de Berlín, la tensión entre capitalismo y socialismo, la locura de haber tenido

una ciudad ocupada por norteamericanos, franceses e ingleses, por un lado, y soviéticos por el otro. Con respecto al nacismo, una experiencia impactante es entrar al memorial a los judíos y al museo del horror Nazi. El primero, tiene su máxima expresión de tristeza en la sala donde se pueden leer cartas que los judíos enviaban a sus familiares desde los campos de concentración. Y el segundo es la demencia Nazi hecha museo; fotos y documentos sobre las técnicas empleadas por los Nazis en el exterminio. Entrar a esos sitios es una experiencia abrumadora, pero tal vez necesariamente sensibilizadora. Sobre la guerra fría se puede decir que al final el capitalismo triunfó rotundamente, eso se evidencia de manera cruda en unos souvenirs muy curiosos: un pedazo del muro de Berlín en una cajita de plástico. El simbolismo de este souvenir es brutal. El precio oscila entre tres y doce euros dependiendo del tamaño del pedazo del muro, ¡y dan un certificado de que en efecto es original! Compramos uno con Laura, de ocho euros (el tamaño de mi fetichismo es moderado), y después, algo abrumados sobre lo que significa el capitalismo, entramos a comernos una hamburguesa en el McDonald’s que hay en frente del Checkpoint Charlie.

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arios meses después de esta primera visita el destino me traería de nuevo a esta ciudad para vivir por un año, por lo tanto mi percepción de las cosas cambiaría un poco. Sin embargo, la sensación general es la misma, Berlín es una ciudad ruda. Si Barcelona, París o Roma son como mujeres elegantes y majestuosas, Berlín es como una punk, una yonki en rehabilitación, pero tal vez precisamente por eso resulta más encantadora, interesante y vanguardista que las anteriores. En últimas, se puede decir que Berlín deja una sensación parecida a la de ciudades como La Habana: su encanto radica en su tragedia, infortunadamente.

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Sinar Alvarado, haciendo periodismo libremente W Como escritor, caminante y periodista viaja entre Colombia y Venezuela; en su recorrido mira, vive piensa conversa, interpreta, narra, cuenta historias y además, enseña a contarlas

Por Edwina Quintero Fotografías por María Gabriela Méndez


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ibre e independiente, así ejerce Sinar Alvarado su profesión. Desde Colombia lleva por Latinoamérica la crónica y el periodismo de investigación como principales banderas, dejando huellas a través de colaboraciones en revistas y medios digitales. Su trabajo Retrato de un caníbal recibió el Premio de Periodismo de Investigación Random House Mondadori, el que reafirma una vez más su talento interpretativo.

escribir para medios que reconocen ese costo y son capaces de sufragarlo). Y al final está el valor, que es lo más difícil de determinar. Aspiro a que este último se incremente con el tiempo. • ¿Qué sensación te produce escribirlas? A veces rabia, a veces indignación, a veces deleite; dependiendo del tema. Escribir es casi siempre un acto laborioso y fatigante, pero al final resulta placentero. Hay una frase de Dorothy Parker que resume bien la paradoja: “Odio escribir, pero amo haber escrito”.

• Dices que vendes palabras, pero

Sinar Daniel Alvarado Fernández nació en Valledupar el 17 de marzo de 1977 y desde muy pequeño llegó a Venezuela, específicamente a Maracaibo, donde estudió la primaria, el bachillerato y finalmente la universidad para graduarse como periodista. Aunque ahora vive en el país hermano, visita muy a menudo la tierra que lo vio crecer.

¿cuánto cuestan esas palabras?

Una cosa es el costo intangible que tienen para mí las palabras: el tiempo, el esfuerzo; incluso el riesgo que les dedico. Otro es el costo financiero que ellas tienen para las revistas que publican mis trabajos (vivo en Colombia porque desde aquí he podido

El Retrato de Sinar

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• ¿Por qué te fuiste de Venezuela? Me fui sobre todo porque buscaba un lugar más adecuado para desarrollar mi trabajo y mi estilo de vida. Es muy probable que regrese en • futuro. Mientras tanto, voy con frecuencia. el ¿Por qué dices que ser periodista freelance ha sido la mejor decisión?

Por la libertad. Para mí, en el trabajo y en la vida, no hay nada más valioso. Como periodista independiente puedo elegir los temas sobre los que escribo. Puedo viajar y moverme a mis anchas; puedo dedicarme a mí, a mi familia, a mis amigos y a mis gustos el tiempo que soy capaz de pagar. Fui empleado apenas un par de años, y ese mundo def initivamente no es para mí. Pronto cumpliré diez años como cronista freelance. La escritura como herencia

Aunque el periodismo le impulsara a ser el escritor que es hoy en día, siempre tuvo ese don. En su hogar, contar historias y leer cuentos era algo del día a día, primordial, básico en su crianza. En el segundo piso de su casa, — donde está la sala y la biblioteca— es donde Sinar se refugia para buscar la inspiración que lo lleve a crear una nueva historia, alguna crónica, su género favorito. “Ella tiene el encanto de la narración, el estilo; y tiene además, el poder de los hechos, el gancho irresistible de la realidad. Soy muy curioso, y este es el género que mejor me satisface como lector y como escritor”, dice. Pero no solo narra, también enseña a hacerlo. Desde 2010 Sinar es instructor del taller organizado por el Colegio Nacional de Periodistas de Venezuela (CNP) “El arte de narrar”, en donde ofrece su experiencia a quienes quieran aprender a desarrollar la crónica, el reportaje y el perfil en el periodismo de interpretación.

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Para mí, en el trabajo y en la vida, no hay nada más valioso que la libertad

• “El arte de narrar”… Ayudas a que otros lo desarrollen, pero ¿cómo aprendiste a desarrollar el tuyo? Narrar es un instinto que todos más o menos tenemos, y algunos lo desarrollamos. En mi caso hay algo de herencia, pues mi padre también escribe. Además mi madre y mi abuelo materno eran buenos narradores, y ellos me criaron. En mi casa se contaban historias a cada rato. Como yo fui un niño más bien pasivo, que no practicaba ningún deporte, un día mi tío Edgar me puso el primer libro en las manos, para que matara el tiempo leyendo. Desde entonces no paré de leer, y el siguiente paso lógico fue escribir. • ¿Crees que se esté formando una buena generación de relevo en el periodismo venezolano?

La verdad, no lo creo. Veo mucha pereza y desinformación. Seguramente hay algunas personas con talento y ganas entre esa masa numerosa que viene como relevo. Ojalá esa minoría tome el control. • ¿Qué le hace falta al periodismo venezolano y qué le sobra?

Le falta mayor apuesta de los editores y dueños de medios por la investigación. Le sobra obsesión por lo inmediato y algo de torpeza en la escritura.


Contaré historias mientras tenga vida

Un poco más del vendedor de palabras

Aunque Retrato de un caníbal ha sido una de sus obras más aplaudidas, la que mayor disfrute le ha producido es la del perfil de Dario Cecchini, un famoso carnicero de Toscana. “Viajé a ese pueblo desde Florencia, con mi esposa, justo después de mi cumpleaños. Pasamos todo un día en un lugar muy original, entre gente alegre y hospitalaria que comía y bebía con gran placer. Estar allí era un privilegio. Y luego escribir la historia fue otro gozo genuino”, explica. Para el futuro, el autor de Infiltrado en una caravana de contrabando, está preparando un nuevo libro de no ficción, se trata de una larga crónica que narra el estilo de vida en Santa Cruz de Islote, un cayo sobrepoblado del caribe colombiano, la cual denomina como surreal, además, espera viajar más y escribir mejor. Pensar, amar y criar. Sinar, antes que ganar un Nobel de Literatura prefiere leer sobre la realidad del mundo, divertirse, aprender y conocer personas que le ayuden a vivir varias vidas; recordar las charlas con Fénix Fernández, su mamá y a Gay Talese como autor. Le molesta lo que no funciona, lo inútil, puede ser un párrafo o una página web. Dice que solo tiene el arte de narrar, después de eso, solo es buen caminante, cocinero y jardinero competente, pero, contar historias es lo que mejor sabe hacer y lo hará mientras tenga vida.


Las muñecas de arcoíris de

Tesa Antonia Albarrazar Un cuento de Gabriela Mesones Rojo Ilustrado por Fernando Torres Rojo

P

eter Coyote había dicho que la iba a llamar, y Tesa Antonia Albarrazar le creyó. Lo va a hacer —pensaba— porque ese día yo estaba de lo más guapa y articulada y porque hablamos de literatura y yo me había leído todo lo que él mencionaba, y porque ese día todos mis chistes fueron astutos y con tono despreocupado. Claro que me va a llamar. Me va a llamar porque me dijo muchas veces que le gustaban mis guantes de terciopelo negro, y me dijo también que le gustaba mi estilo, que le gustaban mis caricias suaves y largas. Me miraba fijamente la boca roja y se reía

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mucho, muchísimo, de las cosas que yo tenía que decir. Tampoco me dijo nada acerca de mi aliento de Beagle, ni de mi ojo perdido ni de la cicatriz que me atraviesa el cuello de la vez que me intenté degollar y no pude. Durante la larga espera había vuelto a sacar el alicate, y las manos le sangraban a borbotones. Hundía el metal en la piel y se arrancaba los pellejos de los pulgares; masticaba la carne y se chupaba los dedos como si fueran las costillitas de cochino en salsa negra que hacía su mamá. Sus dedos eran su comida favorita. Le gustaba sentir cómo los incisivos le cortaban la


carne. Le gustaba examinarse los dientes y encontrar pedazos viejos de pulpa y volver a masticarlos, acariciarlos con la lengua y sentirlos hinchados de saliva. Cuando se sentía aturdida hundía agujas bajo sus uñas para separarlas lentamente de la carne. Eran uñas, pero realmente no lo eran, porque eran endebles e inútiles. Eran una cosa que vivía, solo porque había logrado agonizar. No extrañaba sus uñas. Le gustaba esa cosa blancuzca que lograba sobrevivir en la punta de sus dedos. Las manos de los demás no le abrían el apetito. La mayoría de las veces le daban náuseas y pesadillas de envidia. Ocurría a veces, cuando pensaba en mano ajena, que lanzaba los platos al piso y caminaba descalza por encima de la cerámica rota. Las manos normales eran lo peor. Manos suaves de piel tersa y blanca, con uñas resistentes, largas y lisas. Sus amigas se exhibían sanas y gesticulaban con comodidad. Tenían uñas coloridas y se adornaban los dedos con figuras de oro y plata. Se burlaban de ella cuando la descubrían con la mente ida y la vista fija en esas pecas simétricas que les adornaban la piel. Las odiaba. Las de Tesa Antonia Albarrazar eran manos deformes, de dedos irregulares, algunos cortos y algunos largos; dedos gordos con huesos torcidos, como si buscaran un camino inusitado y se negaran a crecer recto, a diferencia de los otros miles de millones de dedos del mundo. Las palmas de sus manos estaban hechas de ondulaciones e incontables manchones blancos. La piel era áspera y amarilla; estaba cubierta de vellos negros y grasosos, iguales a los de su abdomen. Cada quien tiene las manos que merece —decía su padre— unas manos perfectas son aburridas, Tesa. Lo tosco en las manos sirve, para que la gente sepa de inmediato que la vida de uno no es fácil. Las manos perfectas son de gente que no trabaja. Las manos perfectas no existen, y si existen son de gente que no las merece. Cada quien tiene las manos que merece.

Tesa se arrancaba uno a uno los vellos largos y negros que cubrían sus manos, acariciaba con los labios el folículo azabache cubierto en grasa fría. No le dolía, como tampoco le dolía arrancarse la cutícula con el alicate, ni limarse con furia las asperezas de la palma de la mano ni echarse limón en el sarpullido o picante en los poros llenos de pus. Sí que le había dolido arrancarse los dedos que sobraban, pero eso ya había sido hace mucho tiempo y no lo recordaba realmente, aunque a veces soñara vívidamente con el cuchillo que había utilizado para la mutilación. Pocas veces soñaba con ideas de violencia. La mayoría de las veces sus sueños consistían en la aburrida repetición de imágenes sin vida. Cuando escuchaba a su hermano hablar de pesadillas llenas de muerte, tortura física y monstruos que corren muy cerquita de uno, se sentía como la persona más débil y tonta del universo. Para Tesa una pesadilla era únicamente el recuerdo de los objetos metálicos que le habrían de hacer daño. Otros sueños añadían el elemento de la hemoglobina, mostrando así una amplia gama de utensilios cubiertos en sangre pastosa y olorosa. Muy contadas veces se relacionaba con los objetos más allá de lo visual, aunque en ocasiones Tesa escuchaba las voces haciendo eco en su cabeza. Los cuchillos, los bisturís, las agujas, las pinzas, los alicates, las hojillas se reían y le decían que nunca se iba a poder deshacer de los dedos mutilados, que los dedos seguían respirando y latiendo por ahí, haciendo de las suyas en los rincones de su mismísima habitación. Algún día iban a venir a por ella y la iban a regar por el mar. Cuando el cuchillo se sentía particularmente vengativo, agregaba: los dedos van a venir a por ti, Tesa Antonia Albarrazar. Quizá no te matan, pero seguro te despiertas un día y los tienes ahí otra vez, adheridos a tus manos sangrientas. Los dedos muertos, pestilentes y llenos de gusanos. Te verás obligada a vivir con ellos. Porque cuando lleguen los dedos, me voy a perder. Y no vas a encontrar nunca un metal que te ayude a mutilarte.

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Despertaba con el cuerpo latiéndole de dolor, cubierta en sudor avinagrado. No lloraba, porque nunca en su maldita vida lo había hecho. Llorar era para gente de manos bonitas. Gente que tuviera ganas de pasarse las manos por la cara. Peter Coyote ni siquiera había escuchado acerca de las manos de Tesa, manos famosas en la ciudad. Sus manos habían conseguido más trabajo que la mismísima Tesa Antonia Albarrazar. Sus garras eran las protagonistas inevitables de propagandas de crema de mano. Y la gente se asustaba a muerte y lograba sentirse bien consigo misma, porque esas eran verdaderamente las manos más feas que había parido esta puñetera vida. Después, como si el mundo no fuera suficientemente cruel, mostraban a cualquier chica de manos inmaculadas, y la gente decía guao, esa crema sí que es de verdad-verdad un producto extraordinario. Cuando grababa, los directores procuraban ponerle las luces lo más cercano posible a la piel para que se le abrieran los poros y sudara gotas gordas llenas de sal. La vergüenza le daba ganas de cortarse las manos. Tesa Antonia Albarrazar sin manos, ¡por fin sin manos! Cuando la gente preguntara: Ay, dios mío, ¿pero, y qué le pasó a tus manos? Tesa podría decir: cada quien tiene las manos que merece, y recordaría la voz soez que ponía su padre cuando le miraba los hongos grises que crecen en la esquina de sus uñas. Sin sus manos sonreiría coquetamente y se sentiría capaz de conquistarlos a todos y tenerlos a todos, especialmente a Peter Coyote, atrapado en sus brazos que terminan en un muñón liso y de cicatriz uniforme y lampiña. Tesa soñaba con los muñones. Muñones que le abrían las puertas del cielo. Muñones decorados con delicados dibujos de formas geométricas. Cubiertos en piedras preciosas incrustadas en la piel. Muñones suaves y elegantes. Muñones acariciables. Muñones llenos de gracia. Muñones que podrían llevarla a la

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fama; hacerla la mujer de los muñones más guapos del mundo. “Dr. Honeydew no tiene ojos, pero aun así afirma que los muñones de Tesa Antonia Albarrazar son un milagro de la moda”. “Tesa Antonia Albarrazar al desnudo: “Por mucho tiempo fui un ama de casa depresiva y solitaria. ¡Pero ahora tengo muñones!”. “¡Pow! ¡Bum! ¡Splat! ¡Deja de darte golpes de pecho! ¡Búscate un amante chino de más de dos metros y medio de estatura que no sea negligente con tus muñones! ¡Tú lo mereces!”. Y Peter Coyote leería los titulares. Y Peter Coyote también soñaría con los muñones de Tesa Antonia Albarrazar. Y no esperaría incontables horas antes de levantar el auricular y marcar su número. Estaría Peter Coyote todo el día pensando en ella y en sus muñones. Sus muñones acariciándole la cara, sus muñones que brillan en la oscuridad de tanto pulirlos. Muñones que reflejen luz de luna o de farol de calle; daba igual. Muñones sabor a cereza. Muñones suaves como una bola de pelo de gato. Cada quien tiene las manos que merece ¡qué fácil decirlo! Te odio a ti, y a tus dedos, y la calma con la que dices que todos tenemos las manos que merecemos. Maldito seas tú y tus manos largas y tus uñas llenas de mugre. Tus manos normales que tanto me gustan. Toscas y llenas de vida. Maldita sean tus uñas lisas. Malditas sean las líneas que se leen en tus manos, que te pronostican fortuna y una muerte lejana. Maldito seas que con esas manos tan bonitas no me las pudiste dar a mí. Espero que tus manos te mientan y que no tengas ni fortuna ni una muerte lejana. Ahí sí vas a saber lo que es tener las manos que uno merece. Manos mentirosas que te engañan y te acorralan. No todos tenemos las manos que merecemos.


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Suena el teléfono. Al menos hay manos para agarrar el teléfono. Quizá sea Peter Coyote. Podría, gracias a sus manos, escuchar la voz de Peter Coyote. —¿Tesa? —No es Peter Coyote. —Tesa, ¿estás ahí? Te tengo malas noticias ¿estás sentada? —Estoy sentada. —¿Estás con el alicate? Concéntrate un poco, anda; deja el alicate y escucha lo que tengo que decirte. Estoy con papá. —Estoy concentrada. Concentrada y sentada. —Tesa, nuestro papá amaneció todo tieso en la cama hoy. Se murió anoche. Nos dimos cuenta antes de almuerzo. No sé qué decirte. Los doctores dijeron que iba a durar más. —La que le leyó la mano también. —Sí. No sé qué decirte. El alicate estaba hundido en la esquina del dedo anular, salía un chorro de sangre oscura y brillante. Tesa Antonia Albarrazar se sentía bien. No podía escuchar a su hermano. Todo esto era un buen augurio. Era la oportunidad de unas manos distintas. Iría hasta allá y, antes de enterrar a su padre, se las cortaría y las reemplazaría por la maldición que tenía ella al final de sus brazos. Se cosería las manos de su padre con hilos de seda de muchos colores, y los niños verían arcoíris en sus muñecas y pensarían que Tesa Antonia Albarrazar era la mujer más agraciada de todo este puto mundo. Y cuando la gente hablara de libros que ella también se ha leído, se sorprenderán de una mujer con ese calibre de manos y esa amplitud de mente. Y si las manos de su padre no funcionaban, porque su padre estaba muerto y ya había gusanos haciendo un banquete de su piel; pues le quitaría las manos a su hermano. Sí. Si lo veía le saltaría encima a sus pequeñas y delicadas manos y se las empezaría a morder; y todos la llamarían

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loca, y la encerrarían de por vida en un cuarto sin cuchillos y con la única y desgraciada compañía de sus garras. Y seguiría soñando con el cuchillo que le dice cosas. Y no tendría más que hacer sino comerse sus manos hasta morir de tanto vómito. Comería manos de piel de cocodrilo rojo, llenas de infección y de úlceras, con huesos dislocados y ronchas monumentales. Y no importaba si no lograba coserse las manos bien y no tenía éxito en la búsqueda de la sensibilidad de la punta de los dedos. A nadie le importa la sensibilidad en la punta de los dedos. Tesa Antonia Albarrazar y sus nuevas manos. Porque con sus nuevas manos no tendría que gesticular frente a Peter Coyote con esos guantes insoportables. Y Peter Coyote le besaría los nudillos que ahora no estarían ensangrentados. Y jugaría con los colores del hilo de gusano que adornaban sus muñecas. Y le diría que son las muñecas más hermosas del mundo. Y que las manos de su padre le sientan bien. Que tomó una buena decisión al elegir esas precisas manos. Que tienen mugre en las uñas, pero que igual son las manos más hermosas del universo. Aunque sean toscas. Aunque sean manos que toda la vida trabajaron la tierra. Aunque no sean las manos que Tesa Antonia Albarrazar merece. —Tesa. No vas a venir ¿verdad? Y Peter Coyote le rogaría, le imploraría, le suplicaría que por favor le pusiera las manos encima de su miembro venoso, que le abrazara el sexo y jugueteara con los vellos rizados de su entrepierna de pigmeo. Y él disfrutaría el brillo del arcoíris de sus muñecas. —Estoy esperando una llamada importante. No puedo alejarme del teléfono ¿pero sabes en qué estaba pensando? Papá murió con las manos que merecía: manos lindas y llenas de mugre. Tesa trancó el teléfono. Peter Coyote estaría por llamar en cualquier momento.


MĂŠrida

Una serie fotogrĂĄf ica de Maggi






Tres

microcuentos y un despecho

Textos de Melanie Taylor Ilustrados por Kiven Moreno

Con las botas puestas

A

rturo era el mejor fotógrafo de la crónica roja y lo sabía. Los otros fotógrafos le envidiaban, pues llegaba antes que todos a la escena del crimen o al lugar del accidente logrando las tomas más crudas. Gracias a su lente, la sangre destellaba una rojez metálica y las tripas palpitaban su repugnante viscosidad. En sus fotos, las imágenes de los muertos resultaban intensamente perturbadoras. Una noche Arturo fue atropellado en una vía poco transitada. Sin pensarlo dos veces sacó su cámara y se murió así, tomándose fotos a fin de que su periódico tuviese la primicia.

Esas manos

¡Q

ué manos!...y esas uñas tan rojas... El hombre se mueve inquieto en su asiento, sintiendo en su interior una súbita oleada de placer. Le gustaría tener dinero para invitar a la dueña de esas manos a salir. Con suerte esas uñas podrían posarse sobre su piel, arañarle la espalda, masajear sus hombros, acariciar su pecho, agarrar con propiedad su...Señor Brenes, ¡no nos queda más remedio que cancelar su tarjeta de crédito! La oficial del banco le da un tijeretazo a la tarjeta con esas manos de relucientes uñas rojas.

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Inédita

A

maranta pinta sus cuadros con vehemencia y ahora ya son muchos. Ocuparon inicialmente las paredes de su sala, pero ya se extienden por el pasillo camino a su estudio. Son todos hombres, sus aventurillas, amantes de meses, dos uniones libres y un marido de a de veras, de esos que vienen con sortija, firma ante notario y foto. Me gusta como utiliza su paleta de colores para simbolizar la intensidad de cada relación . A veces me da ganas de que terminemos para ver si me pinta y en dónde me coloca, pues he estado con ella antes, durante y después de tantos amores. ¿No será Amaranta sexista? Para qué hacerme líos. Me levanto de la cama donde languidece desnuda. Me pongo mi traje de verano, me calzo las sandalias, me hago una cola y cierro la puerta. Silenciosamente.

Despecho

C

onduzco mi auto con las ventanas bajas, escuchando el programa más popular de la radio “Música con Dj Rojo”. La programación apesta pues, en vez de las canciones pop y trance usuales, el Dj insiste en poner música fúnebre mientras se queja amargamente del desamor de una tal Verónica. Ojalá se sientan tan mal como yo, dice el Dj y noto que el tráfico se ralentiza. Dj Rojo vaticina un eclipse, ya que desea que sintamos la oscuridad en su interior. La risa se me extingue cuando noto que el cielo se oscurece y el sol desaparece ante nuestros ojos. Los autos a mi alrededor se detienen a contemplar el fenómeno mientras la voz de Dj Rojo reverbera en la autopista. Con llanto en la voz el Dj dice que quiere que Verónica se convierta en el libro más solicitado de una biblioteca muy concurrida para que cada lector le arranque una hoja. La verdad, pobre, pobre Verónica...

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La pasión

tardía de

Santa

Un cuento de María A. Spinetta Ilustrado por Alefes

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S

anta, hastiada ya de desplantes y rechazos, se paró frente al espejo, apretó los párpados con fuerza y se quitó la ropa. Cuando se sintió desnuda, abrió los ojos y al verse se dijo: “Sí, soy un asco”. Sintió compasión y piedad hacia los hombres que recientemente la habían rechazado. Ahora los entendía. Si ella se hubiera mirado antes, nunca habría sometido a nadie a semejante visión. A los ochenta y cinco años su cuerpo parecía más el de una larva seca que el de una mujer. Ahora entendía. Desde la muerte de su marido, sucedida unos cincuenta y pico de años atrás, Santa se había llamado al retiro carnal; retiro que se remontaba, a su vez, a sus veintipico, cuando el matrimonio inició un paulatino y resignado abandono de la escasa y pudorosa intimidad que en alguna ocasión se habían permitido. “¿Y ahora por qué me agarrará esta calentura del demonio?” —Se preguntaba Santa mientras se vestía—. “Casi no me queda vida, casi no me queda cuerpo. No sé… Lo único que sé es que a los ochenta y cinco años se me da por querer cosas que antes me hubieran escandalizado. Y lo peor es que yo sé perfectamente bien de dónde vienen esas ganas. Y no vienen de un buen lugar. Mi madre me lo dijo toda la vida: El diablo, Santa, va de puerta en puerta buscando almas débiles a las cuales tentar. Agradece, hija, el nombre que te hemos puesto. Agradece”. Santa se llamaba en realidad Santa María. Sus padres habían querido anotarla como Santa María Virgen, pero la burocracia no se los

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permitió. Igualmente, se aseguraron de que su hija lo supiera desde el momento en que tuvo uso de razón. Que supiera que aunque sus papeles no lo dijeran, su nombre era Santa María Virgen. Por eso ella, que había pasado la vida convencida de que si no había conocido la tentación carnal era porque se llamaba Santa María Virgen, empezaba ahora a dudar del poder de su nombre o a pensar al menos en la posibilidad de que ese poder, con el paso de los años, se hubiera debilitado. “Porque la verdad… haciendo memoria —pensaba Santa mientras se abrochaba el último botón del saquito negro— a mí los hombres no me interesaron nunca, ni de jovencita, ni de señora joven, ni de señora mayor. Nunca. Hasta que ahora, de vieja veo un muchacho y se me enloquece el cuerpo”. −Debería darte vergüenza —le dijo a su imagen reflejada en el espejo— vergüenza y miedo. Y despacito, arrastrando los piecitos, fue a prepararse un té. “Pero… qué macana —dijo para sí Santa— me estoy quedando sin galletitas y queda poco té. Y… voy a tener que pedir al almacén que me manden galletitas y té con el muchacho del reparto. Que va a hacer…”. Como quien no quiere la cosa, antes de agarrar el teléfono para pedir que le manden al muchacho, se quitó las medallitas del cuello, descolgó de al lado de la puerta el cuadro del Sagrado Corazón. Hizo el pedido, tomó las llaves y se sentó a esperar. El té y las galletitas llegaron pronto, pero de la mano de la dueña del almacén. —Sí abuela, el chico vino a trabajar — dijo la señora del almacén— no está enfermo ni le pasa nada, pero no va a venir más a traerle los pedidos porque ya escuché lo que cuentan de usted el muchacho de la panadería y el chico del puesto de diarios y no me pida que le dé detalles porque no contaron nada bueno. Santa la miró como si no supiera de lo que le estaba hablando. —Piense que podrían ser sus

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nietos —agregó la señora— y si se descuida sus bisnietos. Agradezca que son buenos muchachos y cuídese a ver si aparece uno que se quiere hacer el vivo y le hace pasar un mal rato. Si necesita otra cosa, abuela, me llama que yo se la traigo enseguida. Cuando se quedó sola, Santa volvió a colgar al Sagrado y lo miró desafiante. —Una vida entregada a la virtud —le reprochó a la imagen— y me lo pagas así… mandándome la tentación cuando ni el mismo diablo quiere pecar conmigo. Buenos muchachos… mirá que si una tuviera menos edad le iban a ir a contar a la patrona. A ver si se iban a quejar. Colgó las llaves de una de las esquinas del marco del Sagrado, luego se puso las medallitas, tomó un té y fue a tirarse a la cama para descansar un rato. Al pasar nuevamente delante del espejo se miró de reojo, se recordó desnuda y se persignó. “Tener que verme los cueros a esta edad —se lamentó Santa— eso sí que es un pecado… pobres muchachos, pobres muchachos… La próxima vez voy a apagar la luz”. Siguiendo su costumbre de rezar hasta dormirse, Santa intentó evocar la imagen de alguna virgencita o algún Santo a quien elevar sus oraciones pero las imágenes que tomaban posesión de su mente eran la del muchacho de la panadería y la del chico del puesto de diarios rechazándola con respetuosa repulsión. “Esto sí que es obra del diablo — pensó indignada— obra del diablo y castigo de Dios. Estos dos ven un alma virtuosa, una vida intachable que hizo honor a su nombre inmaculado y al final de sus días se ponen a jugar para ver quién la gana. Total… ninguno de los dos se va a hacer demasiado problema si yo les falto en el cielo o en el infierno. Una vieja más, una vieja menos. ¿A ellos qué les importa? Uno me abre la puerta de la tentación y el otro no me deja pasar, pero la puerta no me la cierra. Al final, me vengo a dar cuenta de que Dios y el diablo son socios”. Los ojos de Santa se abrieron


involuntariamente. Sus pensamientos la habían asustado. Recorrió con la vista la penumbra de su habitación y la negrura de cada rincón. Lentamente extendió la mano, encendió el velador, se aferró a las medallitas de su cuello y repitiendo Aves Marías se durmió con la luz prendida. La despertó el timbre. Medio atontada, como siempre que despertaba de sus siestas, se sentó en el borde de la cama, se puso los lentes y miró el despertador. Eran las ocho de la noche. Se puso las chancletas y arrastrando los piecitos fue a abrir. El timbre volvió a sonar. “¡Ya va! ¡Ya va!”, gritó a mitad de camino. Espió por la ventana y la invadió esa calentura del demonio que la perseguía últimamente: era el muchacho del almacén. −¿Quién es? –preguntó haciéndose la tonta. −¡El muchacho del almacén, doña Santa! −Pero yo no encargué nada querido… −Ya sé Santa –dijo el muchacho detrás de la puerta– sólo le quería decir que no es que yo no quiera venir más a traerle los pedidos. Es mi patrona la que no me deja porque se enteró de lo que cuentan en el barrio y dice que no quiere problemas. Pero conmigo está todo bien abuela. −¿Y qué dicen? –preguntó Santa con fingida sorpresa. −Maldades Santa, maldades. −Mejor pasá así me contás. ¡Voy a

buscar las llaves! ¡Las dejé en mi dormitorio! –Mintió Santa. −No hace falta que me abra Santa, yo solo le quería decir eso porque me da pena que se digan esas cosas de una señora buena que podría ser mi abuela. −Mirá que si despreciás mi invitación voy a pensar que te crees lo que dicen en el barrio. Ya te hago pasar… Santa vio que desde el cuadro, el Sagrado la miraba con desaprobación. “Si te parece tan mal, no me dejes abrir la puerta”. Le susurró desafiante mientras tomaba las llaves que colgaban del cuadro. Y caminando despacito pero con el corazón galopante, fue a la cocina a buscar una linterna y cortó la luz. −¡Se cortó la luz, querido! −Gritó desde adentro−. ¡Pero no te preocupes que busco una linterna y te abro! Con la linterna encendida pasó delante del espejo. Se miró de reojo y comprobó aliviada que el reflejo de su cuerpo casi no se veía. Al llegar a la puerta se quitó las medallitas y quiso descolgar el Sagrado, que tenía ya una expresión implacable, pero recordó las palabras de su madre El diablo, Santa, va de puerta en puerta buscando almas débiles… Decidió dejarlo en su lugar. −Pasá querido, pasá. El muchacho pasó dubitativo. Sintió la puerta cerrándose a sus espaldas y vio el haz de luz de la linterna iluminando la mano de Santa que colgaba el llavero en el marco del Sagrado. Sus ojos tardaron en acostumbrarse a la oscuridad de la casa. La linterna de Santa alumbraba alternadamente lo único que ella quería ver: el camino hasta el sillón y el rostro encandilado del muchacho. Se sentaron uno al lado del otro. El muchacho quiso empezar a hablar. —No me cuentes nada −interrumpió Santa− ya me imagino lo que dicen en el barrio: que soy un asco. —No Santa… cómo van a decir eso si usted es una linda señora. —Gracias por el cumplido, pero

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no quieras convencerme de lo que no es, mi querido, porque yo también tengo ojos y me miré al espejo… toda desnuda. —Pero qué dice Santa… —¿Sabes lo que pasa querido? Las señoras rectadas y discretas como yo no acostumbran a mirarse. Por eso, ni me imaginaba que estaba como estoy. Cuando me miré desnuda entendí. El muchacho estaba visiblemente incómodo por el rumbo que tomaba la conversación. —¿Qué entendió? —Entendí por qué se me escapan los hombres. Pero hoy es mi día de suerte, y el tuyo también. —¿Por qué abuela? —Porque se cortó la luz y a partir de ahora no me vuelvas a decir abuela. Santa apagó la linterna. La oscuridad total y el cuerpo de Santa abalanzándosele estremecieron al muchacho. —¿Qué hace Santa? ¿Qué hace? Luego de un intenso forcejeo el muchacho cayó al piso y arrastrándose se alejó del sillón. —¿Usted está loca? ¡Encienda la

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linterna! —Le gritó. —Me parece que se me cayó −dijo ella con tono ingenuo sintiéndola debajo de su muslo derecho. Inmediatamente y aprovechando la total oscuridad Santa se soltó el pelo, comenzó a desvestirse. Alternadamente, mientras tarareaba sensual un single de jabón de tocador, se ponía de pie o se sentaba para quitarse cada prenda y lanzarla sutilmente al aire hasta que un ruido leve en el piso llamó la atención de ambos y detuvo abruptamente la escena. Santa tanteó en el sillón y no encontró la linterna. Se había caído. Buscó a tientas con los piecitos y tampoco la encontró en el piso. Estiró la pierna pensando que tal vez habría rodado y su pie chocó con el cuerpo del muchacho que estaba inmóvil en el piso. Desesperado e intentando esquivar el pie de Santa el muchacho comenzó tantear el piso para encontrar la linterna. Sus manos chocaron con las patas de varios muebles hasta que la encontró. La encendió, recorrió el lugar con la luz buscando a Santa y dio un alarido de terror cuando encontró


su cuerpo desnudo y blanco reflejado en el espejo como un espectro. Santa se miró y lo que vio la perturbó y la ofendió. —¡Apagá esa linterna de una vez! ¡No tenés respeto! ¿No ves que soy un asco? —Le dijo Santa tratando de cubrir con las manos lo que para ella era una visión repelente. —¿Respeto? ¡Debería darle vergüenza! ¿Usted se llama Santa? ¡Debería llamarse vieja puta! ¡Ábrame la puerta! —¿¡Vieja puta!? ¿Vieja puta me decís? ¡Andá sabiendo que no solo me llamo Santa, sino que me llamo Santa María! —¿Santa María? —Acurrucado en un rincón comenzó a retorcerse en una carcajada irrefrenable—. ¡Ábrame la puerta, loca! ¿Ahora me va a decir que usted es la Virgen María? ¿Qué quiere? ¿Qué le rece? ¡Ábrame la puerta de una vez! Con las manos en la cadera, furiosa y alejada de todo pudor, Santa comenzó a avanzar hacia el muchacho. La risa desapareció. Desde el piso la imagen de Santa María iluminada y desnuda era imponente y aterradora. —¡Dame esa linterna! —Santa, seamos razonables, no quiero ofenderla ni lastimarla, yo vine con la mejor intención. Ábrame la puerta y se termina todo en paz. —Dame la linterna. —Santa sea sensata. No quiero pelear con Usted. —Dame la linterna y tratame con respeto que me llamo Santa María. —Bueno, Santa María sea sensata. Ábrame la puerta. —Si no me das la linterna no puedo buscar las llaves. Dame la linterna. —¿Me va a dejar ir Santa? No me estará engañando, ¿No? —No. Con poca convicción el muchacho le dio la linterna. Santa María lo iluminó desde las alturas cegándolo. —Sacate la ropa −le dijo.

—Santa, por favor… —Sacate la ropa. —Santa, usted podría ser mi abuela. —Sacate la ropa. Y no vuelvas a decirme abuela. —Santa, me decepciona. ¿Está segura de que eso es lo que quiere? —Sacáte la ropa. Sin mayores alternativas, se puso de pie, comenzó a desabrocharse la camisa. La respiración agitada de Santa daba una base rítmica a los movimientos sensuales que había comenzado a hacer el muchacho. Con vaivenes provocativos que invitaban a Santa a unírsele, comenzó a desabrocharse el cinturón. —Alumbrá acá Santa María —le dijo señalando a su bragueta mientras se acercaba disimuladamente a la puerta de salida. Santa obedeció animadísima. La puerta y la llave colgada en el marco del Sagrado estaban cada vez más cerca. Al llegar el muchacho manoteó el llavero y lo sacudió burlón. —Te la dejo —le dijo irónico al Sagrado señalando a Santa. En el momento en que se dio vuelta para abrir la puerta, la linterna golpeó con furia su nuca. El golpe lo ensordeció momentáneamente y en medio de la confusión las llaves cayeron al piso y se perdieron en la oscuridad. La carcajada de Santa sonó diabólica y su cuerpo desnudo vibró fláccido al compás de su risa mientras avanzaba hacia él. El muchacho miró a su alrededor buscando con qué defenderse. Descolgó al Sagrado y se lo arrojó a Santa. El cuadro golpeó el hombro de la mujer y se estrelló contra el suelo. La risa de Santa se esfumó en una mueca de estupor. Alumbró el cuadro, luego la cara atónita y dolorida del muchacho que ocupaba ahora el lugar del Sagrado y se persignó. —¿Qué hiciste? —Preguntó consternada—. ¡Solo el demonio puede hacer semejante barbaridad! Con dificultad, Santa se arrodilló ante el cuadro, con la luz de la linterna

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comprobó los destrozos y vio que la imagen estaba intacta bajo los cristales rotos. Volvió a persignarse y comenzó a rezar. El Sagrado la miraba entre las rajaduras, misericordioso y apiadado de su impúdica y rechazada desnudez. Sin dejar de rezar, rompió en un llanto desconsolado. —Discúlpeme Santa —le dijo conmovido el muchacho desde la oscuridad— discúlpeme pero usted no me dejó otra alternativa. Esto no tendría que haber terminado así. —Sos el vivo demonio… —No me diga eso Santa. Yo no quise que las cosas llegaran a este punto, no llore más. Santa no lo escuchaba. —Levántese Santa, yo junto los vidrios y mañana le hago arreglar el cuadro. Desnuda, de rodillas ante el cuadro Santa imploraba perdón. Entre llantos y ahogos prometía penitencias y asumía la culpa por haber desafiado al Sagrado, a las sentencias de su madre y a la bendición de su propio nombre. —Santa no llore más, levántese, déjeme ayudarla. El muchacho se acercó despacio, se puso de rodillas al lado de Santa y comenzó a acariciarle la espalda para consolarla. —No la puedo ver así Santa, me parte el alma. Déjeme ayudarla. La ternura de las caricias en la espalda de Santa hicieron que el llanto cediera lentamente.

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—No. No me toques. Sos la representación del peor de los pecados. Y yo soy un asco. —¿Qué dice Santa? ¿De dónde saca que es un asco? Usted es una mujer buena, más allá de todo, en el barrio la quieren. Vamos, levántese. —Dejame, ya es tarde —le dijo Santa entre congojas. —Por eso mismo, ya es tarde, le ayudo a levantar esto así se puede ir a descansar. —Es tarde para recuperar lo que perdí: los placeres, el buen nombre y el cielo que ya me había ganado. No me quedó nada. Santa volvió a quebrarse en un llanto silencioso. —Por mí no se preocupe Santa, de mi boca no va a salir ni una palabra de lo que pasó acá. Levántese y no llore más. Al rodearla para ayudarla a levantarse le rozó las tetas que colgaban sobre el rostro del Sagrado. Sintió el estremecimiento de la mujer. —Levántese Santa… yo se lo voy a arreglar. Sin intención, volvió a pasar sus manos por las tetas de Santa y nuevamente sintió la perturbación de la mujer. Y la suya propia. —No llore más Santa. No fue mi intención. Créame. Sin dejar de acariciarla la abrazó con ternura por la espalda. Ella aceptó el consuelo que le ofrecía el muchacho. —Créame Santa. Créame. El llanto de Santa comenzó a menguar hasta convertirse en un gemido, mientras sentía la mano del muchacho descendiendo suave por su vientre y su respiración agitada y varonil perdiéndose en su cabellera canosa y endemoniadamente despeinada. Pudorosa, Santa dio vuelta el cuadro del Sagrado y apagó la linterna.


Para

hacer llorar a los peces

Poemas de Nilton Santiago Ilustrados por Karen Aguilar

Fragmentos del mensaje de un ángel en el contestador de un teléfono También el corazón de Miles Davis era una rosa enferma. Venía cada noche a nuestras largas sobremesas porque nos conocía muy bien, (como conoce el cuchillo de eviscerar el intersticio de luz en el vientre del pescado). Es cierto, tuvimos pocos amigos y éramos tan sencillos como los pájaros que brotaban de tu sonrisa y que ahora pueblan los jardines que crecen en esos corazones que un día enterramos como huevos de luz. Pocas cosas como las lágrimas de los erizos en luna llena, Miles, pocas cosas como tu mirada entre los tobillos de las estrellas pocas cosas como tu corazón de helado de vainilla (que era, ciertamente, como aquella ventana por donde el sastre de Dios tejía la oscuridad del mundo). Ahora hemos dejado algo de nosotros mismos detrás de las puertas y hemos muerto y renacido un poco en cada estrella que escondíamos bajo la cama, como relámpagos de silicio, pero de poco ha servido, sí, porque hemos dormido infinitas noches entre otros animales menos dóciles —como las libélulas en la sonrisa de las enfermeras— en cada paso hemos dejado intestinos y silencio y hasta hemos soltado al reptil que después de las miradas quedaba tras los ojos y hemos vuelto a recogerlo con el corazón y hasta con las manos, como si así se nos cobrara, querido Miles, el estar vivos.

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Todos los infinitos crepúsculos Este no es un poema para impedir la salida del sol ni otro ajuste de cuentas con los pájaros, sino un largo minuto de silencio para reconocernos tras la lluvia, palabras como árboles remando a la deriva en un poema de Mark Strand. Sé que has dejado de fumar, de culpar a la lavadora por nuestra falta de amor por los electrodomésticos pero vamos soy cobarde —muy cobarde—, como un fuego que acaba y no quiero hacer de este poema un encuentro con los que ya hemos dejado de ser otra evidencia de nuestra falta de solidaridad con los peces. Luego llegaban los lunes, pesados como una barriga a punto de dar a luz. En ese entonces, antes de salir a trabajar, solías despedirte de mis huesos alimentarte con lo que quedaba de mi cuerpo, plateada e inclemente, abrías la garganta con sus paredes de terciopelo y me comías a cucharadas, la lluvia te alumbraba —me decías—mientras encendías el televisor y desaparecías, como un árbol acusado de soñar con una rosa inexistente. No, no sabías cocinar ni tenías los pechos de Jayne Mansfield tampoco tenías televisor, no leías a nadie, no te gustaba Bach, es más, gran parte de ti aún espera nacer dentro de tu madre, mientras tanto, ella te confunde con una espiral de ceniza que nace de su ombligo, y que jamás cesa, como una primavera encubierta. Respecto a mí, pues eso, a veces creo, más bien, que soy ese animal que pasa la noche en ese refugio de carne y hueso cuya única llave no es otra que la soledad o un disco en llamas de Dizzy Gillespie ardiendo en todos y cado uno de nuestros infinitos crepúsculos.

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Las cenizas de Ulises Ahora lo sabemos, tu país era la sonrisa de Ulises, la frontera más allá de la frontera, donde las vacas y los cangrejos escapan de algún Chagall y donde los autobuses, como hospicios para dramaturgos, son misteriosos escarabajos atrapados en las autovías. Sí, nuestro país es una nena de veintipocos que aún piensa que los chicos creen en el matrimonio, en esa luz que se parece demasiado al sexo de los ángeles. Deberíamos dejar de hablar de nosotros, del New York Times envolviendo los anónimos recuerdos de los campos de guerra, como si fuesen pescado fresco, allí donde los cascos azules caen como moscas (total, por la cuenta que les trae a los banqueros y a los gorriones) Por esos lares, los honorarios de las estrellas son los mismos que el de los pájaros que brotaban de tu sonrisa cuando éramos pequeños y los árboles recogían los frutos graves de la noche, la frágil materia de las aves migratorias, que también era la nuestra y la de las enfermeras de guerra. Hoy he vuelto a casa, a la frontera más allá de la frontera y tengo que decirte que los árboles son apenas un puñado de otoño brotando de las chimeneas de los autobuses (los árboles, que para nosotros eran mucho más que los sindicalistas de los bosques) que Chagall está en paro, que las columnas de rebeldes han firmado una tregua con los murciélagos de traje y corbata y que ya nadie me conoce, a pesar de que he preguntado por ti. Déjame contarte que la clase media ha sido embotellada y arrojada por el retrete, que nuestro amigo, el pescador, el que hablaba el dialecto de las estrellas de mar, ha dejado de beber, de colocarse y de hacer chistes sobre los conservadores, y ahora lo ves deambular repitiendo una y otra vez aquellas palabras de Céline: “El amor es el infinito puesto al alcance de los caniches” y lo entiendo, me pongo la chaqueta y, qué demonios, voy por cigarrillos y una botella de ginebra. Le hago otro flaco favor a mi soledad.

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o i r o t t i V cciatore , Ca

s musicales ta o n y s a el r a u c a entre

Por Edwina Quintero Fotos por María Berti Cuando el universo conspira para que las estrellas se vuelvan expresiones artísticas ahí está Vittorio Cacciatore, aprovechando cada oportunidad para conjugarlas con su creatividad y devolverle al mundo un poco de la belleza que regala, transmitiendo a través de su obra, verdad, sutileza, profundidad… Un sinfín de encantos sencillos pero a la vez resplandecientes que puedes ver, oír y amar.


"Lay lailustración música

influyen en mi vida totalmente"

D

esea compartir lo que hace con los demás, que su obra pueda ser, para alguien, una posibilidad de irse a alguna otra parte dentro de sí; reza Vittorio Cacciatore, el polifacético ilustrador de la segunda tapa de Buriñón, que además es diseñador gráfico y cantante. Cuando la musa lo seduce, dejándole a su libre albedrío los microorganismos de magia que lleva dentro, no duda en lo que ve su ojo sensor, los agarra, los descubre, los siente, y de allí le abre la puerta al instinto creativo para comenzar un nuevo diseño, ilustración o canción. ¿Cómo fue tu experiencia al ilustrar la tapa de Buriñón No. 2?

Fue una gran experiencia, fue un proceso largo, me enfrenté a un montón de dificultades y descubrimientos en el camino. Hubo una primera etapa que fue la que llevó todo el tiempo y fue la de dibujar y colorear, luego una segunda etapa de retoque digital que es el toque final. En cuanto a un concepto o inspiración, mi intención es el encuentro entre nuestra parte racional y lógica que busca conectarse con nuestra parte instintiva, de imaginación y magia. El gigante mantiene tantos secretos en su libro, tantas cosas por descubrir para aquel que quiera dar el salto...Leer, entregarse al arte, son formas de dar ese salto, algunos buscan la escalera, otros prefieren el vacío, ¡la aventura! Grietas en nosotros y fuera, siempre buscamos unir. ¿Cuáles técnicas sueles usar para ilustrar, cuáles prefieres?

En general uso lápiz y Rapidograph sobre papel, también Pentel brush, Ecoline, acuarela, Posca, y ahora estoy experimentando con monocopia y grabado. Disfruto mucho del trazo fino en tinta, me pierdo en líneas, puntos y direcciones. Amo las texturas y pigmentos de la acuarela. ¿Cuál trabajo ilustrativo has disfrutado más?

Todos los disfruto y los rechazo y los amo y los subestimo, y al final los veo ahí fuera de mí, como un ente con vida propia. ¿Cómo juzgas tu propia obra? ¿Qué tan difícil es calificarse?

Bueno, estando adentro, siendo el creador, las cosas tienen otro sentido, la mayoría de las veces difícil de traducirlo. Si lo veo un poco más de afuera, a veces soy un poco duro conmigo mismo, y otras entusiasta. Creo en mi talento y creo que tengo mucho que aprender. ¿Quiénes han sido tus influencias artísticas?

Hayao Miyazaki, Moebius, Jodorowsky, Hieronymus Bosch, Dead can dance, Fellini, Carlos Castaneda.

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Desde los seis años ya mostraba trazos de arte en sus inocentes dibujos, pero hoy esos trazos se han convertido en obras emotivas, que sensibilizan gracias a sus conceptos y detalles. La introspección ocupa su obra, y la describe como “Una búsqueda interior, una puerta a otras zonas, un constante encuentro con un niño que crece, tropieza y encuentra bajo esa piedra, veinte mil pequeños seres más”. Sus ojos. Su voz... La ilustración es la vía que más usa para expresar su instinto creativo, pero la música es un complemento muy importante para él, porque por medio de ella también hace fluir esas numerosas chispas artísticas que le caracterizan. ¿Cómo han influenciado la ilustración y la música en tu vida?

En su totalidad. Más que una influencia yo los veo como aliados, puertas, la realidad misma. ¿Te consideras ilustrador primero y luego músico o viceversa?

Son vías de expresión distintas, pero ambas provienen del mismo centro creativo. Cada una se manifiesta a su forma, pero tienen mucho en común, son instintivas, hay más de fluir que de pensar. La ilustración es un vasto horizonte de fantasía interminable, la música es más emocional, un impulso. En este momento estoy más centrado en la ilustración, pero las dos son esenciales. ¿Desde cuándo cantas y a quién le cantas?

Desde mi primera banda hardcore xPúrpurax. Al que esté ahí adelante, y a los de más atrás. Más allá de crear, dibujar y cantar… Este artista, además de ocuparse de sus proyectos personales, desempeña el cargo de director en una agencia publicitaria, por lo que distribuir sus días es todo un reto: “Me levanto, me baño, medito, desayuno, voy a trabajar, hago una pausa al mediodía para comer y pasar un tiempo con los gatos en casa, vuelvo al trabajo, vuelvo a casa (¡Oh my god!), tarareo alguna melodía que grabo con el celular, paso tiempo con mi novio, cenamos, miro una peli o serie, dibujo, duermo”, relata. ¿Con qué matas el tiempo; cuáles son tus intereses?

Me interesa comer algo rico sentado al lado de la estufa mirando una peli, viajar y conocer lugares nuevos. Amo los libros, sobre todo de arte, espiritualidad y comics. Yoga, caminar, estar con mis amigos y familia, escuchar música y bailarla, estar solo entre alguna maleza o descampado. ¿Cuál ha sido tu momento de mayor alegría?

Los reencuentros con familia y amigos, tocar en vivo, meditar, conocer nuevos lugares. ¿Qué metas has conseguido y cuáles te faltan por cumplir?

He trabajado mucho en mi búsqueda personal, he conocido aspectos de mi ser muy buenos, y he cambiado hábitos y tendencias negativas. He conocido un estado de paz interior que creo mi mayor descubrimiento. Me he podido desarrollar artísticamente, he grabado un disco y muchas canciones, presentado mi show y expuesto mis ilustraciones, he visto muchas de mis bandas favoritas, he viajado por sitios que siempre soñé, disfrutado a mis seres queridos. Me pongo metas a corto plazo y tengo algunos sueños a futuro. Vitto, ha participado en muestras colectivas como Kiosco y Sabático. Posee un disco que lleva por nombre “Universal Preyhunter”, y en noviembre presentará una exposición individual en la librería/galería La Lupa y planea tocar sus temas en la inauguración.

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¿En qué crees?

Creo en todo, porque todo es, creo en el tao, en el transcurso natural de las cosas, creo en el poder personal para lograr lo impensable. Creo en la naturaleza y la justicia divina, en un centro de poder majestuoso de luz enceguecedora.

Un viaje por hacer

Tuve sexo en una piscina pública con gente en pleno día.

Cabo Polonio.

Levantarme los domingos a las 8 am a ver Astroboy.

Un instrumento

¿Qué es lo más loco que has hecho en tu vida?

El recuerdo más increíble de la infancia

Un crush famoso

Bruce Willis joven. Un amor

Sudamérica, México, Japón. Un disco de siempre

Ultravox, Rage in Eden. Un sabor

Dulce.

Un lugar Un juego

Pictionary. La voz.

Un utensilio de cocina

La cuchara.

El universal.

Una fantasía de cualquier tipo

Volar, ser gigante, rebotar en algo inmenso y suave, despertar en un parque hecho de comida, ser invisible.

www.vittoriocacciatore.com www.behance.net/vittoriocacciatore


Florencio

Un cuento de Carolina Jhon Ilustrado por Javier Domínguez

N

o pude aguantarme al verla parir, lo único que pasaba por mi cabeza era la suciedad que iba a dejar en el suelo, para colmo, verle la vagina abierta con el casco del crío asomándose hizo que me vomite en los pantalones. —¡Ayúdame! —Me gritó ella desesperada. Yo no hice más que volver a la cocina y buscar un trapeador y agua para limpiar esa desgracia. A lo lejos escuchaba los rugidos de

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Ana que no se callaba por nada del mundo, parecía que no se cansaba con nada, gritaba y gritaba casi sin respirar, me tenía los oídos hinchados y estaba empezando a enojarme. Al volver a la habitación, la muchachita se había arrastrado por el suelo hasta el pasillo que daba a la puerta principal, dicen que la esperanza es lo último que se pierde, pero estando conmigo más de seis años debería haber un límite, además, en el campo no se escucha nada, menos donde vivo yo, nunca viene nadie, ni siquiera saben que alguien vive por esos lugares, pero es bien bonito, el río sobre todo, salen buenos peces de ahí.


Para resumir, la Anita se arrastraba y yo detrás enojado con el trapo en la mano tratando de limpiar la suciedad, ella no aguantó más y parió ahí mismo, era como su quinto hijo, así que ella ya sabía lo que iba a pasar, apenas salió busqué una bolsa de basura y se lo tiré a los chanchos, la verdad yo no sirvo para criar humanos, son muy complicados, he visto los hijos de algunos amigos que tenía antes y siempre con lo mismo, lo querían todo y más encima les reprochaban por ser malos padres, a mí me basta con los chanchos. Al final volví a meterla a la pieza, la volví a amarrar y esperé que se calmara

para bañarla, me excitaba tanto sobarle sus partecitas a la Anita, la chiquilla tenía lo suyo, aunque, después de tanto crío se le estaba cayendo todo, entonces cuando pensé eso, fue que se me ocurrió descansar un poco de todo el ajetreo. Fueron tres estocadas, igual que cuando mato un chancho para el año nuevo, dos en el corazón y uno en la yugular. Y esa es la historia mi cabo. —¿Y dónde está el cuerpo? Es que ese es otro tema mi cabo, le cuento, resulta que después de verla muertita, me bajaron las ganas de despedirme, usted me entiende, así que la llevé como pude a mi pieza y ahí está, tiesa pero enterita.

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Un presagio Un cuento de María Isabel Briceño Ilustrado por Guilmer Lugo

L

legar a casa y soltar alguna bolsa en el mesón de la cocina. Tomar la toalla de las cuerdas y del armario una gastada franela. Luego, ampararse bajo las agujas de la ducha y masticar y escupir los malos ratos del día. Evitar su propia mirada en el espejo, ya pateada por las gallinas, y cubrirse con la crema hidratante. Todo un cambio de piel. La rutina del retorno. A traspiés hasta el dormitorio. Los cabellos escurriendo por su espalda, y el cansancio más o menos chorreante

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también, le exigían un algo que la reanimara. Pero ni un trago, ni el encendido de la televisión, ni pensar en el hombre pendiente lograban ya reconfortarla. ¿Estaría envejeciendo?, se preguntaba al asomarse al balcón. En ese espacio había construido una muestra tropical. Unos frondosos helechos comprados bien económicos cuando sólo tenían tres hojitas, una exuberante uña de danta que guerreaba contra las hojas biseladas del encristalado y una mínima, muy mínima colección de orquídeas. Suspiró. Por lo visto, momentos como este, medio insípidos, sobraban en la vida.


Como dijera el maestro ruso a Vera: la vida no es una fiesta continua. Las fiestas son poco frecuentes... Hoy, especialmente hoy se sentía tocando fondo. Con matitas o sin ellas. Estas profundidades turbulentas y espesas, oscuras e inmanejables ya eran demasiado permanentes por estos lados. Sobre todo desde que Juan Luis se fuera, muy probablemente, detrás de algún trasero. Tomó del borde de la ventana, con lentitud difícil, la jarra abollada de peltre a la que aún alegraban dos minúsculas florecitas pintadas por alguna artesana china. Por alguna china delicada y frágil… —¿Cómo se dirá harta de todo en chino? —preguntaría. —Depende ¿En cuál dialecto? —Le respondería su amiga Ho. Y entre esto y remojar las macetas andaba, cuando miró el cielo de hoy. Entre nimbos rosados, habituales en los atardeceres de los altos mirandinos, vio desplegadas dos alas inmensas, y entre ellas, la sonrisa en un rostro deífico. A esa hora, por los alrededores de Los Teques, sobre todo hacia los altos de El Jarillo, se pueden gozar los cielos más fantásticos e inimaginados, desde las apurruñadas ovejitas que pastan el azul vespertino, único de estas montañas, hasta toda clase de figuras de ensueño, doradas y púrpuras, precursoras del hueco de la noche. Pensó en la imagen celestial. A su entender, era un anuncio directo e impactante. Dirigido solo a ella, pues era ella, entre el grupito de mujeres asistentes a las sesiones de “La vela tornasol”, quien más lograba atrapar angelitos en el éter. Lo esperaba. No era la primera vez que un presagio, entre luminosidades y céfiros, le ponía la piel de gallina. Sin embargo, no se debe pensar en vulgares mensajes de quiniela: soñé anoche con tu suegra, averíguame su edad para jugármela. No señor. O en un trasnochado esoterismo. Eran

cuestiones de mayor categoría y profundidad. Recordó cuando en plenas fiestas de Carúpano, bañada en cerveza y estrujada por el gentío hasta abismos caribeños de orgasmos colectivos, un hálito frío le sopló la muerte de la abuela. Le bastó sentir hielo hasta en las nalgas para arreglarse el moño, secarse el sudor de tanto macho y pisar el acelerador lo necesario como para aterrizar en el Cementerio Municipal de Los Teques. El frenazo, después de atravesar medio país, rasó con la última paletada de tierra. En otra ocasión, una fugacidad radiante y volátil le alumbró cuál sería la sociedad más conveniente para iniciar la venta de bisutería, un buen negocio en esos tiempos del dólar a cuatrotreinta. Con el correr del tiempo, había desarrollado cierta capacidad interpretativa que le ayudaba bastante a orientarse por los tantos vericuetos de la vida. Por casi todos, verdaderamente, menos por uno donde no daba pie con bola: hombres. Allí la brújula se volvía loca y ella se hundía sin remedio en el de Las Bermudas, convirtiéndose los anuncios en angustiosos acertijos, en indescifrables trucos de magia. Más de una vez, después de otro amor de conato, estuvo tentada a aceptar las invitaciones de la vecina del ocho para consultar al santero Inácio y darle un adiós adiós a los manoseados angelitos. Pero no se decidía. Cuando pudiera aprovechar un paquete turístico hasta la propia Bahía, se excusaba. Sin embargo,ante estas nuevas señales, quizá debía plantearse algo más definitivo. En resumen, su historia sentimental era intensa pero muy efímera. Cada capítulo de muy corta duración. Prefabricaba cada nueva relación de una manera desquiciante: comienzo, parte media y final. Un final el suyo tan soñado como alejado al que de manera abrupta y veloz le imponía la realidad.

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Se le iba la cordura.—¿Y a quién no? Marcaba su territorio y lanzaba, intransigente, su grito de guerra. Así tuvo sus maridos, sus amigos con derechos, sus peor es nada y ahora ¡horror! Ya ni eso. A los trece años pasó, de compartir con las vecinas los mismos agujeros del escondite y puntos de la candelita —aún se jugaba por las calles de los vecindarios— a pelearse los cuatro muchachos de la cuadra. En medio de la escasez de hombres que ya entonces comenzaba a amenazar al género femenino, llegó el primer beso sediento detrás de una puerta. A la salida del bachillerato, conoció a Miguel Ángel. Serviría para papá de su hijo, se le ocurrió. Tal vez porque frecuentaba su casa y era pura mansedumbre, en medio del huracán de sillas que saldaba las disputas entre su padre y hermanos. A Miguel no lo anunciaron heraldos, no lo llevaron en volandillas los serafines hasta ella; todo fue muy light como llaman ahora en este mercado globalizado a alguna cuestión leve, tenue, insustancial. Tanto, hasta separarse. Los siguientes, de una u otra manera tocaban la puerta, ya fuese a la mitad de una insólita neblina veraniega, en la voz extrañamente familiar de un desconocido o en los sueños premonitorios de la tía Celia, casamentera empedernida, vestida a lo kordamodas. Pero hasta ahí llegaba todo. Al rato de tanteos de empate, ligue, noviazgo fugaz y hasta apasionada convivencia, los hombres se esfumaban. Mas ella seguía anclada junto al montón de mujeres sin sueños. En el mismo puerto nublado de incienso de todos los sábados. Sin percibir que hasta Silvio, con su habitual poética filosófica —refiriéndose a temas más complicados, claro— cantó que no bastan las buenas intenciones de los angelitos.

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Su lío era simple y rupestre y un punto pendiente en la vida de todas, sean solas o emparejadas, pobres o adineradas, por aquello de, al estar sola, pues ¡Injusta y amenazadora soledad! ¿Acaso no valgo lo mío? Y si está acompañada, hay un tercero, el gusanito insatisfecho de la duda, corroyendo. ¿Será este mocho de hombre el definitivo para mí? ¿Valdrá la pena volver a intentarlo? ¿Es lo merecido? Lugares comunes. Sin embargo después de múltiples alzas y caídas, llegó un momento en su vida donde se encontró con ella misma. Total, se decía, sus ocupaciones eran tantas y tan interesantes… La llenaban y no le quedaba tiempo para padecer por tonterías. Y hasta daba consejos a las menos expertas y más sufrientes. ¿Por qué hoy entonces su ya controlado lío le complica la existencia? ¿Por qué no llega a casa optimista, cansada, pero silbando por lo bajito alguna cancioncita preferida o mordisqueando satisfecha el duro día de trabajo, duro como el día después de los panes de las panaderías pobres? ¿Por qué carrizo las inesperadas señales la revuelven? Se desprendió del paisaje ya perdido en lo oscuro. ¡Vaya usted a saber qué se avecinaba! La culpa la tiene el Juan Luis, concluyó, como toda mujer. Juan Luis había sido lo más reciente y le agradaba —¡oh placentero dolor!— imaginar un retorno a ese pasado reciente en el augurio de las rosadas nubes. Sería devolverse a un pasado cercano, tan sentido, tan clavado en sus esperanzas. Lo conoció en una fiesta del edificio. Por esos días, ella estaba muy sola y volvía a sentirse demasiado sola. Es decir, necesitaba un Juan Luis. —Conoce a Juan Luis Cáceres —le presentó la vecina— él es médico, fisioterapeuta y entrenador deportivo.


Después de una pausa: cubano. —Cuidadosa la vecina con aquello de qué es quién. Ella se guardó el qué, y el quién se le vino en un cuerpo atlético, una piel morena y un par de ojos oscuros desnudadores, de esos que miran demasiado. Ante el cálido y espontáneo apretón de manos, se le astillaron las rodillas, se le envaró la nuca, se le secó la garganta. Un susto alegre y contenido hasta el dolor, le condenó a responder monosílabos a la conversación hasta entonces bien hilada y ahora, para ella, irremediablemente descoyuntada. Sin embargo, aún con todo el atolondramiento de aquel instante, grabó cada palabra y cada gesto y por eso recuerda el cuento de Juan Luis esa noche, en medio de los bien ganados oyentes. Imposible soltarse de la historia. La recordaba como si fuera ayer. De cómo, con lo puesto, logró escapar de la delegación cubana de béisbol que llegó a Puerto La Cruz el año anterior: se hizo el enfermo y mientras los demás estaban en sus actividades, se asomó a la calle como si nada, tomando el rumbo de la terminal de pasajeros de una ciudad desconocida, de la que no sabía el curso de las vías ni si encontraría algún rostro familiar, hacia un destino deseado pero totalmente incierto. Su sueño era Venezuela, aunque, suspiraba reflexivo, tenía un hermano muy bien instalado en Miami. —¡Ah! ¡Mayami! —coreó la rueda de hijos del ‘ta barato, dame dos, estrujando dentro de los zapatos, made in china, los deditos de los pies, nostálgicos de los Nike y Adidas a-me-ri-ca-nos. —Como ustedes entenderán, ya no podía, ni de bromita, devolverme, decía tajante. Su mamita —cariñoso el hombre—. ¡Un tipo tierno! —Se quedó en la isla: su única hermana, deportista —y de las buenas— viajada, no quería ni hablar de

salirse, y su vieja, pues, veía por los ojos de la hija, que según él, tiraba la suerte por la borda. Lo peor, lo peor de todo, la nostalgia por su niña. —¡Eh! ¿Escucharía bien? Niña—. Tiene, pues, una hija ¿pequeña? ¿Mayorcita? se preguntó. —¡Cómo extraño un buen lechón, hermano! —Le llegó ya desde la lejanía. Javier, el anfitrión, desbocado como todo venezolano en circunstancias similares, ofreció gestionarle un trabajo en una Alcaldía por Guárico, donde tenía un amigo y estaban levantando el deporte. —Y después a celebrarlo en Las Mercedes comiéndose el lechoncito, mi hermano ¡Rehabilitación es la que necesita usted, mi pana! Puro optimismo. —Mi condición, Javier, es… ¡Ando ilegal! —Tranquilo, tran-qui-lo. Eso lo arreglamos. Tengo el propio contacto en extranjería. Ella lo observaba. Claro, ya más con el corazón, echado en carrerilla, olvidado de todo freno, a lomos de su desgastado y quién sabe si otra vez, raspado método de amar. ¿Pero acaso hay un “método”? — Se preguntó—. Por enésima vez decidió echar pa´lante. Este, evidentemente, no era el viejo con real cuya mágica aparición imploraban, medio en juego y medio en serio las amigas; tampoco el pavo al que, con todas las bien sabidas ventajas, por ejemplo cero arrastre de frustraciones, entre otras muy importantes, a veces hay que terminar de criar. Esto se encontraba, por así decirlo, término medio —se dijo—. Y se le hizo agua la boca. Un poquito más bajo de estatura que ella. Continuaba monitoreándolo. Proporcionadito y con ese son alegre y de varón. La mirada, además, finalmente encontrada, era profunda y directa, de las que te hacen dudar de si te vestiste antes de salir de casa o, al menos, te hacen verificar

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muy disimuladamente lo hermanado de cada botón con cada ojal de la blusa. Se deslizó, como al descuido, los dedos por la abotonadura. Este era el hombre esperado toda la vida, audaz, fuerte, decidido. Con los qué, cómo, cuándo y dónde bien respondidos, a pesar de los azares de su vida. Este hombre es mío, decidió, como si fuera otra la que hablaba por ella. A la vuelta de un nuevo, preestablecido y bienintencionado encuentro entre amigos, descubrió junto a Juan Luis muchas de sus comunes y casi todas, dichosas coincidencias. Ella, socia de una pequeña red de gimnasios; él, médico dedicado al área deportiva. Ambos con un hijo. Ambos soñaban con Miami, ciudad donde se consigue de todo para vivir. Perdón, consumir. Es decir, existir plenamente. Él, a punto de enredarse en cada saludo femenino: —La soledad es dura… ¿sabes? Ella, igual de solitaria, archivando con desencanto creciente cada encuentro de comienzo casi épico. En fin, los puntos en común construyeron las frases comenzadas por uno y terminadas por la otra. O viceversa. Frases al aire que parecían ser construidas de antemano entre ambos. ¡Qué de casualidades! Y se calentaban las miradas a la espera del parpadeo de la otra pupila y de la próxima respuesta. Los dedos congelados. Un solo nudo en las gargantas. A las dos semanas Juan Luis se mudó —un decir, porque ahora recuerda que venía de ningún lado— al apartamento de ella. ¡Cómo olvidar esos primeros tiempos, de cóncavos y convexos tan perfectamente conjugados! ¡Cuando un codo mal puesto no molestaba para nada! Además, y muy importante, al hombre no le hacía ascos a una tina de fregadero rebosante de platos sucios, ni al water pidiendo a gritos

jabón y lejía, ni a las cuatro veces al día de encendido del carro para ir a pescar, en medio del tráfico obstinante, al chamo que iba o venía de la escuela, o a interrumpir el béisbol para comprar el pan. Y ni se diga a reparar una gotera o cambiar un sócate. Mientras, ella entraba y salía a cumplir sus horas de clases y a atender consultas particulares, a perseguir el sustento diario. Él continuaba desempleado. Pero el amor lo podía todo. La benefactora pasión todo lo superaba. Todo, todo. No así el bolsillo, que empezó a chillarle cada vez que Juan Luis se aparecía con unos Levi’s nuevos o una ceñida camiseta de marca. Entonces ella casi moría, y Juan Luis también: maravillado ante las prendas de oro vendidas por Leticia, la vecina del uno. Los ojos le brillaban y la mandíbula se le tensaba cuando ésta entraba con sus dorados tintineos. Se endeudó por una pesada cadena de esas usadas por los galanes de antaño para colgar las leontinas. —Hoy las usan ciertos jóvenes para llevar al pecho unas chapas de identificación que los asemejan a rudos mercenarios de película. No supo cómo, pero un día se vio en el banco firmándole a Juan Luis la autorización para una extensión de su tarjeta de crédito. Esto la llevó a enyesarse el pulgar adolorido del pie derecho. ¿Qué tenía que ver una cosa con la otra? Pues la noche que Alida esperó a Juan Luis con los abultados estados de cuenta desplegados sobre la mesa, deudas que, demás está decir, finalmente pagaría ella, el seductor la miró sin entender un pepino de los reclamos, mientras le mostraba emocionado el último CD de… de inmediato conectado a sus riñones —porque a sus espaldas, detrás de la silla, se hallaba el equipo de sonido—; atronador con su ton-ko ton-ko, tan lejano en lo generacional pero tan cercano a sus tímpanos, que repentinamente se vio, premenopáusica rabiosa, toda frustrada por tantas cosas: por

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luchar solitaria la crianza del hijo, por no poder cambiar su carrito tan anticuado ni poder comprarse una quintica de colección en La Fontanera, por estirar tanto el dinero, por ver alejarse a los amigos, ya tan poco complacientes, por esas vacaciones cada vez más cortas y en lugares más cercanos, y esas noches cada vez más largas en la cama cada vez más ancha, por no tener un ma-ri-do sino este prospecto de no sé qué, y encima, las arrugas que ya no tapaban ningún panqué, y el botox cambiándolas de sitio, que se levantó, rabiosa como cualquier macho, cumpliéndose lo de un saludable intercambio de roles y ¡patapúm! volteó la mesa con una espectacular, única y vulgar patada burrera que le partió el hueso y la zumbó al piso aullando como una hiena en celo. Seguramente, recordó luego, fue ese el momento de la desaparición del reciente alisado japonés. Los gritos de Juan Luis, no se puede negar, conmovieron a los vecinos, quienes dando muestras de extremada solidaridad, la bajaron en andarillas los siete pisos: el ascensor, una vez más, no funcionaba. Los gritos de Juan, es de valorar, penetraron hasta el cerebro apolillado del médico, que, durmiendo, cumplía con su guardia en el hospital Victorino Santaella, y lograron sacarle la orden para los rayos x, y luego para el yeso, y entre bostezos, finalmente, la firma autorizando del costoso récipe de los antinflamatorios. Menos se puede olvidar que existió la imagen real de Juan Luis trayéndole un té. Todo contrito. Era él, no cabía duda. Tan hogareña y apacible escena la puso a pensar. A pesar de todo, Juan Luis podía pasar: no estaba nada mal. El accidente suavizó un poco las cosas entre ellos. De la convivencia se ausentaron los reclamos y él se mantuvo solícito. Mas apenas ella caminó valiéndose por sí misma, Juan Luis se largó sin dejar ni un número o dirección donde ubicarlo.

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Y se encontró tan, pero tan abandonada, tan, pero tan sola en este mundo de seis mil millones de habitantes, que tuvo bastante espacio mental para urdir una soberana tanda de miserables reproches a futuro. Pero, atareada, y llena de dificultades como estaba, muy pronto la agotó su propia rabia. Y con el paso de los días y con más y más soledad, sintió que no era para tanto. Si a ver vamos, se dijo, él era tan joven, nunca había estrenado un jean, ni olido un buen perfume. En cuanto a la percusia, segurísimo se había largado con una, ¿iba a compararse ella con eso, con una percusia? ¿Pelear por eso? ¿Colocarse en el mismo nivel? Seguro la fulana era una de esas que no le llegaba ni a las tapitas de los tacones. Ella, toda una profesional, maestría, doctorado, con su vida resuelta, bien arreglada, con su autoestima por todo lo alto. No, no iba a andarse con rencores tontos. Casi le perdonaba las deudas y todo lo que se le ocurriera. Casi, no. Se olvidaba del asunto. Borrón y cuenta nueva. La culpa la tenía el cochino dinero. Y ella espantándolo con sus regateos mezquinos. ¡Ni un calzoncillo de marca se había puesto él en su vida! Se sentía tan, pero tan miserable; avergonzada de sí misma y de sus acciones. Se disculparía con él. Con tal Juan Luis regresara a ocupar su hoyo en el somier. Y en eso andaba la tarde de las señales, como la una, dicen, y perdida en un montón de nostalgias recoloreadas por la distancia. ¡Ay! ¡Estas señales! ¿Serían un anuncio de su regreso? Cerró el balcón anochecido, comió cualquier cosa y se durmió abrazada a la almohada. Sin la sabrosa sensación del descanso próximo. Ensombrecida por la angustia, pero viendo un brillo al final del túnel, y en él al Juan Luis con sonrisa invitadora. Al nuevo día despertó pesada, como en la resaca de una horrible pesadilla. Quizá soñó con esperanzas infundadas. Y por tanto un sueño espantoso sería.


Tardó tanto en levantarse y arreglarse y prepararse el cafecito y pasarse el creyón por la línea de siempre, que se hicieron las nueve de la mañana y, cosa muy rara en ella, tan puntual, no terminaba de salir a su trabajo. Se asomó a la ventana y miró ausente, en realidad sin ver, el ir y venir en la entrada, abajo. Mejor llamar a la oficina. Desvestirse, volver a la cama y dormir, dormir para no pensar. No. Será peor, se dijo, alejando la tentación y agarró el bolso y abrió la puerta y luego la reja y taconeó hasta el ascensor, oliéndose de pasada el envés de la muñeca: fragante imitación. El bombillito parpadeó y supo que pronto pararía en su piso. Dos hombres en negro y gris, altos, músculos de gimnasio, caras de duros, le retrasaron el acceso. Buscaban el 7C, según oyó. Se les apartó discreta, dejándolos pasar. De pronto, el número y la letra rebotaron en las agotadas cisuras de su cerebro. Buscaban su apartamento. Es decir, fue entendiendo, no se busca un apartamento, sino al, o a la que en él vive, utiliza sus espacios y allí cumple con sus funciones vitales. En este caso, a ella, la dueña del inmueble en cuestión, la habitante de su apartamento. Del 7C.

El susto le pinchó los huesos. No tenía qué temer, pero fiel a lo visto en las películas, y en el día a día, se imaginó algo terrible, y se hizo tragar por el ascensor. Siguiendo el guión, decidió ante la conserjería hacerse invisible. No parar en el kiosko de los periódicos, como todos los días lo hacía. Que se la engullera la ciudad. Pero la ubicaron. Hoy día las computadoras encuentran hasta al gato. Antes del mediodía recibió una citación de la policía. Hasta agradeció internamente la insólita celeridad del asunto. Le evitaba noches con el sueño de seguro ahuyentado y las típicas paranoias diurnas de estos casos: que si suena el timbre, te persigue otro vehículo, hay alguien extraño en las escaleras, los vecinos te miran raro... Mejor terminar de caer que estar colgando, se dijo con un valor muy, muy ajeno a ella. Y allí estaba. Ante un funcionario de cuya expresión no se podía sacar nada en limpio, salvo que esperaba algo de ella. Mínimo, aclarar quién tenía el sartén por el mango. Quién era el poder allí. Del dedo de quién podía depender el destino de ella: pobre mujer. Típico —pensó—. Seguramente el comisario no está, y este goza unos minutos de la jerarquía ajena.

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Pensar esto la distrajo. Cayó en cuenta de que él le había hecho una pregunta y ella no la escuchó. Error. Armó su mejor cara de idiota mientras tragaba saliva y expulsó, casi desde el píloro, un humilde: —Disculpe usted... ¿me dijo? Por la inexpresiva cara del hombre aleteó un levísimo gesto de indulgencia. Un dejo de autopermitida dosis de caridad. —¿Nombres y apellidos? Activó el teclado y la miró a la espera de una respuesta. (¡Pero si debe saber todos mis datos! —pensó ella apresurándose a responder, sin embargo). —Alida Rodríguez Campos. —Un solo nombre, dos apellidos ¿no? —Sí. —¿Cédula de identidaadd? Así, deslizando identidad, y la mano para tomar el documento. Ella se precipita, sofocada, hasta el plástico que rueda desde la cartera, por sus muslos, hasta el piso, entre sus zapatos. Por ahí va el lento asunto. Más demanda y verificación de datos. Más cuesta arriba que sesión de psicoanálisis. Llegados por fin al punto, a aquél punto esperado ansiosamente por ella, supo que en su casa se había hospedado un sujeto cuyo nombre de pila, suponemos, sería Juan de Jesús Arguinzones, implicado en alrededor de quince estafas a señoras con un perfil similar al suyo: señoras maduriitass. No le agradó mucho dicha clasificación. Vieja pero no pelleja, se dijo. Sin embargo, ante lo anunciado, ya no le importaba ni a cuál estrato le gustaría pertenecer. En off, el técnico continuaba dibujándole el perfil: señoras con cierta independencia económica, vivienda propia, profesionales, vehículo, tarjetas de crédito… —¡Dios mío! ¡Qué chulo tan

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desgraciado resultó este! concluyó ella mentalmente, como única luz en su cerebro, frente al giro tan fuera de serie que había tomado el dulce objeto de su amorosidad. Trató de no perder el control. Mantuvo una seriedad digna, muy difícil, si se considera la rabia arrolladora que la hacía crujir por todas partes, la piel, los huesos, las costuras. Frente a ella zumbaba el discurrir del funcionario, rogándole colaborar para sustanciar el expediente, ya de por sí bastante abultado, del ciudadano, suponemos, Juan de Jesús Arguinzones, venezolano, alias comprobadas: Andrés Echenagucia Toledo, Eduardo Ramón Oropeza Sánchez, Jairo Francisco Gómez... entre otros nombres y apellidos, amén de otras profesiones y nacionalidades, de las que presumimos, ha hecho uso recientemente, tales como la de Juan Luis Cáceres, técnico deportista, cubano. Quien en repetidos casos ha cometido los delitos de falsificación de identidad, agresión física, falsificación de cheques, forjamiento de documentos sobre propiedades, robo de vehículos y joyas contra señoras como Usted, quienes, al igual esperamos ahora de Usted, nos facilitaron las circunstancias en las que establecieron contacto con el sospechoso en cuestión y demás detalles de la relación de pareja. Esperamos nos coopere con información manejada sólo por usted. Por ejemplo —tosecitas— si es que hubo, discúlpeme usted a mí ahora lo, digamos, directo de la pregunta, si es que hubo la convivencia propiamente dicha; hábitos personales, rutinas. En fin, datos que nos brindarán cierto dominio acerca de la personalidad, actividades y entorno del individuo, y, repito, contribuirán al esclarecimiento del caso, a completar el retrato del sujeto, su identificación definitiva y posterior captura, evitando así en lo sucesivo la exposición de otras damas a situaciones tan lamentables como esta confrontada por usted actualmente, víctimas de delincuentes y de agresiones tipificadas en la Ley como...


Sin posdata

Un cuento de Jorge del Río Ilustrado por Alejandra Céspedes

L

as cartas llegan puntuales cada semana. Ella las recibe con el mismo gesto y el mismo caminar por el sendero de grava desde la casa hasta el buzón de la verja. Sobres celestes. Todos con impecable caligrafía. Al menos eso, mis chicos lo han aprendido bien, murmura para sí. Los remitentes nombran lugares lejanos que ella acepta resignada. Nunca abre un sobre sin antes servirse el té. Lo hace despacio, disimulando la ansiedad, desplegando las hojas dobladas que siempre están en blanco. Entonces ella lee. Lee y relee. Casi siempre son buenas noticias. Las hojas vacías le narran situaciones diversas, algunas muy simples y hasta intrascendentes, otras cargadas con un cierto toque de aventura. Las cartas mantienen esa parquedad tan característica de ellos; siempre ocultaron sus sentimientos, aunque sus miradas, desde niños, la habían dejado más de una vez arrinconada entre la cocina y el lavadero. Todos se fueron yendo apenas se sintieron con las fuerzas suficientes. Ella los miraba irse, apoyada en la verja, con una mano haciendo

visera sobre los ojos secos. Permanecía así un buen rato, aún mucho después de que el muchacho se hubiera difuminado bajo el sol tras el recodo del camino. Ahora acaricia cada una de las cartas, quizás con su mente tan en blanco como las hojas. Si acaso se preguntara. Pero parece que no. Llena las cartas con historias que sus hijos le deben estar contando. Le gustaría volver a reunir a sus amigas del pueblo, a la hora del té, para leerles esos relatos tan interesantes y conmovedores que sus hijos le envían desde lugares lejanos, pero el estupor primero y el espanto después, las fue alejando a todas, sigilosas y escandalizadas. Ahora se conforma con acariciar cada una de las hojas, carilla por carilla, imaginando suelos que sus hijos estarán pisando. Mamá, contame un cuento, le pedían todos antes de dormirse, mientras ella se quedaba mirándolos con esos ojos impenetrables, para después encerrarse en el dormitorio con el visitante de turno, sin pensar en cómo quedaban abiertos en la oscuridad los ojos de ellos, incapaces de pestañear siquiera, como si la desolación que quedaba

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flotando en el aire enrarecido de la habitación cerrada con llave fuera una sustancia reseca y pegajosa. Si acaso se preguntara o se decidiera al fin a recordar los guardapolvos arrugados y sucios con que ellos debían ir a la escuela, o las comidas escasas, salteadas y mal hechas que se resignaban a comer aunque el dinero no faltara, al menos para sus vestidos, cosméticos y joyas falsas. Prefiere llenar con palabras esas hojas en blanco que le envían como cachetadas desde lugares lejanos mientras silba la pava sobre la hornalla. Aunque ya nadie escucha sus lecturas entre tazas de té y galletas rancias, ella igual sigue, sentada junto a la mesa de la sala vacía, contando cómo Julián, en su periplo por desiertos africanos extrayendo petróleo, y ganando mucho pero mucho dinero, convivió hasta hace poco con bereberes, gente de turbantes, tiendas, camellos y ojos de luna. Y allí, entre comidas sin cubiertos recargadas de especias, vinos inconcebibles y té, porque ellos también toman té, él entendió el movimiento de las estrellas que, parece, en esos cielos son otras, acota ella con un guiño a las cortinas y al silencio ominoso, y supo de la caverna excavada en la única montaña de ese desierto donde los bereberes resguardaban la verdad, su verdad, la única posible para ellos, que sus ancestros citaban desde siempre. Decidieron iniciarlo en la búsqueda de ese lugar porque ya se habían dado cuenta de que mi hijo no era un hombre cualquiera, si hasta entiende el arameo, que ellos no hablan pero respetan, supongo que sólo por ser antiguo. Así es que lo llevaron, tras largas jornadas a lomo de camello, al pie de la montaña. Allí lo dejaron solo. No sabe, me cuenta, si habrá sido por ese raro té que le daban de beber, pero el asunto es que no logra estar seguro de cuánto tiempo finalmente pasó en esa montaña. Sólo tiene un vago recuerdo de sueños alucinados en pleno día, de noches insomnes recargadas de estrellas y de un titubeante vagabundear buscando la cueva. A veces creo que mi hijo debería haberse dedicado a la poesía en lugar

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de a la ingeniería, con ese modo tan lindo que tiene de acomodar las palabras. Vio fuentes de cristal y flores entre la arena, animales de piel sedosa y gentes que pasaban sin siquiera mirarlo, y pasillos, y escaleras en el desierto. Hasta que sin saber bien cómo, un día encontró el hueco, esa entrada oscura y circular que lo condujo al fondo de la caverna. Limpia, dice mi hijo, inmaculada y vacía como si acabara de ser aseada por una cuadrilla de sirvientas obsesivas. Y en el piso impoluto apenas una pequeña piedra que cabía en su mano, con un signo tallado en ella, uno de esos caracteres de alguna lengua perdida en los tiempos, que él, me dice, no conocía pero que de todos modos comprendió. Entonces salió otra vez a esa luz inconcebible del desierto y se puso a dibujar sobre la arena ardiente los signos que le faltaban a la piedra. Espero que esta aventura no le haga perder el empleo. Toma otra carta, la de Esteban. Elige leer según la cronología de sus nacimientos, quizás un modo de revivir el fastidio que cada uno produjo, o de conjurarlos, o de convertirlos, con el viento de los años, en otra cosa, en eso que nunca supo, ni sabe, qué es. Un resto de té se enfría en la taza y ella se reprocha su incapacidad para la repostería, que hoy podría haber resultado en scones o bizcochuelos. Casi parece que la carta de Esteban se abriera sola, con esa sutileza tan de él, que le escribe casi como sin contarle nada, les dice ella a sus amigas ausentes, como si él pretendiera que el relato flotara tenue alrededor del papel antes de incorporarse definitivamente a ese lugar detrás de los ojos. Ahora está en Lisboa, cuenta, haciendo un leve gesto con la mano y mirando a través de la ventana, como si Lisboa estuviera apenas más allá del jardín. Porque él siempre quiso ser piloto de carreras, lo sé, nunca me lo dijo pero lo sé, aunque parece que se conformara con ese empleo en la compañía de seguros que, me dice, al menos le permite viajar por el mundo. Está en Lisboa, en la terraza


soleada de un café, entre malvones rojos. Más abajo los techos también rojos de la ciudad, los edificios viejos, calles sinuosas, el Tajo. El traqueteo de un tranvía brillando bajo el sol y chirriando sobre los rieles que se pierden en una cuesta. Me dice, dice ella, que acaba de llamarle la atención un señor con sombrero, que se ha bajado del tranvía en la esquina del puesto de flores. No sabe bien por qué, dice ella que su hijo cuenta, se ha fijado en ese hombre de entre la multitud que invade las calles. Quizás el sombrero, el traje, el moñito y los bigotes tan recortados estén fuera de época. Y a él, a mi hijo, se le hace que ya lo conoce de antes, aunque sea ésta la primera vez que pisa Lisboa. Debe ser por eso que el café se le está enfriando sobre la mesita de

mármol mientras intenta no perder de vista al hombre. Si bien tiene una buena visual desde esa terraza, elevada sobre la ciudad, colgando del faldeo que sigue subiendo a sus espaldas y que después, del otro lado, va bajando hasta el puerto, se inquieta ante la posibilidad de perderlo entre la multitud. Se incorpora y se acerca hasta la baranda colmada de malvones, o algo así, mi hijo nunca fue bueno para la botánica, y descubre ahora que el personaje también tiene un bastón, de esos finos y elegantes, de antaño. Se le acerca un hombre joven, quizás no mucho más que él, pero de pelo largo, barba y ropa de colores vivos, con más de una cámara fotográfica colgándole del cuello, que le dice algo, primero con cierta timidez, después con insistencia, haciendo

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gestos amables, pareciera con la intención de hacerlo reír o convencerlo. Por fin el hombre del sombrero y el moñito accede a pararse junto a uno de los árboles del bulevar, apoyado en su bastón, con un pie cruzado sobre el otro, ocultando apenas un poco su mirada con el ala del sombrero. El otro toma varias fotografías, desde diferentes ángulos, a veces hasta con exageradas contorsiones. El retratado acaba por reírse de buena gana. Comparten cigarrillos y parecen distendidos y ajenos al fragor que los rodea. Mi hijo dice, acá, en esta carta, que imagina a cada uno de ellos un poco extrañado de la apariencia del otro, no sólo de la apariencia, también del mundo del que cada uno de ellos proviene. Desde la terraza del café se ha olvidado del trabajo que lo ha traído a esta ciudad; busca y rebusca en su memoria para saber desde dónde le llega el recuerdo del hombre del traje y ahora también el del fotógrafo. Cree recordar que tiene algo que ver con lo que pasaba en la habitación contigua, que es la mía, cuando era chico, aunque no sabe bien por qué. Percibo el reproche. Prepararé más té. También cuenta mi hijo, desde Lisboa, que los dos hombres de pronto dejan de

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conversar y desde allá abajo, tan lejos como están, voltean sus miradas hacia él como si, dice, lo increparan por algo. Entonces la carta concluye de golpe, sin siquiera mandarme un saludo, el muy cretino. Las zapatillas de paño se arrastran hasta la cocina. Las manos ajadas, temblorosas, manipulan la pava, tazas, vajilla. Mira a través de la pequeña ventana sobre la mesada. Unas pocas macetas con plantas macilentas, un gran pino más atrás, algo del valle y las montañas más lejos. Los ojos parecen querer perforar el cristal, la boca como una piedra, las arrugas del rostro indescifrables. Me odian, murmura casi sin mover los labios, con los dientes apretados, me odian los muy canallas. Las zapatillas de paño vuelven, arrastrándose, a la sala. La carta de Sabino huele como siempre. Vive junto al mar. Siempre espero que me mande algunos caracoles. Ojalá algún día me cuente a qué se dedica realmente. Porque se me hace mentira eso del restaurante en la playa, o al menos una verdad a medias. Las playas sólo funcionan en el verano; y el resto del año qué. Desde chico tuvo tendencia a hacer trampas hasta en los asuntos más triviales, en los


juegos con sus hermanos o las veces que lo mandaba hasta el pueblo para alguna compra. Me daba cuenta de que se las amañaba para escamotearme dinero, a mí y también al almacenero. Tiene debilidad por la plata, creo que sería capaz de cualquier cosa para obtenerla. Por eso no me convence mucho eso del restaurante en la playa. Los botes de goma que dice llegan por la noche a traerle suministros me parece que vienen para otra cosa. Me cuenta que la otra noche, cuál noche será, quién lo sabe, si ni siquiera es capaz de fechar sus cartas, la otra noche, digo, mejor dicho, dice él, el desembarco se complicó. Eran cuatro botes en lugar de los tres de costumbre. Traían un cadáver y a una muchacha que de a ratos lloraba, a la que no podían calmar. La mercadería de la que él habla, que no sé qué será, la bajaron con demasiada dificultad, todos parecían muy alterados. El muerto era un muchacho de pelo rubio muy largo, nadie le había cerrado los ojos, que todavía reflejaban toda la luz de las estrellas en esa noche con apenas una mínima luna creciente, muy mala para andar transportando la mercadería, acota mi hijo. La muchacha, que había estado junto a uno de los botes con los pies en el agua, al rato salió corriendo hacia la oscuridad que se cerraba como una pared después de la limitada luz de los reflectores de mano, que se agitaban nerviosos en la noche. Mi hijo fue tras ella, corría sin verla, guiándose por el sonido de esos pequeños pies descalzos sobre el agua espumosa de la orilla, que producían un chapoteo minúsculo y desesperado. No sabe cuánto tiempo estuvieron así, supone que no mucho, ambos se estaban cansando, hasta que ella, lo sintió por el leve cambio en el sonido de sus pasos y porque sus ojos ya se venían acostumbrando a la oscuridad, tomó a la izquierda y fue directo hacia la mole abandonada del gran hotel que desde hace casi un siglo vigila el mar desde lo alto de un médano que es casi acantilado. Entonces él fue aminorando su carrera, escuchando cómo se alejaban aquellos pasos y vislumbrando,

ahora sí, algo del vestido de ella, empapado de agua o de sudor, recortándose contra la gran estructura más negra aún que la noche. Se detuvo, sin saber qué hacer, recuperando el aire a grandes bocanadas, volviendo la vista atrás para ver cómo se apagaban los reflectores de los botes y el ruido de sus motores se diluía entre el rumor del mar hasta desaparecer. Las ruinas del edificio sobrevivían altivas como si estuvieran ahí desde siempre, con la arena y el agua del mar, desde el principio del tiempo, en vez de ser, apenas, el frágil resultado del anhelo y la voluntad de vaya a saberse qué mente desquiciada. Y él ahí parado, envuelto por un repentino silencio que no lograba romper el sonido del mar ni el aire zumbando en sus oídos. No se animaba a seguir, me dice, tenía miedo, él, que se pasó la vida inventando peligros sólo para enfrentarlos, él, al que nunca le tembló el pulso cuando tuvo que matar, él, esa noche, tuvo miedo. Los pasos de la muchacha se perdieron dentro de la mole negra, en ruinas, insolente, que le recuerda, me dice, y lo subraya con tres líneas debajo de esas palabras, lo peor de mí. Estruja el papel, se le afilan los ojos, la boca apretada y rugosa como una cicatriz antigua, el casi gesto de arrojar carta y taza de té contra la ventana, sobre la que ya han comenzado a golpear las gotas de lluvia de una tormenta que no vio venir. Fumar, eso, necesita fumar o beber un coñac, y que las advertencias de los médicos se vayan a la mismísima mierda. Se levanta con furia y con furia da vueltas por la sala. La memoria golpea contra el muro que supo crear para contenerla, para no dejarla hacer a su antojo, algo que nadie logra, aunque ella sí, casi siempre, aunque ahora no, y la memoria que arremete y la pone frente al espejo para verse como una mole en ruinas, como un gran edificio antiguo y negro entre el viento salino y el rumor del mar, más oscuro que la misma oscuridad. Y revuelve para que la memoria la engañe un poco y le diga que esa imagen que hoy le da el espejo no es real, que la real es la de

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antes, aquella que la mostraba bella, deseable, rutilante —le gusta mucho esa palabra—, invencible, distante. Pero la memoria, o lo que su hijo le dice desde una carta en blanco, es otra cosa, algo como una confirmación de la mentira. Su mentira, tan bien guardada y suntuosa, que se resquebraja en cada uno de los reclamos solapados que aparecen en las cartas, que ella no entiende por qué aparecen, si siempre se cuidó de decirles a cada uno de ellos, a solas siempre, que ése, él, era su hijo preferido por sobre los demás. Será porque nunca les habló del padre. Ese hombre que aparecía y desaparecía hasta que no apareció más. Llegaba imperceptible, confundido entre los demás, por eso ellos nunca supieron cuál de todos era. Quizás lo hayan buscado en los ojos o en las manos o en el andar de los visitantes, comparando sus propias manos, ojos o andar. Sin embargo nunca le preguntaron y eso la aliviaba. Ahora no. Ahora la hace ir decidida hasta la cocina, buscar algo en la mesada, después en la heladera, abrir y cerrar la tapa del horno, torcer la cara en una mueca, negarse a llorar, abrir la puerta que da al patio y sentir la lluvia golpeándola. El fresno, allá al fondo, arrinconado contra el cerco, meciéndose y goteando. Vuelve a la sala, se sienta, alisa las hojas arrugadas de la carta, se seca la cara, no de lágrimas, de lluvia, se dice. Al fin, luchando contra el miedo que le venía de los huesos, se decidió a ir tras la muchacha. El portón de hierro, alto y oxidado, estaba abierto por una de sus hojas; él había escuchado, ahora se daba cuenta, el chirrido de los goznes un momento antes. No sabía por qué razón seguía a la muchacha, acaso fuera mejor dejarla ahí, dentro de esa negrura. Nadie escapa de esas oscuridades. Años viviendo en esa playa sin acercarse nunca al viejo edificio, de tres plantas y ventanas altas y angostas, donde todavía sobrevivían algunas celosías vencidas por el viento y el salitre. Un hotel, le dijeron alguna vez. Alojó aristócratas, en la época en que la bosta de vaca llenaba los bolsillos de los propietarios de la tierra.

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A nobles en decadencia de la Europa de entreguerras. También a personajes siniestros, le habían dicho. Pero nada de eso le afectaba realmente; había, en cambio, un miedo que se le alojaba en las entrañas y que ya había aparecido el día en que llegó para instalarse en esa playa, ni bien vio a lo lejos la estructura carcomida del edificio, con su aire de vieja dama decrépita consumiéndose entre el cielo y la arena, aunque manteniendo un aire indigno y desafiante. Mientras tanto la decisión se aplazaba, como si sus pies se fueran enterrando en la arena. Su mirada escarbó la noche, buscó entre las ventanas abiertas o cerradas, de la planta baja y de las altas. Si hubiera habido alguna luz. Después del portón de hierro había un sendero de lajas carcomidas que terminaba en una alta puerta de madera abierta de par en par. Adentro un recibidor grande como una sala. Sus zapatillas no hacían ruido sobre el piso de mármol, aunque sus pies temblaran. Había más luz adentro que afuera. La luna, angosta, con sus puntas encerrando al lucero, parecía brillar más a través de los pocos vidrios sanos de las ventanas. Pies descalzos, cautelosos, en el piso de arriba. Y un jadeo. Y él que se dice no debería haber entrado. Un sueño, me está contando un sueño, no puede ser otra cosa. Ni siquiera termina la carta, ni un saludo, al menos formal, ya ni pretendo que sea cariñoso. La lluvia ha cesado. En la ventana sobreviven algunas gotas adheridas al vidrio. Sobre el cielo plomizo aparece un repentino brochazo naranja por encima de las montañas del poniente. Una diuca golpea contra el vidrio y queda aleteando agitada, como queriendo entrar. Nunca entrarás, nunca, pájaro del demonio. Las pupilas grises desde la sala contra los ojitos rojos del ave. La diuca se va. Se va aunque no le guste volar tan cerca de la noche. Se eleva cada vez más y ve la casa que se va haciendo más pequeña y sola en mitad del valle, sin una mínima luz.


Madrid

Un cuento de Nicolás Mattera Ilustrado por Juan Pablo Corredor

E

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lla se pone de pie en un movimiento tan rápido que durante un segundo él tiene la sensación de que algo ha ocurrido. Pero no, ella avanza por el salón a los saltitos, como las niñas que juegan a la rayuela. A continuación, saca algo de su bolso —algo alargado, ligeramente chato— adornado por un papel y un lazo que bien podrían ser de navidad. Naturalmente no es navidad. —Feliz cumpleaños —dice y le entrega el paquete. —Bueno, sí. Es cierto... un año ya. ¿Pero un regalo? —Por supuesto, feliz cumpleaños, gordito. Ahora tienes la suerte de tener dos cumpleaños. En definitiva, es como si hubieras vuelto a nacer. Así que... ¡Por muchos, muchos, muchos más! Él abre el paquete y dentro encuentra un libro de colores cuyo título reza

«101 recetas de cosas ricas sin azúcar» y se ríe. Por supuesto, él está acostumbrado a ese tipo de cosas. —Creo que es un golpe bajo... ya bajé cinco kilos —protesta mientras le da un beso. —Con más razón —contesta ella y se le tira encima—. No podemos perder la batalla contra los corticoides. Él ojea el libro y ambos se ríen de la cantidad de cosas malas que, llegado el caso y en ciertas circunstancias, podrían ser sabrosas. Hablan de «Una bomba de gelatina con frutas», de un «Crepe flambeado con plátano» y de recetas similares con nombres francamente comestibles. Luego él se levanta y va hasta la cocina. Organiza un esquema de pastillas que incluyen un micofelonato, dos tacrolimus y algo nuevo que nunca recuerda el nombre. Se los toma. Avanza nuevamente hacia el salón donde ella, ahora, lo espera semidesnuda —la lencería es, claramente, el verdadero regalo— y

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dulcemente arrodillada en el sillón. Se abrazan. Ella, antes de quitarle la ropa, empieza a besarle el brazo cuyo rastro de la diálisis le han dejado protuberancias deformadas como albóndigas que laten y vibran e inmediatamente sigue el caminito de pequeños puntos blancos donde solían entrar ciertas agujas. Desde luego ella baja por el cuerpo de su novio hasta llegar al pene que es un grito. Un firme y hermoso grito. Cuando ella lo introduce en su boca, él ya ha dejado de pensar que hace exactamente un año, un riñón que no era precisamente suyo, ha empezado a funcionarle. 6

A

ntes de eso, exactamente tres meses antes de que dos jóvenes de veintiséis años hagan el amor sobre el sofá de algún departamento regularmente amueblado de Madrid, un hombre apoya sus codos sucios y temblorosos sobre la barra de un bar. Detrás de la barra hay dos neones viejos, de esos que uno no ve pero, por la luz tímidamente verde que emiten, sabes que están. —¡Hombre, llena la jodida copa! Llena la jodida copa y cierra tu puta boca... —¡Ey, Toño, no me hagas esto! Solo te pido que no me hagas esto. Sabes perfectamente que no voy a darte ni un puto chupito. El barman, que es primo de sangre del hombre, mira desconcertado a la chica que, tres veces por semana y solo de seis a una de la madrugada, lo ayuda en las tareas más ominosas. Ella también intenta convencerlo. —No haga esto, Toño. Vete a casa. ¿Es que no ha aprendido nada? El hombre, acodado en la barra, no contesta. Observa el piso del bar repleto de papelitos desechables y porquerías no precisamente biodegradables. El problema,

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para aquellos que alguna vez han tratado con alcohólicos crónicos, es que no hay ayuda posible para ellos. Esto, por supuesto, no lo sabe la chica que simplemente trabaja tres veces a la semana, y solo de seis a una de la madrugada, para pagar sus estudios de Filología Hispánica. Ella lamenta que por sus dos grandes tetas y su metro setenta y cinco de estatura solo consiga ese tipo de trabajos. —Llena la jodida copa, copón. Toma, toma, puta rata, toma... —dice el borracho al tiempo que saca euros arrugados y sucios de su bolsillo. —Eh, guarda el dinero, Toño. Es que no has entendido nada. Me cago en tus muertos, joder. Que aún recuerdo a tu mujer llorando en el hospital. Eres un mierda, tío. Ahora mismo voy a pedirte un taxi... El hombre se aleja tambaleando y cuando llega a una máquina tragaperras, donde un parroquiano mete monedas como si fuera una retroexcavadora mecánica, se detiene. —Eh, tu —dice el borracho—, escucha, voy a comprarte esa copa, tío — el vaso de plástico está estático sobre la máquina—. Sí, voy a comprarte la puta copa. Toma, ven ¿cuánto? ¿El doble? Aquí tienes, ven... En el intento de acercarse, el borracho empuja al tipo y el tipo choca contra la máquina y el vaso se cae. El tipo, que ese día ha hecho casi setecientos kilómetros desde Lisboa a Madrid y aún le quedan otros tantos hasta Bilbao donde deberá entregar su carga, se cabrea y lo insulta en portugués. —¡Eh, jodido portugués de mierda! Deberían darnos las gracias que aún existen. Puta mierda de país, vaya... El camionero, que ha nacido en Castelo Branco y entiende bien el español, lo suficientemente bien como para comprender lo que ese tipo de palabras significan, saca al borracho del bar y comienza a golpearlo. Justo cuando el barman llega a la escena, el borracho sencillamente se


desmaya. Es improbable que antes de perder el conocimiento haya tenido el más mínimo recuerdo del infierno que ha tenido que pasar hace exactamente nueve meses, cuando un hígado, de alguien a quien jamás conocerá, ha empezado a funcionarle. 5

A

ntes de que aquel hombre perdiese el conocimiento en manos de un portugués de Castelo Branco, exactamente un mes antes, un guía turístico mediocremente pago hace una advertencia con la mano en alto. Es una señal silenciosa —ella, que está al lado, la percibe mejor que nadie—, y entonces, aún en el estrecho sendero de montaña por donde han llegado, se prepara. Ella ha estado esperando ese momento gran parte de su vida. Se acerca al guía, que es de mediana edad —esa edad indeterminada que suelen tener lo árabes— y se toma de su hombro. Si ella hubiese ido acompañada, como la mayoría de las personas que han optado por su mismo tour, no tendría que sostenerse a un hombre de mediana edad que no conoce. Pero, ciertamente, no le importa. Se sujeta a él y cierra los ojos. Se deja conducir y cuando un golpe de luz, perfectamente reconocible pese a su ceguera transitoria, la golpea en la cara, ella los abre lentamente. Entonces, solo entonces, todo lo que ha estado sufriendo en los últimos meses se materializa en la montaña perfectamente tallada que tiene enfrente, manchada de sombras naranjas. —Muy bien, muy bien, ¿eh?... No los engañé, verdad que no, ¿eh? Sí señor, este es «El Tesoro» —dice el guía con un terrible acento francés. Ella lo sabe, sabe que se llama «El Tesoro» y ahora comprende que no hay un nombre más indicado. El guía habla de los edomitas, de los nabateos y, en términos generales, del parque arqueológico de Petra que ella, pese a serias recomendaciones de su cardiólogo, está a punto de descubrir. Aún le quedan muchos kilómetros de bellezas

perfectamente entalladas en la montaña pero ella, claudicando a ciertos puntos bastante razonables de su equipo médico, ha decidido limitar su recorrido y volver en burro para no exponer sus pulmones y su corazón a una fatiga innecesaria. Ahora es el guía quien la toma del brazo para explicarle que los puntos, como pisadas perpendiculares en la roca, constituyen una serie de molduras por donde los nabateos colocaban el andamiaje para tallarla. Ella, como es lógico, se lo agradece e intenta avanzar pero él la detiene. Son las siete y media de la mañana —han salido a las seis— y es, dice él, el mejor momento. —Solo un poco más. Tranquila, solo un poco más... El guía señala un punto en la parte superior del monumento. El sol empieza a moverse, a comerse las sombras naranjas que antes abrazaban la montaña tallada. —¿Ve? Es solo un momento y... ¡Pum! —dice el árabe con una sonrisa que solo pueden tener, y tienen, ciertas culturas. Es cierto, es una explosión de luz. El sol avanza de manera implacable sobre la roca detrítica mientras gran parte de la gente, por impaciencia fotográfica, se aleja. «El Tesoro» queda absolutamente desnudo, rajado por ángulos perfectos de luz y sombra y ella, ensimismada, es incapaz de percibir las dos lágrimas que han empezado a recorrerle la mejilla, acaso porque ha dejado de temer que su corazón se detenga. Que lo ha logrado. Que, pese a las estrictas recomendaciones de su equipo médico, ha llegado a donde siempre ha querido estar. Tampoco recuerda, desde luego, que hace exactamente siete meses los pulmones y el corazón, de alguien a quien ella jamás conocerá, han empezado a funcionarles. 4

C

inco meses antes de que una mujer volase casi exclusivamente desde Madrid a Amán y luego a Petra para contemplar

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«El Tesoro», una niña de trece años recorre los pasillos de un hospital de Madrid con sus ojos completamente vendados. Es cierto que su madre, que hace días o tal vez semanas que no duerme, la lleva de la mano pero de no ser así, ella podría ir perfectamente sola: han ido tantas veces a la misma consulta que conoce el camino de memoria. Naturalmente, ese día no es un día cualquiera. Aun dentro de la consulta su madre no logra soltarla y de tanta presión empieza a hacerle daño. —¿Cómo estamos hoy? —pregunta la oftalmóloga que conoce a la niña desde los seis años cuando, súbitamente, quedó ciega. —Súper contenta —dice la niña pero la madre, a quien en realidad la oftalmóloga mira, niega tajantemente con la cabeza y se cubre la boca—. No llora, desde luego eso significaría traicionar las ilusiones de su hija. —Bien, bueno. Hablamos de esto varias veces, ¿no? —dice la oftalmóloga, que jamás habla de trasplante de córnea sino de queratoplastia. —Sí, está todo bien. Yo lo sé —dice la niña con una madurez que en el colegio y en ciertas instituciones para ciegos donde ella concurre ha causado verdadera impresión. Naturalmente, la niña no es adivina ni mucho menos, pero desde hace semanas ha empezado a sentir efectos extraños. Ella

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no sabe cómo es un caleidoscopio porque, si lo supiera, le diría a su oftalmóloga que siente exactamente eso: como si tuviese un caleidoscopio metido en los ojos. Esa impresión, que la madre jamás atribuiría a un resultado positivo de la operación, para la niña es el rastro del éxito. Sin embargo, a la oftalmóloga y a la psicóloga que acaba de entrar a la consulta, no les preocupa tanto eso, o sí, pero también otras cosas. —Ok, pero me tienes que prometer que vas a estar tranquila, ¿ok? —Ok, te lo prometo —y la abraza, aún sin verla, la abraza. La niña pese a ser increíblemente coqueta —utiliza para ello un inagotable sistema de asociaciones de colores que aun retiene en su cabeza junto a la percepción de ciertas texturas—, recuerda muy poco de cuando la visión nutría su cerebro. La oftalmóloga ha hecho esto cientos de veces. Antes de quitarle las vendas, baja ligeramente la luz del consultorio. Son varias vueltas de venda y luego retira suavemente dos gasas de sus ojos. Le pide que abra los ojos. Ella obedece y durante un instante parpadea incómodamente. Algo le obliga a cerrarlos o, por el contrario, a abrirlos demasiado. La oftalmóloga sube la intensidad de la luz y de pronto la niña se pone increíblemente rígida e, incomprensiblemente, comienza


a llorar. La madre la toma de la mano y lógicamente lloran juntas. La niña mueve su cabeza positivamente y la oftalmóloga, que ha hecho esto cientos de veces, se emociona y se felicita y son esos los momentos en que siente que todo vale la pena. Ahora la niña puede corroborar la improbable combinación de ropa que ha estado seleccionando su madre. Cuando finalmente se pone de pie para dirigirse hacia una lámina de las Islas Canarias que cuelga en una pared y cuyo verde esmeralda le ha inundado completamente sus ojos nuevos, ya no recuerda que hace exactamente dos meses alguien, a quien ella jamás conocerá ni le importa, le ha donado sus córneas. 3

D

os meses antes de que una niña de trece años recuperase la vista, y un año antes de que dos jóvenes festejasen un año de trasplante haciendo el amor en el salón de un departamento de Madrid regularmente amueblado, un hombre despierta de un sueño artificial. Al hacerlo, al poner en orden su aparato cognitivo, recorre con la mirada el cuarto en el que se encuentra. Las paredes laqueadas, algunas mesas con material que él no logra comprender, su cama inmensa y alta como un altar. Un instante después, alguien ocupa su campo visual, luego se va y al rato, durante un tiempo que lógicamente él no puede precisar, su hija aparece con una sonrisa cansada, las sombras de un llanto largamente esperado. Él, fiel a su estilo, le sonríe. Es el intento de una sonrisa despreocupadamente paternal. —Ey, pa. ¿Cómo estás? ¿Te duele algo? Él dice que no. Miente. No puede hablar pero dice que no e intenta levantar la mano para acariciarle el cabello. Objetivamente no está seguro de haberlo conseguido.

Su hija, que hace doce horas está en el hospital de una ciudad al norte de Madrid, a veces con su madre —es decir, con la ex esposa de su padre—, a veces sola, tiene la mirada eyectada. Lo abraza. Insiste en la idea de que todo ha terminado. Susurra que ya está, que ahora solo les resta aguantar. Ella, en relación al sufrimiento de su padre, siempre habla en plural. Extrañamente unidos por ciertas agonías que han durado cinco años, ambos se quedan sumergidos en un silencio agitado. Es el silencio de dos corredores que han llegado juntos. —Te van a tener unos días aquí y luego, seguro, te llevan a una habitación donde vamos a poder estar mejor —dice ella y se echa a llorar. Una enfermera se la lleva y él se queda solo. Siente que el cuerpo se le parte en dos literalmente. Mueve las sábanas y observa por primera vez su cuerpo al que le salen dos tubos plásticos que, supuestamente, drenan sangre. Hay cables en cada centímetro de sus brazos o eso imagina él. Intenta poner sus ideas en orden. Recuerda el momento exacto en que lo trasladaron al quirófano. Su médico ataviado, feliz, que le sostiene la mano y dice «Llegamos, viste que llegamos. Había que tener paciencia». El anestesista que, un segundo antes, saca una especie de bate de béisbol y le dice «Ok, ahora vamos a proceder a dormirte». Todos ríen. Él imagina que repite la performance con cada paciente. No le importa. Recuerda que intentó sonreír pero, de pronto, su cuerpo deja de pertenecerle y tiembla, imagina, producto del frío metálico de la mesa de operaciones o del yodo que alguien le unta en el abdomen. Sin embargo, todos lo saben: es miedo. Un miedo en estado puro. Finalmente, la anestesia sube por su brazo y toma su cuerpo —se lo arrebata— con una sensación dulce. Se va alejando y la idea de imaginarse despierto, horas después, con todo resuelto lo tranquiliza.

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El hombre, que tiene cincuenta años y hace dos se ha divorciado, desconoce que durante los próximos nueve o diez días engordará aproximadamente quince quilos de puro líquido. Que a medida que la morfina se vaya apagando el dolor será insoportable. Desconoce que tendrá que tomar medicación de por vida, que la palabra creatinina y urea serán compañeros de ruta. Claramente desconoce muchas cosas de su futuro y sin embargo se siente increíblemente sereno. Seguramente nadie, jamás, ha tenido una noción tan exacta del tiempo. Ahora, piensa. Ahora es este tiempo, aquella espera. Una enfermera le pregunta cómo se siente y luego se agacha un poco, no mucho, lo necesario para toquetear una bolsa que parece llena de sangre. No lo es, es orina. La enfermera está terminando su turno, un turno agotador y complejo pero antes de irse, antes de que lleguen el cirujano o el nefrólogo a confirmar ciertas cosas, ella se adelanta a todos ellos —sencillamente porque hace demasiados años que trabaja en esto y sabe exactamente lo que está a punto de ocurrir—, y se acerca a él para decirle:

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—Todo está bien, tranquilo. El riñón está funcionando. Seguimos adelante, campeón. Ella podría no haber dicho nada. No es, de hecho, su función, pero lo hizo y el hombre respira aliviado y se hunde en su sueño químico sin dolor. No piensa, bajo ningún punto de vista, quién ha compartido la otra parte de su suerte, es decir: qué otra persona en algún rincón de Madrid ha recibido el otro riñón. Ni a quien pertenecían. Él, simplemente, duerme. 2

U

na mujer, pésimamente maquillada, apoya su frente en la pared laqueada, estéticamente diseñada bajo los mismos protocolos hospitalarios que tiene, en la otra punta de la ciudad, la sala de terapia intensiva donde veinticuatro horas más tarde despertará un hombre de cincuenta años junto a su hija. La mujer arrastra su frente y su mejilla contra la pared y una señora bastante mayor, que se ha cuidado mucho de no utilizar ciertas palabras, no la toca. Ni


siquiera se mueve. Aguarda silenciosamente detrás de ella. Ha hecho esto muchas veces, sabe, como saben pocas personas en el mundo, que su trabajo requiere de una frialdad que solo poseen quienes están convencidos de algo. Ese algo, como ha bromeado con otros colegas, es el bien mayor. Algo superior, esencialmente divino, indudablemente científico. La mujer pésimamente maquillada deja de moverse. Ese es el momento, piensa la señora a sus espaldas y continúa hablando. —Debes entender que esto es lo que él deseaba. Ha dado su consentimiento explícito. ¿Me comprendes? La mujer pésimamente maquillada no contesta. Seguramente no pueda. —Por otro lado, es importante que comprendas la dimensión de todo esto, lo que está en juego: cinco personas a quienes tu decisión les salvará la vida. La mujer pésimamente maquillada, que aún viste un vestido de noche y unos zapatos negros, mira hacia abajo —sin separar la frente de la pared—, y se pone a jugar con las teclas de su teléfono móvil hasta llegar al mensaje que ha visto, en las

últimas horas, aproximadamente doscientas veces. El mensaje dice «Me retraso. Voy en camino... espérame». Ella, lógicamente, lo esperó. Finalmente besa varias veces el teléfono y milagrosamente deja de llorar. A continuación, sin darse la vuelta, es decir: mirando exclusivamente la pared, responde: —Está bien. Está bien. Háganlo... Pero por favor, déjeme en paz. 1

D

iez horas antes de que su esposa, a quien pensaba llevar al teatro, tuviese que tomar una de las decisiones más importantes de su vida, él aún está retocando el plano de un edificio que ha modificado ya mil veces. De pronto recuerda el compromiso y sale corriendo. Solo dispone de quince minutos para cruzar medio Madrid y sabiendo que en quince minutos es imposible atravesar medio Madrid, le escribe a su esposa un mensaje de texto que dice: «Me retraso. Voy en camino... espérame» y, sin levantar la mirada del aparato, cruza la avenida.

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La mamá

de Mileidy

Un cuento de José Ramírez Ilustrado por Roberto Riveros


Uno

A

y doña Inés, las desdichas como las venturas, no vienen nunca solas. Después de la risa viene el llanto. La nuestra fue una tragedia de película. No se imagina usted la medrana que sentí. No alcanza a vislumbrar lo que es el verse acosada en cada esquina por toda suerte de randas y asesinos… «¿Y cuál fue su pecado?...». Apellidarse Rodríguez y, peor aún, llamarse José, que si se hubiera llamado Filadelfo, por ejemplo, o Policarpo como su primo, o Tito Livio como su tío, nada de lo que ocurrió hubiera ocurrido. Pero mi marido se llama José Rodríguez y qué culpa puede tener él, por Cristo bendito. Como si el pobrecito lo hubiera hecho a propósito, como si tal asunto, el de los motes, no fuera cosa de mi Dios que les dio a sus más caras criaturas el don de la vida, una religión, una mamá y a veces un papá. Yo tuve papá, Inesita, bueno y comprensivo el viejito que en paz descanse, que Dios lo tenga en su santa gloria, pero mijo no. Rodríguez es el apellido de soltera de su madre. Ella quería bautizar a mijo con el nombre de Patrocinio, como el cura del pueblo en donde mijo nació, pero el cura se opuso rotundamente primero, porque ya nadie en el mundo se llama así y llamarse así es allanar el camino para que los guasones, los perillanes, los fantoches que son felices haciendo sufrir a los demás se dediquen la vida entera a pitorrear, a dar la tabarra… «¿A quién patrocinas, Patrocinio?». «¿Cómo te dice tu mamá en la intimidad Patrico o Patrocinito?». «¿Patrocinio, es verdad que naciste en una casa de lenocinio?...», eso y demás bullangas y pullas por el estilo que van transformando a la víctima, al torturado en un ser apocado y acomplejado que, en el mejor de los casos, será cuando crezca, un lustrabotas y en el peor un asesino en serie, y segundo, porque el mote de marras hubiera dado mucho de qué rajar a las comadres con letanías infames como estas… «Claro, como el curita no pudo reconocer al inocente, le dio a cambio y como premio de consolación, su horrible nombre». «Ah, viejo apóstata y sinvergüenza plagando este pueblo de bastardos desventurados e infelices...».

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Para prever estas desagradables contingencias el padre, mejor le digo sacerdote para que no vaya usted, Inesita, a colegir que era en efecto el padre, le puso a mijo José porque mijo nació el día de San José. Así quedó estampada a su humanidad, como un cilicio de hierro, esa mancha horrenda, ese José Rodríguez, que fue su desgracia y la de su familia, a pesar suyo, por esas quisicosas que no se pueden prever y que terminan causando tanto mal. «¿Y cuál fue mi pecado?», Inesita… Enamorarme de él, casarme con él y entregarme a él en cuerpo y alma, en las buenas y en las malas, en Muzo, en Tunja, en Bogotá, en Champaign, Illinois o adonde quiera llevarnos lleve este barco siniestro y juguetón que es el periplo aciago y azaroso por estos ríos de Dios, por estas cataratas tremebundas. No me quejo, niña, mijo es buen hombre. Tendrá defectos, claro, ¿quién no los tiene?, quien esté libre de pecado que lance la primera piedra. Pero, aunque tolondro para ciertas tareas, bruto en algunas ocasiones y completamente negado para los negocios mi marido trabaja como un burro y nunca llega a casa con las manos vacías, siempre trae consigo cualquier vianda debajo de su brazo para pasar el día, para espesar el sancocho. Debajo del brazo es un decir, un adagio popular como aquel que apunta que ‘todo niño, al nacer, trae su pan debajo del brazo’. Insisto en ello, no vaya usted a conjeturar que mijo es tan puerco como esos franchutes que se suben al metro de París con su pan francés literalmente debajo del sobaco y el sobaco les huele a calzón de loca y el pan, por tanto, huele también a calzón de loca y al llegar a su casa el franchute y su familia se comen el pan aderezado, como si cualquier cosa, acompañado de un queso que huele peor aún, a raja de gitana, porque está podrido y gusaneado. Vaya extrañas costumbres de esos franceses relamidos. Las

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respeto pero no las comparto. Menos mal el viejito Leopoldo, mi tío, nos consiguió asilo aquí en Champaign, Illinois, USA y no en esas tierras galas, de mucho paripé para la moda pero de pésimo gusto para manipular el pan de cada día. Lo del sancocho es igualmente un decir. Usted lo sabe mejor que yo ya que lleva más tiempo viviendo en este pueblo. Qué sancocho se va a poder preparar, por los clavos de Cristo, si en Champaign no se consigue ni plátano, ni yuca, ni papa sabanera. Si la carne de res es a ocho dólares la libra, imposible de comprar porque a mi marido sólo le pagan en Plastipack, la empresa para la cual trabaja, seis dólares la hora y nunca trabaja más allá de cuarenta horas a la semana todo lo cual significa que sus ingresos semanales netos alcanzan a duras penas los doscientos veinte dólares, justo lo requerido para cubrir la renta del apartamento, los servicios públicos, la ropa de la niña, las necesidades de la niña y pare usted de contar. El sueño americano no es el potosí que pintan los cuentos de hadas, es un camino peliagudo en donde toca batallar contra el exilio, las costumbres diferentes, el desconocimiento del inglés, la marginalidad, la ilegalidad, la discriminación y sobre todo la incertidumbre, la incertidumbre de verse abocado en cualquier momento a perder el trabajo por ser ilegal y de ser expulsado por vivir irregularmente en USA, la incertidumbre de no saber qué pasará mañana y la desgracia de haber dejado de ser ciudadano colombiano sin haber abrazado ninguna otra ciudadanía. Sin embargo, acomodando esto, haciendo caso omiso de esto otro, tragándose esta píldora amarga y sabiéndoles sacar jugo a los frutos extraños se puede alcanzar un relativo bienestar, un cierto apaño lo cual ya es mucho pedir en un mundo en donde el bienestar es una palabra desconocida para cientos de


millones de seres mucho más avispados que yo, mucho más merecedores que yo de gozar de los bienes terrenales. Pero volvamos al barullo del sancocho… «¿En qué iba?». «¿En la papa, verdad?…». Qué sancocho se va a poder preparar, por los clavos de Cristo, si en Champaign la papa disponible es del color de la mierda de un niño lombriciento, aguachenta y sabe a papel higiénico. Si las arvejas se despedazan con sólo mirarlas y no se llaman arvejas sino peas y no saben a lo que saben las arvejas nuestras sino a otra cosa diferente porque son dulces, dulces como si en lugar de arvejas fuesen guayabas, qué locura. Eso se debe a que en este país todo lo manipulan genéticamente, todo pasa por el crisol de los laboratorios. Se gana en productividad y en variedad, pero se pierde la esencia de las cosas. Entonces, ante tanta dificultad, una olvida el sancocho de carne de res y trata, en su lugar, de preparar una sopa de pollo decente, que el pollo acá es barato, para qué, aunque sepa a remedio. Pero, por más que una brega e intenta, la sopa no espesa y llega mijo a comer y toca mentirle, toca decirle… «Pepe, le preparé un caldito de pollo», no vaya nunca el muérgano a saber que mi intención primigenia fue cocinarle una buena sopa porque comenzaría a columbrar que su esposa ya no sirve para nada, que se echó a perder, tanto que ya ni siquiera se da mañas de guisar un almuerzo como Dios manda y, de pronto, en medio de tanta pensadera le da a mijo por mandarme para el carajo e instalar en casa una mujer de modelo más reciente que, aunque no sepa cocinar, sea joven lozana y ejecute a la perfección y con lujo de detalles todas esas carantoñas y morisquetas que hacen las pelanduscas en las películas porno. No es que yo las haya visto, Inesita, es que me mantengo enterada para que aberraciones como esas no vayan a echarme a perder a mi hija, a mi Mileidy.

«Cómase, sumercé, este caldito de pollo que está como para levantar muertos». «Mileidita, tráigale a su papá las pantuflas y una cervecita de la nevera...». Claro, no es Costeña, ni Águila, ni Póker, sino Budweiser y no es amarga como una cerveza que se respete sino suave, tan suave que sabe a beso de boba y no lo pone a mijo copetón. Es que no hay como lo de la tierra propia, Inesita, la longaniza de Sutamerchán, las fresas con crema de Sopó, un buen capaz comido en Puerto Salgar a orillas del río Magdalena, una arepita santandereana, un tamal tolimense, unos plátanos aborrajados, un ajiaquito con crema de leche y alcaparras, una bandeja paisa, una pepitoria, un cabrito al horno, un puchero santafereño, un cocido boyacense, un viudo de bocachico, un cafecito bien cargado… Se me hace agua la boca y eso que yo no soy tan buena muela como mijo o como Mileidita. A ellos esa parte del exilio les ha dado hasta para cacao. No se acostumbran todavía al caldo de pollo y mucho menos al combo número tres de Mac Donnalds que comemos los domingos porque, como es costumbre, yo los domingos no cocino ni por el chiras. O Pepe me invita a comer afuera, o armo la marimorena. Bueno, lo del combo número tres fue puro al principio de nuestro exilio. Estábamos recién desempacados de Colombia, no sabíamos inglés y lo más lejos que nos habíamos alejado de Tunja hasta ese momento había sido a Bogotá cuando Pepe viajaba a hacerle algún favor a mi tío Leopoldo. Con el paso de los días y a instancias de Mileidy, que es avispada como la que más, fuimos perdiendo el miedo y comenzamos a disfrutar de la maravillosa variedad de posibilidades que nos ofrece esta ciudad… Que los burritos de la taquería ‘la bamba’, que los chilaquiles del restaurante ‘el torero’, que el buffet chino, que la tienda coreana, que la tienda india, que la tienda

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indonesia, que la tienda mexicana, que los dulces picantes de Camboya, que doña Reina, mi vecina de enfrente, y su forma particular de hablar el español, que doña Reina y su casa abarrotada de tapices con dibujos de santos, que doña Reina y sus recetas, sus recetas con moles, pozoles, tortillas, chiles, quesadillas, fajitas, tacos, tortas y otras delicias más que hacen que Mileidita y Pepe y yo misma olvidemos el sancocho y desechemos la sopa de pollo y yo me dé a la tarea de ensayar nuevas maneras de preparar la comida, nuevas maneras, incluso, de entender la vida, de hablar, de persignarse. Pero no era de comida de lo que quería hablarle, doña Inés, sino de nuestra tragedia, del albur que nos obligó a salir de Tunja y venirnos a vivir a Champaign, Illinois, USA. Le decía que, cuando una está feliz o al menos resignada a la suerte que Dios tuvo a bien signarle, llega a la casa un sujeto mal encarado que comienza a soltar las más horrorosas vulgaridades y a advertir, haciendo gala de un repertorio inagotable de jeribeques obscenos que pondrían color de guinda al mismísimo Satanás, que si Pepe no devuelve en un periquete el lote de esmeraldas que le confió Aguirre, que si Pepe no devela el paradero de don Vito, que si Pepe no deja su manía de meterse en asuntos peliagudos y tenebrosos nos harán picadillo a mí, a mijo y a mileidita… «Y dígale, vieja gran sisemás, al pelagatos ese de su marido que se encuentra en un grave aprieto. Tiene tres días de plazo para cantar antes de que la rastrera sangre de ustedes comience a manar a borbotones. Vamos a rebanar pescuezos, vieja muñidora y pejiguera, el suyo el último para que sufra y berree más…».

S

e va el ordinario matón y yo me quedo allí, en la puerta de mi casa, como una escarola, maltrecha y confusa, sin entender un ápice de toda esa balumba

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sobre las piedras preciosas, sin vislumbrar ni por las curvas en qué negocio turbio se metió el papamoscas de mi marido. Harto me increpaba mi mamá… «No se vaya a casar con Pepe, Engracia, te lo suplico, que Rodríguez es apellido de perdedor. Cómo va usted a enredarse con ese majadero teniendo belleza y abolengo suficientes como para aspirar a un Lobo-Guerrero, a un Ladrón de Guevara, a un Santamaría. Si lo hace, si se empeña en unirse en coyunda con semejante espolique, tarde o temprano se arrepentirá, más temprano que tarde, no más de dos días después de que vuelva de su luna de miel...». No es que esté arrepentida del paso que di. Amo a mi esposo, amo a mi hija, no se me ocurriría otra mejor manera de emplear mis energías que en darles a ellos todo lo mejor de mí. Sin embargo, es de humanos tener miedo, es de humanos dudar… Y yo nerviosa, Inesita, temblando como la espiga en el tallo, sin saber qué camino tomar, echando globos y comiéndome las uñas. Tan elevada estaba, tan en Babia que no me di cuenta a qué horas llegó el ímprobo del Pepe. El muy picajoso, al verme embrollada en murrias y hondas conjeturas, me dio una buena palmada en las nalgas y me espetó con un gracejo de esos que él sabe soltar de cuando en cuando, un monólogo algo así como… «Sé de buena tinta, mujer, que estás tarumba porque se te subió la calentura a la cocorota. Pierde cuidado, chantunguilla, esta noche armaremos la tremolina en nuestro tálamo matrimonial como en los viejos buenos tiempos, hasta que san Juan agache el dedo, hasta que Pepe apechugue con todo el botín que guarda su mujer en sus tórridas piernas de amazona…». Después de haber pasado las canutas con ese bragado sicario que vino a intimidarnos, a enseñarnos las fauces yo no estaba para fiestas, Inesita, me azoré lo indecible. Así que, sin trapicheos, en


un quítame allá esas pajas, con un gran caudal de palabras hice a José Manuel morder el ajo. Me deshice en berrinches y reproches y le apostillé con una retahíla endemoniada un repelón de padre y señor mío… «Ésa sí que es buena, besugo. Hay que tener presencia de ánimo, hay que ser un delincuente empedernido, podrido y sin corazón, hay que ser un criminal impasible y descocado para tener la cachaza que tiene usted, Pepe. Mire que venir a casa a musitarme garatusas pendejadas a porrillo como si cualquier cosa, como si estuviéramos en plena cuchipanda, como si fueran las fiestas patronales, como si nada hubiera acaecido, como si usted tuviera limpia la consciencia. Así como tuvo cojones para meterse en camisa de once varas, para cagarla, tenga los mismos arrestos para confesar la cagada, so zorrocloco. Hable a ver, desembuche. «¿Qué cuento es ése del

lote de esmeraldas?». «¿Dónde escondió las piedras?». «¿Cómo fue a meterse en la boca del lobo?». «¿Cómo se le ocurrió amistarse con ese don Vito que es más peligroso que Gacha y Pablo juntos y, peor todavía, cómo se le ocurrió después enemistarse con él?». Ahora a chupar, a pagar sus errores. De ésta no te escapas, Pepe. Cuando fuiste martillo no tuviste clemencia, ahora que eres yunque ten paciencia…». «¿Esmeraldas, don Vito, Gacha, Pablo?». ¡Ay bendito, mujer! «¿Qué delirios son esos?». «¿Qué mosca la picó?». Eso le pasa por andar viendo a toda hora esos telenovelones venezolanos que embrutecen hasta al más astuto. Se le corrió la teja, María Engracia. «¿Y ahora yo qué camino voy a coger, pobre, con una hija preadolescente y necesitada de tutela y de consejo y teniendo que llevar a cuestas una mujer más loca que una cabra?…». «Más respeto, José Manuel,

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más respeto y no me ponga esa cara de gazmoño que, primero, yo no vivo pegada a la televisión sino pegada a la plancha y a la olla del cuchuco y a la lavadora y al piso limpiando, trapeando, fregando y cocinando. Procurando, de sol a sol, que todo en la casa esté a punto para cuando lleguen usted y la niña y puedan, usted y la niña, descansar del trajín. Lo que pasa es que ser ama de casa es peor que ser abogado del diablo. No acaba una de limpiar cuando todo está sucio nuevamente, nadie agradece el sacrificio y fuera de eso, nadie le paga a una ni un centavo y, segundo, vino un matón de su jefe a por las piedras preciosas amenazando a diestro y a siniestro». «¿Un matón, mi jefe, a por las piedras?». «No se haga el papanatas, José Manuel, no se haga el gil que lo sé todo al dedillo. Usted le timó a su jefe el lote de esmeraldas, los diamantes, las perlas, los rubíes, las amatistas y otras piedras raras que ni el nombre recuerdo. Sé también lo de la brasileña, la garota culiprieta y descarada esa con quien usted se fue a recorrer las playas del Caribe. Mucho besito acá y mucho besito allá y mucho mi amor, mi vida, qué quieres, qué te tomas, mucha pompa y boato, mucho despilfarro cual si usted fuera un sultán mameluco y aquí ni un peso, José Manuel, ni un peso porque ni yo que soy su mujer legítima ante Dios y ante la ley y que me mato blanqueándole las camisas que deja llenas de labial la brasileña esa, ni Mileidita quien hace como mil lunas no se estrena ni un par de medias, no hemos visto ni un peso de lo que le robó a ese señor, que quien le roba a un ladrón tiene mil años de perdón...». Estaba, Inesita, aplacándole a Pepe el resuello, enrostrándole su infamia por haberse metido en el embeleco de las piedras preciosas e inventando un poquito, aderezando la historia con logomaquia y cháchara de Perogrullo, con dos o tres detalles de mi cosecha personal para ver si pescaba una que otra verdad oculta, que

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mijo no es un santo y debe tener algún que otro gato encerrado por ahí, cuando entra a la casa John Jairo, el mayorcito de los González, y sin tomar aliento nos suelta la noticia de que unos tipos en una camioneta cuatro por cuatro blanca andan preguntando por todo el barrio dónde vive José Rodríguez. Y como en Colombia nunca se sabe si esos sujetos son policías, o militares, o detectives privados, o detectives del Departamento Administrativo de Seguridad, o asesinos a sueldo de algún narcotraficante, o asesinos a sueldo de algún esmeraldero, o guerrilleros amnistiados, o paramilitares amnistiados, o guerrilleros en ejercicio, o paramilitares en ejercicio, o delincuentes comunes, o delincuentes no tan comunes; y si se supiera no se podría establecer en poco tiempo cuáles de esos sujetos son peores. Tomamos las de Villadiego y nos escondimos en la finca de mi tío Leopoldo mientras averiguábamos por qué estaban buscando a Pepe pues, aunque se le acusara, Pepe era inocente y nunca en la vida había visto a Vito, ni a las esmeraldas, ni a la brasileña. Días más tarde, bien apertrechados en la finca de mi tío Leopoldo y a salvo de esa maraña de criminales a sueldo, nos vinimos a enterar por las noticias que se había reactivado la guerra entre los esmeralderos por el control del negocio en territorio boyacense. Que un tal Aguirre había desafiado el poder de don Vito traicionándolo. El tal Aguirre, en lugar de vender a unos mercenarios israelitas el lote de esmeraldas que don Vito le confió, avalado en no sé cuántos millones de dólares, decidió regalárselo a cierto Ezequiel, miembro del cartel del norte del Valle del Cauca para comprar apoyo de dicho cartel y sacar para siempre a don Vito del negocio. No obstante, el tal Aguirre, vaya uno a saber porqué oscuras razones, no era muy apreciado por sus compinches. Estos vieron ni qué pintada la ocasión para


cobrar viejas deudas y le fueron a don Vito con el chisme del magnánimo regalo antes de que Aguirre se lo entregara a Ezequiel. Don vito, energúmeno, acabó primero con los delatores por desleales y vende amigos, luego con el tal Aguirre por felón, luego con la guardia personal de Aguirre, con sus novias, con sus amigos, con sus parientes lejanos y cercanos, con sus abogados, con su contador y finalmente, con otros treinta sospechosos relacionados directa o indirectamente con Aguirre, sujetos de medio pelo que alguna vez bebieron con él en un bar, o lo acompañaron a bailar chucuchucu donde las fufurufas, o le vendieron un collar de perlas para cualquiera de sus amantes, o simplemente se hallaban en el lugar equivocado en el momento equivocado. Yo juraba que cosas así sólo sucedían en las películas de vaqueros que vi con Pepe en tiempos de noviazgo, en el Teatro Lux de Bogotá, ‘la pantalla más grande de Suramérica’, cuando el cine era cine y los cinemas eran cinemas de verdad y no salitas pichicatas de veinte sillas y un televisor de cuarenta pulgadas. Cuando por veinte pesos uno podía ver programas dobles de relumbrón como ‘Dyango, naciste para matar’ y ‘reza por tu muerte, Dyango’. En la primera cinta, Dyango mataba con sus dos pistolotas a cuanto mequetrefe se cruzaba en su camino, porque sí, porque andaba emputado, porque tenía no sé qué congojas clavadas en el alma, y en la segunda Dyango era perseguido por Chuck Malone y su banda de parias desaseados por todo el territorio de Nuevo México, La Unión, Torrance, Río Arriba, Mc Kinley porque Dyango les dio en la cabeza en el reparto de cierto botín… Llega Dyango a cada pueblo y no ha terminado de tomarse su copa de ron en la cantina cuando debe poner nuevamente pies en polvorosa si quiere mantener su estado de salud no sin antes dar muerte a

dos o tres secuaces de Chuck para mayor reconcomio de Chuck, y así durante una hora y media hasta que Dyango arriba a Los Álamos y allí en Los Álamos Becky, su bataclana, lo traiciona. Semidormido y empeloto, Dyango sabe que llegó su enhoramala. En lugar de intentar una postrera huida, cierra sus ojos, se arrodilla al pie de la cama de Becky y descuelga con su voz aguardentosa una versión particular del padre nuestro que nunca habrá de terminar porque cuando va en el ‘así en la tierra como en el cielo’ un balazo de Chuck le cierra la boca para siempre… Yo lloro por Dyango y Pepe me consuela. En plena moqueadera por el trágico final del heroico vaquero, yo no estoy para fijarme en detalles. Así que es Pepe quien toma nota del doblete que rodarán la semana siguiente en nuestro segundo hogar, el teatro de los sueños, ‘el retorno de Dyango’ y ‘la venganza del hijo de Dyango’. Allí estaremos sin falta, para gozar por las astucias de Dyango cuando haya que gozar, para llorar por la muerte de Dyango cuando haya que llorar… «¿Quieres picar alguna cosa, Chita?…». Así me decía Pepe en esos años locos, no porque yo me pareciera a la mascota de Tarzán, ni más faltaba, sino porque Chita es una acepción mimosa de Engracita... «Sí, mi amor, le respondía yo, una empanada de arroz, un pastel de yuca y una coca cola…». De la matanza ordenada por don Vito, que en los círculos delincuenciales y en algunos círculos oficiales suele motejarse de limpieza social, se salvó un tal José Rodríguez a quien nadie conocía y del cual nadie se preocupó justo hasta que don Vito preguntó por las esmeraldas que no aparecían por ninguna parte. Luego de meses de infructuosa búsqueda y de cuarenta muertos más, don Vito vino a enterarse que el finado Aguirre, antes de ser ‘ajusticiado’, había confiado las gemas a su compadre José Rodríguez que no era ni esmeraldero,

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ni narco, ni nada que se le pareciera, sino un viejo amigo de infancia de Aguirre, su hermanito de leche para más señas, pero no porque los hubiera amamantado la misma madre o nodriza, sino porque fueron desvirgados y amamantados por cierta Juana Lorena el mismo día, a la misma hora y en el mismo catre de alquiler, sin pelearse, sin entorpecerse y sin soliviantarse, tal cual dos hermanitos de leche… «¿Doña Juana?». «La misma». «¿Ha visto últimamente a su cliente más caro, el tal José Rodríguez?». «No lo he visto». «¿Sabe usted dónde vive?». «No tengo idea...». ‘No tengo idea’ fue lo último que dijo Juana Lorena. La acribillaron

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los secuaces de don Vito que fueron a interrogarla a su casa de retiro por no saber el paradero del tocayo de mi marido, o por haber amamantado a Aguirre, o por ser una pazpuerca vieja, o para aceitar las armas, o para calmar los nervios, o para entregarle otra cabeza a su jefe, o por las razones por las cuales mataba Dyango, porque sí, porque andaban emputados, porque tenían no sé qué congojas clavadas en el alma. Pobre Juana Lorena, que en paz descanse… «¿Qué hacer entonces?». «¿Dónde buscar?». «¿Qué metodología emplear?…». «¿Qué tal aquella del ensayo y el error?». «¿Si no hay otra mejor?... A falta de pan, buenas son tortas…». Los secuaces de don Vito sin


una sola pista en sus alforjas y hueros de imaginación se inclinaron por la más fácil, hacerle la vida imposible a cuanto José Rodríguez se toparan por ahí, en cualquier esquina, en cualquier recoveco del territorio nacional, fuera o no fuera el susodicho hermanito de leche de Aguirre. Y vaya que se la hicieron imposible, le preguntaban con un revólver en la frente por el paradero de las pepas verdes, le esculcaban hasta el alma, lo torturaban y luego lo mataban. Y vaya que encontraron José Rodríguez, que llamarse así en Colombia es como ser mico en el Putumayo. Deben haber desaparecido a unos ochenta José Rodríguez, pero ninguno de ellos custodiaba ningún lote de esmeraldas, ni conocía a un tal Aguirre, ni saboreó jamás los pechos de ninguna Juana Lorena. Pudieron haber desaparecido ochenta y uno pero la bocota de John Jairo, el mayorcito de los González, lo impidió y así mi Pepe, mi José, pudo escurrirle el bulto a la pelona. A la pelona sí, pero no a la congoja. La congoja, descarada y picotera, nos arropó con su cobija inmunda. Gracias a los infundios propalados por esa calaña lo perdimos casi todo, el pan, la paz, el techo, el trabajo, el estudio, la ropa, el buen nombre, la libertad. De buenas a primeras tuvimos que escondernos, vivir en la clandestinidad, huir de las autoridades ilegalmente constituidas y de las legalmente constituidas, también. Ambas querían que la panza de mi Pepe criara moscas. Es mejor prevenir que lamentar, es mejor ponerse colorado una vez y no pálido toda la vida. Triste destino, Inesita, muy triste. Triste y chalado. Pero así es el país que nos tocó en suerte. Todos persiguen, todos desplazan, todos desaparecen. A los pobres nos maltratan, nos matan los de la izquierda y los de la derecha y los del centro y los no alineados y los desalineados y los terroristas y los pacifistas y los progresistas y los conservadores y los de acá y los de allá,

porque sí, porque no, porque quizá, porque sabemos mucho, porque sabemos poco, porque no sabemos un carajo. Eso sí para qué, a pesar de nuestra desgracia, nosotros ganamos el premio de consolación. Pudimos enderezar el rumbo, sonreír nuevamente, trastumbar otros pastos. Y todo gracias a que el viejito Leopoldo se comportó a la altura con nosotros. Nos escondió, nos apoyó, nos consoló y, como si fuera poco, habló con un amigo suyo que es concejal del municipio de Anapoima y el concejal habló con un amigo suyo que es senador de la república y el senador habló con un amigo suyo que es amigo de un defensor de los derechos humanos de una organización no gubernamental con sede en Chicago y el defensor de los derechos humanos habló con un amigo suyo que es asesor personal del gobernador de Illinois y el gobernador de Illinois nos aprobó un pedido de asilo, y así fue, Inesita, como vinimos a dar aquí a Champaign, Illinois, USA, Pepe, Mileidita y yo. Todavía queda gente decente en este mundo, gente que está dispuesta a dar sin recibir, a jugarse el pellejo por un amigo o por un familiar, gente que predica y aplica y sigue el ejemplo del hijo de Dios, sin bombos ni platillos. Dos

E

stá bonito este Champaign tan lleno de parques y de centros comerciales. Una se asoma por la ventana en primavera y ve ardillas y venados y mapaches y osos y zorros y pájaros de todos los colores. Y no hay ladrones ni congestiones ni esmeralderos ni guerrilleros ni narcos. Y puede una ir en rulos y chancletas a hacer el mercado al Wal-Mart y a nadie escandalizan los rulos y a nadie escandalizan las chancletas. Al principio me dieron duro el invierno y el inglés. Sobre todo el bendito inglés. No entendía un ápice de ese

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galimatías. Pero ya me acostumbré. Si no entiendo, digo ‘ripitmi plis eslouli’ o busco a mi alrededor hasta dar con algún tagarote latinoamericano que me traduzca. Eso sin contar que Mileidy entiende el tinglado del mundo mejor que yo y discurre en el idioma de Shakespeare como si hubiera nacido en Londres y no en Tunja, Colombia. Eso sin contar que cada día somos más colombianos los que vivimos aquí. Colombianos, que como yo, los expulsó la violencia física, colombianos que, como usted, los expulsó la violencia económica. Colombianos que fueron expulsados por todas las violencias, todas a una. No llegan más colombianos porque no les dejan salir. No tienen visa, no tienen dinero, no tienen un tío Leopoldo que mueva influencias. Tres

A

sí fue como Mileidy Rodríguez, mi novia, la muchacha más hermosa del mundo, vino a parar aquí, a Champaign, Illinois, USA. Hubiera querido contar la historia de Mileidy a mi manera, sin Aguirres, ni Dyangos pero no fue posible. Doña Engracia, mi suegra, tomó la palabra y se sentó en ella y no hubo poder humano que atinara a callarla. Engracia es picotera de nacimiento, habla hasta por los codos de esta vida y la otra como si no estuviera en sus cabales. Yo la soporto porque es mi suegra aunque ella no lo sepa. No sepa que es mi suegra y no sepa que es latosa hasta decir ya basta, lo cual no significa que sea mala persona. Tendrá defectos, claro, ¿quién no los tiene? Quien esté libre de pecado que lance la primera piedra. No se trata de que Mileidy y yo mantengamos en secreto nuestro noviazgo, es que todavía no hay noviazgo. Esa es la mera verdad. Pero es cuestión de tiempo. Ya tendré yo la suficiente presencia de ánimo para decirle a Mileidy que es más hermosa que el sol y más sensual que cualquier garota | 100

culiprieta. Ya tendré la ocasión para decirle que nunca podré agradecerle lo suficiente al cura de Muzo por haber bautizado a mi suegro con el mote de José y no con la gracia de Patrocinio porque, de haberse llamado Patrocinio nada de lo que ocurrió hubiera ocurrido, y Mileidy viviría en este momento tranquila en Tunja, Boyacá y jamás hubiera venido a Champaign, Illinois, USA y yo jamás la hubiera conocido. A propósito y dicho sea de paso, mi mamá se llama Inés y es la mata de la paciencia. A propósito y dicho sea de paso, mi nombre es Yeison, soy colombiano como Mileidy y vivo, como Mileidy en Champaign, Illinois, USA, desde que la crisis social dejó sin trabajo y sin futuro a mi mamá y mi mamá, atendiendo el llamado ancestral que responde al nombre de instinto de supervivencia, hizo lo que ha hecho el hombre desde que fue expulsado del paraíso terrenal, buscar nuevos pastos cuando los pastos propios ya no dan más, emigrar rumbo hacia la tierra prometida. Así que fingió paseo a Disney World para que su hijo Yeison conociera y le sobara la cola al pato Donald. Una vez en suelo gringo, obtenido el permiso de estadía, qué cuento de pato Donald, ella y yo tomamos el tren rumbo a Champaign, Illinois, USA, y allí iniciamos un nuevo capítulo de nuestras vidas. Yo estoy feliz acá. Me encantan las cuatro estaciones que se suceden cada tres meses y los veinte o más idiomas que escucho cada día y las cien religiones que cada cual reza y mis amigos chinos y mis amigos mexicanos y mis amigos colombianos y Mileidy Rodríguez. Mileidy Rodríguez sobre todas las cosas. Yo digo, viva la búsqueda de nuevos pastos, viva la emigración. Yo digo, abajo las restricciones y abajo la discriminación. La tierra de La Tierra debe ser para todos los terrícolas, hablen lo que hablen, piensen lo que piensen, coman lo que coman, hayan nacido donde hayan nacido.













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