Miicrofelicidad, nouvelle

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DIEZ

NUEVE

OCHO

SIETE

SEIS CINCO CUATRO TRES DOS UNO

MICROFELICIDAD relatos breves dentro de una micronovela 1a ediciรณn, 2013, Milena Caserola. Buenos Aires.



Llevar un nombre es reivindicar un modo exacto de hundimiento. E.M. Cioran



UNO

Ella oscila. Se mueve de un lado a otro de la habitación, parece querer golpearse la cabeza contra las paredes. Pero no lo hace, apenas roza su frente contra cada uno de los muros, como si los golpes que la evitan tuviesen que sacudirla de algo. Está muy asustada. Camina sin rumbo por su sala inmensa. No sabe quién es, no sabe nada de nada. Lo ha olvidado todo. La estamos conociendo ahora, cuando descubre el olvido. Ahora, cuando se da cuenta de que cada uno de los días de su pasado se tachan como una huella sin pisada y también como una incógnita que no sabe si quiere develar. El terror se le mete en el cuerpo con el poder de un violador. Tiembla. Tiene arcadas. Va al baño. No logra vomitar. Se tapa la boca. Vuelve a la sala, luego camina los treinta metros que la distancian de su dormitorio. Se tira en la cama. Se cubre con las mantas. No reconoce su aspereza, no recuerda tampoco su suavidad. Mira fotografías sobre la mesa de luz en las que aparece rodeada de personas cuyos rostros no reconoce. Tampoco logra pronunciar sus nombres ni acertar el lazo que los une. Un par de viejos. Un tipo como de su edad. Una foto ajada de una adolescente. ¿Será ella? Otro tipo, también como de su edad. Y

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otro más. Busca instintivamente fotos de niños. No hay. Sobre un mueble encuentra la maqueta de una casa. ¿Será la de la casa donde vive? Y, ¿por qué está ahí? Se mira en el espejo inmenso que cubre casi totalmente una de las paredes de la habitación. Da un respingo. Apoya la mano derecha sobre el reflejo de su mano derecha y, con ella, recorre el contorno del cuerpo que le devuelve el espejo. Mientras se tantea, se reconoce. Ve a una mujer madura. Treinta y cinco, cuarenta y cinco años. Entre esas cifras cualquier número le parece posible. Es muy flaca y bastante alta. Viste una bata negra y va descalza. Tiene el pelo negro, lacio y largo, enmarcando una rostro huesudo, ligeramente demacrado y limpio de cosméticos. Le llama la atención un pequeño lugar en el mentón, a la izquierda. Un lunar más negro que su pelo. Se lo toca. Es de verdad. Es el mismo que ahora reconoce en la chica de la foto. Podría ser la adolescente y seguro que es la hija de los viejos y probablemente se acueste o se haya acostado con alguno de los hombres. ¿Con cuál? Su cama es grande, una king size, y en el cuarto hay huellas masculinas: una corbata sobre una silla, unos zapatos de estilo inglés, cerca de la puerta, de los que asoman un par de medias grises y cortas y una revista de fitness en la mesita que está del otro lado de la cama. Se anima y abre todas las puertas de un armario gigante: está dividido con obsesiva exactitud; una parte guarda desordenadamente ropa de mujer -piensa que es bastante probable que sea su ropa, al menos parece de su talla- y la otra despliega el gusto ecléctico de un hombre: trajes, chaquetas y camisas guardadas con pulcritud y rigor. ¿Quién será ese hombre tan sorprendentemente prolijo? ¿El de la foto de la izquierda o el de la derecha? Encuentra un reloj en forma de anillo. Le calza perfecto en el anular izquierdo. El dedo le informa que son las tres de la tarde. Sobre una mesita de grabados chinos la inquieta un móvil cargado de nombres, 112


Tardó mucho en tener conciencia del olvido que arrasó con las pistas de su vida. Ahora se ríe. Con una risa nerviosa, estridente y llena de pavor. Hay unos cuadernos apilados en el armario, detrás del estante de las toallas. Cuenta como doce. Los cuadernos -en ellos reconoce una letra familiar, tiene una certeza rara, no duda que es la de ella- parecen venir al rescate del olvido. Y pudo escribirlos -está leyendo en una hoja ahora- porque cada día le ofrece un breve momento en el que recuerda que olvida. También lee que luego de un momento-en el que se siente devorada por un vacío más grande que el que sus hombros pueden soportar- llega el momento en que se pone a escribir las memorias de su puro presente para el día siguiente poder continuarlas -en alguna parte registrará que va a llegar ese momento que le recordará el olvido- y así sucesivamente. Escribe el simulacro de su vida. O quizá su vida verdadera. Ella no está segura de nada, no tiene ni idea de quién es. Cada día deberá esperar el momento del recuerdo que la saque de su perplejidad permanente y la conecte con la escritura. Esas hojas que quizá la sustraigan del eclipse. Esos textos viejos y los que están por venir, unas letras dibujadas en tinta azul que le dan la posibilidad de construirse una historia. Pero una historia que le

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pero no se le ocurre a quién llamar. ¿Está esperando a alguien? ¿Por qué está en su casa a esa hora? Sabe que es su casa. Eso sí. Recuerda el jardín inmenso, los pinos, sus sillones de ratán y la pequeña fuente con dos estatuas en forma de corazón en donde decaen cuatro enredaderas algo secas. Tiene la sensación de haber estado mucho tiempo bajo esos árboles y de haber escuchado el ruido monótono y simétrico del agua de la fuente. Sin embargo, ahora no se acuerda de lo que tiene que hacer. ¿O quizá no tiene obligaciones? De repente…

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parece más ajena, -ahora mismo está leyendo- como si fuese el relato de la vida de otra. Pero es la suya, no hay dudas: la misma letra que ahora le sale de su mano izquierda, porque es zurda, es la que confirma que esos textos fueron escritos por ella. No cree que nadie pueda tomarse el trabajo de fraguar una falsificación. Aunque, ¿por qué debería creer en las palabras que lee? Que estén escritas no son garantía de verdad. Pero no tiene alternativa. Al menos, eso le parece. Fue en uno de esos momentos en los que logró recordar cuando encontró un cuaderno rotulado como número uno y fue en esas hojas donde registró la alarma de su primer olvido. O lo que es lo mismo: la conciencia de que ya no era capaz de recordar nada, ni siquiera su nombre que aparece escrito con vehemencia en la parte superior izquierda de cada página. Antonia Ruin. Me llamo Antonia Ruin. Así, desprovisto de adjetivos, como una señal que le machaca con insistencia su nombre, ese nombre y ninguna pista más, ninguna advertencia, ninguna indicación. Sólo la tácita invitación a leer y quizá a seguir escribiendo. Pero por dónde empezar, ya habrá leído algo, cómo hacer para no tropezar cada día con la misma primera página. La cantidad de cuadernos marcan que ya hace mucho tiempo que los escribe. Todos los cuadernos podrían ser la dimensión temporal de su olvido. Las letras la golpean con la caligrafía desprolija que se dispone a descifrar en el primer cuaderno. El primero contando de abajo para arriba, allí, detrás de la pila de toallas. Abre la primera página y lee con precaución. No tiene idea de lo que va a encontrar. Lo primero que percibe antes que las letras es su actitud: Antonia siente, ahora, mientras se dispone a leer quién sabe qué, que es una mujer valiente. Imagina que enfrentarse con un pasado arrasado por el olvido requiere de una alta dosis de valor. Lo imagina, casi lo cree, porque la carcome el miedo. Y sin embargo, sigue. 114


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El primer cuaderno que Antonia toma desde detrás de la pila de toallas, tiene más de ochenta páginas. Cada ingreso está señalado con una fecha y un lugar. Antonia empieza a leer al azar, escogiendo una página por la mitad del cuaderno, pero lo que encuentra le resulta muy confuso. Treinta páginas enteras donde se repite la misma frase “la espera aún no terminó”. Cierra el cuaderno, comprueba que efectivamente sea el rotulado como número uno -lo es- y así empieza a leer desde la primera página. Está fechada en Buenos Aires, 2000, 3 de enero. “Buenos Aires” lee en voz alta y cierra el cuaderno mientras lo aprieta contra su pecho. Antonia Ruin recuerda el sonido de ese nombre, recuerda calles anchas y algo sucias, adoquines, un departamento pequeño pintado de colores fuertes: violeta y rojo ladrillo. Fiestas y mucha gente sin cara. Puros desplazamientos como de sombras y un aire intoxicado y húmedo. Recuerda los cielos de la noche, no tiene memoria de los del día. El cuerpo se estremece a causa de una velocidad añeja y por una especie de peligro que no logra discernir. Sólo puede comprobar que su pecho se oprime y que el resto de su cuerpo se hincha: la barriga, los cachetes, los tobillos. Parece angustia, pero son líquidos que su cuerpo no consigue eliminar. Toma el cuaderno bien fuerte y va hacia el jardín. Se sienta bajo los pinos. El aire fresco quizá podrá devolverle cierta calma. Apenas se sienta, una sed inoportuna la distrae. La boca se le empasta y no puede pensar en nada que no sea tragarse algún líquido. Se levanta, contrariada, y va hacia la cocina, siempre con el cuaderno con ella. Abre la heladera y descorcha una botella de vino blanco seco. Se sirve una copa generosa, casi vulgar. La vacía rápido. La sed empieza a abandonarla. Vuelve a llenar la copa con la misma generosidad y ya se siente lista para acomodarse nuevamente bajo los pinos y de una vez empezar a leer. Sin embargo, ha pasado de-

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masiado tiempo y no recuerda qué es ese cuaderno. Lo deja tirado por ahí en cuando oye el ruido de un juego de llaves que abren con facilidad la puerta del departamento. Antonia Ruin se acerca a la puerta detrás de la cual aparece un hombre. El hombre es uno de los de las fotografías situadas sobre su mesa de luz, la de la derecha, pero Antonia no puede recordar ni el contorno de su rostro ni la sonrisa equipada con sus ojos y sus labios. Un sudor caliente le abrasa el cuerpo, un suspiro involuntario se le escapa y toda ella se convierte en un suspiro que intenta ocultar sin éxito el abismo que la invade. Todo se duplica, el olvido, el terror, el desconcierto. No sabe quién es ella y ahora tampoco sabe quién es él. Cautiva de su memoria fallada, se lleva la mano derecha al corazón y le sonríe al hombre, como para defenderse. En un segundo, mientras el hombre prepara la respuesta no imagina nada bueno: una bofetada, un empujón, un golpe en el estómago. Sin embargo, Franco la saluda con amabilidad en un idioma que Antonia sabe inmediatamente que no es el suyo, a pesar de que lo entiende. Más aún, se le acerca y le da un beso rápido en los labios. A Antonia le gusta pero sólo le responde con otra sonrisa. Se queda de pie frente a la puerta cerrada, sin decidir qué hacer. No sabe si debe quedarse allí o aprovechar que la puerta está abierta y escaparse. Pero, por qué. Todo es igual: huir o quedarse. Franco entra en el dormitorio y sale, a los pocos minutos, vestido con unos jeans y una camiseta clara. Mira la correspondencia acumulada sobre un mueble junto a la puerta y pasa de largo a Antonia, que no se ha movido desde que él llegó, y se dirige a la sala donde se dedica a mirar televisión. El ruido impreciso de un programa de tevé -en el mismo idioma en el que la ha saludado Franco- suena fuerte y sacude a Antonia de su abstracción. Ella también se dirige a la sala y se sienta en un 116


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sillón grande, junto a Franco, que sostiene el control remoto entre las piernas. Mientras un locutor habla sobre imágenes de guerra -tanques, soldados y bombas estallando en alguna parte- algo le dice a Antonia que no debe informarle a Franco sobre su olvido. No está segura de que él sepa. Cierta imprecisión en la actitud general de ese hombre le inspira desconfianza. No se atreve a preguntarle nada. Espera que él haga el primer movimiento, que diga la primera palabra que la ayude, quizá, a entender qué clase de vínculo los une. Al menos el hombre no ha reaccionado mal cuando ella se sentó a su lado. Y como para corroborar su pensamiento ahora Franco estira su mano izquierda y, sin dejar de mirar hacia el televisor, le acaricia rápidamente la mejilla. Antonia le permite que lo haga, intentando clasificar la medida del gesto. -¿Qué hacés que no estás dibujando? -le pregunta ahora en una lengua que ella sí reconoce como propia y que él habla con un acento impreciso. Antonia mira su reloj en el dedo. -Son las cinco de la tarde. -Sí, son las cinco de la tarde. A esta hora siempre estás encerrada en tu estudio. -Hoy no, ya ves -farfulla Antonia Ruin, intentando probar alguna reacción en el desconocido. Y lo logra, advierte en él un gesto de hartazgo, una mirada entre reprobadora y displicente, un modo de juzgarla calladamente que se quiebra unos segundos después, cuando le dice: -No te preocupes por mí, Antonia. Andá a hacer lo que tengas que hacer. Entonces Antonia Ruin se levanta. Las palabras del hombre le suenan como una orden -probablemente lo sean- y quizá por el sacudón de esa frase inesperada -y el latigazo que ha significado

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reconocer el sonido de su nombre- recuerda el cuaderno. Lo busca pero no lo encuentra por ninguna parte, aunque pasa a su lado varias veces. Entonces recuerda lo de las toallas y allí cree encontrarlo. Retira el que se encuentra en lo alto de la pila y confirma que tenga el número uno escrito en la tapa. Lo tiene. Lo que Antonia todavía no sabe es que todos los cuadernos han sido archivados por ella misma como si fuesen el número uno. Esta vez sí hace esfuerzos para que nada interrumpa su lectura, ni la sed, ni el sopor, ni la angustia, ni ningún ruido de llaves o programas televisivos. Hace fuerza para posponer el olvido y trata de concentrarse en un solo recuerdo: debe leer el cuaderno. Se encierra en un cuarto que parece un estudio. Le resulta a la vez ajeno y familiar. Tres paredes están tapizadas de libros y de la cuarta cuelgan cuadros con diseños de edificios: un banco, un complejo habitacional y un gimnasio de cinco plantas. Todos los diseños llevan su firma. En el centro del cuarto se encuentra una mesa con una computadora portátil y una pila de papeles mezclados con diarios; sobre la mesa, varias plumas azules aparecen ordenadas como en abanico y una silla ergonómica de cuero negro sostiene un par de almohadones. En una esquina, un tablero tiene aspecto de abandonado, una gruesa capa de polvo delata su estado. En el otro ángulo, un cómodo sillón -donde hay más papeles y mantas- y un cenicero de pie lleno de colillas, parece el lugar más transitado de la habitación. Es el elegido por Antonia para empezar a leer. Y así lo hace. Encuentra un cigarrillo. Lo enciende y lo abandona en el cenicero, permitiendo que se consuma, mientras ella se deja atrapar por la lectura. “Franco me sacó de la cárcel. Le voy a estar eternamente agradecida. Yo era culpable pero ese detalle, para alguien como él, 118


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consiste sólo en eso, en un detalle. Ahora que estoy libre, por fin, podría decir que mi vida se encamina hacia algún lugar de sosiego. No necesito enloquecer para aplacar la inquietud irrenunciable de una ausencia que me arrastró hasta aquí. En la tranquilidad de esta casa en la que Franco es mi intrépido anfitrión y yo su única y dócil huésped, me siento bastante parecida a lo que el mundo suele llamar una mujer normal: domesticada, quieta, muda. Actuamos un simulacro de pareja, pero no lo somos. Apenas nos conocemos. Es un pacto cómodo. Al menos no tengo que moverme. Estoy cansada de viajar. Sin embargo, siento que me esfumo. ¿Cuál es la lucha pendiente? Mantenerse en pie es brutalmente más aburrido que andar buscando un rumbo. Nada más desconcertante que haberlo encontrado e intentar seguir su curso. Esforzarse por no salirse de la corriente elegida. Estar ahí, permanecer, entender de qué se trata y que no se trate de nada mucho más interesante que flotar. De ver pasar la vida con el privilegio de poder sostener la mirada sin exigirse demasiados esfuerzos. ¿Cómo rebelarse ante la aceptación con la impunidad de no hacer nada más que observar? Quizá sea mi propio castigo por haber pasado unos límites que siempre supe que no debía pasar. ¿Los morales, los de amar demasiado? Participar del mundo sintiendo que ya se ha dejado de estar en él. Pero, ¿cuándo fue exactamente que sucedió esta desconexión? ¿Por qué sigo durmiendo al lado de Franco, sabiendo que es un hombre peligroso? No debería perder de vista quién es él.” Antonia Ruin prefiere cerrar el cuaderno y consagrarse a las manualidades. Se dedica a pegar la tercera foto de él, Franco, en la última página de su único álbum de fotografías, que empieza con una foto de ella, un primer plano de su cara desolada de bebé, adornada por unos falsos cachetes coloreados. Una cara que, por

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más suya que sea, apenas reconoce. Antonia Ruin pega la foto de él, con mejillas verdaderamente rosadas, y anota la fecha a un costado con un trazo tembloroso y descuidado, la constata en un almanaque y luego en el reloj multifunciones que cuelga de su dedo. Se siente ebria. Tan sólo un poco. Sin embargo, su mano izquierda de zurda empecinada apenas obedece a las instrucciones que descarga su cerebro. Se encuentra sentada a la mesa de su estudio, frente a la ventana desde la que asoman las dos palmeras y el pino de su jardín inmenso, los únicos testigos de sus últimas elucubraciones. Ha dejado el cuaderno a un lado porque la distrae la visión de un puñado de fotos apiladas que sobresalen cerca del sillón. Junto a las fotos, un álbum vacío la tienta a pegar las fotografías una por una. Lo que acaba de leer, la ha perturbado tanto como la ha atraído. Deja a un lado las fotografías y retoma el cuaderno, el que ella todavía cree que es el único número uno. “Haber nacido en un país pendenciero me hace ver los atardeceres sobre el mar en esta zona de la tierra donde vivo, sobre el Mar Tirreno, con una culpa desbordante. No puedo pasarla bien. Y mientras miro todo la aplastante belleza que me rodea, mientras transito la calma de esta nueva casa decorada por mí, a mi medida, mientras me apoltrono en el silencio y en la serenidad impuestas por Franco, me empiezo a llenar de pesimismo, de incertidumbre, de resentimiento ante tantas certezas fabricadas. Y la vida sigue estando en otro sitio aunque sienta, haciéndome trampa, que he encontrado mi lugar. ¿Cuál es ese sitio? ¿Estar sitiada? Estoy en decenas de lugares tangibles pero yo no los siento, camino sobre un piso etéreo, a veces celestial, a veces infernal. Creo que ya no podré volver a conectarme con aquella que fui y añoro ¿Cómo fue que salí? ¿Cómo dejé que me expropiaran de mi vida? ¿Cuándo la puse en venta? ¿O la regalé? 120


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¿Cuándo quise quitármela de encima? ¿Por qué la extraño en este momento? Secuestrada por el pasado, no sé qué contestarme. Ahora ya no puedo volver a aquella vida y sigo viviendo unos tiempos que son míos pero a la vez ajenos. Yo mirada desde lejos, desde otra, que soy yo. Cada minuto es vanidad y desconcierto. La soberbia de un rumbo, la desazón de ese mismo camino. Arrumbada y bella como nunca. Dos cualidades irresistibles y simultáneas que me atraviesan. Nada sucedió de repente. Fue la letanía de los sucesos lo que ahora me desconcierta porque no sé si puedo desandar el camino de mi lento abandono para poder, quizá, en ese inicio, en su encuentro, conectarme o dispararme sin piedad con la boca bien abierta un soplo de pólvora en la garganta. Debería intentar correr, veloz, y con el mínimo margen de error, la línea de mi vida, yendo hacia atrás. Estoy segura de que todo comenzó mucho antes de que partiera de Buenos Aires, sé, sin estar completamente segura, que en uno de los momentos más vibrantes de mi pasado me cargué de un dulzor tibio y quieto que creí que duraría eternamente. Pero pronto la amargura y la pena fueron los únicos saldos de aquel estado mágico. Me costó aceptarlo. Creo que todavía no lo hice. Fue cuando empecé a perderme. En ese momento comencé a materializar el desvanecimiento del que ahora me quejo. Un destino evanescente que no fue, de quien no puede con el peso de su cuerpo. Un malestar injusto para mí y para tantos moribundos que se aferran a la vida que yo ahora desprecio. Mi conciencia se hunde, sabe que flota hacia abajo, tratando de que el fondo llegue lo antes posible. La necesidad voraz de que la cara se desintegre en un fango anónimo, de que los ojos dejen de observar con perversa quietud o de humedecerse por una vergonzosa autocompasión que no termina de matarme. Antes había cosas concretas. Antes

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de la impunidad. Antes de estar afuera. Antes de Franco, sobre todo, antes de él.” Antonia Ruin hace a un lado el cuaderno y no tiene dudas de que parece mucho menos arriesgado seguir pegando fotos en el álbum que continuar hurgando en su pasado. Quizá ha sido el peligro el que le ha acarreado el olvido. Se dirige a la cocina y se sirve otra copa. Mientras vuelve a su estudio, trastabilla. Se siente muy mareada. Es como si caminase dentro de una burbuja, pero al menos está adentro de algo que parece preservarla. Se desentiende de las preguntas. Toma la tijera y la goma de pegar y coloca en el álbum sus fotos y las de Franco desde que eran niños y no se conocían hasta las que parecen retratar sus últimos viajes juntos: la cara que horas antes reconoció frente al espejo junto al rostro de Franco en primer plano y detrás, distintos escenarios: mar, montaña, algún edificio curioso: ella sola sentada a la mesa de un bar con una copa de Mmartini; él solo, al volante de un auto pequeño, sonriente, con esquíes atados al portaequipajes; paisajes desenfocados con nieve, arena, lluvia y sol, un verdadero catálogo turístico. No puede continuar por mucho más tiempo. Otra vez la cabeza empieza a hacerle ruido, un ruido pesado, ensordecedor, y se apura a pegar la última foto en el álbum, una de Franco y ella durante una Semana Santa en Sevilla: Franco sigue a unos penitentes, encapuchados y descalzos; tras él, Antonia, de perfil con una mantilla blanca sobre la cabeza. Antonia deja la fotografía y busca su cuaderno. Hace un esfuerzo por retomar las preguntas pendientes y recordar aquellas cosas concretas que ahora añora. Con la pluma en la mano y el cuaderno abierto, abismada, se queda rígida durante largos minutos sin poder leer nada. Pero lo que Antonia realmente quiere es tacharlo todo para que esas palabras, para que su pasado, no la martiricen. Sabe que en ese manojo in122


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terminable de papeles estĂĄ escrito algĂşn secreto del que no quiere enterarse. No es cierto que pueda transitar con levedad la indiferencia. Amaga con salpicar todo con la tinta de su pluma azul. No lo hace. Se queda dormida.

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DOS

Derretida en el calor bestial de esa tarde de fin de año, cuanto todavía recuerda, cuando todavía la vida sucede día tras día llena de obligaciones, significados petulantes y citas impostergables, Antonia Ruin se dispone a festejar el cambio de siglo con una banda de colegas en la casa de su socio y amigo, Ángel Wicz, luego de la medianoche. Deciden cerrar temprano el estudio por lo de la fiesta y por eso Antonia se permite pasar todo el día en su casa, vestida sólo con un corto pareo negro que se ata a la cadera, dejándola prácticamente desnuda. Su aire acondicionado está roto, maldita sea, la avería tuvo lugar poco antes de Navidad. Pésima época para conseguir que se lo arreglen. Tampoco puede comprarse un ventilador, ni siquiera uno sencillito. Las existencias están agotadas en los negocios de toda la ciudad. Tiene que conformarse con el hilo de aire caliente y tóxico que entra desde el ventanal de su living y con duchas de agua fresca que se da más o menos cada hora, regalándose un alivio seguro y barato con un abanico que acaba de fabricar con varias hojas de papel de imprimir tamaño carta. Puede elegir el refugio climatizado de un shopping o de un bar,

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pero por la mañana ha recibido una carta que la tiene paralizada por completo. Sólo atina a ajustarse de tanto en tanto el nudo del pareo, echarse agua fresca, abanicarse y pensar si se atreverá o no. No es la primera carta de ese tipo que llega durante este año. En realidad, es la segunda. Incluso varias llamadas telefónicas -una, tan sólo una llamada- acompañan el pedido que se reproduce más en su cabeza que en la realidad -¿como un martirio, un mantra?para que se mude a Madrid, abandone su sociedad con Ángel Wicz y se reúna con él, con Martín Biel. Antonia Ruin cierra los ojos y abofetea la imagen sagrada de Martín Biel que dibujan sus ojos apuntando al corazón. Rasguña su piel blanca, escupe su rostro tranquilo de ojos verdes y piel cetrina, patea a tientas. Es el dolor que manda ahora y ordena el castigo imaginario. Golpea esa imagen porque Martín Biel la ha abandonado sin explicación. ¿Acaso existe quién pueda explicar un abandono? ¿Para qué serviría? El abandono sucede, ha sucedido, y Antonia Ruin ha sobrevivido. Cuando Antonia Ruin ya no espera, Martín Biel vuelve, invade su vida, la inunda con sus recuerdos, la tienta con sus pedidos, la seduce con nuevas promesas. Regresa así, como un macho soberbio, y le pide que lo deje todo. Todo por él, por él justamente que, ocho años atrás, no dudó en instalarse en Madrid solo, en un abandono rotundo para el que Antonia todavía no encuentra ningún eufemismo. No entiende, no perdona que la haya dejado sin él. En todos esos años de ausencia, un domingo perfecto, armónico, sexy, apasionado, se convierte en la única y demoledora fuente de dolor. Se trata de un simple recuerdo. Junto con el nombre de Martín Biel vuelven las imágenes del paraíso arrebatado, apretujado en ese día inolvidable. El pequeño barco de Martín Biel navegando por las aguas tranquilas de un riacho sin nombre en el 126


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Tigre. Sus cuerpos desnudos nadando entre yuyos y hierbas. Sus risas tontas. Sus escarceos bajo el agua. Las toallas blancas, prontas a secarlos con caricias. Y el festejo con el exceso de dos botellas de un buen tinto en copas que Martín Biel ha comprado para la ocasión. Unas copas cuyos contornos perfilados se convierten en el cáliz de su bienestar bendito. Y luego, ya vestidos para iniciar el regreso, el polvo apurado al compás del barco amarrado en un muelle que parece no ser de nadie. Así es, un domingo perfecto, sin parangones, con un voltaje nunca más alcanzado. Y ahora Martín Biel vuelve y, en su pedido trasnochado, Antonia Ruin vislumbra la posibilidad de reconquistar el tiempo perdido. Aunque sabe que esa clase de tiempo no se recupera, se ha escapado por la alcantarilla. Su agujero negro de tranquilas rutinas. De todos modos, la promesa de un futuro con sensaciones como las del día del barco se convierte en una tentación que le resulta difícil desechar. Antonia Ruin está perdida. Se encuentra esperando otra vez. Nada parecido ha vuelto a sucederle. A punto de cumplir los treinta y nueve, acepta meterse en la cama con Ángel, su socio, y lo hace lo suficientemente seguido como para transformar su sociedad y su amistad en una alianza que lo abarca todo: su mundo social y su mundo privado. Sin pasión y sin brillos pero con comodidad y sentido práctico. Antonia Ruin por fin goza de un equilibrio descocido, rutinario y previsible. Sigue añorando aquello que Martín le ha proporcionado alguna vez. Y así se encuentra esta tarde de fin de siglo, saqueada por el calor y ansiosa, porque sabe que se irá. Le preocupa cómo contárselo a Ángel, no quiere lastimar a nadie. Ahora será ella la que abandonará y no habrá explicación que calme al abandonado. No le interesa. Y es en esa impunidad ahora ejercida por ella cuando puede entender a Martín Biel y perdonar-

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lo para siempre. Lo único que importa es que ha vuelto. Mientras se dispone a darse otra ducha, imagina el reencuentro con Martín, su más arraigada obsesión. -No sé cómo te podés ir atrás de ese hijo de puta después de cómo te dejó tirada. ¿O no te acordás? -le grita Ángel, en el balcón de su casa, pasado de champaña y pasada ya la medianoche. -No me voy atrás de él, me voy por mí. -¿Por vos? -Acá estoy aburrida. Lo de Martín es una excusa. Me voy porque hace tiempo que tengo ganas -le miente Antonia. -No me vengas con el rollo del aburrimiento. Te vas a meter en un lío. Antonia mira para otro lado. Quiere que esa conversación termine de una vez. -Yo te quiero, Antonia. No te vayas. -Ya tomé la decisión. Lo siento, de verdad. -¿Así de fácil? -No es fácil, es así. Ángel tiene rabia y no se contiene, tira su copa de champagne con brusquedad, arrojándola contra la vereda, quien sabe si por Antonia o a causa de su orgullo herido. Tiene tan mala suerte que le da en la cabeza a una chica que pasa por ahí, festejando con unos amigos que encaran a Ángel, enfurecidos. No tiene más remedio que bajar, hacerse cargo de la situación -una astilla de la copa reposa en el ojo izquierdo de la chica- y dejar inconclusa la discusión con Antonia. Mientras toma las llaves de su coche y despide rápidamente a los pocos invitados que todavía circulan por su casa, Ángel le pide a Antonia que lo espere. -Esperame. Llevo a la chica al hospital y vuelvo. 128


Dos días después se despierta con la boca seca, el cuerpo chorreando sudor y el contestador estallando de mensajes de Ángel. Que quiere verla, que es urgente que se encuentren, que espera que todavía no se haya ido, que no puede ser tan turra como para no contestarle el teléfono, que al final no sé con quién estuve todo este tiempo, que porqué no atendés de una vez, me cago en vos. Pedidos, reclamos, desconfianza pura, algo de desesperación, chorradas apabullantes de miedo. En todo eso se convierten Ángel y sus palabras. Un asco. Antonia Ruin cree que el tono de la agresión es desmedido y completamente injustificado. No entiende porqué Ángel la trata de ese modo. Antonia Ruin está ofendida, mira la hora: las dos de la tarde. Ángel Wicz estará terminando de almorzar en alguno de los bodegones de Palermo que tanto le gustan. Lo llama al celular y lo encara sin reparos. -¿Se puede saber qué te pasa? Conté setenta y tres mensajes en el contestador. -Estoy furioso. -Y pesado. Ángel no dice nada, Antonia no deja mucho tiempo que los envuelva el silencio. -Y, ¿por qué estás enojado? ¿Porque me colgué dos días? Es entonces cuando Antonia recibe su primer baldazo de vacío, negro y centrífugo. Sólo puede recordar unas pocas cosas previas

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Antonia asiente y desde el balcón donde ha caído la copa ve cómo Ángel, la chica y sus amigos se alejan en el Audi de Ángel. Recién entonces Antonia se dirige hacia la heladera, saca tres botellas de champaña del freezer y las carga en una bolsa. Toma su cartera y se va. -A la mierda Buenos Aires. A la mierda, Ángel. Sí. Vos también.

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a la fiesta: el calor, las duchas repetidas, el nudo del pareo, el abanico de papel. Debe atravesar una humillación gratuita, que Ángel -que no termina de creerle- le cuente lo de la llamada de Martín, la idea de su partida y todo el resto de la historia. Antonia empieza a recordar lentamente y antes de cortar la comunicación promete que esa misma tarde pasará por la oficina para aclarar todos los puntos, absolutamente todos: la partida, ellos, el olvido, el dinero, etcétera. Cuando por fin puede deshacerse de Ángel y del teléfono, revuelve por todos lados hasta encontrar la carta. Se topa con ella bajo una de sus tres almohadas, siente la humedad de sus lágrimas. Las palabras de Martín Biel, como un brebaje mágico, le devuelven parte de la memoria arrasada. Antonia Ruin sabe de los borrones que puede producir una borrachera pero nunca los ha experimentado. Si bien no se aterra por lo que acababa de sucederle -lo vive con un poco de miedo sí, pero también con otro tanto de gracia- quiere tomar precauciones. Luego de una larga ducha, se viste con lo primero que encuentra -un pantalón color arena y una camisa blanca, arrugados-, se calza sus zapatillas anaranjadas y pasa por un negocio de papel reciclado, donde se compra un bonito cuaderno de ochenta páginas, dos plumas y tres cajas de cartuchos de tinta azul. No quiere dejar que la vida la tome nuevamente desprevenida. Desde ese día escribirá un diario donde, más que contar sus sentimientos como hacen los adolescentes, consignará como en un inventario las acciones y decisiones de cada día. Con el cuaderno flamante se siente más tranquila. Antes de encontrarse con Ángel, elige un bar tranquilo con aire acondicionado y se sienta lejos de las ventanas a escribir los sucesos de los últimos días: el calor, la carta, Madrid, la inminente partida, la fiesta, la copa estrellada en el ojo de una chica y la decisión irrevocable de reunirse con Martín Biel. Cueste lo que cueste. En 130


Antonia Ruin organiza el viaje en una semana. Encarga a una inmobiliaria la venta de su casa, le vende a Ángel la parte del estudio que éste pagará en diez cuotas a lo largo del año, informa a su familia -sus padres y sus hermanos, uno mayor y otro menor que ella- y a sus amigos, que se va de Buenos Aires. “La patria es mi cuerpo”, les dice a todos. Sus interlocutores, de modo unánime, dudan sobre lo acertado de la decisión pero nadie intenta convencerla de que se quede. Ninguno la invita a que reflexione un poco más sobre el asunto. Quizá si alguien hubiese insistido, Antonia Ruin se lo hubiera pensado. Pero su nueva propuesta se desliza sin inconvenientes por los corazones de todos sus seres queridos que no muestran la menor emoción en la despedida que ella misma se organiza en un bar de blues que acaban de inaugurar en la calle Báez. Mientras todo eso sucede -la indiferencia, la frialdad- Antonia no puede dejar de pensar que ha tomado la mejor decisión de su vida. Parece claro que allí nadie la necesita; salvo por los cuatro gritos que le ha pegado Ángel la noche de fin de año, su partida pasa completamente desapercibida para todo el mundo. Antonia Ruin conjetura lo que nunca había creído: no le tienen el menor respeto por su trabajo, no sienten la más mínima curiosidad por las causas de su partida, no deja ningún espacio vacío porque nunca ha ocupado ninguno, se da cuenta allí mismo. Ahora ya no es una dadora de trabajo, ni una veterana más o menos divertida con quien salir por las noches, ni una amiga a quien internar con confidencias largas y aburridísimas; en este mismo momento se parece a una sombra, a una espalda más que se marcha y los deja. Antonia no es conciente de que su país está siendo lenta-

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la contratapa del cuaderno escribe “número uno” y en la primera página consigna su nombre, el lugar y la fecha.

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mente abandonado por quienes ya dejan de creer que algo interesante -más que interesante, justo, lejano a la perdición y al despropósito- pueda hacerse en él. En el medio de ese éxodo masivo, ella repite con petulancia “mi patria es mi cuerpo” y le hacen pesar su ingenua soberbia con esa calculada apatía con la que encubre tanto su rabia como su desconsuelo. Pero Antonia Ruin no lo entiende aún y sufre. Y se va más enojada con lo que deja -ya dice que para siempre- que contenta por lo que espera encontrar. Fue durante esas elucubraciones paranoicas y atolondradas cuando su memoria decidió continuar traicionándola hasta domesticarla. Todo le sirve. Pero también nada. Está casi dos días dando vueltas alrededor de su ropa y de sus objetos. Separando mudas para llevarse y otras tantas para regalar. Los libros le entorpecen el camino más tiempo de lo esperado y finalmente decide llevarse tres que nada tienen que ver con su trabajo pero sí con ciertos giros de su vida, historias de mujeres con las que, en distintos momentos, se ha identificado. Es por eso que escoge una biografía de Jane Bowles, los diarios de Silvia Plath y las obras completas de Silvina Ocampo y llora frente a sus libros de arte y diseño, frente a sus colecciones de fotógrafos -le cuesta desprenderse de las cientos de reproducciones de Man Ray que ha coleccionado a lo largo de su vida-. Pero en ese inventario de pertenencias percibe con desazón cuánto la atan los objetos. Decide ser dura con sus propios apegos y desprenderse de todo lo que no le resulta estrictamente necesario, un concepto, sabe de antemano, bastante ambiguo. Elige una maleta mediana tipo Samsonite color gris y se promete que sólo se llevará aquello que sea capaz de cargar en ella. Y así hace. Logra armar tres equipos de ropa que sirven para todas las estaciones, se las ingenia para incluir un saco verde de terciopelo que adora y dos pares de zapatos sin los cuales no se siente ella: un par de 132


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zapatillas blancas con plataforma de goma oscura y unas Nike negras sin talón. Deja atrás cuadros, candelabros, ceniceros, floreros, toallas y otros objetos de baño y todos sus enseres de cocina y sobre todo sus incontables bolsos, de todos los tamaños. Fuera para siempre de su vida, piensa sin lamentarse más de lo debido. ¿Y cuánto es lo debido? Sólo tres o cinco lágrimas por su cuchillos con mango forrados en cuero de vaca, por su colección de copas de champagne de cristal y por un par de candelabros con colgantes de vidrio. Ni siquiera se atreve a inventariar sus muebles y los deja plantados tal como ella los ha distribuido en la casa. Hasta que no vienen a retirarlos del Cotolengo Don Orione, a quienes les dona aquello que no entra en la maleta gris y la totalidad de los muebles, vive en su propia casa como sitiada por todos esos objetos que le pertenecen ya de un modo perturbador. Se le estruja un poco el corazón pero tiene la fortaleza suficiente como para desprenderse de cada cosa sin aprensión. Le gusta la idea de dejar su tablero y algunos de sus diseños en el estudio, pero Ángel no se lo permite y entonces, a último momento, se concede armar un pequeño bolso negro donde guarda los bocetos pero no tiene otra salida que la de sumar su tablero al resto de los muebles. Aprovecha ese mismo bolso para llevarse también un par de toallas y un neceser con sus cosméticos más básicos. Con un traje negro, las zapatillas anaranjadas, la maleta gris y el bolso negro enfila hacia el aeropuerto escoltada sólo por sus recuerdos. Ninguna sombra humana se acerca a despedirla y tampoco el teléfono ha sonado demasiado. La última llamada ha sido la de su padre, esmerado en recordarle que apenas pueda le haga un envío con habanos holandeses porque en Madrid cuestan mucho más baratos. Su padre quiere darle el dinero para la pequeña compra pero Antonia se niega y prefiere convertir el pedido en un regalo, para sentirse menos mezquina por dejarlos -a él y a su madre- con semejante

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precipitación, pero debe reconocer que ellos no parecen en absoluto apenados por su partida inminente. Llega al Pistarini cuatro horas antes de la salida de su vuelo, un vespertino de Air France con escala en París, el 12 de enero de 2000. No es sólo la impaciencia, sucede que, luego de haber tomado la decisión de irse, el tiempo en Buenos Aires se ha convertido en un sopor que la mancilla, haciéndole ver cada vez más lejana la fecha de su partida. Es así que, cuando por fin llega el día, se levanta lo más tarde que puede como para demorar la espera, se ducha, se calza el traje negro y se va al aeropuerto, perfectamente conciente de que llegará excesivamente temprano. No le importa. Despacha sin prisas la única valija y se instala en el restaurante con todos los diarios del día. Pide un omelette de verduras y una botella de agua mineral y una copita de tinto. Mientras, come con desgano y lee los textos que sus ojos recorren sin prestar atención, revisa hacia atrás los últimos años y se siente castigada por atravesar su partida sin nadie que la acompañe. En todo ese tiempo ha habido amigos, algo de amor, noches largas, madrugadas inolvidables, tardes en piscinas alquiladas, vacaciones en mares de otras partes; ha habido dinero, encanto, alcohol, trabajo y complicidad, diversión y confesiones de lo inconfesable. Pero ahora que se va, parece una mujer sin pasado. Es cierto que ella ha rechazado todas las ofertas recibidas para ser acompañada -en realidad sólo Ángel y su padre se ofrecieron, descontando que ella los rechazaría- y como siempre no quiere desilusionarlos y no acepta la invitación, esperando vanamente que insistan, que haya algún tipo de presión cariñosa. Pero nada de eso sucede. Espera hasta el último minuto permitido para embarcar, imaginando que quizá alguno de sus amigos o, al menos su madre, quizá su hermano menor, llegarán para despedirla por sorpresa. Pero 134


El viaje no transcurre como lo ha imaginado. En realidad Antonia Ruin no ha previsto nada pero lo que encuentra arriba del avión le abre la puerta a una realidad que apenas ha tenido en consideración. El vuelo está lleno de pasajeros que prácticamente huyen de Buenos Aires. Escucha comentarios desesperados. Parejas que se han quedado sin trabajo. Jóvenes que no quieren desperdiciar su juventud en un país que no les ofrece ni siquiera la posibilidad de luchar por el futuro. Ve con desprecio a aquellos que en su desesperanza muestran cierta tranquilidad porque cuentan con pasaportes europeos que han podido sacar gracias a abuelos o bisabuelos italianos o españoles. Los demás se ocupan mucho de mostrar un aspecto atildado, lejano a la pobreza, tienen a mano sus tarjetas de crédito y carteras donde guardan efectivo para poder eludir las preguntas incómodas de las autoridades migratorias. Antonia Ruin ni siquiera ha pensado que una cosa así estuviese

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parece que todos han resuelto obedecerla en su deseo de partir sola y sin testigos hacia Madrid. Y no tiene nada de qué quejarse. Las cosas suceden tal como las ha pedido, pero sabe que lo que ha exigido no coincide con lo que realmente quiere. Le hubiese gustado ver a la banda de sus amigos haciendo hinchada en la puerta de su casa antes de subirse al taxi y a alguno que le llevase una flor o una cartita o algo, lo que fuese, allí, al ascético Pistarini. Pero nadie va. Y así parte a Madrid, con la amarga sensación de que, sin darse cuenta, su decisión arrebatada de irse es la única posibilidad que la vida le ofrece para encontrar la estima y la valoración que en Buenos Aires no ha sabido conseguir. ¿Tan hueco ha sido todo? Por las dudas, antes de ser tragada por la puerta de embarque, lanza una mirada hacia las escaleras mecánicas, las baja vorazmente recorriéndolas con sus ojos y confirma lo que ya sabe: ninguna mano se agita para decirle adiós.

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sucediendo frente a sus narices. Ella no se parece a esas personas. Tiene otras motivaciones. Se va porque alguien la ha llamado por amor, porque un hombre la espera. Su vida es una huida hacia una aventura. Pero una aventura divertida. Se da vuelta en su asiento y se cubre los ojos con el antifaz de tela que le ha dado la línea aérea. No quiere saber nada de quienes la rodean. Ella es distinta a ellos, bien distinta. Es evidente que el grupo compacto que forman es el de aquellos a los que en la vida les toca la parte más desgraciada, maldición que Antonia Ruin nunca se ha permitido experimentar. Su vida siempre ha transcurrido por carriles exitosos y fáciles. Se acurruca más en su asiento y no puede evitar configurar un pensamiento compasivo antes de quedarse dormida: “Pobre gente”, dice para sí Antonia Ruin, muerta de miedo, ahuyentando la posibilidad del contagio con ese estado. Y no tiene idea del enorme despropósito que contiene su enunciación impune.

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TRES

-Otro más. Pide otro más. A Antonia Ruin le cuesta emborracharse. Es el quinto gin tonic de la tarde y todavía puede caminar hasta la barra sin tropezarse y, sobretodo, distinguir entre el sabor de un Lario´s y el de un Bombay. -De Bombay, ya sabés. Nunca tomo ese otro -le recuerda a la camarera que, desde hace varios días, la atiende en ese bar oscuro madrileño de la calle Huertas pero que, cada vez que le parece posible, intenta venderle un trago más barato como si se tratase de uno caro. Como en ese momento. Antonia Ruin no sabe exactamente cuál es el beneficio de la mujer porque está claro que trabaja por un sueldo fijo más las propinas -y ella le deja siempre una buena cantidad-, de modo que supone que ése es su método nada sutil de controlar su grado de alerta. -Mi grado de alerta es muy alto- le suelta Antonia, siguiendo con mucha concentración y exclusivamente el hilo de sus pensamientos. La mujer apenas levanta las cejas y le sonríe, dejando ver su diente incisivo de platino o quizá consista en emplomadura común, eso Antonia Ruin no lo puede distinguir ni sobria ni borracha. El diente

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falso luce en el costado izquierdo de la boca de la mujer como si fuese otro detalle más de su recargado maquillaje. Desde detrás del mostrador, continúa sonriéndole con los labios semiabiertos, sin quitarle la vista de encima, entrecerrando sus ojos negros con los párpados sombreados de verde que no sonríen. Le echa gin -Antonia comprueba que efectivamente se trata de un Bombay- en un vaso tubo con tres cubitos de hielo y media rodaja de limón. -Sólo dos, por favor -murmura Antonia, sabiendo que se está poniendo pesada. La mujer retira el hielo de más con una pinza y enseguida abre la tónica. Antonia no espera a que se la sirva y se levanta de la mesa para pagarle. Así, de pie, bebe el trago atolondradamente. No le resulta sencillo. Quizá premiando su esfuerzo sobre su trabajo, le deja exactamente dos monedas más que las acostumbradas y sale del bar. Antes de cruzar la puerta, vuelve su mirada sobre el rincón que la ha cobijado durante esos días, a lo largo de todas sus tardes: una mesa mediana y de madera con un butacón de cuero marrón ubicados junto a un ventanal que da justamente allí donde la calle Huertas casi se junta con Moratín. Su mirada minuciosa le hace saber que a ese lugar ya no volverá. Después de todo no ha logrado escribir ni una sola línea en el diario. Y eso es lo único importante: que pueda escribir, antes de que se haga tarde o antes de que vuelva a olvidarlo. Otro bar. No puede ver en qué calle se encuentra. Antonia Ruin se preocupa, sabe que tiene que estar atenta, apurarse para evitar conjuntos de palabras anodinas que arman frases imprecisas que no serán de ninguna ayuda allí cuando la memoria vuelva a aguijonearla por la espalda. Lo ha decidido, tratará de estar más 138


“Un bar y una camarera con un diente brillante, nada más. No sé porqué no escribo cuando tengo el primer impulso, después sólo me quedan retazos que no podría jurar cuánto tienen de verdadero. Siento un malestar que, parece, ya se instaló en el medio de mi pecho para no soltarme más. Un hombre me abandonó una vez y me volvió a abandonar hace minutos. Eso sí puedo recordarlo. Repitió una escena que había jugado muchos años atrás. Pero ahora me resulta inexplicable. Desolada es poco. Camino por la ciudad y cada vez que me siento abatida, entro a un bar y me pido algo. Me cuesta escribir. El gin tonic me deprime más de lo debido y se lleva mi voluntad que, cada vez, parece más frágil. No tengo deseos de hablar con nadie. Sólo de vagar por las calles hasta encontrarlo. Voy a escribir esta oración hasta terminar el cuaderno: ’La espera no ha terminado’.”

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atenta. Vuelve a dar cuenta del lugar, de la fecha y de su nombre y continúa escribiendo rápido. Relee y sabe que hay algo que ya se ha escapado para siempre:

Martín Biel se siente muy feliz esa mañana. Acaba de desayunar una taza grande de café negro y dos tostadas con mermelada de membrillo. Luego se prepara su habitual kit de vitaminas. Considera tomarse también un ansiolítico pero lo descarta. A pesar de su porte de hombre avasallante y seguro, se siente nervioso. Desecha las pastillas y bebe dos medidas abundantes de whisky, para entrar en calor, para calmarse. Después de ocho años va a reencontrarse con Antonia. Tiene planes para los dos. Por fin ha podido poner sus deseos en acción, por fin ha podido quitarse los miedos. Se está animando a cumplir un sueño. Un mes antes había liquidado todos sus bienes -su piso de Madrid en el barrio de Argüelles, su participación en el estudio de ar139


quitectura y diseño que ayudó fundar y algunas acciones puestas aquí y allá- logrando reunir una suma considerable de dinero que les permitiría comprarse una casa algo menos que modesta en alguna playa de Andalucía, el sitio que más ama de España. Martín Biel siempre sintió curiosidad por las fronteras y ahora quiere pasar el resto de sus días en una donde se divise un mundo cercano pero a la vez totalmente diverso. No trabajará más, su propio dinero lo hará en su lugar. Él se concentrará en pintar y Antonia podrá hacer lo que se le antoje. Es joven para retirarse. Pero, por qué obedecer lo que la sociedad manda si él puede hacerlo ahora. Y lo hará. Es muy propio del carácter de Martín Biel, egoísta y manipulador, tomar ese tipo de decisiones e involucrar al prójimo sin previa consulta. Ya ha planeado un futuro con Antonia sin preguntarle cuál es su opinión. Quiere sorprenderla, necesita volver a seducirla. El hombre débil e inseguro que estuvo junto a ella en Buenos Aires ahora vuelve convertido en el hombre que Martín cree que Antonia siempre ha merecido. Después de ella no hubo amor, sólo una sucesión de mujeres, apenas puede recordar el nombre de dos de ellas, pero eso no tiene ninguna importancia. En el mientras tanto -entre Antonia y hoy, ahora mismo- hubo mucho trabajo, mucho dinero y mucha voluntad. La misma que ahora lo decide a transformar lo conseguido y convertirlo en aquello que cree que es lo único por lo que vale la pena vivir: su amor y sus últimos años de juventud y el placer de hacer sólo lo que le sale de las tripas. Tiene todas sus pertenencias cargadas en el coche con el que la recogerá en Barajas y, de allí, se irán directamente a Andalucía, -quizá al Sahara de los Atunes- a buscar un lugar donde reiniciar sus vidas. 140


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Ha reducido todas sus pertenencias a dos maletas, cargadas de libros, pinceles y lápices que fue comprando a lo largo de los años en Madrid, cuando creía que esta ilusión era sólo una idea inalcanzable que jamás se atrevería a vivir. Pero no, está sucediendo. Martín Biel sabe desde siempre, desde aquella tarde en El Tigre con el agua contaminada, los besos y el vino tinto, que el amor de Antonia puede resistir el paso de los años. Así de fuerte es su prepotencia. Ha abandonado a Antonia por pura impunidad y con el mismo despotismo, sin culpas, la ha llamado para armar junto a ella lo que queda del tiempo. Actúa como un nene caprichoso pero no necesita insistir ni patalear porque Antonia no ofrece resistencia. Encuentra más de lo que espera: una mujer ciegamente dispuesta y todavía enamorada. Nunca nadie lo ha querido con tanta incondicionalidad y por tanto tiempo a pesar de las contradicciones. No tiene idea de cómo será el aspecto de Antonia ahora, luego de los ocho años de separación. Pero el amor de ella le alcanza para cubrir su vanidad. En eso piensa, en el pelo moreno y lacio de la mujer que dejó, se pregunta si todavía será así; recuerda su lunar inconfundible, la profundidad de su mirada, la aspereza de su piel joven; piensa en el empecinado malhumor de ella, siempre rescatado por esa sonrisa sexy como ninguna otra: unos dientes desparejos, una boca de labios gruesos. Martín Biel se concentra, trata de escuchar otra vez esa risa mientras conduce su Volvo por la M30 camino al aeropuerto y no lo ve. Un camión ha frenado con brusquedad a pocos metros de distancia y los doscientos kilómetros por hora que Martín Biel ha enarbolado para acortar la distancia que lo separan de Antonia lo conducen, ahora, debajo del camión que devora el Volvo y ahoga la vida de Martín Biel que muere instantáneamente, con el rumor de esa risa tan querida que por fin ha recordado. Se va de este mundo, sintiéndose tontamente feliz y sin darse cuenta de nada.

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“No había ni amor, ni ilusiones, ni promesas esperándome. Martín nunca vino a buscarme. Sólo la desolación de Barajas esa mañana muy temprano, cuando todo debía ser otra cosa. Lo esperé dos horas frente a la salida de los vuelos internacionales por lo cual estaba segura de que si no aparecía por allí no aparecería por ninguna parte. Y no apareció. Luego de mi larga espera hice una interminable cola para tomar un taxi. Mientras esperaba, pensaba a dónde decirle que me llevase. No tenía amigos en Madrid, todos aquellos que había conocido una vez ya habían vuelto a Buenos Aires ahogados en su melancolía. Sin embargo, conocía bastante bien la ciudad y con mi pequeño equipaje, cuando por fin conseguí montarme a un taxi, le pedí al conductor que me llevase a la zona de la Plaza Santa Ana, recordaba algunos hostales y esperaba conseguir un sitio acogedor que me dejara pensar cómo seguir. Venía completamente concentrada en mi desgracia, totalmente absorbida por cómo las cosas habían sucedido de un modo tan inesperado, cuando tuve que salir de mí para ser testigo de una desventura probablemente mayor. Era, por cierto definitiva, y era también un mal presagio. El taxi se deslizó, lento, frente a un hombre que acababa de morir en la autopista –en dirección contraria a la nuestra pero, igual, su muerte lo había invadido todo-. Había sido atrapado por los hierros retorcidos y mortales de un camión gigante. Una sábana cubría su cuerpo y sólo sobresalían sus pies calzados con unas botas inconfundiblemente masculinas que, por milagro, se mantuvieron impecables. La ciudad no me estaba dando la bienvenida. Hacía algo más de dos horas que había llegado y ya había sido abandonada y ya había visto un cadáver que intuía destrozado. Poco después me enteré que ese día había sido el más frío de aquel invierno. Llegué a la Plaza Santa Ana y me ubiqué en un hotelito nuevo, parecía respetable y ofrecía un buen precio. Me di una ducha 142


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eterna y me puse la ropa más abrigada que me había llevado. Unas medias largas de lana, borceguíes negros, un par de jeans viejos, una camiseta blanca y un abrigo de piel de cordero verdadero, nunca me gustaron las pieles falsas. Deseché un gorro, me puse unos guantes negros de lana y salí a rastrear a Martín. Lo busqué en todos los sitios posibles pero los había abandonado misteriosamente dos días antes de mi llegada. Luego de la búsqueda, los silencios, las incertidumbres, me encerré en el hotel decidida a salir a buscarlo cada día y así marqué una rutina: salir a la calle cuando me despertarse, barrer la ciudad barrio por barrio y terminar el día en ese bar de la calle Moratín intentando escribir los resultados de mi búsqueda y sólo logrando emborracharme. Meterme en la cama, dormir con el sopor del alcohol en el cuerpo. Despertarme y volver a salir y nuevamente la calle y el bar y los tragos y la cama. Hasta que a los pocos días se rompió la sordidez de mi automatismo y no porque yo lo hubiese elegido.” El sonido del teléfono la despierta. Por unos segundos no sabe donde está, encuentra su reloj sobre la mesa de luz. Son las dos de la tarde y recuerda que está en Madrid y que Martín Biel la ha abandonado. Por fin, con algo de esperanza fatua, levanta, ansiosa, el auricular. La sorprende escuchar la voz de Ángel Wicz. Y toda la frustración le estalla en la cabeza. Espera que no la acorrale, que no la presione, que no le haga demandas que ella no está en condiciones de cumplir. En cambio, escucha una cosa bien distinta, unas palabras para las que no está preparada. -Siento mucho lo de Martín. Antonia no responde. No le parece posible que Ángel pueda saber que no encontró a Martín. Pero Ángel, jactándose de la impunidad que le da poseer una verdad que Antonia desconoce, sigue adelante.

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-La familia está desolada. Yo pensé que volverías con él. Es un modo de decir -comenta Ángel, insidioso. Antonia no termina de entender y lo deja hablar, ofreciéndole su silencio. No es una estrategia para ignorarlo, es que no imagina ni comprende de qué le está hablando. No tiene tiempo de hacerse ninguna idea, porque el silencio que para Antonia es una pausa larga, sólo tiene que ver con su morosa percepción del tiempo. En realidad, Ángel no espera que Antonia diga nada y sigue hablándole, como si lo que va a decirle fuese su mejor venganza. -Ahora estoy yendo para el cementerio. ¿Necesitás algo? Y es así como Antonia Ruin se entera de que Martín Biel ha muerto en la M30 mientras corría a buscarla al aeropuerto. No la ha abandonado, finalmente. Ha hecho algo mucho peor, se ha muerto. Antonia deja el teléfono descolgado, toma su maleta y se va del hotel. No se quedará ni un segundo más en Madrid. Era el territorio de su futuro con Martín y ese tiempo ya no podrá conjugarse. Aunque no pueda respirar porque la rabia le roba todo el aire, sólo sabe una cosa: no quiere morirse. Antonia Ruin está segura de que nada podrá enmendar lo que fatalmente la he sucedido. Tiene que moverse, cambiar el paisaje, de idioma, de colores. Mientras camina por Madrid despreciando cada baldosa porque sabe que no volverá a pisarla, que sus huellas están borrando un pedazo de vida que le es negado, decide, un poco alocadamente, con la irracionalidad de toda la situación, partir rumbo a Venecia, no falta tanto para el carnaval. Quiere mezclarse entre las disfraces. Si hace el viaje en autobús, llegará poco antes de los festejos que para ella podrán convertirse en su manera particular de despedirse de Martín Biel. Se arrastrará, enmascarada, por la ciudad, tirará la carta de Martín en el Gran Canal, se emborrachará y gritará su nombre en la 144


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Piazza San Marco, se revolcará sobre las playas del Lido metiéndose los dedos en la vagina, lo más adentro posible, mezclará el goce con el dolor, celebrará su despedida una y otra vez hasta que la mención del nombre -“Martín, Martín Biel”- no roce el enojo que ahora la enloquece. Parte esa misma tarde desde la estación de autobuses de Méndez Álvaro en un micro que en cincuenta y tres horas la dejará en Venecia. Cuando lo decide está caminando por la Gran Vía. Baja al metro. Corre para tomar un tren que cierra la puerta casi golpeándole la cara. ¿Cómo será el cuerpo muerto de Martín? ¿En qué estado se encontrará el rostro armonioso que tanto ha amado? Llega el siguiente tren, Antonia Ruin se sube casi empujada por la multitud que se ha juntado sin que ella lo advirtiese mientras esperaba. Un rostro deforme. Una voz que no volverá a escuchar. Los abrazos robados, las escenas de amor perdidas, el hombre esperado que ya será sólo polvo y cenizas o algo mucho peor. Se baja del metro. Martín, mejor dicho, la idea de Martín, sigue invadiendo sus pensamientos: ahora son sólo destellos de su rostro en momentos inventados; ahora, allí junto a ella, el otro día en el aeropuerto, el beso del encuentro; el frío enrojeciéndole las mejillas en largas caminatas por el Retiro, una cama invadida por sus cuerpos desnudos y la mirada de Martín que se mete en la de ella. Antonia hace un esfuerzo y dice basta y entonces todo el ruido de la estación de autobuses le estalla en los oídos y las personas reales con las que se cruza parecen meteoritos que en cualquier momento podrán incrustarse contra ella y siente que su maleta es más pesada de lo que es. Con mucho esfuerzo logra ubicar su autobús. Se sube. Encuentra su asiento. Se acomoda. Sólo cuando el micro arranca, una lágrima se concede el derecho de rasurarle la mejilla como una pequeña navaja afilada con esmero. No hay sangre, sólo una herida invisible y falsamente inocua. No siente

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deseos de estar en ese entierro, ni de ver el cuerpo de Martín, ni tampoco quiere conocer su tumba. Ese sería su lugar pero ella irá a otro. Armará su funeral privado entre los canales y las góndolas, derretirá su dolor en la euforia fabricada de la fiesta sagrada y pagana del carnaval helado. Se despide de la ciudad mirando por la ventanilla las calles malditas, las de su vida anulada; murmura las imprecaciones que le dicta su ira. Sabe que un cambio de escenario no modificará nada y, sobre todo, no resucitará a Martín Biel. Estará muerto. En Madrid y en Venecia y en todas partes.

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CUATRO

Antonia Ruin está agotada. La memoria disparada hacia atrás le exige mucho esfuerzo y la coloca en un tornado de abismo y oscuridad. En su casa italiana, en su estudio desordenado, los cuadernos se apilan sobre el tablero abandonado donde ha decidido colocarlos, luego de finalizar una lectura intermitente de los dos primeros. Reconoce, con extremo dolor, que no tiene rastros de Martín Biel en su memoria, ni en su cuerpo. No recuerda el sabor de su piel ni la alegría de ese domingo en el Tigre, tan detalladamente descripto en el cuaderno, en el que las hojas que abarca el relato aparecen abusadas por los signos de admiración un poco infantiles. Le gustaría poder encontrar alguna imagen en su cabeza perdida. Tampoco recuerda el olor a alcohol y a abandono de esos días agobiantes en Madrid. Decide aprovechar esta racha donde la memoria no le juega una mala pasada y parece permeable a asimilar parte de su pasado, permitiéndole que se lo quede con ella, que por fin vuelva a grabársele para tenerlo como un tesoro o como una pesadilla, que luego se podrá sacudir. Pero antes tiene que saber. No quiere ser rehén pero tampoco le gusta la idea de la inocencia cómoda del olvido, instalado, ahora ya puede intuirlo,

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como una forma básica de autodefensa. Pero, ¿de qué se defiende? ¿De lo que le pasó o de lo que le está pasando? ¿Por qué no llegó a Venecia? ¿O tampoco lo recuerda? Decide dejar una marca en el cuaderno que va leyendo para así, en los minutos benditos del recuerdo, poder seguirse el rastro. A pesar de los tristes descubrimientos del día, la posibilidad de la memoria alargada le acerca algo de tranquilidad. Un breve descanso. Sin embargo, todo ha sido una excepción, pronto va a sucederle. Esa tarde la efímera pausa diaria en que siempre recuerda que olvida se extiende para brindarle una esperanza falsa de la que ni siquiera sospecha. Sale del estudio, decidida a encarar a Franco y a hacerle preguntas concretas sobre su pasado: le da curiosidad saber cómo empezaron su relación, más allá del vínculo cliente-abogado, necesita tener claro por qué viven juntos allí, qué delito cometió. Antonia se llena de porqués igual que una nena de dos años. Le urge saber más. Este torbellino de memoria la pone hambrienta de sí misma y se levanta, dispuesta a enfrentar a Franco de una vez. Acomoda los cuadernos, los quiere apilar en orden y es allí cuando se da cuenta que todos están señalados con el número uno. El descubrimiento le produce un temblequeo en las manos. Los cuadernos caen al piso como una catarata salvaje, algunos pierden hojas y convierten el suelo en un revoltijo de papeles enmarañados y desafiantes. Se desbarata la señal que minutos antes marcó en uno de ellos. Un embudo la succiona. Ahora ya no sabe qué sucedió primero y qué sucedió después, aunque no debería haberle costado demasiado deducir la lógica de los acontecimientos porque su narración cuenta con una progresión hacia delante por más que los malditos números uno estén ahí para confundirla y que algunas hojas se hayan escapado de su sitio. Pero no es momento para que logre hacer ese razonamiento. 148


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El descubrimiento la descoloca, cree entrever un complot, no sabe porqué le viene esa idea con una fuerza implacable y su decisión de hablar con Franco se hace todavía más necesaria. Sospecha. Sale de su estudio, por fin, hecha una furia, dispuesta a pedir explicaciones en el medio del vacío, del piso que se mueve, de la consternación que no logra enceguecerla, pero apenas entra en la sala vuelve la oscuridad y apenas reconoce el lugar, no hay trazos de las preguntas que tejió segundos antes. Todo vuelve a ser desconcierto. Camina tanteando y observa, azorada, al hombre que mira la televisión en el momento en que se vuelve hacia a ella y le sonríe cansinamente. Franco está mirando una retransmisión del Festival de San Remo mientras, con el mando, va y viene de la imagen de alguna cantante ridículamente vestida y extraordinariamente maquillada a las noticias que le escupe el teletexto. -¿Qué pasa, Antonia? -quiere saber. Y Antonia hasta se olvida de cómo se pronuncian las palabras, las tiene listas en la punta de la lengua, esperando apretadas por salir a la primera orden que dé su cerebro pero no puede abrir la boca. Se sienta junto al hombre que ahora desconoce por completo, sólo guarda, como un patrón que se repite, su desconfianza hacia él. Como una herida que debe tener en alguna parte, como si él se la hubiese propinado por la espalda. No lo sabe. Es una idea, quizá un invento, una mala jugada de su imaginación, pero puede oler la sangre y siente una punzada aguda a la altura de su riñón derecho. Cree que va a desmayarse. -¿Qué pasa? -vuelve a preguntar Franco. Antonia se sienta esbozando una sonrisa que parece un escudo ante ese hombre que ahora también le da miedo. No se desvanece, parece recuperar fuerzas. Y por fin le salen algunas palabras vagas que no había planeado pronunciar y que apenas llega a comprender. -¿Cómo fue?

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Franco se pone de pie, lo alerta la posibilidad de que haya llegado el momento tan temido por él: aquél en el que Antonia consiga recordarlo todo. Quizá no tendría que preocuparse tanto, quizá sea más fácil de este modo. Pero si así fuese, ella podría irse y si bien no es ella su prioridad, Antonia tiene algo único que él quiere a toda costa. Ella todavía no lo sabe, no puede darse cuenta. Pronto tendrá que decírselo. Por el momento, Franco calla y sólo se pone de pie, se le acerca, le acaricia la cabeza y trata de calmarla, a la vez que intenta asegurarse cuánto ha logrado recordar hoy y, sobre todo, cuánto ha logrado retener, si ha llegado a un punto que puede desbaratar sus planes. -¿Estuviste dibujando? -le pregunta, como para tantearla. -¿Dibujando? -se asombra Antonia Ruin-. Vengo de allí adentro, creo -afirma, señalando, con incertidumbre, la puerta cerrada del estudio. Y Franco sabe que está perdida como siempre, que nada ha quedado en su memoria. Se le acerca aún más y le extiende la mano, invitándola a levantarse. -Vamos, te preparo un baño y se te pasa el cansancio. Antonia se pone de pie, le obedece, y trata de entender de dónde viene ese terror súbito que ahora registra y que se apodera de ella cada vez que él le habla, la mira, o le dedica un gesto. Decide que se meterá en el agua y que olvidará lo único de lo que tiene conciencia y no se trata de cansancio, en absoluto: es el miedo -un miedo concreto- lo que la fulmina.

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CINCO

Franco es una persona minuciosa, amante de las ceremonias efectuadas con rigor y exactitud. Como si se tratase de una de ellas, es que ha organizado el baño para Antonia. Lo ha hecho despacio, con puntillosidad, buen gusto y una dosis controlable y algo malévola de sacrilegio. No se trata de la calidad del agua que va llenando lentamente la bañera, a una temperatura de treinta y nueve grados, perfectamente calculados con su termómetro acuático y que va rociando con sales de té verde mezcladas con pizcas de aceite de almendras; tampoco está relacionada con los inciensos de mirra, los dos que ha encendido a una distancia prudencial de la bañera pero lo suficientemente cerca como para que su aroma llegue a Antonia; no se encuentra en el recipiente redondo y de vidrio que llenó con agua, velas flotantes y piedras pequeñas color verde jade. El asunto del sacrilegio no puede verse en ninguno de esos procesos rituales, un poco obvios, como de revista femenina. Está encerrado en el contenido sutil de la copa de agua que ha colocado como al descuido en uno de los ángulos de la bañera. Pero la copa no tiene agua, contiene dos dedos de vino blanco seco. Cuando está todo listo, Franco permite que Antonia entre al baño.

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Antonia se desnuda como un robot, enfoca la copa y acelera aún más sus movimientos, prácticamente se arranca la bombacha y el corpiño y se sumerge en el agua exquisita -casi como una excusa- y estira la mano hacia la copa que arrebata del ángulo de la bañera en un fracción de segundo y en otra fracción de segundo se la lleva a los labios que introducen su contenido en la boca que traga el líquido en tiempo de maratón. Y Antonia quiere más y pide y Franco acude a su llamado con la botella dentro de un balde discreto y térmico y va llenando la copa a medida que Antonia la va vaciando, olvidándose de las esponjas, los geles exfoliantes, la espuma tibia, el aroma de las sales y del objetivo mismo del baño: olvidar el miedo. Así, sin la lentitud de la ceremonia preparada por Franco, más bien con la velocidad de una serpiente que repta hasta morder a su víctima, Antonia Ruin vacía la botella y es la embriaguez la que la pierde, la que siempre la ha perdido, y cuando ya la copa no tiene más liquido que algunas gotas del agua del baño que la han salpicado por puro azar, se sumerge en la bañera y olvida drásticamente, al punto de no saber siquiera donde está. Y es esa ingesta exuberante de alcohol la que ha pactado el olvido. Antonia Ruin todavía no podrá recordar que empezó como un juego en su segundo año de la universidad, cuando se trenzaba en carreras de cerveza con Martín Biel. Sí, Martín Biel también aparece en ese rito iniciático que se convertirá en su suero del olvido. Otra vez, Martín Biel, primero el hombre, luego el recuerdo, finalmente la idea de él. Fuera lo que fuese, en la vida de Antonia Ruin, todas las dimensiones de ese hombre se instalan en la causa-efecto de cada respiro. Y no hay ni habrá remedio. No es la primera vez que sucede, allí, entre esas paredes. Franco le clava la mirada en sus ojos distraídos de toda la realidad que la rodea, la saca de la bañera alzándola como si fuese una joya 152


Cuando la ve en la sala de visitas de la cárcel parece otra mujer. Antonia Ruin está detenida en el penal de alta seguridad de Marassi; allí donde encierran a las madres asesinas, a las mujeres de los capo mafia y a las estafadoras capaces de licuar millones de euros y producir quiebras en cadena y la ruina de miles de familias entre inversores y trabajadores. En el despliegue de esa fauna, Antonia se destaca no sólo por ser extranjera sino por el empeño inescrupuloso de defenderse sin negar o confirmar su culpabilidad. Non sono stata io, una frase muy común, pronunciada como un lamento por las presas italianas, representa un compendio de palabras que ni a latigazos podrían obligarla a pronunciar. Por ese entonces, Antonia lleva el pelo corto y parece más robusta. Su aspecto estalla, feroz y temerario, en un revoltijo de carne tonificada, quemada por el sol, lastimada por torturas secretas. Lo enfatiza un rostro envilecido por el tormento -la muerte de Martín, la presión de la culpa, la traición del desconocido, el vértigo calándole los pasos- y lo remata su tono de voz: preciso y susurrante, pero imperativo y amenazante a la vez. Como si no cumplir con sus deseos pudiese poner realmente en peligro la vida de quien se atreva a desobedecer. No es que se jacte de una red de matones dispuestos a asesinar por ella fuera del penal. Franco ya sabe que

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frágil y cara, la envuelve con una toalla mórbida. La sienta en una banqueta que ha puesto junto a la ventana del baño y comienza a secarla con otra toalla tan blanca y mullida como aquella que ha usado para cubrirla. Antonia Ruin lanza un eructo desenfadado, inevitable -el baño se llena del olor al vino blanco ahora rancio- y le sonríe. Él le devuelve la sonrisa y se siente miserable pero sabe que es la única manera de que todo lo que quiere en el mundo se quede con él, aunque Antonia -que configura la causa de ese todo- deba ser desterrada de su propia vida, de la de ella.

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Antonia Ruin es capaz de clavarle con fiereza y precisión el alambre del armazón de su corpiño en alguno de sus ojos o quizá en el estomago, o lanzarle una dentellada mortal si se niega a alguno de sus pedidos. No tiene ni que mencionarlo. Basta con que lo mire con esos ojos forzadamente concentrados, completamente alejados de la mirada hueca que enfrenta ahora cada día, ligeramente atormentado por la culpa pero con la certeza de la tarea cumplida. Antonia finalmente es libre, o al menos, no padece años de condena en ninguna cárcel. Tiene un expediente inmaculado. Franco lo ha licuado para ella, por el sentimiento atormentado que se apoderó de él apenas la conoció y comprende que, por tenerla a su merced, será capaz de hacer lo que deba hacerse. Sólo hay dos objetivos a respetar: un deseo de Antonia, recuperar su libertad y una necesidad de Franco: Antonia, toda Antonia, en cualquier estado, bajo cualquier condición. Toda Antonia para él.

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SEIS

El autobús en que Antonia Ruin se sube en Madrid desanda las carreteras con una lentitud exasperante y se detiene estrictamente cada dos horas en alguna gasolinera donde los conductores -dos, que se turnan cada tres paradas- beben cerveza y devoran la especialidad de la región. A la quinta parada Antonia se harta y empieza a pensar que todo ha sido una mala idea: alejarse de Madrid, no volver a Buenos Aires para enterrar a Martín, pensar en un loco adiós solitario y teatral en Venecia, donde infinidad de parejas que se aman o fingen amarse la horrorizarán con sus demostraciones exaltadas de afecto, contribuyendo a abrir aún más su herida, remarcando la evidencia de la retirada indecorosa e inoportuna de Martín Biel. Como en un solitario acto de rebeldía, Antonia no se baja en ninguna de las paradas pero es precisamente en la quinta donde su hartazgo, que la fulmina y su vejiga, a punto de explotar, no le dejan otra alternativa. Así se encuentra, luego de una veloz visita a los baños, pidiendo un vodka con hielo en las afueras de un pueblo francés que, según puede escuchar en las voces excitadas de sus compañeros de viaje, se encuentra muy cerca de la Costa Azul. Le sirven un

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vodka de una marca que jamás probó en un inadecuado vaso de plástico. Lo bebe lo más lentamente que puede, atormentándose con sus pensamientos. En el medio de ese hastío y de esos avatares de pesadumbre es que se cruza por primera vez con Franco. Lo ve bajar de su auto desde los ventanales del parador. Le gusta su manera segura de caminar, su mirada ciega dirigida hacia delante como si siempre frente a sus ojos hubiese un muro por derribar, le cae bien su chaqueta de jean algo pasada de moda y sus pantalones grises. No le parece peligroso. Espera que entre para confirmar su impresión capturada a la distancia. Y es así: manso, opaco, inofensivo. Al menos eso parece. Escucha su voz: firme, amable, quizá excesivamente cordial en el momento de pedir un capuchino en italiano, la lengua que habla. Antonia urde en pocos minutos cómo puede ser el próximo trayecto de su vida y cómo puede desandar esa ruta equivocada que está emprendiendo. No es más loca que la idea de ir a Venecia a cumplir un rito que ahora la avergüenza. Su autobús está por partir; sin cordialidad, los conductores convocan a los viajantes como si fuesen ovejas descarriadas. Antonia no duda. Corre al autobús, recoge su bolso y decide que no volverá a subir. Franco lamenta la partida de la mujer, por unos segundos piensa que no pertenece a esa banda de viajantes que atraviesan toda Europa amontonados en un autobús. Franco ha reparado en Antonia apenas entra al parador. La encuentra observándolo y, aunque no le responde a la sonrisa que él le dedica, nota cómo le clava la mirada, casi con insolencia. A su pesar, le gusta la mujer que ve y tan rápido como se va tras la llamada de los conductores del autobús, decide que es mejor olvidarla. Ya lo sabe, esa clase de mujeres no son para él y, aunque lo fuesen, ya no le interesan. 156


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Por eso cuando la ve regresar al parador con su bolso colgado del hombro apenas se atreve a imaginar que él podría ser la razón de su regreso. Sin embargo, vuelve a dedicarle otra sonrisa. Esta vez Antonia lo sigue mirando con la misma violencia pero también le sonríe y se detiene a su lado. -Vamos -sugiere Antonia Ruin en un tono que parece más una orden que una invitación. -¿A dónde? -quiere saber Franco que se alerta ante el atrevimiento de la mujer y empieza a considerar la posibilidad de que le pida dinero para ofrecerle algún favor sexual. -A la Costa Azul -dice Antonia, sin saber muy bien qué significa ese lugar y esas palabras, pero le suenan adecuadas. Franco paga su capuchino y le hace una seña con la cabeza a Antonia para invitarla a salir. Se van. Se suben al coche de Franco. Viajan con la mirada clavada en la autopista. Sin decirse una palabra, llegan en menos de una hora a Niza. Está amaneciendo y Antonia Ruin no ha visto nunca un paisaje tan sobrecogedor. Las luces de las calles todavía permanecen encendidas y permiten entrever construcciones bajas, una verdadera conjunción de sobriedad y exquisitez. Las montañas breves se despegan de un cielo que empieza a clarear sin abandonar las estrellas, prometiendo un celeste intenso. El mar azul arma la costa sinuosa que es bordeada por un boulevard provocativamente solitario y blanco. El lujo es ese paisaje tan naturalmente bello. La perfección, sin embargo, no la hipnotiza ni la congela. Antonia piensa en Martín Biel y en cuánto le gustaría que fuese él y no ese desconocido, el que en ese momento se sienta a su lado, el hombre al volante del auto. Franco le agradece a Antonia su silencio, valora la ausencia de preguntas, la inexistencia de ansiedad, de pedidos, de sugerencias. Franco se siente inmediatamente provocado por la mujer y

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por su imprudencia. Piensa que siempre habrá un modo para que ella pueda quedarse a su lado. Será su apuesta. Ahora mismo está preparado para poner en juego algo más que su sonrisa. Detiene el coche en el Boulevard des Anglais y decide que es un buen momento para pasear por la playa. Pero antes de decírselo a ella necesita saber una cosa. ¿Cómo te llamas? -pregunta Franco en un español casi perfecto, tan perfecto como las escasas palabras que le dedicó antes. -Antonia Ruin- responde Antonia, mientras se baja del coche y corre a la playa. Franco la sigue y la abraza y le busca la boca y la besa. Antonia responde con entusiasmo fingido porque ese hombre le da asco. Se esfuerza por no dar un respingo. No le gustan el temblor de sus manos, las imprecisiones de su lengua, la ansiedad reprimida de sus labios, el arrebato de su abrazo torpe. Sin embargo, nada de eso le importa. El asco es un precio bajo por lo que ya ha conseguido. Finalmente el hombre se lo merece. La ha sacado del medio de la nada, ahora está en una ciudad. Podrá retomar su camino y el desconocido será una anécdota que apenas recordará. Un tenue roce la despierta. Está extendida en la playa, tiene frío aunque puede sentir un sol vaporoso sobre la piel. Su ropa está a su lado, hecha un montoncito, apenas recuerda cómo se la sacó. Tiene los zapatos puestos. Siente una lengua que lame con desesperación los contornos de su vulva. Reprime una arcada y apenas se incorpora para detener a Franco. En una mirada urgente lo descubre: no es Franco, no hay rastros de él. Un desconocido es el que se apropia de su cuerpo aprovechando la comodidad de su sueño. Entonces sí se incorpora empujando su cuerpo hacia atrás, para alejar al hombre, pero el hombre se mueve más rápido o eso le parece al principio y ya avanza sobre Antonia 158


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para taparle la boca que empieza a esbozar un grito. Antonia percibe el gusto a sal de la mano intrusa y grande que la oprime con fiereza mientras a la vez le empuja la cabeza sobre la arena, machacándola contra ella. Una, dos veces. Entonces Antonia finge quedarse quieta. Podría morderle la mano, pero no lo hace. Ahora siente la respiración agitada del hombre que roza su rostro con el de ella y, ayudado por la mano que le queda libre, intenta penetrar a Antonia. Pero Antonia ya ha manoteado su corpiño, lo ha desmenuzado con una velocidad inhumana y antes que el hombre pueda meterse en su cuerpo, Antonia le clava con ferocidad el alambre que arqueaba la taza de su sujetador. Y el hombre suelta la mano, instintivamente se toca el cuello, porque es allí donde Antonia ha dirigido su furia y ahora con el zapato que acaba de quitarse le golpea los genitales. Una, dos, tres, cuatro, cien veces, millones de veces, hasta destrozárselos. Y el hombre grita, la sangre, que parece salir de todas partes, le quita fuerzas y apenas puede defenderse. Agita las piernas con patetismo, sólo un poco, como si nadase cross en el aire. Antonia lo tiene a su merced y deposita en él la fuerza de su defensa legítima pero también el odio de sus frustraciones recientes. El hombre sigue gritando y su grito ya es un alarido que Antonia desprecia. Y la playa, que estaba vacía, en pocos segundos se transforma en un pedestal de curiosos. Entre los que han acudido a la agonía del grito, se encuentra Franco que sostiene entre las manos, imperturbable, dos helados. Antonia lo mira con el odio todavía calado en su mirada, que se cruza con su incredulidad. Él sólo valora lo que ve: Antonia desnuda junto a un hombre que se desangra, un hombre que parece muerto, asesinado por Antonia, un hombre al que media hora antes Franco le había pagado para que la violase.

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Antonia no sabe cuándo sucede, pero ya no está en Niza. La playa en la que amanece sola y desnuda con un hombre hurgando entre sus piernas corresponde a un paraje retirado de Imperia, ciudad en la que luego sabrá que vive Franco. Los carabinieri no tardan en llegar y en llevársela luego de ofrecerle una manta para que se cubra el cuerpo. Primero la indagan durante dos horas en una comisaría y todo es muy difícil porque Antonia no entiende lo que le preguntan -no es una cuestión de inteligencia, es que simplemente aún no habla italiano- y los carabinieri tampoco comprenden español, aunque de nada les valdría porque Antonia calla. Su coartada es el silencio. Se cabeza viaja al último momento que recuerda: la llegada a Niza, la playa y el beso inmundo. Luego todo es un agujero insondable. Sabe que mató para defenderse de un ultraje, poco más podría decirles en cualquier lengua a esos hombres que la hostigan. Es así como deciden llevarla a la cárcel de Marassi. La transportan hasta un furgón que parece blindado y con unas rejas mínimas por las cuales Antonia Ruin imagina, con pesar, que apenas entrará algo de luz. En el trayecto hacia el furgón alcanza a ver a Franco sentado frente a uno de los escritorios hablando con un hombre que parece el jefe del destacamento. Antonia Ruin se para en seco, aunque los dos policías que la custodian intentan que camine, tomándola cada uno de un brazo y empujándola hacia fuera, hacia el furgón-cárcel. Antonia le grita a Franco que le explique. Le exige que le diga porqué la dejó desnuda en esa playa, le pregunta cómo llegó hasta allí, quiere saber porqué, quiere saber qué está haciendo ahora en ese lugar, quiere saber si él envió al hombre. Quiere saber. Desea seguir preguntando pero los policías la amordazan con un trapo sucio e improvisado y a Antonia sólo le queda la furia, el desconcierto y la determinación de no moverse hasta que Franco le responda. Tanto es así que los hombres, al cabo de 160


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unos minutos, deben alzarla para llevársela y Antonia Ruin repite el pataleo patético del hombre que ha matado. Ahora son sus piernas las que reclaman atención pedaleando cross en el aire. Franco se muestra fríamente cauto, le dedica su sonrisa repetida y sigue hablando con el hombre. Su plan trascendió sus previsiones. No contaba con un muerto.

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SIETE

Una celda de un metro cuadrado se convierte en el próximo refugio de Antonia Ruin, un resguardo falso. Allí vivirá la mayor de las violencias: el acoso de sí misma. En ese espacio mínimo donde sólo puede estar sentada o recostada sobre el piso manchado y frío colocando su cuerpo en una apretada diagonal, transita cinco días solitarios y engañosamente silenciosos, apenas interrumpidos por la aparición de una mano de uñas carcomidas. La mano que una vez al día deposita en un rincón de la celda una especie de cacharro con algo que podría ser un guiso, una sopa o un vómito. Antonia Ruin no lo sabe con exactitud, ni lo sabrá, porque jamás lo prueba y resiste el hambre y la sed con un estoicismo que no sabía que poseía. Su ropa se mancha con todo lo que segrega su cuerpo porque no le permiten salir de ese cuadrado inhóspito aunque ella lo pide una y otra vez, convirtiendo ese ruego en su única claudicación. Y su cuerpo se adapta y al mismo tiempo se libera. Y así permanece Antonia, empapada por sus propios excrementos que la envuelven con el perfume personalizado de su encierro. Sudor, orín, materia fecal se mezclan y arman el fango donde reposa, incómodo, su cuerpo asustado.

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Antonia sólo puede pensar. Su mente se convierte en un martillo que no deja de golpearla sin permitirle descansar. Olvida lo que es el sueño, parece no necesitarlo. Sus ojos no se cierran nunca, se clavan en las paredes húmedas, en el piso roñoso, en algún recorte de su piel seca y agrietada. Apenas pestañea. A lo largo de esos cinco días interminables -hasta ese momento un bloque de tiempo indescifrable-, Antonia amontona todo lo que produce su cabeza tratando de responder a una única pregunta que se concentra en la proyección de su futuro incierto: “¿Cómo salgo de acá?”. Y la pregunta permanece como una base musical que la aturde permanentemente y sobre ella se graban recuerdos disonantes: el rostro inescrutable del hombre que mató, el miedo por su propia reacción, la idea de que quizá podría haber salido corriendo en vez de matarlo, la certeza de que buscó el castigo y el consiguiente encierro, el estupor por haber matado, el extraño regodeo que siente en esa reclusión donde no es nadie, donde la noción de tiempo está borrada, donde debería dejar de sufrir, de desear, de pelear, de necesitar, pero no puede. Y el amor y Martín Biel y las veleidades venecianas y Buenos Aires se encuentran ahora muy lejos, como imágenes irrecuperables de un pasado que ya no cuenta. Sólo importa romper el cuadrado criminal en el que la han encerrado por la trampa que le tendió un hombre al que juzgó estúpido. Está segura de que hubo engaño. “¿Cómo voy a salir de acá? ¿Cómo voy a salir de acá? ¿Cómo voy a salir de acá? ¿Cómo voy a salir de acá?” Y cuando la pregunta está por devorarle la paciencia del silencio y la espera, la puerta se abre gracias a la mano de las uñas mordidas que, ahora, descubren la cara de una mujer alta, de piel oscura y mirada serena, prolijamente uniformada. La mujer le ofrece un vestido limpio y le informa en un español chapucero que su abogado la espera. 164


Antonia Ruin está dispuesta a escuchar sus razones. Luego lo aturdirá con las preguntas que ahora se multiplican en su cabeza. Pero Franco sólo sonríe como si sus labios estuviesen sellados en ese gesto que, por repetido, se vuelve falso y fastidioso. No abrirá la boca. O más bien lo hará cuando Antonia, agotada de percibir su silencio perturbador comience a pedirle, llena de soberbia, olvidándose de las preguntas amontonadas -cómo llegamos a esa playa, quién era el hombre, lo mandaste vos, porqué me dejaste sola en este lugar, cómo no viniste antes, por qué venís ahora, qué querés de mí, quién sos-, dejando a un lado las justificaciones -no tuve más remedio que hacer lo que hice, fue en defensa propia, es evidente, puedo demostrarlo, nunca quise matarlo, sólo frenarlo, yo soy incapaz de matar, al menos lo era, me tienen que creer, descuento que vos me creés, vos lo sabés-; deja todas esas palabras acumuladas a un lado y le ordena que la saque de allí, sabiendo que en esa ley se juega todo lo que tiene.

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Antonia se viste rápido, se pasa la mano por el pelo rasurado -le arrancaron su melena antes de confinarla en la celda-, se huele y se repugna y con saliva trata de arrancarse el olor rancio que desprende su cuerpo. La mujer no le da mucho tiempo, la saca de la celda tirando de su brazo derecho y, casi en un mismo movimiento, la esposa. De ese modo, con las manos atadas, el cuerpo adormecido, la cabeza anclada en la única pregunta y el olor que su saliva no pudo cancelar, se presenta ante su abogado y no se sorprende cuando ve que quien se ocupará de defenderla no es otro que Franco, el hombre gris a quien había creído timar en una gasolinera francesa, con quien por pena y gratitud se revolcó en una playa desierta; Franco, el mismo hombre que ahora le muestra su sonrisa maqueta, que dice que es abogado, que dice que va a defenderla.

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-Sacame de acá. Me lo debés, hijo de puta -entonces Franco vuelve a colgarse la sonrisa por unos segundos y luego su rostro se transforma en un conjunto de rasgos temibles y Antonia percibe la monstruosidad de la mutación, la verdad profunda que se clava detrás de la sonrisa tersa, porque entiende que lo que acaba de exigirle empeñará su vida entera. Y no percibe las intenciones de Franco, no entiende que su máscara sólo oculta un plan que lo avergüenza y que ha traspasado sus propios esquemas. Sólo huele su propio temor y se equivoca y en ese mínimo margen de error es por donde la vida se le escurre y la transformará en otra mujer, en una desconocida que comenzará a habitar su cuerpo que se cargará de olvido.

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OCHO

Franco maneja por la autopista a más de doscientos kilómetros por hora. La velocidad es probablemente la única cosa que le produce emoción. Hace años que ha dejado de esperar que algo nuevo lo sorprenda en el transcurso de sus días. No quiere recordar nada de lo que lo ha llevado a entregarse de ese modo, sin el esfuerzo o el compromiso de una elección, más allá de apretar el acelerador o de comprar una promiscua cantidad de fichas para jugar en los maquinitas del Casino de Montecarlo desde donde viene conduciendo ahora, tarde en la noche, hacia su villa en Imperia, en la costa norte de Italia; más allá de ejercer como una rutina banal su profesión de abogado, ganando todos los casos, los de los culpables y los de los inocentes, quizá por el extraño don de una inmaculada impunidad con la que se cargó su vida años atrás. Es tan elemental lo que le ha sucedido que no quiere rendirse ante las clamorosas evidencias. En realidad no tiene porqué. No lo desea. Franco no necesita convencerse, sabe lo que ha sucedido y ha decidido pasarlo por alto. Con inocencia, cree que su determinación alcanza para no ver, no quejarse, no sufrir, no maldecir. Cumple con los compromisos adquiridos y con los que se inventa y

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en cada ocasión lo realiza con idéntico desapego: en su despacho, en la autopista, en el casino, en las charlas ocasionales con los colegas, frente a las mujeres pagadas con las que se relaciona. De allí viene su sonrisa de muñeco que produce una poderosa combinación de desconfianza, miedo y risa. Todo es igual y forma parte de un plan medianamente optimista, casi inocuo, que lo mantiene vivo, sin sobresaltos. No le importa vencer o perder en el casino, lo entusiasma ligeramente colocar las fichas en su sitio; sabe que, como abogado, ganará todos los casos -conoce al dedillo los vericuetos de la profesión y no le teme a los sobornos-, no lo aflige que alguna mujer le cobre más de lo que se debe y le preste un servicio menos completo del prometido. En su vida sólo se trata de llenar casilleros: trabajo eficiente, diversión controlada y solitaria, sexo seguro. Y nada más, dirigirse en línea recta hacia la muerte. Cuando sucede aquello, se jura que si tiene el coraje de seguir viviendo, ni las cosas ni las personas lo inmutarán. Y hace una religión de su opacidad silenciosa y de su carácter glacial. Antonia Ruin ha entendido bien su actitud cuando lo ve por primera vez y lo toma por un hombre con un muro siempre por delante. Pero Antonia, a pesar de su fina intuición, no interpreta correctamente el objetivo de la pared: no se trata de un obstáculo a derribar, consiste apenas en una venda de piedra para que la realidad no lo distraiga en ningún sentido, ni hacia el dolor, ni hacia el placer o hacia ninguno de los estados intermedios. Pero su vida no ha sido siempre así. Su cuerpo, alguna vez, fue habitado por un hombre distinto. Por un hombre para el que la vida cuenta. Franco nace y se cría en Milán. Sus padres mueren cuando apenas tiene catorce años; dejan este mundo uno tras otro. Primero su padre pelea largamente con una cirrosis para la que no estaba 168


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previsto ningún transplante de hígado. Su madre, entonces, se entrega por completo a la melancolía y deja de preocuparse por todo, hasta pasar por alto alimentar a Franco que es rescatado por una tía piadosa. La madre muere pocos meses después. De pena, de impotencia, de amor. Lo que siente Franco por ella no alcanza para mantenerla viva, aunque el nene que es entonces le pide, arrodillado junto a su cama, en un murmullo cauto, para no molestarla, “no te vayas, mamita”. Pero mamita no le hace caso y se va. De ese modo es como queda huérfano a una edad en la que todavía parece un niño, su cuerpo menudo, sin músculos ni pelos, ocultan el cerebro del hombre en el que se convertirá, ése que trata de evitar todo resentimiento, de sobrepasar el abandono y buscar una justa compensación en su propia vida. Sin hermanos mayores ni menores y con un séquito de tías solteronas que se lo disputan más por competir entre ellas que por amor hacia él, a los dieciséis años consigue terminar el Liceo clásico cum laude y gana una beca para estudiar derecho en la Universidad de Milán. Deja a su tía de turno y se instala en un departamento que comparte con otros tres estudiantes con los que apenas se saluda. Su vida transcurre en una especie de planicie donde se desliza sin errores ni sobresaltos y es muy concreto lo que quiere conseguir con ella: una carrera estable, una posición económica acomodada y unos hijos a los que pueda venerar del modo que a él no lo han adorado. Con empecinamiento, con obstinación. Pasa los años de la universidad cursando lo más rápido que puede todas las materias. Pero se dedica más a estudiar las biografías de sus profesores. Se acerca a aquellos que pueden ofrecerle alguna ventaja en su carrera futura. Se convierte en un joven servicial, con el brillo justo para no aterrorizar a un posible competidor, construye con cultivado esmero un perfil bajo, sabiendo que será el más rendidor para sus propósitos. Hace de la eficiencia y de la confian-

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za sus virtudes más destacables y es así como consigue, a mitad de su carrera, entrar en un estudio de abogados donde aprende todo lo que debe para ganar los casos de criminalidad a los que se dedican. Puercas corrupciones, asesinatos por vendettas, siempre con clientes tapiados en dinero. Las mujeres no son importantes todavía en su vida. Las mira y espera. Aspira a encontrar una -sólo una- que sea la adecuada simplemente para acoplarse como un animal y procrear los hijos que espera tener, criar, amar, convertir en el don que cree que la vida le debe. Al recibirse, inmediatamente lo asocian al estudio y a los pocos años no le cuesta nada abrirse uno propio. Se va de Milán y se establece cerca de la frontera con Francia, donde obtiene clientes de otra estirpe: más ricos y corruptos pero que evitan mancharse las manos con sangre. Es un lujo que puede darse después de haber trabajado con astucia y concentración durante todos los años en la universidad y los que vinieron después. Una vez que considera tener asegurada una vida económica sólida y un trabajo que puede llevar adelante con los ojos cerrados, sabe que ha llegado el momento de encontrar a la mujer con la que podrá tener los hijos deseados. La busca en el pasado, en el cuerpo casi virginal de una compañera del Liceo a la que no le cuesta mucho seducir. Simona, así se llama la que será su mujer, ve en él la oportunidad de dejar su vida pálida como empleada de la Riccordi en el centro de Milán, convertirse en la esposa de un abogado rico y en señora de su magnífica villa en la costa de Imperia. A Franco no le cuesta nada porque Simona es tan corrupta como cualquiera de sus clientes más abusivos. Y Franco lo sabe y se deja embaucar por sus falsas declaraciones de amor, por sus esmerados intentos de gustarle, de robarle su dorada soltería y llevarlo al altar. Franco juega un poco, la seduce desprejuiciadamente, luego desaparece por semanas sin motivos, sabiendo que esa actitud generará en ella aún más 170


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esfuerzos. En tanto, la investiga. Se hace de una cartilla con su historial médico. Es perfectamente sana y fértil para sus propósitos, los únicos que le importan. Espera que ella pueda transmitir a su prole tanto su piel suave y blanca, su pelo rubio, sus ojos redondos color miel, sus rasgos inofensivos y adorables como su buena educación, su cultura refinada y su toque de clase pero, sobre todo, desea que pueda arroparlos con la servidumbre amorosa e incondicional que él le va a inculcar como sea para hacer de ella la madre prototipo de las madres. Y luego de este juego de ir y venir finalmente le propone matrimonio y Simona no duda un instante en aceptar. Y es así cómo se casan en una ceremonia modesta y sin tumultos en el ayuntamiento de Milán. Franco le pide a Simona que corte los lazos con sus amigos y parientes y Simona no opone resistencia. Es mucho más lo que puede ganar en una vida solitaria y cómoda con Franco que con los poco prometedores lazos con su pasado anodino. No hay festejos. Después de la austera ceremonia, parten en el coche de Franco hacia Imperia y allí se instalan. Simona se encuentra feliz entre la opulencia y el mar y un marido que sólo le exige una vida sexual estrictamente cronometrada, carente de goce -eso sípero intensa y casi desbordante. Simona malinterpreta el deseo de Franco. Cree que sus movimientos voraces y básicos en la cama traducen su amor incontenible y Simona es feliz, ingenuamente feliz, sólo como una mujer obnubilada por la ambición y la soberbia puede ser capaz de serlo. Al año nacen los gemelos: Lucca y Piero, tan luminosos como su padre esperaba. Franco se alegra de que hayan sido varones, no hubiese soportado dos niñitas y ahora que lo piensa sabe que era tan posible una cosa como la otra. A causa de este descubrimiento tardío es que se siente inmensamente afortunado. Ni siquiera se detiene a imaginar qué hubiese hecho con dos bebas. Allí están

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Lucca y Piero para entretener y hacerlo olvidar de esa terrible posibilidad. Pero hasta cierto punto, porque decide no tener otros hijos y como no confía en los cuidados de Simona, se esteriliza. No necesita nada más: ya tiene a los mellizos. Los niños crecen bellos, sanos, curiosos por la vida y, sobre todo, están fascinados por su padre, que acapara toda su atención y ellos la de él. Los días de Franco transcurren ya sin la formulación de preguntas incómodas -dejó a un lado y para siempre el asunto de las posibles nenas- y goza una vida acunada por una rutina placentera. Las mañanas en el juzgado, las tardes en su despacho y las noches en su casa con su familia: Simona y los gemelos. Adora cocinar para los niños, inventarles recetas, satisfacer sus caprichos de platos robustos, a veces picantes, a veces dulces. Espera con devoción los fines de semana cuando puede llevarlos a nadar o a treparse por las montañas o andar en bicicleta y organizar maratones caseras. Siempre acompañados por Simona que no contó con que se iba a enamorar de Franco así, perdida, desdichadamente. La llegada de los gemelos fue, primero, una fuente insuperable de gloria para los dos pero ahora que los niños ya tienen cinco años, Simona no puede más que considerarlos una intrusión inesperada en la idílica vida que había soñado construir junto a Franco. Ya se acabaron las incursiones atolondradas y básicas en la cama, que Franco ahora sólo usa estrictamente para dormir de espaldas a Simona. Así es, después de convertirse en madre, su vida sexual queda totalmente anulada, como canceladas todas las consideraciones que alguna vez Franco supo fingir en su favor. Franco la ha arrumbado definitivamente. Simona, sin embargo, actúa sin fisuras su rol de madre intachable, tal como Franco se lo ha impuesto. Para los chicos la madre es únicamente un muelle donde amarrar y hacer tiempo mientras llega la verdadera alegría: 172


Una tarde de invierno se lleva los gemelos a la playa. El sol estalla en un cielo azul casi aberrante, apenas sopla el viento y el mar dibuja unas olas mansas. La madre invita a sus hijos a caminar por la larga escollera, la misma por la que suelen pasear con frecuencia con su padre. Los gemelos primero se resisten, los asusta el frío y las tímidas olas que rompen contra la construcción de piedra, pero más que nada les molesta la invitación porque ese territorio no pertenece a mamá. Pero la madre insiste y los chantajea con la compra de nuevos cascos para sus bicicletas. Los gemelos aceptan un poco por pena, y poco menos por los cascos. No son chicos codiciosos. La madre los toma de la mano y corre como una loca arrastrándolos hasta la punta, allí donde el mar descarga toda su furia, donde las olas mansas se convierten en una amenaza. Los gemelos se asustan, temen resbalar, temen el agua, temen a su madre. Pero mamá los abraza -“mis hijitos queridos”- e inmediatamente los suelta tirándolos al mar. Primero a uno y medio segundo después al otro. La mujer ve claramente cómo sus cuerpos blandos y pequeños luchan en el agua, uno a cada lado de la escollera; observa cómo sus cabellos rubios, de ángeles, como los de ella, se esfuman bajo el agua embravecida y salada. Ya pierde de vista a uno, el que tiró en la parte derecha, pero el gemelo que lucha por su vida, a la izquierda, en un último esfuerzo grita para luego también hundirse y perderse en los remolinos de un mar imposible. Y es el grito del niño el que alarma a un surfista inoportuno que se

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los momentos insaciables con papá. Y ella, la mujer, la madre, traga, se retuerce, padece sin decir palabra, la indiferencia abismal de todos sus varones. Y no hace nada para recuperar su amor o para ganárselo. Simplemente se encierra cada vez más en sus asfixiantes lamentos. Hasta que no puede más. Y actúa.

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desliza con dificultad hacia donde distingue una maraña de pelos rubios hundiéndose. La madre ya lo ha divisado y su presencia le arrebata el alivio que esperaba sentir, le desmorona la coartada, el futuro de felicidad sin hijos junto a Franco, quien debería compartir con ella -solos los dos- el resto de su vida de dolor y recuerdos de los dulces gemelos. El surfista ya está llegando a la playa donde deja su tabla tirada con descuido y corre hacia la mujer que se ve obligada a fingir un improvisado ataque de nervios. Cuando está segura de que el surfista puede verla bien y escucharla a la perfección, entrega su vida al mar no sin antes llenar el aire con un rugido: fan culo. Y es así cómo a Franco el mar le ha estropeado la vida, ayudado por una mujer, la misma que él había elegido para que gestara su felicidad. Desde entonces apenas atiende a cada respiro, dirigiéndose hacia delante, hasta que la vida decida retirarlo de circulación. Franco decide claudicar sin morir. Inspirar, espirar; el pecho sólo agitado por el aire que filtra. Al menos eso se promete arriba del barco patrulla donde, en vano, intentan recuperar los cuerpos de Lucca, Piero y Simona. Eso piensa hasta que conoce a Antonia Ruin y nota que busca timarlo. Y algo dentro de él por fin se sacude: el resentimiento adormecido desde el día que su madre ha muerto despreciando su mano, multiplicado hasta el desquicio desde la tarde en que otra mujer decide arrebatarle sus objetos de amor. Sabe que su reacción puede ser desmedida, entiende que la ecuación puede ser injusta, que el resultado quizá sea brutal. Pero ahora le toca a él. Finalmente es Antonia Ruin quien se pone en su camino para incitarlo y él ya no puede sencillamente seguir sonriendo.

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NUEVE

No debería hacerlo, pero sonríe. Franco le sonríe a Antonia Ruin. La presencia de la desconocida lo descompone, de repente se siente enfermo. La apatía se subleva, no quiere dominar más su cuerpo. El rencor y la ternura, censurados por años, ganan la partida y empiezan a actuar más allá de él. Franco pierde el control y en pocas horas Antonia se convierte en su obsesión y también en su vicio. Abandona la desidia de su pesadilla y se dispone a pasarle a Antonia todo el peso de sus malos sueños porque ella es todas las mujeres y es ninguna. Su madre, Simona, sus tías y las niñas no nacidas. Antonia se transforma en una entelequia para los ojos de Franco que ya no pueden mirar más allá y para Franco entero, que enloquece. Y sucede lo que sucede: el viaje en coche, el polvo en el mar, la pasión inesperada, la mujer dormida, el castigo, el violador por encargo, el asesinato fuera de programa y una mujer adosada a su vida, Antonia Ruin, como premio consuelo para calmar las llagas de todos sus años tristes.

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Cuando Antonia abandona definitivamente la prisión, luego de idas y vueltas a varios juzgados, no ha caído sobre ella ninguna condena. Franco consigue que se acuse del homicidio a un viejo sin casa que suele merodear por la playa. Antonia no sabe cómo pudo obtener semejante fallo, que, en principio, no la perturba.Se muestra particularmente molesta porque un inocente esté encarcelado en su lugar. Desprecia a Franco por la brutalidad de su táctica. A la salida de Marassi, él la espera. Antonia no le permite abrir la boca. Le ruega que festejen su libertad antes de llevarla al aeropuerto desde donde se propone volver a Buenos Aires. Antonia podría haber prescindido de Franco, de un festejo con él, incluso del servicio que podría prestarle al llevarla hasta el aeropuerto. Pero quiere usarlo hasta el final. Sin embargo, Antonia se descuida, está desbordada por la alegría de no tener que vivir ni un solo día más en esa celda oscura y pasa por alto que a ese agujero sucio y mal iluminado llegó a causa de Franco, hasta olvida al hombre inocente que paga la culpa en su lugar. Deja en suspenso todas las preguntas pendientes, quiere perdonarlo, quiere agradecerle, le parece que su libertad es una compensación por el hombre trampa que le tiró en la playa y que ella no tuvo más alternativa que asesinar con el alambre fiel de su corpiño. Necesita una parada eufórica antes de seguir con su vida, interrumpida por el inesperado cruce con Franco, antes de afrontar la muerte de Martín Biel, el amor perdido, el resto de su vida de desdicha. La ruina para siempre. Podría festejar sola, pero no se atreve, qué es un festejo sin testigos, y entonces Franco está ahí y Antonia Ruin vuelve a verlo como la primera vez: plácido, inofensivo y curiosamente sonriente. Necesita festejar su libertad pero no se da cuenta de que todavía no la ha conquistado.

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Antonia vomita arrodillada frente al inodoro del baño unisex de un bar en el Puerto de Imperia. Franco la lleva hasta allí cuando todavía no son las diez de la mañana y el primer vómito se registra a las dos de la tarde. Antonia se levanta, se enjuaga la boca y vuelve a la mesa. No necesita decirle a Franco lo que ha sucedido en el baño, Franco ya ha pedido la cuenta y sin que medien palabras entre ellos, dejan el bar. Antonia apenas puede con su cuerpo, pero Franco no la ayuda, quiere ver cuáles son sus límites. Y sus límites son sus excesos. Antonia le grita a Franco que se apure, le ordena que la ayude a caminar, le echa en cara que no es lo suficientemente fuerte para afrontar esa situación. Antonia se tambalea y golpea con el pie la puerta delantera de un Smart estacionado cerca del coche de Franco. Franco camina tras ella pero ella repentinamente se frena y se ríe fuerte mientras lo encara. -Sos un pobre boludo, caminá más rápido, te digo. No ves que me siento mal. Franco la escucha sin cambiar la velocidad de sus pasos. Antonia malinterpreta su silencio y desconoce el carácter de sus mediciones. Cree que su actitud obedece a la vergüenza que siente por ella, por sus gritos, por su tambaleo. Antonia logra llegar hasta el auto de Franco donde se desploma en el asiento del acompañante y la idea de un aeropuerto o de un avión que la lleve de regreso a Buenos Aires se pierde en la arcada del segundo vómito incontenible que mancha el jean de Franco que acaba de poner primera y, sin limpiarse ni reparar en el estado de Antonia, cambia la marcha y conduce el coche hacia su casa muy tranquilamente. Así es cómo comienza para Antonia Ruin el ciclo de encierro y de olvido, el registro del breve momento del recuerdo, los cuadernos

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apilados tras las toallas. Las lecturas esporádicas de sus diarios, la noción entrecortada de quién es y de por qué está ahí. Cuando Antonia llega al punto de saber cómo llegó a la villa de Imperia, un fuerte dolor en el vientre le sugiere que es dentro de su cuerpo donde debe buscar la causa del olvido, su falta de resistencia a ese estado entre beatífico y demoníaco, el inexplicable abandono. Ahora acaba de despertar, luego del baño de revista femenina que le ha preparado Franco y ese dolor agudo en el vientre la frena más que el mareo del alcohol excesivo que todavía incita su cuerpo. Y al dolor y al mareo se suma su minuto de recordar y es así que vuelven a su memoria los vahos del baño, la copa alcanzada con gentileza por Franco y otra copa -o mejor dicho siempre la misma pero con una nueva dosis-, recuerda hasta el minuto en que deja de recordar. Hurga tras la toallas, sosteniéndose el vientre con las dos manos, el dolor la distrae por unos segundos, pero se repone, intuye la velocidad de la cuenta regresiva y una pregunta se ha plantado en su cabeza -¿el dolor es de hoy o es un viejo dolor, un dolor de siempre, de cuándo?- y quiere hurgar, quiere certificar si algo de eso que ahora piensa puede haber sucedido o sólo está sucediendo ahora mismo. Revuelve más de lo acostumbrado sin saber ya muy bien por dónde buscar y no encuentra nada que llame su atención. Enfurecida, tira las toallas al piso y desde dentro del doblez de una de ellas cae una hoja suelta, inclasificable, que llama su atención. Se trata de un trozo pequeño de papel de regalo, en cuyo reverso Antonia Ruin descubre la premura de su letra apretujada, cubriendo toda la superficie. Se abalanza sobre él esperando encontrar en las palabras escritas la certeza de su intuición y la respuesta a ese vientre que ahora no sólo le duele sino que se le hincha golpeándola desde adentro. 178


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“Franco duerme conmigo en la misma cama inmensa pero no me toca un pelo. Su furia sexual parece haberse agotado aquella noche en la playa. Lo veo concentrado observándome, registrando cada uno de mis movimientos, de mis dobleces, de mis debilidades. No tengo ninguna fortaleza en estos días y me abandono a la placidez de esta casa que él me deja decorar a mi antojo. Paredes blancas, inmensas reproducciones de Kandinsky en la sala; dos Basquiat falsos en el ingreso y una colección de fotografías de Man Ray en el cuarto de paredes verde agua y telas de lino teñidas con té para las cubiertas y las cortinas. Viejos kilims comprados en mercadillos, al igual que los muebles. Mínimos: una mesa mediana sin ningún estilo, dos sillas forradas en cuero negro. Un sillón Le Corbusier y un futón alto, un montón de dinero para pasar el rato y litros de vino que Franco compra para festejar cada compra y para aumentar los agujeros negros de mi memoria. He descubierto su táctica y lo dejo hacer. Me deleita este abandono, no deseo nada, sólo que pase el tiempo. Un chico que encuentro en el negocio de las alfombras me ayuda con el trabajo y también ha hecho algo más. Me hace el amor con una delicadeza exquisita cada vez que nos encontramos en la Villa de Franco para decorarla. Los encuentros se alargan más allá de la decoración y el chico se aprovecha de mis olvidos intermitentes. Y yo lo dejo creer que se aprovecha. A veces recuerdo quién es; otras, es como si todo empezase de nuevo. Hoy por ejemplo, mientras escribo esto, recuerdo. Y mi recuerdo va más allá de él. Porque el horror ha sucedido. Estuvo sucediendo todo este tiempo. ¿Un mes, un año? Y es ese mismo espanto el que podría ayudarme a recuperar mi vida arrumbada en esta escenografía a veces vacua, a veces tenebrosa; pero nunca mía. Lo sé, en este segundo lo sé, pero prefiero el desamparo a la precisión fotográfica de los recuerdos. Hago cuentas rápidas y precisas

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con las fechas de los cuadernos. Hace tres años y dos meses que vivo aquí, que escribo los cuadernos a hurtadillas, que me veo con el chico, que dejo que Franco me embriague, que me domine, que me convierta en el títere donde clavar sus alfileres de brujería casera. Ha sido mi responsabilidad. Yo he hecho trizas mi vida y en este momento sólo puedo contemplarla sin moverme pero también podría decir basta de una vez. Entonces ‘basta’”.

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DIEZ

El chico de las alfombras se llama Víctor. En realidad se hace llamar así. Es un albanés sin papeles que trabaja en el negocio de antigüedades. Su nombre verdadero le suena rarísimo a Franco a quien tampoco le importa mucho poder pronunciarlo. Entonces, el muchacho -25 años, alto, moreno, de rasgos duros y mirada peligrosa e irresistible- no es más que un enviado de Franco para que haga lo que Franco ya no puede: dejar embarazada a Antonia, convertirla en la máquina que le devuelva la ilusión de otros hijos, los que podrán quitarle la pesadumbre de los mellizos muertos. De todos modos, Víctor es un hombre bueno que actúa como actúa por estricta necesidad. Sabe de la fragilidad de Antonia y la trata con respeto y ternura, sin dejar de cumplir aquello por lo que su patrón ocasional le está pagando. Si bien todo se reduce a un trato comercial, Víctor debe reconocer que disfruta tanto del cuerpo como de la compañía de Antonia; le divierte elegir muebles junto a ella, discutir sobre los entramados de alfombras exóticas, acompañarla en sus recorridas por desarmaderos y ferias para conseguir objetos inútiles y excéntricos o simplemente para hurgar

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en rincones donde piezas insólitas se encuentran arrumbadas a la espera de un comprador desprevenido. Víctor trabaja con placer. Antonia es lo mejor que le ha sucedido desde que dejó su Tirana natal. Se alegra de que la mujer tarde en quedar embarazada, él precisamente se cuida de no cuidarse, indaga con delicadeza cuáles son los días más fértiles de Antonia pero nada sucede. Ante esa inexplicable demora, Franco lo obliga a hacerse análisis que corroboren su fertilidad y Víctor, por supuesto, es perfectamente apto para el trabajo que le ha sido encomendado. Pero ni Víctor ni Franco llegan a saber jamás que es la propia Antonia la que les arruina sus planes. Luego de las innumerables visitas de Víctor pagadas con generosidad por Franco, Antonia Ruin parece, por fin, estar por convertirse en lo que Franco quiere y es Franco quien considera que debe informárselo porque Antonia -imagina él- no registra sus ciclos menstruales su presencia o ausencia y mucho menos la consecuencia de una cosa o de la otra. Ha sido Franco, durante todo este tiempo, el que revisa mes tras mes bombachas, inodoros y cestos de basura. Y mes tras mes encuentra la prueba de que ningún niño se estaba gestando en el vientre de Antonia, hasta que por fin un día en el que debería toparse con los desechos del cuerpo aparentemente infértil de Antonia, no halla rastros de sangre en absorbentes, tampones o sábanas. De todos modos, espera. Quiere estar seguro y recién al mes siguiente, cuando la misma ausencia vuelve a repetirse, cree que el milagro ha sucedido. Es en ese preciso momento cuando teme que Antonia haya recordado todo -su trampa, el encierro, las dosis premeditadas de alcohol- pero enseguida el miedo desaparece, es sólo fruto de su perpetua paranoia. Y es el día en el que le ofrece su último baño y lo que él piensa que será su última botella. 182


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Finalmente, Antonia le ha servido doblemente. En el mismo cuerpo en el que ha encontrado un espacio para la venganza inmensa, ha podido gestar también la recuperación de lo más amado, su paternidad. Cuando el regreso de la posibilidad del amor tiene lugar, la venganza deja de tener sentido, pero sobre todo lo avergüenza, lo humilla. Debe cancelarla de su conciencia. Franco está dispuesto a desintoxicar a Antonia no sólo por el bien del niño por venir, un chico que adoptará, ya lo ha arreglado con Víctor -a quien le importa sólo el dinero-, sino también porque es el único modo que encuentra para devolverle a la mujer parte de la dignidad arrebatada, y recuperar él también el honor que rifó cuando Antonia Ruin se cruzó en su camino y se convirtió en un plan de exterminio. En este preciso momento sólo le queda comunicarle a Antonia cómo va a seguir su vida, la de ella. Así como alentó el olvido a través de incontables litros de alcohol, profundizando la intermitencia en la memoria que sufren los alcohólicos; ahora le debe limpiar el cuerpo para que se convierta en el mejor contenedor para su nuevo hijo. Luego de que el niño haya abandonado su incubadora de carne, Franco finalmente depositará a Antonia en el aeropuerto con un billete para Buenos Aires, el lugar al que se dirigía hace algo más de tres años atrás, cuando la embaucó en el medio de una ruta francesa. Franco pretenderá desentenderse de ella, dejar atrás la ominosa venganza y recuperar el rumbo vital de su vida junto a su nuevo hijo, ahora no le importa si es niño o niña, luego de todo lo que ha pasado y de todo lo que se ha atrevido a hacer, su cuenta con las mujeres está saldada. Franco se sobrestima. En todo su plan no cuenta con la voluntad de Antonia ni contempla, porque lo desconoce, que cada día exis-

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te un momento -breve sí pero lo suficientemente productivo- en el que Antonia recuerda y puede seguir los rastros de su vida: del envenenamiento, de la venganza, de las trampas de Víctor y sobre todo de su propio y voluntario abandono. Es en uno de esos momentos en el que Antonia Ruin registra la falta. Al minuto siguiente comienza a obsesionarse con el asunto y seis minutos después, casi una semana más tarde, empieza a considerar cuáles son sus opciones. Un hijo puede ser la ilusión y la fuerza para escaparse de ese encierro que la atonta; la posibilidad cierta de dejar atrás el recuerdo agobiante de Martín Biel, el oprobio consentido de Franco, su autodestrucción fraccionada. Sin dudas, escapar pronto con el niño que crece es la mejor opción y entonces Antonia Ruin comienza a urdir la huida, día tras día, en sus sagrados minutos de recuerdo, donde cada vez apunta en un cuaderno los pasos a seguir: reunir sus documentos, conseguir efectivo, estudiar con exactitud los horarios ciertos en los que Franco no está en la casa, conseguir un juego de llaves, copiar los número de alguna de las tarjetas de crédito de Franco, comprar su billete de avión con esa tarjeta y por fin… Cuando ya lo tiene todo, llega el momento de pensar a dónde irá, qué lugar elegirá para reiniciar su vida. Y Antonia Ruin allí trastabilla, no tiene a donde ir, ninguno de los lugares conocidos le resulta adecuado para su nuevo comienzo. A Buenos Aires se ha prometido no volver, Madrid es el territorio de la vida negada; ¿y entonces? Se planta en la idea de que esa casa es el único lugar en el mundo que puede cobijarla. En eso está pensando tristemente, usando apenas unos pocos minutos de su momento de gloria, cuando Franco le dice lo que ya sabe pero también lo que no espera: que tendrá un hijo, que él lo adoptará y que ella se irá de sus vidas para siempre y a cambio le entregará su memoria, su historia, su pasado y un futuro fuera de esas paredes donde él concede que la ha 184


En los tres años en Imperia, Antonia Ruin ha tenido otros dos embarazos y otras dos idénticas propuestas de Franco de quedarse con el niño a cambio de su sobriedad y de su partida. Cada vez Antonia reacciona del mismo modo. Usa cuatro días y cuatro minutos. En el primero: trama el plan. En el segundo: empieza a ponerlo en ejecución. En el tercero lo completa y en el cuarto, por fin, lo lleva a cabo: con el alambre esterilizado de uno de sus corpiños, ya su arma favorita, se mete en la bañera que apenas cubre dos centímetros de agua tibia y en menos de un minuto termina con el asunto. Se esteriliza, sangra un poco, tiene algo de fiebre y siempre le hace creer a Franco que las faltas obedecen a caprichos de su organismo. Nunca se atreve a escribirlo. De lo que siempre ha querido olvidarse ha sido de esas maniobras dentro de su vientre que comienzan a los pocos meses de su llegada a la Villa. Las escenas no escritas en el baño son más sórdidas que la muerte de Martín Biel, su encuentro con Franco y su vida desterrada. Si se deja vencer por el alcohol, por el abandono y el olvido es a causa de esas escenas sin defensa. Pero mientras tienen lugar, sabe que ningún niño merece el destino de salvar los valores despreciables que ella y Franco representan.

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martirizado. Franco emplea treinta segundos para darle las nuevas noticias. Antonia finge asombro y aturdimiento y se recluye en su estudio donde escribe las intenciones de Franco en diez segundos para pensar en ello la próxima vez que su memoria se lo permita. Y el tiempo le alcanza justo para escribirlo y agregar un pensamiento: “nunca imaginé que los dos depositaríamos nuestra salvación en la misma y exacta cosa. Es la miseria que nos hermana, es la constatación de este horror perpetuo”. Antonia dibuja el punto y sabe que sólo le queda esperar al minuto siguiente de recuerdo para hacer lo que tiene que hacer.

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Esta vez no es distinta a las demás. El cuerpo y la cabeza de Antonia Ruin responden con la misma reacción y le toma cuatro minutos de cuatro días arrasar con la ilusión de Franco y también con la suya. Pero esta vez tiene necesidad de escribirlo y se permite de ese modo saber al día siguiente lo que ha sucedido. Esa sola vez le alcanza para medir la monstruosidad imbatible de Franco pero también la propia. Esa combinación macabra e implacable que destila su vida juntos. A las cinco de la tarde, llega su momento de recordar y escribe: “Mañana, cuando recuerde, tengo que irme de este lugar para siempre aunque no entienda porqué”. Y la memoria no la abandona por el resto de la tarde, ni por la noche. Y es así cómo puede juntar todos sus cuadernos, una muda de ropa, los preparativos eternos para la huida y puede otra vez, creyendo que es la primera, engañar a Franco. En esta ocasión no le dice nada. Deja un tampón manchado en el cesto del baño antes de irse a dormir. Una señal inequívoca, un chiste de despedida. Durante la madrugada, todavía recuerda quién es, qué ha sucedido, qué se propone. Franco duerme con la pesadez de la nueva frustración. Como siempre, se convierte en una espalda que ronca sin suavidad. Entonces Antonia se levanta de la cama, se viste con la muda de ropa que ha preparado y que ha dejado en el estudio, usa las llaves que tiene listas desde hace años, controla su documentación y ata los cuadernos con un hilo. Le vacía la billetera a Franco y se apropia de todas sus tarjetas de crédito y también de su celular. Como para no levantar sospechas, le deja un mensaje a Víctor en el que cancela la cita para esa tarde cuando acudirían a un mercadillo clandestino donde les han dicho que venden kilims de contrabando. Desde la calle, llama a un taxi que la recoge en diez minutos. -All’ aeroporto, per favore -le indica al chofer en un italiano cris186


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talino que no sabía que hablaba, sin estar segura todavía de qué vuelo elegirá. Sólo entiende que debe irse, lejos o cerca, a un lugar donde nadie puede rastrearla. Va a pagar el billete en efectivo, va a quemar las tarjetas de Franco hasta achicharrarlas, va a sobornar al taxista para que nunca diga que la recogió en la Villa y la llevó al aeropuerto. Y así se va, tomando todos los recaudos, con la memoria clavada, escupiéndole los recuerdos enterrados: uno tras otro. La fascinación y la amargura se entremezclan con aquello que ya se dibuja como un cóctel poderoso en su cabeza. Ahora el vicio será recordar, reconstruirlo todo para, después, clavar meticulosamente en la memoria cada dolor, cada despropósito, cada caída; pero también la felicidad perdida, esa tibia añoranza. Es así que parte, decidida, a recuperar su vida. “Mi vida -suspira con esperanza-; si semejante cosa todavía existe”. El taxi marcha veloz por la autopista. Antonia tiene la vista clavada en la ventanilla derecha y sus labios se mueven con lentitud, esbozando una sonrisa prudente que ha precedido una inspiración sonora y brutal que distrae al conductor. Y empieza a soltar unas carcajadas tímidas. Está segura que se ha librado de los hombres -Martín, Franco- que por distintas razones y manejos imprudentes del azar trataron de transformarla en alguien lejano a ella, a Antonia Ruin. Ahora guarda algo que crece en su panza y espera; espera ansiosamente que la alegría vuelva a su cuerpo, cargado de otra vida, esa otra vida en la que deposita, quizá con imprudencia, quizá con ingenuidad que la acerque a sí misma, a la mujer que alguna vez se sintió orgullosa de ser. Sabe que es como apostar en la ruleta: todo a rojo o todo a negro. Ella siempre jugó así. Sabe que algunas cosas ya no cambiarán. Pero confía, decide confiar en que sus fichas por una vez, serán las ganadoras. Y ruega a un dios pagano: “ojalá que no sea varón y si no, que no sea”.

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